lunes, 8 de octubre de 2018

Martes 27 de tiempo ordinario año par


Martes de la semana 27 de tiempo ordinario; año par

En Betania
En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Ésta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se paró y dijo: -«Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano.» Pero el Señor le contestó: -«Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán»” (Lucas 10,38-42).
I. Jesús visitaba con frecuencia la casa de sus amigos de Betania, (Lucas 10, 38-42) Lázaro, Marta y María; se sentía bien en aquel hogar rodeado de amigos. Durante mucho tiempo se ha considerado a Marta como figura e imagen de la vida activa, puesto que era ella quien le servía, mientras que María ha sido el símbolo de la contemplativa, porque sentada a los pies del Señor, escuchaba sus palabras. Sin embargo, para la mayoría de los cristianos que han de santificarse en medio de las tareas seculares, no pueden considerarse como dos modos contrapuestos de vivir el cristianismo. El trabajo, el estudio, los problemas que se presentan en una vida normal, lejos de ser obstáculos, han de ser medio y ocasión de un trato afectuoso con Nuestro Señor (SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios), todas nuestras actividades han de alimentar nuestra conversación diaria con Él. A la vez, la oración ha de enriquecer todas las circunstancias por las que hemos de pasar.
II. Jesús le dice a Marta que sólo una cosa es necesaria en esta vida: el amor a Dios, la santidad personal. Cuando Cristo es el objetivo de nuestra vida las veinticuatro horas del día, trabajamos más y mejor. Éste es el hilo fuerte –como en un collar de perlas finas- que une todas las obras del día; así evitamos la doble vida; una para Dios y otra dedicada a las tareas en medio del mundo. No podemos tener dos vidas paralelas, la espiritual y la secular; a Jesús lo tenemos muy cerca de nosotros, como Marta y María lo tuvieron. Nos acompaña en el hogar, en la oficina, en la calle, en la diversión. No dejemos de referir a Él todo lo que sucede a lo largo de nuestra jornada.
III. Sólo una cosa es necesaria: la amistad creciente con el Señor. El mayor bien que podemos prestar a la familia, al trabajo, a la sociedad, es el cuidado de los medios que nos unen al Señor... El mayor mal, el descuido de estos medios por desorden, por tibieza, incluso por una aparente eficacia mayor en otras actividades que pueden aparecer como más urgentes o importantes. Cuando vemos que la multiplicidad de quehaceres tiende a ahogar el tiempo que dedicamos especialmente al Señor, basta que recordemos Sus palabras: una sola cosa es necesaria. Pidamos a Nuestra Señora que no perdamos nunca de vista al Señor mientras procuramos llevar a cabo con perfección, acabadamente, nuestras tareas profesionales.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Dionisio, obispo, y compañeros, mártires

Fue San Dionisio de una de las más nobles familias de la ciudad de Atenas [en Grecia]; nació ocho ó nueve años después del nacimiento del Salvador, y le criaron cuidadosamente sus padres, tanto en las ciencias como en las supersticiones del gentilismo. Estudió en la misma célebre ciudad, adonde concurrían de todas partes los mayores ingenios, por ser la más famosa Universidad de toda la Grecia. Allí observó aquel milagroso eclipse de sol que sucedió en la muerte del Salvador, puntualmente en el mismo plenilunio. No ignoraba Dionisio que no mediando algún cuerpo sólido entre la Tierra y el Sol, como no era posible que mediase estando llena la Luna, necesariamente había de ser sobrenatural aquel eclipse; y en virtud de eso, asombrado de aquel raro fenómeno, exclamó: O él Dios de la naturaleza padece, o la máquina de este mundo perece.
Vuelto á Atenas, se señaló mucho en aquella Universidad por su sabiduría, por su elocuencia y por su ingenio sobresaliente; tanto que, sin reparar en sus pocos años, le honraron con sus primeros empleos, y en breve tiempo se vio elevado á la dignidad de uno de los primeros jueces del Areópago. Era éste el más respetable tribunal de toda la Grecia. Hallábase aquel augusto y famoso tribunal en su mayor esplendor cuando entró San Pablo en Atenas, siendo á la sazón la ciudad más célebre del mundo por las ciencias que se enseñaban en ella, y por el concurso de estudiantes y de maestros que acudían á su Universidad de todas las provincias adonde se extendía la jurisdicción del imperio romano. Comenzó á predicar, según costumbre, primero á los judíos en sus particulares sinagogas; y, saliendo después á las calles y á las plazas públicas, anunciaba el Evangelio á todo género de gentes. Cuando le oyeron hablar de la unidad de Dios, de su inmensidad y de su omnipotencia, pasando después á los misterios de la Encarnación del Verbo y de su Resurrección, hizo tanto eco en los ánimos de sus oyentes aquella nueva doctrina, que le delataron al tribunal del Areópago. Compareció en él San Pablo y dio razón de su religión, demostrando tan visiblemente su verdad, su santidad y su excelencia, que todos los jueces quedaron admirados, aunque no todos quedaron convertidos. Rindiéronse pocos á la fuerza de la verdad, y entre éstos pocos fue uno Dionisio Areopagita. Las conferencias privadas que tuvo con el Apóstol le abrieron, en fin, los ojos; y detestando las supersticiones del gentilismo abandonó sus bienes y renunció sus empleos por seguir á Jesucristo, quedando gustosamente sorprendido cuando entendió que aquel milagroso eclipse, que tanto le había asombrado, había puntualmente sucedido en la muerte del mismo Salvador.
Instruido ya perfectamente en los misterios y en la doctrina de la religión, fue bautizado por San Pablo, y admitido en el número de aquellos discípulos que se distinguían más en su cariño. Créese comúnmente que San Dionisio le acompañó en todos los viajes que hizo aquellos tres primeros años; y que después, creciendo cada día el número de los fieles, el mismo Apóstol le consagró por OPbispo de Atenas.
Formado en tal taller, y siendo obra de un artífice tan diestro, ya se deja discurrir cuál sería su conducta, cuánto su celo y cuánta su virtud en el Ministerio Episcopal. Ningún Obispo fue más semejante á los primeros Apóstoles. En su admirable libro de la Jerarquía eclesiástica, en el de los Nombres divinos, y en sus epístolas á San Tito, á San Timoteo y á San Policarpo, se hace visible su íntima comunicación con Dios, aquel eminente don de contemplación que poseía, y su sabiduría verdaderamente divina y celestial.
También nos certifica él mismo en el libro de los Nombres divinos que logró el consuelo de hallarse presente en Jerusalén á la muerte de la Madre de Dios, y de ser testigo ocular de todas las maravillas que sucedieron en ella; queriendo la santísima Virgen dispensar este favor á su celoso siervo San Dionisio, que toda la vida conservó el más tierno amor y la devoción más extraordinaria á la soberana Reina.
Restituido á la ciudad de Atenas, se aplicó con mayor celo que nunca al cultivo de aquella nueva viña del Señor, que, á esfuerzos de su trabajo, en breve tiempo fue una de las más floridas porciones de la Iglesia.
Levantándosele por este tiempo su destierro á San Juan Evangelista, que le estaba padeciendo por la fe en la isla de Patmos, y restituyéndose á su iglesia de Efeso, inmediatamente le fue á visitar nuestro San Dionisio. Tiénese por cierto que, durante su mansión en Efeso, y en las conversaciones particulares que tuvo con el amado Evangelista, le dio el Señor á entender la necesidad que tenían de operarios apostólicos las provincias más extendidas de la Europa, y que le inspiró el pensamiento de irse á ofrecer al Papa San Clemente para esta misión; y San Dionisio tomó el camino de Roma, acompañado del presbítero Rústico y del diácono Eleuterio, ambos fieles compañeros suyos en todos sus viajes y apostólicos trabajos. Fue recibido nuestro Santo del Papa San Clemente con aquella caridad que une tan estrechamente el corazón de los hombres apostólicos; y, animado del propio celo, le envió á las Galias, donde parecía que dominaba el gentilismo con mayor imperio.
Partió inmediatamente San Dionisio con San Rieul, San Marcelo, por sobrenombre Eugenio, y algunos otros operarios que le dio el mismo Pontífice, para que todos trabajasen en aquella inculta viña. Es antigua tradición de todas las iglesias de Provenza que los santos misioneros se dirigieron primeramente á Arles, donde ya había muchos cristianos bautizados por San Trófimo; y que, habiéndose detenido San Dionisio algún tiempo para cultivar aquella Iglesia, consagró por Obispo de ella á San Rieul, y él, con los demás compañeros, se encaminó á París para anunciar el Evangelio.
Luego que entró en aquella ciudad, habló á aquella muchedumbre con tan divina elocuencia sobre la risible vanidad de sus falsas deidades, haciéndoles palpable la quimérica imposibilidad de muchos dioses; explicó con tanta elevación, y al mismo tiempo con tanta claridad, así las verdades más esenciales como la santidad de nuestra religión, que, sobre el mismo hecho, muchos de sus oyentes le pidieron el bautismo. Desde luego se erigieron diferentes oratorios ; siendo tradición, tan respetable por su antigüedad, que el primero de estos oratorios ó de estas iglesias le dedicó San Dionisio á la santísima Trinidad, y que estaba en el mismo sitio donde se ve al presente la iglesia de San Benito, leyéndose aún el día de hoy en una vidriera de la capilla de San Dionisio estas palabras: En esta capilla dio principio San Dionisio á invocar el nombre de la santísima Trinidad. El segundo oratorio le dedicó á Dios el mismo Santo en honor de la santísima Virgen; y es la iglesia que después se llamó de Nuestra Señora de los Campos, donde está hoy el convento de los PP. Carmelitas. El tercero se dedicó á los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo, y el cuarto á San Esteban.

Dícese que el primero que recibió el bautismo de mano de San Dionisio fue uno de los más ilustres caballeros de París, llamado Lisbio, á quien la gran casa de Montmorency reconoce por tronco de su familia, por cuya razón tomó en las batallas, por grito de acometer, estas palabras: Ayude Dios al primer cristiano.
A vista de tantas y tan ruidosas conquistas como hacía cada día nuestro Santo, necesariamente se había de consternar el ánimo de los paganos, particularmente el de los sacerdotes de los ídolos, que á su pesar y tan á costa suya estaban viendo erigirse la religión cristiana sobre las ruinas del gentilismo. No menos conturbados que interiormente enfurecidos, acudieron á echarse á los pies de Fescenino Sísino, gobernador de las Galias por el Emperador, y le representaron que unos extranjeros, venidos allá de los retirados rincones de la Grecia, tenían tan trastornado el espíritu del ciego vulgo y del ignorante pueblo, por medio de sus acostumbrados hechizos y familiares encantamientos, que, en gran desprecio de los dioses inmortales, todos se hacían cristianos. Turbóse Fescenino al oir tan graves quejas, y mandó que fuesen arrestados los jefes ó los cabezas de los cristianos. No había cosa más fácil que dar luego con ellos, y así fueron inmediatamente presos San Dionisio, Lisbio, en cuya casa estaba hospedado el Santo, Rústico y Eleuterio. Lleváronlos á presencia del gobernador, y cuando estaban en su tribunal, entró en él Larcia, mujer de Lisbio, y tan furiosamente idólatra, que, rabiosa contra el apóstol y contra su mismo marido, más con ademanes de furia que con decencia de mujer, comenzó á acusar á Lisbio que, con sus mismas manos, había hecho pedazos todos los ídolos. Trató Fescenino de pervertir á aquel cristiano caballero con ruegos, con promesas y con amenazas; pero, viendo su invencible constancia , mandó que allí mismo le cortasen la cabeza á vista de su mujer, y, haciendo después todo cuanto pudo para intimidar á Dionisio y á sus compañeros, dio orden de que todos fuesen encerrados en los calabozos de cierta prisión inmediata, que se llamaba la cárcel de Glaucin, y con el tiempo se convirtió en una iglesia intitulada San Dionisio de la Cárcel, donde no estuvieron meramente asegurados, sino atormentados cruelmente con el peso de gruesas piedras, que cargaban sobre sus cuerpos.
Pasados algunos días, mandó el tirano que los trajesen á su tribunal : les preguntó con fiereza si aquel primer ensayo los había hecho cuerdos, ó si eran tan locos que quisiesen acabar la vida en los más desapiadados tormentos. Respondió San Dionisio, en nombre de todos , que ni los tormentos más horribles ni la misma muerte serían capaces de aminorar la constancia de su fe. La réplica del juez á esta generosa respuesta fue una espesa lluvia de azotes con ramales armados de puntas de acero, que despedazaron, hasta descubrirse las entrañas, los cuerpos de los Santos Mártires. Era espectáculo digno de la atención de los ángeles ver á un venerable anciano con más de ciento y seis años (no contaba menos San Dionisio), cantar incesantemente las alabanzas del Señor con semblante alegre y risueño en medio de aquella horrible carnicería.
Asombrado el tirano de tan magnífica firmeza, los mandó llevar otra vez á la cárcel, de donde presto los volvieron á sacar para atormentarlos con mayores suplicios. Extendieron á San Dionisio sobre el potro; renováronle todas las llagas con garfios de acero, y, tendiéndole después sobre cierta especie de parrillas, le fueron como asando á fuego lento. Arrojáronle después en un horno encendido, donde renovó Dios el milagro de los niños, que respiraban refrigerio en medio de las llamas. Sacáronle del horno para amarrarle á una cruz, que el Santo convirtió en cátedra de la verdad, predicando al pueblo desde ella la santidad de nuestra religión, el mérito de los trabajos y la loca impiedad del gentilismo. Aturdió á los paganos tanto tropel de maravillas, y, más aturdido que todos el tirano, hizo que tercera vez le volviesen á la cárcel, adonde concurrieron los fieles de todas partes, y se asegura que, para fortalecerlos en la fe, celebró el santo pastor el divino sacrificio, y á todos dio la comunión.
El día siguiente, 9 de Octubre del año A.D. 117, pronunció sentencia el tirano de que Dionisio y sus compañeros fuesen degollados, lo que se ejecutó en el mismo día. Hízose después una horrible carnicería en los cristianos; y se dice que entre éstos, Larcia, mujer del Santo Mártir Lisbio, convertida por las oraciones y por los milagros de San Dionisio, logró la dicha de merecer la corona del martirio.
Es tradición tan antigua como la muerte de nuestro Santo que, después de degollado, se puso en pie por sí mismo el cuerpo de San Dionisio, tomó su cabeza en las manos y la llevó al lugar donde está hoy la célebre población y monasterio de su nombre, á dos leguas de París, cuyo portento acabó de convertir a todo el pueblo. Añádese que, acudiendo al ruido de este prodigio una santa mujer llamada Cátula, á quien el Santo había convertido, éste se fue derecho á ella, púsola en las manos su cabeza, y cayó el cuerpo en tierra, dejándola depositaría de sus preciosas reliquias. Apoderada de tan inestimable tesoro, le guardó y le escondió con el mayor cuidado mientras duró aquella violenta persecución; y, no contenta con eso, tuvo arte para lograr, á precio de dinero, los cuerpos de sus dos compañeros Rustico y Eleuterio. Noticioso San Rieul del martirio de nuestros Santos, se sintió inspirado de Dios para buscar sus reliquias, y, encargando el cuidado de su Iglesia de Arles al obispo Felicísimo, que había ido á visitarle, partió á París, acompañado de algunos presbíteros suyos. Con las noticias que allí le dieron se encaminó á la aldea de Charouil, donde encontró á la piadosa matrona Cátula, y consagró en honor de San Dionisio y sus compañeros una capilla de madera, que aquella virtuosa señora había erigido sobre el sepulcro de los Santos. Más de trescientos años después, Santa Genoveva, devotísima de San Dionisio, erigió otra capilla de piedra mucho más capaz, donde, pasados otros doscientos años, el rey Dagoberto fundó aquel célebre monasterio de San Dionisio y aquella' suntuosísima iglesia, que los reyes de Francia escogieron para su sepultura.
No se ignora que algunos sabios críticos de estos últimos tiempos quieren disputar al reino de Francia la gloria de haber merecido á San Dionisio Areopagita por uno de sus primeros apóstoles; pero se juzgó más seguro seguir el parecer del Martirologio, y aun el de la misma Iglesia Romana, pareciendo que la crítica del tiempo debiera ceder á la tradición de más de mil y doscientos años, y á la autoridad del sabio Hincmaro, Arzobispo de Reims; de Fortunato, Obispo de Poitiers; de Eugenio II, Arzobispo de Toledo; de San Beda el Venerable; de todos los hombres grandes que florecieron en los ocho últimos siglos; del mismo Concilio de París, y, en fin, del unánime consentimiento de la Iglesia griega y latina, como lo observa el sabio cardenal Baronio en las anotaciones al Martirologio Romano.

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