Cuaresma, 2ª semana, viernes: el Señor saca bienes de las desgracias, con las que nos prepara con su providencia para llevar adelante sus planes; hemos de dejarnos preparar
Libro de Génesis 37,3-4.12-13.17-28: Israel amaba a José más que a ningún otro de sus hijos, porque era el hijo de la vejez, y le mandó hacer una túnica de mangas largas. Pero sus hermanos, al ver que lo amaba más que a ellos, le tomaron tal odio que ni siquiera podían dirigirle el saludo. Un día, sus hermanos habían ido hasta Siquém para apacentar el rebaño de su padre. Entonces Israel dijo a José: "Tus hermanos están con el rebaño en Siquém. Quiero que vayas a verlos". "Está bien", respondió él. "Se han ido de aquí, repuso el hombre, porque les oí decir: "Vamos a Dotán". José fue entonces en busca de sus hermanos, y los encontró en Dotán. Ellos lo divisaron desde lejos, y antes que se acercara, ya se habían confabulado para darle muerte. "Ahí viene ese soñador", se dijeron unos a otros. "¿Por qué no lo matamos y lo arrojamos en una de esas cisternas? Después diremos que lo devoró una fiera. ¡Veremos entonces en qué terminan sus sueños!". Pero Rubén, al oír esto, trató de salvarlo diciendo: "No atentemos contra su vida". Y agregó: "No derramen sangre. Arrójenlo en esa cisterna que está allá afuera, en el desierto, pero no pongan sus manos sobre él". En realidad, su intención era librarlo de sus manos y devolverlo a su padre sano y salvo. Apenas José llegó al lugar donde estaban sus hermanos, estos lo despojaron de su túnica - la túnica de mangas largas que llevaba puesta - , lo tomaron y lo arrojaron a la cisterna, que estaba completamente vacía. Luego se sentaron a comer. De pronto, alzaron la vista y divisaron una caravana de ismaelitas que venían de Galaad, transportando en sus camellos una carga de goma tragacanto, bálsamo y mirra, que llevaban a Egipto. Entonces Judá dijo a sus hermanos: "¿Qué ganamos asesinando a nuestro hermano y ocultando su sangre? En lugar de atentar contra su vida, vendámoslo a los ismaelitas, porque él es nuestro hermano, nuestra propia carne". Y sus hermanos estuvieron de acuerdo. Pero mientras tanto, unos negociantes madianitas pasaron por allí y retiraron a José de la cisterna. Luego lo vendieron a los ismaelitas por veinte monedas de planta, y José fue llevado a Egipto.
Salmo 105,16-21: Él provocó una gran sequía en el país y agotó las provisiones. / Pero antes envió a un hombre, a José, que fue vendido como esclavo: / le ataron los pies con grillos y el hierro oprimió su garganta, / hasta que se cumplió lo que él predijo, y la palabra del Señor lo acreditó. / El rey ordenó que lo soltaran, el soberano de pueblos lo puso en libertad; / lo nombró señor de su palacio y administrador de todos sus bienes.
Evangelio según San Mateo 21,33-34.45-46: Escuchen otra parábola: Un hombre poseía una tierra y allí plantó una viña, la cercó, cavó un lagar y construyó una torre de vigilancia. Después la arrendó a unos viñadores y se fue al extranjero. Cuando llegó el tiempo de la vendimia, envió a sus servidores para percibir los frutos. Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír estas parábolas, comprendieron que se refería a ellos. Entonces buscaron el modo de detenerlo, pero temían a la multitud, que lo consideraba un profeta.
Comentario: 1.: Gn 37,3-4.12-13a.17b-28: En los planes de Dios, José estaba destinado a ser la salvación del pueblo; vemos en estas semanas cómo los profetas han de pasar por la prueba y la mortificación para poder dar fruto; son imágenes de Cristo, y es el caso de José, y también de San José, al que Dios habla en sueños también, y que provee al patrimonio –hacer de padre- de la casa de Jesús, y luego de la Iglesia. Cristo, el nuevo José, ha verificado el valor de esas pruebas con su propia vida, y ahora le toca a la Iglesia seguir siendo grano de trigo, que ha de morir para que dar fruto. Como decimos vulgarmente: Dios escribe derecho en renglones torcidos. Todo sirve para nuestro bien. La historia de José debe ser leída conforme a su hilo conductor expresado en las palabras que él dirigirá a sus hermanos: “No teman, ¿puedo ponerme yo en lugar de Dios? Ciertamente que ustedes se portaron mal conmigo, pero Dios lo cambió en bien para hacer lo que hoy estamos viendo: para dar vida a un gran pueblo” (Gén. 50, 19-20). Dios está decidido a salvarnos. Y si muchas veces se levanta el odio sobre nosotros y nos pareciera como que hemos perdido las esperanzas, Dios va con nosotros incluso en los momentos más oscuros de nuestra vida. Él hará que, finalmente, todo contribuya a nuestra salvación. Así vislumbramos lo que será la aparente derrota de Jesús y la aparente victoria de sus enemigos. Gracias a su muerte en Cruz, Jesús inauguró la salvación en el mundo, y nosotros somos testigos de que, mediante su muerte y resurrección, Dios ha dado vida a un gran pueblo, el nuevo pueblo de los hijos de Dios. Será un pueblo de libertad, pues es fácil atar a la gente y “sustituir” su conciencia o libertad, como decía San Gregorio Niseno: «Ahora bien, el que se apropia lo que es de Dios, atribuyendo a su linaje tal poder que se tenga a sí mismo por dueño de los hombres y mujeres, ¿qué otra cosa hace que traspasar por la soberbia de la Naturaleza, mirándose a sí mismo como cosa distinta de aquellos sobre los que manda? He poseído esclavos y esclavas. Condenas a servidumbre al hombre cuya naturaleza es libre e independiente, y te opones a la ley de Dios, trastornando la ley que Él estableció sobre la naturaleza. Y es así que el que fue creado para ser dueño de la tierra, y destinado por su Hacedor para mandar, a ése lo metes tú bajo el yugo de la servidumbre, como si quisieras contravenir e impugnar la ordenación de Dios. Tú has olvidado cuáles son los límites de tu autoridad, que no se extienden más allá del dominio de los irracionales. Imperen, dice la Escritura, sobre los volátiles, sobre los peces y los cuadrúpedos (Gén 1,26)... Pues, si Dios no esclaviza al libre, ¿quién osará poner su propio poder por encima del poder de Dios?».
La historia de José es de alto valor teológico y literario, para todos los públicos es una historia de gran valor catequético que en su belleza atrae la curiosidad, llena el alma en su riqueza de virtudes, hace llorar por las calamidades y alegrarse por la providencia divina que de todo saca el bien: la providencia del Señor lleva de la mano la vida de José y la de todo el pueblo: "aunque vosotros pensasteis hacerme daño -dice José a sus hermanos al final de todo el episodio- Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir a un pueblo numeroso". (Gn 5, 20). Lástima que se lea sólo este pequeño trozo, pero ha de ser un acicate para leer todo el pasaje, desde la envidia de los hermanos de José, hasta los sueños de las vacas flacas y su interpretación, y cómo de la desgracia pudo valerse Dios para salvar de la muerte por sequía al pueblo de Israel, el camino que traza el odio es también camino de reconciliación. El sentido del texto mesiánico está completado en el Salmo.
En el evangelio de hoy, Jesús habla de un «hijo» enviado para cosechar los frutos de una viña, y que los viñadores matan para desembarazarse de él. Es el anuncio de su propia muerte, anunciada por las otras lecturas, es sorprendente la unidad temática de estos días de cuaresma, por eso es bueno ver la correlación que en la Iglesia se ha dado a estos textos que se explican mutuamente. «Venid. Matémosle». Las mismas palabras de la historia de José, que prefigura la de Jesús. Israel amaba a José… "Este es mi hijo, mi bien amado, escuchadle...». -Conspiraron contra él para matarle: «Venid, matémoslo»: otro “anuncio” de la "Pasión de Jesús".
Pero como sabemos no sólo tienen esas palabras un valor histórico de lo que pasó y uno tipológico o cristológico, sino también actual, cuando dondequiera que corra la sangre sobre un rostro, víctima de la brutalidad humana, es el rostro ensangrentado de Jesús que aún perdura. -“Le vendieron por veinte monedas de plata”... El dinero. Por dinero se maltrata a los hombres. Perdón, Señor. Por dinero, Judas vendió a Jesús a los sumos sacerdotes. Dios se sirve de acontecimientos aparentemente contrarios a su proyecto. Pensaron que con el acto de envidia acababan las preocupaciones de los hermanos, pero el remordimiento les hizo pasar una vida insoportable, como Judas con el complot y la muerte de Jesús... a veces absolutizamos un aspecto como por impaciencia, y por falta de visión de conjunto se olvidan otras perspectivas que también son reales, que son perjudicadas, y después salen los problemas; pensemos por ejemplo en el campo de la familia, no sólo las relaciones entre hermanos sino la relación matrimonial: ¡cuántas veces, después de un acto que pensábamos que tenía sólo una perspectiva, con el tiempo vemos que aparecen muchos más aspectos, que completan aquello! Pienso en tantos matrimonios que se separan por una incomprensión, y usan quizá precipitadamente de ese “último recurso” y luego van aflorando los efectos negativos de la separación como minando la psicología de los miembros de la familia: hijos con problemas en estudios y de relacionalidad… Pero siempre hay tiempo, siempre se puede rectificar… Un fracaso, un desastre completo para los planes de Dios luego se vuelve victoria absoluta. Ayúdame, Señor, a ver tu designio en los acontecimientos que me suceden y en los que suceden a tu Iglesia. Incluso en las situaciones desfavorables, creo que Tú sigues dirigiendo la historia. -«La piedra que desecharon los constructores es ahora piedra angular»: José, traicionado por sus hermanos, será quien les salvará, dentro de unos años, cuando venga el hambre y ellos mismos vayan a Egipto donde encontrarán a su hermano, al que acaban de «vender». Jesús, también, salva a los que no le aman (algunas ideas son de Noel Quesson).
2. Sal 104,16-17.18-19.20-21: Destino de cruz y muerte que espera a Jesús al final de su camino, profetizado por José en su vida, traicionado por sus propios hermanos, que expresa las infidelidades de Israel y sobre todo del estilo que tiene Dios de sacar bien del mal. El salmo prolonga la historia y nos dice cómo aquello, que parecía una maldad sin sentido, tuvo consecuencias positivas para la salvación de Israel: «por delante había enviado a un hombre, José, vendido como esclavo: hasta que el rey lo nombró administrador de su casa». Recordad las maravillas que hizo el Señor… Los viernes son días penitenciales, especialmente los de Cuaresma. Es el día en que recordamos especialmente la cruz y el corazón traspasado de Cristo. La penitencia humilla, es la oración del cuerpo, de los sentidos, del estómago, de la vista. Nos ayuda a “recordar las maravillas que hizo el Señor”, pues esas pequeñas penitencias son las piedras con las que se construyen las maravillas de Dios. Un día llegará el momento de la prueba, de la enfermedad, de la muerte, de la soledad, de la difamación o la calumnia y esas pequeñas penitencias se convertirán en muro fuerte contra el que se chocan todas las adversidades, contra el que rebotan todas las dificultades. No lo habrás construido tú, lo habrá hecho el Señor con la argamasa de esas “tonterías” que pones cariño en cumplir, con las piedras de esas humillaciones personales que nadie ve excepto tú, nuestra Madre la Virgen y Dios (Fray Nelson). –El Salmo 104 es un canto a la bondad de los planes de Dios: José, liberado de la esclavitud, se convierte en su día en salvador de su pueblo. El cumplimiento inexorable de la voluntad de Dios no resta culpa a la perversidad de sus hermanos. El Padre Dios nos envió a su propio hijo para liberarnos de la esclavitud del pecado y no dejar que muriésemos eternamente. Dios nos ama y nos quiere eternamente con Él. Tal vez no entendemos la muerte de Jesús como camino de salvación. Sólo a la luz de su gloriosa resurrección sabemos que no un hombre, sino Dios mismo vino para convertirse en nuestro único camino de salvación. Esos son los caminos de la Providencia de Dios sobre la humanidad. A pesar de que el Señor murió a causa de nuestras culpas, puesto que entregó su vida por amor a nosotros para liberarnos de todo lo que nos esclavizaba al pecado, no tengamos miedo en acercarnos a Él para recibir el perdón y alcanzar, así, la salvación. Teniendo a Dios con nosotros no continuemos siendo pecadores, sino que dejemos que Dios nos transforme, desde lo más profundo de nuestro ser, para que en adelante nos manifestemos como hijos suyos con un corazón recto. El Señor actuó conduciendo la historia y lo hace hoy también, a pesar de los pecados de los hombres: «Llamó al hambre sobre aquella tierra: cortando el sustento de pan; por delante había enviado a un hombre, a José, vendido como esclavo. Le trabaron los pies con grillos, le metieron al cuello la argolla, hasta que se cumplió su predicción y la palabra del Señor lo acreditó. El rey lo mandó desatar, el Señor de pueblos le abrió la prisión, lo nombró administrador de su casa, señor de todas sus posesiones».
3. Mt 21, 33-46 (ver tb. Domingo 27ª). Conversión, dar fruto, es la línea de fuerza que marca la liturgia en estos días… -Un padre de familia plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar, y edificó una torre... Jesús hace alusión a un oráculo de Isaías (5, 2-5): "Ciudadanos de Jerusalén, y vosotros hombres de Judá, pronunciad la sentencia entre yo y mi viña. / ¿Qué podía hacer yo por mi viña, que no lo haya hecho? ¡Pues bien! Voy a revelaros lo que voy a hacer: / Quitaré la cerca, para que puedan pisotearla". Decepción divina. Tantos cuidados, tantos desvelos, tanto amor. ¿Qué decepciones tiene Dios de mí? ¿Qué esperas de mí, Señor? –“Y la arrendó a unos viñadores”... se me ha confiado la viña, con responsabi1idades: ¿Cuáles? ¿De qué y de quiénes deberé darte cuenta? ¿Qué debo hacer fructificar? ¿Qué iniciativas esperas de mí para que la porción de tus tierras no pase a ser un erial?
-“Cuando se acercaba el tiempo de los frutos, envió a sus criados para percibir su parte...” Los viñadores les apedrearon... Se rechaza a Dios. También hoy. Dios es un estorbo. Yo mismo te rehúso, Señor, cuando vienes a pedirme los frutos. Ahora, detenidamente, me propongo buscar, en mi vida concreta, las exigencias, las llamadas divinas que acepto mal y que rechazo. –“De nuevo les envió otros siervos, en mayor número que los primeros. Finalmente les envió a su Hijo”. La perseverancia de Dios. Va hasta el final. Sacrifica lo que es más precioso para El. "De tal manera ha amado Dios al mundo que le ha enviado su propio hijo." Me detengo a contemplar la amplitud insospechada de este don: "Puesto que Dios nos ha amado hasta darnos a su propio Hijo, ni la muerte, ni el pecado nos arrancarán de su amor." –“Cuando venga, pues, el amo de la viña... ¿Qué hará? Hará perecer de mala muerte a los malvados, y arrendará la viña a otros” (Noel Quesson). El liderazgo en el Reino de Dios que viene le será quitado a la oficialidad judía, para dárselo a un pueblo nuevo que dé frutos. Por eso las palabras de Jesús enfurecieron a los sacerdotes y fariseos, que se sintieron claramente señalados. Jesús está haciendo un resumen alegórico de la historia del Antiguo Testamento: justos condenados a muerte, como ahora lo haría la “oficialidad judía” (servico bíblico latinoamericano).
La historia de José se repite en Jesús. La parábola de los viñadores que llegan a apalear a los enviados y a matar al hijo parece calcada del poema de Isaías 5, con el lamento de la viña estéril. Pero aquí es más trágica: «Matémoslo y nos quedaremos con su herencia». Los sacerdotes y fariseos entendieron muy bien «que hablaba de ellos» y buscaban la manera de deshacerse de Jesús. También aquí, lo que parecía una muerte definitiva y sin sentido, resultó que en los planes de Dios conducía a la salvación del nuevo Israel, como la esclavitud de José había sido providencial para los futuros tiempos de hambre de sus hermanos y de su pueblo. El evangelio cita el salmo pascual por excelencia, el 117: «la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». La muerte ha sido precisamente el camino para la vida. Si el pueblo elegido, Israel, rechaza al enviado de Dios, se les encomendará la viña a otros que sí quieran producir frutos. Durante la Cuaresma, y en particular los viernes, nuestros ojos se dirigen a la Cruz de Cristo. Todavía con mayor motivo que José en el AT, Jesús es el prototipo de los justos perseguidos y vendidos por unas monedas. La envidia y la mezquindad de los dirigentes de su pueblo le llevan a la muerte. Su camino es serio: incluye la entrega total de su vida. Nuestro camino de Pascua supone también aceptar la cruz de Cristo. Convencidos de que, como Dios escribe recto con líneas torcidas, también nuestro dolor o nuestra renuncia, como los de Cristo, conducen a la vida. También tenemos que recoger el aviso de la esterilidad y la infidelidad de Israel. Nosotros seguramente no vendemos a nuestro hermano por veinte monedas. Ni tampoco traicionamos a Jesús por treinta. No sale de nuestra boca el fatídico propósito «matémosle», dedicándonos a eliminar a los enviados de Dios que nos resultan incómodos (aunque sí podamos sencillamente ignorarlos o despreciarlos). Pero se nos puede hacer otra pregunta: ¿somos una viña que da sus frutos a Dios? ¿O le estamos defraudando año tras año? Precisamente el pueblo elegido es el que rechazó a los enviados de Dios y mató a su Hijo. Nosotros, los que seguimos a Cristo y participamos en su Eucaristía, ¿podríamos ser tachados de viña estéril, raquítica? ¿Se podría decir que, en vez de trabajar para Dios, nos aprovechamos de su viña para nuestro propio provecho? ¿Y que en vez de uvas buenas le damos agrazones? ¿Somos infieles? ¿O tal vez perezosos, descuidados? En la Cuaresma, con la mirada puesta en la muerte y resurrección de Jesús, debemos reorientar nuestra existencia. En este año concreto, sin esperar a otro. «A ti, Señor, me acojo, no quede yo nunca defraudado» (entrada)… de modo que «lleguemos a las fiestas de Pascua con perfecto espíritu de conversión» (oración) y «que el fruto de esta celebración se haga realidad permanente en nuestra vida» (ofrenda: J. Aldazábal).
San Agustín así lo explica: «Se plantó la viña, es decir, la ley dada en los corazones de los judíos. Fueron enviados los profetas a buscar el fruto, o sea, la rectitud de vida. Estos profetas recibieron afrentas y hasta la muerte. Fue enviado también Cristo, el Hijo único del Padre de familia; y no sólo dieron muerte al heredero, sino que también, por ello, perdieron la heredad. Su perversa decisión les produjo el efecto contrario. Para poseerla le dieron muerte, y por haberle dado muerte, la perdieron». Nuestro Señor toma sobre sí nuestros pecados, los expía y suplica desde la cruz, con lágrimas de sangre, para nosotros y en nuestro lugar, el perdón y la gracia. Merecemos el castigo de Dios por no haber recibido generosamente sus dones y por no habernos comportado como lo exige la vocación a la que hemos sido llamados, por nuestros pecados y nuestras iniquidades. Supliquemos al Señor que aparte su ira y su furor de nosotros. ¡Cuántos pecados, cuántas iniquidades se cometen diariamente en el mundo! ¿Qué sería de todos nosotros si el Señor no fuera nuestro Redentor y Salvador?
La liturgia de estos días nos acerca poco a poco al misterio central de la Redención. El Señor vino a traer la luz al mundo, enviado por el Padre: vino a su casa y los suyos no le recibieron (Juan 1, 11)... Así hicieron con el Señor: lo sacaron fuera de la ciudad y lo crucificaron. Los pecados de los hombres han sido la causa de la muerte de Jesucristo.
San Ambrosio dice: “La viña es la figura del pueblo de Dios, porque, injertado sobre la vid eterna se levanta por encima de toda la tierra. Brote de un suelo ingrato, brota y florece, se reviste de verdor, pareciéndose al yugo de la cruz cuando sus pámpanos se extienden como brazos fecundos de una viña hermosa... Con razón se llama al pueblo de Cristo la viña del Señor, sea porque está marcado con el signo de la cruz (Ez 9,4), sea porque se recoge de él los frutos en la última estación del año, sea porque como los renglones de la viña, pobres y ricos, humildes y poderosos, siervos y amos, todos en la Iglesia tienen una igualdad perfecta... Cuando se ata la viña, ella se reconduce; cuando se la poda, no es para dañarla sino para hacerla crecer. Lo mismo pasa con el pueblo santo; atándolo se hace libre; humillado se vuelve a levantar; recortado recibe una corona. Mejor aún: igual que el brote, cogido de un árbol viejo, es injertado sobre otra raíz, asimismo el pueblo santo... alimentado en el árbol de la cruz... se desarrolla. Y el Espíritu Santo, esparcido en los surcos de una viña, se derrama en nuestro cuerpo, lavando todo lo impuro y levantando nuestros miembros para dirigirlos hacia el cielo. Esta viña es expurgada por el viñador, es ligada, podada (Jn 15,2)... A veces quema con el sol los secretos de nuestro cuerpo, a veces nos riega con su lluvia. El viñador quiere expurgar la viña para que las zarzas no perjudiquen a los brotes tiernos, vela para que las hojas no hagan demasiada sombra...no priva nuestras virtudes de luz, y no impide la maduración de nuestros frutos.”
La Eucaristía, Memorial de la Pascua de Cristo, nos hace vivir el amor que Dios nos ha tenido siempre. Nadie nos ama como Él: Dios misericordioso para con todos; siempre dispuesto a perdonarnos y a recibirnos como a hijos suyos. Nosotros entregamos a su Hijo a la muerte y Él, libremente, la aceptó, pues aun cuando podía liberarse de ella, quiso entregar su vida para que nosotros tuviésemos vida, y vida en abundancia. Entrar en comunión de vida con el Señor, mediante la Eucaristía, nos hace gozar en plenitud de la vida de Dios. Quienes participamos de la vida de Dios no podemos continuar siendo unos malvados. Dios quiere de nosotros personas capaces de trabajar por la paz y por la unidad de todos, en torno a nuestro único Dios y Padre; nos quiere fraternalmente unidos; quiere que desterremos de nosotros el gesto amenazador en contra de nuestro prójimo. No podemos entregar a los inocentes a la muerte para liberarnos de sus molestias. Debemos reconocer, con humildad, que nadie tiene la última ni la única palabra válida en la vida. Todos necesitamos unos de otros. Por eso no podemos vivir en la envidia, en la persecución y en la muerte de los demás, para allanar nuestro camino hacia la gloria terrena. Tenemos que aprender a respetar los derechos humanos de todos. Hemos de aprender a vivir en comunión fraterna, sabiendo que cada uno de los miembros de la Iglesia y de la sociedad debe aportar lo propio, para que lleguemos a construir cada día, de un modo más perfecto ya desde ahora, el Reino de Dios entre nosotros, hasta que llegue a su plenitud en la vida eterna. Pero si vivimos asesinándonos, envidiándonos, persiguiéndonos, ¿podremos llamarnos en verdad hijos de Dios? ¿Podremos decir que somos hermanos unidos por el amor? ¿Nos diferenciaremos en algo de aquellos que persiguieron y asesinaron a Cristo? Tratemos de ser más congruentes con nuestra fe. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de vernos y amarnos como hermanos, manifestando así que realmente la Redención de Cristo ha dado frutos abundantes de salvación en nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com).
Llucià Pou Sabaté
domingo, 27 de marzo de 2011
Cuaresma 2ª semana, jueves: seremos juzgados en el amor a los demás, ahí está la grandeza del corazón del hombre, su realización completa
Cuaresma 2ª semana, jueves: seremos juzgados en el amor a los demás, ahí está la grandeza del corazón del hombre, su realización completa
Libro de Jeremías 17,5-10 (=DOMINGO 06C): Así habla el Señor: ¡Maldito el hombre que confía en el hombre y busca su apoyo en la carne, mientras su corazón se aparta del Señor! Él es como un matorral en la estepa que no ve llegar la felicidad; habita en la aridez del desierto, en una tierra salobre e inhóspita. ¡Bendito el hombre que confía en el Señor y en Él tiene puesta su confianza! Él es como un árbol plantado al borde de las aguas, que extiende sus raíces hacia la corriente; no teme cuando llega el calor y su follaje se mantiene frondoso; no se inquieta en un año de sequía y nunca deja de dar fruto. Nada más tortuoso que el corazón humano y no tiene arreglo: ¿quién puede penetrarlo? Yo, el Señor, sondeo el corazón y examino las entrañas, para dar a cada uno según su conducta, según el fruto de sus acciones.
Salmo 1,1-4.6: ¡Feliz el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni se detiene en el camino de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los impíos, sino que se complace en la ley del Señor y la medita de día y de noche!
Él es como un árbol plantado al borde de las aguas, que produce fruto a su debido tiempo, y cuyas hojas nunca se marchitan: todo lo que haga le saldrá bien.
No sucede así con los malvados: ellos son como paja que se lleva el viento, porque el Señor cuida el camino de los justos, pero el camino de los malvados termina mal.
Texto del Evangelio (Lc 16,19-31 = domingo 26C): En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: «Era un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y un pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico pero hasta los perros venían y le lamían las llagas.
Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. Estando en el Hades entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Y, gritando, dijo: ‘Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama’. Pero Abraham le dijo: ‘Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado. Y además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros’.
Replicó: ‘Con todo, te ruego, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio, y no vengan también ellos a este lugar de tormento’. Díjole Abraham: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan’. Él dijo: ‘No, padre Abraham; sino que si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán’. Le contestó: ‘Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite’».
Comentario: 1. Jeremías (17, 5-10) hablaba a su pueblo, pero también sus palabras son para nosotros. Comenta San Agustín: «El hombre se perdió por primera vez a causa del amor a sí mismo. Pues si no se hubiese amado a sí mismo y hubiese antepuesto a Dios a sí mismo, hubiera estado siempre sometido a Dios; no se hubiera inclinado a hacer su propia voluntad descuidando la de Dios. / Amarse a uno mismo no es otra cosa que querer hacer la propia voluntad. Antepón la voluntad de Dios; aprende a amarte, no amándote. Pues, para que sepáis que es un vicio amarse, dice así el Apóstol: “habrá hombres amantes de sí mismos”... “amantes del dinero”. Ya estáis viendo que te encuentras fuera... ¿Por qué vas fuera?... Comenzaste a amar lo que es exterior a ti y te extraviaste». Y evoca así la parábola del hijo pródigo: «Vuelto a sí se dirige al Padre, donde encuentra refugio segurísimo. Si, pues, había salido de sí y de aquél que le había dado el ser, al volver a sí para ir al Padre, niégase a sí mismo. ¿Qué es negarse a sí mismo? No presuma de sí, advierta que es hombre y escuche el dicho profético: “¡Maldito todo el que pone su esperanza en el hombre!” (Jer 17,5). Sea guía de sí mismo, pero no hacia abajo; sea guía de sí mismo, mas para adherirse a Dios».
“La Cuaresma nos propone una gracia, un don de Dios. Pero se nos anuncia que es también juicio: al final ¿quién es el que ha acertado y tiene razón en sus opciones de vida? Tendríamos que aprender las lecciones que nos va dando la vida. Cuando hemos seguido el buen camino, somos mucho más felices y nuestra vida es fecunda. Cuando hemos desviado nuestra atención y nos hemos dejado seducir por otros apoyos que no eran la voluntad de Dios, siempre hemos tenido que arrepentirnos después. Y luego nos extrañamos de la falta de frutos en nuestra vida o en nuestro trabajo” (J. Aldazábal).
¿Estamos apegados a «cosas»? ¿Tenemos tal instinto de posesión que nos cierra las entrañas y nos impide compartirlas con los demás? Diremos que no, que nosotros no somos así, por eso hemos de preguntarlo a los demás, que nos ayuden a comunicar nuestros dones –capacidades, tiempo, dinero, y sobre todo amor, capacidad de escucha…- a los otros. Porque la austeridad no es tirar todo para quedarse con poco, sino amar y dar, y darnos. El otro día salió en clase la expresión “hay más alegría en dar que en recibir” y comentó uno de los alumnos en la reunión: “eso no está claro”. Ni mucho menos, pues en esta época nuestra en que se exaltan valores como el éxito y la riqueza, el “estado del bienestar” hace oídos sordos a las preocupaciones de la gente con menos recursos, aquí y en otros países. Pero intuimos que el tener, sólo, no basta para dar la felicidad, que el egoísta es un amargado. Como en la película de Orson Wells, “El ciudadano Kane”, quien no se da a los demás, se encuentra al final solo.
¿Qué es generosidad? Es dar limosna a un niño de la calle, invertir tiempo en obras de caridad, pero también escuchar al amigo que quiere abrir su corazón. En definitiva, salir de uno mismo, dejar de estar “en-si-mismado” (metido en sí mismo) y pasar a estar “en-tu-siasmado” (volcado hacia el tú de los demás, salir de uno mismo, en “éxtasis”). No mirarse al espejo, sino descubrir que lo importante de la vida no es el juego de intereses sino la entrega generosa, puesta de manifiesto en la amistad, el amor, la maternidad.
La generosidad es la expresión del amor, eso que no puede comprarse en ningún centro comercial, pero que es la esencia de la vida, lo que de verdad ilumina el mundo. Quizá aparentemente “no sirve de nada”, pero cuando falta no queda nada que sirva.
Es virtud de las almas grandes, una apertura del corazón que sabe amar, donde no se busca más gratificación que dar y ayudar. Eso, en sí mismo, satisface. “Mejor es dar que recibir” (Hch 20,25). Con su ejercicio, se ensancha el corazón pues el egoísmo empequeñece, y el aumento de la capacidad de amor da más juventud al alma.
Generosidad es juzgar con comprensión; sonreír y hacer la vida agradable a los demás, aunque tengamos un mal día o esa persona nos caiga antipática; adelantarse en los pequeños servicios, “que no se nos caigan los anillos” al hacer algo que está “por debajo” de nuestra condición, pues para quien es generoso no hay arriba ni abajo, todo es ocasión de servir.
Una forma muy elevada de vivir la generosidad es comunicar la alegría de la fe; más que con palabras es con el ejemplo como se transmite la fe; cuando está vivida: con la cordialidad, hablando bien de todos, escuchando atentamente, con el don de la oportunidad y visión positiva, sobrenatural, de los acontecimientos… y haciendo favores. Qué bonito es oír a un compañero que nos dice: “gracias a ti aprobé las matemáticas”. Facilitar la amistad a quien le cuesta coger confianza, y acercarse prudentemente; es la base humana de esas confidencias sobrenaturales, que abren horizontes en nuestra vida. Sobre todo, cuando tratamos a los demás viendo a Jesús en ellos, oyendo cómo el Señor nos dice “lo que hacéis con estos lo hacéis conmigo”.
La generosidad lleva así al mejor de los sacrificios, que es la misericordia, participar con los sentimientos de la miseria ajena para hacerla propia; y así la limosna es algo natural, como el amor a los pobres. Muchas veces son los más necesitados los que poseen ese don de la misericordia, como la viuda de Sarepta que, viendo al profeta hambriento que fue a su puerta en medio de la sequía de un mal año, amasó el pan con la poca harina y el aceite que le quedaba; y no faltó más harina ni más aceite en aquella casa. Lo que damos, lo que ofrecemos, tiene intereses muy altos; cuando servimos experimentamos lo que decía Tagore: “dormía y soñaba que la vida era alegría. Desperté y ví que la vida era servicio. Y al servir comprobé que el servicio era alegría”.
Vivir no es transcurrir. La primera lectura de hoy nos pregunta por eso: "¿Quién entenderá el corazón del hombre?". No hemos de sorprendernos por las incoherencias y desgarrones íntimos de la vida propia o ajena. "Gaudium et Spes" ya señala que estamos sometidos hoy a muchos cambios, quizá semejantes a la crisis de crecimiento de un adolescente, que es como mar impetuoso, olas que suben y bajan, dificultades para el trato... El hombre crece en su poder sobre la creación, pero teme sus consecuencias; profundiza en su conocimiento pero se muestra cada vez más inseguro; intuye qué es la libertad, mientras se siente más esclavo; sabe qué es solidaridad, que es posible atender a los pobres, pero… "nunca el género humano tuvo a disposición suya tantas riquezas, tantas posibilidades y tanto poder económico. Sin embargo, una gran parte de la humanidad sufre aún hambre y miseria, mientras inmensas multitudes no saben leer ni escribir. Nunca como hoy ha tenido el hombre sentido tan agudo de su libertad, mas al mismo tiempo surgen nuevas formas de esclavitud social y psíquica. Y, mientras con todo ahínco se busca un ordenamiento temporal más perfecto, no se avanza paralelamente en el progreso espiritual”.
¿Puede el hombre vivir sin religión, sin idea de Dios, sin ideales, valores comunes a todos, y más allá de su existencia personal, más allá de la muerte? Jean-Paul Sartre escribía: "afirmar a Dios es negar al hombre"; es la visión de Dios como “competidor” nuestro, y seguir a Jesús se ve como una especie de anti-humanismo, y por eso también cierta cultura post-moderna pretende buscar nuevos humanismos, que excluyan a Dios para afirmar solamente al hombre. “Jesús no pone en competencia el amor a Dios y el amor al prójimo; sino que los une y hace a uno causa y motivación del otro. Para que el ser humano sea grande y digno de todo respeto necesita a Dios; donde Dios muere, muere fatalmente también el hombre. En el fondo del equívoco en que se debate un cierto pensamiento moderno, hay una profunda ignorancia del evangelio y del auténtico mensaje cristiano”, mensaje de amor que da vida, que nos enseña Jesús con la entrega de su propia vida por nosotros: «nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). “¡Que al participar en la Eucaristía, memorial de la entrega que Jesús hace de su propia vida por nosotros, nos enseñe Él a amarnos unos a otros como Él nos amó!” (Moisés Aguilar).
Hace muchos años, a un hombre se le presentó la oportunidad de mejorar su empleo, pero debía emigrar con su familia desde Nueva York hasta Australia; y así lo hizo. Entre su numerosa familia tenía un apuesto hijo que soñaba en convertirse en un gran actor. Mientras su sueño se hacía realidad, trabajaba en los embarcaderos. Una noche, de regreso a casa, fue atacado por un grupo de delincuentes, quienes además de robarle, lo golpearon salvajemente, desfigurando su rostro y dejándolo al borde de la muerte. Incluso la policía al encontrarlo lo llevó a la morgue; sin embargo, al darse cuenta de que aún vivía, lo trasladó a urgencias.
Al verle, una enfermera exclamó con horror: ¡Este joven no tiene rostro! (me salto los detalles de la descripción, pueden verse en Internet). Fue intervenido quirúrgicamente en numerosas ocasiones, tiempo en que estuvo debatiéndose entre la vida y la muerte. Su recuperación fue lenta, aun y así producía asombro y hasta miedo y rechazo... ya no era más aquel joven apuesto y soñador. Reintegrarse a la vida social fue difícil; no lograba hacer amigos, no conseguía trabajo, a excepción de ser atracción en un circo como “El hombre sin rostro”, pero aun ahí la gente no quería acercarse a él; sufría mucho, hasta el grado de llegar a tener pensamientos suicidas.
Un día, en un templo, lloraba y suplicaba a Dios que tuviera compasión de él; un sacerdote se impresionó tanto al verle y escuchar su relato que le prometió hacer todo lo que estuviera a su alcance para que fuera restaurado su rostro, su dignidad y su vida. Consiguió que un cirujano plástico le atendiera, sin coste alguno. Él empezó a ver la vida con alegría, esperanza y amor; la cirugía y la reconstrucción dental fueron todo un éxito; comenzó a participar en actividades de la iglesia, fue bendecido con una maravillosa esposa e hijos, alcanzó el éxito en la carrera que soñaba: ser un gran actor y productor de cine, con reconocimiento mundial; y debido a su experiencia conserva un alto grado de sensibilidad solidaria ante las necesidades de quienes sufren... Este joven es Mel Gibson, y su vida inspiró el filme “Un hombre sin rostro”, que él mismo produjo (Cfr. “Les dejo mi Paz”). En ella muestra cómo este hombre a su vez ayuda a un chico que tiene serios problemas, y necesita un referente para crecer por dentro; así, será ayuda para los demás.
Nuestro corazón, la cosa más traicionera y difícil de curar; pero la cosa más importante, pues del corazón brotará nuestro amor a Dios sobre todas las cosas y el amor a nuestro prójimo como a nosotros mismos. ¿En quién hemos puesto nuestro corazón? ¿Quién habita en él?, pues de la abundancia del corazón habla la boca. Nuestra propia experiencia del pecado ha inclinado muchas veces nuestro corazón más al mal que al bien; se han abierto heridas que difícilmente pueden curarse, pues preferimos continuar siendo dominados por nuestra concupiscencia que por la bondad, cuyo camino a veces se nos hace demasiado arduo y difícil por tener que renunciar, incluso, a nosotros mismos. Por eso le hemos de pedir al Señor que sea Él quien haga su obra de salvación en nosotros, pues sólo Él puede realizar una nueva creación en nuestra vida. Él enviará a nuestros corazones su Espíritu; y entonces podrá concedernos tener en verdad un corazón nuevo y un espíritu nuevo, pues nuestra confianza estará colocada sólo en Dios, y no en cualquier otra persona ni en ninguna otra cosa. Que Dios nos conceda esa gracia especialmente en este tiempo, con el que nos preparamos para celebrar la Pascua.
2. –El Salmo 1 es una meditación sobre el destino de los buenos y de los malos. El tema de los caminos en el Antiguo Testamento y en el Nuevo, en la vida de la Iglesia primitiva, como en la Didajé, es muy expresivo de las diferentes actitudes humanas. Abramos nuestro corazón a la presencia del Señor que se acerca a nosotros para habitar en nuestro corazón. Aprendamos a escuchar su Palabra y a meditarla amorosamente en nuestro interior, de tal forma que, comprendiéndola, nos decidamos a ir por los caminos de Dios. Entonces la Palabra de Dios no será algo inútil en nosotros, sino que nos santificará y nos hará tan puros como Ella. Pero no busquemos sólo nuestra santidad; el amor que le tengamos a Dios y su presencia en nosotros debe impulsar nuestra existencia para que, con una vida intachable, nos convirtamos en testigos del amor de Dios para los demás. Y ser intachable significa arrancar de nosotros los odios, las injusticias, los desprecios, las venganzas, las maldades y vicios. Por eso no podemos decir que amamos a Dios, y que somos fieles a sus enseñanzas, si no somos capaces de amar a nuestro prójimo y de dar nuestra vida por Él. Que esta Cuaresma no sólo nos una a Dios, sino que sea un camino también de cercanía a nuestro prójimo, para fortalecerlo en su camino hacia nuestro Dios y Padre. Hoy rezamos: «Señor, tú que amas la inocencia y la devuelves a quien la ha perdido, atrae hacia Ti nuestros corazones y abrásalos en el fuego de tu espíritu, para que permanezcamos firmes en la fe y eficaces en el bien obrar» (Colecta). «Te pedimos, Señor, que el fruto de este santo sacrificio persevere en nosotros, y se manifieste siempre en nuestras obras» (Postcomunión).
3. Lucas 16,19-31: Tú recibiste bienes en vida y Lázaro a su vez males; por eso encuentra aquí consuelo mientras tú padeces. El juicio de Dios supondrá la inversión de acá abajo. El rico Epulón y el pobre Lázaro son las dos posturas en la vida que se cambian en el juicio de Dios. Hemos de atender a la voz de Dios, pues sólo en ellas encontramos el camino seguro para recibir el premio en la otra vida. Dios ha hablado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, y sigue hablando en la Iglesia, a través de la Tradición, el Magisterio, los dogmas y los sacramentos (Manuel Garrido). San Agustín destaca el destino final de quienes siguen uno u otro camino: «Ved a uno y a otro, al que vive en el placer y al que vive en el dolor: el rico vivía entre placeres y el pobre entre dolores; el primero banqueteaba, el segundo sufría; aquél era tratado con respeto por la familia que lo rodeaba, éste era lamido por los perros; aquél se volvía más duro en sus banquetes, éste ni con las migajas podía alimentarse. / Pasó el placer, pasó la necesidad; pasaron los bienes del rico y los males del pobre; al rico le vinieron males y al pobre bienes. Lo pasado pasó para siempre; lo que vino después nunca disminuyó. El rico ardía en los infiernos; el pobre se alegraba en el seno de Abrahán. Primeramente había deseado el pobre una migaja de la mesa del rico; luego deseó el rico una gota del dedo del pobre. La penuria de éste acabó en la saciedad; el placer de aquél terminó en el dolor sin fin».
El Evangelio nos descubre las realidades del hombre después de la muerte. Jesús nos habla del premio o del castigo que tendremos según cómo nos hayamos comportado. Es fuerte el contraste entre el rico y el pobre con los perros que le lamen las úlceras (cf. Lc 16,19-21). “Nuestra sociedad, constantemente, nos recuerda que hemos de vivir bien, con confort y bienestar, gozando y sin preocupaciones. Vivir para uno mismo, sin ocuparse de los demás, o preocupándonos justo lo necesario para que la conciencia quede tranquila, pero no por un sentido de justicia, amor o solidaridad”. San Gregorio Magno nos dice que «todas estas cosas se dicen para que nadie pueda excusarse a causa de su ignorancia», de ahí el relato detallado del sufrimiento postrero del rico: hay una justicia final. “Hay que despojarse del hombre viejo y ser libre para poder amar al prójimo. Hay que responder al sufrimiento de los pobres, de los enfermos, o de los abandonados. Sería bueno que recordáramos esta parábola con frecuencia para que nos haga más responsables de nuestra vida. A todos nos llega el momento de la muerte. Y hay que estar siempre preparados, porque un día seremos juzgados”.
Pero no seguiremos aquí un relato tremendista, sino el de Benedicto XVI, en su encíclica sobre la esperanza (nn. 44-46), cuando se refiere a un mundo sin Dios como injusto: “La protesta contra Dios en nombre de la justicia no vale. Un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza (cf. Ef 2,12). Sólo Dios puede crear justicia. Y la fe nos da esta certeza: Él lo hace. La imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza; quizás la imagen decisiva para nosotros de la esperanza. ¿Pero no es quizás también una imagen que da pavor? Yo diría: es una imagen que exige la responsabilidad. Una imagen, por lo tanto, de ese pavor al que se refiere san Hilario cuando dice que todo nuestro miedo está relacionado con el amor. Dios es justicia y crea justicia. Éste es nuestro consuelo y nuestra esperanza. Pero en su justicia está también la gracia. Esto lo descubrimos dirigiendo la mirada hacia el Cristo crucificado y resucitado. Ambas –justicia y gracia– han de ser vistas en su justa relación interior. La gracia no excluye la justicia. No convierte la injusticia en derecho. No es un cepillo que borra todo, de modo que cuanto se ha hecho en la tierra acabe por tener siempre igual valor. Contra este tipo de cielo y de gracia ha protestado con razón, por ejemplo, Dostoyëvski en su novela “Los hermanos Karamazov”. Al final los malvados, en el banquete eterno, no se sentarán indistintamente a la mesa junto a las víctimas, como si no hubiera pasado nada. A este respecto quisiera citar un texto de Platón que expresa un presentimiento del juicio justo, que en gran parte es verdadero y provechoso también para el cristiano. Aunque con imágenes mitológicas, pero que expresan de modo inequívoco la verdad, dice que al final las almas estarán desnudas ante el juez. Ahora ya no cuenta lo que fueron una vez en la historia, sino sólo lo que son de verdad. « Ahora [el juez] tiene quizás ante sí el alma de un rey [...] o algún otro rey o dominador, y no ve nada sano en ella. La encuentra flagelada y llena de cicatrices causadas por el perjurio y la injusticia [...] y todo es tortuoso, lleno de mentira y soberbia, y nada es recto, porque ha crecido sin verdad. Y ve cómo el alma, a causa de la arbitrariedad, el desenfreno, la arrogancia y la desconsideración en el actuar, está cargada de excesos e infamia. Ante semejante espectáculo, la manda enseguida a la cárcel, donde padecerá los castigos merecidos [...]. Pero a veces ve ante sí un alma diferente, una que ha transcurrido una vida piadosa y sincera [...], se complace y la manda a la isla de los bienaventurados». En la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31), Jesús ha presentado como advertencia la imagen de un alma similar, arruinada por la arrogancia y la opulencia, que ha cavado ella misma un foso infranqueable entre sí y el pobre: el foso de su cerrazón en los placeres materiales, el foso del olvido del otro y de la incapacidad de amar, que se transforma ahora en una sed ardiente y ya irremediable. Hemos de notar aquí que, en esta parábola, Jesús no habla del destino definitivo después del Juicio universal, sino que se refiere a una de las concepciones del judaísmo antiguo, es decir, la de una condición intermedia entre muerte y resurrección, un estado en el que falta aún la sentencia última”. Me da paz que el Papa diga esto, pues desde pequeño pensé que el rico no podía en la parábola estar en el infierno, pues tenía ciertos sentimientos de preocupación por los de su familia, y en el infierno no hay amor.
San Juan Crisóstomo nos habla de la hospitalidad: “A propósito de esta parábola, conviene preguntarnos por qué el rico ve a Lázaro en el seno de Abrahán y no en compañía de otro justo. Es porque Abrahán había sido hospitalario. Aparece pues, al lado de Lázaro para acusar al rico epulón de haber despreciado la hospitalidad. En efecto, el patriarca incluso invitó a unos simples peregrinos y los hizo entrar en su tienda. (Gn 18,15) El rico, en cambio, no mostraba más que desprecio hacia aquel que estaba en su puerta. Tenía medios, con todo el dinero que poseía, para dar seguridad al pobre. Pero él continuaba, día tras día, ignorando al pobre y privándole de su ayuda que tanto necesitaba. / El patriarca actuó de modo totalmente distinto. Sentado a la entrada de su tienda, extendió la mano a todo el que pasaba, semejante a un pescador que extiende su mano para recoger los peces en la red, y a menudo, incluso oro o piedras preciosas. Así pues, recogiendo a hombres en sus redes, Abrahán llegó a hospedar a ángeles ¡cosa sorprendente! sin darse cuenta de ello. El mismo Pablo se quedó maravillado por el relato cuando nos transmite esta exhortación: “No olvidéis la hospitalidad, pues gracias a ella algunos hospedaron, sin saberlo, a ángeles.” (Heb 13,2) Pablo tiene razón cuando dice “sin saberlo”. Si Abrahán hubiese sabido que aquellos que acogía tan generosamente en su casa eran ángeles, no habría hecho nada extraordinario ni admirable. Es elogiado porque ignoraba la identidad de los peregrinos. En efecto, él creía que estos viajeros que él invitaba a su casa eran gente corriente. Tú también sabes ser solícito para recibir un personaje célebre y nadie se extraña de ello.. En cambio, llama la atención y es verdaderamente admirable ofrecer una acogida llena de bondad al primero que llega, a la gente desconocida y ordinaria”. Con esto hemos visto la escatología intermedia, un estado entre la vida y el destino definitivo. Excepto los casos de santos, no podemos juzgar sobre las personas, sino confiar, pues –como dice la canción- “deja que Dios haga de Dios, tú adórale…”. (Pero de ello se habla en los siguientes 2 puntos de la encíclica que, por razón de espacio, dejamos para el Evangelio “del juicio final”).
Jesús, mediante la entrega total de su vida por nosotros, nos da el ejemplo que hemos de seguir en nuestro amor por el prójimo. No podemos apegar nuestro corazón a las cosas pasajeras. En ellas no estriba nuestra felicidad, pues este mundo es caduco y pasajero; quien deposite en él su corazón puede, finalmente, quedarse vacío de amor y de felicidad. Por eso el Señor nos dijo que hay más felicidad en dar que en recibir. Dios nos quiere libres de toda atadura al egoísmo. Abramos no sólo nuestros ojos, sino también nuestro corazón y nuestras manos, para procurar el bien de nuestros hermanos necesitados a causa de sus pobrezas o discapacidades. No podemos vivir con el corazón endurecido ante las desgracias que padecen muchos hermanos nuestros, mientras nosotros nos encerramos en nuestros egoísmos disfrutando de todo. Mientras no seamos capaces de amar compartir lo nuestro con los demás, no podemos llamar Padre a Dios con toda lealtad. La Madre Teresa de Calcuta nos decía que hay que amar hasta que nos duela. No podemos desprendernos sólo de lo que nos sobre; hemos de estar dispuestos a entregar incluso nuestra propia vida, con tal de que los demás recobren su dignidad de hijos de Dios. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de no poner nuestra seguridad en las cosas pasajeras, sino en la búsqueda de los bienes eternos. Por eso pidámosle que nos conceda en abundancia su amor para que, mediante él, seamos transformados en signos de su entrega, de su servicio, de su generosidad para todos cuantos nos traten y podamos, así, ser recibidos al final de nuestra vida en las moradas eternas, en la misma medida en la que nosotros recibimos amorosamente a los demás en nuestro corazón. Amén (www.homiliacatolica.com).
Llucià Pou Sabaté
Libro de Jeremías 17,5-10 (=DOMINGO 06C): Así habla el Señor: ¡Maldito el hombre que confía en el hombre y busca su apoyo en la carne, mientras su corazón se aparta del Señor! Él es como un matorral en la estepa que no ve llegar la felicidad; habita en la aridez del desierto, en una tierra salobre e inhóspita. ¡Bendito el hombre que confía en el Señor y en Él tiene puesta su confianza! Él es como un árbol plantado al borde de las aguas, que extiende sus raíces hacia la corriente; no teme cuando llega el calor y su follaje se mantiene frondoso; no se inquieta en un año de sequía y nunca deja de dar fruto. Nada más tortuoso que el corazón humano y no tiene arreglo: ¿quién puede penetrarlo? Yo, el Señor, sondeo el corazón y examino las entrañas, para dar a cada uno según su conducta, según el fruto de sus acciones.
Salmo 1,1-4.6: ¡Feliz el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni se detiene en el camino de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los impíos, sino que se complace en la ley del Señor y la medita de día y de noche!
Él es como un árbol plantado al borde de las aguas, que produce fruto a su debido tiempo, y cuyas hojas nunca se marchitan: todo lo que haga le saldrá bien.
No sucede así con los malvados: ellos son como paja que se lleva el viento, porque el Señor cuida el camino de los justos, pero el camino de los malvados termina mal.
Texto del Evangelio (Lc 16,19-31 = domingo 26C): En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: «Era un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y un pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico pero hasta los perros venían y le lamían las llagas.
Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. Estando en el Hades entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Y, gritando, dijo: ‘Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama’. Pero Abraham le dijo: ‘Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado. Y además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros’.
Replicó: ‘Con todo, te ruego, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio, y no vengan también ellos a este lugar de tormento’. Díjole Abraham: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan’. Él dijo: ‘No, padre Abraham; sino que si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán’. Le contestó: ‘Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite’».
Comentario: 1. Jeremías (17, 5-10) hablaba a su pueblo, pero también sus palabras son para nosotros. Comenta San Agustín: «El hombre se perdió por primera vez a causa del amor a sí mismo. Pues si no se hubiese amado a sí mismo y hubiese antepuesto a Dios a sí mismo, hubiera estado siempre sometido a Dios; no se hubiera inclinado a hacer su propia voluntad descuidando la de Dios. / Amarse a uno mismo no es otra cosa que querer hacer la propia voluntad. Antepón la voluntad de Dios; aprende a amarte, no amándote. Pues, para que sepáis que es un vicio amarse, dice así el Apóstol: “habrá hombres amantes de sí mismos”... “amantes del dinero”. Ya estáis viendo que te encuentras fuera... ¿Por qué vas fuera?... Comenzaste a amar lo que es exterior a ti y te extraviaste». Y evoca así la parábola del hijo pródigo: «Vuelto a sí se dirige al Padre, donde encuentra refugio segurísimo. Si, pues, había salido de sí y de aquél que le había dado el ser, al volver a sí para ir al Padre, niégase a sí mismo. ¿Qué es negarse a sí mismo? No presuma de sí, advierta que es hombre y escuche el dicho profético: “¡Maldito todo el que pone su esperanza en el hombre!” (Jer 17,5). Sea guía de sí mismo, pero no hacia abajo; sea guía de sí mismo, mas para adherirse a Dios».
“La Cuaresma nos propone una gracia, un don de Dios. Pero se nos anuncia que es también juicio: al final ¿quién es el que ha acertado y tiene razón en sus opciones de vida? Tendríamos que aprender las lecciones que nos va dando la vida. Cuando hemos seguido el buen camino, somos mucho más felices y nuestra vida es fecunda. Cuando hemos desviado nuestra atención y nos hemos dejado seducir por otros apoyos que no eran la voluntad de Dios, siempre hemos tenido que arrepentirnos después. Y luego nos extrañamos de la falta de frutos en nuestra vida o en nuestro trabajo” (J. Aldazábal).
¿Estamos apegados a «cosas»? ¿Tenemos tal instinto de posesión que nos cierra las entrañas y nos impide compartirlas con los demás? Diremos que no, que nosotros no somos así, por eso hemos de preguntarlo a los demás, que nos ayuden a comunicar nuestros dones –capacidades, tiempo, dinero, y sobre todo amor, capacidad de escucha…- a los otros. Porque la austeridad no es tirar todo para quedarse con poco, sino amar y dar, y darnos. El otro día salió en clase la expresión “hay más alegría en dar que en recibir” y comentó uno de los alumnos en la reunión: “eso no está claro”. Ni mucho menos, pues en esta época nuestra en que se exaltan valores como el éxito y la riqueza, el “estado del bienestar” hace oídos sordos a las preocupaciones de la gente con menos recursos, aquí y en otros países. Pero intuimos que el tener, sólo, no basta para dar la felicidad, que el egoísta es un amargado. Como en la película de Orson Wells, “El ciudadano Kane”, quien no se da a los demás, se encuentra al final solo.
¿Qué es generosidad? Es dar limosna a un niño de la calle, invertir tiempo en obras de caridad, pero también escuchar al amigo que quiere abrir su corazón. En definitiva, salir de uno mismo, dejar de estar “en-si-mismado” (metido en sí mismo) y pasar a estar “en-tu-siasmado” (volcado hacia el tú de los demás, salir de uno mismo, en “éxtasis”). No mirarse al espejo, sino descubrir que lo importante de la vida no es el juego de intereses sino la entrega generosa, puesta de manifiesto en la amistad, el amor, la maternidad.
La generosidad es la expresión del amor, eso que no puede comprarse en ningún centro comercial, pero que es la esencia de la vida, lo que de verdad ilumina el mundo. Quizá aparentemente “no sirve de nada”, pero cuando falta no queda nada que sirva.
Es virtud de las almas grandes, una apertura del corazón que sabe amar, donde no se busca más gratificación que dar y ayudar. Eso, en sí mismo, satisface. “Mejor es dar que recibir” (Hch 20,25). Con su ejercicio, se ensancha el corazón pues el egoísmo empequeñece, y el aumento de la capacidad de amor da más juventud al alma.
Generosidad es juzgar con comprensión; sonreír y hacer la vida agradable a los demás, aunque tengamos un mal día o esa persona nos caiga antipática; adelantarse en los pequeños servicios, “que no se nos caigan los anillos” al hacer algo que está “por debajo” de nuestra condición, pues para quien es generoso no hay arriba ni abajo, todo es ocasión de servir.
Una forma muy elevada de vivir la generosidad es comunicar la alegría de la fe; más que con palabras es con el ejemplo como se transmite la fe; cuando está vivida: con la cordialidad, hablando bien de todos, escuchando atentamente, con el don de la oportunidad y visión positiva, sobrenatural, de los acontecimientos… y haciendo favores. Qué bonito es oír a un compañero que nos dice: “gracias a ti aprobé las matemáticas”. Facilitar la amistad a quien le cuesta coger confianza, y acercarse prudentemente; es la base humana de esas confidencias sobrenaturales, que abren horizontes en nuestra vida. Sobre todo, cuando tratamos a los demás viendo a Jesús en ellos, oyendo cómo el Señor nos dice “lo que hacéis con estos lo hacéis conmigo”.
La generosidad lleva así al mejor de los sacrificios, que es la misericordia, participar con los sentimientos de la miseria ajena para hacerla propia; y así la limosna es algo natural, como el amor a los pobres. Muchas veces son los más necesitados los que poseen ese don de la misericordia, como la viuda de Sarepta que, viendo al profeta hambriento que fue a su puerta en medio de la sequía de un mal año, amasó el pan con la poca harina y el aceite que le quedaba; y no faltó más harina ni más aceite en aquella casa. Lo que damos, lo que ofrecemos, tiene intereses muy altos; cuando servimos experimentamos lo que decía Tagore: “dormía y soñaba que la vida era alegría. Desperté y ví que la vida era servicio. Y al servir comprobé que el servicio era alegría”.
Vivir no es transcurrir. La primera lectura de hoy nos pregunta por eso: "¿Quién entenderá el corazón del hombre?". No hemos de sorprendernos por las incoherencias y desgarrones íntimos de la vida propia o ajena. "Gaudium et Spes" ya señala que estamos sometidos hoy a muchos cambios, quizá semejantes a la crisis de crecimiento de un adolescente, que es como mar impetuoso, olas que suben y bajan, dificultades para el trato... El hombre crece en su poder sobre la creación, pero teme sus consecuencias; profundiza en su conocimiento pero se muestra cada vez más inseguro; intuye qué es la libertad, mientras se siente más esclavo; sabe qué es solidaridad, que es posible atender a los pobres, pero… "nunca el género humano tuvo a disposición suya tantas riquezas, tantas posibilidades y tanto poder económico. Sin embargo, una gran parte de la humanidad sufre aún hambre y miseria, mientras inmensas multitudes no saben leer ni escribir. Nunca como hoy ha tenido el hombre sentido tan agudo de su libertad, mas al mismo tiempo surgen nuevas formas de esclavitud social y psíquica. Y, mientras con todo ahínco se busca un ordenamiento temporal más perfecto, no se avanza paralelamente en el progreso espiritual”.
¿Puede el hombre vivir sin religión, sin idea de Dios, sin ideales, valores comunes a todos, y más allá de su existencia personal, más allá de la muerte? Jean-Paul Sartre escribía: "afirmar a Dios es negar al hombre"; es la visión de Dios como “competidor” nuestro, y seguir a Jesús se ve como una especie de anti-humanismo, y por eso también cierta cultura post-moderna pretende buscar nuevos humanismos, que excluyan a Dios para afirmar solamente al hombre. “Jesús no pone en competencia el amor a Dios y el amor al prójimo; sino que los une y hace a uno causa y motivación del otro. Para que el ser humano sea grande y digno de todo respeto necesita a Dios; donde Dios muere, muere fatalmente también el hombre. En el fondo del equívoco en que se debate un cierto pensamiento moderno, hay una profunda ignorancia del evangelio y del auténtico mensaje cristiano”, mensaje de amor que da vida, que nos enseña Jesús con la entrega de su propia vida por nosotros: «nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). “¡Que al participar en la Eucaristía, memorial de la entrega que Jesús hace de su propia vida por nosotros, nos enseñe Él a amarnos unos a otros como Él nos amó!” (Moisés Aguilar).
Hace muchos años, a un hombre se le presentó la oportunidad de mejorar su empleo, pero debía emigrar con su familia desde Nueva York hasta Australia; y así lo hizo. Entre su numerosa familia tenía un apuesto hijo que soñaba en convertirse en un gran actor. Mientras su sueño se hacía realidad, trabajaba en los embarcaderos. Una noche, de regreso a casa, fue atacado por un grupo de delincuentes, quienes además de robarle, lo golpearon salvajemente, desfigurando su rostro y dejándolo al borde de la muerte. Incluso la policía al encontrarlo lo llevó a la morgue; sin embargo, al darse cuenta de que aún vivía, lo trasladó a urgencias.
Al verle, una enfermera exclamó con horror: ¡Este joven no tiene rostro! (me salto los detalles de la descripción, pueden verse en Internet). Fue intervenido quirúrgicamente en numerosas ocasiones, tiempo en que estuvo debatiéndose entre la vida y la muerte. Su recuperación fue lenta, aun y así producía asombro y hasta miedo y rechazo... ya no era más aquel joven apuesto y soñador. Reintegrarse a la vida social fue difícil; no lograba hacer amigos, no conseguía trabajo, a excepción de ser atracción en un circo como “El hombre sin rostro”, pero aun ahí la gente no quería acercarse a él; sufría mucho, hasta el grado de llegar a tener pensamientos suicidas.
Un día, en un templo, lloraba y suplicaba a Dios que tuviera compasión de él; un sacerdote se impresionó tanto al verle y escuchar su relato que le prometió hacer todo lo que estuviera a su alcance para que fuera restaurado su rostro, su dignidad y su vida. Consiguió que un cirujano plástico le atendiera, sin coste alguno. Él empezó a ver la vida con alegría, esperanza y amor; la cirugía y la reconstrucción dental fueron todo un éxito; comenzó a participar en actividades de la iglesia, fue bendecido con una maravillosa esposa e hijos, alcanzó el éxito en la carrera que soñaba: ser un gran actor y productor de cine, con reconocimiento mundial; y debido a su experiencia conserva un alto grado de sensibilidad solidaria ante las necesidades de quienes sufren... Este joven es Mel Gibson, y su vida inspiró el filme “Un hombre sin rostro”, que él mismo produjo (Cfr. “Les dejo mi Paz”). En ella muestra cómo este hombre a su vez ayuda a un chico que tiene serios problemas, y necesita un referente para crecer por dentro; así, será ayuda para los demás.
Nuestro corazón, la cosa más traicionera y difícil de curar; pero la cosa más importante, pues del corazón brotará nuestro amor a Dios sobre todas las cosas y el amor a nuestro prójimo como a nosotros mismos. ¿En quién hemos puesto nuestro corazón? ¿Quién habita en él?, pues de la abundancia del corazón habla la boca. Nuestra propia experiencia del pecado ha inclinado muchas veces nuestro corazón más al mal que al bien; se han abierto heridas que difícilmente pueden curarse, pues preferimos continuar siendo dominados por nuestra concupiscencia que por la bondad, cuyo camino a veces se nos hace demasiado arduo y difícil por tener que renunciar, incluso, a nosotros mismos. Por eso le hemos de pedir al Señor que sea Él quien haga su obra de salvación en nosotros, pues sólo Él puede realizar una nueva creación en nuestra vida. Él enviará a nuestros corazones su Espíritu; y entonces podrá concedernos tener en verdad un corazón nuevo y un espíritu nuevo, pues nuestra confianza estará colocada sólo en Dios, y no en cualquier otra persona ni en ninguna otra cosa. Que Dios nos conceda esa gracia especialmente en este tiempo, con el que nos preparamos para celebrar la Pascua.
2. –El Salmo 1 es una meditación sobre el destino de los buenos y de los malos. El tema de los caminos en el Antiguo Testamento y en el Nuevo, en la vida de la Iglesia primitiva, como en la Didajé, es muy expresivo de las diferentes actitudes humanas. Abramos nuestro corazón a la presencia del Señor que se acerca a nosotros para habitar en nuestro corazón. Aprendamos a escuchar su Palabra y a meditarla amorosamente en nuestro interior, de tal forma que, comprendiéndola, nos decidamos a ir por los caminos de Dios. Entonces la Palabra de Dios no será algo inútil en nosotros, sino que nos santificará y nos hará tan puros como Ella. Pero no busquemos sólo nuestra santidad; el amor que le tengamos a Dios y su presencia en nosotros debe impulsar nuestra existencia para que, con una vida intachable, nos convirtamos en testigos del amor de Dios para los demás. Y ser intachable significa arrancar de nosotros los odios, las injusticias, los desprecios, las venganzas, las maldades y vicios. Por eso no podemos decir que amamos a Dios, y que somos fieles a sus enseñanzas, si no somos capaces de amar a nuestro prójimo y de dar nuestra vida por Él. Que esta Cuaresma no sólo nos una a Dios, sino que sea un camino también de cercanía a nuestro prójimo, para fortalecerlo en su camino hacia nuestro Dios y Padre. Hoy rezamos: «Señor, tú que amas la inocencia y la devuelves a quien la ha perdido, atrae hacia Ti nuestros corazones y abrásalos en el fuego de tu espíritu, para que permanezcamos firmes en la fe y eficaces en el bien obrar» (Colecta). «Te pedimos, Señor, que el fruto de este santo sacrificio persevere en nosotros, y se manifieste siempre en nuestras obras» (Postcomunión).
3. Lucas 16,19-31: Tú recibiste bienes en vida y Lázaro a su vez males; por eso encuentra aquí consuelo mientras tú padeces. El juicio de Dios supondrá la inversión de acá abajo. El rico Epulón y el pobre Lázaro son las dos posturas en la vida que se cambian en el juicio de Dios. Hemos de atender a la voz de Dios, pues sólo en ellas encontramos el camino seguro para recibir el premio en la otra vida. Dios ha hablado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, y sigue hablando en la Iglesia, a través de la Tradición, el Magisterio, los dogmas y los sacramentos (Manuel Garrido). San Agustín destaca el destino final de quienes siguen uno u otro camino: «Ved a uno y a otro, al que vive en el placer y al que vive en el dolor: el rico vivía entre placeres y el pobre entre dolores; el primero banqueteaba, el segundo sufría; aquél era tratado con respeto por la familia que lo rodeaba, éste era lamido por los perros; aquél se volvía más duro en sus banquetes, éste ni con las migajas podía alimentarse. / Pasó el placer, pasó la necesidad; pasaron los bienes del rico y los males del pobre; al rico le vinieron males y al pobre bienes. Lo pasado pasó para siempre; lo que vino después nunca disminuyó. El rico ardía en los infiernos; el pobre se alegraba en el seno de Abrahán. Primeramente había deseado el pobre una migaja de la mesa del rico; luego deseó el rico una gota del dedo del pobre. La penuria de éste acabó en la saciedad; el placer de aquél terminó en el dolor sin fin».
El Evangelio nos descubre las realidades del hombre después de la muerte. Jesús nos habla del premio o del castigo que tendremos según cómo nos hayamos comportado. Es fuerte el contraste entre el rico y el pobre con los perros que le lamen las úlceras (cf. Lc 16,19-21). “Nuestra sociedad, constantemente, nos recuerda que hemos de vivir bien, con confort y bienestar, gozando y sin preocupaciones. Vivir para uno mismo, sin ocuparse de los demás, o preocupándonos justo lo necesario para que la conciencia quede tranquila, pero no por un sentido de justicia, amor o solidaridad”. San Gregorio Magno nos dice que «todas estas cosas se dicen para que nadie pueda excusarse a causa de su ignorancia», de ahí el relato detallado del sufrimiento postrero del rico: hay una justicia final. “Hay que despojarse del hombre viejo y ser libre para poder amar al prójimo. Hay que responder al sufrimiento de los pobres, de los enfermos, o de los abandonados. Sería bueno que recordáramos esta parábola con frecuencia para que nos haga más responsables de nuestra vida. A todos nos llega el momento de la muerte. Y hay que estar siempre preparados, porque un día seremos juzgados”.
Pero no seguiremos aquí un relato tremendista, sino el de Benedicto XVI, en su encíclica sobre la esperanza (nn. 44-46), cuando se refiere a un mundo sin Dios como injusto: “La protesta contra Dios en nombre de la justicia no vale. Un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza (cf. Ef 2,12). Sólo Dios puede crear justicia. Y la fe nos da esta certeza: Él lo hace. La imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza; quizás la imagen decisiva para nosotros de la esperanza. ¿Pero no es quizás también una imagen que da pavor? Yo diría: es una imagen que exige la responsabilidad. Una imagen, por lo tanto, de ese pavor al que se refiere san Hilario cuando dice que todo nuestro miedo está relacionado con el amor. Dios es justicia y crea justicia. Éste es nuestro consuelo y nuestra esperanza. Pero en su justicia está también la gracia. Esto lo descubrimos dirigiendo la mirada hacia el Cristo crucificado y resucitado. Ambas –justicia y gracia– han de ser vistas en su justa relación interior. La gracia no excluye la justicia. No convierte la injusticia en derecho. No es un cepillo que borra todo, de modo que cuanto se ha hecho en la tierra acabe por tener siempre igual valor. Contra este tipo de cielo y de gracia ha protestado con razón, por ejemplo, Dostoyëvski en su novela “Los hermanos Karamazov”. Al final los malvados, en el banquete eterno, no se sentarán indistintamente a la mesa junto a las víctimas, como si no hubiera pasado nada. A este respecto quisiera citar un texto de Platón que expresa un presentimiento del juicio justo, que en gran parte es verdadero y provechoso también para el cristiano. Aunque con imágenes mitológicas, pero que expresan de modo inequívoco la verdad, dice que al final las almas estarán desnudas ante el juez. Ahora ya no cuenta lo que fueron una vez en la historia, sino sólo lo que son de verdad. « Ahora [el juez] tiene quizás ante sí el alma de un rey [...] o algún otro rey o dominador, y no ve nada sano en ella. La encuentra flagelada y llena de cicatrices causadas por el perjurio y la injusticia [...] y todo es tortuoso, lleno de mentira y soberbia, y nada es recto, porque ha crecido sin verdad. Y ve cómo el alma, a causa de la arbitrariedad, el desenfreno, la arrogancia y la desconsideración en el actuar, está cargada de excesos e infamia. Ante semejante espectáculo, la manda enseguida a la cárcel, donde padecerá los castigos merecidos [...]. Pero a veces ve ante sí un alma diferente, una que ha transcurrido una vida piadosa y sincera [...], se complace y la manda a la isla de los bienaventurados». En la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31), Jesús ha presentado como advertencia la imagen de un alma similar, arruinada por la arrogancia y la opulencia, que ha cavado ella misma un foso infranqueable entre sí y el pobre: el foso de su cerrazón en los placeres materiales, el foso del olvido del otro y de la incapacidad de amar, que se transforma ahora en una sed ardiente y ya irremediable. Hemos de notar aquí que, en esta parábola, Jesús no habla del destino definitivo después del Juicio universal, sino que se refiere a una de las concepciones del judaísmo antiguo, es decir, la de una condición intermedia entre muerte y resurrección, un estado en el que falta aún la sentencia última”. Me da paz que el Papa diga esto, pues desde pequeño pensé que el rico no podía en la parábola estar en el infierno, pues tenía ciertos sentimientos de preocupación por los de su familia, y en el infierno no hay amor.
San Juan Crisóstomo nos habla de la hospitalidad: “A propósito de esta parábola, conviene preguntarnos por qué el rico ve a Lázaro en el seno de Abrahán y no en compañía de otro justo. Es porque Abrahán había sido hospitalario. Aparece pues, al lado de Lázaro para acusar al rico epulón de haber despreciado la hospitalidad. En efecto, el patriarca incluso invitó a unos simples peregrinos y los hizo entrar en su tienda. (Gn 18,15) El rico, en cambio, no mostraba más que desprecio hacia aquel que estaba en su puerta. Tenía medios, con todo el dinero que poseía, para dar seguridad al pobre. Pero él continuaba, día tras día, ignorando al pobre y privándole de su ayuda que tanto necesitaba. / El patriarca actuó de modo totalmente distinto. Sentado a la entrada de su tienda, extendió la mano a todo el que pasaba, semejante a un pescador que extiende su mano para recoger los peces en la red, y a menudo, incluso oro o piedras preciosas. Así pues, recogiendo a hombres en sus redes, Abrahán llegó a hospedar a ángeles ¡cosa sorprendente! sin darse cuenta de ello. El mismo Pablo se quedó maravillado por el relato cuando nos transmite esta exhortación: “No olvidéis la hospitalidad, pues gracias a ella algunos hospedaron, sin saberlo, a ángeles.” (Heb 13,2) Pablo tiene razón cuando dice “sin saberlo”. Si Abrahán hubiese sabido que aquellos que acogía tan generosamente en su casa eran ángeles, no habría hecho nada extraordinario ni admirable. Es elogiado porque ignoraba la identidad de los peregrinos. En efecto, él creía que estos viajeros que él invitaba a su casa eran gente corriente. Tú también sabes ser solícito para recibir un personaje célebre y nadie se extraña de ello.. En cambio, llama la atención y es verdaderamente admirable ofrecer una acogida llena de bondad al primero que llega, a la gente desconocida y ordinaria”. Con esto hemos visto la escatología intermedia, un estado entre la vida y el destino definitivo. Excepto los casos de santos, no podemos juzgar sobre las personas, sino confiar, pues –como dice la canción- “deja que Dios haga de Dios, tú adórale…”. (Pero de ello se habla en los siguientes 2 puntos de la encíclica que, por razón de espacio, dejamos para el Evangelio “del juicio final”).
Jesús, mediante la entrega total de su vida por nosotros, nos da el ejemplo que hemos de seguir en nuestro amor por el prójimo. No podemos apegar nuestro corazón a las cosas pasajeras. En ellas no estriba nuestra felicidad, pues este mundo es caduco y pasajero; quien deposite en él su corazón puede, finalmente, quedarse vacío de amor y de felicidad. Por eso el Señor nos dijo que hay más felicidad en dar que en recibir. Dios nos quiere libres de toda atadura al egoísmo. Abramos no sólo nuestros ojos, sino también nuestro corazón y nuestras manos, para procurar el bien de nuestros hermanos necesitados a causa de sus pobrezas o discapacidades. No podemos vivir con el corazón endurecido ante las desgracias que padecen muchos hermanos nuestros, mientras nosotros nos encerramos en nuestros egoísmos disfrutando de todo. Mientras no seamos capaces de amar compartir lo nuestro con los demás, no podemos llamar Padre a Dios con toda lealtad. La Madre Teresa de Calcuta nos decía que hay que amar hasta que nos duela. No podemos desprendernos sólo de lo que nos sobre; hemos de estar dispuestos a entregar incluso nuestra propia vida, con tal de que los demás recobren su dignidad de hijos de Dios. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de no poner nuestra seguridad en las cosas pasajeras, sino en la búsqueda de los bienes eternos. Por eso pidámosle que nos conceda en abundancia su amor para que, mediante él, seamos transformados en signos de su entrega, de su servicio, de su generosidad para todos cuantos nos traten y podamos, así, ser recibidos al final de nuestra vida en las moradas eternas, en la misma medida en la que nosotros recibimos amorosamente a los demás en nuestro corazón. Amén (www.homiliacatolica.com).
Llucià Pou Sabaté
Cuaresma 2ª semana, miércoles: anuncio de la Pasión de Jesús, que con su amor y humildad es nuestro ejemplo, del camino a seguir.
Cuaresma 2ª semana, miércoles: anuncio de la Pasión de Jesús, que con su amor y humildad es nuestro ejemplo, del camino a seguir.
Libro de Jeremías 18,18-20: Ellos dijeron: "¡Vengan, tramemos un plan contra Jeremías, porque no le faltará la instrucción al sacerdote, ni el consejo al sabio, ni la palabra al profeta! Vengan, inventemos algún cargo contra él, y no prestemos atención a sus palabras". ¡Préstame atención, Señor, y oye la voz de los que me acusan! ¿Acaso se devuelve mal por bien para que me hayan cavado una fosa? Recuerda que yo me presenté delante de ti para hablar en favor de ellos, para apartar de ellos tu furor.
Salmo 31,5-6.14-16: Sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi refugio. Yo pongo mi vida en tus manos: tú me rescatarás, Señor, Dios fiel. Oigo los rumores de la gente y amenazas por todas partes, mientras se confabulan contra mí y traman quitarme la vida. Pero yo confío en ti, Señor, y te digo: "Tú eres mi Dios, mi destino está en tus manos". Líbrame del poder de mis enemigos y de aquellos que me persiguen.
Texto del Evangelio (Mt 20,17-28): En aquel tiempo, cuando Jesús iba subiendo a Jerusalén, tomó aparte a los Doce, y les dijo por el camino: «Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, para burlarse de Él, azotarle y crucificarle, y al tercer día resucitará».
Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró como para pedirle algo. Él le dijo: «¿Qué quieres?». Dícele ella: «Manda que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y otro a tu izquierda, en tu Reino». Replicó Jesús: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber?». Dícenle: «Sí, podemos». Díceles: «Mi copa, sí la beberéis; pero sentarse a mi derecha o mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado por mi Padre».
Al oír esto los otros diez, se indignaron contra los dos hermanos. Mas Jesús los llamó y dijo: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos».
Comentario: 1. Jer 18, 18-20: “Señor, hazme caso, oye cómo me acusan. ¿Es que se paga el bien con el mal?” Jeremías sufriente es una figura de Cristo, que precisamente en el evangelio de hoy anuncia su Pasión. Jeremías es un poeta, un alma sensible, que sufre como tantos de hoy por causa de la verdad, de la justicia: “Te ruego, Señor, por todos los perseguidos, criticados, desestimados a causa de lo que hacen o de lo que dicen. -«Venid, le heriremos a lenguaradas». Temible poder el de la lengua: puede destruir a un hombre. Calumnia, maledicencia... Su daño es mucho peor que un puñetazo o un tajo de espada. La herida es a veces muy profunda. Ocasión para mí de preguntarme si presto atención a lo que digo y cómo lo digo. ¿Hay quizá personas a las que daña el tono de mis palabras? Pero Tú, Señor, escúchame, y oye lo que dicen mis adversarios” (Noel Quesson). (El Salmo es como una glosa de todo esto).
Jeremías fue una figura impresionante de la pasión de Jesús. Tuvo que hablar en nombre de Dios en tiempos difíciles, inmediatamente antes del destierro final. No le hicieron caso. Le persiguieron. En el primer párrafo hablan los que conspiran contra el profeta. Les estorba. Como estorban siempre los verdaderos profetas, los que dicen, no lo que halaga los oídos de sus oyentes, sino lo que les parece en conciencia que es la voluntad de Dios. «No haremos caso de sus oráculos». Irónicamente dicen estos «judíos malvados» que, aunque eliminen a un profeta como Jeremías, no les faltarán ni sacerdotes ni sabios ni profetas que sí digan lo que a ellos les agrada. Son los falsos profetas, que siempre han hecho carrera. En el siguiente párrafo es el profeta el que se queja ante Dios de esta persecución y le pide su ayuda. Se siente indefenso, «me acusan, han cavado una fosa para mí». La súplica continúa en el salmo: «sácame de la red que me han tendido, oigo el cuchicheo de la gente, se conjuran contra mí y traman quitarme la vida... pero yo confío en ti, sálvame, Señor». Y eso que Jeremías había intercedido ante Dios a favor del pueblo que ahora le vuelve la espalda. Lo que pasa con Jeremías es un exacto anuncio de lo que en el NT harán con Jesús sus enemigos, acusándole y acosándole hasta eliminarlo. Pero Él murió pidiendo a Dios que perdonara a sus verdugos. Jeremías es también el prototipo de tantos inocentes que padecen injustamente por el testimonio que dan, y de tantos profetas que en todos los tiempos han padecido persecución y muerte por sus incómodas denuncias.
Dicen que mientras Sócrates meditaba, un discípulo se acercó diciéndole: "Maestro, quiero contarle algo, un amigo suyo habló de usted con malevolencia". El inmortal filósofo ateniense lo interrumpe preguntando: “¿Ya hiciste pasar por las tres cribas lo que me vas a contar? La primera de ellas es la verdad: ¿ya examinaste si lo que quieres decirme es verdadero en todos sus puntos?” El sorprendido discípulo contestó: "No, lo he oído decir a unos vecinos". Sócrates replicó: "-al menos habrás hecho pasar por la criba de la bondad; lo que me quieres contar ¿Es bueno por lo menos?” El discípulo dijo "No, en realidad es todo lo contrario". -“Ahhh... -interrumpió Sócrates-. Entonces, vamos a la tercera criba: ¿Es necesario que me cuentes eso?” -"Para ser sincero no, necesario no es", dijo el intrigante. Entonces Sócrates le respondió: "-Si no es verdadero, ni bueno, ni necesario... no merece ser conocido por nadie, sepultémoslo en el olvido". ¡Cuánto daño, por esparcir maledicencias! ¡Cuántos sufrimientos se podrían evitar callando, o pensando un poco, antes de dejar ir aquello en un momento cargado de emotividad! Hay personas que primero hablan, envalentonadas por el alcohol o el afán de quedar bien, por “el climax” del momento, y por la hinchazón de gloria de un momento pierden amigos por haber tocado su honra. Recordemos que somos dueños de nuestro silencio, y esclavos de nuestras palabras.
El clamor del profeta («Tú, Señor, escúchame») es anuncio del desahogo de Jesús en la Cruz, y su petición por sus verdugos: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen». Es un buen momento para unirnos a la vida y sufrimientos de todos los que padecen... que de algún modo son imagen de los sufrimientos de Cristo, quien está con ellos padeciendo. San Agustín dice: «La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es una prenda de gloria y una enseñanza de paciencia. Pues, ¿qué dejará de esperar de la gloria de Dios el corazón de los fieles, si por ellos el Hijo único de Dios, coeterno con el Padre, no se contentó con nacer como un hombre entre los hombres, sino que quiso incluso morir por mano de los hombres, que Él mismo había creado? Grande es lo que el Señor nos promete para el futuro, pero es mucho mayor aún aquello que celebramos recordando lo que ha hecho por nosotros».
No es sencillo aceptar las consecuencias del cumplimiento fiel de nuestra acción profética. No sólo hemos de denunciar al pueblo sus delitos; también hemos de proponer caminos de salvación. Tal vez quienes se sientan afectados en sus intereses, cargados de maldades y de injusticias, traten de acabar con nosotros. Sin embargo, no por eso nos vamos a quedar mudos. El Señor nos enseña que hay que orar por nuestros enemigos, por los que nos persiguen y maldicen. Jeremías, efectivamente, le dice al Señor: Recuerda cómo he insistido ante ti, intercediendo en su favor, para apartar de ellos tu cólera. Y aun cuando más adelante le pida al Señor que les castigue por haber cerrado su corazón y no querer volver a Él, persiguiendo a su enviado, nos está advirtiendo el profeta que hemos de aprovechar la oportunidad que Dios nos da, antes de que sea demasiado tarde y nos sea imposible volver atrás. Seamos nosotros los primeros en abrir nuestro corazón a Dios. Dejemos nuestros caminos de maldad. Reconozcamos con humildad nuestros pecados y volvamos al Señor, rico en misericordia para con nosotros.
2. Sal 30,5-6.14.15-16: Si Dios está de nuestra parte, ¿quién se atreverá a ponerse en contra nuestra? Sin embargo, por causa del Señor nos persiguen y traman quitarnos la vida. Dios no nos abandonará a la muerte, pues aun cuando tengamos que pasar por ella, la última palabra la tendrá siempre la vida, pues el Señor nos llama a vivir eternamente con Él. No podemos buscar la muerte como testimonio supremo de nuestra fe, pues de hacerlo así estaríamos actuando más buscando nuestra propia gloria que la gloria de Dios, o estaríamos indicando que somos víctimas de alguna enfermedad psicológica. Quienes damos testimonio de Cristo lo hacemos con la valentía que nos viene del Espíritu Santo, aceptando con amor todos los riesgos que se nos vengan encima por nuestra fidelidad en el seguimiento del Señor. Confiemos nuestra vida en manos de Dios y Él nos llevará consigo a la Gloria que les espera a los que viven siéndole fieles. “Sálvame, Señor, por tu misericordia”. Precisamente el Evangelio proclama el anuncio de la muerte de Jesús (en total son 9 los anuncios: Mt 16, 21-23; 17, 22-23; 20, 17-23; Mc 8, 31-33; 9, 30-32; 10, 32-34; Lc 9, 22, 44-45; 18, 31-33). Se habla en ellos del tercer día, y “existe una importante gradación en los tres anuncios de la muerte próxima de Cristo. En los dos primeros, en efecto, habla todavía como un rabino que describe la suerte del Hijo del hombre; en el tercero, por el contrario, ya no es el rabino el que habla, sino un hombre fiel que sabe cuál es su deber y que se adentra resueltamente por el camino ineludible ("he aquí que subimos...", v. 18) que le conduce a la muerte reservada a los profetas y a los sembradores de inquietudes”.
Pero “Jesús no anuncia tan sólo su muerte, sino también su resurrección. Este anuncio es sorprendente”. Is 55 habla de sufrir (entregado, agobiado...), pero “no hay nada en el Antiguo Testamento que permita pensar en una resurrección del Mesías. Apenas si se admitía en algunos medios la noción de una resurrección general (2 Mac 7, 9-29; Dan 12, 2), y cuando los apóstoles se vieron más adelante en precisión de justificar la resurrección partiendo del Antiguo Testamento no encontraron más que textos acomodables, como Sal 15/16 (Act 2,22-32; 13,34-35). No nos imaginamos ver a Jesús proclamar estas confidencias, y contemplar los pensamientos que pasan por su mente: ¿cómo el "amo del cielo y de la tierra" pasa por esto?; ¿por qué? y ¿para qué? Y oímos aquel "no hay más grande amor que el de dar la vida por aquellos que se ama". Y aquel otro "Yo he venido para que tengan vida, y en abundancia." Y también: "He aquí la sangre de la alianza para el perdón de los pecados.” Y aun: "El buen pastor da su vida por sus ovejas." Una vida nueva surge de la muerte. Tenemos ya el valor escondido y misterioso del sufrimiento, del sacrificio, lo que en el fondo ha de explicar una religión, el límite al que no alcanza la filosofía...
¿Podéis beber "mi copa"?, nos dice hoy también Jesús. Cuando sufro, ¿soy consciente de acercar mis labios a la misma copa que Jesús?
3. Mt 20, 17-28: “El que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor”. Mateo cuenta que la madre de Santiago y Juan pide para sus hijos los puestos de honor. –“Subiendo Jesús hacia Jerusalén, tomó aparte a los doce”. La Cuaresma es también una "subida hacia Jerusalén". Un camino hacia la cruz. Jesús tiene que decir un secreto, que no puede confiar más que a los más íntimos. Los toma "aparte". El Hijo del hombre ha de ser entregado, condenado, escarnecido, azotado, crucificado... Jesús sabe, detalladamente, lo que le espera. Decidido, tranquilo, libre, sube hacia Jerusalén. Trato de imaginarme estas palabras, estas confidencias saliendo de tu propia boca. Trato de contemplar los pensamientos que pasan por tu mente, Señor, al expresar estas cosas. Si Tú, Señor, "amo del cielo y de la tierra", has pasado por todo ello, ayúdame a comprender un poco ¿por qué? y ¿para qué? "No hay más grande amor que el de dar la vida por aquellos que se ama… Yo he venido para que tengan vida, y en abundancia… He aquí la sangre de la alianza para el perdón de los pecados… El buen pastor da su vida por sus ovejas." –“Y resucitará al tercer día”. Una vida nueva surge de la muerte. Valor escondido y misterioso del sufrimiento, del sacrificio. ¿Creo yo realmente en el misterio pascual? ¿Qué luz me aporta este misterio, frente a mis infortunios, a mis pecados, frente a los problemas del mundo y de la Iglesia? El hombre "escarnecido"... esto continúa en el día de hoy. ¿Estoy convencido de que en ello se prepara una "resurrección"? ¿Qué es lo que cambia?
-“La madre de los hijos de Zebedeo se acercó y pidió a Jesús: "Que mis dos hijos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu reino". "No sabéis lo que pedís"...” Es verdad, Señor, no lo sabemos. "¡Servir!" -“¿Podéis beber la copa que Yo beberé?” Simbolismo bíblico. La "copa" amarga que se traga toda de golpe a pesar del mal sabor, es el símbolo de la prueba, de la adversidad. (Salmo 75, 9; Is 51, 17; Jr 25, 15) Esta madre, efectivamente, no sabía lo que pedía. Estar con Jesús, a su derecha y a su izquierda, es hacerse "esclavo" como Él, es "servir" a los demás, es "dar su vida en rescate o redención de otros". Este es el sentido que Tú, Jesús, das a tu pasión... y a la misa... y a nuestra vida de cada día. A esta luz quiero revisar, detenidamente, mi vida cotidiana”(Noel Quesson).
“No es de extrañar que los otros diez apóstoles reaccionaran disgustados: pero es porque ellos también querían lo mismo, y esos dos se les habían adelantado.
Los criterios de aquellos apóstoles eran exactamente los criterios de este mundo: el poder, el prestigio, el éxito humano. Mientras que los de Cristo son la entrega de sí mismo, ser servidores de los demás, no precisamente buscando los puestos de honor.
En nuestro camino de preparación para la Pascua se nos propone hoy un modelo soberano: Cristo Jesús, que camina decididamente en el cumplimiento de su misión. Va camino de la cruz y de la muerte, el camino de la solidaridad y de la salvación de todos.
«No he venido a ser servido, sino a dar mi vida por los demás». Es el camino de todos los que le imitan... millones de cristianos han seguido el camino de su Maestro hasta la cruz y la vida resucitada. No nos suele gustar el camino de la subida a la cruz. A Jeremías también le hubiera sido mucho más cómodo renunciar a su fuego interior de profeta y callarse, para volver a su pueblo a divertirse con sus amigos. A Jesús le hubiera ido mucho mejor, humanamente, si no hubiera denunciado con tanta claridad a las clases dirigentes de su tiempo. Él es el auténtico Siervo de Yahvé. Comenta San Agustín: «Cosa grande es el conocimiento de Cristo crucificado. ¡Cuántas cosas encierra en su interior ese tesoro! ¡Cristo crucificado! Tal es el tesoro escondido de la sabiduría y de la ciencia. No os engañéis, pues, bajo el pretexto de la sabiduría. Juntaos ante la envoltura y orad para que se os desenvuelva. / ¡Necio filósofo de este mundo! Eso que buscas es nada... ¿De qué aprovecha que tengas sed, si desprecias la fuente?... ¿Y cuál es su precepto sino que creamos en Él y nos amemos mutuamente? ¿Creer en quién? En Cristo crucificado. Este es su mandato: que creamos en Cristo crucificado... Pero donde está la humildad, está también la majestad; donde la debilidad, allí el poder; donde la muerte, allí también la vida. Si quieres llegar a la segunda parte, no desprecies la primera».
Los Apóstoles no han puesto ningún límite a su Señor; tampoco nosotros lo hemos puesto. Por eso, cuando pedimos algo en nuestra oración debemos estar dispuestos a aceptar, por encima de todo, la Voluntad de Dios; también cuando no coincida con nuestros deseos. Quiere que le pidamos lo que necesitamos y deseemos pero, sobre todo, que conformemos nuestra voluntad con la suya. Él nos dará siempre lo mejor. El Señor nos invita a una profunda amistad y a compartir un destino común a todos los que queremos seguirle. Para participar en su resurrección gloriosa es necesario compartir con Él la Cruz, y nos pregunta como preguntó a los Apóstoles: ¿Podéis beber el cáliz (2), -el cáliz de la entrega completa al cumplimiento de la voluntad del Padre- que yo voy a beber? ¡Possumus! ¡Podemos, sí, estamos dispuestos! Contestamos como los Apóstoles. Hoy nos preguntamos en la oración si hemos dado al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a nuestro amor propio.
No existe vida cristiana sin mortificación. El Señor hizo del dolor un medio de redención; con su dolor nos ha redimido. La mortificación y la vida de penitencia, a la que nos llama la Cuaresma, tienen como motivo principal la corredención, participar del mismo cáliz del Señor. La voluntaria mortificación es medio de purificación y desagravio, necesario para poder tratar al Señor en la oración e indispensable para la eficacia apostólica. Este espíritu de penitencia y de mortificación lo manifestamos en nuestra vida corriente en el quehacer de cada día, sin esperar ocasiones extraordinarias: cumplimiento de nuestro horario, compaginar nuestras obligaciones con Dios, con los demás y con nosotros mismos, tratar con caridad a los demás empezando por los nuestros, soportar con buen humor las mil contrariedades de la jornada, corregir cuando tenemos una misión de gobierno, renunciar a nuestros propios proyectos...
El servicio de Cristo a la humanidad va encaminado a la salvación. Nuestra actitud ha de ser servir a Dios y a los demás con visión sobrenatural, especialmente en lo referente a la salvación, pero también en todas las ocasiones que se presentan cada día. Servir a los demás requiere mortificación y presencia de Dios, y olvido de uno mismo. No nos importe servir y ayudar mucho a quienes están a nuestro lado, aunque no recibamos ningún pago ni recompensa. Nuestra Madre, que sirvió a su hijo y a San José, nos ayudará a darnos sin medida ni cálculo. (F. Fernández Carvajal)
A un cristiano le puede parecer que, en medio de este mundo, es mejor contemporizar y seguir las mismas consignas que todos, en busca del bienestar personal. Pero el camino de la Pascua es camino de vida nueva, de renuncia al mal, de imitación de un Cristo que se entrega totalmente, que nos enseña a no buscar los primeros puestos, sino a ser los servidores de los demás, cosa que en este mundo parece ridícula.
Aquellos discípulos de Jesús que en esta ocasión no habían entendido nada, entre ellos Pedro, madurarán después y no sólo darán valiente testimonio de Jesús a pesar de las persecuciones y las cárceles, sino que todos morirán mártires, entregando su vida por el Maestro.
¿Nos está ayudando la Cuaresma de este año en el camino de imitación de Jesús, en su camino a la cruz? ¿O todavía pensamos con mentalidad humana, persiguiendo los éxitos fáciles y el «ser servidos», saliéndonos siempre con la nuestra, sin renunciar nunca a nada de lo que nos apetece? ¿Organizamos nuestra vida según nuestros gustos o según lo que Dios nos está pidiendo?” (J. Aldazábal). «Señor, guarda a tu familia en el camino del bien que le señalaste» (oración). «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida, tú tienes palabras de vida eterna» (aclamación); «Señor, líbranos de las ataduras del pecado» (ofrendas), y concretamente la del orgullo, pues –como el Concilio Vaticano II ha afirmado- «el hombre adquiere su plenitud a través del servicio y la entrega a los demás». Es ese perder la vida, que realmente es cuando la estamos encontrando, como decía la Madre Teresa de Calcuta parafraseando las palabras de Jesús: “El hombre que no vive para servir no sirve para vivir”. Mt. 20, 17-28. Jesús llegará a su Glorificación, y se sentará como Rey del universo; pero no irá por los caminos, ni por los criterios de este mundo, sino por los caminos del servicio y por los criterios del amor misericordioso. El Rey Siervo, el que da su vida para que nosotros tengamos vida, se encamina presuroso hacia Jerusalén, pues está llegando su hora. Cuando nosotros nazcamos de su costado herido como hijos de Dios, Él no se acordará más de sus dolores por el gozo de habernos purificado, y habernos unido a Él como hijos en el Hijo. ¿Alguien quiere reinar con Él? ¿Alguien quiere ser tan importante como Él? No hay más que tomar la propia cruz de cada día y emprender nuestro camino tras las huellas de Cristo, para que donde Él está estemos también nosotros. En esta Eucaristía nos reunimos para unir íntimamente nuestra vida al Señor. Él nos ha convocado no para castigarnos, sino para perdonar nuestras culpas. Aun cuando nos encontramos con Aquel que crucificamos con nuestras maldades, sin embargo Él nos reúne en el amor para que, liberados de la carga de nuestros pecados, entremos en comunión de vida con Él. Dios nos sienta a su mesa con la misma importancia y dignidad que tiene su Hijo único en su presencia. Ojalá y también nosotros bebamos el cáliz del Señor, no sólo porque recibamos la Eucaristía, sino porque hagamos nuestra su misma suerte, es decir, el cáliz que Él bebió. Y en ese cáliz no están sólo nuestros sufrimientos, sino también el anuncio del Evangelio hecho con toda lealtad no sólo desde las palabras, tal vez muy elocuentes, sino desde la vida misma. Nuestro camino hacia la Gloria tendrá que pasar, necesariamente, por la cruz de cada día. No podemos vivir nuestra existencia diaria de un modo inútil. Aun los actos más pequeños y aparentemente insignificantes deben contribuir para que el anuncio del Evangelio llegue a todos. Seamos los primeros en abrir nuestro corazón a la oportunidad que Dios nos ofrece de perdonarnos nuestros pecados, y de convertirnos en testigos suyos. Tal vez en algunos momentos la llamada de Dios se nos convierta en algo doloroso, y quienes lo anuncian nos parezcan molestos. Mas no por eso podemos levantarnos en contra de ellos para apagar su voz. El Señor quiere sanar en nosotros las heridas que dejó el pecado. Nos quiere no como rezanderos, sino como personas comprometidas con Él para vivir con mayor rectitud buscando el bien de todos. Si queremos ser importantes, tal vez no ante los hombres pero sí ante Dios, convirtámonos en servidores fieles del Evangelio que se nos ha confiado. Sepamos que, si por dar testimonio de la verdad vamos a ser perseguidos, o vamos a entregar nuestra vida por Cristo, el Señor nos librará, finalmente, de la muerte para hacernos partícipes de su vida eternamente. Roguémosle a Dios, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda, en este tiempo especial de gracia, la firme decisión de encaminarnos hacia un auténtico encuentro con Él para vivir, ya desde ahora, comprometidos con su Evangelio y poder, al final, gozar de su presencia eternamente. Amén. (www.homiliacatolica.com. Muchos textos están tomados de www.mercaba.org. Llucià Pou, 2009).
Libro de Jeremías 18,18-20: Ellos dijeron: "¡Vengan, tramemos un plan contra Jeremías, porque no le faltará la instrucción al sacerdote, ni el consejo al sabio, ni la palabra al profeta! Vengan, inventemos algún cargo contra él, y no prestemos atención a sus palabras". ¡Préstame atención, Señor, y oye la voz de los que me acusan! ¿Acaso se devuelve mal por bien para que me hayan cavado una fosa? Recuerda que yo me presenté delante de ti para hablar en favor de ellos, para apartar de ellos tu furor.
Salmo 31,5-6.14-16: Sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi refugio. Yo pongo mi vida en tus manos: tú me rescatarás, Señor, Dios fiel. Oigo los rumores de la gente y amenazas por todas partes, mientras se confabulan contra mí y traman quitarme la vida. Pero yo confío en ti, Señor, y te digo: "Tú eres mi Dios, mi destino está en tus manos". Líbrame del poder de mis enemigos y de aquellos que me persiguen.
Texto del Evangelio (Mt 20,17-28): En aquel tiempo, cuando Jesús iba subiendo a Jerusalén, tomó aparte a los Doce, y les dijo por el camino: «Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, para burlarse de Él, azotarle y crucificarle, y al tercer día resucitará».
Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró como para pedirle algo. Él le dijo: «¿Qué quieres?». Dícele ella: «Manda que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y otro a tu izquierda, en tu Reino». Replicó Jesús: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber?». Dícenle: «Sí, podemos». Díceles: «Mi copa, sí la beberéis; pero sentarse a mi derecha o mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado por mi Padre».
Al oír esto los otros diez, se indignaron contra los dos hermanos. Mas Jesús los llamó y dijo: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos».
Comentario: 1. Jer 18, 18-20: “Señor, hazme caso, oye cómo me acusan. ¿Es que se paga el bien con el mal?” Jeremías sufriente es una figura de Cristo, que precisamente en el evangelio de hoy anuncia su Pasión. Jeremías es un poeta, un alma sensible, que sufre como tantos de hoy por causa de la verdad, de la justicia: “Te ruego, Señor, por todos los perseguidos, criticados, desestimados a causa de lo que hacen o de lo que dicen. -«Venid, le heriremos a lenguaradas». Temible poder el de la lengua: puede destruir a un hombre. Calumnia, maledicencia... Su daño es mucho peor que un puñetazo o un tajo de espada. La herida es a veces muy profunda. Ocasión para mí de preguntarme si presto atención a lo que digo y cómo lo digo. ¿Hay quizá personas a las que daña el tono de mis palabras? Pero Tú, Señor, escúchame, y oye lo que dicen mis adversarios” (Noel Quesson). (El Salmo es como una glosa de todo esto).
Jeremías fue una figura impresionante de la pasión de Jesús. Tuvo que hablar en nombre de Dios en tiempos difíciles, inmediatamente antes del destierro final. No le hicieron caso. Le persiguieron. En el primer párrafo hablan los que conspiran contra el profeta. Les estorba. Como estorban siempre los verdaderos profetas, los que dicen, no lo que halaga los oídos de sus oyentes, sino lo que les parece en conciencia que es la voluntad de Dios. «No haremos caso de sus oráculos». Irónicamente dicen estos «judíos malvados» que, aunque eliminen a un profeta como Jeremías, no les faltarán ni sacerdotes ni sabios ni profetas que sí digan lo que a ellos les agrada. Son los falsos profetas, que siempre han hecho carrera. En el siguiente párrafo es el profeta el que se queja ante Dios de esta persecución y le pide su ayuda. Se siente indefenso, «me acusan, han cavado una fosa para mí». La súplica continúa en el salmo: «sácame de la red que me han tendido, oigo el cuchicheo de la gente, se conjuran contra mí y traman quitarme la vida... pero yo confío en ti, sálvame, Señor». Y eso que Jeremías había intercedido ante Dios a favor del pueblo que ahora le vuelve la espalda. Lo que pasa con Jeremías es un exacto anuncio de lo que en el NT harán con Jesús sus enemigos, acusándole y acosándole hasta eliminarlo. Pero Él murió pidiendo a Dios que perdonara a sus verdugos. Jeremías es también el prototipo de tantos inocentes que padecen injustamente por el testimonio que dan, y de tantos profetas que en todos los tiempos han padecido persecución y muerte por sus incómodas denuncias.
Dicen que mientras Sócrates meditaba, un discípulo se acercó diciéndole: "Maestro, quiero contarle algo, un amigo suyo habló de usted con malevolencia". El inmortal filósofo ateniense lo interrumpe preguntando: “¿Ya hiciste pasar por las tres cribas lo que me vas a contar? La primera de ellas es la verdad: ¿ya examinaste si lo que quieres decirme es verdadero en todos sus puntos?” El sorprendido discípulo contestó: "No, lo he oído decir a unos vecinos". Sócrates replicó: "-al menos habrás hecho pasar por la criba de la bondad; lo que me quieres contar ¿Es bueno por lo menos?” El discípulo dijo "No, en realidad es todo lo contrario". -“Ahhh... -interrumpió Sócrates-. Entonces, vamos a la tercera criba: ¿Es necesario que me cuentes eso?” -"Para ser sincero no, necesario no es", dijo el intrigante. Entonces Sócrates le respondió: "-Si no es verdadero, ni bueno, ni necesario... no merece ser conocido por nadie, sepultémoslo en el olvido". ¡Cuánto daño, por esparcir maledicencias! ¡Cuántos sufrimientos se podrían evitar callando, o pensando un poco, antes de dejar ir aquello en un momento cargado de emotividad! Hay personas que primero hablan, envalentonadas por el alcohol o el afán de quedar bien, por “el climax” del momento, y por la hinchazón de gloria de un momento pierden amigos por haber tocado su honra. Recordemos que somos dueños de nuestro silencio, y esclavos de nuestras palabras.
El clamor del profeta («Tú, Señor, escúchame») es anuncio del desahogo de Jesús en la Cruz, y su petición por sus verdugos: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen». Es un buen momento para unirnos a la vida y sufrimientos de todos los que padecen... que de algún modo son imagen de los sufrimientos de Cristo, quien está con ellos padeciendo. San Agustín dice: «La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es una prenda de gloria y una enseñanza de paciencia. Pues, ¿qué dejará de esperar de la gloria de Dios el corazón de los fieles, si por ellos el Hijo único de Dios, coeterno con el Padre, no se contentó con nacer como un hombre entre los hombres, sino que quiso incluso morir por mano de los hombres, que Él mismo había creado? Grande es lo que el Señor nos promete para el futuro, pero es mucho mayor aún aquello que celebramos recordando lo que ha hecho por nosotros».
No es sencillo aceptar las consecuencias del cumplimiento fiel de nuestra acción profética. No sólo hemos de denunciar al pueblo sus delitos; también hemos de proponer caminos de salvación. Tal vez quienes se sientan afectados en sus intereses, cargados de maldades y de injusticias, traten de acabar con nosotros. Sin embargo, no por eso nos vamos a quedar mudos. El Señor nos enseña que hay que orar por nuestros enemigos, por los que nos persiguen y maldicen. Jeremías, efectivamente, le dice al Señor: Recuerda cómo he insistido ante ti, intercediendo en su favor, para apartar de ellos tu cólera. Y aun cuando más adelante le pida al Señor que les castigue por haber cerrado su corazón y no querer volver a Él, persiguiendo a su enviado, nos está advirtiendo el profeta que hemos de aprovechar la oportunidad que Dios nos da, antes de que sea demasiado tarde y nos sea imposible volver atrás. Seamos nosotros los primeros en abrir nuestro corazón a Dios. Dejemos nuestros caminos de maldad. Reconozcamos con humildad nuestros pecados y volvamos al Señor, rico en misericordia para con nosotros.
2. Sal 30,5-6.14.15-16: Si Dios está de nuestra parte, ¿quién se atreverá a ponerse en contra nuestra? Sin embargo, por causa del Señor nos persiguen y traman quitarnos la vida. Dios no nos abandonará a la muerte, pues aun cuando tengamos que pasar por ella, la última palabra la tendrá siempre la vida, pues el Señor nos llama a vivir eternamente con Él. No podemos buscar la muerte como testimonio supremo de nuestra fe, pues de hacerlo así estaríamos actuando más buscando nuestra propia gloria que la gloria de Dios, o estaríamos indicando que somos víctimas de alguna enfermedad psicológica. Quienes damos testimonio de Cristo lo hacemos con la valentía que nos viene del Espíritu Santo, aceptando con amor todos los riesgos que se nos vengan encima por nuestra fidelidad en el seguimiento del Señor. Confiemos nuestra vida en manos de Dios y Él nos llevará consigo a la Gloria que les espera a los que viven siéndole fieles. “Sálvame, Señor, por tu misericordia”. Precisamente el Evangelio proclama el anuncio de la muerte de Jesús (en total son 9 los anuncios: Mt 16, 21-23; 17, 22-23; 20, 17-23; Mc 8, 31-33; 9, 30-32; 10, 32-34; Lc 9, 22, 44-45; 18, 31-33). Se habla en ellos del tercer día, y “existe una importante gradación en los tres anuncios de la muerte próxima de Cristo. En los dos primeros, en efecto, habla todavía como un rabino que describe la suerte del Hijo del hombre; en el tercero, por el contrario, ya no es el rabino el que habla, sino un hombre fiel que sabe cuál es su deber y que se adentra resueltamente por el camino ineludible ("he aquí que subimos...", v. 18) que le conduce a la muerte reservada a los profetas y a los sembradores de inquietudes”.
Pero “Jesús no anuncia tan sólo su muerte, sino también su resurrección. Este anuncio es sorprendente”. Is 55 habla de sufrir (entregado, agobiado...), pero “no hay nada en el Antiguo Testamento que permita pensar en una resurrección del Mesías. Apenas si se admitía en algunos medios la noción de una resurrección general (2 Mac 7, 9-29; Dan 12, 2), y cuando los apóstoles se vieron más adelante en precisión de justificar la resurrección partiendo del Antiguo Testamento no encontraron más que textos acomodables, como Sal 15/16 (Act 2,22-32; 13,34-35). No nos imaginamos ver a Jesús proclamar estas confidencias, y contemplar los pensamientos que pasan por su mente: ¿cómo el "amo del cielo y de la tierra" pasa por esto?; ¿por qué? y ¿para qué? Y oímos aquel "no hay más grande amor que el de dar la vida por aquellos que se ama". Y aquel otro "Yo he venido para que tengan vida, y en abundancia." Y también: "He aquí la sangre de la alianza para el perdón de los pecados.” Y aun: "El buen pastor da su vida por sus ovejas." Una vida nueva surge de la muerte. Tenemos ya el valor escondido y misterioso del sufrimiento, del sacrificio, lo que en el fondo ha de explicar una religión, el límite al que no alcanza la filosofía...
¿Podéis beber "mi copa"?, nos dice hoy también Jesús. Cuando sufro, ¿soy consciente de acercar mis labios a la misma copa que Jesús?
3. Mt 20, 17-28: “El que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor”. Mateo cuenta que la madre de Santiago y Juan pide para sus hijos los puestos de honor. –“Subiendo Jesús hacia Jerusalén, tomó aparte a los doce”. La Cuaresma es también una "subida hacia Jerusalén". Un camino hacia la cruz. Jesús tiene que decir un secreto, que no puede confiar más que a los más íntimos. Los toma "aparte". El Hijo del hombre ha de ser entregado, condenado, escarnecido, azotado, crucificado... Jesús sabe, detalladamente, lo que le espera. Decidido, tranquilo, libre, sube hacia Jerusalén. Trato de imaginarme estas palabras, estas confidencias saliendo de tu propia boca. Trato de contemplar los pensamientos que pasan por tu mente, Señor, al expresar estas cosas. Si Tú, Señor, "amo del cielo y de la tierra", has pasado por todo ello, ayúdame a comprender un poco ¿por qué? y ¿para qué? "No hay más grande amor que el de dar la vida por aquellos que se ama… Yo he venido para que tengan vida, y en abundancia… He aquí la sangre de la alianza para el perdón de los pecados… El buen pastor da su vida por sus ovejas." –“Y resucitará al tercer día”. Una vida nueva surge de la muerte. Valor escondido y misterioso del sufrimiento, del sacrificio. ¿Creo yo realmente en el misterio pascual? ¿Qué luz me aporta este misterio, frente a mis infortunios, a mis pecados, frente a los problemas del mundo y de la Iglesia? El hombre "escarnecido"... esto continúa en el día de hoy. ¿Estoy convencido de que en ello se prepara una "resurrección"? ¿Qué es lo que cambia?
-“La madre de los hijos de Zebedeo se acercó y pidió a Jesús: "Que mis dos hijos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu reino". "No sabéis lo que pedís"...” Es verdad, Señor, no lo sabemos. "¡Servir!" -“¿Podéis beber la copa que Yo beberé?” Simbolismo bíblico. La "copa" amarga que se traga toda de golpe a pesar del mal sabor, es el símbolo de la prueba, de la adversidad. (Salmo 75, 9; Is 51, 17; Jr 25, 15) Esta madre, efectivamente, no sabía lo que pedía. Estar con Jesús, a su derecha y a su izquierda, es hacerse "esclavo" como Él, es "servir" a los demás, es "dar su vida en rescate o redención de otros". Este es el sentido que Tú, Jesús, das a tu pasión... y a la misa... y a nuestra vida de cada día. A esta luz quiero revisar, detenidamente, mi vida cotidiana”(Noel Quesson).
“No es de extrañar que los otros diez apóstoles reaccionaran disgustados: pero es porque ellos también querían lo mismo, y esos dos se les habían adelantado.
Los criterios de aquellos apóstoles eran exactamente los criterios de este mundo: el poder, el prestigio, el éxito humano. Mientras que los de Cristo son la entrega de sí mismo, ser servidores de los demás, no precisamente buscando los puestos de honor.
En nuestro camino de preparación para la Pascua se nos propone hoy un modelo soberano: Cristo Jesús, que camina decididamente en el cumplimiento de su misión. Va camino de la cruz y de la muerte, el camino de la solidaridad y de la salvación de todos.
«No he venido a ser servido, sino a dar mi vida por los demás». Es el camino de todos los que le imitan... millones de cristianos han seguido el camino de su Maestro hasta la cruz y la vida resucitada. No nos suele gustar el camino de la subida a la cruz. A Jeremías también le hubiera sido mucho más cómodo renunciar a su fuego interior de profeta y callarse, para volver a su pueblo a divertirse con sus amigos. A Jesús le hubiera ido mucho mejor, humanamente, si no hubiera denunciado con tanta claridad a las clases dirigentes de su tiempo. Él es el auténtico Siervo de Yahvé. Comenta San Agustín: «Cosa grande es el conocimiento de Cristo crucificado. ¡Cuántas cosas encierra en su interior ese tesoro! ¡Cristo crucificado! Tal es el tesoro escondido de la sabiduría y de la ciencia. No os engañéis, pues, bajo el pretexto de la sabiduría. Juntaos ante la envoltura y orad para que se os desenvuelva. / ¡Necio filósofo de este mundo! Eso que buscas es nada... ¿De qué aprovecha que tengas sed, si desprecias la fuente?... ¿Y cuál es su precepto sino que creamos en Él y nos amemos mutuamente? ¿Creer en quién? En Cristo crucificado. Este es su mandato: que creamos en Cristo crucificado... Pero donde está la humildad, está también la majestad; donde la debilidad, allí el poder; donde la muerte, allí también la vida. Si quieres llegar a la segunda parte, no desprecies la primera».
Los Apóstoles no han puesto ningún límite a su Señor; tampoco nosotros lo hemos puesto. Por eso, cuando pedimos algo en nuestra oración debemos estar dispuestos a aceptar, por encima de todo, la Voluntad de Dios; también cuando no coincida con nuestros deseos. Quiere que le pidamos lo que necesitamos y deseemos pero, sobre todo, que conformemos nuestra voluntad con la suya. Él nos dará siempre lo mejor. El Señor nos invita a una profunda amistad y a compartir un destino común a todos los que queremos seguirle. Para participar en su resurrección gloriosa es necesario compartir con Él la Cruz, y nos pregunta como preguntó a los Apóstoles: ¿Podéis beber el cáliz (2), -el cáliz de la entrega completa al cumplimiento de la voluntad del Padre- que yo voy a beber? ¡Possumus! ¡Podemos, sí, estamos dispuestos! Contestamos como los Apóstoles. Hoy nos preguntamos en la oración si hemos dado al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a nuestro amor propio.
No existe vida cristiana sin mortificación. El Señor hizo del dolor un medio de redención; con su dolor nos ha redimido. La mortificación y la vida de penitencia, a la que nos llama la Cuaresma, tienen como motivo principal la corredención, participar del mismo cáliz del Señor. La voluntaria mortificación es medio de purificación y desagravio, necesario para poder tratar al Señor en la oración e indispensable para la eficacia apostólica. Este espíritu de penitencia y de mortificación lo manifestamos en nuestra vida corriente en el quehacer de cada día, sin esperar ocasiones extraordinarias: cumplimiento de nuestro horario, compaginar nuestras obligaciones con Dios, con los demás y con nosotros mismos, tratar con caridad a los demás empezando por los nuestros, soportar con buen humor las mil contrariedades de la jornada, corregir cuando tenemos una misión de gobierno, renunciar a nuestros propios proyectos...
El servicio de Cristo a la humanidad va encaminado a la salvación. Nuestra actitud ha de ser servir a Dios y a los demás con visión sobrenatural, especialmente en lo referente a la salvación, pero también en todas las ocasiones que se presentan cada día. Servir a los demás requiere mortificación y presencia de Dios, y olvido de uno mismo. No nos importe servir y ayudar mucho a quienes están a nuestro lado, aunque no recibamos ningún pago ni recompensa. Nuestra Madre, que sirvió a su hijo y a San José, nos ayudará a darnos sin medida ni cálculo. (F. Fernández Carvajal)
A un cristiano le puede parecer que, en medio de este mundo, es mejor contemporizar y seguir las mismas consignas que todos, en busca del bienestar personal. Pero el camino de la Pascua es camino de vida nueva, de renuncia al mal, de imitación de un Cristo que se entrega totalmente, que nos enseña a no buscar los primeros puestos, sino a ser los servidores de los demás, cosa que en este mundo parece ridícula.
Aquellos discípulos de Jesús que en esta ocasión no habían entendido nada, entre ellos Pedro, madurarán después y no sólo darán valiente testimonio de Jesús a pesar de las persecuciones y las cárceles, sino que todos morirán mártires, entregando su vida por el Maestro.
¿Nos está ayudando la Cuaresma de este año en el camino de imitación de Jesús, en su camino a la cruz? ¿O todavía pensamos con mentalidad humana, persiguiendo los éxitos fáciles y el «ser servidos», saliéndonos siempre con la nuestra, sin renunciar nunca a nada de lo que nos apetece? ¿Organizamos nuestra vida según nuestros gustos o según lo que Dios nos está pidiendo?” (J. Aldazábal). «Señor, guarda a tu familia en el camino del bien que le señalaste» (oración). «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida, tú tienes palabras de vida eterna» (aclamación); «Señor, líbranos de las ataduras del pecado» (ofrendas), y concretamente la del orgullo, pues –como el Concilio Vaticano II ha afirmado- «el hombre adquiere su plenitud a través del servicio y la entrega a los demás». Es ese perder la vida, que realmente es cuando la estamos encontrando, como decía la Madre Teresa de Calcuta parafraseando las palabras de Jesús: “El hombre que no vive para servir no sirve para vivir”. Mt. 20, 17-28. Jesús llegará a su Glorificación, y se sentará como Rey del universo; pero no irá por los caminos, ni por los criterios de este mundo, sino por los caminos del servicio y por los criterios del amor misericordioso. El Rey Siervo, el que da su vida para que nosotros tengamos vida, se encamina presuroso hacia Jerusalén, pues está llegando su hora. Cuando nosotros nazcamos de su costado herido como hijos de Dios, Él no se acordará más de sus dolores por el gozo de habernos purificado, y habernos unido a Él como hijos en el Hijo. ¿Alguien quiere reinar con Él? ¿Alguien quiere ser tan importante como Él? No hay más que tomar la propia cruz de cada día y emprender nuestro camino tras las huellas de Cristo, para que donde Él está estemos también nosotros. En esta Eucaristía nos reunimos para unir íntimamente nuestra vida al Señor. Él nos ha convocado no para castigarnos, sino para perdonar nuestras culpas. Aun cuando nos encontramos con Aquel que crucificamos con nuestras maldades, sin embargo Él nos reúne en el amor para que, liberados de la carga de nuestros pecados, entremos en comunión de vida con Él. Dios nos sienta a su mesa con la misma importancia y dignidad que tiene su Hijo único en su presencia. Ojalá y también nosotros bebamos el cáliz del Señor, no sólo porque recibamos la Eucaristía, sino porque hagamos nuestra su misma suerte, es decir, el cáliz que Él bebió. Y en ese cáliz no están sólo nuestros sufrimientos, sino también el anuncio del Evangelio hecho con toda lealtad no sólo desde las palabras, tal vez muy elocuentes, sino desde la vida misma. Nuestro camino hacia la Gloria tendrá que pasar, necesariamente, por la cruz de cada día. No podemos vivir nuestra existencia diaria de un modo inútil. Aun los actos más pequeños y aparentemente insignificantes deben contribuir para que el anuncio del Evangelio llegue a todos. Seamos los primeros en abrir nuestro corazón a la oportunidad que Dios nos ofrece de perdonarnos nuestros pecados, y de convertirnos en testigos suyos. Tal vez en algunos momentos la llamada de Dios se nos convierta en algo doloroso, y quienes lo anuncian nos parezcan molestos. Mas no por eso podemos levantarnos en contra de ellos para apagar su voz. El Señor quiere sanar en nosotros las heridas que dejó el pecado. Nos quiere no como rezanderos, sino como personas comprometidas con Él para vivir con mayor rectitud buscando el bien de todos. Si queremos ser importantes, tal vez no ante los hombres pero sí ante Dios, convirtámonos en servidores fieles del Evangelio que se nos ha confiado. Sepamos que, si por dar testimonio de la verdad vamos a ser perseguidos, o vamos a entregar nuestra vida por Cristo, el Señor nos librará, finalmente, de la muerte para hacernos partícipes de su vida eternamente. Roguémosle a Dios, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda, en este tiempo especial de gracia, la firme decisión de encaminarnos hacia un auténtico encuentro con Él para vivir, ya desde ahora, comprometidos con su Evangelio y poder, al final, gozar de su presencia eternamente. Amén. (www.homiliacatolica.com. Muchos textos están tomados de www.mercaba.org. Llucià Pou, 2009).
Cuaresma, martes de la 2ª semana: la coherencia en relación con la pureza de corazón.
Cuaresma, martes de la 2ª semana: la coherencia en relación con la pureza de corazón.
Libro de Isaías 1,10.16-20. ¡Escuchen la palabra del Señor, jefes de Sodoma! ¡Presten atención a la instrucción de nuestro Dios, pueblo de Gomorra! ¡Lávense, purifíquense, aparten de mi vista la maldad de sus acciones! ¡Cesen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda! Vengan, y discutamos -dice el Señor-: Aunque sus pecados sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la púrpura, serán como la lana. Si están dispuestos a escuchar, comerán los bienes del país; pero si rehúsan hacerlo y se rebelan, serán devorados por la espada, porque ha hablado la boca del Señor.
Salmo 50,8-9.16-17.21.23. No te acuso por tus sacrificios: ¡tus holocaustos están siempre en mi presencia! / Pero yo no necesito los novillos de tu casa ni los cabritos de tus corrales. / Dios dice al malvado: "¿Cómo te atreves a pregonar mis mandamientos y a mencionar mi alianza con tu boca, / tú, que aborreces toda enseñanza y te despreocupas de mis palabras? / Haces esto, ¿y yo me voy a callar? ¿Piensas acaso que soy como tú? Te acusaré y te argüiré cara a cara. / El que ofrece sacrificios de alabanza, me honra de verdad; y al que va por el buen camino, le haré gustar la salvación de Dios".
Texto del Evangelio (Mt 23,1-12; también el domingo 31,A): En aquel tiempo, Jesús se dirigió a la gente y a sus discípulos y les dijo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen. Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres; se hacen bien anchas las filacterias y bien largas las orlas del manto; quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame "Rabbí".
Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar "Rabbí", porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie "Padre" vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar "Doctores", porque uno solo es vuestro Doctor: Cristo. El mayor entre vosotros será vuestro servidor. Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».
Comentario: 1. Is 1,1-18. El profeta Isaías nos conmina con su oráculo a buscar la conversión del corazón, y un culto sincero. En el evangelio de hoy, Jesús condena duramente a los fariseos «que dicen y no hacen». Unos siglos antes, Isaías fustigaba también duramente a sus contemporáneos para llevarlos a convertirse. –“Oíd la palabra del Señor”. La invitación a la conversión no es sólo y simplemente una palabra de hombre. Tampoco es una predicación de orden moral. La invitación a la conversión procede de Dios. Las conductas de la humanidad interesan a Dios. –“Escuchad la orden de nuestro Dios...” No es solamente una «invitación» gratuita o indiferente. Dios se compromete en su palabra; ésta es una «orden». Es una palabra activa que lleva a la acción, es una orden. -“Lavaos, purificaos”. Apartad de mi vista vuestras fechorías. Todo el mal del mundo sucede ante los ojos de Dios. Todos los hombres, que se odian, se oprimen o se matan entre sí ante la mirada de su Padre. Toda la hez de la humanidad aparece ante su Rostro. Toda la maldad de los hombres, se desarrolla ante la bondad de su amor... –“Apartad de mi vista vuestras fechorías. Desistid de hacer el mal... Aprended a hacer el bien...” El pueblo judío -como nosotros hoy-, tenía a menudo la impresión de que procuraba la gloria de Dios, aportando ofrendas al Templo y haciendo otros ritos cultuales. Los profetas han recordado siempre, en el nombre de Dios, que "la vida de cada día", haciendo el bien y evitando el mal, es lo que agrada a Dios. –“Buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, defended a la viuda”. Escucho esas palabras. Las repito sucesivamente: el oprimido... el huérfano... la viuda... Todas ellas, personas indefensas. ¿A quiénes representan, para mí? ¡Dios mío! ¿Qué hacer, para responder real y verdaderamente a esas «órdenes» divinas? ¿Cuál será mi respuesta a esos «mandamientos» de Dios? Durante la cuaresma, más que en tiempo ordinario, soy «invitado» a darme, a comprometerme, a luchar por la justicia, por el bien de mis hermanos. Esto es lo que Tú esperas de mí para borrar mis pecados. Y puedo hacerlo a través de mi vida ordinaria, profesional y social. –“Si vuestros pecados son rojos como el carmesí pasarán a ser blancos como la nieve. Si son rojos como la púrpura, serán como la lana blanca”. Gracias, Señor, por repetirme esas cosas. Ch. Péguy dirá que Dios es capaz de «hacer aguas puras con aguas de desagüe», «almas puras con almas gastadas»... «almas blancas con almas sucias»... –“Si aceptáis obedecer, comeréis lo bueno del país”. Promesa de felicidad (Noel Quesson).
Comenta San Agustín: «Mostrad que sois un cuerpo digno de la Cabeza... Tal Cabeza no puede sino tener un cuerpo adecuado a ella». Lactancio dice que la caridad cristiana es la verdadera justicia: «Da preferentemente a ése de quien nada esperas. ¿Por qué eliges las personas? ¿Por qué examinas los miembros? Has de estimar como hombre a todo el que por esto te pide, porque te considera hombre. Expulsa aquellas sombras y apariencias de justicia y adopta la verdadera y tangible. Da copiosamente a los ciegos, enfermos, cojos, desvalidos, a quienes a no ser que se les socorra fallecerán. Son inútiles a los hombres, pero útiles a Dios, quien conserva su vida, quien les da el espíritu, quien los juzga dignos de la luz. Protégelos en cuanto esté en tu mano y sustenta con humanidad la vida de los hombres para que no mueran. Quien puede socorrer a los que están a punto de perecer, si no lo hace los mata. Uno, pues, es el oficio cierto y verdadero de la liberalidad y de la justicia: alimentar a los indigentes y a los impedidos». Así lo afirma también San Ambrosio: «La misericordia es parte de la justicia, de modo que si quieres dar a los pobres esta misericordia es justicia, según aquello: Distribuyó, dio a los pobres, su justicia permanece eternamente (Sal 111,9). Además, porque es injusto que el que es completamente igual a ti no sea ayudado por su semejante».
En una sociedad llamada “cristiana” hemos visto guerras civiles como en España en 1936 o en Rwanda en 1994/1997. Aquellos que se consideraban buenos se sintieron deprimidos y se preguntaban qué habían hecho mal, por qué tanta gente que se llamaba cristiana y cumplía con los ritos, por dentro no amaba a los demás… Recuerdo aquella España reflejada por Galdós en su Misericordia, una sociedad anclada en la Edad Media, sin sombra de progreso, sin medios para hacer frente a tantas injusticias sociales… Con unos patrones que oprimían a los trabajadores tantas veces… El oráculo de hoy arremete contra esto… En la reforma litúrgica última se ha despojado a la Misa de numerosos ritos, para centrarse en la fe y devoción del corazón que, en su sencillez, llevara a una vida de amor a Dios y a los demás. Si se ha conseguido o no, es otro tema.
Una llamada a la conversión... Esta vez con palabras del profeta a los habitantes de dos ciudades que eran todo un símbolo del pecado en el AT: Sodoma y Gomorra. Pues bien, por grandes que sean los pecados de una persona o de un pueblo, si se convierte, «quedarán blancos como la nieve, como lana blanca, y podrán comer de lo sabroso de la tierra» que Dios les prepara. Es expresivo el contraste de los colores: «rojos como la grana... blancos como la nieve». Eso sí, tienen que cambiar su conducta, abandonar el mal y comprometerse activamente en el bien: «escuchad la enseñanza de nuestro Dios... Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones, cesad de obrar mal, defended al oprimido, sed abogados del huérfano». «Señor, vela con amor continuo sobre tu Iglesia; y, pues sin tu ayuda no puede sostenerse lo que se cimienta en la debilidad humana, protege a tu Iglesia en el peligro y mantenla en el camino de la salvación» (Colecta).
Si buscamos al Señor para encontrarlo como a un Padre lleno de amor por nosotros, es porque antes nosotros supimos encontrarnos con nuestro prójimo, no como con un extraño, sino como con un hermano a quien amamos y por cuyo bien nos preocupamos. Lavarnos de nuestras culpas, quitar de nuestras manos los crímenes, significa aceptar que Dios sea quien nos renueve y nos purifique de todo pecado. ¿Cómo podemos ver a Dios como Padre nuestro, si sólo vamos a Él para que nos defienda y nos libre de nuestros enemigos aquí en la tierra, para que nos socorra en nuestras necesidades temporales, pero no para que nos ayude a caminar en el amor? Dios sabe todo lo que necesitamos aun antes de que se lo pidamos. No busquemos sólo las cosas terrenas; busquemos más bien el Reino de Dios y todo lo demás el Señor nos lo dará por añadidura. Convertirnos a Dios nos ha de llevar, incluso, a renunciar a nosotros mismos. Cuando seamos capaces de dar nuestra vida para que nuestro prójimo viva con mayor dignidad su condición de hijo de Dios, entonces Dios abrirá sus oídos ante nuestros ruegos, pues Él sabrá que no vamos sólo buscando acaparar los dones de Dios, sino que vamos para que nos convierta en portadores de su amor y de su gracia.
2. Sal. 49. Ya el Señor reclamaba a los suyos: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Dios no quiere sólo nuestras oraciones. Dios no se conforma con el culto que le tributamos, incluso ofreciéndole sacramentalmente a su Hijo. Dios nos quiere a nosotros. Dios quiere que le pertenezcamos con un corazón indiviso. No podemos presentarle al Señor nuestras ofrendas sólo para tenerlo de parte nuestra, mientras nos dedicamos a ser unos malvados. Dios no se deja comprar por nada ni por nadie, pues Él es el dueño de todo y también de nuestra vida. Busquemos al Señor, démosle culto con nuestra Acción de Gracias, ofrezcámosle el culto que le es agradable porque somos nosotros quienes, con un corazón humilde, nos ponemos en sus manos para que lleve a buen término su obra de salvación en nosotros.
El salmo de hoy da un paso más que Isaías: compara la liturgia con la caridad, y sale ganando, una vez más, la caridad: «no te reprocho tus sacrificios... ¿por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en la boca mi alianza, tú que detestas mi enseñanza y te echas a la espalda mis mandatos?». La acusación de Dios se hace dramática: «esto haces ¿y me voy a callar? Te acusaré, te lo echaré en cara». La hipocresía que ya denunciaba el salmo -rezar a Dios, pero no cumplir sus enseñanzas en la vida- la desenmascara todavía con mayor fuerza Jesús en el evangelio… Haciendo caso al salmo, está bien que recordemos que nuestra Cuaresma será un éxito, no tanto si hemos cambiado algunas cosas de la liturgia, los colores o los cantos. Ni siquiera si hemos cumplido los días prescritos de abstinencia de algunos alimentos. Sino, como la palabra de Dios insiste en proponernos todos estos días, si cambiamos nuestra conducta, nuestra relación con los demás. No puede ser buena una Eucaristía que no vaya acompañada de fraternidad, una comunión que nos une con Cristo pero no nos une más con el prójimo. –La justicia, la misericordia y las obras de caridad han de salir del interior del corazón. «No todo el que dice “Señor, señor”, entrará en el reino de los cielos» (Mt 7,21). Lo que ha de cambiar en la penitencia es el corazón, pues es de allí de donde proceden nuestros actos (Manuel Garrido). Con el Salmo 49 proclamamos esta verdad. «Te rogamos, Señor, que esta Eucaristía nos ayude a vivir más santamente, y nos obtenga tu ayuda constantemente» (Poscomunión).
3. Mt. 23, 1-12. Su punto de mira son una vez más los fariseos, que hablan pero no cumplen, que son exigentes para con los demás y permisivos para consigo mismos, que todo lo hacen para recibir las alabanzas de la gente y andan buscando los primeros puestos. Jesús les acusa de intransigentes, de vanidosos, de contentarse con las formas exteriores, para la galería, pero sin coherencia interior. Jesús quiere en los suyos la actitud contraria: «el primero entre vosotros será vuestro servidor». Como Él mismo, que no vino a ser servido sino a servir y dar la vida por los demás. La llamada la oímos este año nosotros: cesad de obrar mal, aprended a obrar bien, buscad la justicia... Con mucha confianza en el Dios que sabe y que quiere perdonar. Pero dispuestos a tomar decisiones, a hacer opciones concretas en este camino cuaresmal. No seremos tan viciosos como los de Sodoma o Gomorra. Pero sí somos débiles, flojos, y seguro que podemos acoger en nosotros con mayor coherencia la vida nueva de la Pascua. Si cambian algunas actitudes deficientes de nuestra vida, entonces sí que nos estamos preparando a la Pascua: «al que sigue el buen camino le haré ver la salvación de Dios». Algo tiene que cambiar: ¿qué defecto o mala costumbre voy a corregir? ¿Qué propósito, de los que he hecho tantas veces en mi vida, voy a cumplir este año?
Apliquémonos en concreto la dura advertencia de Jesús a los fariseos, que eran unos catedráticos a la hora de explicar cosas y no cumplirlas. La hipocresía puede ser precisamente el pecado de «los buenos». Nos resulta fácil hablar, explicar a los demás el camino del bien, y luego corremos el peligro de que nuestra conducta esté muy lejos de lo que explicamos. ¿Podría decir Jesús de nosotros -los que hablamos a los demás en la catequesis, en la comunidad parroquial o religiosa, en la escuela, en la familia-, «haced lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen»? ¿Qué hay de fariseo en nosotros? ¿Nos conformamos con la apariencia exterior? ¿Somos exigentes con los demás y comprensivos con nosotros mismos? ¿Nos gusta decir palabras bonitas -amor, democracia, comunidad- y luego resulta que no se corresponden con nuestras obras? ¿Buscamos la alabanza de los demás y los primeros puestos? La palabra de Dios nos va persiguiendo a lo largo de estas semanas de Cuaresma para que no nos quedemos en unos retoques superficiales, sino que profundicemos en nuestro camino de Pascua. «Da luz a mis ojos para que no duerma en la muerte» (entrada)… «Convertíos a mí de todo corazón porque soy compasivo y misericordioso» (aclamación) «Que esta Eucaristía nos ayude a vivir más santamente» (poscomunión; J. Aldazábal). Por todo ello, humildad, bondad, fraternidad... Sí, pero efectivas. Señor, guárdanos del fariseísmo, de toda pretensión de dominar a los demás, de todo instinto de superioridad. Es una tentación de cristianos fervientes. Ser duros en nuestros juicios porque uno está seguro de poseer la verdad. Condenar el mundo, anunciar castigos divinos contra los que no piensan como nosotros. –“Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los otros, pero ellos no quieren aplicar la punta del dedo para moverlas”. Opresión. Aplastamiento. ¿Qué forma concreta toma este defecto en mi vida propia? ¿A quién debo aliviar las cargas? ¿A qué puedo arrimar el hombro? Y más que aplicar la punta del dedo, debo preocuparme, comprometerme. –“Todas sus obras las hacen para ser vistos de los hombres”. Ensanchan sus filacterias y alargan los flecos, gustan de los primeros asientos... y de los saludos en las plazas... y de ser llamados por los hombres "Rabbí". Las "filacterias" eran unas bandas de cuero que llevaban en la frente y alrededor del brazo izquierdo, con unos cofrecitos que contenían textos de la Ley. Los "flecos"eran como los que suelen verse en algunos chales. Estos dos detalles en el vestuario eran obligatorios según la Ley de Moisés. Pero a los fariseos les gustaba llevarlos muy aparatosos para mostrar así su acatamiento a la Ley y para recibir honores por ello. Este orgullo toma, hoy, nuevas formas. No os hagáis llamar "Rabí", ni "padre", ni "maestro"... Renunciar a los títulos honoríficos. Que vuestras relaciones humanas sean siempre naturales y sencillas. Hoy la Iglesia trata también de seguir mejor este consejo evangélico. Y nosotros, ¿cómo reaccionamos? ¿Hay títulos que nos gusta recibir? –“Sois todos hermanos”. Fórmula esencial. Es Jesús quien la pronuncia. Fórmula revolucionaria.
Ante esto, puede retraernos el escándalo -desorientación de las almas- que causa el "antitestimonio", el mal ejemplo de muchos. Esto no ha de ser excusa para no hacer las cosas buenas que dicen quienes luego no las hacen, pero sí reclama más responsabilidad pues el bien también es difusivo: «Hoy más que nunca, la Iglesia es consciente de que su mensaje social se hará creíble por el testimonio de las obras, antes que por su coherencia y lógica interna» (Juan Pablo II). Es una llamada a la coherencia: «sólo la relación entre una verdad consecuente consigo misma y su cumplimiento en la vida puede hacer brillar aquella evidencia de la fe esperada por el corazón humano; solamente a través de esta puerta [de la coherencia] entrará el Espíritu en el mundo» (Benedicto XVI).
Vamos a fijarnos en uno de los múltiples aspectos: La “honorabilidad intelectual” –la coherencia-, hoy día no está de moda. Significa ser yo mismo, ser auténtico. Todos sabemos cómo la clase intelectual europea era comunista en los años 70, y luego se ha pasado a otras corrientes sin decir ni siquiera un “me equivoqué”, sin que aquellos profesores de Historia o Filosofía dijeran: “estaba vendido al sistema, no pensaba por mí sino por la moda”. Esto también pasa hoy, cuando en entrevistas se dice lo “políticamente correcto”, lo que queda bien, y el miedo a quedar mal hace que pocos intelectuales se manifiesten como católicos. Hay como un afán de éxito y gloria que hace decir a muchos lo que conviene, basta ver la entrevista de la última página de algunos periódicos. Dan ganas de decirle a la gente: “tú, ¿por cuánto te vendes?” Recuerdo a un amigo que expuso en una reunión unas ideas que me parecieron vacías. Pensé que las había dicho para quedar bien, para gustar, y le pregunté: “de todo esto, ¿tú en realidad qué piensas?” y me contestó tranquilo: “yo ya no sé lo que pienso”. Sabía lo que convenía decir, no sabía lo que era verdad.
La honorabilidad intelectual (recuerdo un antiguo artículo de R. Paniker que hablaba de esto) me dice que no puedo ser mercenario, querer agradar, por conseguir un cargo. Sería ser mezquino, no sería honrado conmigo mismo, sino que sería prostituirme, darme como mercancía para la vanidad, comodidad, ambición. Muchos se dejan seducir por los cantos de estas sirenas y pierden la cabeza...
Quizá la culpa de este aparentar erudición, hacer remiendos sin cosecha propia (“cortar” y “pegar”, siguiendo el argot del ordenador) es el amor desmesurado a la gloria propia, cosa que va contra el espíritu sencillo del sabio. La voluptuosidad de la dialéctica lleva a una pérdida de sentido de la realidad, dejarse llevar por la “borrachera” de unas ideas que crean éxito, pero que dejan un poso de amargura, de desencanto pues son ideas desencarnadas que apagan mi vida, con excusa de verdades me quitan la verdad, con esas razones me dejan sin razón. Es la insinceridad del intelecto con respecto a mi vida, la culpable dicotomía entre la mente y el corazón, la inteligencia y el amor, entre ideas e ideales.
¿Cuáles son los síntomas que me dan pistas para diagnosticar esta enfermedad funesta? En primer lugar, la ausencia de contemplación, la falta de reposo en el ser, el producir frenéticamente, es el no encontrarse y escoger lo de fuera, no buscar nada en mi interior porque ya no lo tengo. Esto no está reñido con trabajar “con prisa”, pues no hay que ser perfeccionistas, y nos conviene acomodarnos a la imperfección del tiempo para concluir algo. Lo malo es el nerviosismo y el apresuramiento fruto del desasosiego; el vicio intelectual de la “studiositas”, la curiosidad malsana y el dejarme llevar por el mariposeo. Es el diletantismo y la indiscreción, la preocupación intelectualoide más que intelectual.
Otro síntoma de ser mercenario es la envidia intelectual. No es sólo la tristeza por los que triunfan, sino sobre todo porque aquello que dicen otros podía haberlo dicho yo, o lo podía haber hecho mejor, o dicho mucho más profundamente, y nos molesta que publiquen lo que nosotros hemos pensado, no nos importa tanto que se haga el bien (que se conozca una verdad o se propague un conocimiento), sino que lo que nos importa es hacerlo nosotros, sin darnos cuenta de que entonces ya no es bueno, está viciado en sus intenciones (en la misma finalidad de la acción que está incluido en su objeto, y por tanto define su “ethos”).
Frente a estas enfermedades, que no construyen sino la cultura de lo efímero, queda la verdad, lo auténtico, lo que se vive. Eso es lo que pervive en el tiempo, los frutos que perduran, lo demás se pudre. Para un cristiano, todo queda referido al modelo, Cristo, y ofrecido al Padre Dios. Entonces, no hay polilla o polvo, no hay preocupaciones por la precariedad, siguiendo el ejemplo y los consejos de Jesús: “no os preocupéis por vuestra vida...” Entonces la honorabilidad adquiere una coherencia que es testimonio fiel, martirio, pues muchos sufren por la verdad (desde el antiguo Séneca hasta nuestros días, basta citar el caso emblemático de Tomás Moro). Mi investigación no será entonces ficticia, sino parte de mi vida; no esclaviza, tiene un motivo más alto que la gloria humana; no está desligada de mi preocupación por los demás sino que se dirige a ello; no vivo para estudiar sino que el estudio, como lo demás, es un ingrediente de mi vida, medio de hacer el bien y de hacerme bueno. El vivir no se desliga del contemplar, ni del dar la vida, la verdad me lleva a ser verdadero y en la medida que soy verdadero, soy. En todo pongo un poco de mi corazón, y un trozo de alma, un pedazo de mi vida, en una unidad que me recuerda lo que decía una hija de Tomás Alvira: “todo en mi padre era verdad: por eso era tan buen educador”.
Jesús es el ejemplo supremo de humildad y de entrega a los demás: Yo estoy en medio de vosotros como quien sirve. Sigue siendo ésa su actitud hacia cada uno de nosotros. Dispuesto a servirnos, a ayudarnos, a levantarnos de las caídas. Ejemplo os he dado para que como yo he hecho con vosotros, así hagáis vosotros (Jn 13,15). El Señor nos invita a seguirle y a imitarle, y nos deja una regla muy sencilla, pero exacta, para vivir la caridad con humildad y espíritu de servicio: Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos (Mt 7,12): que nos comprendan cuando nos equivocamos, que nadie hable mal a nuestras espaldas, que se preocupen por nosotros cuando estamos enfermos, que nos exijan y corrijan con cariño, que recen por nosotros... Estas son las cosas que, con humildad y espíritu de servicio, hemos de hacer por los demás.
La caridad cala, como el agua en la grieta de la piedra, y acaba por romper la resistencia más dura. “Amor saca amor”, decía Santa Teresa. De modo particular hemos de vivir este espíritu del Señor con los más próximos, en la propia familia. La Virgen, Esclava del Señor, nos ayudará a entender que servir a los demás es una de las formas de encontrar la alegría en esta vida y uno de los caminos más cortos para encontrar a Jesús. Para eso, hemos de pedirle que nos haga verdaderamente humildes (F. Fernández Carvajal).
Libro de Isaías 1,10.16-20. ¡Escuchen la palabra del Señor, jefes de Sodoma! ¡Presten atención a la instrucción de nuestro Dios, pueblo de Gomorra! ¡Lávense, purifíquense, aparten de mi vista la maldad de sus acciones! ¡Cesen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda! Vengan, y discutamos -dice el Señor-: Aunque sus pecados sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la púrpura, serán como la lana. Si están dispuestos a escuchar, comerán los bienes del país; pero si rehúsan hacerlo y se rebelan, serán devorados por la espada, porque ha hablado la boca del Señor.
Salmo 50,8-9.16-17.21.23. No te acuso por tus sacrificios: ¡tus holocaustos están siempre en mi presencia! / Pero yo no necesito los novillos de tu casa ni los cabritos de tus corrales. / Dios dice al malvado: "¿Cómo te atreves a pregonar mis mandamientos y a mencionar mi alianza con tu boca, / tú, que aborreces toda enseñanza y te despreocupas de mis palabras? / Haces esto, ¿y yo me voy a callar? ¿Piensas acaso que soy como tú? Te acusaré y te argüiré cara a cara. / El que ofrece sacrificios de alabanza, me honra de verdad; y al que va por el buen camino, le haré gustar la salvación de Dios".
Texto del Evangelio (Mt 23,1-12; también el domingo 31,A): En aquel tiempo, Jesús se dirigió a la gente y a sus discípulos y les dijo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen. Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres; se hacen bien anchas las filacterias y bien largas las orlas del manto; quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame "Rabbí".
Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar "Rabbí", porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie "Padre" vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar "Doctores", porque uno solo es vuestro Doctor: Cristo. El mayor entre vosotros será vuestro servidor. Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».
Comentario: 1. Is 1,1-18. El profeta Isaías nos conmina con su oráculo a buscar la conversión del corazón, y un culto sincero. En el evangelio de hoy, Jesús condena duramente a los fariseos «que dicen y no hacen». Unos siglos antes, Isaías fustigaba también duramente a sus contemporáneos para llevarlos a convertirse. –“Oíd la palabra del Señor”. La invitación a la conversión no es sólo y simplemente una palabra de hombre. Tampoco es una predicación de orden moral. La invitación a la conversión procede de Dios. Las conductas de la humanidad interesan a Dios. –“Escuchad la orden de nuestro Dios...” No es solamente una «invitación» gratuita o indiferente. Dios se compromete en su palabra; ésta es una «orden». Es una palabra activa que lleva a la acción, es una orden. -“Lavaos, purificaos”. Apartad de mi vista vuestras fechorías. Todo el mal del mundo sucede ante los ojos de Dios. Todos los hombres, que se odian, se oprimen o se matan entre sí ante la mirada de su Padre. Toda la hez de la humanidad aparece ante su Rostro. Toda la maldad de los hombres, se desarrolla ante la bondad de su amor... –“Apartad de mi vista vuestras fechorías. Desistid de hacer el mal... Aprended a hacer el bien...” El pueblo judío -como nosotros hoy-, tenía a menudo la impresión de que procuraba la gloria de Dios, aportando ofrendas al Templo y haciendo otros ritos cultuales. Los profetas han recordado siempre, en el nombre de Dios, que "la vida de cada día", haciendo el bien y evitando el mal, es lo que agrada a Dios. –“Buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, defended a la viuda”. Escucho esas palabras. Las repito sucesivamente: el oprimido... el huérfano... la viuda... Todas ellas, personas indefensas. ¿A quiénes representan, para mí? ¡Dios mío! ¿Qué hacer, para responder real y verdaderamente a esas «órdenes» divinas? ¿Cuál será mi respuesta a esos «mandamientos» de Dios? Durante la cuaresma, más que en tiempo ordinario, soy «invitado» a darme, a comprometerme, a luchar por la justicia, por el bien de mis hermanos. Esto es lo que Tú esperas de mí para borrar mis pecados. Y puedo hacerlo a través de mi vida ordinaria, profesional y social. –“Si vuestros pecados son rojos como el carmesí pasarán a ser blancos como la nieve. Si son rojos como la púrpura, serán como la lana blanca”. Gracias, Señor, por repetirme esas cosas. Ch. Péguy dirá que Dios es capaz de «hacer aguas puras con aguas de desagüe», «almas puras con almas gastadas»... «almas blancas con almas sucias»... –“Si aceptáis obedecer, comeréis lo bueno del país”. Promesa de felicidad (Noel Quesson).
Comenta San Agustín: «Mostrad que sois un cuerpo digno de la Cabeza... Tal Cabeza no puede sino tener un cuerpo adecuado a ella». Lactancio dice que la caridad cristiana es la verdadera justicia: «Da preferentemente a ése de quien nada esperas. ¿Por qué eliges las personas? ¿Por qué examinas los miembros? Has de estimar como hombre a todo el que por esto te pide, porque te considera hombre. Expulsa aquellas sombras y apariencias de justicia y adopta la verdadera y tangible. Da copiosamente a los ciegos, enfermos, cojos, desvalidos, a quienes a no ser que se les socorra fallecerán. Son inútiles a los hombres, pero útiles a Dios, quien conserva su vida, quien les da el espíritu, quien los juzga dignos de la luz. Protégelos en cuanto esté en tu mano y sustenta con humanidad la vida de los hombres para que no mueran. Quien puede socorrer a los que están a punto de perecer, si no lo hace los mata. Uno, pues, es el oficio cierto y verdadero de la liberalidad y de la justicia: alimentar a los indigentes y a los impedidos». Así lo afirma también San Ambrosio: «La misericordia es parte de la justicia, de modo que si quieres dar a los pobres esta misericordia es justicia, según aquello: Distribuyó, dio a los pobres, su justicia permanece eternamente (Sal 111,9). Además, porque es injusto que el que es completamente igual a ti no sea ayudado por su semejante».
En una sociedad llamada “cristiana” hemos visto guerras civiles como en España en 1936 o en Rwanda en 1994/1997. Aquellos que se consideraban buenos se sintieron deprimidos y se preguntaban qué habían hecho mal, por qué tanta gente que se llamaba cristiana y cumplía con los ritos, por dentro no amaba a los demás… Recuerdo aquella España reflejada por Galdós en su Misericordia, una sociedad anclada en la Edad Media, sin sombra de progreso, sin medios para hacer frente a tantas injusticias sociales… Con unos patrones que oprimían a los trabajadores tantas veces… El oráculo de hoy arremete contra esto… En la reforma litúrgica última se ha despojado a la Misa de numerosos ritos, para centrarse en la fe y devoción del corazón que, en su sencillez, llevara a una vida de amor a Dios y a los demás. Si se ha conseguido o no, es otro tema.
Una llamada a la conversión... Esta vez con palabras del profeta a los habitantes de dos ciudades que eran todo un símbolo del pecado en el AT: Sodoma y Gomorra. Pues bien, por grandes que sean los pecados de una persona o de un pueblo, si se convierte, «quedarán blancos como la nieve, como lana blanca, y podrán comer de lo sabroso de la tierra» que Dios les prepara. Es expresivo el contraste de los colores: «rojos como la grana... blancos como la nieve». Eso sí, tienen que cambiar su conducta, abandonar el mal y comprometerse activamente en el bien: «escuchad la enseñanza de nuestro Dios... Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones, cesad de obrar mal, defended al oprimido, sed abogados del huérfano». «Señor, vela con amor continuo sobre tu Iglesia; y, pues sin tu ayuda no puede sostenerse lo que se cimienta en la debilidad humana, protege a tu Iglesia en el peligro y mantenla en el camino de la salvación» (Colecta).
Si buscamos al Señor para encontrarlo como a un Padre lleno de amor por nosotros, es porque antes nosotros supimos encontrarnos con nuestro prójimo, no como con un extraño, sino como con un hermano a quien amamos y por cuyo bien nos preocupamos. Lavarnos de nuestras culpas, quitar de nuestras manos los crímenes, significa aceptar que Dios sea quien nos renueve y nos purifique de todo pecado. ¿Cómo podemos ver a Dios como Padre nuestro, si sólo vamos a Él para que nos defienda y nos libre de nuestros enemigos aquí en la tierra, para que nos socorra en nuestras necesidades temporales, pero no para que nos ayude a caminar en el amor? Dios sabe todo lo que necesitamos aun antes de que se lo pidamos. No busquemos sólo las cosas terrenas; busquemos más bien el Reino de Dios y todo lo demás el Señor nos lo dará por añadidura. Convertirnos a Dios nos ha de llevar, incluso, a renunciar a nosotros mismos. Cuando seamos capaces de dar nuestra vida para que nuestro prójimo viva con mayor dignidad su condición de hijo de Dios, entonces Dios abrirá sus oídos ante nuestros ruegos, pues Él sabrá que no vamos sólo buscando acaparar los dones de Dios, sino que vamos para que nos convierta en portadores de su amor y de su gracia.
2. Sal. 49. Ya el Señor reclamaba a los suyos: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Dios no quiere sólo nuestras oraciones. Dios no se conforma con el culto que le tributamos, incluso ofreciéndole sacramentalmente a su Hijo. Dios nos quiere a nosotros. Dios quiere que le pertenezcamos con un corazón indiviso. No podemos presentarle al Señor nuestras ofrendas sólo para tenerlo de parte nuestra, mientras nos dedicamos a ser unos malvados. Dios no se deja comprar por nada ni por nadie, pues Él es el dueño de todo y también de nuestra vida. Busquemos al Señor, démosle culto con nuestra Acción de Gracias, ofrezcámosle el culto que le es agradable porque somos nosotros quienes, con un corazón humilde, nos ponemos en sus manos para que lleve a buen término su obra de salvación en nosotros.
El salmo de hoy da un paso más que Isaías: compara la liturgia con la caridad, y sale ganando, una vez más, la caridad: «no te reprocho tus sacrificios... ¿por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en la boca mi alianza, tú que detestas mi enseñanza y te echas a la espalda mis mandatos?». La acusación de Dios se hace dramática: «esto haces ¿y me voy a callar? Te acusaré, te lo echaré en cara». La hipocresía que ya denunciaba el salmo -rezar a Dios, pero no cumplir sus enseñanzas en la vida- la desenmascara todavía con mayor fuerza Jesús en el evangelio… Haciendo caso al salmo, está bien que recordemos que nuestra Cuaresma será un éxito, no tanto si hemos cambiado algunas cosas de la liturgia, los colores o los cantos. Ni siquiera si hemos cumplido los días prescritos de abstinencia de algunos alimentos. Sino, como la palabra de Dios insiste en proponernos todos estos días, si cambiamos nuestra conducta, nuestra relación con los demás. No puede ser buena una Eucaristía que no vaya acompañada de fraternidad, una comunión que nos une con Cristo pero no nos une más con el prójimo. –La justicia, la misericordia y las obras de caridad han de salir del interior del corazón. «No todo el que dice “Señor, señor”, entrará en el reino de los cielos» (Mt 7,21). Lo que ha de cambiar en la penitencia es el corazón, pues es de allí de donde proceden nuestros actos (Manuel Garrido). Con el Salmo 49 proclamamos esta verdad. «Te rogamos, Señor, que esta Eucaristía nos ayude a vivir más santamente, y nos obtenga tu ayuda constantemente» (Poscomunión).
3. Mt. 23, 1-12. Su punto de mira son una vez más los fariseos, que hablan pero no cumplen, que son exigentes para con los demás y permisivos para consigo mismos, que todo lo hacen para recibir las alabanzas de la gente y andan buscando los primeros puestos. Jesús les acusa de intransigentes, de vanidosos, de contentarse con las formas exteriores, para la galería, pero sin coherencia interior. Jesús quiere en los suyos la actitud contraria: «el primero entre vosotros será vuestro servidor». Como Él mismo, que no vino a ser servido sino a servir y dar la vida por los demás. La llamada la oímos este año nosotros: cesad de obrar mal, aprended a obrar bien, buscad la justicia... Con mucha confianza en el Dios que sabe y que quiere perdonar. Pero dispuestos a tomar decisiones, a hacer opciones concretas en este camino cuaresmal. No seremos tan viciosos como los de Sodoma o Gomorra. Pero sí somos débiles, flojos, y seguro que podemos acoger en nosotros con mayor coherencia la vida nueva de la Pascua. Si cambian algunas actitudes deficientes de nuestra vida, entonces sí que nos estamos preparando a la Pascua: «al que sigue el buen camino le haré ver la salvación de Dios». Algo tiene que cambiar: ¿qué defecto o mala costumbre voy a corregir? ¿Qué propósito, de los que he hecho tantas veces en mi vida, voy a cumplir este año?
Apliquémonos en concreto la dura advertencia de Jesús a los fariseos, que eran unos catedráticos a la hora de explicar cosas y no cumplirlas. La hipocresía puede ser precisamente el pecado de «los buenos». Nos resulta fácil hablar, explicar a los demás el camino del bien, y luego corremos el peligro de que nuestra conducta esté muy lejos de lo que explicamos. ¿Podría decir Jesús de nosotros -los que hablamos a los demás en la catequesis, en la comunidad parroquial o religiosa, en la escuela, en la familia-, «haced lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen»? ¿Qué hay de fariseo en nosotros? ¿Nos conformamos con la apariencia exterior? ¿Somos exigentes con los demás y comprensivos con nosotros mismos? ¿Nos gusta decir palabras bonitas -amor, democracia, comunidad- y luego resulta que no se corresponden con nuestras obras? ¿Buscamos la alabanza de los demás y los primeros puestos? La palabra de Dios nos va persiguiendo a lo largo de estas semanas de Cuaresma para que no nos quedemos en unos retoques superficiales, sino que profundicemos en nuestro camino de Pascua. «Da luz a mis ojos para que no duerma en la muerte» (entrada)… «Convertíos a mí de todo corazón porque soy compasivo y misericordioso» (aclamación) «Que esta Eucaristía nos ayude a vivir más santamente» (poscomunión; J. Aldazábal). Por todo ello, humildad, bondad, fraternidad... Sí, pero efectivas. Señor, guárdanos del fariseísmo, de toda pretensión de dominar a los demás, de todo instinto de superioridad. Es una tentación de cristianos fervientes. Ser duros en nuestros juicios porque uno está seguro de poseer la verdad. Condenar el mundo, anunciar castigos divinos contra los que no piensan como nosotros. –“Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los otros, pero ellos no quieren aplicar la punta del dedo para moverlas”. Opresión. Aplastamiento. ¿Qué forma concreta toma este defecto en mi vida propia? ¿A quién debo aliviar las cargas? ¿A qué puedo arrimar el hombro? Y más que aplicar la punta del dedo, debo preocuparme, comprometerme. –“Todas sus obras las hacen para ser vistos de los hombres”. Ensanchan sus filacterias y alargan los flecos, gustan de los primeros asientos... y de los saludos en las plazas... y de ser llamados por los hombres "Rabbí". Las "filacterias" eran unas bandas de cuero que llevaban en la frente y alrededor del brazo izquierdo, con unos cofrecitos que contenían textos de la Ley. Los "flecos"eran como los que suelen verse en algunos chales. Estos dos detalles en el vestuario eran obligatorios según la Ley de Moisés. Pero a los fariseos les gustaba llevarlos muy aparatosos para mostrar así su acatamiento a la Ley y para recibir honores por ello. Este orgullo toma, hoy, nuevas formas. No os hagáis llamar "Rabí", ni "padre", ni "maestro"... Renunciar a los títulos honoríficos. Que vuestras relaciones humanas sean siempre naturales y sencillas. Hoy la Iglesia trata también de seguir mejor este consejo evangélico. Y nosotros, ¿cómo reaccionamos? ¿Hay títulos que nos gusta recibir? –“Sois todos hermanos”. Fórmula esencial. Es Jesús quien la pronuncia. Fórmula revolucionaria.
Ante esto, puede retraernos el escándalo -desorientación de las almas- que causa el "antitestimonio", el mal ejemplo de muchos. Esto no ha de ser excusa para no hacer las cosas buenas que dicen quienes luego no las hacen, pero sí reclama más responsabilidad pues el bien también es difusivo: «Hoy más que nunca, la Iglesia es consciente de que su mensaje social se hará creíble por el testimonio de las obras, antes que por su coherencia y lógica interna» (Juan Pablo II). Es una llamada a la coherencia: «sólo la relación entre una verdad consecuente consigo misma y su cumplimiento en la vida puede hacer brillar aquella evidencia de la fe esperada por el corazón humano; solamente a través de esta puerta [de la coherencia] entrará el Espíritu en el mundo» (Benedicto XVI).
Vamos a fijarnos en uno de los múltiples aspectos: La “honorabilidad intelectual” –la coherencia-, hoy día no está de moda. Significa ser yo mismo, ser auténtico. Todos sabemos cómo la clase intelectual europea era comunista en los años 70, y luego se ha pasado a otras corrientes sin decir ni siquiera un “me equivoqué”, sin que aquellos profesores de Historia o Filosofía dijeran: “estaba vendido al sistema, no pensaba por mí sino por la moda”. Esto también pasa hoy, cuando en entrevistas se dice lo “políticamente correcto”, lo que queda bien, y el miedo a quedar mal hace que pocos intelectuales se manifiesten como católicos. Hay como un afán de éxito y gloria que hace decir a muchos lo que conviene, basta ver la entrevista de la última página de algunos periódicos. Dan ganas de decirle a la gente: “tú, ¿por cuánto te vendes?” Recuerdo a un amigo que expuso en una reunión unas ideas que me parecieron vacías. Pensé que las había dicho para quedar bien, para gustar, y le pregunté: “de todo esto, ¿tú en realidad qué piensas?” y me contestó tranquilo: “yo ya no sé lo que pienso”. Sabía lo que convenía decir, no sabía lo que era verdad.
La honorabilidad intelectual (recuerdo un antiguo artículo de R. Paniker que hablaba de esto) me dice que no puedo ser mercenario, querer agradar, por conseguir un cargo. Sería ser mezquino, no sería honrado conmigo mismo, sino que sería prostituirme, darme como mercancía para la vanidad, comodidad, ambición. Muchos se dejan seducir por los cantos de estas sirenas y pierden la cabeza...
Quizá la culpa de este aparentar erudición, hacer remiendos sin cosecha propia (“cortar” y “pegar”, siguiendo el argot del ordenador) es el amor desmesurado a la gloria propia, cosa que va contra el espíritu sencillo del sabio. La voluptuosidad de la dialéctica lleva a una pérdida de sentido de la realidad, dejarse llevar por la “borrachera” de unas ideas que crean éxito, pero que dejan un poso de amargura, de desencanto pues son ideas desencarnadas que apagan mi vida, con excusa de verdades me quitan la verdad, con esas razones me dejan sin razón. Es la insinceridad del intelecto con respecto a mi vida, la culpable dicotomía entre la mente y el corazón, la inteligencia y el amor, entre ideas e ideales.
¿Cuáles son los síntomas que me dan pistas para diagnosticar esta enfermedad funesta? En primer lugar, la ausencia de contemplación, la falta de reposo en el ser, el producir frenéticamente, es el no encontrarse y escoger lo de fuera, no buscar nada en mi interior porque ya no lo tengo. Esto no está reñido con trabajar “con prisa”, pues no hay que ser perfeccionistas, y nos conviene acomodarnos a la imperfección del tiempo para concluir algo. Lo malo es el nerviosismo y el apresuramiento fruto del desasosiego; el vicio intelectual de la “studiositas”, la curiosidad malsana y el dejarme llevar por el mariposeo. Es el diletantismo y la indiscreción, la preocupación intelectualoide más que intelectual.
Otro síntoma de ser mercenario es la envidia intelectual. No es sólo la tristeza por los que triunfan, sino sobre todo porque aquello que dicen otros podía haberlo dicho yo, o lo podía haber hecho mejor, o dicho mucho más profundamente, y nos molesta que publiquen lo que nosotros hemos pensado, no nos importa tanto que se haga el bien (que se conozca una verdad o se propague un conocimiento), sino que lo que nos importa es hacerlo nosotros, sin darnos cuenta de que entonces ya no es bueno, está viciado en sus intenciones (en la misma finalidad de la acción que está incluido en su objeto, y por tanto define su “ethos”).
Frente a estas enfermedades, que no construyen sino la cultura de lo efímero, queda la verdad, lo auténtico, lo que se vive. Eso es lo que pervive en el tiempo, los frutos que perduran, lo demás se pudre. Para un cristiano, todo queda referido al modelo, Cristo, y ofrecido al Padre Dios. Entonces, no hay polilla o polvo, no hay preocupaciones por la precariedad, siguiendo el ejemplo y los consejos de Jesús: “no os preocupéis por vuestra vida...” Entonces la honorabilidad adquiere una coherencia que es testimonio fiel, martirio, pues muchos sufren por la verdad (desde el antiguo Séneca hasta nuestros días, basta citar el caso emblemático de Tomás Moro). Mi investigación no será entonces ficticia, sino parte de mi vida; no esclaviza, tiene un motivo más alto que la gloria humana; no está desligada de mi preocupación por los demás sino que se dirige a ello; no vivo para estudiar sino que el estudio, como lo demás, es un ingrediente de mi vida, medio de hacer el bien y de hacerme bueno. El vivir no se desliga del contemplar, ni del dar la vida, la verdad me lleva a ser verdadero y en la medida que soy verdadero, soy. En todo pongo un poco de mi corazón, y un trozo de alma, un pedazo de mi vida, en una unidad que me recuerda lo que decía una hija de Tomás Alvira: “todo en mi padre era verdad: por eso era tan buen educador”.
Jesús es el ejemplo supremo de humildad y de entrega a los demás: Yo estoy en medio de vosotros como quien sirve. Sigue siendo ésa su actitud hacia cada uno de nosotros. Dispuesto a servirnos, a ayudarnos, a levantarnos de las caídas. Ejemplo os he dado para que como yo he hecho con vosotros, así hagáis vosotros (Jn 13,15). El Señor nos invita a seguirle y a imitarle, y nos deja una regla muy sencilla, pero exacta, para vivir la caridad con humildad y espíritu de servicio: Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos (Mt 7,12): que nos comprendan cuando nos equivocamos, que nadie hable mal a nuestras espaldas, que se preocupen por nosotros cuando estamos enfermos, que nos exijan y corrijan con cariño, que recen por nosotros... Estas son las cosas que, con humildad y espíritu de servicio, hemos de hacer por los demás.
La caridad cala, como el agua en la grieta de la piedra, y acaba por romper la resistencia más dura. “Amor saca amor”, decía Santa Teresa. De modo particular hemos de vivir este espíritu del Señor con los más próximos, en la propia familia. La Virgen, Esclava del Señor, nos ayudará a entender que servir a los demás es una de las formas de encontrar la alegría en esta vida y uno de los caminos más cortos para encontrar a Jesús. Para eso, hemos de pedirle que nos haga verdaderamente humildes (F. Fernández Carvajal).
Cuaresma 2ª semana, lunes: la justicia de la misericordia
Cuaresma 2ª semana, lunes: la justicia de la misericordia
1ª: Lectura del profeta Daniel 9,4b-10: “En aquellos días, -yo, Daniel- derramé mi oración al Señor mi Dios y le hice esta confesión: ¡Ah, Señor, Dios grande y temible, que guardas la alianza y el amor a los que te aman y observan tus mandamientos! Nosotros hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas. No hemos escuchado a tus siervos, los profetas, que en tu nombre hablaban a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres... A ti, Señor, la justicia; a nosotros la vergüenza en el rostro... Y al Señor Dios nuestro, la piedad y el perdón...”
Salmo 78: «Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados. No recuerdes contra nosotros las culpas de nuestros padres; que tu compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados. Socórrenos, Dios Salvador nuestro, por el honor de tu nombre. Llegue a tu presencia el gemido del cautivo, con tu brazo poderoso salva a los condenados a muerte. Mientras nosotros, pueblo tuyo, ovejas de tu rebaño, te daremos gracias siempre, cantaremos tus alabanzas de generación en generación».
Texto del Evangelio (Lc 6,36-38 = DOMINGO 07C): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque con la medida con que midáis se os medirá».
Comentario: 1. –Daniel 9,4-10: La lectura de hoy es un fragmento de la oración de Daniel, que nos muestra el aspecto dramático que, a menudo, incluyen las relaciones hombre-Dios. El Señor permanece fiel a la Alianza y está siempre dispuesto a otorgar su amor; el hombre, muchas veces, prefiere vivir por su propia cuenta (Misa dominical 1990). En esta confesión de Daniel, todos podemos vernos a nosotros mismos: por el reconocimiento de nuestra carga de pecado al traicionar a los hombres, porque no escuchamos la voz de la conciencia, porque no aceptamos el mensaje de salvación que nos viene en la voz de los profetas y los signos. Si Dios no es misericordioso, ¿tenemos nosotros futuro?
La conciencia es la luz del alma, de lo más profundo del ser del hombre, y, si se apaga, el hombre se queda a oscuras y puede cometer todos los atropellos posibles contra sí mismo y contra los demás. Jesús compara la función de la conciencia a la del ojo en nuestra vida (Lucas 11, 34-35). Cuando el ojo está sano se ven las cosas tal como son, sin deformaciones. Un ojo enfermo no ve o deforma la realidad, engaña al propio sujeto, y la persona puede llegar a pensar que los sucesos y las personas son como ella los ve con sus ojos enfermos. La conciencia se puede deformar por no haber puesto los medios para alcanzar la ciencia debida acerca de la fe, o bien por una mala voluntad dominada por la soberbia, la sensualidad o la pereza. La Cuaresma es un tiempo muy oportuno para pedirle al Señor que nos ayude a formarnos muy bien la conciencia y para que examinemos si somos sinceros con nosotros mismos y en la dirección espiritual. La luz que hay en nosotros no brota de nuestro interior, sino de Jesucristo. Yo soy –ha dicho Él- la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas (Juan 8, 12). Su luz esclarece nuestras conciencias: más aún, nos puede convertir en luz que ilumine la vida de los demás: vosotros sois la luz del mundo (Mateo 5, 14). Lo haremos con nuestra palabra y con nuestro comportamiento, para lo cual tenemos necesidad de formarnos una conciencia recta y delicada, que entienda con facilidad la voz de Dios en los asuntos de la vida cotidiana. La ciencia moral debida y el esfuerzo por vivir las virtudes cristianas (doctrina y vida) son los dos aspectos esenciales para la formación de la conciencia. Nadie nos puede sustituir ni podemos delegar esta grave responsabilidad. Para el caminante que verdaderamente desea llegar a su destino lo importante es tener claro el camino. Agradece las señales claras, aunque alguna vez indiquen un sendero un poco más estrecho y dificultoso, y huirá de los caminos que, aunque sean anchos y cómodos de andar, no conducen a ninguna parte... o llevan a un precipicio. Necesitamos luz y claridad para nosotros y para quienes están a nuestro lado. Es muy grande nuestra responsabilidad. El cristiano está puesto por Dios como antorcha que ilumina a otros en su caminar hacia Dios (F. Fernández Carvajal).
«Sálvame, Señor, ten misericordia de mí. Mi pie se mantiene en el camino llano. En la asamblea bendeciré al Señor» (Sal 25,11-12; Entrada). Empezamos la segunda semana de la Cuaresma con una oración penitencial muy hermosa, puesta en labios de Daniel. Él reconoce la culpa del pueblo elegido, tanto del Sur (Judá) como del Norte (Israel), tanto del pueblo como de sus dirigentes. No han hecho ningún caso de los profetas que Dios les envía: «hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas, hemos pecado contra ti». Mientras que por parte de Dios todo ha sido fidelidad. Daniel hace una emocionada confesión de la bondad de Dios: «Dios grande, que guardas la alianza y el amor a los que te aman... Al Señor Dios nuestro la piedad y el perdón».
Nosotros hemos pecado, nos hemos apartado de tus mandamientos. En la plegaria de Daniel se reconoce la malicia del pecado con gran sinceridad. Reflexionemos sobre nuestros pecados, en este tiempo de penitencia cuaresmal. De una parte, el amor y la misericordia de Dios; de otra, nuestras caídas e infidelidades. ¿No debiera Él abandonarnos? ¿No lo hemos merecido? ¿Y no parece a veces que Dios deja también abandonada, en su alocado camino, a nuestra generación infiel? Bien merecido lo tenemos. ¿Quién puede salvarnos? Solamente la penitencia, el recogimiento, la conversión. Todos los profetas reclaman, en nombre de Dios, la conversión: «Convertíos a Mí de todo corazón con ayunos, llanto y lágrimas de penitencia... arrepentíos y convertíos de los delitos que habéis perpetrado y estrenad un corazón nuevo y un espíritu nuevo; y así no moriréis, casa de Israel. Pues no quiero la muerte de nadie... arrepentíos y viviréis» (Ez 18,30-32). «Convertíos a Mí... y yo me convertiré a vosotros... No seáis como vuestros padres, a quienes predicaban los antiguos profetas. Así dice el Señor: Convertíos de vuestra mala conducta y de vuestras malas obras» (Za 1,3-4). «Buscad al Señor, mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus placeres; que regrese al Señor y Él tendrá piedad. Nuestro Dios es rico en perdón» (Is 55,6-7; Manuel Garrido).
En el evangelio de hoy, Jesús nos pide que seamos «misericordiosos», como Él es «misericordioso» con nosotros. La plegaria de Daniel se apoya, por entero, sobre esa misericordia de Dios. Esto nos permite no «descorazonarnos» cuando pensamos en nuestros pecados. –“¡Oh! Señor, Dios grande y temible...” Es el primer pensamiento que cruza nuestra mente. La grandeza, la perfección, la santidad de Dios. "Santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo. El cielo y la tierra están llenos de tu gloria". Ese Dios santo, hermoso y grande... espera de los hombres santidad, belleza, grandeza. Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto. Me detengo y reflexiono sobre la noción de «perfección»: un objeto perfecto, un trabajo perfecto. –“Nosotros hemos pecado, hemos cometido la iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos”. El mal. Lo contrario a la perfección. Pienso en un objeto no conseguido, un trabajo mal hecho, chapucero. Lo contrario de Dios. El egoísmo en lugar del amor. La fealdad en lugar de la belleza. Pienso en mis pecados habituales y los miro desde ese ángulo. Trato de darme cuenta mejor de que son un fallo, un mal. Trato de ver si haciendo yo lo contrario sería un bien, un resultado mejor. –“Nosotros... nosotros... nosotros... no hemos escuchado...” lo que los profetas dijeron a nuestros reyes, a nuestros jefes, a nuestros padres, a todo el pueblo. Esa oración penitencial de Daniel es muy justa. No se dirige a Dios desde una perspectiva «individual» solamente -mis pecados-, sino desde una perspectiva "comunitaria" -nuestros pecados-. Ayúdanos, Señor, a dirigirnos a ti en nombre de todos nuestros hermanos. «Nosotros» hemos pecado... Yo soy solidario de los pecados de los demás. Cuando, en esta cuaresma pronuncio unas plegarias penitenciales, estoy rogando por el mundo entero. «Ten piedad de nosotros, Padre de todos nosotros, Tú estás viendo nuestra miseria. En este mismo momento, esta oración mía, la estoy haciendo a cuenta de toda la humanidad. Te ruego, Señor, por todos los pecadores de los cuales formo parte. –“A ti, Señor, la justicia... A nosotros la vergüenza en el rostro...” He ahí donde nos encontramos, por el momento. El descubrimiento indispensable de nuestras deficiencias, de nuestros límites, de nuestro poco dominio de nosotros mismos, no es muy hermoso. No hay de qué enorgullecerse. Se siente más bien vergüenza. Esta es una primera etapa. –“Al Señor Dios nuestro, la piedad y el perdón”. En efecto, y felizmente Tú eres mejor que nosotros, Señor. Te doy gracias por esas palabras: la piedad... el perdón... Por todas las veces que has perdonado mis debilidades, bendito seas. Cuando Jesús nos diga que seamos “misericordiosos como Dios es misericordioso”, nos invitará a una misericordia infinita -hay que perdonar setenta y siete veces siete... La grandeza de Dios, su santidad, su infinitud, se aplican también a su misericordia. Su misericordia perfecta, infinita es una de las perfecciones de Dios (Noel Quesson).
Sigamos humillándonos, no te importe, tenemos motivos de sobra. “Señor, nos abruma la vergüenza” ¿Hace cuánto que no sientes vergüenza? Me imagino que la psicología me echará en cara el favorecer la vergüenza como un sentimiento positivo o el pensar que la culpabilidad- en bastantes casos- es positiva, ya que los psicólogos modernos (es decir, desde mediados del siglo pasado) favorecen la autoestima, la huida de pensamientos “negativos” y el ocultar el sentimiento de culpa. Reconozco que suspendí dos veces psicología (lo que me obligó a estudiarla tres veces), pero aun así no me convenció del todo.
La autoestima. Cuántas horas oyendo hablar de la autoestima, cuántos libros publicados, cuántas conferencias y consejos sobre aprender a quererse. Es muy útil para justificar conciencias, admitir actos y actitudes que nos incomodan “un poco”, pero cuando te encuentras con una vida que está en la basura, que objetivamente no tiene un agarradero donde cogerse, porque día tras día ha ido perdiendo a su familia, a sus amigos e incluso a sí mismo y que ha llegado a ser una sombra de su pasado, de nada me ha servido decirles que se quieran, pues no quisieran su estado ni para su peor enemigo. Esas personas no tienen que quererse, que “auto-estimarse”, lo que tienen que hacer es sentirse querida, no por lo que son sino por quienes son. A lo mejor estás pensando en drogadictos terminales, en delincuentes peligrosos, mendigos crónicos y tienes razón, ni ellos pueden quererse en esa situación pero, no nos vayamos tan lejos, piensa en ti, que yo ahora pensaré en mí.
Descubrimos vidas de personas que, a nuestra edad, ya habían descubierto claramente el amor de Dios, que habían entregado su vida sin reservas, que no buscaban fútiles compensaciones ni justificaciones baratas en “los tiempos”, “las modas” o “las situaciones”. No eran impecables pero descubrían el amor intenso y misericordioso de Dios. Por mi parte, tengo a Dios en mis manos y lo comulgo todos los días pero sigo “enganchado” a mi bienestar con repugnancia a la cruz, recibo el perdón de Dios y lo comunico en nombre de toda la Iglesia, pero sigo intentando robar de los demás prestigios o prebendas, he descubierto el tesoro de mi vocación sacerdotal pero sigo mendigando otros bienes que son males. ¿Cómo voy a estimar todo eso? ¿De qué manera me pondré de rodillas frente al crucifijo y le diré al Señor: “En el fondo me quiero”? Sólo me saldrá del corazón decirle: “Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados… pues estamos agotados”. No es falta de autoestima ni complejo de culpa, es la realidad: Dios te quiere aunque seas pecador y te quiere santo, “nuestro Dios es compasivo y perdona”, no se enorgullece del pecado de sus hijos, pero seguimos siendo sus hijos. Desde aquí pregúntate sinceramente: ¿A quién vas a condenar?, ¿a quién vas a juzgar? ¿a quién vas a medir? ¿a quién no vas a perdonar? María, madre de los dolores, ayúdame a llorar un poco más y a “quererme” un poco menos. Nuestra es la vergüenza en el rostro, pues nos hemos rebelado contra el Señor y nos hemos apartado de la fidelidad a su Palabra y a la Alianza que hemos pactado con Él. Con el corazón humillado sólo alcanzamos a golpearnos el pecho, y con el rostro en tierra le decimos al Señor: Ten misericordia de mí, porque soy un pecador. Llegamos ante el Señor con la confianza de saber que nos presentamos ante nuestro Dios y Padre, rico en misericordia y siempre dispuesto a perdonarnos. Pero no buscamos al Señor para burlarnos de Él. No venimos a pedir su perdón para después volver a nuestros pecados. Buscamos al Señor y nos humillamos ante Él porque estamos dispuestos, en adelante, a cumplir en todo su voluntad; a vivir y a caminar en el amor tanto a Él como a nuestro prójimo, de tal forma que no sólo nos llamemos hijos suyos, sino que lo seamos en verdad.
2. Sal. 78. Nos hace bien reconocer que somos pecadores, haciendo nuestra la oración de Daniel. Personalmente y como comunidad. Reconocer nuestra debilidad es el mejor punto de partida para la conversión pascual, para nuestra vuelta a los caminos de Dios. El que se cree santo, no se convierte. El que se tiene por rico, no pide. El que lo sabe todo, no pregunta. ¿Nos reconocemos pecadores? ¿Somos capaces de pedir perdón desde lo profundo de nuestro ser? ¿Preparamos ya con sinceridad nuestra confesión pascual? Cada uno sabrá cuál es su situación de pecado, cuáles sus fallos desde la Pascua del año pasado. Ahí es donde la palabra nos quiere enfrentar con nuestra propia historia y nos invita a volvernos a Dios. A mejorar en algo concreto nuestra vida en esta Cuaresma. Aunque sea un detalle pequeño, pero que se note. Seguros de que Dios, misericordioso, nos acogerá como un padre. Hagamos nuestra la súplica del salmo: «Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados... Líbranos y perdona nuestros pecados». «Señor, Padre santo, que para nuestro bien espiritual nos mandaste dominar nuestro cuerpo mediante la austeridad, ayúdanos a librarnos de la seducción del pecado, y a entregarnos al cumplimiento filial de tu santa Ley» (Colecta). ¿Quién puede salvarnos? La conversión a la ley y a los mandamientos del señor. La ley del Señor es intachable. Ella encamina y reconforta a las almas.
Roguémosle al Señor que olvide nuestras culpas; que nos perdone, porque en verdad queremos volver a Él y queremos que su Espíritu nos guíe. Dios sale a nuestro encuentro por medio de su Hijo, hecho uno de nosotros. Dios no se olvida de que somos barro, inclinados al pecado. Por eso se manifiesta como un Padre lleno de compasión y de ternura para con nosotros. No nos está siempre acusando, ni nos guarda rencor. Jesús, clavado en la cruz nos perdonó para llevarnos, junto con Él, a la gloria que como a Hijo unigénito le pertenece. Por eso, quienes hemos recibido sus dones, quienes hemos sido hechos hijos de Dios, debemos saber amarnos como Él nos ha amado; y debemos perdonar como nosotros hemos sido perdonados por Dios. Que esta cuaresma nos ayude a retirar de nosotros el gesto amenazador y los deseos de venganza para que, trabajando por la paz, construyamos una sociedad más fraterna, más unida y con una capacidad mayor para sabernos comprender y perdonar mutuamente. Cuando esto suceda sabremos que el Reino de Dios ha llegado a nuestros corazones.
3. Lc. 6, 36-38. Si la dirección de la primera lectura era en relación con Dios -reconocernos pecadores y pedirle perdón a Él- el pasaje del evangelio nos mueve a actuar en consecuencia (cosa más incómoda): Jesús nos invita a saber perdonar nosotros a los demás. El programa es concreto y progresivo: «sed compasivos... no juzguéis... no condenéis... perdonad... dad». El modelo sigue siendo, como ayer, el mismo Dios: «sed compasivos como vuestro Padre es compasivo». Esta actitud de perdón la pone Jesús como condición para que también a nosotros nos perdonen y nos den: «la medida que uséis, la usarán con vosotros». Es lo que nos enseñó a pedir en el Padrenuestro: «perdónanos... como nosotros perdonamos».
Según dijo el Señor a Santa Faustina, el domingo siguiente al de Pascua se celebra la fiesta de la Divina Misericordia: proclamamos el amor de Dios por la humanidad. Juan Pablo II, gran precursor de esta “ley” divina, había preparado para el día que su muerte impidió leer, precisamente en esta fiesta, un texto donde recordaba el pasaje del Evangelio cuando el Resucitado se apareció a los apóstoles "y les mostró las manos y el costado", es decir "los signos de la dolorosa pasión grabados de forma indeleble en su cuerpo incluso después de la resurrección. Esas llagas gloriosas que, ocho días después, hizo tocar al incrédulo Tomás, revelan la misericordia de Dios, ‘que tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito’". Hemos de beber de esta lógica divina, para poder vivir esta misericordia con los demás. Efectivamente, "a la humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado ofrece como don su amor que perdona, reconcilia y vuelve a abrir el ánimo a la esperanza. Es amor que convierte los corazones y da la paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Divina Misericordia!". No se piden en esta devoción muchas cosas, básicamente rezar aquella sencilla jaculatoria, resumen de la otra del Sagrado Corazón (“Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío”): aquí es simplemente: “Jesús, en ti confío”: "Señor, que con tu muerte y resurrección revelas el amor del Padre, nosotros creemos en ti y con confianza te repetimos hoy: Jesús, confío en Ti, ten misericordia de nosotros y del mundo entero". La mejor manera de participar de este tesoro es desde el corazón de la Virgen: “contemplar con los ojos de María, el inmenso misterio de este amor misericordioso que brota del Corazón de Cristo.”
Esta divina misericordia en el Evangelio de hoy va de la mano de la justicia, esa es la auténtica ley divina. Como reza aquel salmo, “iustitia et pax osculatae sunt”, aquí se dan de la mano la misericordia y la justicia. Jesús establece una norma que resplandece desde hace días en la liturgia: “Norma absoluta: si nuestro Padre del cielo es misericordioso, nosotros, como hijos suyos, también lo hemos de ser. Y el Padre, ¡es tan misericordioso! El versículo anterior afirma: «(...) y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los malos» (Lc 6,35)… Nos encontramos ante una especie de “ley del talión” en las antípodas de la rechazada por Jesús («Ojo por ojo, diente por diente»). Aquí, en cuatro momentos sucesivos, el divino Maestro nos alecciona, primero, con dos negaciones; después, con dos afirmaciones. Negaciones: «No juzguéis y no seréis juzgados»; «No condenéis y no seréis condenados». Afirmaciones: «Perdonad y seréis perdonados»; «Dad y se os dará». Apliquémoslo concisamente a nuestra vida de cada día… Hagamos un valiente y claro examen de conciencia: si en materia familiar, cultural, económica y política el Señor juzgara y condenara nuestro mundo como el mundo juzga y condena, ¿quién podría sostenerse ante el tribunal?... Si damos, ¿nos darán en la misma proporción? ¡No! Si damos, recibiremos —notémoslo bien— una medida buena, apretada, remecida, rebosante (Lc 6,38). Y es que es a la luz de esta bendita desproporción que somos exhortados a dar previamente. Preguntémonos: cuando doy, ¿doy bien, doy buscando lo mejor, doy con plenitud?” (Antoni Oriol Tataret).
Debemos aceptar el paso que nos propone Jesús: ser compasivos y perdonar a los demás como Dios es compasivo y nos perdona a nosotros: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo, dice el Señor» (Lc 6,36: Comunión). Ya el sábado pasado se nos proponía «ser perfectos como el Padre celestial es perfecto», porque ama y perdona a todos. Hoy se nos repite la consigna. ¿De veras tenemos un corazón compasivo? ¡Cuántas ocasiones tenemos, al cabo del día, para mostrarnos comprensivos, para saber olvidar, para no juzgar ni condenar, para no guardar rencor, para ser generosos, como Dios lo ha sido con nosotros! Esto es más difícil que hacer un poco de ayuno o abstinencia. Ahí tenemos un buen examen de conciencia para ponernos en línea con los caminos de Dios y con el estilo de Jesús. Es un examen que duele. Tendríamos que salir de esta Cuaresma con mejor corazón, con mayor capacidad de perdón y comprensión. Antes de ir a comulgar con Cristo, cada día decimos el Padrenuestro. Hoy será bueno que digamos de verdad lo de «perdónanos como nosotros perdonamos». Pero con todas las consecuencias: porque a veces somos duros de corazón y despiadados en nuestros juicios y en nuestras palabras con el prójimo, y luego muy humildes en nuestra súplica a Dios. «Sálvame, Señor, ten misericordia de mí» (entrada; J. Aldazábal). Comenta San Agustín: «Ved, hermanos, que la cosa está clara y que la amonestación es útil... Todo hombre, al mismo tiempo que es deudor ante Dios, tiene a su hermano por deudor... Por esto el Dios justo estableció que, así como te comportes con tu deudor, se comportará Él contigo... Respecto al perdón, tú no sólo quieres que se te perdone tu pecado, sino que también tienes a quién perdonar... Por tanto, si queremos que se nos perdone a nosotros, hemos de estar dispuestos a perdonar todas las culpas que se cometan contra nosotros...”. Resida en el alma amansada y humilde la misericordiosa disponibilidad para el perdón. Solicite perdón quien ofendió; concédalo quien lo recibió. Así observaremos el precepto del Señor.
A veces puede parecer difícil vivir esta “ley del talión al revés”, devolver bien por mal, “poner amor donde no hay amor para sacar amor”, pero vemos que para el hombre es la única solución, y para Dios todo es posible, y nos da su gracia para vivirlo: el Señor nos ha dicho que, a los cristianos, nos reconocerían por cómo nos queremos, por cómo vivimos la caridad. Su mandamiento nuevo es que nos amemos como Él nos quiere. Debido al pecado original -y con él, la soberbia, la envidia, el rencor…-, la convivencia humana se ha hecho más difícil; es con la gracia de Dios como el hombre puede llegar a amar al prójimo como lo ama Él. El Catecismo nos enseña que: “Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida "del fondo del corazón", en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios” (n. 2842). “La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, DM 14; Catecismo 2844; ver http://www.oracionesydevociones.info/01940001_elartedeperdonar.htm).
Ser bueno "sin medida", como Dios. –“Sed misericordiosos...” Es una palabra intraducible que hoy corre el riesgo de ser mal comprendida. Que cada uno según su modo de ser se ejercite en encontrarle sinónimos. -Compartid las penas de los demás... -Sed indulgentes... -Dejaos conmover... -Excusad... -Participad en las tribulaciones de vuestros hermanos... -Olvidad las injurias… -Sed sensibles... -No guardéis rencor... -Tened buen corazón... –“Así como también vuestro Padre es misericordioso.” La moral cristiana, a menudo tan próxima a una simple moral humana, se caracteriza por el hecho de que es, habitualmente, una imitación de Dios. San Juan dirá "Dios es amor", san Lucas dice: "Dios es misericordia." Jesús ha insistido a menudo sobre este punto. El mismo era una perfecta "imagen de Dios", que modelaba su comportamiento según el del Padre. En mi oración, evoco las escenas en las que Jesús ha mostrado especialmente su misericordia... ¿Y yo? A menudo, por desgracia, no me asemejo ni al Padre, ni a Jesús. Desfiguro la imagen de Dios en mí. Doy una mala idea de ti, Señor, cada vez que falto al amor. Cada una de mis palabras duras, de mis acritudes, de mis malas intenciones... cada una de mis indiferencias a las preocupaciones de mis hermanos... ¡es lo contrario de Dios! Perdón, oh Padre, por deformar, a veces, el espejo que yo debería ser de ti. Y me dejo captar por este pensamiento: Tú esperas, Señor, que yo me parezca a ti, que sea el representante de tu amor cerca de mis hermanos. Ser el corazón de Dios, ser la mano de Dios... ser "como si" estuviese Dios presente cerca de un tal... o un cual... Cada una de mis tareas humanas de hoy tiene un valor infinito, un peso de eternidad: es Dios mismo el que actúa en y por mí, en mis afectos. ¡Sed como Dios! –“No juzguéis, y no seréis juzgados...” No condenéis, y no seréis condenados... Perdonad, y seréis perdonados. Dad, y se os dará... Hay que dejarse interpelar e interrogar por estas frases. Hay que escucharlas de la boca misma de Jesús, como si hubiéramos estado presentes en su auditorio cuando Él las pronunciaba. ¿A propósito de qué detalles concretos de mi vida, de qué personas... Jesús me repite esto, a mí: No juzgues a un tal... un cual... No condenes a un tal... una cual... Perdona a... a... Da...? Y todo ello no es propio en primer lugar de la "Moral": es hacer como Dios. Jesús nos dice que Dios es así. –“Una buena medida, llena, apretada, colmada” (Noel Quesson): «Señor, que esta comunión nos limpie de pecado, y nos haga partícipes de las alegrías del cielo» (Postcomunión).
Contemplamos a nuestro Dios y Padre, rico en misericordia para con todas su criaturas. Él no nos abandonó a la muerte, sino que, compadecido de nosotros, tendió su mano para que pueda encontrarle todo aquel que le busque con un corazón sincero. Si Dios se ha manifestado así para con nosotros, quien se precie de ser hijo de Dios debe ser misericordioso como nuestro Padre es misericordioso. El punto de referencia del hombre de fe es Dios mismo, en quien creemos y cuya vida hemos aceptado en nosotros. Por eso no podemos juzgar, ni condenar a los demás; no podemos cerrar nuestras manos ante las necesidades de nuestro prójimo. Dios nos quiere convertidos en un signo de su amor, de su misericordia, de su entrega para todos aquellos con quienes nos relacionamos en la vida. Seamos capaces, incluso, de entregar nuestra propia vida buscando el bien de los demás. Al final, en la medida de nuestra entrega por los demás Dios se entregará a nosotros. Si queremos que Dios sea todo en nosotros, seamos nosotros todo para los demás haciéndoles el bien y procurando que disfruten de la paz y de una vida digna. En la Eucaristía celebramos la plenitud del amor y de la misericordia de Dios hacia nosotros. ¿Quién puede negar su propio pecado? Pero, al mismo tiempo, ¿quién puede negar que Dios le sigue amando? Dios nos quiere con Él. La Eucaristía adelanta, en esta vida, nuestro encuentro con el Señor y nuestra participación de su Vida. Por eso, al presentarnos ante Él, debemos saber pedirle que nos perdone y que nos fortalezca para que no volvamos a alejarnos de Él, ni a dejarnos dominar por la maldad. Dios, por medio de su Hijo, nos ha buscado por los caminos que nos desviaron y nos alejaron de su presencia. Esa actitud de Dios nos está demostrando hasta dónde llega su amor por nosotros. Cristo, clavado en la cruz por amor al Padre y por amor a nosotros, es el lenguaje más claro de que Dios está de nuestra parte y que nos quiere eternamente con Él. Que la Redención de Cristo no sea inútil en nosotros. Por eso aprovechemos este tiempo de cuaresma para dejarnos perdonar por Dios, de tal forma que, reconciliados con Él, podamos no sólo llamarnos hijos de Dios, sino serlo en verdad. Procuremos mostrar nuestra fe en Dios mediante nuestras obras. No podemos creer en Dios conforme a nuestras imaginaciones, ni crearlo conforme a nuestras aspiraciones, sino conocerlo y aceptarlo conforme al Rostro que de Él nos reveló su Hijo. Por eso hemos de vivir cercanos a nuestro Dios y Padre. Hemos de experimentar su amor y su misericordia. No podemos sólo convertirnos en quienes proclaman su Nombre con los labios. Si hemos sido amados y perdonados por Dios; si Él ha sido misericordioso para con nosotros es para que vayamos y hagamos nosotros lo mismo. Quien se acerca a Dios pero desprecia a su hermano, quien no sabe perdonarle, quien le deja abandonado en medio de sus dolores y sufrimientos, no puede decir que en verdad conoce a Dios y el amor que Él nos tiene. Seamos misericordiosos, como nuestro Padre es misericordioso. Que esta cuaresma nos ayude a abrir los ojos ante las angustias y tristezas de nuestros hermanos para que, guiados por el Espíritu de Dios que habita en nuestros corazones, podamos vivir en paz, unidos fraternalmente por el amor que Dios ha infundido en nosotros. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de recibir con amor la Vida que Dios nos ofrece. Que viviendo en comunión de Vida con Cristo, nuestro Dios y Señor, podamos ser portadores de su perdón, de su amor, de su generosidad y de su misericordia para todas las personas de todos los pueblos de la tierra. Amén (www.homiliacatolica.com; muchos textos están tomados de mercaba.org. Llucià Pou, 2009).
1ª: Lectura del profeta Daniel 9,4b-10: “En aquellos días, -yo, Daniel- derramé mi oración al Señor mi Dios y le hice esta confesión: ¡Ah, Señor, Dios grande y temible, que guardas la alianza y el amor a los que te aman y observan tus mandamientos! Nosotros hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas. No hemos escuchado a tus siervos, los profetas, que en tu nombre hablaban a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres... A ti, Señor, la justicia; a nosotros la vergüenza en el rostro... Y al Señor Dios nuestro, la piedad y el perdón...”
Salmo 78: «Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados. No recuerdes contra nosotros las culpas de nuestros padres; que tu compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados. Socórrenos, Dios Salvador nuestro, por el honor de tu nombre. Llegue a tu presencia el gemido del cautivo, con tu brazo poderoso salva a los condenados a muerte. Mientras nosotros, pueblo tuyo, ovejas de tu rebaño, te daremos gracias siempre, cantaremos tus alabanzas de generación en generación».
Texto del Evangelio (Lc 6,36-38 = DOMINGO 07C): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque con la medida con que midáis se os medirá».
Comentario: 1. –Daniel 9,4-10: La lectura de hoy es un fragmento de la oración de Daniel, que nos muestra el aspecto dramático que, a menudo, incluyen las relaciones hombre-Dios. El Señor permanece fiel a la Alianza y está siempre dispuesto a otorgar su amor; el hombre, muchas veces, prefiere vivir por su propia cuenta (Misa dominical 1990). En esta confesión de Daniel, todos podemos vernos a nosotros mismos: por el reconocimiento de nuestra carga de pecado al traicionar a los hombres, porque no escuchamos la voz de la conciencia, porque no aceptamos el mensaje de salvación que nos viene en la voz de los profetas y los signos. Si Dios no es misericordioso, ¿tenemos nosotros futuro?
La conciencia es la luz del alma, de lo más profundo del ser del hombre, y, si se apaga, el hombre se queda a oscuras y puede cometer todos los atropellos posibles contra sí mismo y contra los demás. Jesús compara la función de la conciencia a la del ojo en nuestra vida (Lucas 11, 34-35). Cuando el ojo está sano se ven las cosas tal como son, sin deformaciones. Un ojo enfermo no ve o deforma la realidad, engaña al propio sujeto, y la persona puede llegar a pensar que los sucesos y las personas son como ella los ve con sus ojos enfermos. La conciencia se puede deformar por no haber puesto los medios para alcanzar la ciencia debida acerca de la fe, o bien por una mala voluntad dominada por la soberbia, la sensualidad o la pereza. La Cuaresma es un tiempo muy oportuno para pedirle al Señor que nos ayude a formarnos muy bien la conciencia y para que examinemos si somos sinceros con nosotros mismos y en la dirección espiritual. La luz que hay en nosotros no brota de nuestro interior, sino de Jesucristo. Yo soy –ha dicho Él- la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas (Juan 8, 12). Su luz esclarece nuestras conciencias: más aún, nos puede convertir en luz que ilumine la vida de los demás: vosotros sois la luz del mundo (Mateo 5, 14). Lo haremos con nuestra palabra y con nuestro comportamiento, para lo cual tenemos necesidad de formarnos una conciencia recta y delicada, que entienda con facilidad la voz de Dios en los asuntos de la vida cotidiana. La ciencia moral debida y el esfuerzo por vivir las virtudes cristianas (doctrina y vida) son los dos aspectos esenciales para la formación de la conciencia. Nadie nos puede sustituir ni podemos delegar esta grave responsabilidad. Para el caminante que verdaderamente desea llegar a su destino lo importante es tener claro el camino. Agradece las señales claras, aunque alguna vez indiquen un sendero un poco más estrecho y dificultoso, y huirá de los caminos que, aunque sean anchos y cómodos de andar, no conducen a ninguna parte... o llevan a un precipicio. Necesitamos luz y claridad para nosotros y para quienes están a nuestro lado. Es muy grande nuestra responsabilidad. El cristiano está puesto por Dios como antorcha que ilumina a otros en su caminar hacia Dios (F. Fernández Carvajal).
«Sálvame, Señor, ten misericordia de mí. Mi pie se mantiene en el camino llano. En la asamblea bendeciré al Señor» (Sal 25,11-12; Entrada). Empezamos la segunda semana de la Cuaresma con una oración penitencial muy hermosa, puesta en labios de Daniel. Él reconoce la culpa del pueblo elegido, tanto del Sur (Judá) como del Norte (Israel), tanto del pueblo como de sus dirigentes. No han hecho ningún caso de los profetas que Dios les envía: «hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas, hemos pecado contra ti». Mientras que por parte de Dios todo ha sido fidelidad. Daniel hace una emocionada confesión de la bondad de Dios: «Dios grande, que guardas la alianza y el amor a los que te aman... Al Señor Dios nuestro la piedad y el perdón».
Nosotros hemos pecado, nos hemos apartado de tus mandamientos. En la plegaria de Daniel se reconoce la malicia del pecado con gran sinceridad. Reflexionemos sobre nuestros pecados, en este tiempo de penitencia cuaresmal. De una parte, el amor y la misericordia de Dios; de otra, nuestras caídas e infidelidades. ¿No debiera Él abandonarnos? ¿No lo hemos merecido? ¿Y no parece a veces que Dios deja también abandonada, en su alocado camino, a nuestra generación infiel? Bien merecido lo tenemos. ¿Quién puede salvarnos? Solamente la penitencia, el recogimiento, la conversión. Todos los profetas reclaman, en nombre de Dios, la conversión: «Convertíos a Mí de todo corazón con ayunos, llanto y lágrimas de penitencia... arrepentíos y convertíos de los delitos que habéis perpetrado y estrenad un corazón nuevo y un espíritu nuevo; y así no moriréis, casa de Israel. Pues no quiero la muerte de nadie... arrepentíos y viviréis» (Ez 18,30-32). «Convertíos a Mí... y yo me convertiré a vosotros... No seáis como vuestros padres, a quienes predicaban los antiguos profetas. Así dice el Señor: Convertíos de vuestra mala conducta y de vuestras malas obras» (Za 1,3-4). «Buscad al Señor, mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus placeres; que regrese al Señor y Él tendrá piedad. Nuestro Dios es rico en perdón» (Is 55,6-7; Manuel Garrido).
En el evangelio de hoy, Jesús nos pide que seamos «misericordiosos», como Él es «misericordioso» con nosotros. La plegaria de Daniel se apoya, por entero, sobre esa misericordia de Dios. Esto nos permite no «descorazonarnos» cuando pensamos en nuestros pecados. –“¡Oh! Señor, Dios grande y temible...” Es el primer pensamiento que cruza nuestra mente. La grandeza, la perfección, la santidad de Dios. "Santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo. El cielo y la tierra están llenos de tu gloria". Ese Dios santo, hermoso y grande... espera de los hombres santidad, belleza, grandeza. Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto. Me detengo y reflexiono sobre la noción de «perfección»: un objeto perfecto, un trabajo perfecto. –“Nosotros hemos pecado, hemos cometido la iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos”. El mal. Lo contrario a la perfección. Pienso en un objeto no conseguido, un trabajo mal hecho, chapucero. Lo contrario de Dios. El egoísmo en lugar del amor. La fealdad en lugar de la belleza. Pienso en mis pecados habituales y los miro desde ese ángulo. Trato de darme cuenta mejor de que son un fallo, un mal. Trato de ver si haciendo yo lo contrario sería un bien, un resultado mejor. –“Nosotros... nosotros... nosotros... no hemos escuchado...” lo que los profetas dijeron a nuestros reyes, a nuestros jefes, a nuestros padres, a todo el pueblo. Esa oración penitencial de Daniel es muy justa. No se dirige a Dios desde una perspectiva «individual» solamente -mis pecados-, sino desde una perspectiva "comunitaria" -nuestros pecados-. Ayúdanos, Señor, a dirigirnos a ti en nombre de todos nuestros hermanos. «Nosotros» hemos pecado... Yo soy solidario de los pecados de los demás. Cuando, en esta cuaresma pronuncio unas plegarias penitenciales, estoy rogando por el mundo entero. «Ten piedad de nosotros, Padre de todos nosotros, Tú estás viendo nuestra miseria. En este mismo momento, esta oración mía, la estoy haciendo a cuenta de toda la humanidad. Te ruego, Señor, por todos los pecadores de los cuales formo parte. –“A ti, Señor, la justicia... A nosotros la vergüenza en el rostro...” He ahí donde nos encontramos, por el momento. El descubrimiento indispensable de nuestras deficiencias, de nuestros límites, de nuestro poco dominio de nosotros mismos, no es muy hermoso. No hay de qué enorgullecerse. Se siente más bien vergüenza. Esta es una primera etapa. –“Al Señor Dios nuestro, la piedad y el perdón”. En efecto, y felizmente Tú eres mejor que nosotros, Señor. Te doy gracias por esas palabras: la piedad... el perdón... Por todas las veces que has perdonado mis debilidades, bendito seas. Cuando Jesús nos diga que seamos “misericordiosos como Dios es misericordioso”, nos invitará a una misericordia infinita -hay que perdonar setenta y siete veces siete... La grandeza de Dios, su santidad, su infinitud, se aplican también a su misericordia. Su misericordia perfecta, infinita es una de las perfecciones de Dios (Noel Quesson).
Sigamos humillándonos, no te importe, tenemos motivos de sobra. “Señor, nos abruma la vergüenza” ¿Hace cuánto que no sientes vergüenza? Me imagino que la psicología me echará en cara el favorecer la vergüenza como un sentimiento positivo o el pensar que la culpabilidad- en bastantes casos- es positiva, ya que los psicólogos modernos (es decir, desde mediados del siglo pasado) favorecen la autoestima, la huida de pensamientos “negativos” y el ocultar el sentimiento de culpa. Reconozco que suspendí dos veces psicología (lo que me obligó a estudiarla tres veces), pero aun así no me convenció del todo.
La autoestima. Cuántas horas oyendo hablar de la autoestima, cuántos libros publicados, cuántas conferencias y consejos sobre aprender a quererse. Es muy útil para justificar conciencias, admitir actos y actitudes que nos incomodan “un poco”, pero cuando te encuentras con una vida que está en la basura, que objetivamente no tiene un agarradero donde cogerse, porque día tras día ha ido perdiendo a su familia, a sus amigos e incluso a sí mismo y que ha llegado a ser una sombra de su pasado, de nada me ha servido decirles que se quieran, pues no quisieran su estado ni para su peor enemigo. Esas personas no tienen que quererse, que “auto-estimarse”, lo que tienen que hacer es sentirse querida, no por lo que son sino por quienes son. A lo mejor estás pensando en drogadictos terminales, en delincuentes peligrosos, mendigos crónicos y tienes razón, ni ellos pueden quererse en esa situación pero, no nos vayamos tan lejos, piensa en ti, que yo ahora pensaré en mí.
Descubrimos vidas de personas que, a nuestra edad, ya habían descubierto claramente el amor de Dios, que habían entregado su vida sin reservas, que no buscaban fútiles compensaciones ni justificaciones baratas en “los tiempos”, “las modas” o “las situaciones”. No eran impecables pero descubrían el amor intenso y misericordioso de Dios. Por mi parte, tengo a Dios en mis manos y lo comulgo todos los días pero sigo “enganchado” a mi bienestar con repugnancia a la cruz, recibo el perdón de Dios y lo comunico en nombre de toda la Iglesia, pero sigo intentando robar de los demás prestigios o prebendas, he descubierto el tesoro de mi vocación sacerdotal pero sigo mendigando otros bienes que son males. ¿Cómo voy a estimar todo eso? ¿De qué manera me pondré de rodillas frente al crucifijo y le diré al Señor: “En el fondo me quiero”? Sólo me saldrá del corazón decirle: “Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados… pues estamos agotados”. No es falta de autoestima ni complejo de culpa, es la realidad: Dios te quiere aunque seas pecador y te quiere santo, “nuestro Dios es compasivo y perdona”, no se enorgullece del pecado de sus hijos, pero seguimos siendo sus hijos. Desde aquí pregúntate sinceramente: ¿A quién vas a condenar?, ¿a quién vas a juzgar? ¿a quién vas a medir? ¿a quién no vas a perdonar? María, madre de los dolores, ayúdame a llorar un poco más y a “quererme” un poco menos. Nuestra es la vergüenza en el rostro, pues nos hemos rebelado contra el Señor y nos hemos apartado de la fidelidad a su Palabra y a la Alianza que hemos pactado con Él. Con el corazón humillado sólo alcanzamos a golpearnos el pecho, y con el rostro en tierra le decimos al Señor: Ten misericordia de mí, porque soy un pecador. Llegamos ante el Señor con la confianza de saber que nos presentamos ante nuestro Dios y Padre, rico en misericordia y siempre dispuesto a perdonarnos. Pero no buscamos al Señor para burlarnos de Él. No venimos a pedir su perdón para después volver a nuestros pecados. Buscamos al Señor y nos humillamos ante Él porque estamos dispuestos, en adelante, a cumplir en todo su voluntad; a vivir y a caminar en el amor tanto a Él como a nuestro prójimo, de tal forma que no sólo nos llamemos hijos suyos, sino que lo seamos en verdad.
2. Sal. 78. Nos hace bien reconocer que somos pecadores, haciendo nuestra la oración de Daniel. Personalmente y como comunidad. Reconocer nuestra debilidad es el mejor punto de partida para la conversión pascual, para nuestra vuelta a los caminos de Dios. El que se cree santo, no se convierte. El que se tiene por rico, no pide. El que lo sabe todo, no pregunta. ¿Nos reconocemos pecadores? ¿Somos capaces de pedir perdón desde lo profundo de nuestro ser? ¿Preparamos ya con sinceridad nuestra confesión pascual? Cada uno sabrá cuál es su situación de pecado, cuáles sus fallos desde la Pascua del año pasado. Ahí es donde la palabra nos quiere enfrentar con nuestra propia historia y nos invita a volvernos a Dios. A mejorar en algo concreto nuestra vida en esta Cuaresma. Aunque sea un detalle pequeño, pero que se note. Seguros de que Dios, misericordioso, nos acogerá como un padre. Hagamos nuestra la súplica del salmo: «Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados... Líbranos y perdona nuestros pecados». «Señor, Padre santo, que para nuestro bien espiritual nos mandaste dominar nuestro cuerpo mediante la austeridad, ayúdanos a librarnos de la seducción del pecado, y a entregarnos al cumplimiento filial de tu santa Ley» (Colecta). ¿Quién puede salvarnos? La conversión a la ley y a los mandamientos del señor. La ley del Señor es intachable. Ella encamina y reconforta a las almas.
Roguémosle al Señor que olvide nuestras culpas; que nos perdone, porque en verdad queremos volver a Él y queremos que su Espíritu nos guíe. Dios sale a nuestro encuentro por medio de su Hijo, hecho uno de nosotros. Dios no se olvida de que somos barro, inclinados al pecado. Por eso se manifiesta como un Padre lleno de compasión y de ternura para con nosotros. No nos está siempre acusando, ni nos guarda rencor. Jesús, clavado en la cruz nos perdonó para llevarnos, junto con Él, a la gloria que como a Hijo unigénito le pertenece. Por eso, quienes hemos recibido sus dones, quienes hemos sido hechos hijos de Dios, debemos saber amarnos como Él nos ha amado; y debemos perdonar como nosotros hemos sido perdonados por Dios. Que esta cuaresma nos ayude a retirar de nosotros el gesto amenazador y los deseos de venganza para que, trabajando por la paz, construyamos una sociedad más fraterna, más unida y con una capacidad mayor para sabernos comprender y perdonar mutuamente. Cuando esto suceda sabremos que el Reino de Dios ha llegado a nuestros corazones.
3. Lc. 6, 36-38. Si la dirección de la primera lectura era en relación con Dios -reconocernos pecadores y pedirle perdón a Él- el pasaje del evangelio nos mueve a actuar en consecuencia (cosa más incómoda): Jesús nos invita a saber perdonar nosotros a los demás. El programa es concreto y progresivo: «sed compasivos... no juzguéis... no condenéis... perdonad... dad». El modelo sigue siendo, como ayer, el mismo Dios: «sed compasivos como vuestro Padre es compasivo». Esta actitud de perdón la pone Jesús como condición para que también a nosotros nos perdonen y nos den: «la medida que uséis, la usarán con vosotros». Es lo que nos enseñó a pedir en el Padrenuestro: «perdónanos... como nosotros perdonamos».
Según dijo el Señor a Santa Faustina, el domingo siguiente al de Pascua se celebra la fiesta de la Divina Misericordia: proclamamos el amor de Dios por la humanidad. Juan Pablo II, gran precursor de esta “ley” divina, había preparado para el día que su muerte impidió leer, precisamente en esta fiesta, un texto donde recordaba el pasaje del Evangelio cuando el Resucitado se apareció a los apóstoles "y les mostró las manos y el costado", es decir "los signos de la dolorosa pasión grabados de forma indeleble en su cuerpo incluso después de la resurrección. Esas llagas gloriosas que, ocho días después, hizo tocar al incrédulo Tomás, revelan la misericordia de Dios, ‘que tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito’". Hemos de beber de esta lógica divina, para poder vivir esta misericordia con los demás. Efectivamente, "a la humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado ofrece como don su amor que perdona, reconcilia y vuelve a abrir el ánimo a la esperanza. Es amor que convierte los corazones y da la paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Divina Misericordia!". No se piden en esta devoción muchas cosas, básicamente rezar aquella sencilla jaculatoria, resumen de la otra del Sagrado Corazón (“Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío”): aquí es simplemente: “Jesús, en ti confío”: "Señor, que con tu muerte y resurrección revelas el amor del Padre, nosotros creemos en ti y con confianza te repetimos hoy: Jesús, confío en Ti, ten misericordia de nosotros y del mundo entero". La mejor manera de participar de este tesoro es desde el corazón de la Virgen: “contemplar con los ojos de María, el inmenso misterio de este amor misericordioso que brota del Corazón de Cristo.”
Esta divina misericordia en el Evangelio de hoy va de la mano de la justicia, esa es la auténtica ley divina. Como reza aquel salmo, “iustitia et pax osculatae sunt”, aquí se dan de la mano la misericordia y la justicia. Jesús establece una norma que resplandece desde hace días en la liturgia: “Norma absoluta: si nuestro Padre del cielo es misericordioso, nosotros, como hijos suyos, también lo hemos de ser. Y el Padre, ¡es tan misericordioso! El versículo anterior afirma: «(...) y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los malos» (Lc 6,35)… Nos encontramos ante una especie de “ley del talión” en las antípodas de la rechazada por Jesús («Ojo por ojo, diente por diente»). Aquí, en cuatro momentos sucesivos, el divino Maestro nos alecciona, primero, con dos negaciones; después, con dos afirmaciones. Negaciones: «No juzguéis y no seréis juzgados»; «No condenéis y no seréis condenados». Afirmaciones: «Perdonad y seréis perdonados»; «Dad y se os dará». Apliquémoslo concisamente a nuestra vida de cada día… Hagamos un valiente y claro examen de conciencia: si en materia familiar, cultural, económica y política el Señor juzgara y condenara nuestro mundo como el mundo juzga y condena, ¿quién podría sostenerse ante el tribunal?... Si damos, ¿nos darán en la misma proporción? ¡No! Si damos, recibiremos —notémoslo bien— una medida buena, apretada, remecida, rebosante (Lc 6,38). Y es que es a la luz de esta bendita desproporción que somos exhortados a dar previamente. Preguntémonos: cuando doy, ¿doy bien, doy buscando lo mejor, doy con plenitud?” (Antoni Oriol Tataret).
Debemos aceptar el paso que nos propone Jesús: ser compasivos y perdonar a los demás como Dios es compasivo y nos perdona a nosotros: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo, dice el Señor» (Lc 6,36: Comunión). Ya el sábado pasado se nos proponía «ser perfectos como el Padre celestial es perfecto», porque ama y perdona a todos. Hoy se nos repite la consigna. ¿De veras tenemos un corazón compasivo? ¡Cuántas ocasiones tenemos, al cabo del día, para mostrarnos comprensivos, para saber olvidar, para no juzgar ni condenar, para no guardar rencor, para ser generosos, como Dios lo ha sido con nosotros! Esto es más difícil que hacer un poco de ayuno o abstinencia. Ahí tenemos un buen examen de conciencia para ponernos en línea con los caminos de Dios y con el estilo de Jesús. Es un examen que duele. Tendríamos que salir de esta Cuaresma con mejor corazón, con mayor capacidad de perdón y comprensión. Antes de ir a comulgar con Cristo, cada día decimos el Padrenuestro. Hoy será bueno que digamos de verdad lo de «perdónanos como nosotros perdonamos». Pero con todas las consecuencias: porque a veces somos duros de corazón y despiadados en nuestros juicios y en nuestras palabras con el prójimo, y luego muy humildes en nuestra súplica a Dios. «Sálvame, Señor, ten misericordia de mí» (entrada; J. Aldazábal). Comenta San Agustín: «Ved, hermanos, que la cosa está clara y que la amonestación es útil... Todo hombre, al mismo tiempo que es deudor ante Dios, tiene a su hermano por deudor... Por esto el Dios justo estableció que, así como te comportes con tu deudor, se comportará Él contigo... Respecto al perdón, tú no sólo quieres que se te perdone tu pecado, sino que también tienes a quién perdonar... Por tanto, si queremos que se nos perdone a nosotros, hemos de estar dispuestos a perdonar todas las culpas que se cometan contra nosotros...”. Resida en el alma amansada y humilde la misericordiosa disponibilidad para el perdón. Solicite perdón quien ofendió; concédalo quien lo recibió. Así observaremos el precepto del Señor.
A veces puede parecer difícil vivir esta “ley del talión al revés”, devolver bien por mal, “poner amor donde no hay amor para sacar amor”, pero vemos que para el hombre es la única solución, y para Dios todo es posible, y nos da su gracia para vivirlo: el Señor nos ha dicho que, a los cristianos, nos reconocerían por cómo nos queremos, por cómo vivimos la caridad. Su mandamiento nuevo es que nos amemos como Él nos quiere. Debido al pecado original -y con él, la soberbia, la envidia, el rencor…-, la convivencia humana se ha hecho más difícil; es con la gracia de Dios como el hombre puede llegar a amar al prójimo como lo ama Él. El Catecismo nos enseña que: “Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida "del fondo del corazón", en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios” (n. 2842). “La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, DM 14; Catecismo 2844; ver http://www.oracionesydevociones.info/01940001_elartedeperdonar.htm).
Ser bueno "sin medida", como Dios. –“Sed misericordiosos...” Es una palabra intraducible que hoy corre el riesgo de ser mal comprendida. Que cada uno según su modo de ser se ejercite en encontrarle sinónimos. -Compartid las penas de los demás... -Sed indulgentes... -Dejaos conmover... -Excusad... -Participad en las tribulaciones de vuestros hermanos... -Olvidad las injurias… -Sed sensibles... -No guardéis rencor... -Tened buen corazón... –“Así como también vuestro Padre es misericordioso.” La moral cristiana, a menudo tan próxima a una simple moral humana, se caracteriza por el hecho de que es, habitualmente, una imitación de Dios. San Juan dirá "Dios es amor", san Lucas dice: "Dios es misericordia." Jesús ha insistido a menudo sobre este punto. El mismo era una perfecta "imagen de Dios", que modelaba su comportamiento según el del Padre. En mi oración, evoco las escenas en las que Jesús ha mostrado especialmente su misericordia... ¿Y yo? A menudo, por desgracia, no me asemejo ni al Padre, ni a Jesús. Desfiguro la imagen de Dios en mí. Doy una mala idea de ti, Señor, cada vez que falto al amor. Cada una de mis palabras duras, de mis acritudes, de mis malas intenciones... cada una de mis indiferencias a las preocupaciones de mis hermanos... ¡es lo contrario de Dios! Perdón, oh Padre, por deformar, a veces, el espejo que yo debería ser de ti. Y me dejo captar por este pensamiento: Tú esperas, Señor, que yo me parezca a ti, que sea el representante de tu amor cerca de mis hermanos. Ser el corazón de Dios, ser la mano de Dios... ser "como si" estuviese Dios presente cerca de un tal... o un cual... Cada una de mis tareas humanas de hoy tiene un valor infinito, un peso de eternidad: es Dios mismo el que actúa en y por mí, en mis afectos. ¡Sed como Dios! –“No juzguéis, y no seréis juzgados...” No condenéis, y no seréis condenados... Perdonad, y seréis perdonados. Dad, y se os dará... Hay que dejarse interpelar e interrogar por estas frases. Hay que escucharlas de la boca misma de Jesús, como si hubiéramos estado presentes en su auditorio cuando Él las pronunciaba. ¿A propósito de qué detalles concretos de mi vida, de qué personas... Jesús me repite esto, a mí: No juzgues a un tal... un cual... No condenes a un tal... una cual... Perdona a... a... Da...? Y todo ello no es propio en primer lugar de la "Moral": es hacer como Dios. Jesús nos dice que Dios es así. –“Una buena medida, llena, apretada, colmada” (Noel Quesson): «Señor, que esta comunión nos limpie de pecado, y nos haga partícipes de las alegrías del cielo» (Postcomunión).
Contemplamos a nuestro Dios y Padre, rico en misericordia para con todas su criaturas. Él no nos abandonó a la muerte, sino que, compadecido de nosotros, tendió su mano para que pueda encontrarle todo aquel que le busque con un corazón sincero. Si Dios se ha manifestado así para con nosotros, quien se precie de ser hijo de Dios debe ser misericordioso como nuestro Padre es misericordioso. El punto de referencia del hombre de fe es Dios mismo, en quien creemos y cuya vida hemos aceptado en nosotros. Por eso no podemos juzgar, ni condenar a los demás; no podemos cerrar nuestras manos ante las necesidades de nuestro prójimo. Dios nos quiere convertidos en un signo de su amor, de su misericordia, de su entrega para todos aquellos con quienes nos relacionamos en la vida. Seamos capaces, incluso, de entregar nuestra propia vida buscando el bien de los demás. Al final, en la medida de nuestra entrega por los demás Dios se entregará a nosotros. Si queremos que Dios sea todo en nosotros, seamos nosotros todo para los demás haciéndoles el bien y procurando que disfruten de la paz y de una vida digna. En la Eucaristía celebramos la plenitud del amor y de la misericordia de Dios hacia nosotros. ¿Quién puede negar su propio pecado? Pero, al mismo tiempo, ¿quién puede negar que Dios le sigue amando? Dios nos quiere con Él. La Eucaristía adelanta, en esta vida, nuestro encuentro con el Señor y nuestra participación de su Vida. Por eso, al presentarnos ante Él, debemos saber pedirle que nos perdone y que nos fortalezca para que no volvamos a alejarnos de Él, ni a dejarnos dominar por la maldad. Dios, por medio de su Hijo, nos ha buscado por los caminos que nos desviaron y nos alejaron de su presencia. Esa actitud de Dios nos está demostrando hasta dónde llega su amor por nosotros. Cristo, clavado en la cruz por amor al Padre y por amor a nosotros, es el lenguaje más claro de que Dios está de nuestra parte y que nos quiere eternamente con Él. Que la Redención de Cristo no sea inútil en nosotros. Por eso aprovechemos este tiempo de cuaresma para dejarnos perdonar por Dios, de tal forma que, reconciliados con Él, podamos no sólo llamarnos hijos de Dios, sino serlo en verdad. Procuremos mostrar nuestra fe en Dios mediante nuestras obras. No podemos creer en Dios conforme a nuestras imaginaciones, ni crearlo conforme a nuestras aspiraciones, sino conocerlo y aceptarlo conforme al Rostro que de Él nos reveló su Hijo. Por eso hemos de vivir cercanos a nuestro Dios y Padre. Hemos de experimentar su amor y su misericordia. No podemos sólo convertirnos en quienes proclaman su Nombre con los labios. Si hemos sido amados y perdonados por Dios; si Él ha sido misericordioso para con nosotros es para que vayamos y hagamos nosotros lo mismo. Quien se acerca a Dios pero desprecia a su hermano, quien no sabe perdonarle, quien le deja abandonado en medio de sus dolores y sufrimientos, no puede decir que en verdad conoce a Dios y el amor que Él nos tiene. Seamos misericordiosos, como nuestro Padre es misericordioso. Que esta cuaresma nos ayude a abrir los ojos ante las angustias y tristezas de nuestros hermanos para que, guiados por el Espíritu de Dios que habita en nuestros corazones, podamos vivir en paz, unidos fraternalmente por el amor que Dios ha infundido en nosotros. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de recibir con amor la Vida que Dios nos ofrece. Que viviendo en comunión de Vida con Cristo, nuestro Dios y Señor, podamos ser portadores de su perdón, de su amor, de su generosidad y de su misericordia para todas las personas de todos los pueblos de la tierra. Amén (www.homiliacatolica.com; muchos textos están tomados de mercaba.org. Llucià Pou, 2009).
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Justicia,
Misericordia
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