miércoles, 6 de marzo de 2019

Jueves después de Ceniza

Jueves de Ceniza

La cruz de cada día
«Y añadió: Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, y sea condenado por los ancianos, los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y que sea muerto y resucite al tercer día. Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; el que, en cambio, pierda su vida por mí, ése la salvará. Porque ¿qué adelanta el hombre si gana todo el mundo, pero se pierde a sí mismo, o sufre algún daño?». (Lucas 9, 22-25).
I. En el Evangelio de la Misa, Cristo nos habla: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame (Lucas 9, 23). El Señor se dirige a todos y habla de la Cruz de cada día. Son palabras dichas a todos los hombres que quieren seguirle, pues no existe un Cristianismo sin Cruz, para cristianos flojos y blandos, sin sentido del sacrificio. Uno de los síntomas más claros de que la tibieza ha entrado en el alma es precisamente el abandono de la Cruz.. Por otra parte, huir de la cruz es alejarse de la santidad y de la alegría; porque uno de sus frutos es precisamente la capacidad de relacionarse con Dios y con los demás, y también una profunda paz, aun en medio de la tribulación y de dificultades externas. No olvidemos pues, que la mortificación está muy relacionada con la alegría, y que cuando el corazón se purifica se torna más humilde para tratar a Dios y a los demás.
II. La Cruz del Señor, con la que hemos de cargar cada día, no es ciertamente la que producen nuestros egoísmos, envidias o pereza. Esto no es del Señor, no santifica. En alguna ocasión encontraremos la Cruz en una gran dificultad, en una enfermedad grave y dolorosa, en un desastre económico, en la muerte de un ser querido. Sin embargo, lo normal será que encontremos la cruz de cada día en pequeñas contrariedades en el trabajo, en la convivencia; en un imprevisto que no contábamos, planes que debemos cambiar, instrumentos de trabajo que se estropean, molestias por el frío o calor, o el carácter difícil de una persona con la que convivimos. Hemos de recibir estas contrariedades con ánimo grande, ofreciéndolas al Señor con espíritu de reparación, sin quejarnos: nos ayudará a mejorar en la virtud de la paciencia, en caridad, en comprensión: es decir, en santidad. Además experimentaremos una profunda paz y gozo.
III. Además de aceptar la cruz que sale a nuestro encuentro, muchas veces sin esperarla, debemos buscar otras pequeñas mortificaciones para mantener vivo el espíritu de penitencia que nos pide el Señor. Unas nos facilitarán el trabajo, otras nos ayudarán a vivir la caridad. No es preciso que sean cosas más grandes, sino que se adquiera el hábito de hacerlas con constancia y por amor de Dios. Digámosle a Jesús que estamos dispuestos a seguirle cargando con la Cruz, hoy y todos los días.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Santa Perpetua y santa Felicidad, mártires

Estas dos santas murieron martirizadas en Cartago (África) el 7 de marzo del año 203.
Perpetua era una joven madre, de 22 años, que tenía un niñito de pocos meses. Pertenecía a una familia rica y muy estimada por toda la población. Mientras estaba en prisión, por petición de sus compañeros mártires, fue escribiendo el diario de todo lo que le iba sucediendo.
Felicidad era una esclava de Perpetua. Era también muy joven y en la prisión dio a luz una niña, que después los cristianos se encargaron de criar muy bien.
Las acompañaron en su martirio unos esclavos que fueron apresados junto a ellas, y su catequista, el diácono Sáturo, que las había instruido en la religión y las había preparado para el bautismo. A Sáturo no lo habían apresado, pero él se presentó voluntariamente.
Los antiguos documentos que narran el martirio de estas dos santas, eran inmensamente estimados en la antigüedad, y San Agustín dice que se leían en las iglesias con gran provecho para los oyentes. Esos documentos narran lo siguiente.
El año 202 el emperador Severo mandó que los que siguieran siendo cristianos y no quisieran adorar a los falsos dioses tenían que morir.
Perpetua estaba celebrando una reunión religiosa en su casa de Cartago cuando llegó la policía del emperador y la llevó prisionera, junto con su esclava Felicidad y los esclavos Revocato, Saturnino y Segundo.
Dice Perpetua en su diario: "Nos echaron a la cárcel y yo quedé consternada porque nunca había estado en un sitio tan oscuro. El calor era insoportable y estábamos demasiadas personas en un subterráneo muy estrecho. Me parecía morir de calor y de asfixia y sufría por no poder tener junto a mí al niño que era tan de pocos meses y que me necesitaba mucho. Yo lo que más le pedía a Dios era que nos concediera un gran valor para ser capaces de sufrir y luchar por nuestra santa religión".
Afortunadamente al día siguiente llegaron dos diáconos católicos y dieron dinero a los carceleros para que pasaran a los presos a otra habitación menos sofocante y oscura que la anterior, y fueron llevados a una sala a donde por lo menos entraba la luz del sol,y no quedaban tan apretujados e incómodos. Y permitieron que le llevaran al niño a Perpetua, el cual se estaba secando de pena y acabamiento. Ella dice en su diario: "Desde que tuve a mi pequeñín junto a mí, y a aquello no me parecía una cárcel sino un palacio, y me sentía llena de alegría. Y el niño también recobró su alegría y su vigor". Las tías y la abuelita se encargaron después de su crianza y de su educación.
El jefe del gobierno de Cartago llamó a juicio a Perpetua y a sus servidores. La noche anterior Perpetua tuvo una visión en la cual le fue dicho que tendrían que subir por una escalera muy llena de sufrimientos, pero que al final de tan dolorosa pendiente, estaba un Paraíso Eterno que les esperaba. Ella narró a sus compañeros la visión que había tenido y todos se entusiasmaron y se propusieron permanecer fieles en la fe hasta el fin.
Primero pasaron los esclavos y el díacono. Todos proclamaron ante las autoridades que ellos eran cristianos y que preferían morir antes que adorar a los falsos dioses.
Luego llamaron a Perpetua. El juez le rogaba que dejara la religión de Cristo y que se pasara a la religión pagana y que así salvaría su vida. Y le recordaba que ella era una mujer muy joven y de familia rica. Pero Perpetua proclamó que estaba resuelta a ser fiel hasta la muerte, a la religión de Cristo Jesús. Entonces llegó su padre (el único de la familia que no era cristiano) y de rodillas le rogaba y le suplicaba que no persistiera en llamarse cristiana. Que aceptara la religión del emperador. Que lo hiciera por amor a su padre y a su hijito. Ella se conmovía intensamente pero terminó diciéndole: ¿Padre, cómo se llama esa vasija que hay ahí en frente? "Una bandeja", respondió él. Pues bien: "A esa vasija hay que llamarla bandeja, y no pocillo ni cuchara, porque es una bandeja. Y yo que soy cristiana, no me puedo llamar pagana, ni de ninguna otra religión, porque soy cristiana y lo quiero ser para siempre".
Y añade el diario escrito por Perpetua: "Mi padre era el único de mi familia que no se alegraba porque nosotros íbamos a ser mártires por Cristo".
El juez decretó que los tres hombres serían llevados al circo y allí delante de la muchedumbre serían destrozados por las fieras el día de la fiesta del emperador, y que las dos mujeres serían echadas amarradas ante una vaca furiosa para que las destrozara. Pero había un inconveniente: que Felicidad iba a ser madre, y la ley prohibía matar a la que ya iba a dar a luz. Y ella sí deseaba ser martirizada por amor a Cristo. Entonces los cristianos oraron con fe, y Felicidad dio a luz una linda niña, la cual le fue confiada a cristianas fervorosas, y así ella pudo sufrir el martirio. Un carcelero se burlaba diciéndole: "Ahora se queja por los dolores de dar a luz. ¿Y cuando le lleguen los dolores del martirio qué hará? Ella le respondió: "Ahora soy débil porque la que sufre es mi pobre naturaleza. Pero cuando llegue el martirio me acompañará la gracia de Dios, que me llenará de fortaleza".
A los condenados a muerte se les permitía hacer una Cena de Despedida. Perpetua y sus compañeros convirtieron su cena final en una Cena Eucarística. Dos santos diáconos les llevaron la comunión, y después de orar y de animarse unos a otros se abrazaron y se despidieron con el beso de la paz. Todos estaban a cual de animosos, alegremente dispuestos a entregar la vida por proclamar su fe en Jesucristo.
A los esclavos los echaron a las fieras que los destrozaron y ellos derramaron así valientemente su sangre por nuestra religión.
Antes de llevarlos a la plaza los soldados querían que los hombres entraran vestidos de sacerdotes de los falsos dioses y las mujeres vestidas de sacerdotisas de las diosas de los paganos. Pero Perpetua se opuso fuertemente y ninguno quiso colocarse vestidos de religiones falsas.
El diácono Sáturo había logrado convertir al cristianismo a uno de los carceleros, llamado Pudente, y le dijo: "Para que veas que Cristo sí es Dios, te anuncio que a mí me echarán a un oso feroz, y esa fiera no me hará ningún daño". Y así sucedió: lo amarraron y lo acercaron a la jaula de un oso muy agresivo. El feroz animal no le quiso hacer ningún daño, y en cambio sí le dio un tremendo mordisco al domador que trataba de hacer que se lanzara contra el santo diácono. Entonces soltaron a un leopardo y éste de una dentellada destrozó a Sáturo. Cuando el diácono estaba moribundo, untó con su sangre un anillo y lo colocó en el dedo de Pudente y este aceptó definitivamente volverse cristiano.
A Perpetua y Felicidad las envolvieron dentro de una malla y las colocaron en la mitad de la plaza, y soltaron una vaca bravísima, la cual las corneó sin misericordia. Perpetua únicamente se preocupaba por irse arreglando los vestidos de manera que no diera escándalo a nadie por parecer poco cubierta. Y se arreglaba también los cabellos para no aparecer despeinada como una llorona pagana. La gente emocionada al ver la valentía de estas dos jóvenes madres, pidió que las sacaran por la puerta por donde llevaban a los gladiadores victoriosos. Perpetua, como volviendo de un éxtasis, preguntó: ¿Y dónde está esa tal vaca que nos iba a cornear?
Pero luego ese pueblo cruel pidió que las volvieran a traer y que les cortaran la cabeza allí delante de todos. Al saber esta noticia, las dos jóvenes valientes se abrazaron emocionadas, y volvieron a la plaza. A Felicidad le cortaron la cabeza de un machetazo, pero el verdugo que tenía que matar a Perpetua estaba muy nervioso y equivocó el golpe. Ella dio un grito de dolor, pero extendió bien su cabeza sobre el cepo y le indicó al verdugo con la mano, el sitio preciso de su cuello donde debía darle el machetazo. Así esta mujer valerosa hasta el último momento demostró que si moría mártir era por su propia voluntad y con toda generosidad.
Estas dos mujeres, la una rica e instruida y la otra humilde y sencilla sirvienta, jóvenes esposas y madres, que en la flor de la vida prefirieron renunciar a los goces de un hogar, con tal de permanecer fieles a la religión de Jesucristo, ¿qué nos enseñarán a nosotros? Ellas sacrificaron un medio siglo que les podía quedar de vida en esta tierra y llevan más de 17 siglos gozando en el Paraíso eterno. ¿Qué renuncias nos cuesta nuestra religión? ¿En verdad, ser amigos de Cristo nos cuesta alguna renuncia? Cristo sabe pagar muy bien lo que hacemos y renunciamos por El.

No hay comentarios: