Martes de la semana 5 de tiempo ordinario; año par
El cuarto mandamiento
« (…) Le preguntaron, pues, los fariseos y los escribas: ¿Por qué tus discípulos no se comportan conforme a la tradición de los antiguos, sino que comen el pan con las manos impuras? Él les respondió: Bien profetizó Isaías de vosotros los hipócritas, como está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está bien lejos de mí. En vano me dan culto, mientras enseñan doctrinas que son preceptos humanos. Abandonando el mandamiento de Dios, retenéis la tradición de los hombres. Y les decía: ¡Qué bien anuláis el mandamiento de Dios, para guardar vuestra tradición! Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y quien maldiga al padre o a la madre, sea reo de muerte. Vosotros, en cambio, decís: si dice un hombre al padre o a la madre, “lo que de mi parte pudieras recibir sea Corbán”, que significa ofrenda, ya no le permitís hacer nada por el padre o por la madre; con ello anuláis la palabra de Dios por vuestra tradición, que vosotros mismos habéis establecido; y hacéis otras muchas cosas semejantes a éstas»(Marcos 7, 1-13).
I. A Dios le es tan grato el cumplimiento del Cuarto Mandamiento que lo adornó de incontables promesas de bendición: El que honra a su padre expía sus pecados; y cuando rece será escuchado. Y como el que atesora es el que honra a su madre. El que respeta a su padre tendrá larga vida (Eclesiastés 3, 4 - 5, 7). Santo Tomás de Aquino (Sobre el precepto de la caridad), enseña que la vida es larga cuando está llena, y esta plenitud no se mide por el tiempo, sino por las obras. El Cuarto Mandamiento, que es también de derecho natural, requiere de todos los hombres, la ayuda abnegada y llena de cariño a los padres, especialmente cuando son ancianos o están más necesitados (B. ORCHARD y otros, Verbum Dei). Dios paga con felicidad, ya en esta vida, a quien cumple con amor este mandamiento. El Beato Josemaría Escrivá de Balaguer solía llamarlo el “dulcísimo precepto del Decálogo, porque es una de las más gratas obligaciones que el Señor nos ha dejado.
II. El único que puede considerarse Padre en toda su plenitud es Dios, de quien deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra (Efesios 3, 15). Nuestros padres, al engendrarnos, participaron de esa paternidad de Dios que se extiende a toda la Creación. En ellos vemos un reflejo del Creador, y al amarles y honrarles, en ellos estamos honrando y amando también al mismo Dios, como Padre. El amor a Dios tiene unos derechos absolutos, y a él deben subordinarse todos los amores humanos, incluyendo el de los padres. Son muchas manifestaciones del Cuarto Mandamiento: amándolos y respetándolos a nuestros padres; cuando pedimos a Dios por su felicidad, cuando los socorremos con lo necesario para su sustento y una vida digna, o cuando están enfermos; entonces debemos poner los medios para que reciban los Sacramentos. Y cuando una vez difuntos, cuidando sus funerales, las misas por su alma, y ejecutando fielmente su testamento (CATECISMO ROMANO, III, 5, nn 10-12).
III. El primer deber de los padres es amar a los hijos con amor verdadero, independientemente de sus cualidades, porque son sus hijos y porque son hijos de Dios. Su amor se manifestará en su esfuerzo para que en los hijos arraiguen las virtudes humanas y sean buenos cristianos. Los padres son administradores de un inmenso tesoro de Dios, por lo que deben ser ejemplares, especialmente en su amor a Cristo. Al terminar nuestra oración, ponemos a nuestra familia bajo la protección de la Virgen y de los Ángeles Custodios.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Santos Pablo Miki y compañeros, mártires
Pablo Miki nació en Japón el año 1566 de una familia pudiente; fue educado por los jesuitas en Azuchi y Takatsuki. Entró en la Compañía de Jesús y predicó el evangelio entre sus conciudadanos con gran fruto.
Al recrudecer la persecución contra los católicos, decidió continuar su ministerio y fue apresado junto con otros. En su camino al martirio, el y sus compañeros cristianos fueron forzados a caminar 600 millas para servir de escarmiento a la población. Ellos iban cantando el Te Deum. Les hicieron sufrir mucho. Finalmente llegaron a Nagasaki y, mientras perdonaba a sus verdugos, fue crucificado el día 5 de febrero de 1597. Desde la cruz predicó su último sermón.
Junto a el sufrieron glorioso martirio el escolar Juan Soan (de Gotó) y el hermano Santiago Kisai, de la Compañía de Jesús, y otros 23 religiosos y seglares. Entre los franciscanos martirizados está el beato Felipe de Jesús, mexicano.
Todos ellos fueron canonizados por Pío IX en 1862.
Seréis mis testigos
De la Historia del martirio de san Pablo Miki y compañeros, escrita por un contemporáneo.
Clavados en la cruz, era admirable ver la constancia de todos, a la que les exhortaban el padre Pasio y el padre Rodríguez. El Padre Comisario estaba casi rígido, los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín daba gracias a la bondad divina entonando algunos salmos y añadiendo el verso: A tus manos, Señor. También el hermano Francisco Blanco daba gracias a Dios con voz clara. El hermano Gonzalo recitaba también en alta voz la oración dominical y la salutación angélica.
Pablo Miki, nuestro hermano, al verse en el púlpito más honorable de los que hasta entonces había ocupado, declaró en primer lugar a los circunstantes que era japonés y jesuita, y que moría por anunciar el Evangelio, dando gracias a Dios por haberle hecho beneficio tan inestimable. Después añadió estas palabras:
«Al llegar este momento no creerá ninguno de vosotros que me voy a apartar de la verdad. Pues bien, os aseguro que no hay más camino de salvación que el de los cristianos. Y como quiera que el cristianismo me enseña a perdonar a mis enemigos y a cuantos me han ofendido, perdono sinceramente al rey y a los causantes de mi muerte, y les pido que reciban el bautismo».
Y, volviendo la mirada a los compañeros, comenzó a animarles para el trance supremo. Los rostros de todos tenían un aspecto alegre, pero el de Luís era singular. Un cristiano le gritó que estaría en seguida en el paraíso. Luís hizo un gesto con sus dedos y con todo su cuerpo, atrayendo las miradas de todos.
Antonio, que estaba al lado de Luís, fijos los ojos en el cielo, y después de invocar los nombres de Jesús y María, entonó el salmo: Alabad, siervos del Señor, que había aprendido en la catequesis de Nagasaki, pues en ella se les hace aprender a los niños ciertos salmos.
Otros repetían: «¡Jesús! ¡María!», con rostro sereno. Algunos exhortaban a los circunstantes a llevar una vida digna de cristianos. Con éstas y semejantes acciones mostraban su prontitud para morir.
Entonces los verdugos desenvainaron cuatro lanzas como las que se usan en Japón. Al verlas, los fieles exclamaron: «¡Jesús! ¡María!», y se echaron a llorar con gemidos que llegaban al cielo. Los verdugos remataron en pocos instantes a cada uno de los mártires.
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