Viernes de la semana 2 de Adviento
Tibieza y amor de Dios
“En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: - «¿A quién se parece esta generación? Se parece a los niños sentados en la plaza, que gritan a otros: "Hemos tocado la flauta, y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones, y no habéis llorado. Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: "Tiene un demonio." Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: "Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores." Pero los hechos dan razón a la sabiduría de Dios»” (Mateo 11,16-19).
I. Nuestra vida no tiene sentido si no es junto al Señor. ¿Adónde iremos, Señor? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna (Juan 6, 68). Él viene a traernos un amor que lo penetra todo como el fuego y a darle sentido a nuestra vida sin sentido. Amor exigente es el del Señor, que pide siempre más y nos lleva a crecer en finura del alma con Dios y a dar muchos frutos. Pero si el cristiano deja que el amor se enfríe, vendrá esa terrible enfermedad interior que es la tibieza: Cristo queda como oscurecido, por descuido culpable, en la mente y en el corazón; no se le ve ni se le oye. Queda en el alma un vacío de Dios que se intentará llenar de otras cosas, que no son de Dios y no llenan. Esta enfermedad tiene curación si ponemos los medios. Siempre se puede descubrir de nuevo aquel tesoro escondido, Cristo, que un día dio sentido a la vida. En la oración y en los sacramentos nos espera siempre el Señor.
II. Por faltas aisladas no se cae necesariamente en la tibieza. La tibieza nace de una dejadez prolongada en la vida interior que se expresa en el descuido habitual de las cosas pequeñas, en la falta de contrición ante los errores personales, en la falta de metas concretas en el trato con el Señor. Se ha dejado de luchar por ser mejores y se abandona la mortificación. La tibieza es como una pendiente inclinada; casi insensiblemente nace una preocupación por no excederse, por quedarse en el límite, en lo suficiente para no caer en pecado mortal, aunque se descuida y se acepta sin dificultad el venial. Las Comuniones son frías, la Santa Misa distraída, la oración difusa, y el examen se abandona. Estemos alerta para percibir los primeros síntomas de esta enfermedad del alma, y acudamos con prontitud a la Virgen. Ella aumenta nuestra esperanza, y nos trae la alegría del nacimiento de Jesús.
III. Fomentar el espíritu de lucha, nos llevará a cuidar el examen de conciencia. De ahí sacaremos un punto en el que mejorar al día siguiente y un acto de contrición por las cosas en que aquel día no fuimos del todo fieles al Señor. Este amor vigilante es el polo opuesto a la tibieza. Y de nuevo, cerca de Cristo. Con una alegría nueva, con una humildad nueva. Humildad, sinceridad, arrepentimiento... y volver a empezar con una alegría profunda e incomparable. Nuestra Madre nos ayudará a recomenzar.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
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