Sábado de la semana 5 de tiempo ordinario; año par
Madre de misericordia
“Uno de aquellos días, como había mucha gente y no tenían qué comer, Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: «Me da lástima de esta gente; llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer, y, si los despido a sus casas en ayunas, se van a desmayar por el camino. Además, algunos han venido desde lejos.» Le replicaron sus discípulos: « ¿Y de dónde se puede sacar pan, aquí, en despoblado, para que se queden satisfechos?» Él les preguntó: «¿Cuántos panes tenéis?» Ellos contestaron: «Siete.» Mandó que la gente se sentara en el suelo, tomó los siete panes, pronunció la acción de gracias, los partió y los fue dando a sus discípulos para que los sirvieran. Ellos los sirvieron a la gente. Tenían también unos cuantos peces; Jesús los bendijo, y mandó que los sirvieran también. La gente comió hasta quedar satisfecha, y de los trozos que sobraron llenaron siete canastas; eran unos cuatro mil. Jesús los despidió, luego se embarcó con sus discipulos y se fue a la región de Dalmanuta” (Marcos 8,1-10).
I. El Evangelio nos muestra con frecuencia la compasión misericordiosa de Jesús hacia los hombres. Nosotros debemos recurrir frecuentemente a la misericordia divina, porque en su compasión por nosotros está nuestra salvación y seguridad, y también debemos ser misericordiosos con los demás: éste es el camino para atraer con más prontitud el favor de Dios. Enseña San Agustín que la misericordia nace del corazón y se apiada de la miseria ajena, corporal o espiritual, de tal manera que le duele y entristece como si fuera propia, llevando a poner los remedios oportunos para intentar sanarla (PABLO VI, Alocución). En Jesucristo, Dios hecho hombre, encontramos plenamente la expresión de esta misericordia divina. María participa en grado eminente de esta perfección divina, y en Ella la misericordia se une a la piedad de madre. Ella es nuestro consuelo y nuestra seguridad. Ni un solo día ha dejado de ayudarnos, de protegernos, de interceder por nuestras necesidades.
II. El título de Madre de Misericordia se ha expresado en las advocaciones de Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores, Consuelo de los afligidos, Auxilio de los cristianos. La Virgen nos obtiene la curación del cuerpo, sobre todo si está ordenada el alma, o la gracia de entender que el dolor es instrumento de Dios. Nadie después de Jesús ha detestado más el pecado que Santa María, pero lejos de rechazar a los pecadores, los acoge, los mueve al arrepentimiento. A Ella también acudimos para decirle que somos pecadores, pero que queremos amar cada vez más a su Hijo Jesucristo, que tenga compasión de nuestras flaquezas y que nos ayude a superarlas.
III. Nuestra Madre fue durante toda su vida, consuelo de aquellos que andaban afligidos por un peso demasiado grande para llevarlo solos: dio ánimos a José, quien a pesar de ser un hombre lleno de fortaleza, se le hizo más fácil el cumplimiento de la voluntad de Dios con el consuelo de María. Después consoló a los Apóstoles cuando todo se les volvió negro y sin sentido después que Cristo murió en la cruz. Y desde entonces nunca ha dejado de ser consuelo de todos sus hijos cuando están afligidos. La Virgen es también auxilio de los cristianos, porque se favorece principalmente a quienes se ama. Y nadie amó más a quienes formamos parte de la familia de su Hijo. En Ella encontramos todas las gracias para vencer en las tentaciones, en el apostolado, en el trabajo. Acudamos a nuestra Madre, Ella está siempre dispuesta a auxiliarnos.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Santa Escolástica, virgen
Nació en el año 480, en Nursia, Italia. Su madre murió de parto. Es hermana gemela de San Benito. Ambos se entregaron a Dios desde muy jóvenes y alcanzaron la santidad en la vida religiosa.
Después que su hermano se fuera a Montecasino a establecer el famoso monasterio, ella se estableció a unas cinco millas de distancia, en Plombariola, donde fundó un monasterio y la orden de las monjas benedictinas la cual gobernó siguiendo la regla de su hermano.
San Benito y Sta. Escolástica regularmente se reunían para orar juntos y compartir sobre la vida espiritual. En una ocasión se hizo tarde y San Benito quería irse. Vea lo que ocurrió:
Pudo más porque amó más
De los libros de los Diálogos de san Gregorio Magno, papa (Libro 2,33:PL 66, 194-196)
De los libros de los Diálogos de san Gregorio Magno, papa (Libro 2,33:PL 66, 194-196)
Escolástica, hermana de Benito, dedicada desde su infancia al Señor todopoderoso, solía visitar a su hermano una vez al año. El varón de Dios se encontraba con ella fuera de las puertas del convento, en las posesiones del monasterio. Cierto día vino Escolástica, como de costumbre, y su venerable hermano bajó a verla con algunos discípulos, y pasaron el día entero entonando las alabanzas de Dios y entretenidos en santas conversaciones. Al anochecer, cenaron juntos.
Con el interés de la conversación se hizo tarde y entonces aquella santa mujer le dijo: «Te ruego que no me dejes esta noche y que sigamos hablando de las delicias del cielo hasta mañana».
A lo que respondió Benito: «¿Qué es lo que dices, hermana? No me está permitido permanecer fuera del convento». Pero aquella santa, al oír la negativa de su hermano, cruzando sus manos, las puso sobre la mesa y, apoyando en ellas la cabeza, oró al Dios todopoderoso.
Al levantar la cabeza, comenzó a relampaguear, tronar y diluviar de tal modo, que ni Benito ni los hermanos que le acompañaban pudieron salir de aquel lugar.
Comenzó entonces el varón de Dios a lamentarse y entristecerse, diciendo: «Que Dios te perdone, hermana. ¿Qué es lo que acabas hacer?».
Respondió ella: «Te lo pedí, y no quisiste escucharme; rogué a mi Dios, escuchó. Ahora sal, si puedes, despídeme y vuelve al monasterio».
Benito, que no había querido quedarse voluntariamente, no tuvo, al fin, más remedio que quedarse allí. Así pudieron pasar toda la noche en vela, en santas conversaciones sobre la vida espiritual, quedando cada uno gozoso de las palabras que escuchaba a su hermano.
No es de extrañar que al fin la mujer fuera más poderosa que el varón, ya que, como dice Juan: Dios es amor, y, por esto, pudo más porque amó más.
A los tres días, Benito, mirando al cielo, vio cómo el alma de su hermana salía de su cuerpo en figura de paloma y penetraba en el cielo. Él, congratulándose de su gran gloria, dio gracias al Dios todopoderoso con himnos y cánticos, y envió a unos hermanos a que trajeran su cuerpo al monasterio y lo depositaran en el sepulcro que había preparado para sí.
Así ocurrió que estas dos almas, siempre unidas en Dios, no vieron tampoco sus cuerpos separados ni siquiera en la sepultura.
Murió hacia el año 547. San Benito murió poco después.
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