Domingo de la semana 33 de tiempo ordinario; ciclo B
La segunda venida de Cristo
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: - «En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte. Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre»” (Marcos 13,24-32).
I. Dice el Señor: Tengo designios de paz y no de aflicción, me invocaréis y Yo os escucharé, os congregaré sacándoos de los países y comarcas por donde os dispersé. Son palabras de Dios que nos hace llegar el Profeta Jeremías en la Antífona de entrada de la Misa.
Jesucristo cumplió la misión que el Padre le confió, pero su obra, en cierto modo, no está aún acabada. Volverá al fin de los tiempos para terminar lo que comenzó. Desde los primeros siglos, la Iglesia confiesa su fe en esta segunda venida gloriosa de Cristo, cuando vendrá, glorioso y triunfante, a juzgar a vivos y muertos. «La Sagrada Escritura ‑enseña el Catecismo Romano‑ nos testifica estas dos venidas del Hijo de Dios. Una, cuando, por nuestra salvación, tomó carne y se hizo hombre en el seno de la Virgen. Otra, cuando vendrá al fin del mundo a juzgar a todos los hombres; esta última es llamada día del Señor».
La liturgia de la Misa, cuando ya faltan pocos días para que termine el año litúrgico, nos recuerda esta verdad de fe. La Primera lectura nos presenta el anuncio que de ella hizo el Profeta Daniel: En aquel tiempo se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo: serán tiempos difíciles. Y llegará la plenitud de la salvación, con la resurrección del cuerpo, para todos los inscritos en el libro. Los que duermen en el polvo despertarán: unos para vida perpetua, otros para ignominia perpetua. Los sabios, quienes entendieron de verdad el sentido de la vida aquí en la tierra y fueron fieles, brillarán como el fulgor del firmamento. El Profeta anuncia a continuación la especial gloria para todos aquellos que, mediante el apostolado en cualquiera de sus formas, contribuyeron a la salvación de otros: los que enseñaron a muchos la justicia brillarán como las estrellas por toda la eternidad.
Los cristianos de la primera época, deseosos de ver el rostro glorioso de Cristo, repetían la dulce invocación: ¡Ven, Señor Jesús!. Era una jaculatoria tantas veces repetida que incluso quedó plasmada en arameo, la lengua que hablaban Jesús y los Apóstoles, en los escritos primitivos. Hoy, traducida a los diversos idiomas, ha quedado como una de las aclamaciones posibles en la Santa Misa, después de la consagración y adoración. Cuando Cristo se hace realmente presente sobre el altar, la Iglesia le manifiesta el deseo de verle glorioso. De esa forma, «la liturgia de la tierra se armoniza con la del Cielo. Y ahora, como en cada una de las Misas, llega a nuestro corazón necesitado de consuelo la respuesta tranquilizadora: El que da testimonio de estas cosas dice: Sí, voy enseguida». Y aunque no haya llegado aún el momento de estar con Él en el Cielo, anticipa este instante dichoso al venir a nuestra alma, pocos instantes después, en el momento de la Comunión. «Que la invocación apasionada de la Iglesia: Ven, Señor Jesús ‑pedía el Papa Juan Pablo II‑, se convierta en el suspiro espontáneo de vuestro corazón, jamás satisfecho del presente, porque tiende al "todavía no" del cumplimiento prometido», cuando con nuestros propios cuerpos ya gloriosos encontremos la plenitud en Dios. Ahora, en la intimidad de nuestra alma, le decimos a Jesús: Vultum tuum, Domine, requiram, buscaré, Señor, tu rostro, el que un día, con la ayuda de tu gracia, tedré la dicha de ver cara a cara.
II. El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, // mi suerte está en tu mano. // Tengo presente al Señor, // con Él a mi derecha no vacilaré. // Por eso se me alegra el corazón, // se gozan mis entrañas, // y mi carne descansa serena: // Porque no me entregarás a la muerte // ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Este Salmo responsorial de la Misa se refiere a Cristo, como se interpreta en los Hechos de los Apóstoles, y en él está anunciada la resurrección de nuestros cuerpos al final de los tiempos. Verdaderamente podemos decir en la intimidad de nuestro corazón que el Señor es el lote de mi heredad y mi copa, lo que me ha tocado en suerte, y se llena de alegría mi corazón, se goza lo más íntimo de mi ser, y en Él descanso sereno, ahora y al fin de los tiempos. Cristo es la gran suerte de nuestra vida. Él está sentado a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta.
Al fin de los tiempos, leemos en el Evangelio de la Misa, verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo. Si en su Encarnación pasó oculto o ignorado, y en su Pasión se ocultó por completo su divinidad, al fin de los siglos vendrá rodeado de majestad y gloria, como anunció el Profeta Daniel, con grandes señales en la tierra y en el cielo: el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las estrellas del cielo caerán, y las potestades de los cielos se conmoverán. Vendrá como Redentor del mundo, como Rey, Juez y Señor del Universo, «no para ser de nuevo juzgado ‑enseñan los Padres de la Iglesia‑, sino para llamar a su tribunal a aquellos por quienes fue llevado a juicio. Aquel que antes, mientras era juzgado, guardó silencio refrescará la memoria de los malhechores que osaron insultarle cuando estaba en la cruz, y les dirá: Esto hicisteis y yo callé.
»Entonces, por razones de su clemente providencia, vino a enseñar a los hombres con suave persuasión; en esa otra ocasión, futura, lo quieran o no, los hombres tendrán que someterse necesariamente a su reinado (...). Por esa razón, en nuestra profesión de fe, tal como la hemos recibido por tradición, decimos que creemos en aquel que subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin». Y se mostrará glorioso a quienes le fueron fieles a lo largo de los siglos, y también ante quienes le negaron, o le persiguieron, o vivieron como si su Muerte en la Cruz hubiera sido un acontecimiento sin importancia. La humanidad entera se dará cuenta de cómo Dios Padre le ensalzó y le dio un nombre superior a todo nombre, a fin de que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el infierno, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor para la gloria del Padre.
¡Cómo debemos dar por bien empleados nuestros esfuerzos por seguir a Cristo, ese cúmulo de cosas pequeñas, de servicios casi intrascendentes, que procuramos hacer cada día por Dios, y que quizá nadie ve...! Jesús nos tratará, si somos fieles, como a sus amigos de siempre. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena.
III. Me enseñarás el sendero de la vida, // me saciarás de gozo en tu presencia, // de alegría perpetua a tu derecha, continúa el Salmo responsorial.
La segunda venida de Cristo es designada frecuentemente en la Sagrada Escritura con el término griego parusía, que en el lenguaje profano significaba la entrada solemne de un emperador en una ciudad o provincia, donde era saludado como salvador de aquella tierra. El momento de la entrada, que siempre tenía algo de inesperado, era tenido como día de fiesta y, a veces, era el punto de partida para un nuevo cómputo del tiempo: se quería indicar que con aquel acontecimiento comenzaba algo nuevo. Para nosotros, la llegada de Cristo será la gran fiesta, pues el alma se unirá de nuevo a su propio cuerpo, y comenzará un «nuevo cómputo del tiempo», una nueva forma de existencia, donde cada uno ‑cuerpo y alma‑ dará gloria a Dios en una eternidad sin fin.
La esperanza en este día del Señor fue para los primeros cristianos un estímulo para perseverar y tener paciencia ante las adversidades. San Pablo lo recuerda en incontables ocasiones. También a nosotros nos ayudará a ser fieles al Señor, especialmente si alguna vez el ambiente que nos rodea es adverso y está lleno de dificultades. Debemos dar gracias a Dios en todo momento por vosotros, hermanos ‑escribe el Apóstol a los cristianos de Tesalónica‑, como es justo, porque vuestra fe crece de modo extraordinario y rebosa la caridad de unos con otros, hasta el punto de que nos gloriamos de vosotros en las iglesias de Dios por vuestra paciencia y fe en todas las persecuciones y tribulaciones que soportáis. Esto es señal del justo juicio, en el que sois estimados dignos del reino de Dios, por el que ahora padecéis.
El Señor permite que en ocasiones suframos algo por ser fieles a sus enseñanzas, o que nos llegue la enfermedad o el dolor, para que aumentemos nuestra confianza en Él, vivamos mejor el desprendimiento de la honra, de la salud, del dinero..., para hacernos dignos del reino que nos tiene preparado. También para que, metidos en medio del mundo, recordemos que «el reino de Dios, iniciado aquí abajo en la Iglesia de Cristo, no es de este mundo, cuya figura pasa, y su crecimiento propio no puede confundirse con el progreso de la civilización, de la ciencia o de la técnica humanas, sino que consiste en conocer cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en esperar cada vez con más fuerza los bienes eternos, en corresponder cada vez más ardientemente al amor de Dios, en dispensar cada vez más abundantemente la gracia y la santidad entre los hombres».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
La Dedicación de las basílicas de los apóstoles San Pedro y San Pablo
Durante el siglo III los cristianos comienzan a dar culto litúrgico a los mártires, sus hermanos en la fe, que amaron a Dios más que a su propia vida. El culto empieza en las mismas tumbas. La comunidad cristiana se reúne lo más cerca posible del sepulcro para conmemorar el aniversario del martirio. En estas reuniones se celebraba la santa misa y un testigo presencial relataba las vicisitudes del martirio o bien se leían las actas. No era raro ver en primera fila al hijo, al padre o a la esposa del glorioso mártir. La tumba de un mártir constituye una gloria local, y, visitada en un principio por parientes y amigos, acaba por convertirse en centro de peregrinación. En el siglo iv, cuando la Iglesia goza de paz después del azaroso período de persecuciones, se levantan bellas basílicas en honor de los mártires, procurando siempre que el altar central (el único que había entonces en las iglesias) se asiente encima del sepulcro, aunque para ello tengan que nivelar el terreno o inutilizar otras sepulturas. Desde la iglesia se podía descender por escaleras laterales hasta la cámara sepulcral o cripta, situada debajo del presbiterio, en donde estaba el cuerpo del mártir.
No se conservan las tumbas de los mártires de los dos primeros siglos por la sencilla razón de que aún no se les daba culto. Hay, empero, dos excepciones, y son la tumba de San Pedro, primer papa, y la de San Pablo, apóstol de los gentiles. Ambos fueron martirizados en Roma hacia el año 67, en distinta fecha, aunque la liturgia celebre su fiesta el mismo día 29 de junio. San Pedro fue crucificado, según tradición, y los cristianos le dieron sepultura en un cementerio público de la colina Vaticana, junto a la vía Aurelia, mientras que San Pablo murió decapitado (tuvieron con él esta deferencia por tratarse de un ciudadano romano), siendo enterrado en la vía Ostiense, muy cerca del Tíber. Tenían los dos mucha importancia en la fundación de la Iglesia romana para que los cristianos perdieran el recuerdo de sus tumbas. Efectivamente, hacia el año 200, el sacerdote romano Gayo, en una discusión con Próculo, representante de la secta montanista, le decía a éste: "Yo te puedo mostrar los restos de los apóstoles; pues, ya te dirijas al Vaticano, ya a la vía Ostiense, hallarás los trofeos de quienes fundaron aquella Iglesia" (EusEBIO, Hist. Ecl., II, 25,7.)
Cesaron las persecuciones y Constantino subió al trono imperial. Por aquellos días gobernaba la Iglesia el papa San Silvestre. Su biógrafo, en el Liber Pontificalis, dice que el emperador construyó, a ruegos del Papa, la basílica sobre la tumba de San Pedro. La empresa no fue fácil, pues el sepulcro estaba en una pendiente bastante pronunciada de la colina. Tuvieron que levantar altos muros a un lado, ahondar el terreno en otro y nivelar el conjunto hasta obtener una gran plataforma. El Papa la dedicó en el año 326 y, según se lee en el Breviario Romano, erigió en ella un altar de piedra, al que ungió con el sagrado crisma, disponiendo además que, en adelante, tan sólo se consagraran altares de piedra. Era una basílica grandiosa, a cinco naves, con un pórtico en la entrada, y que perduró por toda la Edad Media. Debajo del altar, a unos metros de profundidad había la cripta con la tumba del apóstol, la cual fue recubierta con una masa de bronce y una cruz horizontal encima, toda ella de oro, de 150 libras de peso, debido a la munificencia de Constantino. La cripta era inaccesible, pero los peregrinos para confiarse al Santo se acercaban a la ventanilla de la confesión (una abertura que había en la parte delantera del altar), y desde allí, por un conducto interior, hacían descender lienzos y otros objetos que tocaran el sepulcro. Dichos objetos eran conservados como recuerdo y venerados a modo de reliquias. Así como la basílica de Letrán, edificada también por Constantino y dedicada en un principio al Salvador, era considerada como la catedral de Roma y fue residencia de los Papas por toda la Edad Media, la de San Pedro venía a ser la catedral del mundo. En ella se reunían los fieles en las principales festividades del año litúrgico: Navidad, Epifanía, Pasión, Pascua, Ascensión y Pentecostés. El nuevo Papa recibía la consagración en San Pedro y allí era sepultado al morir. En ella eran ordenados los presbíteros y diáconos romanos.
Constantino cuidó también de la edificación de la basílica de San Pablo sobre la tumba de éste apóstol en la vía Ostiense. Era un edificio más bien pequeño; por eso algunos años después, en tiempo del emperador Valentiniano, construyeron otra mucho mayor a cinco naves, de orientación contraria a la anterior, sin tocar, no obstante, el altar primitivo. Todavía se conservan hoy, en la mesa del altar, los agujeros por los que en otros tiempos se hacían descender los lienzos y los incensarios para fumigar el sepulcro.
Desde un principio, ambas basílicas ofrecen una historia parecida. Son los dos templos más visitados de Roma y se convierten en centros mundiales de peregrinación. Desde todas partes del orbe cristiano se iba a rendir homenaje a los Príncipes de los Apóstoles (ad limina apostolorum). Era tal la concurrencia de peregrinos que el papa San Simplicio, en el siglo v, estableció en ambas basílicas un servicio permanente de sacerdotes para administrar el bautismo y la penitencia. Cuando Alarico sitió la ciudad de Roma en el año 410, prometió a los romanos que las tropas respetarían a quienes se refugiasen en las basílicas apostólicas. A propósito de esto nos cuenta San Jerónimo que la noble dama Marcela huyó de su palacio del Aventino y corrió a la basílica de San Pablo "para hallar allí su refugio o su sepultura". En invasiones posteriores, los romanos no tuvieron tanta suerte, y las basílicas apostólicas fueron saqueadas más de una vez. A fin de evitar tantos desastres, León IV, en el siglo ix, hizo amurallar la basílica vaticana y los edificios contiguos, creando la que en adelante se llamó Ciudad Leonina. Lo propio hizo luego el papa Juan VIII con la basílica de San Pablo. El nuevo recinto tomó el nombre de Joanópolis.
La confesión y el altar de San Pedro sufrieron diversas restauraciones en el decurso de los siglos. Al final de la Edad Media, la basílica vaticana, además de resultar pequeña, amenazaba ruina; por lo cual, el papa Nicolás V determinó la construcción de la actual. Tomaron parte en los trabajos los arquitectos más destacados de la época y los mejores artistas. La obra duró varios pontificados, hasta fue fue consagrada ppr el papa Urbano VIII en 18 de noviembre de 1626, exactamente a los trece siglos de haber sido erigida la anterior. La actual basílica 'tiene la forma de cruz latina con el altar en el centro de los brazos y en el mismo sitio que ocupaba el anterior, pero en un plano más elevado. Ocupa un espacio que rebasa los quince mil metros cuadrados. La longitud total, comprendiendo el pórtico, es de doscientos once metros y medio. La nave transversal tiene ciento cuarenta metros. La cúpula se eleva a ciento treinta y tres metros del suelo, con un diámetro de cuarenta y dos metros. No hay que decir que es la mayor iglesia del mundo. En las recientes excavaciones llevadas a cabo por indicación del papa Pío XII, se hallaron las capas superpuestas de las distintas restauraciones; de modo que las noticias que se tenían sobre la historia de la tumba han sido admirablemente confirmadas por los vestigios monumentales que han ido apareciendo en el decurso de las excavaciones. Debajo del altar actual apareció la confesión y el altar construido por Calixto II en el siglo xii. Debajo de éste había otro altar, el que edificó el papa San Gregorio el Magno hacia el año 600. Más abajo estaba la construcción sepulcral del tiempo de Constantino. Y, ahondando más, dieron con el primer revestimiento de la tumba, que, según la tradición, había sido hecha en tiempo del papa Anacleto, pero que el estudio atento de los materiales empleados ha puesto en claro que fue en tiempos, del papa Aniceto, hacia el año 160. La equivocación de estos dos nombres en documentos posteriores es por demás comprensible. Finalmente, debajo de la memoria del papa Aniceto se halló una humilde fosa excavada en la tierra y recubierta con tejas (según costumbre) con los restos del apóstol.
La basílica de San Pablo, también a cinco naves separadas por veinticuatro columnas de mármol, enriquecida con mosaicos y por los famosos medallones de todos los Papas, era considerada en la Edad Media como la basílica más bella de Roma. Pero, en 1823, un incendió la destruyó casi por completo. León XII ordenó la reconstrucción siguiendo el mismo plano y aprovechando lo que había salvado de la antigua, entre otras cosas, el famoso mosaico del arco triunfal del tiempo de Gala Placidia. La consagró el papa Pío IX el 10 de diciembre de 1854, con asistencia de muchos cardenales y obispos de todo el orbe que habían acudido a Roma para la proclamación del dogma de la Inmaculada, que tuvo lunar dos días antes. Se estableció, sin embargo, que el aniversario de la consagración continuase celebrándose el 18 de noviembre. De esta forma se ha respetado una vez más el interés de la sagrada liturgia en unir en un mismo día (29 de junio) la fiesta y la dedicación (18 de noviembre) de los dos apóstoles columnas de la Iglesia, tan dispares en su origen (el uno apóstol y el otro perseguidor), tan diversos en su apostolado (el uno representa la tradición y el otro la renovación), pero unidos ambos por el martirio bajo una misma persecución, y unidos, sobre todo, por el mismo amor ardiente y sincero a Jesús.
JUAN FERRANDO ROIG
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