miércoles, 20 de abril de 2016

Jueves de la semana 4 de Pascua

Jueves de la semana 4 de Pascua

Jesús, buen pastor, nos hace ver qué es ser persona, y cómo en la Iglesia se realiza la misericordia del Señor en la historia.
«En verdad, en verdad os digo: no es el siervo más que su señor ni el enviado más que quien le envió. Si comprendéis esto y lo hacéis seréis bienaventurados. No lo digo por todos vosotros: yo sé a quiénes elegí; sino para que se cumpla la Escritura: El que come mi pan levantó contra mí su calcañal: Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis que yo soy En verdad, en verdad, os digo: quien recibe al que yo envíe, a mime recibe, y quien a mime recibe, recibe al que me ha enviado.» (Juan 13, 16-20)
1. A partir de hoy, y hasta el final de la Pascua, leemos en el Evangelio los capítulos que Juan dedica a la última Cena de Jesús con sus discípulos. “Después de lavar los pies a sus discípulos, Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que le envía. Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís”. Esta es la «bienaventuranza nueva», que nos enseñas pocos minutos antes del mandamiento nuevo: es la bienaventuranza del servicio.
Bienaventurado el que sirve a los demás -vienes a decir- porque de él es el Reino de los Cielos. Si comprendéis que servir es la reacción propia del ser espiritual -porque es lo propio de Dios- y lo hacéis, seréis bienaventurados. Por eso también el servicio es propio de los ángeles, especialmente de cada ángel de la guarda, de mi ángel custodio. Que le sepa pedir muchos favores, porque él está para servirme a mí y, sirviéndome, es bienaventurado, esto es, feliz. Para servir a los demás no tengo que hacer, necesariamente, cosas extraordinarias. No sirve más el que se va más lejos, sino el que más pone el corazón en los que le rodean (Pablo Cardona). «El artesano, el soldado, el labrador; el comerciante, todos sin excepción contribuyen al bien común y al provecho del prójimo (...). El que sólo vive para sí y desprecia a los demás, es un ser inútil, no es hombre, no pertenece a nuestro linaje» (San Juan Crisóstomo).
Jesús, si no aprendo a servir, no sólo soy mal cristiano, sino también menos persona.
No me refiero a todos vosotros; yo conozco a los que he elegido; pero tiene que cumplirse la Escritura: El que come mi pan ha alzado contra mí su talón. Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que Yo Soy. En verdad, en verdad os digo: quien acoja al que yo envíe me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a Aquel que me ha enviado”. Como ya celebramos el jueves santo con el Lavatorio de los pies, con este signo quiere Jesús hablarnos de cómo hemos de servirnos si queremos seguirle a Él, que no ha venido a ser servido sino a servir: el «haced esto» en memoria mía también se aplica al servicio. Todo esto tiene que ver con la felicidad, armonía de la vida, basada en el amor y la sal de la cruz… como expresión del amor.
Pero aún hay que dar otro paso, pues la voluntad tiende al bien pero el bien supremo es el amor. Es más, el hombre –imagen de Dios, que es amor- se realiza cuando –como el modelo de su ejemplar- vive de amor, reconoce el amor y se dedica a amar, la felicidad es propia de un corazón enamorado, del que sabe querer. En definitiva, para ser buenos no hay que hacer cosas bien en un sentido de moral de obligación, sino que se han de unir las dos cosas: el bien y el amor. Porque ella es siempre la consecuencia -¡no buscada!- de la propia perfección, de la propia bondad. Y para ser buenos, hay que olvidarse por completo de uno mismo y querer procurar el bien de los demás, recuerda Tomás Melendo: “hay que aprender a amar. Únicamente entonces, cuando la desestimemos plenamente, nos sobrevendrá, como un regalo, como un don inesperado, la felicidad. El amor, sólo el amor, engendra la dicha”. 
El gozo se alcanza siempre al tener lo bueno que se buscaba, y así desde el placer, que es el gozo más sensible, hasta el éxtasis –salir de uno mismo- que es el más sublime. En todos los casos, es siempre consecuencia de tender a lo que se ve como bueno y cuando se busca el gozo en sí mismo se aborta. 
El goce de la felicidad es consecuencia del amor, señal de plenitud en la realización personal…, la donación amorosa. El hombre bueno es quien hace el bien a los demás, y el hombre malo el que es egoísta y perjudica a los demás, pero entonces se autodestruye pues renuncia a ser hombre. Pero el mal no tiene la última palabra, existe el perdón: pues el amor es fecundo y tiene frutos, hijos: la fecundidad del amor es su hijo, que es el perdón. Como fruto del amor viene la misericordia, que mueve a perdonar todo, y entonces es verdad que “amar es no tener que decir nunca lo siento”, pues está el perdón “englobado” en el amor, metido dentro de él como al “baño maría”.
2. Desde ahora, los Hechos de los Apóstoles relatarán la misión de Pablo y de Bernabé: “En aquellos días, Pablo y sus compañeros se hicieron a la mar en Pafos; llegaron a Perge de Panfilia, y allí Juan Marcos los dejó y volvió a Jerusalén”. Vemos aquí que a Marcos le faltó el ánimo y abandonó la misión apostólica. Esto provocó también la separación de Pablo, que ya no lo quiere con él, y Bernabé, que lo toma consigo: “Pablo más severo y Bernabé más benigno, cada uno mantiene su punto de vista. La discusión manifiesta un tanto la fragilidad humana” (San Jerónimo). Sin embargo, luego Pablo lo tendrá con él y dirá que le es “muy útil para el ministerio” (2 Tim 4,11). Las circunstancias, las personas, cambian; por eso, que no tengamos listas de agravios, que seamos humildes, que no demos vueltas a las cosas. Además, tenemos defectos pero podemos querernos con ellos, así como Dios nos quiere con nuestros defectos.
“Desde Perge siguieron hasta Antioquia de Pisidia, y el sábado entraron en la sinagoga y tomaron asiento. Acabada la lectura de la ley y los profetas, los jefes de la sinagoga les mandaron decir: “Hermanos, si tenéis alguna exhortación que hacer al pueblo, hablad”. Entonces se levantó Pablo, y haciendo señal de silencio con la mano, les dijo: “Israelitas y cuantos temen a Dios, escuchadme: El Dios del pueblo de Israel eligió a nuestros padres, engrandeció al pueblo cuando éste vivía como forastero en Egipto, lo sacó de allí con todo su poder, lo alimentó en el desierto durante cuarenta años, aniquiló siete tribus del país de Canaán y dio el territorio de ellas en posesión a Israel por cuatrocientos cincuenta años. Posteriormente les dio jueces, hasta el tiempo del profeta Samuel. Pidieron luego un rey, y Dios les dio a Saúl, hijo de Quis, de la tribu de Benjamín, que reinó cuarenta años. Después destituyó a Saúl y les dio por rey a David, de quien hizo esta alabanza: He hallado a David, hijo de Jesé, hombre según mi corazón, quien realizará todos mis designios. Del linaje de David, conforme a la promesa, Dios hizo nacer para Israel un salvador, Jesús. Juan preparó su venida, predicando a todo el pueblo de Israel un bautismo de penitencia, y hacia el final de su vida, Juan decía: ‘Yo no soy el que vosotros pensáis. Después de mí viene uno a quien no merezco desatarle las sandalias’ (13, 13-25).
3. El Señor ha sido fiel y del linaje de David nos ha dado un Salvador. Jesús, hijo de David, tiene un trono eterno, vence a los enemigos y extiende su poder a todo el mundo por medio de su Iglesia. Él es el Ungido que recibe una descendencia perpetua: los hijos de la Iglesia que se perpetuará en la Jerusalén celeste. Con el Salmo (88,2-3.21-22.25.27) cantamos la fidelidad y la misericordia del Señor, liberador, el Redentor. La alianza que hace con nosotros es para siempre, y aunque nosotros fallemos Él es fiel a sus promesas, por eso cantamos:“Proclamaré sin cesar la misericordia del Señor y daré a conocer que su fidelidad es eterna, pues el Señor ha dicho: “Mi amor es para siempre y mi lealtad, más firme que los cielos. He encontrado a David, mi servidor, y con mi aceite santo lo he ungido. Lo sostendrá mi mano y le dará mi brazo fortaleza. Contará con mi amor y mi lealtad y su poder aumentará en mi nombre. El me podrá decir: ‘Tú eres mi padre, el Dios que me protege y que me salva’.
Llucià Pou Sabaté
San Anselmo, obispo y doctor de la Iglesia

Lombardo de origen, de una familia noble cuyos dominios se sitúan en el Valle de Aosta, Anselmo fue un niño frágil. Su padre, Gandolfo, a la sazón muy mundano, más tarde se haría monje. Su madre, Ermemberge, cristiana ejemplar, se encargó de la primera educación de su hijo. Siendo todavía muy niño, éste buscaba ya a Dios, a su manera ingenua: “Estando en medio de montañas, escribe su biógrafo Eadmero, observó que el cielo descansaba sobre sus crestas, e imaginó que alcanzando sus cimas entraría en el Cielo, morada de Dios. Tanto que una noche soñó que había visto los esplendores de la celestial morada y que comió en la Mesa del Señor”.
La inteligente solicitud de su madre defícilmente logró mantener el equilibrio entre una alma ardiente y un cuerpo delicado. Siendo precarios los resultados y a punto de ser aniquilados por la brutalidad de un preceptor, el muchacho rozó la neurastenia. Pequeño oblato en la Abadía benedictina de Aosta, parece querer sobreponerse. Teniendo él l5 años, la feroz oposición de su padre a su vocación religiosa naciente provocaba una nueva crisis.
Para distraerlo se le envía a Borgoña y a Francia. Se espera que podrá allí proseguir sus estudios y ¿quién sabe? . . . quizá tambión dejarse ganar por alguna ambición humana que disipe sus sueños de vida religiosa.
Discípulo de Lanfranco, al cual lo une nuy pronto una veneración completamente filial, el joven Anselmo no duda en seguirlo hasta Normandía, a la Abadía del Bec, donde prosigue sus estudios... Pero ¿con qué objeto? Con la ayuda del ambiente, las aspiraciones a la vida religiosa se han despertado, mezcladas todavía con perspectivas humanas. ¿Hacerse monje? Sí, pero ¿en qué abadía? “Entre yo en Cluny o en el Bec, el tiempo que he consagrado al estudio de las letras será perdido; porque en Cluny no hay estudios, y en el Bec el lugar está ocupado por Lanfraanco... Yo no estaba todavía rendido -confesaba él más tarde-; aún no tenía yo el desprecio del mundo... Así es que ¿el querer se monje es ambicionar los honores, la estima? Lejos de mí tal gloria. Seré monje donde no cuente yo para nada, para agradar a Dios solo... En el Bec será mi reposo; allí será mi consuelo y mi satisfacción el continuo pensar en Dios, su amor será el objeto de mi contemplación”.
Tiene él 27 años cuando se hace monje benedictino. Su superioridad intelectual y su virtud se imponen a tal grado que al llegar precisamente a los 30 años es nombrado Prior del monasterio, sucediendo a su propio maestro Lasfranco, que ha venido a ser Abad de San Esteban de Caen. Luego, en l078, a la muerte de Herluin, fundador de Bec, Anselmo es elegido Abad.
A pesar de múltiples actividades que en esta época le quitan el tiempo al jefe de una poderosa Abadía -administración de sus dominios, recepción de personalidades laicas y eclesiásticas, visita de sus prioratos, de los que algunos son tan lejanos que se encuentran hasta en Inglaterra-, Anselmo sigue siendo el gran contemplativo que, no contento con mantener perpetuamente la unión con Dios, bosqueja y prosigue las obras de doctrina que harán de él el “Doctor Mgnífico”.
Una noche, sin dormir, se planteaba la cuestión de saber cómo podrían tener los profetas un conocimiento presente del pasado y del porvenir. Cuando repentinamente vio que al son de la campana los monjes se levantaban y cada uno cumplía su oficio: unos encendían los cirios, otros preparaban el altar y cantaban Maitines. Se dijo entonces que tan sencillo como eso era para Dios el iluminar a los profetas y poner sus palabras en sus labios.
Así quería él resolver las cuestiones oscuras, y hacerlo con argumentos tal claros, que parecieran irrefutables.
Escrito estaba que Anselmo seguiría las huellas de Lanfranco. Elevado éste a la sede primacial de Cantorbery, había muerto en l089. Durante un viaje a Inglaterra, Anselmo, a pesar de sus repugnancias y de sus protestas, fue obligado por el Rey Guillermo el Rojo (hijo del Conquistador) a aceptar la difícil secesión (año de l093. “Una pobre pequeñita oveja uncida al yugo con un toro indómito”.
El príncipe es un astuto y un rapaz que bajo el pretexto de las investiduras sueña ni más ni menos que con “nacionalizar” a la Iglesia de Inglaterra, a fin de explotarla más fácilmente. Abrumado por esta mala fe, descorazonado por la política demasiado huidiza del Papa Urbano ll, el Arzobispo ca a Roma a presentar su renuncia y obtener el permiso de volver sin más a su monasterio (año l097). Se le niega la autorización, y sin embargo la vida en Cantorbery se le ha vuelto imposible. Si exilio semivoluntario le permite asistir al concilio de Bari. en El año de ll00, después de la muerte de Guillermo el Rijo y a invitación apremiante de su sucesor Enrique Beauclerc, Anselmo consiente en volver a su puesto.
La paz iba a ser de corta duración. Menos brutal que su hermano, el nuevo Rey era igualmente autoritario. Por otra parte, el Papa Pascual ll endurecía la posición de la Iglesia a propósito de las investiduras. Situación insostenible: Anselmo emprende una segunda vez el camino del exilio. Pero el Rey se inquieta, envía mensajeros a Roma, luego a Lyon, para entablar pláticas con el Arzobispo fugitivo. Finalmente, en la Abadía del Bec se concluyó un acuerdo, según el cual “el Obispo no podrá recibir la investidura por la cruz y el anillo de manos de un laico, pero, en cambio, previamente a la consagración episcopal, deberá prestar juramento de vasallaje al Rey por todos sus feudos” (año ll06).
Su última reflxión, al final de su vida, da una idea exacta de hasta qué punto el monje arzobispo era un apasionado de las investigaciones filosóficas y teológicas. Paralítico desde hacía varios meses, estaba verdaderamente moribundo el domingo de Ramos del año ll09. Los discípulos que lo rodeaban quisieron sugerirle un pensamiento de esperanza: “Señor y Padre -le dijo uno de ellos-, estamos viendo que os vais de este mundo, y que festejaréis la Pascua en la corte de Vuestro Divino Maestro”. “Si tal es su voluntad -respondió él- de buena gana me someto a ella. Pero si El quisiera dejarme todavía entre vosotros, para permitirme esclarecer la cuestión que estoy investigando, la de los orígenes del alma, yo lo aceptaría con gratitud; porque no sé sidespués de mí pueda alguien llegar a esclarecerla”.
Ya sea que el Señor quisiera dejar la cuestión entera, ya sea que le reservara a otro el proporcionar la solución, llamó a su servidor el miércoles de la Semana Santa, 2l de abril de ll09. Tenía él 76 años.
Fue declarado Doctor de la Iglesia por el Papa Clemente Xl, en l720.

OBRAS
La obra doctrinaria de San Anselmo no nos ha llegado entera por la razón de que fue mutilada en vida suya y por su propia determinación. El mismo destruía lo que no le parecía satisfactorio. Humildad y anhelo de perfección que honran a un autor: no es común tanta decisión para limpiar lo propio.
Pero no es de felicitarnos el hecho de que hayan sido destruidos escritos que, aunque imperfectos a los ojos del santo, podrían haber sido instructivos y edificantes para la posteridad.
Desde sus principios, Anselmo es discípulo de Aristóteles en su “De grammatico”, escrito “para quienes desearen iniciarse en la dialéctica”.
El teólogo aparece en el “Monologion”,extensa meditación sobre la esencia divina. Dos partes dejan presentir la división que llegará a ser clásica en los manuales: “De Deo uno; de Deo Trino”. Y la noción de “Verbo” se introduce allí atrevidamente sobre todo en el sentido de “Verbo Creador”. Palabra todopoderosa que produce los seres. El “Proslogion” enuncia el famiso argumento llamado tradicionalmente “argumento de San Anselmo” o “argumento Ontológico” sobre la existencia de Dios: argumento que provicó desde su aparición un vigoroso ataque de Gaunilon, monje de Marmoutiers, y que sescita siempre debates en los tratados y en las facultades de teología.
San Anselmo simo habla de él como de una especie de inspiración: “Después de haber escrito el Monologion -dice-, viendo que había allí toda cadena de razonamientos, me puse a unvestigar si no habría un argumento único que, sin exigir otra prueba que él mismo, bastara por sí solo para establecer que Dios existe y que El es el soberano Bien, sin necesidad de ninguno otro, y de quien todo lo demás necesita para existir y para ser un bien, y en fin, todo lo que creemos de la naturaleza divina. A llo volvía sin cesar mi pensamiento, y en ello se detenía con fervor; a veces me parecía que ya iba yo a encontrar lo que buscaba; para luego alejarse de la visión de mi mente. Fatigado de la lucha, decidía renunciar a una búsqueda sin esperanza. Pero en vano trataba yo de ahuyentar un pensamiento que ocupando inútilmente mi espíritu, me apartaba de otras materias más provechosas: mientras más resistía yo y reaccionaba, más importuno y obsesivo se me haacía. Así es que un día que me agotaba yo rechazándolo, dentro de la lucha misma de mis ideas, se me presentó lo que yo ya no esperaba y que acogí como la bienvenida idea que me esforzaba por alejar” (Proslogion, prefacio).
Luego viene el motivo que provoca el argumento: “Yo no pretendo, Señor, penetrar vuestras profundidades: están muy por encima de mi inteligencia. Pero yo quisiera comprender algo de nuestra Verdad que mi corazón cree y ama. Porque yo no trato de comprender para creer, sino que creo para comprender. Más todavía: creo que si yo no creyera primeramente, nada comprendería”.
En seguida una cinmovedora oración: “Señor, Vos que dais a la Fe la inteligencia, concedeme, en la medida en que sepáis que sea útil, el comprender que Vos existís, como lo creemos, y que sois lo que creemos”.
En fin, el argumento propiamente dicho: “Creemos que Sois un Ser tal que no puede ser concebido otro mayor. El insensato mismo, cuando declara que ‘no hay Dios’ puede tener en la mente la idea de un ser tal que ninguno otro le exceda; pero no cree que ese ser exista realmente. Porque una cosa es concebir mentalmente un ser, y otra es pensar que ese ser exista: así, cuando el artista concibe la obra que va a ejecutar, la tiene ya en su pensamiento, pero no piensa que ya estí, cuando el artista concibe la obra que va a ejecutar, la tiene ya en su pensamiento, pero no piensa que ya esté hecha; cuando ella es realizada, al contrario, la tiene siempre en su mente, pero al mismo tiempo sabe que existe ella realmente. Por lo tanto, el insensato dice reconocer, también él, que hay, al menos en el pensamiento, un ser tal que no se pueda concebir nada mayor. Pero un ser tal que no se pueda concebir nada mayor no puede existir tan sólo en el pensamiento, porque entonces se podría concebir un ser mayor que él, esto es, un ser mayor que todos y que sí existe realmente.
Y la conclusión: “Sí, Dios existe tan verdaderamente que ni siquiera se puede concebir que no exista; porque Aquel cuya existencia no se puede negar es mayor que aquel de quien se puede pensar que no existe. Y si no correspondiera a un ser real, la idea que se tendría de un Ser mayor que todos sería falsa y contradictoria. Y un ser tal que no se puede concebir nada mayor sois Vos, Señor, nuestro Dios. Así es que Vos sois, señor y Dios mío, y tan verdaderamente que ni siquiera se puede concebir que no existáis” (Proslogios, cap. ll).
Este argumento se funda en la perfección de Dios, tal como la Fe la revela, tal como la razón misma puede darse una idea de ella. Dios no puede ser concebido sino como el Ser infinito, por lo tanto absolutamente perfecto, al que nada le falta. Ahora bien, la existencia es una perfección; aun es la condición de todas las otras. Un ser al que le faltara la existencia estaría privado en realidad de todas las demás perfecciones. Si no existiera sino en el pensamiento, se podría concebir un ser superior a El; esto es, un ser existente realmente, un ser objetivo y ya no subjetivo solamente. Así es que la perfección absoluta inherente a la idea de Dios implica en primer lugar su existencia real.
Para su inventor el argumento es no solamente irrefutable sino apodíctico: “Se basta a sí mismo y dispensa de cualquiera otro para demostrar la existencia de Dios. Solamente ‘el insensato’ puede negarse a admitirlo”.
Se debe confesar que es impresionante.
Eminentes teólogos de la Edad Media -Alejandro de Hales, San Buenaventura, Duns Escoto- registraron el argumento sin discutirlo, aun sin tomarse el trabajo de analizarlo. Pertenecía al número de argumentos de autoridad -“magister dixit”-: tan grande era, en esa época, el prestigio de San anselmo. El único que se permite criticarlo es Santo Tomás de Aquino (De Veritate, q. X, art. l2; Suma teol., 7, 8, ll, art. l ad 2m).
Más tarde, Descartes intentaba descubrir el verdadero pensamiento del Abad del Bec, aunque laicizándolo de cierta manera:
“Lo que concebimos claramente y distintamente como perteneciente a la naturaleza de una cosa puede ser afirmado como una verdad de esta cosa. Ahora bien, después de haber investigado qué es Dios, concebimos claramente y distintamente que pertenece a su naturaleza el existir. Por lo tanto, podemos afirmar con verdad que Dios existe” (Discurso del Método, 4a parte).
Leibniz toma a su vez el argumento; pero hallándolo insuficiente, trata de completarlo con sus propios trabajos que pueden resumirse en su famoso silogismo: “El Ser necesario, si es posible, existe; ahora bien, El es posible; luego existe”.
Sin embargo, el argumento ontológico, llamado así porque pasa de la idea al ser, si en él se reflexiona, entraña una falta muy grave: ésta consiste en su carácter distintivo mismo, el ontologismo. Esta es la gran objeción que le hacen sus adversarios: “¿Del análisis de la idea encasillada se pueden concluir la existencia del objeto pensado?” O en otros términos: ¿Basta pensar en una cosa para estar uno seguro de que ésta existe realmente?’
Esto sería negar la posibilidad de la ilusión.
Antes que nadie, Gaunilon se hizo el “abogado de los insensatos”1 : “De la idea que tenemos del Ser más grande de todos no podemos concluir -dice él- su existencia”. Dicho de otra manera, no podemos con tanta facilidad y sin transición pasar del dominio subjetivo, hasta hacerlos casi coincidir. Porque si el espíritu humano es apto para conocer las realidades existentes, ¿quién no sabe que también es capaz de forjar quimeras?
Es cierto que Anselmo, en su respuesta, le reprocha a su contradictor el no colocarse en el mismo plano que él. El punto débil del argumento no debía haberse escapado a tan poderosa mente, ya enamorada, además, de la lógica de Aristóteles.
¿Cuál es pues el plano del Santo Doctor? ¿Será posible unírsele y descubrir ciertas sutilezas geniales o ciertos esclarecimientos divinos que le darían a su argumento un auténtico valor?
El plano sobre el cual construye su sistema San anselmo es un plano superior al de la razón y la filodofía: es el de la fe. Lo explica él mismo en una frase de su libro: “Comprendo (Señor) bajo el efecto de vuestra luz, a tal grado que si yo no quisiera creer en vuestra existencia, no podría dejar de comprenderla” (Proslogios, lV). Evidentemente la iluminación de la Fe revela a Dios simultáneamente existente y dotado de todas las perfecciones: estas dos nociones, aunque distintas, son inseparables. No es posible que Dios exista y no sea infinitamente perfecto: dicho de otra manera, ya no sería Dios.
Por otra parte, siendo la Fe un conocimiento inculcado por Dios y no una construcción de la mente humana, es un conocimiento objetivo que descansa sobre lo real: ese real y tal objeto no es otra cosa que el verdadero Dios.
“Bajo el efecto de vuestra Luz” . . . ¿no puede entenderse esto también de todas las primeras verdades que Dios se digna dispensarnos a los hombres aun fuera de la Fe sobrenatural propiamente dicha, o anteriormente a ella? Ya en el orden natural ¿no es Dios quien por su Providencia pone en ejercicio la inteligencia humana así como acciona a todas las creaturas? Ahora bien, si Dios, no contento con promover el acto de conocimiento natural, se digna esclarecer la inteligencia humana con una claridad suplementaria, esta verdad comunicada por Dios es más cierta que todas las conquistas por el ejercicio natural de las facultades. Consiguientemente, suponiendo que la idea de un Ser infinitamente grande y perfecto no sea una simple lucubración del espíritu humano, sino que viene de Dios, no podría ser errónea. Es cierto, por lo demás, que la noción de existencia está incluida en la idea de grandeza y de perfección, siendo la inexistencia la peor de las imperfecciones, puesto que reduce las mejores cosas al estado de abstracción. Por lo mismo, si la idea del Ser soberanamente perfecto es verdaderamente de inspiración divina, equivale a una revelación de la existencia de Dios.
Pero nadie puede afirmar haber captado el pensamiento de San Anselmo, heber discernido su intención inicial y seguido sus meandros.¿Quiso aportar con su argumento una prueba de la existencia de Dios, una prueba racional, previa a la Fe? O bien, al contrario, ¿no enunció sino una verdad de la Fe de tal manera segura que le parecía indiscutible? O también ¿no se trata seno de una exposición del modo de Ser divino más que de una demostración de la existencia de Dios?
Graves autores contemporáneos se confiesan tan embarazados como los antiguos para contestar estas preguntas (Cf. Gilson. Sens et nature de l’argument de S. Andelme, Archivos de Historia doctrinal y literaria de la Edad Media). Fervientes partidarios, no contentos con adherirse al argumento de San Anselmo, lo desenvuelven además. Como el P. Auriault, antiguo profesor del Instituto Católico de París: “De la idea de Ser infinito se deduce rectamente la existencia del Ser infinito. Porque si el objetode esta idea no existe en el orden real, la idea misma perece. En efecto, ¿qué es, respecto al alma, ese Ser infinito sino el Ser que tiene en sí todas las perfecciones, y por lo tanto la existencia, o mejor todavía la necesidad de existir, el Ser cuya esencia es el existir? Así es que excluye toda posibilidad de recibir de otro su Ser; y si hay alguna cosa quele sea esencial, es justamente la necesidad y la independencia. Ahora bien, un Ser independiente, nesesario, que posea en su esencia misma, y por su sola esencia, la existencia, existe evidentemente en el orden real. Porque si no existe, no hay sino una razón: que él es imposible, un ser de sueño, una quimera. Ahora bien, el Ser infinito, el Ser más perfecto, es al contrario el término supremo del pensamiento; solamente allí reposa éste. Se le aparece como el más posible de todos los seres, el primero posible como el primero pensable.
“¿Cómo dudar de la posibilidad intrínseca de un Ser en que no haya más que el Ser? ¿Qué contradicción podría haber allí, qué choque de cualidades, donde no hay sino una sola nota: el Ser puro? Pero, si El es posible, es: Porque aquí la existencia ideal extraña la existencia real; y si no se da la existencia real, la existencia ideal no puede ser. . . Así es que razonablemente no se puede dudar del valor del argumento. ¿Se podrá discutir solamente para saber en qué lugar hay que ponerlo en la serie de las pruebas de la existencia de Dios, o bien, si no se posee esta idea por pruebas que demuestren por sí mismas la existencia del Ser infinito? Pero esto no impide que el argumento que parte de la sola idea, haciendo abstracción del modo por el cual hemos llegado a ella, sea válido y útil. En resumen: en la cima de nuestra nuestras concepciones está el Ser perfecto, el Ser que tiene por sí mismo su existencia. Luego este Ser existe, porque si no existiera no rería El que está en lo más alto de todas nuestras concepciones” (P. Auriault).
Por el contrario, las objeciones insisten: una existencia ideal no supone necesariamente una existencia real. Que el hombre conciba a Dios como existente, sea; pero eso no prueba que tal concepto corresponda a una realidad. Concebimos una idea de Dios, sí; pero esto no quiere decir que concibamos a Dios mismo. Esa idea puede ser facticia, un simple juego de la mente. A lo sumo esa concepción permitiría considerar a Dios como posible.
Sea lo que sea, estando demostrada la existencia de Dios de otras maneras (las cinco vías de Santo Tomás de Aquino), el argumento de San Anselmo, conforme a la intención primordial de su autor, avuda a mejor comprender la infinita perfección de “El que Es”.
Conocido especialmente por este famoso “argumento” y los debates que ha provocado, sin embargo, es por otras obras de una amplitud y de una elevación notables por las que San Anselmo ha merecido el epíteto de “Doctor Magnífico”.
“La Epístola sobre la Encarnación” es una especie de introducción al libro ¿Por qué el Dios-Hombre?, que el obispo de Cantorbery dedicara al Papa Urbano ll. Pero la introducción misma es un verdadero tratado, dogmático y apologético a la vez. Allí refuta el autor la doctrina de Roselino que sostenía que las tres Personas divinas son como tres almas. Combatiendo al adversario en su propio terreno y con sus propias armas, más por la dialéctica que por los textos escriturarios o los argumentos de autoridad, delimita Anselmo las nociones de naturaleza y de persona, para establecer el doble dogma de la Unidad y de la Trinidad en Dios. La importancia dada a esta cuestión ha llevado a ciertos compiladores a modificar el título de la obra: en lugar de “Epístola sobre la Encarnación” la han llamado “De la Fe en la Trinidad”. Sin embargo, se trata ciertamente de la Encarnación al término de la obra. El autor no habla de la distinción de las Personas sino para mejor demostrar cómo el Verbo, El solo pudo encarnarse, y cómo la Encarnación se efectuó por la unidad de Persona, no por la unidad de naturaleza. Este libro de San Anselmo fue estudiado y aprovechado en el Concilio de Bari, en l098.
“La procesión del Espíritu Santo” sigue la Epístola sobre la Encarnación. Exponiendo claramente la doctrina católica sobre este punto, a saber, que la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, procede a la vez del Padre y del Hijo, Anselmo es llevado muy naturalmente a tratar sobre el conflicto que había opuesto ya tan violentamente a los griegos contra los latinos, conflicto conocido en la historia con el nombre de querella del “Filioque”, porque éstos querían mantener y aquéllos suprimir esta palabra en Símbolo de Nicea: “(Credo) y en el Espíritu Santo Señor y vivificador que del Padre y del Hijo procede”. Lealmente, el autor subraya la unidad de la Fe realizada desde entonces entre los antagonistas.
“¿Por qué un Dios-Hombre?” anunciado y preparadao por “La Epístola sobre la Encarnación” se divide en dos partes. La primera tiene en cuenta sobre todo a los incrédulos y les muestra la necesidad de la Encarnación, vista la imposibilidad en que está el mundo de salvarse sin Cristo. Exigiendo la Justicia de Dios una satisfacción infinita, y no pudiendo ofrecerla ninguna creatura, se necesitaba un Dios-Hombre. La segunda parte les recuerda a los creyentes que en su Fe en la Persona y en la acción de Cristo nada es superfluo, sino todo indispensable para la conquista de su supremo fin, la eterna bienaventuranza. En el estudio de los motivos de la Encarnación, San Anselmotuvo buen cuidado de descartar los pretendidos derechos del demonio sobre la humanidad, que algunos habían creído tener que reconocer por anticipado, como si Cristo, al rescatar a los hombres, tuviese que pagar su rescate a Satanás, a fin de indemnizarlo por el despojo que se infligía. El demonio no tenía verdaderos derechos sobre la humanidad: aunque los hombres se habían entregado entre sus manos, por error y desidia, no le había conferido por eso mismo una autoridad legítima sobre ellos: su título de “príncipe del mundo” no era sino usurpado; consiguientemente no tenía que reivindicar ningún pago cuando se le quitaran sus esclavos (Cf. J. Rivière, Le dogme de la Redemption au début du Moyen âge, Vrin, l934).
“La concepción virginal y el pecado original”. Historia del primer pecado de la humanidad y de sus repercusiones sobre toda la especie humana, hasta la tranmisión, no solamente de las consecuencias y de las penas que de aquél se desprenden, sino de la falta misma, que hace que el género humano en su conjunto sea no tanto castigado y desdichado cuanto verdaderamente culpable y pecador. Sólo Cristo, por haber nacido de una Virgen, escapa del castigo del pecado original. En cuanto a la Virgen María misma, si San anselmo no enseña explícitamente su Inmaculada Concepción, sin embargo la pone aparte de las demás creaturas: “Convenía que la Virgen brillase con una pureza tal que no se pueda concebir nada semejante, fuera de la de Dios” (De la Concepción Virginal, cap. l8).
“Consonancia de la presciencia y de la predestinación”, y luego “De la Gracia divina con la libertad humana”. “En la inocencia de la seguridad de la Fe, dice Barbey d’Aurevilly, Anselmo planteaba los problemas que la Matafísica agita desde que existe sin jamás resolverlos”.
El moralista se revela en tres trataados conexos, redactados en forma de diálogo entre maestro y discípulo: “De la Verdad”, “Del libre albedrío”, “De la caída del Diablo”. El tema dominante es la rectitud de la voluntad, en el ejercicio del libre albedrío, en las relaciones con la Verdad y la Justicia. “Hay una suprema Verdad subsistente. . .; y no se puede hablar de la Verdad de una cosa sino en la medida en que concuerda con la Verdad primera”. En cuanto al libre albedrío, “No es, como a menudo se cree, la libertad de hacer el mal, sino la facultad de mantener la voluntad en el bien”. En fin, la caída del diablo es la explicación del origen del mal: un abuso que Lucifer hizo de su libre albedrío y las consecuencias que de ello se desprenden.
Estos tres libros se reparten el estudio minucioso de esos difíciles problemas, siempre renacientes, en los cuales, en cada generación, creen encontrar los hombres objeciones nuevas e irrefutables contra la acción y la sabiduría de la Providencia.
Las soluciones propuestas pos San anselmo habían de servir de base a la teología moral de la época escolástica, y siempre son válidas. Más que un curso completo de teología, lo que se halla en San Anselmo son sublimes apreciaciones que enriquecen y aligeran la sequedad de los tratados (Cf. Baudry, Archives d’histoire doctrinale et littéraire au Moyen âge [Vrin, l940]: “La prescience divine chez S. Anselme”).
A estas obras didácticas se agregan una gran cantidad de textos espirituales y de sintencias, luego una abundante correspondencia enla que aparece, más que la virtuosidad del genio, el alma del Santo.
Las “Meditaciones” de San Anselmo han sido comparadas ora a las “Confesiones” o a los “Soliloquios” de San Agustín, ora a las “Elevaciones” de Santa Teresa. En efecto, es estos tres autores la especulación intelectual vaa de consumo con los arranques del corazón; las ideas que llenan la mente del pensador dirigente y alimentan las efusiones del sacerdote y del monje. Una muestra en este solo rasgo en su onceava Meditación sobre la Redención humana: “Señor, os lo suplico, hacedme gustar por amor lo que gusto por el conocimiento; que sienta con el corazón lo que siento con la inteligencia”.
Entre sus numerosas epístolas algunas tienen la amplitud de verdaderos Opúsculos. Pero aunque fuesen simples cartas de dirección dirigidas a particulares, proporcionan siempre luz y animación. Este intelectual de atrevidos vuelos es ante todo un monje benedictino, un contemplativo. Aunque escribe para esclarecer y convencer a los “espíritus que investigan”, se propone todavía más “elevar a los que ya han hallado”. Quisiera darles lo que él mismo llama “la inteligencia de la Fe”, una visión más clara de las grandes Verdades reveladas, una comprensión que gradualmente se acerque a la visión beatífica.
Un encantoparticular se desprende todavía ahora de sus escritos como antiguamente de su persona.
Con una simplicidad exquisita, señal de la verdadera humildad que sabe estimar en sí las ventajas de la naturaleza y de la Gracia como otros tantos dones gratuitos de la Providencia a la que le corresponde toda gloria, San Anselmo tenía conciencia de ser simpático y atractivo: “Cuantas gentes de bien me han conocido me han querido; y más me han querido las que más íntimamente me han conocido”. “Casi todos, les escribía a sus monjes, habéis venido al Bec por mí. Sin embargo, ni uno solo se ha hecho monje por mi causa”. Esta amabilidad se encuentra también en su estilo, siemprecuidado y directo: el escritor traba una especie de diálogo con sus lectores. En lugar de una seca y abstracta exposición de la doctrina, a personas concretas les entrega su pensamiento, tanto para darles un testimonio de interés como para satistacer sus deseos y sus necesidades. Por ejemplo, esta conclusión de su libro sobre “La concordancia de la presciencia con la predestinación, y de la Gracia de Dios con el libre albedrío”: “Pienso poder terminar aquí este tratado sobre tres cuestiones difíciles, que he comenzado contando con el socorro divino. Si he dicho algo que satisfaga al investigador, no me lo atribuyo a mí porque no obro yo sino la gracia de Dios por mí. Digo esto porque en medio de mis investigaciones sobre estas cuestiones, cuando mi espíritu iba de un lado a otro para hallar las respuestas de la razón, se me han dado las que aquí están escritas, por lo cual he dado las gracias y he quedado satisfecho. Así es que lo que yo he podido ver en ello a la luz de Dios, me ha satisfecho mucho más, sabiendo que otros también se sentirían felices si yo lo escribía, y he querido dar gratuitamente a petición suya lo que gratuitamente he recibido”.
San Anselmo se une sobre todo a sus discípulos por el “gozo de comprender” que sabe comunicarles. Este “Padre de la Escolástica” como se le ha llamado, está animado de “la fe que busca a la inteligencia” que caracteriza a la auténtica teología. Partiendo del “dato revelado”, base inquebrantable de certeza, razona, argumenta, demuestra, a fin de probar lo bien fundado de las verdades enunciadas, y en lugar de dejar a los espíritus en la creencia ciega, los conduce al descanso en la luz.
Del gozo de comprender es inseparable la dicha de poseer. Como San Agustín, San Anselmo experimenta y exclama “que amar es ver”. Y los arranques de su corazón no son menos antusiastas que las claridades de su espíritu: “Primeramente se debe purificar el corazón por la Fe; y luego se iluminan los ojos por la fidelidad a los preceptos” (De la Fe en la Trinidad, Cap. ll). . . “En la escuela de Cristo he aprendido lo que sé; por saberlo lo afirmo; al afirmarlo lo amo” (Carta a Lanfranco). . . “Oh, corazón mío, dile ahora a Dios: ‘Señor, yo quisiera ver vuestro rostro’. . . ‘Y Vos, Señor Dios mío, enseñd ahora a mi corazón dónde y cómo buscaros, dónde y cómo encontraros’. . . ‘Dios mío, os lo suplico: haced que os conozca, que os ame, que goce de Vos’.” (Proslogion, cap. l, Cap. 26).
Cronológicamente, San anselmo aparece entre San Agustín y Santo Tomás. Lógicamente también es intermediario entre estos dos grandes genios y apenas inferior a ellos. Teólogo-filósofo, por su estudio racional del dogma, prosiguió lo que el primero había preparado, y así abrió el camino a todo lo ancho para el segundo.
Menos brillante que esos dos astros del firmamento de la Iglesia, sin embargo -declaró San Pío X- fue “poderoso en obras y en palabras, y sobre el océano de las almas brilla como un faro de doctrina y de santidad”.

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