Domingo 1º de Adviento; ciclo B
Adviento: En la espera del Señor
“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: —Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡velad!” (Marcos 13,33-37).
I. Dios todopoderoso, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro con Cristo, acompañados por las buenas obras.
Quizá hayamos tenido la experiencia - decía R. Knox en un sermón sobre el Adviento - de lo que es caminar en la noche y arrastrar los pies durante kilómetros, alargando ávidamente la vista hacia una luz en la lejanía que representa de alguna forma el hogar. - Qué difícil resulta apreciar en plena oscuridad las distancias! Lo mismo puede haber un par de kilómetros hasta el lugar de nuestro destino, que unos pocos cientos de metros. En esa situación se encontraban los profetas cuando miraban hacia adelante, en espera de la redención de su pueblo. No podían decir, con una aproximación de cien años ni de quinientos, cuándo habría de venir el Mesías. Sólo sabían que en algún momento la estirpe de David retoñaría de nuevo, que en alguna época se encontraría una llave que abriría las puertas de la cárcel; que la luz que sólo se divisaba entonces como un punto débil en el horizonte se ensancharía al fin, hasta ser un día perfecto. El pueblo de Dios debía estar a la espera.
Esta misma actitud de expectación desea la Iglesia que tengamos sus hijos en todos los momentos de nuestra vida. Considera como una parte esencial de su misión hacer que sigamos mirando al futuro, aunque ya pronto va a cumplirse el segundo milenio de aquella primera Navidad, que la liturgia nos presenta inminente. Nos alienta a que caminemos con los pastores, en plena noche, vigilantes, dirigiendo nuestra mirada hacia aquella luz que sale de la gruta de Belén.
Cuando el Mesías llegó, pocos le esperaban realmente. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron. Muchos de aquellos hombres se habían dormido para lo más esencial de sus vidas y de la vida del mundo.
Estad vigilantes, nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa. Despertad, nos repetirá San Pablo. Porque también nosotros podemos olvidarnos de lo más fundamental de nuestra existencia.
Convocad a todo el mundo, anunciadlo a las naciones y decid: Mirada Dios nuestro Salvador, que llega. Anunciadlo y que se oiga; proclamadlo con fuerte voz. La Iglesia nos alerta con cuatro semanas de antelación para que nos preparemos a celebrar de nuevo la Navidad y, a la vez, para que, con el recuerdo de la primera venida de Dios hecho hombre al mundo, estemos atentos a esas otras venidas de Dios, al final de la vida de cada uno y al final de los tiempos. Por eso, el Adviento es tiempo de preparación y de esperanza.
«Ven, Señor, y no tardes». Preparemos el camino para el Señor que llegará pronto; y si advertimos que nuestra visión está nublada y no vemos con claridad esa luz que procede de Belén, de Jesús, es el momento de apartar los obstáculos. Es tiempo de hacer con especial finura el examen de conciencia y de mejorar en nuestra pureza interior para recibir a Dios. Es el momento de discernir qué cosas nos separan del Señor, y tirarlas lejos de nosotros. Para ello, este examen debe ir a las raíces mismas de nuestros actos, a los motivos que inspiran nuestras acciones.
II. Como en este tiempo queremos de verdad acercarnos más a Dios, examinaremos a fondo nuestra alma. Allí encontraremos los verdaderos enemigos que luchan sin tregua para mantenernos alejados del Señor. De una forma u otra, allí están los principales obstáculos para nuestra vida cristiana: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida.
«La concupiscencia de la carne no es sólo la tendencia desordenada de los sentidos en general (...), no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...).
«El otro enemigo (...) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar (...).
«Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses (Gen 3, 5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios.
«La existencia nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la superbia vitae. No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos».
Puesto que el Señor viene a nosotros, hemos de prepararnos. Cuando llegue la Navidad, el Señor debe encontrarnos atentos y con el alma dispuesta; así debe hallarnos también en nuestro encuentro definitivo con Él. Necesitamos enderezar los caminos de nuestra vida, volvernos hacia ese Dios que viene a nosotros. Toda la existencia del hombre es una constante preparación para ver al Señor, que cada vez está más cerca; pero en el Adviento la Iglesia nos ayuda a pedir de una manera especial; Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad: enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.
Prepararemos este encuentro en el sacramento de la Penitencia. Cercana ya la Navidad de 1980, el Papa Juan Pablo II estuvo con más de dos mil niños en una parroquia romana. Y comenzó la catequesis: ¿Cómo os preparáis para la Navidad? Con la oración, responden los chicos gritando. Bien, con la oración, les dice el Papa, pero también con la Confesión. Tenéis que confesaros para acudir después a la Comunión. ¿Lo haréis? Y los millares de chicos, más fuerte todavía, responden: - Lo haremos! Sí, debéis hacerlo, les dice Juan Pablo II. Y en voz más baja: El Papa también se confesará para recibir dignamente al Niño Dios.
Así lo haremos también nosotros en las semanas que faltan para la Nochebuena, con más amor, con más contrición cada vez. Porque siempre podemos recibir con mejores disposiciones este sacramento de la misericordia divina, como consecuencia de examinar más a fondo nuestra alma.
III. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Estad sobre aviso, velad y orad, porque no sabéis cuándo será el tiempo (...). Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa: si a la tarde, o a medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana. No sea que cuando viniere de repente, os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo a todos digo, velad.
Para mantener este estado de vigilia es necesario luchar, porque la tendencia de todo hombre es vivir con los ojos puestos en las cosas de la tierra. Especialmente en este tiempo de Adviento, no vamos a dejar que se ofusquen nuestros corazones con la glotonería y embriaguez y los cuidados de esta vida, y perder de vista así la dimensión sobrenatural que deben tener todos nuestros actos. San Pablo compara esta vigilia sobre nosotros a la guardia que hace el soldado bien armado que no se deja sorprender. «Este adversario enemigo nuestro por dondequiera que pueda procura dañar; y pues él no anda descuidado, no lo andemos nosotros».
Estaremos alerta si cuidamos con esmero la oración personal, que evita la tibieza y, con ella, la muerte de los deseos de santidad; estaremos vigilantes si no descuidamos las mortificaciones pequeñas, que nos mantienen despiertos para las cosas de Dios. Estaremos atentos mediante un delicado examen de conciencia, que nos haga ver los puntos en que nos estamos separando, casi sin darnos cuenta, de nuestro camino.
« Hermanos - nos dice San Bernardo - , a vosotros, como a los niños, Dios revela lo que ha ocultado a los sabios y entendidos: los auténticos caminos de la salvación. Meditad en ellos con suma atención. Profundizad en el sentido de este Adviento. Y, sobre todo, fijaos quién es el que viene, de dónde viene y a dónde viene; para qué, cuándo y por dónde viene. Tal curiosidad es buena. La Iglesia universal no celebraría con tanta devoción este Adviento si no contuviera algún gran misterio ».
Salgamos con corazón limpio a recibir al Rey supremo, porque está para venir y no tardará, leemos en las antífonas de la liturgia.
Santa María, Esperanza nuestra, nos ayudará a mejorar en este tiempo de Adviento. Ella espera con gran recogimiento el nacimiento de su Hijo, que es el Mesías. Todos sus pensamientos se dirigen a Jesús, que nacerá en Belén. Junto a Ella nos será fácil disponer nuestra alma para que la llegada del Señor no nos encuentre dispersos en otras cosas, que tienen poca o ninguna importancia ante Jesús.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Francisco Javier, presbítero
San Francisco nació en el castillo de Javier el 7 de agosto de 1506. Estudió en París, donde conoció a San Ignacio de Loyola. Fue uno de los miembros fundadores de la Compañía de Jesús. Ordenado sacerdote en Roma en 1537, se dedicó principalmente a llevar a cabo obras de caridad. En 1541 marchó a Oriente, y durante diez años evangelizó incansablemente la India y el Japón, convirtiendo a muchos. Murió el año 1552, en la isla de Shangchuan, en China.
I. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?. Esta palabras de Jesús se metieron hondamente en el alma de San Francisco Javier y le llevaron a un cambio radical de vida.
¿De qué servirían todos los tesoros de esta vida, si dejáramos pasar lo esencial? ¿Para qué querríamos éxitos y aplausos, triunfos y premios, si al final no encontráramos a Dios? Todo habría sido engaño, pérdida de tiempo: el fracaso más completo. Comprendió Javier el valor de su alma y de las almas de los demás, y Cristo llegó a ser el centro verdadero de su vida. Desde entonces, el celo por las almas fue en él «una apasionada impaciencia». Sintió en su alma el apremio incontenible de la salvación del mundo entero y estuvo dispuesto a dar su vida por ganar almas para Cristo.
La impaciencia santa que consumió el corazón de San Francisco le hizo escribir, cuando se encontraba ya en el lejano Oriente, estas palabras que expresan bien lo que fue su vida: «... y los cristianos nativos, privados de sacerdotes, lo único que saben es que son cristianos. No hay nadie que celebre para ellos la Misa, nadie que les enseñe el Credo, el Padrenuestro... Por eso, desde que he llegado aquí, no me he dado momento de reposo: me he dedicado a recorrer las aldeas, a bautizar a los niños que no habían recibido aún este sacramento. De este modo, purifiqué a un número ingente de niños que, como suele decirse, no sabían distinguir la mano derecha de la izquierda. Los niños no me dejaban recitar el Oficio divino ni comer ni descansar, hasta que les enseñaba alguna oración».
El Santo contemplaba como nosotros hoy el panorama inmenso de tantas gentes que no tienen quien les hable de Dios. Siguen siendo una realidad en nuestros días las palabras del Señor: La mies es mucha y los operarios, pocos. Esto le hacía escribir a Javier, con el corazón lleno de un santo celo: «Muchos, en estos lugares, no son cristianos, simplemente porque no hay quien los haga tales. Muchas veces me vienen ganas de recorrer las Universidades de Europa, principalmente la de París, y de ponerme a gritar por doquiera, como quien ha perdido el juicio, para impulsar a los que poseen más ciencia que caridad, con estas palabras: "¡Ay, cuántas almas, por vuestra desidia, quedan excluidas del Cielo y se precipitan en el infierno!".
»¡Ojalá pusieran en este asunto el mismo interés que ponen en sus estudios! Con ello podrían dar cuenta a Dios de su ciencia y de los talentos que se les ha confiado. Muchos de ellos, movidos por estas consideraciones y por la meditación de las cosas divinas, se ejercitarían en escuchar la voz divina que habla en ellos y, dejando a un lado sus ambiciones y negocios humanos, se dedicarían por entero a la voluntad y al querer de Dios, diciendo de corazón: Señor, aquí me tienes; ¿qué quieres que haga? Envíame donde Tú quieras, aunque sea hasta la India».
Este mismo celo debe arder en nuestro corazón. Pero de modo ordinario el Señor quiere que lo ejercitemos allí donde nos encontramos: en la familia, en medio del trabajo, con nuestros amigos y compañeros. «Misionero. Sueñas con ser misionero. Tienes vibraciones a lo Xavier: y quieres conquistar para Cristo un imperio. ¿El Japón, China, la India, Rusia..., los pueblos fríos del norte de Europa, o América, o Africa, o Australia?
»Fomenta esos incendios en tu corazón, esas hambres de almas. Pero no me olvides que eres más misionero "obedeciendo". Lejos geográficamente de esos campos de apostolado, trabajas "aquí" y "allí": ¿no sientes ¡como Xavier! el brazo cansado después de administrar a tantos el bautismo?». ¡Cuántas gentes con el corazón y el alma pagana encontramos en nuestras calles y plazas, en la Universidad, en el comercio, en la política...!
II. Y les dijo: Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. Todos los cristianos debemos sentirnos urgidos a dar cumplimiento a estas palabras dondequiera que nos encontremos, con valentía, con audacia, cono nos lo recuerda Juan Pablo II: «los cristianos estamos llamados a la valentía apostólica, basada en la confianza en el Espíritu». Miramos a nuestro alrededor y nos damos cuenta de que son muchedumbre los que no conocen aún a Cristo. Incluso muchos que fueron bautizados viven como si Cristo no los hubiera redimido, como si Él no estuviera realmente presente en medio de nosotros. ¡Cuántos andan hoy como aquellos que atraían la misericordia de Jesús, porque andaban como ovejas sin pastor, sin una dirección precisa en sus vidas, desorientados, perdiendo lo mejor de su tiempo porque no saben a dónde ir! También nosotros nos llenamos de compasión, como hacía el Señor, por esas personas que, aunque humanamente parecen triunfar en ocasiones, están en el mayor de los fracasos porque no sienten ni se comportan como hijos de Dios que se dirigen hacia la Casa del Padre. ¡Qué pena si alguno dejara de encontrar al Maestro por nuestra omisión, por la falta de ese espíritu apostólico!
Debemos comunicar nuestro celo por las almas a otros para que a su vez sean mensajeros de la Buena Nueva que Cristo ha dejado al mundo. De mil formas diferentes, con unas palabras u otras, con una conducta ejemplar siempre, hemos de hacer eco a aquellas palabras que el Papa Juan Pablo II pronunció en el lugar de nacimiento de San Francisco, en Javier: «Cristo necesita de vosotros y os llama para ayudar a millones de hermanos vuestros a ser plenamente hombres y salvarse. Vivid con esos nobles ideales en vuestra alma y no cedáis a la tentación de las ideologías de hedonismo, de odio y de violencia que degradan al hombre. Abrid vuestro corazón a Cristo, a su ley de amor; sin condicionar vuestra disponibilidad, sin miedo a respuestas definitivas, porque el amor y la amistad no tienen ocaso», duran para siempre. Y si alguna vez no sabemos qué decir a nuestros amigos y parientes para que se sientan comprometidos en esta tarea divina, la más alegre de todas, pensemos en cómo fue ganado Javier para la empresa grande que el Señor le preparaba, mientras realizaba sus estudios: «¿Razones?... ¿Qué razones daría el pobre Ignacio al sabio Xavier?». Pocas y pobres para operar el cambio profundo en el alma del amigo. Hemos de ser audaces y confiar siempre en la gracia, en la ayuda de la Virgen y de los Santos Angeles Custodios.
Pidamos al Señor que despierte en nosotros el amor ardiente que inflamó a San Francisco Javier en el celo por la salvación de las almas.... Pidamos a Santa María que sean muchos los que arrastremos con nosotros para que se conviertan a su vez en nuevos apóstoles.
III. San Francisco Javier, como han hecho todas las almas santas, pedía siempre a los destinatarios de sus cartas «la ayuda de sus oraciones», pues el apostolado ha de estar fundamentado en el sacrificio personal, en la propia oración y en la de los demás. En todo momento, pero de modo particular si alguna vez las circunstancias nos impidieran llevar a cabo un apostolado más directo, hemos de tener muy presente la eficacia de nuestro dolor, del trabajo bien hecho, de la oración.
Santa Teresa de Lisieux, intercesora, junto a San Francisco Javier, de las misiones, a pesar de no haber salido del convento sentía con fuerza el celo por la salvación de todas las almas, también las más lejanas. Experimentaba en su corazón las palabras de Cristo en la Cruz, tengo sed, y encendía su corazón en deseos de llegar a los lugares más apartados. «Quisiera escribe recorrer la tierra predicando vuestro Nombre y plantando, Amado mío, en tierra infiel vuestra gloriosa Cruz. Mas no me bastaría una sola misión, pues desearía poder anunciar a un tiempo vuestro Evangelio en todas las partes del mundo, hasta en las más lejanas islas. Quisiera ser misionera, no sólo durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo, y continuar siéndolo hasta la consumación de los siglos». Y cuando, encontrándose ya muy enferma, daba un breve paseo, y una hermana, al ver su fatiga, le recomendó descansar, respondió la Santa: «¿Sabe lo que me da fuerzas? Pues bien, ando para un misionero. Pienso que allá muy lejos puede haber uno casi agotado de fuerzas en sus excursiones apostólicas, y para disminuir sus fatigas, ofrezco las mías a Dios». Y hasta esos lugares llegó su oración y su sacrificio.
El celo por las almas también se ha de manifestar en todas las ocasiones. No pueden ser disculpa la enfermedad, la vejez o el aparente aislamiento. A través de la Comunión de los Santos podemos llegar muy lejos. Tan lejos como grande sea nuestro amor a Cristo. Entonces, la vida entera, hasta el último aliento aquí en la tierra, habrá servido para llevar almas al Cielo, como sucedió a San Francisco, que moría frente a las costas de China, anhelando poder llevar a esas tierras la Buena Nueva de Cristo. Ninguna oración, ningún dolor ofrecido con amor, se pierde: todos, de un modo misterioso pero real, producen su fruto. Ese fruto que un día, por la misericordia de Dios, veremos en el Cielo y nos llenará de una dicha incontenible.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
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