Martes de la semana 31 de tiempo ordinario; año par
Solidaridad cristiana
“En aquel tiempo, uno de los comensales dijo a Jesús: -«¡Dichoso el que coma en el banquete del reino de Dios!» Jesús le contestó: -«Un hombre daba un gran banquete y convidó a mucha gente; a la hora del banquete mandó un criado a avisar a los convidados: "Venid, que ya está preparado." Pero ellos se excusaron uno tras otro. El primero le dijo: "He comprado un campo y tengo que ir a verlo. Dispénsame, por favor. "Otro dijo: "He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Dispénsame, por favor." Otro dijo: "Me acabo de casar y, naturalmente, no puedo ir." El criado volvió a contárselo al amo. Entonces el dueño de casa, indignado, le dijo al criado: "Sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad y tráete a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos." El criado dijo: "Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía queda sitio." Entonces el amo le dijo: "Sal por los caminos y senderos e insísteles hasta que entren y se me llene la casa." Y os digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete» (Lucas 14,15-24).
I. San Pablo nos enseña que siendo muchos formamos un solo cuerpo en Cristo, siendo todos miembros los unos de los otros (Romanos 12, 5-16). Cada cristiano, conservando su propia vida, está insertado en la Iglesia con vínculos vitales muy íntimos. El Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, es algo inmensamente más trabado y compacto que un cuerpo moral, algo más sólido que un cuerpo humano. La misma Vida, la Vida de Cristo, corre por todo el Cuerpo, y mucho dependemos unos de otros. El más pequeño dolor lo acusa el ser entero, y todo el cuerpo trabaja en la reparación de cualquier herida. Asimismo, de una manera misteriosa pero real, con nuestra santidad personal estamos contribuyendo a la vida sobrenatural de todos los miembros de la Iglesia. La meditación de esta verdad nos moverá a vivir mejor el día de hoy, con más amor, con más entrega.
II. San Pablo, después de indicar los diversos carismas, las gracias particulares que Dios otorga para servicio de los demás, señala el gran don común a todos, que es la caridad, con la que cada día podemos sembrar tanto bien a nuestro alrededor. Todos los días damos mucho y recibimos mucho. Nuestra vida es un intercambio continuo en lo humano y en lo sobrenatural. El Señor se alegra cuando nos ve reparar con amor y desagravio, una rotura en ese tejido finísimo que componemos los miembros de la Iglesia. No existe virtud ni flaqueza solitaria. Lo bueno y lo malo tienen efectos centuplicados en los demás. No dejemos de sembrar; nuestra vida es una gran siembra en la que nada se pierde. Son incontables las oportunidades para hacer el bien, ahora, sin esperar grandes momentos que quizá nunca lleguen a presentarse.
III. Al crearnos, Dios nos hizo a los hombres hermanos, necesitados unos de otros en la vida familiar y social. La Trinidad Beatísima ha querido salvar a los hombres a través de los hombres y propagar la fe por medio de ellos. Esta irradiación del Evangelio se hace a través del apostolado personal de los cristianos, que se encuentran en el mundo en las situaciones más variadas. El trato diario con el Señor incendiará nuestro corazón de misericordia y generosidad; con el ejemplo y la palabra acercaremos a otros a Él, y compartiremos con ellos nuestros talentos, nuestro tiempo, nuestros bienes materiales y nuestra alegría. Pidámosle a Nuestra Madre un corazón generoso con nuestros semejantes, como el suyo.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Mártires de España siglo XX
EL MARTIRIO SUPREMO TESTIMONIO DE LA VERDAD DE LA FE
HOMILÍA DEL CARDENAL SARAIVA
Eminentísimos Señores Cardenales,
Excelentísimos Señores Obispos y hermanos en el sacerdocio,
Respetables autoridades,
Hermanas y hermanos en Cristo:
Excelentísimos Señores Obispos y hermanos en el sacerdocio,
Respetables autoridades,
Hermanas y hermanos en Cristo:
1. Por encargo y delegación del Papa Benedicto XVI, he tenido la dicha de hacer público el documento mediante el cual el Santo Padre proclama beatos a cuatrocientos noventa y ocho mártires que derramaron su sangre por la fe durante la persecución religiosa en España, en los años mil novecientos treinta y cuatro, treinta y seis y treinta y siete. Entre ellos hay obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos, mujeres y hombres; tres de ellos tenían dieciséis años y el mayor setenta y ocho.
Este grupo tan numeroso de beatos manifestaron hasta el martirio su amor a Jesucristo, su fidelidad a la Iglesia Católica y su intercesión ante Dios por todo el mundo. Antes de morir perdonaron a quienes les perseguían –es más, rezaron por ellos–, como consta en los procesos de beatificación instruidos en las archidiócesis de Barcelona, Burgos, Madrid, Mérida-Badajoz, Oviedo, Sevilla y Toledo; y en las diócesis de Albacete, Ciudad Real, Cuenca, Gerona, Jaén, Málaga y Santander.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe” (a 2473). En efecto, seguir a Jesús, significa seguirlo también en el dolor y aceptar las persecuciones por amor del Evangelio (cf. Mt 24,9-14;Mc.13,9-13; Lc 21,12-19): “Y seréis odiados de todos por causad e mi nombre” (Mc 13,13; cf. Jn 15,21). Cristo nos había anticipado que nuestras vidas estarían vinculadas a su destino.
2. El logotipo de esta beatificación, de una importancia notable por el gran número de nuevos beatos, tiene como elemento central una cruz de color rojo, símbolo del amor llevado hasta derramar la sangre por Cristo. Acompaña a la cruz una palma estilizada, que intencionalmente se asemeja a unas lenguas de fuego, en la que vemos representada la victoria alcanzada por los mártires con su fe que vence al mundo (cfr. 1 Jn 1, 4), así como también el fuego del Espíritu Santo que se posa sobre los Apóstoles el día de Pentecostés, y asimismo la zarza que arde y no se consuma con una llama, en la que Dios se presenta a Moisés en el relato del Éxodo y es expresión de su mismo ser: el Amor que se da y nunca se extingue.
Estos símbolos están enmarcados por una leyenda circular, que recuerda un mapa del mundo: “Beatificación mártires de España”. Dice «mártires de España» y no «mártires españoles», porque España es el lugar donde fueron martirizados, y es también la Patria de gran parte de ellos, pero hay también quienes provenían de otras naciones, concretamente de Francia, México y Cuba. En cualquier caso, los mártires no son patrimonio exclusivo de una diócesis o nación, sino que, por su especial participación en la Cruz de Cristo, Redentor del universo, pertenecen al mundo entero, a la Iglesia universal.
Se ha elegido como lema para esta beatificación unas palabras del Señor recogidas en el Evangelio de San Mateo: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 14). Como declara el Concilio Vaticano II al comienzo de su Constitución sobre la Iglesia, Jesucristo es la luz de las gentes; esa luz se refleja a lo largo de los siglos en el rostro de la Iglesia y hoy, de manera especial, resplandece en los mártires cuya memoria estamos celebrando. Jesucristo es la luz del mundo (Jn 1, 5-9), que alumbra nuestras inteligencias para que, conociendo la verdad, vivamos de acuerdo con nuestra dignidad de personas humanas y de hijos de Dios y seamos también nosotros luz del mundo que alumbra a todos los hombres con el testimonio de una vida vivida en plena coherencia con la fe que profesamos.
3. «He combatido bien mi batalla, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe» (2 Tim 4, 7). Así escribe San Pablo, ya al final de su vida, en el texto de la segunda lectura de este domingo. Con su muerte, estos mártires hicieron realidad las mismas convicciones de San Pablo.
Los mártires no consiguieron la gloria sólo para sí mismos. Su sangre, que empapó la tierra, fue riego que produjo fecundidad y abundancia de frutos. Así lo expresaba, invitándonos a conservar la memoria de los mártires, el Santo Padre Juan Pablo II en uno de sus discursos: «Si se perdiera la memoria de los cristianos que han entregado su vida por confesar la fe, el tiempo presente, con sus proyectos y sus ideales, perdería una de sus características más valiosas, ya que los grandes valores humanos y religiosos dejarían de estar corroborados por un testimonio concreto inscrito en la historia» .
No podemos contentarnos con celebrar la memoria de los mártires, admirar su ejemplo y seguir adelante en nuestra vida con paso cansino ¿Qué mensaje transmiten los mártires a cada uno de nosotros aquí presentes?
Vivimos en una época en la cual la verdadera identidad de los cristianos está constantemente amenazada y esto significa que ellos o son mártires, es decir adhieren a su fe bautismal en modo coherente, o tienen que adaptarse.
Vivimos en una época en la cual la verdadera identidad de los cristianos está constantemente amenazada y esto significa que ellos o son mártires, es decir adhieren a su fe bautismal en modo coherente, o tienen que adaptarse.
Ya que la vida cristiana es una confesión personal cotidiana de la fe en el Hijo de Dios hecho hombre esta coherencia puede llegar en algunos casos hasta la efusión de la sangre.
Pero como la vida de un solo cristiano donada en defensa de la fe tiene el efecto de fortalecer toda Iglesia, el hecho de proponer el ejemplo de los mártires significa recordar que la santidad no consiste solamente en la reafirmación de valores comunes para todos sino en la adhesión personal a Cristo Salvador del cosmos y de la historia. El martirio es un paradigma de esta verdad desde el acontecimiento de Pentecostés.
La confesión personal de la fe nos lleva a descubrir el fuerte vínculo entre la conciencia y el martirio.
“El sentido profundo del testimonio de los mártires- según escribía el Cardenal Ratzinger esta en que -ellos testimonian la capacidad de la verdad sobre el hombre como límite de todo poder y garantía de su semejanza con Dios. Es en este sentido que los mártires son los grandes testimonios de la conciencia, de la capacidad otorgada al hombre de percibir, más allá del poder, también el deber y por lo tanto abrir el camino hacia el verdadero progreso, hacia la verdadera elevación humana” (J.Ratzinger, Elogio della coscienza, Roma, Il Sabato 16 marzo 1991, p.89).
“El sentido profundo del testimonio de los mártires- según escribía el Cardenal Ratzinger esta en que -ellos testimonian la capacidad de la verdad sobre el hombre como límite de todo poder y garantía de su semejanza con Dios. Es en este sentido que los mártires son los grandes testimonios de la conciencia, de la capacidad otorgada al hombre de percibir, más allá del poder, también el deber y por lo tanto abrir el camino hacia el verdadero progreso, hacia la verdadera elevación humana” (J.Ratzinger, Elogio della coscienza, Roma, Il Sabato 16 marzo 1991, p.89).
4. Los mártires se comportaron como buenos cristianos y, llegado el momento, no dudaron en ofrendar su vida de una vez, con el grito de «¡Viva Cristo Rey!» en los labios. A los hombres y a las mujeres de hoy nos dicen en voz muy alta que todos estamos llamados a la santidad, todos, sin excepción, como ha declarado solemnemente el Concilio Vaticano II al dedicar un capítulo de su documento más importante –la Constitución Lumen gentium, sobre la Iglesia– a la «llamada universal a la santidad». ¡Dios nos ha creado y redimido para que seamos santos! No podemos contentarnos con un cristianismo vivido tibiamente.
La vida cristiana no se reduce a unos actos de piedad individuales y aislados, sino que ha de abarcar cada instante de nuestros días sobre la tierra. Jesucristo ha de estar presente en el cumplimiento fiel de los deberes de nuestra vida ordinaria, entretejida de detalles aparentemente pequeños y sin importancia, pero que adquieren relieve y grandeza sobrenatural cuando están realizados con amor de Dios. Los mártires alcanzaron la cima de su heroísmo en la batalla en la que dieron su vida por Jesucristo. El heroísmo al que Dios nos llama se esconde en las mil escaramuzas de nuestra vida de cada día. Hemos de estar persuadidos de que nuestra santidad –esa santidad, no lo dudemos, a la que Dios nos llama– consiste en alcanzar lo que Juan Pablo II ha llamado el «nivel alto de la vida cristiana ordinaria».
La vida cristiana no se reduce a unos actos de piedad individuales y aislados, sino que ha de abarcar cada instante de nuestros días sobre la tierra. Jesucristo ha de estar presente en el cumplimiento fiel de los deberes de nuestra vida ordinaria, entretejida de detalles aparentemente pequeños y sin importancia, pero que adquieren relieve y grandeza sobrenatural cuando están realizados con amor de Dios. Los mártires alcanzaron la cima de su heroísmo en la batalla en la que dieron su vida por Jesucristo. El heroísmo al que Dios nos llama se esconde en las mil escaramuzas de nuestra vida de cada día. Hemos de estar persuadidos de que nuestra santidad –esa santidad, no lo dudemos, a la que Dios nos llama– consiste en alcanzar lo que Juan Pablo II ha llamado el «nivel alto de la vida cristiana ordinaria».
El mensaje de los mártires es un mensaje de fe y de amor. Debemos examinarnos con valentía, y hacer propósitos concretos, para descubrir si esa fe y ese amor se manifiestan heroicamente en nuestra vida.
Heroísmo también de la fe y del amor en nuestra actuación como personas insertas en la historia, como levadura que provoca el fermento justo. La fe, nos dice Benedicto XVI, contribuye a purificar la razón, para que llegue a percibir la verdad. Por eso, ser cristianos coherentes nos impone no inhibirnos ante el deber de contribuir al bien común y moldear la sociedad siempre según justicia, defendiendo –en un diálogo informado por la caridad– nuestras convicciones sobre la dignidad de la persona, sobre la vida desde la concepción hasta la muerte natural, sobre la familia fundada en la unión matrimonial una e indisoluble entre un hombre y una mujer, sobre el derecho y deber primario de los padres en lo que se refiere a la educación de los hijos y sobre tantas otras cuestiones que surgen en la experiencia diaria de la sociedad en que vivimos.
Concluimos, unidos al Papa Benedicto XVI y a la Iglesia universal, que vive en los cinco Continentes, invocando la intercesión de los mártires beatificados hoy y acudiendo confiadamente a Nuestra Señora Reina de los mártires para que inflamados por un vivo deseo de santidad sigamos su ejemplo.
Heroísmo también de la fe y del amor en nuestra actuación como personas insertas en la historia, como levadura que provoca el fermento justo. La fe, nos dice Benedicto XVI, contribuye a purificar la razón, para que llegue a percibir la verdad. Por eso, ser cristianos coherentes nos impone no inhibirnos ante el deber de contribuir al bien común y moldear la sociedad siempre según justicia, defendiendo –en un diálogo informado por la caridad– nuestras convicciones sobre la dignidad de la persona, sobre la vida desde la concepción hasta la muerte natural, sobre la familia fundada en la unión matrimonial una e indisoluble entre un hombre y una mujer, sobre el derecho y deber primario de los padres en lo que se refiere a la educación de los hijos y sobre tantas otras cuestiones que surgen en la experiencia diaria de la sociedad en que vivimos.
Concluimos, unidos al Papa Benedicto XVI y a la Iglesia universal, que vive en los cinco Continentes, invocando la intercesión de los mártires beatificados hoy y acudiendo confiadamente a Nuestra Señora Reina de los mártires para que inflamados por un vivo deseo de santidad sigamos su ejemplo.
Roma, 28 de octubre de 2007
José Card. SARAIVA MARTINS
Prefecto de la Congregación de las Cause de los Santos
José Card. SARAIVA MARTINS
Prefecto de la Congregación de las Cause de los Santos
TESTIGOS HEROICOS DE LA FE
EL PAPA A LA HORA DEL ÁNGELUS
EL PAPA A LA HORA DEL ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas:
Esta mañana, aquí, en la plaza de San Pedro, han sido proclamados beatos 498 mártires asesinados en España en los años treinta del siglo pasado. Doy las gracias al cardenal José Saraiva Martins, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, quien ha presidido la celebración, mientras saludo cordialmente a los peregrinos reunidos con motivo de esta alegre ocasión.
La inscripción en la lista de los beatos de un número tan grande de mártires demuestra que el supremo testimonio de la sangre no es una excepción reservada sólo a algunos individuos, sino una posibilidad realista para todo el pueblo cristiano. Se trata de hombres y mujeres de diferentes edades, vocaciones y condición social, que pagaron con su vida la fidelidad a Cristo y a su Iglesia.
Se les aplican adecuadamente las expresiones de san Pablo, que resuenan en la liturgia de este domingo: «Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe» (2 Timoteo 4, 6-7). Pablo, detenido en Roma, ve cómo se aproxima la muerte y traza un balance de reconocimiento y esperanza. En paz con Dios y consigo mismo, afronta serenamente la muerte, con la conciencia de haber entregado totalmente la vida, sin ahorrar nada, al servicio del Evangelio.
El mes de octubre, dedicado de manera particular al compromiso misionero, se concluye de este modo con el luminoso testimonio de los mártires españoles, que se suman a los mártires Albertina Berkenbrock, Emmanuel Gómez González y Adilio Daronch, y Franz Jägerstätter, proclamados beatos en días pasados en Brasil y en Austria.
Su ejemplo testimonia que el Bautismo compromete a los cristianos a participar con valentía en la difusión del Reino de Dios, cooperando si es necesario con el sacrificio de la misma vida. Ciertamente no todos están llamados al martirio cruento. Existe también un «martirio» incruento, que no es menos significativo, como el de Celina Chludzinska Borzecka, esposa, madre de familia, viuda y religiosa, beatificada ayer en Roma: es el testimonio silencioso y heroico de los muchos cristianos que viven el Evangelio sin compromisos, cumpliendo su deber y dedicándose generosamente al servicio de los pobres.
Este martirio de la vida ordinaria es un testimonio particularmente importante en las sociedades secularizadas de nuestro tiempo. Es la pacífica batalla del amor que todo cristiano, como Pablo, tiene que combatir incansablemente; la carrera por difundir el Evangelio que nos compromete hasta la muerte. Que nos ayude y asista en nuestro testimonio diario la Virgen María, Reina de los Mártires y Estrella de la Evangelización.
Tras rezar el Ángelus, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:
Saludo con afecto a los fieles de lengua española. En particular, saludo a mis hermanos obispos de España, a los sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y fieles que habéis tenido el gozo de participar en la beatificación de un numeroso grupo de mártires del pasado siglo en vuestra nación, así como a los que siguen esta oración mariana a través de la radio y la televisión. Damos gracias a Dios por el gran don de estos testigos heroicos de la fe que, movidos exclusivamente por su amor a Cristo, pagaron con su sangre su fidelidad a Él y a su Iglesia. Con su testimonio iluminan nuestro camino espiritual hacia la santidad, y nos alientan a entregar nuestras vidas como ofrenda de amor a Dios y a los hermanos. Al mismo tiempo, con sus palabras y gestos de perdón hacia sus perseguidores, nos impulsan a trabajar incansablemente por la misericordia, la reconciliación y la convivencia pacífica. Os invito de corazón a fortalecer cada día más la comunión eclesial, a ser testigos fieles del Evangelio en el mundo, sintiendo la dicha de ser miembros vivos de la Iglesia, verdadera esposa de Cristo. Pidamos a los nuevos Beatos, por medio de la Virgen María, Reina de los Mártires, que intercedan por la Iglesia en España y en el mundo; que la fecundidad de su martirio produzca abundantes frutos de vida cristiana en los fieles y en las familias; que su sangre derramada sea semilla de santas y numerosas vocaciones sacerdotales, religiosas y misioneras. ¡Que Dios os bendiga!
EL MARTIRIO, TESTIMONIO DE CRISTO
Palabras del Sr. Cardenal en la Vigilia de oración y de acción de gracias
en la basílica de San Pancracio, el 28 de octubre
en la basílica de San Pancracio, el 28 de octubre
Queridos hermanos y hermanas en el Señor: En el día en que han sido beatificados 498 mártires de la persecución religiosa del siglo XX en España, nos reunimos en esta basílica de San Pancracio para adorar al Señor y bendecirle por las grandes obras que Él hace en favor de los hombres. San Pancracio también fue un mártir del siglo IV, un joven que selló con su sangre su fe en Jesucristo; debajo de esta basílica se encuentran, además, las catacumbas de San Pancracio, testimonio así mismo del martirio de los cristianos romanos de los primeros siglos. Por eso hemos venido aquí a esta basílica, que me encomendó el Santo Padre, Benedicto XVI al crearme cardenal. ¡Qué mejor lugar para venir rápidamente, como teniendo prisa, para dar gracias a Dios!
De lo más hondo de nuestros corazones brota una plegaria de alabanza y acción de gracias a Dios por la beatificación de estos 498 mártires, especialmente por los que han sido beatificados esta mañana de las diócesis de Albacete y Toledo. Sin duda, esta beatificación es un nuevo y grandísimo regalo que el Señor nos ofrece a la Iglesia en España, en general y a nuestras Iglesias diocesanas, en particular; es, además, una llamada gozosa a la fidelidad y al testimonio del Evangelio de Jesucristo.
El nombre de estos hermanos nuestros queda inscrito en esa gran siembra de martirio y persecución que ha sufrido y sufre la Iglesia, a lo largo de los tiempos, donde tantos y tantos creyentes, de nuestra propia carne y con nuestra misma fragilidad, han dado y darán el supremo testimonio; con su muerte nos han dicho y nos están diciendo a todos que Jesucristo es un don más precioso que la vida, porque la vida sin Jesucristo, después de haberle conocido, no podría llamarse vida.
El signo más creíble de la fe es el martirio: la entrega, el sacrificio y la cruz que entrañan son, en efecto, el signo más elocuente y creíble de la fe en Jesucristo Salvador. La memoria de los mártires por eso nunca debe desaparecer de la conciencia de los cristianos, aunque, como ocurre en nuestra sociedad actual, se tienda a hacer obsoleto y arcaico el martirio y a despojarle de su significación más propia. Esa memoria viva es nuestro mejor tesoro, acicate y aliento para confesar hoy a Cristo en la Cruz, Redentor único de todos los hombres.
El martirio es testimonio del mártir, pero sobre todo es testimonio de Cristo, que, a través de los mártires, actúa y vence a las potencias del mal. Necesitamos de este testimonio para confesar y testificar a Jesucristo en estos momentos, en los que se sofoca la fe cristiana con la indiferencia, la paganización de la vida o la agresión directa o indirecta a través de diversos conductos y no pocas veces a través de algunos medios de comunicación y opinión pública. Falta, además, con frecuencia esa fe confesante por parte nuestra que no se acompleja, ni se avergüenza, ni se echa atrás en el anuncio del Evangelio; tal vez prefiramos que no se nos note demasiado que somos cristianos y preferimos refugiarnos en el anonimato o no crearnos "problemas". Debemos aprender de nuestros mártires la necesidad de una confesión pública de la fe, aun en medio de dificultades y persecuciones; una fe más martirial, más confesante para que el mundo crea y participe del gozo de los mártires.
Los mártires beatificados esta mañana dieron su vida en testimonio del Dios vivo que es Amor. Su sangre derramada por amor a Dios es el mejor signo y el mayor grito en favor del amor entre los hombres, queridos por Dios hasta el extremo. Ellos constituyen una llamada apremiante a la unidad, a la paz, al reconocimiento y respeto de cada ser humano, al diálogo, a la mano tendida, al perdón, a la reconciliación; porque así Dios lo quiere; y ellos entregaron su vida en obediencia y cumplimiento de la voluntad de Dios que es misericordioso y nos llama a la misericordia.
Que el testimonio de nuestros Mártires nos fortalezca y nos estimule, nos anime y nos conduzca por la misma senda que ellos siguieron de Evangelio, de fe, de esperanza, de amor y entrega servicial hasta dar la vida, de caridad, manifestación de la suprema caridad que es Dios. Demos gracias a Dios por estos Mártires, cuya sangre derramada, como la de Cristo, para confesar su Nombre, manifiesta las maravillas de su poder; pues, en su martirio, el Señor, ha sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad, su propio testimonio. Elevemos a Dios nuestro Magníficat porque ha hecho obras grandes y su misericordia nos llega de generación en generación.
Que por intercesión de los nuevos Beatos, mártires, de San Pancracio, mártir, y todos los mártires, que derramaron su sangre y entregaron su vida para el perdón de todos, Dios nos conceda vivir y permanecer en la concordia social y en la paz, superados los conflictos y enfrentamientos entre los hombres; que Dios nos haga mejores servidores de la paz, recordando que el amor, la verdad y la justicia son condiciones necesarias para ella, que sin Dios no es posible la paz. Acudimos a la intercesión de los nuevos beatos mártires de España, de las diócesis de Albacete y Toledo, de San Pancracio y de todos los mártires, y seguimos con esperanza la estela que ellos nos han dejado -el testimonio y confesión de fe en Dios, que es amor, y el perdón- para alcanzar las verdaderas metas de la humanidad y de paz que necesitamos.
LOS MÁRTIRES MANIFIESTAN LA VITALIDAD DE NUESTRAS IGLESIAS LOCALES
Palabras del Sr. Cardenal al comienzo de la Santa Misa de acción de gracias en la basílica de San Pedro
Roma, 29 de octubre de 2007
Palabras del Sr. Cardenal al comienzo de la Santa Misa de acción de gracias en la basílica de San Pedro
Roma, 29 de octubre de 2007
Eminencia Reverendísima,
Ayer participamos con emoción en la solemne beatificación de cuatrocientos noventa y ocho hombres y mujeres –obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas, laicos- mártires de la persecución religiosa que, en los años treinta del pasado siglo, afligió a la Iglesia en nuestra patria. La beatificación de ayer, sin duda la más numerosa acaecida hasta el presente, abarca a todo el territorio español, y, por eso, es toda la Iglesia en España la que se alegra con este reconocimiento y hoy, junto a la tumba de San Pedro, y en comunión plena e inquebrantable con su Sucesor, el Papa Benedicto XVI, representado por su Eminencia, viene a agradecer a Dios tan inmenso don con que hemos sido enriquecidos por su gracia y su infinita misericordia.
Al tiempo que queremos expresar nuestro público y común agradecimiento al Santo Padre por este regalo de los nuevos beatos, mártires, que honran a la Iglesia en España, y a la Iglesia Universal, iniciamos, con devoción y agradecimiento, la celebración eucarística en la que unimos la memoria agradecida de estos cuatrocientos noventa y ocho mártires al Memorial del Sacrificio Redentor de Cristo, supremo martirio y testimonio máximo de la verdad de Dios, cumbre y plenitud de la entrega del amor sin límite de Dios a los hombres, sangre del Hijo de Dios derramada para el perdón de los pecados y la reconciliación de todos en una unidad inquebrantable. No en balde "el martirio se consideraba en la Iglesia antigua como una verdadera celebración eucarística, la realización extrema de la simultaneidad con Cristo, el ser uno con Él" (J. Ratzinger, El espíritu de la Liturgia: una introducción, p. 80).
¿Cómo no dar gracias, pues, por estos mártires, y por tantos y tantos otros, en muchedumbre incontable, que dieron su vida por Jesucristo como testimonio supremo de la verdad del Evangelio y de la fe? ¡Cómo vibraban los primeros cristianos ante la sangre y la memoria de los mártires! ¡En que estima tan alta ha tenido siempre la Iglesia el martirio y con que belleza ha sido cantado a lo largo de los siglos por los mejores poetas cristianos! Hoy no puede ni debería ser menos. Y por eso, esta mañana, en esta basílica de San Pedro que representa a la Iglesia Universal y es símbolo de la comunión con Pedro, nos reunimos con júbilo, llenos de esperanza, gozosos, para celebrar, en estos mártires, a esa pléyade inmensa de fieles, contemplada en el Apocalipsis, que "vienen de la gran tribulación y han lavado sus túnicas con la sangre del Cordero (Cf. Ap 7,14).
No queremos ni podemos olvidar el testimonio de los mártires de la persecución religiosa en España del siglo XX. Ellos manifiestan la vitalidad de nuestras iglesias locales y forman como un gran cuadro del Evangelio de las bienaventuranzas. Estos mártires dieron su vida en testimonio del Dios único, de Dios vivo que es Amor. Su sangre derramada por amor a Dios es el signo y el mayor grito a favor del amor entre los hombres, queridos por Dios hasta el extremo. Ellos constituyen una llamada apremiante a la unidad, a la paz, al reconocimiento y respeto de cada ser humano, al diálogo, a la mano tendida, al perdón y a la reconciliación entre todos. Porque así Dios lo quiere; y ellos entregaron su vida en obediencia y en cumplimiento de la voluntad de Dios, que es misericordioso y nos llama a la misericordia y el perdón.
Eminencia, junto al agradecimiento de todos nosotros, de España entera por presidir esta celebración de acción de gracias, le rogamos transmita al Santo Padre el testimonio de afecto filial y comunión plena de la comunión en España.
Ayer participamos con emoción en la solemne beatificación de cuatrocientos noventa y ocho hombres y mujeres –obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas, laicos- mártires de la persecución religiosa que, en los años treinta del pasado siglo, afligió a la Iglesia en nuestra patria. La beatificación de ayer, sin duda la más numerosa acaecida hasta el presente, abarca a todo el territorio español, y, por eso, es toda la Iglesia en España la que se alegra con este reconocimiento y hoy, junto a la tumba de San Pedro, y en comunión plena e inquebrantable con su Sucesor, el Papa Benedicto XVI, representado por su Eminencia, viene a agradecer a Dios tan inmenso don con que hemos sido enriquecidos por su gracia y su infinita misericordia.
Al tiempo que queremos expresar nuestro público y común agradecimiento al Santo Padre por este regalo de los nuevos beatos, mártires, que honran a la Iglesia en España, y a la Iglesia Universal, iniciamos, con devoción y agradecimiento, la celebración eucarística en la que unimos la memoria agradecida de estos cuatrocientos noventa y ocho mártires al Memorial del Sacrificio Redentor de Cristo, supremo martirio y testimonio máximo de la verdad de Dios, cumbre y plenitud de la entrega del amor sin límite de Dios a los hombres, sangre del Hijo de Dios derramada para el perdón de los pecados y la reconciliación de todos en una unidad inquebrantable. No en balde "el martirio se consideraba en la Iglesia antigua como una verdadera celebración eucarística, la realización extrema de la simultaneidad con Cristo, el ser uno con Él" (J. Ratzinger, El espíritu de la Liturgia: una introducción, p. 80).
¿Cómo no dar gracias, pues, por estos mártires, y por tantos y tantos otros, en muchedumbre incontable, que dieron su vida por Jesucristo como testimonio supremo de la verdad del Evangelio y de la fe? ¡Cómo vibraban los primeros cristianos ante la sangre y la memoria de los mártires! ¡En que estima tan alta ha tenido siempre la Iglesia el martirio y con que belleza ha sido cantado a lo largo de los siglos por los mejores poetas cristianos! Hoy no puede ni debería ser menos. Y por eso, esta mañana, en esta basílica de San Pedro que representa a la Iglesia Universal y es símbolo de la comunión con Pedro, nos reunimos con júbilo, llenos de esperanza, gozosos, para celebrar, en estos mártires, a esa pléyade inmensa de fieles, contemplada en el Apocalipsis, que "vienen de la gran tribulación y han lavado sus túnicas con la sangre del Cordero (Cf. Ap 7,14).
No queremos ni podemos olvidar el testimonio de los mártires de la persecución religiosa en España del siglo XX. Ellos manifiestan la vitalidad de nuestras iglesias locales y forman como un gran cuadro del Evangelio de las bienaventuranzas. Estos mártires dieron su vida en testimonio del Dios único, de Dios vivo que es Amor. Su sangre derramada por amor a Dios es el signo y el mayor grito a favor del amor entre los hombres, queridos por Dios hasta el extremo. Ellos constituyen una llamada apremiante a la unidad, a la paz, al reconocimiento y respeto de cada ser humano, al diálogo, a la mano tendida, al perdón y a la reconciliación entre todos. Porque así Dios lo quiere; y ellos entregaron su vida en obediencia y en cumplimiento de la voluntad de Dios, que es misericordioso y nos llama a la misericordia y el perdón.
Eminencia, junto al agradecimiento de todos nosotros, de España entera por presidir esta celebración de acción de gracias, le rogamos transmita al Santo Padre el testimonio de afecto filial y comunión plena de la comunión en España.
“DENTRO DE BREVES MOMENTOS ESTAREMOS EN EL REINO DE LOS CIELOS”
Homilía que pronunció el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, en la Misa de Acción de Gracias por la beatificación de 498 mártires de la persecución religiosa que se vivió en España en los años treinta del siglo pasado. La celebración eucarística tuvo lugar el lunes 29 de octubre en la Basílica de San Pedro del Vaticano con la participación de unos 8.000 peregrinos.
Queridos Hermanos en el Episcopado,
Amados sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos:
Beatificación de cuatrocientos noventa y ocho mártires de España, que celebramos ayer, ha sido una ocasión para constatar una vez más cómo la cadena de cristianos que han sido atraídos por el ejemplo de Jesús y sostenidos por su amor no se ha interrumpido desde los comienzos de la predicación apostólica.
Ahora estamos reunidos para elevar una ferviente acción de gracias al Señor por este acontecimiento eclesial. Queremos acogernos a la intercesión de estos hermanos nuestros, cuya vida se ha convertido para nosotros, y para el pueblo de Dios que peregrina en España y en otros países, en un potente foco de luz y en una apremiante invitación a vivir el Evangelio radicalmente y con sencillez, dando testimonio público y valiente de la fe que profesamos.
Todo martirio tiene lugar ciertamente en circunstancias históricas trágicas que, asumiendo a veces la forma de persecución, llevan a una muerte violenta por causa de la fe. Pero, en medio de ese drama, el mártir sabe trascender el momento histórico concreto y contemplar a sus semejantes desde el corazón de Dios. Gracias a esa luz que le viene de lo alto, y en virtud de la sangre del Cordero (cf. Ap 12,11), el mártir antepone la confesión de la fe a su propia vida, contrarrestando así la agresión con la plegaria y con la entrega heroica de sí mismo. Amando a sus enemigos y rogando por los que lo persiguen (cf. Mt 5,44), el mártir hace visible el misterio de la fe recibida y se convierte en un gran signo de esperanza, anunciando con su testimonio la redención para todos. Al unir su sangre a la de Cristo sacrificado en la cruz, la inmolación del mártir se transforma en ofrenda ante el trono de Dios, implorando clemencia y misericordia para sus perseguidores. Como nos enseña el Papa Juan Pablo II, «ellos han sabido vivir el Evangelio en situaciones de hostilidad y persecución... hasta el testimonio supremo de la sangre... Ellos muestran la vitalidad de la Iglesia... Más radicalmente aún, demuestran que el martirio es la encarnación suprema del Evangelio de la esperanza» (Ecclesia in Europa, 13).
De esta forma, el martirio es para la Iglesia un signo elocuente de cómo su vitalidad no depende de meros proyectos o cálculos humanos, sino que brota más bien de la total adhesión a Cristo y a su mensaje salvador. Bien sabían esto los mártires, cuando buscaron su fuerza no en el afán de protagonismo, sino en el amor absoluto a Jesucristo, a costa incluso de la propia vida.
Para comprender mejor el verdadero sentido cristiano del martirio debemos, pues, dejar que hablen los propios mártires. Ellos, con su ejemplo, nos han confiado un testamento que a veces no nos atrevemos a abrir. En cambio, si les prestamos atención, sus vidas nos hablarán sin duda de fe, de fortaleza, de generosa valentía y de ardiente caridad, frente a una cultura que trata de apartar o menospreciar los valores morales y humanos que nos enseña el propio Evangelio.
De todos es conocido que el siglo XX dio a la Iglesia en España grandes frutos de vida cristiana: la fundación de congregaciones e institutos religiosos dedicados a la enseñanza, a la asistencia hospitalaria y a los más pobres y a diversas obras culturales y sociales. Destacan también grandes ejemplos de santidad, así como un elevado número de mártires obispos, sacerdotes, seminaristas, religiosos, religiosas y fieles laicos.
Estos mártires no han sido propuestos al pueblo de Dios por su implicación política, ni por luchar contra nadie, sino por ofrecer sus vidas como testimonio de amor a Cristo y con la plena conciencia de sentirse miembros de la Iglesia. Por eso, en el momento de la muerte, todos coincidían en dirigirse a quienes les mataban con palabras de perdón y de misericordia. Así, entre tantos ejemplos parecidos, resulta conmovedor escuchar las palabras que uno de los religiosos Franciscanos de la Comunidad de Consuegra dirigía a sus hermanos: «Hermanos, elevad vuestros ojos al cielo y rezad el último padrenuestro, pues dentro de breves momentos estaremos en el Reino de los cielos. Y perdonad a los que os van a dar muerte».
Por eso, estos nuevos Beatos han enriquecido a la Iglesia de España con su sacrificio, siendo hoy para nosotros testimonio de fe, de esperanza firme contra todo temor y de un amor hasta el extremo (cf. Jn 13,1). Su muerte constituye para todos un importante acicate que nos estimula a superar divisiones, a revitalizar nuestro compromiso eclesial y social, buscando siempre el bien común, la concordia y la paz.
Estos queridos hermanos y hermanas nuestros, entre los cuales se encontraban también dos franceses, dos mexicanos y un cubano, precisamente por su amor a la vida entregaron la suya a Cristo. Vivieron una vida ejemplar, dedicados plenamente a sus diferentes apostolados, convencidos de la opción religiosa que habían hecho o del cumplimiento de sus deberes familiares. Estos testigos humildes y decididos del Evangelio son luminarias que orientan nuestra peregrinación terrena. Al venerar hoy a todos ellos que, como nos enseña el libro del Apocalipsis, «vienen de la gran tribulación» (ibíd., 7,14), suplicamos al Señor que nos conceda su fe intrépida, su firme esperanza y su profunda caridad.
Queridos hermanos y hermanas, nos encontramos en Roma, donde en los comienzos de la Iglesia un sinfín de mártires confesaron su fe en Cristo hasta derramar su sangre. Tanto aquellos cristianos de la primera hora, como los que ayer han sido beatificados, no sólo han de suscitar en nosotros un mero sentimiento de admiración. Ellos no son simples héroes o personajes de una época lejana. Su palabra y sus gestos nos hablan a nosotros y nos impulsan a configurarnos cada vez más plenamente con Cristo, encontrando en Él la fuente de la que brota la auténtica comunión eclesial, para dar en la sociedad actual un testimonio coherente de nuestro amor y entrega a Dios y a nuestros hermanos.
Ellos nos ayudan con su ejemplo y su intercesión para que, en la hora presente, no nos dejemos vencer por el desaliento o la confusión, evitando la inercia o el lamento estéril. Porque éste es también, como lo fue el suyo, un tiempo de gracia, una ocasión propicia para compartir con los demás el gozo de ser discípulos de Cristo.
Con su vida y el testimonio de su muerte nos enseñan que la auténtica felicidad se halla en escuchar al Señor y en poner en práctica su Palabra (cf. Lc 11,28). Por eso el servicio más precioso que podemos prestar hoy a nuestros hermanos es ayudarles a encontrarse con Cristo, que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (cf. Jn 14,6), el único que puede saciar las más nobles aspiraciones humanas.
Dios quiera que esta Beatificación suscite en España una fuerte llamada a reavivar la fe cristiana e intensificar la comunión eclesial, pidiendo al Señor que la sangre de estos mártires sea semilla fecunda de numerosas y santas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, así como una constante invitación a las familias, fundadas en el sacramento del Matrimonio, a que sean para sus hijos ejemplo y escuela del verdadero amor y «santuario» del gran don de la vida.
Finalmente, pidamos también al Señor que el ejemplo de santidad de los nuevos mártires alcance para la Iglesia en España y en las otras Naciones de las cuales algunos de ellos eran originarios, muchos frutos de auténtica vida cristiana: un amor que venza la tibieza, una ilusión que estimule la esperanza, un respeto que dé acogida a la verdad y una generosidad que abra el corazón a las necesidades de los más pobres del mundo.
Que la Virgen María, Reina de los Mártires, nos obtenga de su divino Hijo esta gracia que ahora, con total confianza, ponemos en sus manos de Madre. Amén.
Amados sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos:
Beatificación de cuatrocientos noventa y ocho mártires de España, que celebramos ayer, ha sido una ocasión para constatar una vez más cómo la cadena de cristianos que han sido atraídos por el ejemplo de Jesús y sostenidos por su amor no se ha interrumpido desde los comienzos de la predicación apostólica.
Ahora estamos reunidos para elevar una ferviente acción de gracias al Señor por este acontecimiento eclesial. Queremos acogernos a la intercesión de estos hermanos nuestros, cuya vida se ha convertido para nosotros, y para el pueblo de Dios que peregrina en España y en otros países, en un potente foco de luz y en una apremiante invitación a vivir el Evangelio radicalmente y con sencillez, dando testimonio público y valiente de la fe que profesamos.
Todo martirio tiene lugar ciertamente en circunstancias históricas trágicas que, asumiendo a veces la forma de persecución, llevan a una muerte violenta por causa de la fe. Pero, en medio de ese drama, el mártir sabe trascender el momento histórico concreto y contemplar a sus semejantes desde el corazón de Dios. Gracias a esa luz que le viene de lo alto, y en virtud de la sangre del Cordero (cf. Ap 12,11), el mártir antepone la confesión de la fe a su propia vida, contrarrestando así la agresión con la plegaria y con la entrega heroica de sí mismo. Amando a sus enemigos y rogando por los que lo persiguen (cf. Mt 5,44), el mártir hace visible el misterio de la fe recibida y se convierte en un gran signo de esperanza, anunciando con su testimonio la redención para todos. Al unir su sangre a la de Cristo sacrificado en la cruz, la inmolación del mártir se transforma en ofrenda ante el trono de Dios, implorando clemencia y misericordia para sus perseguidores. Como nos enseña el Papa Juan Pablo II, «ellos han sabido vivir el Evangelio en situaciones de hostilidad y persecución... hasta el testimonio supremo de la sangre... Ellos muestran la vitalidad de la Iglesia... Más radicalmente aún, demuestran que el martirio es la encarnación suprema del Evangelio de la esperanza» (Ecclesia in Europa, 13).
De esta forma, el martirio es para la Iglesia un signo elocuente de cómo su vitalidad no depende de meros proyectos o cálculos humanos, sino que brota más bien de la total adhesión a Cristo y a su mensaje salvador. Bien sabían esto los mártires, cuando buscaron su fuerza no en el afán de protagonismo, sino en el amor absoluto a Jesucristo, a costa incluso de la propia vida.
Para comprender mejor el verdadero sentido cristiano del martirio debemos, pues, dejar que hablen los propios mártires. Ellos, con su ejemplo, nos han confiado un testamento que a veces no nos atrevemos a abrir. En cambio, si les prestamos atención, sus vidas nos hablarán sin duda de fe, de fortaleza, de generosa valentía y de ardiente caridad, frente a una cultura que trata de apartar o menospreciar los valores morales y humanos que nos enseña el propio Evangelio.
De todos es conocido que el siglo XX dio a la Iglesia en España grandes frutos de vida cristiana: la fundación de congregaciones e institutos religiosos dedicados a la enseñanza, a la asistencia hospitalaria y a los más pobres y a diversas obras culturales y sociales. Destacan también grandes ejemplos de santidad, así como un elevado número de mártires obispos, sacerdotes, seminaristas, religiosos, religiosas y fieles laicos.
Estos mártires no han sido propuestos al pueblo de Dios por su implicación política, ni por luchar contra nadie, sino por ofrecer sus vidas como testimonio de amor a Cristo y con la plena conciencia de sentirse miembros de la Iglesia. Por eso, en el momento de la muerte, todos coincidían en dirigirse a quienes les mataban con palabras de perdón y de misericordia. Así, entre tantos ejemplos parecidos, resulta conmovedor escuchar las palabras que uno de los religiosos Franciscanos de la Comunidad de Consuegra dirigía a sus hermanos: «Hermanos, elevad vuestros ojos al cielo y rezad el último padrenuestro, pues dentro de breves momentos estaremos en el Reino de los cielos. Y perdonad a los que os van a dar muerte».
Por eso, estos nuevos Beatos han enriquecido a la Iglesia de España con su sacrificio, siendo hoy para nosotros testimonio de fe, de esperanza firme contra todo temor y de un amor hasta el extremo (cf. Jn 13,1). Su muerte constituye para todos un importante acicate que nos estimula a superar divisiones, a revitalizar nuestro compromiso eclesial y social, buscando siempre el bien común, la concordia y la paz.
Estos queridos hermanos y hermanas nuestros, entre los cuales se encontraban también dos franceses, dos mexicanos y un cubano, precisamente por su amor a la vida entregaron la suya a Cristo. Vivieron una vida ejemplar, dedicados plenamente a sus diferentes apostolados, convencidos de la opción religiosa que habían hecho o del cumplimiento de sus deberes familiares. Estos testigos humildes y decididos del Evangelio son luminarias que orientan nuestra peregrinación terrena. Al venerar hoy a todos ellos que, como nos enseña el libro del Apocalipsis, «vienen de la gran tribulación» (ibíd., 7,14), suplicamos al Señor que nos conceda su fe intrépida, su firme esperanza y su profunda caridad.
Queridos hermanos y hermanas, nos encontramos en Roma, donde en los comienzos de la Iglesia un sinfín de mártires confesaron su fe en Cristo hasta derramar su sangre. Tanto aquellos cristianos de la primera hora, como los que ayer han sido beatificados, no sólo han de suscitar en nosotros un mero sentimiento de admiración. Ellos no son simples héroes o personajes de una época lejana. Su palabra y sus gestos nos hablan a nosotros y nos impulsan a configurarnos cada vez más plenamente con Cristo, encontrando en Él la fuente de la que brota la auténtica comunión eclesial, para dar en la sociedad actual un testimonio coherente de nuestro amor y entrega a Dios y a nuestros hermanos.
Ellos nos ayudan con su ejemplo y su intercesión para que, en la hora presente, no nos dejemos vencer por el desaliento o la confusión, evitando la inercia o el lamento estéril. Porque éste es también, como lo fue el suyo, un tiempo de gracia, una ocasión propicia para compartir con los demás el gozo de ser discípulos de Cristo.
Con su vida y el testimonio de su muerte nos enseñan que la auténtica felicidad se halla en escuchar al Señor y en poner en práctica su Palabra (cf. Lc 11,28). Por eso el servicio más precioso que podemos prestar hoy a nuestros hermanos es ayudarles a encontrarse con Cristo, que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (cf. Jn 14,6), el único que puede saciar las más nobles aspiraciones humanas.
Dios quiera que esta Beatificación suscite en España una fuerte llamada a reavivar la fe cristiana e intensificar la comunión eclesial, pidiendo al Señor que la sangre de estos mártires sea semilla fecunda de numerosas y santas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, así como una constante invitación a las familias, fundadas en el sacramento del Matrimonio, a que sean para sus hijos ejemplo y escuela del verdadero amor y «santuario» del gran don de la vida.
Finalmente, pidamos también al Señor que el ejemplo de santidad de los nuevos mártires alcance para la Iglesia en España y en las otras Naciones de las cuales algunos de ellos eran originarios, muchos frutos de auténtica vida cristiana: un amor que venza la tibieza, una ilusión que estimule la esperanza, un respeto que dé acogida a la verdad y una generosidad que abra el corazón a las necesidades de los más pobres del mundo.
Que la Virgen María, Reina de los Mártires, nos obtenga de su divino Hijo esta gracia que ahora, con total confianza, ponemos en sus manos de Madre. Amén.
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