Viernes de la semana 21 de tiempo ordinario; año par
Dios nos invita a su Reino en una correspondencia diaria, estar en vela como las vírgenes prudentes que esperan al esposo
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: -«Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: ¡Que llega el esposo, salid a recibirlo! Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: "Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas." Pero las sensatas contestaron: "Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis." Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: "Señor, señor, ábrenos." Pero él respondió: "Os lo aseguro: no os conozco." Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora»” (Mateo 25,1-13).
1. Sigue tu enseñanza, Jesús, sobre la vigilancia. Ayer ponías el ejemplo del ladrón que puede venir en cualquier momento, y el del amo de la casa, que deseará ver a los criados preparados cuando vuelva. Hoy son las diez jóvenes que acompañarán, como damas de honor, a la novia cuando llegue el novio.
-¡Hablando de la "venida" del Hijo del hombre, Jesús decía: "El Reino de los cielos es semejante a diez doncellas, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio… Jesús es el "Prometido". Jesús ama. Viene a "encontrarse" con nosotros. Quiere introducirnos en su familia, como un prometido introduce a su prometida en su familia. Esto es para Jesús la vida cristiana: una marcha hacia el "encuentro” con alguien que nos ama... la diligencia de una prometida que va hacia su prometido... el deseo de un cita.
Ya hiciste, Señor, el primer milagro en una de esas bodas largas y festivas… La novia, con sus parientes y amigas, espera la llegada del novio con su comitiva para ser trasladada a su propia casa. La parábola es sencilla, pero muy hermosa y significativa. La tardanza del novio hasta medianoche, o la negativa de las jóvenes sensatas a compartir su aceite con las demás, o la idea de que puedan estar abiertas las tiendas a esas horas, o la respuesta tajante del novio, que cierra bruscamente la puerta, contra todas las reglas de la hospitalidad oriental, son contrastes fuertes, inusuales, para realzar la fuerza de la parábola... Quieres transmitirnos esta idea: que todas tenían que haber estado preparadas y despiertas cuando llegó el novio. Su venida será imprevista. Nadie sabe el día ni la hora. Israel -al menos sus dirigentes- no supo estarlo y desperdició la gran ocasión de la venida del Novio, que eres tú, Jesús, el Enviado de Dios, el que inauguraba el Reino y su banquete festivo.
-“Como el novio tardaba en "venir", les entró sueño a todas y se durmieron”. Los tratos entre las dos familias se prolongaban durante largo tiempo como prueba del interés que los padres tomaban por sus hijos. El esposo hacía casi siempre su aparición en el momento en que los invitados comenzaban a cansarse o a sentir el efecto de la bebida. En la parábola se hace alusión a esta costumbre para describir con mayor viveza la irrupción inesperada de un Reino en medio de gentes distraídas.
Es la misma idea de ayer. Jesús tarda. La visita es imprevista, la hora es imprecisa. No se sabe cuándo llegará. Sí, ¡cuán verdadero es todo esto! Tenemos la impresión de que Tú estás ausente, de que no vas venir. Y te olvidamos, nos dormimos en lugar de "velar".
-“A media noche se oyó gritar: "¡Que llega el novio; salid a recibirlo!"” Ayer, Jesús, eras el "ladrón nocturno", para acentuar el efecto de sorpresa, y por lo tanto, la necesidad de estar siempre a punto. Hoy el "esposo que viene de noche". Se puede velar porque se teme al ladrón; pero es mucho más importante todavía velar porque se desea al esposo que está por llegar. ¿Deseo yo, verdaderamente, la venida de Jesús? ¿Qué hago yo para mantenerme despierto, vigilante, atento a "sus" venidas?
-“Las muchachas prudentes prepararon sus lámparas.” Todas se durmieron. Todas flaquearon en la espera. Así, Señor, en ese pequeño detalle nos muestras cuán bien nos conoces. No nos pides lo imposible: tan sólo ese pequeño signo de vigilancia, una lamparita que sigue "velando" mientras dormimos. Esta era ya la delicada intención de la esposa del Cantar de los Cantares (Ct 5,2): "Yo duermo, pero mi corazón vela." Sí, soy consciente de que no te amo bastante; pero Tú sabes que quisiera amarte más. Me sucede a menudo que me quedo como adormilado y no te espero; pero te ruego, Señor, que mires mi lamparita y su provisión de aceite.
-“Las que estaban preparadas entraron "con Él" al banquete de bodas”. Imagen del cielo: un banquete de bodas, un encuentro, "estar con Él". Pero, depende de nosotros empezar el cielo desde aquí abajo, enseguida.
-“Las otras llegaron a su vez: ¡Señor, Señor, ábrenos! -No os conozco. Estad en vela pues no sabéis el día ni la hora”. Esa terrible palabra hace resaltar, por contraste, toda la seriedad de nuestra aventura humana. Tu amor por nosotros no es cosa de broma: ¡Nos lo has dado todo! Cuando se ha sido amado con tal amor, cuando se ha rehusado este amor... éste se convierte en una especie de tormento: en una vida frustrada. En una vida que ha malogrado el encuentro (Noel Quesson).
“El Evangelista cuenta que las prudentes han aprovechado el tiempo. Discretamente se aprovisionan del aceite necesario, y están listas, cuando avisan: ¡eh, que es la hora!, «mirad que viene el esposo, salidle al encuentro»: avivan sus lámparas y acuden con gozo a recibirlo.
(…) Y la fatuas, ¿qué hacen? A partir de entonces, ya dedican su empeño a disponerse a esperar al Esposo: van a comprar el aceite. Pero se han decidido tarde y, mientras iban, «vino el esposo y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas» (..). No es que hayan permanecido inactivas: han intentado algo... Pero escucharon la voz que les responde con dureza: «no os conozco». No supieron o no quisieron prepararse con la solicitud debida, y se olvidaron de tomar la razonable precaución de adquirir a su hora el aceite. Les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado. Quedaban en efecto muchas horas, pero las desaprovecharon.
Pensemos valientemente en nuestra vida. ¿Por qué no encontramos a veces esos minutos, para terminar amorosamente el trabajo que nos atañe y que es el medio de nuestra santificación? ¿Por qué descuidamos las obligaciones familiares? ¿Por qué se mete la precipitación en el momento de rezar de asistir al Santo Sacrificio de la Misa? ¿Por qué nos faltan la serenidad y la calma, para cumplir los deberes del propio estado, y nos entretenemos sin ninguna prisa en ir detrás de los caprichos personales? Me podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz» (J. Escrivá, Amigos de Dios 40-41).
«Velad, porque no sabéis el día ni la hora», nos dices, refiriéndote al Reino de los Cielos. Otras veces nos hablas del presente, donde se realiza ya: «El cristianismo no es camino cómodo: no basta estar en la Iglesia y dejar que pasen los años. En la vida nuestra, en la vida de los cristianos, la conversión primera —ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide— es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 57).
«Vela con el corazón, con la fe, con la esperanza, con la caridad, con las obras (...); prepara las lámparas, cuida de que no se apaguen, aliméntalas con el aceite interior de una recta conciencia; permanece unido al Esposo por el Amor, para que Él te introduzca en la sala del banquete, donde tu lámpara nunca se extinguirá» (S. Agustín, Sermones 93,17).
La fiesta de boda a la que estamos invitados sucede cada día, en los pequeños encuentros con el Señor, en las continuas ocasiones que nos proporciona de saberle descubrir en los sacramentos, en las personas, en los signos de los tiempos. Y como «no sabemos ni el día ni la hora» del encuentro final, esta vigilancia diaria, hecha de amor y seriedad, nos va preparando para que no falte aceite en nuestra lámpara. Al final, Jesús nos dirá qué clase de aceite debíamos tener: si hemos amado, si hemos dado de comer, si hemos visitado al enfermo. El aceite de la fe, del amor y de las buenas obras.
Cuando celebramos la Eucaristía de Jesús, «mientras esperamos su venida gloriosa», se nos provee de esa luz y de esa fuerza que necesitamos para el camino. Jesús nos dijo: «el que me come, tiene vida eterna, yo le resucitaré el último día» (J. Aldazábal; Biblia de Navarra).
2. Relaciona Pablo el «conocimiento» («gnosis») y la «caridad» («ágape»). Los judíos «piden signos». Los griegos «buscan sabiduría». Pero la fe cristiana es «fuerza de Dios», es el lenguaje de la cruz («nosotros predicamos a Cristo crucificado»), que puede parecer necedad a los griegos y a los judíos, escándalo (J. Aldazábal).
La sabiduría de los hombres es muy distinta de la sabiduría de Dios; el lenguaje de la cruz es una locura para la sabiduría de los hombres; ese, no obstante, es el único que puede llevar a la fe y, por tanto, a la salvación.
3. Sigue siendo verdad lo que ya afirmaba el salmista sobre los caminos de Dios y los nuestros: «el Señor deshace los planes de las naciones, frustra los proyectos de los pueblos, pero el plan del Señor subsiste por siempre, los proyectos de su corazón, de edad en edad».
Llucià Pou Sabaté
El Martirio de san Juan Bautista
Martirio de San Juan Bautista, el precursor en dar su vida por la Verdad
“En aquel tiempo, Herodes había mandado prender a Juan y lo habla metido en la cárcel, encadenado. El motivo era que Herodes se había casado con Herodías, mujer de su hermano Filipo, y Juan le decía que no le era lícito tener la mujer de su hermano. Herodías aborrecía a Juan y quería quitarlo de en medio; no acababa de conseguirlo, porque Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre honrado y santo, y lo defendía. Cuando lo escuchaba, quedaba desconcertado, y lo escuchaba con gusto. La ocasión llegó cuando Herodes, por su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea. La hija de Herodías entró y danzó, gustando mucho a Herodes y a los convidados. El rey le dijo a la joven: -«Pídeme lo que quieras, que te lo doy.» Y le juró: -«Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino.» Ella salió a preguntarle a su madre: -«¿Qué le pido?» La madre le contestó: -«La cabeza de Juan, el Bautista.» Entró ella en seguida, a toda prisa, se acercó al rey y le pidió: -«Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan, el Bautista.» El rey se puso muy triste; pero, por el juramento y los convidados, no quiso desairarla. En seguida le mandó a un verdugo que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre. Al enterarse sus discípulos, fueron a recoger el cadáver y lo enterraron” (Marcos 6, 17-29).
1. Herodes había ordenado que prendieran a Juan y lo tenía encadenado en la prisión por causa de Herodías, la mujer de su hermano Herodes Filipo, con quien se había casado. Y Juan, un hombre libre con la libertad que da creer sólo en Dios, constantemente le echaba en cara aquello. Herodías odiaba a Juan, porque era lo único que se interponía entre ella y sus ambiciones. Ella conocía bien a Herodes y temía que la crítica de Juan le hiciera mella; veía cómo le impactaba lo que Juan decía y cómo regresaba perplejo. El caso es que Herodías se la tenía jurada a Juan y quería asesinarlo, pero no veía cómo hacerlo, hasta que llegó la oportunidad: un día en que Herodes organizó un gran banquete con motivo de su cumpleaños, e invitó a todos los de la corte, a los tribunos romanos y a los principales de Galilea. Entonces la hija de Herodías salió a bailar, toda provocación de la cabeza a los pies, y se dio cuenta de que Herodes no le quitaba la vista de encima. No era la mirada del padrastro orgulloso de la belleza de la hija de su esposa; era algo más. Y eso mismo había en las miradas de los otros. Les agradó. Les gustó.
Herodes entonces, queriendo complacerla y complacerse, le dijo a la muchacha: "Pídeme lo que quieras y te lo daré... incluso si me pides la mitad de mi reino te juro que te lo doy". Ya estaba dicho: la mitad del reino. Herodías vio la oportunidad de quitarse de una vez para siempre la amenaza de Juan (J. Mateos-F. Camacho).
Juan dio su sangre como supremo testimonio por el nombre de Cristo (Prefacio) ¡Cuántas veces en la historia habrá sucedido este hecho: que quien denuncia la mentira y defiende la verdad, que quien condena el pecado y proclama la virtud, que quien fustiga la injusticia y pregona la dignidad humana, haya sido objeto de burla y condenado ante tribunales! La encíclica Veritatis splendor habla del martirio como signo de plenitud moral y testimonio que arrastra, hoy muy necesario. El martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte es anuncio solemne y compromiso misionero "usque ad sanguinem" para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad civil sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades. "¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!" (Is 5, 20).Los mártires, y de manera más amplia todos los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la historia despertando el sentido moral.
Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza que -como enseña san Gregorio Magno- le capacita a "amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno".
“Cuenta Josefo que Juan había sido conducido preso a la fortaleza de Maqueronte, y que allí fue degollado. La historia eclesiástica cuenta que fue sepultado en Sebaste, ciudad de Palestina, llamada en otro tiempo Samaría. En tiempos del gobernador Juliano, recelando de los cristianos que frecuentaban el sepulcro con piadosa solicitud, los paganos saquearon el sepulcro y dispersaron sus huesos por los campos; y una vez reunidos nuevamente, los quemaron y los dispersaron por los campos” (s. Beda).
Los Padres de la Iglesia, al comentar la muerte del Bautista, no pasaron por alto la enseñanza ascética del episodio. "Hemos escuchado tres acciones criminales igualmente impías: la infame celebración del cumpleaños, el lascivo baile de la joven, y el temerario juramento del rey; de cada una de las tres debemos aprender a no comportarnos de ese modo. En estas decisiones cayó Herodes porque, o debía perjurar o cometer otro delito peor (…) le venció el amor de una mujer y le obligó a poner en sus manos a aquel que sabía que era santo y justo. Porque no supo detener la lujuria incurrió en un delito, y un pecado más pequeño fue el motivo de uno más grande” (s. Beda).
2. Jeremías será imagen de la presencia de Dios en Israel, de quien recibe la palabra de Dios: “recibí esta palabra del Señor: cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando. No les tengas miedo, que s no, yo te meteré miedo de ellos”. El profeta es signo de Jesús, y del Precursor.
Sigue diciendo la palabra divina que recibe el profeta: “Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte”.
3. Rezamos hoy en el salmo: “Sé tú, Señor, nuestra roca de refugio, nuestra peña, nuestra seguridad, nuestra única defensa”. Porque no siempre es fácil vivir desde ti y enfrentarnos a lo que nos amenaza sin perdernos en nuestros propios miedos. Ayúdanos, Señor. Es una oración confiada pidiendo a Dios socorro en la vejez… la situación de debilidad y de desgracia aviva la oración, como sucedió en Cristo, y comenta S. Agustín: “Señor, te he llamado, ven deprisa. Esto lo podemos decir todos. No lo digo yo solo, lo dice el Cristo total. Pero se refiere, sobre todo, a su cuerpo personal; ya que; cuando se encontraba en este mundo, Cristo oró con su ser de carne, oró al Padre con su cuerpo, y, mientras oraba, gotas de sangre destilaban de todo su cuerpo. Así está escrito en el Evangelio: Jesús oraba con más insistencia, y sudaba como gotas de sangre. ¿Qué quiere decir el flujo de sangre de todo su cuerpo sino la pasión de los mártires de la Iglesia?
Señor, te he llamado, ven deprisa; escucha mi voz cuando te llamo. Pensabas que ya estaba resuelta la cuestión de la plegaria con decir: Te he llamado. Has llamado, pero no te quedes ya tranquilo. Si se acaba la tribulación, se acaba la llamada; pero si, en cambio, la tribulación de la Iglesia y del cuerpo de Cristo continúa hasta el fin de los tiempos, no sólo has de decir: Te he llamado, ven deprisa, sino también: Escucha mi voz cuando te llamo.
Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde. Cualquier cristiano sabe que esto suele referirse a la misma cabeza de la Iglesia. Pues, cuando ya el día declinaba hacia su atardecer, el Señor entregó, en la cruz, el alma que después había de recobrar, porque no la perdió en contra de su voluntad. Pero también nosotros estábamos representados allí. Pues lo que de él colgó en la cruz era lo que había recibido de nosotros. Si no, ¿cómo es posible que, en un momento dado, Dios Padre aleje de sí y abandone a su único Hijo; que es un solo Dios con él? Y, no obstante, al clavar nuestra debilidad en la cruz, donde, como dice el Apóstol, nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él, exclamó con la voz de aquel mismo hombre nuestro: Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?
Por tanto, la ofrenda de la tarde fue la pasión del Señor, la cruz del Señor, la oblación de la víctima saludable, el holocausto adepto a Dios. Aquella ofrenda de la tarde se convirtió en ofrenda matutina por la resurrección. La oración brota, pues, pura y directa del corazón creyente, como se eleva desde el ara santa el incienso. No hay nada más agradable que el aroma del Señor: que todos los creyentes huelan así.
Así, pues, nuestro hombre viejo —son palabras del Apóstol— ha sido crucificado con Cristo, quedando destruida nuestra personalidad de pecadores y nosotros libres de la esclavitud del pecado”.
Por eso sigue el salmista: “mi boca contará tu auxilio, y todo el día tu salvación. Dios mío, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas”.
Llucià Pou Sabaté
 
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