Domingo 2º de Adviento; ciclo B
Juan el Bautista, modelo de instrumento de Dios, es precursor de Jesús, nuestro Pastor y salvador
“Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Conforme está escrito en Isaías el profeta: Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar tu camino. Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas, apareció Juan bautizando en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados. Acudía a él gente de toda la región de Judea y todos los de Jerusalén, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados. Juan llevaba un vestido de pie de camello; y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Y proclamaba: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.” (Marcos 1,1-8).
1. “Adviento quiere decir “venida” y quiere decir también “encuentro”. Dios, que viene, se acerca al hombre, para que el hombre se encuentre con Él y sea fiel a este encuentro. Para que permanezca en él, hasta el fin” (Juan Pablo II).
Juan Bautista, en la región del Jordán predica “que se bautizaran, para que se perdonasen los pecados”. La primera lectura de Isaías se hace realidad aquí, anunciando a Jesús: “Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme a desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo”.
“Juan distingue claramente el ‘adviento de preparación’ del ‘adviento del encuentro’. El adviento de encuentro es obra del Espíritu Santo, es el bautismo del Espíritu Santo. Es Dios mismo que va al encuentro del hombre; quiere encontrarlo en el corazón mismo de su humanidad, confirmando así esta humanidad como imagen eterna de Dios y, al mismo tiempo, haciéndola ‘nueva’.
Las palabras de Juan sobre el Mesías, sobre Cristo: ‘Él os bautizará con Espíritu Santo’ alcanza la raíz misma del encuentro del hombre con Dios viviente, encuentro que se realiza en Jesucristo y se inscribe en el proceso de la espera de los nuevos cielos y de la nueva tierra, en que habite la justicia: adviento del ‘mundo futuro’. En Él, en Cristo, Dios ha asumido la figura concreta del Pastor anunciado por los Profetas, y al mismo tiempo se ha convertido en el Cordero que quita el pecado del mundo; por esto, se mezcló con la muchedumbre que seguía a Juan, para recibir de sus manos el bautismo de penitencia y hacerse solidario con cada hombre, para transmitirle luego, a su vez, el Espíritu Santo, esa potencia divina que nos hace capaces de liberarnos de los pecados y de cooperar a la preparación y a la venida ‘de los nuevos cielos y de la nueva tierra’” (Juan Pablo II).
La esperanza de esta espera no nos quita interés en las cosas de la tierra, sino que en la familia, amistades, trabajo y relaciones humanas encontramos a Jesús que viene, en cada persona, en cada acontecimiento… y tendremos paz. Una paz que se irá instalando poco a poco en nuestro corazón, que llevaremos con nosotros y saltará a otros cercanos, a personas y familias, y podremos ir transformando esta agresividad que vemos en las relaciones personales, laborales y sociales y la violencia quedará ahogada con la abundancia de esa paz que anuncia el alumbrar un día de “un cielo nuevo y una nueva tierra”.
Juan Bautista es austero y hombre de buenos sentimientos, que ha luchado contra la fieras… que todos llevamos en el interior: la agresividad, el mal genio. Sabe alimentar su alma humilde en lugar de las fieras que nos impedirían la paz. Sabe distinguir lo que viene de Dios y lo que viene del orgullo. Satanás se reviste de luz y nos prueba. Juan Bautista es el hombre probado, que ofrece sus dones a Dios. Así, puede ser valiente, un hombre fuerte. Podemos pedirle hoy su intercesión para poder vaciarnos del ego y llenarnos de amor de Dios, preparar los caminos del Señor como nos dice San Gregorio Magno: «Todo el que predica la fe recta y las buenas obras ¿qué hace, sino preparar el camino del Señor para que venga al corazón de los oyentes, penetrándolos con la fuerza de la gracia, ilustrándolos con la luz de la verdad, para que, enderezadas así las sendas que han de conducir a Dios, se engendren en el alma santos pensamientos?» (Homilía 20 sobre el Evangelio).
2. Isaías, Profeta del gran adviento, nos da un mensaje gozoso, lleno de confianza: “Consolad, consolad a mi pueblo - dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia, ya ha satisfecho por su culpa, pues ha recibido de mano de Yahveh castigo doble por todos sus pecados”. Es un canto a la esperanza al final del exilio de Babilonia, y es de gran actualidad aplicando a la espera de la venida de Jesús esas palabras llenas de ternura (dentro de la forma de pensar en Dios que se enfada como nosotros): El Señor viene... como Pastor; es preciso crear las condiciones necesarias para el encuentro con Él. Es necesario preparase.
“Una voz clama: «En el desierto abrid camino a Yahveh, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios. Que todo valle sea elevado, y todo monte y cerro rebajado; vuélvase lo escabroso llano, y las breñas planicie. Se revelará la gloria de Yahveh, y toda criatura a una la verá. Pues la boca de Yahveh ha hablado.» Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá: «Ahí está vuestro Dios.» Ahí viene el Señor Yahveh con poder, y su brazo lo sojuzga todo”.
Dios quiere estar con nosotros, que domina pero sobre todo es pastor: “Ved que su salario le acompaña, y su paga le precede. Como pastor pastorea su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas”. Luego del exilio, hay un volver, regresar que recoge muy bien el salmista. Pienso en cómo Jesús rezaría este salmo, pensando que en él se cumpliría: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. Voy a escuchar lo que dice el Señor: "Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos y a los que se convierten de corazón."”
Es un salmo precioso, donde se ve la creación entera restaurada con la redención: “La salvación está ya cerca de sus fieles y la gloria habitará en nuestra tierra; la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan”. Es la paz entre las personas, que redunda en la naturaleza, en todo… “la fidelidad brota de la tierra y la justicia mira desde el cielo; el Señor dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto”.
Aquí vemos una abundancia de cosas exteriores que proviene de una abundancia interior; eso nos lleva a pensar que las relaciones sociales, la misma economía y la riqueza provienen de esa actitud interior de concordia y paz, del servicio que viene de ese encuentro entre el cielo y la tierra en el corazón del hombre salvado por Cristo: “La justicia marchará ante él, la salvación seguirá sus pasos”.
3. Escuchamos del Apóstol: “No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión”. Nos pone delante la imagen de Dios Pedagogo, de ese Pastor al que conocemos bien, que espera pacientemente a todos los que todavía no han cogido la pala y no han comenzado a “preparar” y “allanar” sus caminos; que han permanecido sordos al grito gozoso: “Mirad a vuestro Dios... Mirad: Dios, el Señor, viene”.
Dios ve todas las cosas desde arriba, somos nosotros que vemos el tiempo rápido o lento… “Queridos hermanos: No perdáis de vista una cosa, para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa..., lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con vosotros porque no quiere que nadie se perezca sino que todos se conviertan”.
Parece que Dios tarda, y es que su paciencia favorece nuestro bien, nuestra conversión para que “el día del Señor” venga cuando estemos mejor, y para eso hemos de vivir cada día como “el día del Señor”: mejorar en la santidad de la conducta, y en la piedad…
Nos habla esta carta (la última en escribirse del Nuevo Testamento) “un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia”. El "cielo nuevo" y la "tierra nueva" deben empezar ahí, como hemos visto antes: la economía, relaciones profesionales y sociales... Los de Jesús han de ser levadura, de ese mundo mejor que un día llegará y que ya aquí ha comenzado… ese jardín de Dios en la tierra está cuidado por personas como María, a la que vemos estos días como la Inmaculada. En esta lucha entre el desierto y el jardín, entre la esclavitud y la libertad, acudamos a la intercesión de la Madre del Señor para con ella "allanar" los caminos de Dios.
Llucià Pou Sabaté
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San Ambrosio, obispo y doctor de la Iglesia
El valor y la constancia para resistir el mal forman parte de las virtudes esenciales de un obispo. En ese sentido, San Ambrosio fue uno de los más grandes pastores de la Iglesia de Dios. Se le consideró tradicionalmente como uno de los cuatro grandes doctores de la Iglesia de occidente.
El santo nació en Tréveris, probablemente el año 340. Su padre, que se llamaba también Ambrosio, era entonces prefecto de la Galia. El prefecto murió cuando su hijo era todavía joven, y su esposa volvió con la familia a Roma. La madre de San Ambrosio dio a sus hijos una educación esmerada, y puede decirse que el futuro santo debió mucho a su madre y a su hermana Santa Marcelina. El joven aprendió el griego, llegó a ser buen poeta y orador y se dedicó a la abogacía. En el ejercicio de su carrera llamó la atención de Anicio Probo y de Símaco. Este último, que era prefecto de Roma, se mantenía en el paganismo. Probo era prefecto pretorial de Italia. Ambrosio defendió ante este último varias causas con tanto éxito, que Probo le nombró asesor suyo. Más tarde, el emperador Valentiniano nombró al joven abogado gobernador con residencia en Milán (norte de Italia). Cuando Ambrosio se separó de su protector Probo, éste le recomendó: "Gobierna más bien como obispo que como juez". El oficio que se había confiado a Ambrosio era del rango consular y constituía uno de los puestos de mayor importancia y responsabilidad en el Imperio de occidente.
El obispo Auxencio, un hereje arriano que había gobernado la diócesis de Milán durante casi veinte años, murió el año 374. La ciudad se dividió en dos partidos, ya que unos querían a un obispo fiel a la fe católica y otros a un arriano. Para evitar en cuanto fuese posible que la división degenerase en pleito, San Ambrosio acudió a la iglesia en la que iba a llevarse a cabo la elección, y exhortó al pueblo a proceder a ella pacíficamente y sin tumulto. Mientras el santo hablaba, alguien gritó: "¡Ambrosio obispo!" Todos los presentes repitieron unánimemente ese grito, y católicos y arrianos eligieron al santo para el cargo. Ambrosio quedó desconcertado tanto más cuanto que, aunque era cristiano, no estaba todavía bautizado. Pero los obispos presentes ratificaron su nombramiento por aclamación. Ambrosio alegó irónicamente que "la emoción había pesado más que el derecho canónico y trató de huir de Milán. El emperador recibió un informe sobre lo sucedido. Por su parte, Ambrosio también le escribió, rogándole que le permitiese renunciar. Valentiniano respondió que se sentía muy complacido por haber sabido elegir a un gobernador que era digno de ser obispo, y mandó al vicario de la provincia que tomase las medidas necesarias para consagrar a Ambrosio. Este trató de escapar una vez más y se escondió en casa del senador Leoncio. Pero, cuando Leoncio se enteró de la decisión del emperador, entregó al santo, y éste no tuvo más remedio que aceptar. Así pues, recibió el bautismo y, una semana más tarde, el 7 de diciembre de 374, se le confirió la consagración episcopal. Tenía entonces unos treinta y cinco años.
Consciente de que ya no pertenecía al mundo, el santo decidió romper todos los lazos que le unían a él. En efecto, repartió entre los pobres sus bienes muebles y cedió a la Iglesia todas sus tierras y posesiones; lo único que conservó fue una renta para su hermana Santa Marcelina. Por otra parte, confió a su hermano San Sátiro la administración temporal de su diócesis para poder consagrarse exclusivamente al ministerio espiritual. Poco después de su ordenación, escribió a Valentiniano quejándose con amargura de los abusos de ciertos magistrados imperiales. El emperador le respondió: "Desde hace tiempo estoy acostumbrado a tu libertad de palabra y no por ello dejé de aceptar tu elección. No dejes de seguir aplicando a nuestras faltas los remedios que la ley divina prescribe". San Basilio escribió a Ambrosio para felicitarle, o más bien dicho para felicitar a la Iglesia por su elección para exhortarle a combatir vigorosamente a los arrianos. San Ambrosio, que se creía muy ignorante en las cuestiones teológicas, se entregó al estudio de la Sagrada Escritura y de las obras de los autores eclesiásticos, particularmente de Orígenes y San Basilio. En sus estudios le dirigió San Simpliciano, un sabio sacerdote romano, a quien amaba como amigo, honraba como padre y reverenciaba como maestro. San Ambrosio combatió con tanto éxito el arrianismo que la erradicó casi por completo de Milán. El santo vivía con gran sencillez y trabajaba infatigablemente. Sólo cenaba los domingos, los días de la fiesta de algunos mártires famosos y los sábados. En efecto, en Milán no se ayunaba nunca en sábado; pero cuando Ambrosio estaba en Roma, ayunaba también los sábados. El santo no asistía jamás a los banquetes y recibía en su casa con suma frugalidad. Todos los días celebraba la misa por su pueblo y vivía consagrado enteramente al servicio de su grey; todos los fieles podían hablar con él siempre que lo deseaban, y le amaban y admiraban enormemente. San Agustín fue a verle varias veces.
Sobre la Virginidad
En sus sermones, San Ambrosio alababa con frecuencia el estado y la virtud de la virginidad por amor a Dios, y dirigía personalmente a muchas vírgenes consagradas. A petición de Santa Marcelina, el santo reunió sus sermones sobre el tema; tal fue el origen de uno de sus tratados mas famosos. Las madres impedían que sus hijas fuesen a oír predicar a San Ambrosio, y aun llegó a acusársele de que quería despoblar el Imperio. El santo respondía: "Quisiera que se me citase el caso de un hombre que haya querido casarse y no haya encontrado esposa", y sostenía que en los sitios en que se tiene en alta estima la virginidad la población es mayor. Según él, la guerra y no la virginidad era el gran enemigo de la raza humana.
Defensa de la Fe y del orden
Como los godos hubiesen invadido ciertos territorios romanos del oriente, el emperador Graciano decidió acudir con su ejército en socorro de su tío Valente. Sin embargo, para preservarse del arrianismo, del que Valente era gran protector, Graciano pidió a San Ambrosio que le instruyese sobre dicha herejía. Con ese objeto, el santo escribió el año 377 una obra titulada "A Graciano acerca de la Fe" y, más tarde, la amplió. Los godos habían causado estragos desde Tracia a la Iliria. San Ambrosio, no contento con reunir todo el dinero posible para rescatar a los prisioneros, mandó fundir los vasos sagrados. Los arrianos consideraron esa medida como un sacrilegio y se la echaron en cara. El santo respondió que le parecía más útil salvar vidas humanas que conservar el oro: "Si la Iglesia tiene oro, no es para guardarlo, sino para emplearlo en favor de los necesitados". Después del asesinato de Graciano en 383, la emperatriz Justina rogó a San Ambrosio que negociase con el usurpador Máximo para evitar que éste atacase a su hijo, Valentiniano II. San Ambrosio fue a entrevistarse con Máximo en Tréveris y consiguió convencerle de que se contentase con la Galia, España y las Islas Británicas. Según se dice, fue ésa la primera vez que un ministro del Evangelio intervino en los asuntos de la alta política. Es un ejemplo clásico una justa intervención por parte de la Iglesia, ya que no buscó favoritismos ni se alió con un lado de la política sino que solo buscó que se ejerciese el derecho, en este caso, defender el orden contra un usurpador armado. Más tarde, como veremos, prefirió sufrir mucho antes que ceder a las injustas exigencias del otro bando, el de la emperatriz Justina.
Por entonces, ciertos senadores trataron de restablecer en Roma el culto a la diosa Victoria. El grupo estaba encabezado por Quinto Aurelio Símaco, hijo y sucesor del prefecto romano que había protegido a San Ambrosio en su juventud y había sido un admirable erudito, hombre de Estado y orador. Quinto Aurelio Símaco pidió a Valentiano que reconstruyese el altar de la Victoria en el senado, pues a dicha diosa atribuía los triunfos y la prosperidad de la antigua Roma. Quinto Aurelio Símaco redactó muy hábilmente su petición, apelando a la emoción y empleando argumentos que se oyen todavía: "¿Qué importa el camino por el que cada uno busca la verdad? Existen muchos caminos para llegar al gran misterio". La petición era un ataque velado contra San Ambrosio. Cuando el santo se enteró por conducto privado de la existencia del documento, escribió al emperador pidiéndole que le enviase una copia y reprendiéndole por no haberle consultado inmediatamente en ese asunto que atañía a la religión. Poco después, escribió una respuesta que sobrepasaba en elocuencia a la petición de Símaco y la demolía punto por punto. Tras ridiculizar la idea de que los éxitos conseguidos por el valor de los soldados se vaticinaban en las entrañas de las bestias sacrificadas, el santo, elevándose a las cumbres de la más alta retórica, hablaba por boca de Roma, diciendo que la ciudad se lamentaba de sus errores pasados y que no se avergonzaba de cambiar. Ambrosio exhortaba a Símaco y sus compañeros a interpretar los misterios de la naturaleza a través del Dios que los había creado y a pedir a Dios que concediese la paz a los emperadores, en vez de pedir a los emperadores que les concediesen adorar en paz a sus dioses. La respuesta del santo terminaba con una parábola sobre el progreso y el desarrollo del mundo: Por medio de la justicia, la verdad se cierne sobre las ruinas de las opiniones que antiguamente gobernaban el mundo". Tanto el escrito de Símaco como el de San Ambrosio fueron leídos ante el emperador y su consejo. No hubo discusión de ninguna especie. Valentiniano dijo a los presentes. "Mi padre no destruyó los altares, y nadie le pidió tampoco que los reconstruyese. Yo seguiré su ejemplo y no modificaré el estado de cosas".
La emperatriz Justina no se atrevió a apoyar abiertamente a los arrianos mientras vivieron su esposo y Graciano; pero, en cuanto la paz que San Ambrosio negoció entre Máximo y el hijo de Justina le dieron oportunidad de oponerse al obispo, se olvidó de todo lo que le debía. Al acercarse la Pascua del año 385, Justina indujo a Valentiniano a reclamar la basílica Porcia (actualmente llamada de San Víctor), situada en las afueras de Milán, para cederla a los arrianos, entre los que se contaban ella y muchos personajes de la corte. San Ambrosio respondió que jamás entregaría un templo de Dios. Entonces, Valentiniano envió a unos mensajeros a pedir la nueva basílica de los Apóstoles. Pero el santo obispo no cedió. El emperador mandó a sus cortesanos a apoderarse de la basílica. Los milaneses, enfurecidos ante eso tomaron prisionero a un sacerdote arriano. Al enterarse de lo sucedido, San Ambrosio pidió a Dios que no permitiese que la sangre corriese y envió a varios sacerdotes y diáconos a rescatar al prisionero. Aunque el santo tenía de su parte a la multitud y aun al ejército, se guardó de hacer o decir nada que pudiese desatar la violencia y poner en peligro al emperador y a su madre. Cierto que se negó a entregar las iglesias, pero se abstuvo de oficiar en ellas para no encender los ánimos. Sus adversarios, que le llamaban "el Tirano", hicieron lo posible por provocarle. San Ambrosio preguntó a sus enemigos: "¿por qué me llamáis tirano? Cuando me enteré de que la iglesia estaba rodeada de soldados, dije que no la entregaría, pero que tampoco me lanzaría a la lucha. Máximo no afirma que tiranizó a Valentiniano, a pesar de que a él le impedí marchar sobre Italia".
En el momento en que el santo explicaba un pasaje del libro de Job al pueblo, irrumpió en la capilla un pelotón de soldados, a los que habían dado la orden de atacar; pero ellos se negaron a obedecer y entraron a orar con los católicos. A los pocos momentos, todo el pueblo se dirigió a la basílica contigua, arrancó las decoraciones que se habían puesto para recibir al emperador, y las dio a los niños para que jugasen con ellas. Sin embargo, San Ambrosio no aprovechó ese triunfo y no entró en la basílica sino hasta el día de Pascua, cuando Valentiniano retiró de ahí a los soldados. El pueblo celebró con gran júbilo esa victoria. San Ambrosio escribió un relato de los hechos a Santa Marcelina, que estaba entonces en Roma, y añadió que preveía desórdenes todavía mayores: "El eunuco Calígono, que es camarlengo imperial, me dijo: 'Tú desprecias al emperador, de suerte que te voy a mandar decapitar'. Yo repuse: ¡Dios lo quiera! Así sufriría yo como corresponde a un obispo, y tú obrarías como las gentes de tu calaña' ".
En enero del año siguiente, Justina convenció a su hijo de que promulgase una ley para autorizar a los arrianos a celebrar reuniones y las prohibiera a los católicos. Dicha ley amenazaba con la pena de muerte a quien tratase de impedir las reuniones de los arrianos. Además se condenaba al destierro a quien se opusiese a que las iglesias fuesen cedidas a los arrianos. San Ambrosio no hizo caso de la ley y se negó a entregar una sola iglesia. Sin embargo, nadie se atrevió a tocarle. "Yo he dicho ya lo que un obispo tenía que decir. Que el emperador proceda ahora como corresponde a un emperador. Nabot se negó a entregar la herencia de sus antepasados. ¿Cómo voy yo a entregar las iglesias de Jesucristo?" El Domingo de Ramos, el santo predicó sobre su decisión de no entregarlas. Entonces, el pueblo, temeroso de la venganza del emperador, se encerró con su pastor en la basílica. Las tropas imperiales la sitiaron con miras a vencer al pueblo por el hambre; pero ocho días después, el pueblo seguía ahí. Para ocupar a las gentes, San Ambrosio se dedicó a enseñarles himnos y salmos que él mismo había compuesto. Todos cantaban en coros alternados. El emperador envió al tribuno Dalmacio a conferenciar con el santo. Proponía que Ambrosio y el obispo arriano, Auxencio, eligiesen conjuntamente un grupo de jueces para decidir la cuestión. Si San Ambrosio no aceptaba esa proposición, debía retirarse y dejar la diócesis en manos de Auxencio. Ambrosio respondió por escrito al emperador, haciéndole notar que los laicos (pues Valentiniano había propuesto que se eligiesen jueces laicos) no tenían derecho a juzgar a los obispos ni a dictar leyes eclesiásticas. En seguida, el santo subió al púlpito y expuso al pueblo el desarrollo de los acontecimientos en el último año. En una sola frase resumió espléndidamente el fondo de la disputa: "El emperador está en la Iglesia, no sobre la Iglesia".
Entre tanto, llegó la noticia de que Máximo, con el pretexto de la persecución de que eran objeto los católicos, así como ciertas cuestiones de fronteras, estaba preparándose para invadir Italia. Valentiniano y Justina, sobrecogidos por el pánico, rogaron entonces a San Ambrosio que partiese nuevamente a impedir la invasión del usurpador. Olvidando todas las injurias públicas y privadas de que había sido objeto, el santo emprendió el viaje. Máximo, que estaba en Tréveris, se negó a concederle una audiencia privada, a pesar de que Ambrosio era obispo y embajador imperial, y le propuso recibirle en un consistorio público. Cuando Ambrosio fue introducido a la presencia de Máximo y éste se levantó del trono para darle el beso de paz, el santo permaneció inmóvil y se negó a acercarse a recibir el ósculo. En seguida, demostró públicamente a Máximo que la invasión que proyectaba era injustificable y constituía una deslealtad y terminó pidiéndole que enviase a Valentiniano los restos de su hermano Graciano como prenda de paz. Desde su llegada a Tréveris, el santo se había negado a mantener la comunión con los prelados de la corte que habían participado en la ejecución del hereje Prisciliano, y aun con el mismo Máximo. Por ello, se le ordenó al día siguiente que abandonase Tréveris. El santo regresó a Milán, no sin escribir antes a Valentiniano para referirle lo sucedido y aconsejarle que no se dejase engañar por Máximo, pues consideraba a éste como un enemigo velado que prometía la paz pero buscaba la guerra. En efecto, Máximo invadió súbitamente Italia, donde no encontró oposición alguna. Justina y Valentiniano dejaron en Milán a San Ambrosio para que hiciese frente a la tormenta y huyeron a Grecia en busca del amparo del emperador de oriente, Teodosio, en cuyas manos se pusieron. Teodosio declaró la guerra a Máximo, le derrotó y ejecutó en Panonia, y devolvió a Valentiniano sus territorios y los que le había arrebatado el usurpador. Pero en realidad, Teodosio fue quien gobernó desde entonces el imperio.
Teodocio permaneció algún tiempo en Milán, e indujo a Valentiniano abandonar el arrianismo y a tratar a San Ambrosio con el respeto que merecía un obispo verdaderamente católico. Sin embargo, no dejaron de surgir conflictos entre Teodosio y San Ambrosio y hay que reconocer que en el primero de esos conflictos no faltaba razón a Teodosio. En efecto, ciertos cristianos de Kallinikum de Mesopotamia habían demolido la sinagoga de los judíos. Cuando Teodosio se enteró, ordenó que el obispo del lugar, a quien se acusaba de estar complicado en el asunto, se encargase de reconstruir la sinagoga. El obispo apeló a San Ambrosio, quien escribió una carta de protesta a Teodosio ; pero, en vez de alegar que no se conocían con certeza las circunstancias del caso, el santo basó su protesta en la tesis exagerada de que ningún obispo cristiano tenía derecho a pagar la construcción de un templo de una religión falsa. Como Teodosio hiciese caso omiso de esa protesta, San Ambrosio predicó contra él en su presencia, lo que dio lugar a una discusión en la iglesia. El santo no celebró la misa hasta haber arrancado a Teodosio la promesa de que revocaría la orden que había dado.
El año 390, llegó a Milán la noticia de una horrible matanza que había tenido lugar en Tesalónica. Buterico, el gobernador, había encarcelado a un auriga que había seducido a una sirvienta de palacio, y se negó a ponerle en libertad por más que el pueblo quería verlo correr en el circo. La multitud se enfureció tanto ante la negativa, que mató a pedradas a varios oficiales y asesinó a Buterico. Teodosio ordenó que se tomasen represalias increíblemente crueles. Los soldados rodearon el circo cuando todo el pueblo se hallaba congregado en él, y cargaron contra la multitud. La carnicería duró cuatro horas. Los soldados dieron muerte a 7,000 personas, sin distinción de edad, de sexo, ni de grado de culpabilidad. El mundo entero quedó aterrorizado y volvió los ojos a San Ambrosio, quien reunió a los obispos para consultarles sobre el caso. En seguida, escribió a Teodosio una carta muy digna, en la que le exhortaba a aceptar la penitencia eclesiástica y declaraba que no podía ni estaba dispuesto a recibir su ofrenda y celebrar ante él los divinos misterios hasta que hubiese cumplido esa obligación. "Los sucesos de Tesalónica no tienen precedente. Sois humano y os habéis dejado vencer por la tentación. Os aconsejo, os ruego y os suplico que hagáis penitencia. Vos, que en tantas ocasiones os habéis mostrado misericordioso y habéis perdonado a los culpables, mandasteis matar a muchos inocentes. El demonio quería sin duda arrancaros la corona de piedad que era vuestro mayor timbre de gloria. Arrojadle lejos de vos ahora que podéis hacerlo. Os escribo esto de mano propia para que leáis en particular". El emperador le escribió diciéndole: "Dios perdonó a David; luego a mí también me perdonará". San Ambrosio respondió: "Ya que has imitado a David en cometer un gran pecado, imítalo ahora haciendo una gran penitencia, como la que hizo él".
El efecto que produjo esta carta en un hombre que sin duda estaba devorado por los remordimientos ha sido desvirtuado por una leyenda, según la cual, como Teodosio se negase a aceptar la penitencia eclesiástica, San Ambrosio salió a la puerta de la iglesia para impedirle el paso, cuando se acercaba con toda su corte a oír la misa. El obispo le reprendió públicamente y se negó a admitirle. El emperador estuvo excomulgado ocho meses, al cabo de los cuales se sometió sin condiciones. El P. Van Ortroy, S. J., echó por tierra esa leyenda. Por otra parte, la "religiosa humildad" que San Agustín, bautizado apenas tres años antes por San Ambrosio, atribuye a Teodosio, resume perfectamente cuanto necesitamos saber. "Habiendo incurrido en las penas eclesiásticas, hizo penitencia con extraordinario fervor y, los que habían acudido a interceder por él, se estremecían de compasión al ver tanto rebajamiento de la dignidad imperial más de lo que hubiesen temblado ante su cólera si se hubieran sentido culpable de alguna falta en su presencia". En la oración fúnebre de Teodosio, dijo San Ambrosio simplemente: "Se despojó de todas las insignias de la dignidad regia y lloró públicamente su pecado en la iglesia. El, que era emperador, no se avergonzó de hacer penitencia pública, en tanto que otros muchos menores que él se rehúsan a hacerla. El no cesó de llorar su pecado hasta el fin de su vida". Ese triunfo de la gracia en Teodosio y del deber pastoral en Ambrosio demostró al mundo que la iglesia no hace distinción de personas y que las leyes morales obligan a todos por igual. El propio Teodosio dio testimonio de la influencia decisiva de San Ambrosio en aquellas circunstancias, al señalarle como el único obispo digno de ese nombre que él había conocido.
Teodoreto menciona otro ejemplo de la humildad y religiosidad de que Teodosio dio muestra. Un día de fiesta, durante la misa en la catedral de Milán, Teodosio se acercó al altar a depositar su ofrenda y permaneció en el presbiterio. San Ambrosio le preguntó si deseaba algo. El emperador dijo que quería asistir a la misa y comulgar. Entonces San Ambrosio mandó al diácono a decirle: "Señor, durante la celebración de la misa nadie puede estar en el presbiterio. Os ruego que os retiréis a donde están los demás. La púrpura os hace príncipe pero no sacerdote. "Teodosio se disculpó y dijo que estaba en la creencia de que en Milán existía la misma costumbre que en Constantinopla, donde el sitial del emperador se hallaba en el presbiterio. En seguida, dio las gracias al obispo por haberle instruido y se retiró al sitio en el que se hallaban los laicos.
El año 393, tuvo lugar la patética muerte del joven Valentiniano, quien fue asesinado en las Galias por Arbogastes cuando se hallaba solo entre sus enemigos. San Ambrosio, que había partido en auxilio suyo, encontró la procesión funeraria antes de cruzar los Alpes. Arbogastes, a quien se había dicho que San Ambrosio era "un hombre que dice al sol: '¡Detente!, y el sol se detiene", había maniobrado para conseguir que el santo obispo le apoyase en sus intereses. Pero Ambrosio, sin nombrar personalmente a Arbogastes, manifestó claramente en la oración fúnebre de Valentiniano que sabía a qué atenerse sobre su muerte. Por otra parte, salió de Milán antes de la llegada de Eugenio, el enviado de Arbogastes, de suerte que este último empezó a amenazar con perseguir a los cristianos. Entre tanto, San Ambrosio fue de ciudad en ciudad, exhortando al pueblo a oponerse a los invasores. Después regresó a Milán, donde recibió la carta en que Teodosio le anunciaba que había vencido a Arbogastes en Aquileya. Dicha victoria fue el golpe de muerte al paganismo en el imperio. Pocos meses después, murió Teodosio en brazos de San Ambrosio. En la oración fúnebre del emperador, el santo habló con gran elocuencia del amor que profesaba al difunto y de la gran responsabilidad que pesaba sobre sus dos hijos, a quienes tocaba gobernar un imperio cuyo lazo de unión era el cristianismo.
En tanto que el Imperio Romano comenzaba a decaer en el occidente, San Ambrosio daba nueva vida a su idioma y enriquecía a la iglesia con sus escritos. [*3*] Pero el santo sólo sobrevivió dos años a Teodosio el Grande. Una de las últimas obras que escribió fue el tratado sobre "La bondad de la muerte". Las obras homiléticas, exegéticas, teológicas, ascéticas y poéticas del santo son numerosísimas. Cuando el santo cayó enfermo, predijo que moriría después de la Pascua, pero prosiguió sus estudios acostumbrados y escribió una explicación al salmo 43. Mientras San Ambrosio dictaba, Paulino, que era su secretario y fue más tarde su biógrafo, vio una llama en forma de escudo posarse sobre su cabeza y descender gradualmente hasta su boca, en tanto que su rostro se ponía blanco como la nieve. A este propósito escribió Paulino: "Estaba yo tan asustado, que permanecí inmóvil, sin poder escribir. Y a partir de ese día, dejó de escribir y de dictarme, de suerte que no terminó la explicación del salmo". En efecto, el escrito sobre el salmo se interrumpe en el versículo veinticuatro. Después de ordenar al nuevo obispo de Pavía, San Ambrosio tuvo que guardar cama. Cuando el conde Estilicón, tutor de Honorio, se enteró de la noticia, dijo públicamente: "El día en que ese hombre muera, la ruina se cernirá sobre Italia". Inmediatamente, el conde envió al santo unos mensajeros para pedirle que rogara a Dios que le alargase la vida. El santo repuso: "He vivido de suerte que no me avergonzaría de vivir más tiempo. Pero tampoco tengo miedo de morir, pues mi Amo es bueno". El día de su muerte, Ambrosio estuvo varias horas acostado con los brazos en cruz, orando constantemente. San Honorato de Vercelli, que se hallaba descansando en otra habitación, oyó una voz que le decía tres veces: "¡Levántate pronto, que se muere!" Inmediatamente bajó y dio el viático a San Ambrosio, quien murió a los pocos momentos. Era el Viernes Santo, 4 de abril de 397. El santo tenía aproximadamente cincuenta y siete años. Fue sepultado el día de Pascua. Sus reliquias reposan bajo el altar mayor de su basílica, a donde fueron trasladadas el año 835. Su fiesta se celebra el día del aniversario de su consagración episcopal, tanto en oriente como en occidente. Su nombre figura en el canon de la misa del rito de Milán.
Sus libros son sus reflexiones y discursos. De modo que sus famosos Comentarios Exegéticos, antes de ser reunidos en volúmenes, habían sido predicados. Por eso son tan vivos y ungidos por el Espíritu Santo.
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