viernes, 13 de abril de 2012

Sábado de la Octava de Pascua: Jesús ha vencido la muerte, es nuestra fortaleza

Libro de los Hechos de los Apóstoles 4,13-21: Los miembros del Sanedrín estaban asombrados de la seguridad con que Pedro y Juan hablaban, a pesar de ser personas poco instruidas y sin cultura. Reconocieron que eran los que habían acompañado a Jesús, pero no podían replicarles nada, porque el hombre que había sido curado estaba de pie, al lado de ellos. Entonces les ordenaron salir del Sanedrín y comenzaron a deliberar, diciendo: "¿Qué haremos con estos hombres? Porque no podemos negar que han realizado un signo bien patente, que es notorio para todos los habitantes de Jerusalén. A fin de evitar que la cosa se divulgue más entre el pueblo, debemos amenazarlos, para que de ahora en adelante no hablen de ese Nombre". Los llamaron y les prohibieron terminantemente que dijeran una sola palabra o enseñaran en el nombre de Jesús. Pedro y Juan les respondieron: "Juzguen si está bien a los ojos del Señor que les obedezcamos a ustedes antes que a Dios. Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído". Después de amenazarlos nuevamente, los dejaron en libertad, ya que no sabían cómo castigarlos, por temor al pueblo que alababa a Dios al ver lo que había sucedido.

Salmo 118,1.14-21: ¡Aleluya! ¡Den gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor! / El Señor es mi fuerza y mi protección; él fue mi salvación. / Un grito de alegría y de victoria resuena en las carpas de los justos: "La mano del Señor hace proezas, / la mano del Señor es sublime, la mano del Señor hace proezas". / No, no moriré: viviré para publicar lo que hizo el Señor. / El Señor me castigó duramente, pero no me entregó a la muerte. / "Abran las puertas de la justicia y entraré para dar gracias al Señor". / "Esta es la puerta del Señor: sólo los justos entran por ella". / Yo te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación.

Evangelio según San Marcos 16,9-15: Jesús resucitó en la madrugada, el primer día de la semana, y se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con Él, que estaban tristes y llorosos. Ellos, al oír que vivía y que había sido visto por ella, no creyeron. Después de esto, se apareció, bajo otra figura, a dos de ellos cuando iban de camino a una aldea. Ellos volvieron a comunicárselo a los demás; pero tampoco creyeron a éstos. Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Y les dijo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación».que había resucitado a la mañana del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, aquella de quien había echado siete demonios. Ella fue a contarlo a los que siempre lo habían acompañado, que estaban afligidos y lloraban. Cuando la oyeron decir que Jesús estaba vivo y que lo había visto, no le creyeron. Después, se mostró con otro aspecto a dos de ellos, que iban caminando hacia un poblado. Y ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero tampoco les creyeron. En seguida, se apareció a los Once, mientras estaban comiendo, y les reprochó su incredulidad y su obstinación porque no habían creído a quienes lo habían visto resucitado. Entonces les dijo: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación.”

Comentario:
Hoy, sábado de la semana pascual, comencemos saludando a María en el gozo de la Encarnación, en el dolor de la Pasión y en la alegría de la Resurrección de Jesús:
¡Salve, María!
Dichosa tú que creíste
al Señor que te eligió.
Dichosa, pues en tu seno
el Verbo se anonadó.
¡Salve, del dolor Señora!
Las espadas de dolor
hijos tuyos nos hicieron,
¡oh madre del Redentor!
¡Aleluya, reina nuestra!
Hoy el fruto de tu vientre
te corona, gran Señora.
Y nosotros repetimos: ¡Aleluya!

1. ¿Acaso podrá uno dejar de proclamar la misericordia que Dios nos ha tenido al perdonarnos nuestros pecados y darnos nueva vida, mediante la muerte y resurrección de su Hijo? Si somos conscientes de que Jesús es el único camino que nos conduce al Padre, ¿podremos guardar silencio para no proclamarlo ante todas las naciones, sin ser culpables de que ellos continúen viviendo lejos del Señor y de la salvación que nos ofrece? El Señor nos ha confiado el anuncio del Evangelio; ¿obedeceremos al Señor? ¿Lo anunciaremos como auténticos profetas del Señor, sin dejarnos intimidar por los poderosos? La Palabra de Dios debe llegar a todos los corazones para sanar las heridas que dejó el pecado y hacer que todos se pongan en camino como testigos de un mundo que, día a día y por el poder del Señor, se va renovando en Cristo Jesús. Y es lo que hacen los Apóstoles. -Los miembros del gran consejo estaban maravillados, viendo la valentía de Pedro y Juan y enterados de que eran hombres sin instrucción ni cultura. Hacía solamente tres años que Pedro y Juan estaban reparando sus redes a la orilla del lago, puesto que eran pescadores. Efectivamente son gente «sin instrucción». Pero esos tres años los han pasado en la familiaridad de Jesús y, sobre todo, ellos han visto a Cristo resucitado. “La fe y el contacto cotidiano con la Palabra de Dios son capaces de transformar a los más humildes en hombres valientes y seguros de sí mismos. ¡Ayuda, Señor, a todos los bautizados a adquirir esa "seguridad"!” Muchas personas sienten el peso de su soledad, se cierran en su mundo, quizá estaban tristes y abatidos esos apóstoles que vuelven a su ambiente, a su pesca, cuando Jesús les “repesca” y les da esta fuerza que hoy vemos… sentirse querido, que somos importantes para alguien, que estamos en la verdad, llenarnos de esperanza… son las fuentes de la fuerza para emprender cualquier cosa con entusiasmo. “Han pasado apenas tres meses desde que ese mismo Pedro soslayaba las preguntas indiscretas que le hacía una criada en el patio del gran sacerdote, por miedo de dar a conocer su fe. Hoy, por su audacia apostólica deja maravillado a ese mismo gran sacerdote. ¿Qué ha pasado entre tanto? Pedro ha recibido el Espíritu. ¡Pentecostés ha intervenido aquí! Es la fuerza de Dios en el débil Pedro, es la inteligencia de Dios en la escasa instrucción de Pedro.
-“Los reconocieron, como «aquellos que habían estado con Jesús»”. Señor, hoy no puedo dejar de pensar en el sucesor de Pedro, en el Papa, que es hoy el encargado de «hablar» ante el tribunal del mundo entero, y no sólo ante el tribunal de Jerusalén. Da tu fuerza y tu luz al sucesor de Pedro. He aquí una definición de los apóstoles: «los que han estado con Jesús». Debería ser también la definición de todo cristiano: «los que están con Jesús» ¡Esto es lo que les ha transformado! Señor, quédate hoy conmigo. Señor, quédate hoy con todos los hombres. "El Señor esté con nosotros -Y con vuestro espíritu". Anhelo esencial, nunca suficientemente repetido. Que yo lo diga de veras en cada misa. ¿Se me tiene también como alguien que está contigo, Señor? ¿En qué se nota? En el anuncio de la resurrección. En la vida que emana de un ser. En el amor que emana de un ser.
-“¿Qué haremos con estos hombres? ¿Para que esto no se divulgue más?” El clima de la Iglesia primitiva nunca fue la «facilidad». La expansión de la fe no se hizo sin dolor y sin dificultades. Los hechos de los apóstoles son un largo relato de esfuerzos y de martirios.
-“¡Juzgad si es justo delante de Dios, obedeceros a vosotros más que a Dios!” En cuanto a nosotros, no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído. Se les comprende en parte. ¿Cómo guardar para sí esas cosas? ¿Cómo callarse, cuando se han visto tales cosas? ¿Cómo se puede vivir una vida cristiana individualista, cada uno para sí? ¿Cómo se puede ser cristiano, sin ser apóstol? Pero para ello, hay que haber hecho la experiencia, haber comprobado hasta qué punto Dios es una «buena nueva» para el hombre” (Noel Quesson). La “buena nueva”, es el mismo Cristo, el hijo de Dios, Emmanuel… los nombres con que es designado el Salvador. Así se expresa Nicetas de Remesiana: «Se llama Verbo porque por su medio habló Dios Padre a los ángeles y a los hombres. Se dice Sabiduría, porque por medio de Él se ordenó todo sabiamente al principio. Se llama Luz, porque Él iluminó las primeras tinieblas del mundo y con su venida hizo desaparecer la noche de los corazones de los hombres. Se llama Potencia, porque ninguna criatura lo puede vencer. Se dice Diestra y Brazo, porque por su medio fueron creadas todas las cosas y Él las abarca todas. Se llama Ángel del Gran Consejo, porque Él es personalmente nuncio de la Voluntad paterna. Se llama Hijo del Hombre, porque por nosotros los hombres se dignó nacer como hombre. Se dice Cordero, por su inocencia singular. Se llama Oveja para que quede patente su Pasión. Se dice Sacerdote, bien porque ofreció a Dios Padre en favor nuestro su Cuerpo como oblación y sacrificio, bien porque se digna ofrecerse cada día por nosotros. Se dice Camino, porque por medio de Él llegamos a la salvación. Verdad, porque rechazó la mentira. Se llama Vida, porque destruye la muerte. Se llama Vid, porque al extender los ramos de sus brazos en la Cruz proporcionó al mundo el gran fruto de la dulzura... Se llama Médico, porque con su visita curó nuestras enfermedades y heridas... Se dice Paz, porque reunió en la unidad a los que estaban dispersos y nos reconcilió con Dios Padre. Se llama Resurrección, porque resucitará todos los cuerpos... Se llama Puerta, porque por su medio se abre a los fieles la entrada del Reino de los cielos».
Es el nombre que se nos da para salvarnos, y queremos propagarlo por todo el mundo. San Juan Crisóstomo dice: «El mensaje que se os comunica no va destinado a vosotros solos, sino que habéis de transmitirlo a todo el mundo. Porque no os envío a dos ciudades, ni a diez, ni a veinte; ni tan siquiera os envío a toda una nación, como en otro tiempo a los profetas; sino a la tierra, al mar y a todo el mundo, y a un mundo, por cierto muy mal dispuesto. Porque al decir: “Vosotros sois la sal de la tierra”, enseña que los hombres han perdido su sabor y están corrompidos por el pecado. Por ello exige a todos sus discípulos aquellas virtudes que son más necesarias y útiles para el cuidado de los demás».
Cristo ha de ser anunciado, conocido y amado. Él es el que actúa por medio de los apóstoles de entonces y de ahora. Así lo expresa San Agustín: «Podemos amonestar con el sonido de nuestra voz, pero si dentro no está el que se enseña, vano es nuestro sonido... Os hable Él, pues, interiormente, ya que ningún hombre está allí de maestro».
2. «El Señor sacó a su pueblo con alegría, a sus escogidos con gritos de triunfo. Aleluya» (Sal 104,43; entrada). Es lo que canta también el trozo del salmo 117 que hoy seguimos leyendo. Nosotros somos pecadores; pero el Señor se ha mostrado misericordioso para con nosotros perdonándonos y convirtiéndose en nuestra fuerza y alegría. Así, quienes hemos aceptado la salvación que Dios nos ofrece, hemos sido hechos partícipes de su victoria, que nos lleva a elevar un himno de acción de gracias al Señor, no sólo con los labios sino con las obras y con la vida misma. Dios, conociendo nuestros pecados, no nos abandonó a la muerte sino que nos ha liberado del pecado y de la muerte, y nos llama para que, al final de nuestra vida, entremos en su gloria para gozar de Él eternamente. Amemos constantemente al Señor, pues Él salvará a quienes aceptando su amor y su Vida, le permanezcan fieles y se dejen conducir por su Espíritu, que habita en el corazón de los creyentes. Es lo que pide hoy la Colecta: «Oh Dios, que con la abundancia de tu gracia no cesas de aumentar el número de tus hijos, mira con amor a los que has elegido como miembros de tu Iglesia, para que, quienes han renacido por el Bautismo, obtengan también la resurrección gloriosa», seguimos rezando en el Ofertorio: «Concédenos, Señor, darte gracias siempre por medio de estos misterios pascuales; y ya que continúan en nosotros la obra de tu redención, sean también fuente de gozo incesante»; recordamos en la comunión: «Los que os habéis incorporado a Cristo por el Bautismo, os habéis revestido de Cristo. Aleluya (Gál 3,27)» y en la oración final: «Mira Señor con bondad a tu pueblo, y ya que has querido renovarlo con estos sacramentos de vida eterna, concédele también la resurrección gloriosa».
En el v. 14 se reproducen las palabras del paso del mar Rojo (Ex 15,12): “el Señor es mi fuerza y mi vigor, Él es mi salvación”, y ahí está el fundamento de toda fortaleza cristiana (cf. Jn 16,33), pues Jesús ha vencido al mundo. Nace un nuevo orden establecido con la victoria del rey que se canta en los versículos siguientes.
3. La primera aparición del Señor fue para la Magdalena (v. 9), de acuerdo con la tradición joánica (Jn 20, 11-18) y se separa en este punto del relato de Mateo que hablaba de dos mujeres (Mt 28, 9-10). Lo mismo sucede con la segunda aparición, reservada a los discípulos de Emaús (v. 12) y sobre la que Lucas proporciona detalles más abundantes (Lc 24, 13-35). Sólo en tercer lugar se benefician los apóstoles de una aparición del Señor (v. 14). En ellas vemos las flaquezas (incredulidad) de los apóstoles (frente a las mujeres anunciadoras de la resurrección, ya se ve en Lc 24, 11, pero Marcos es el único que da testimonio de su falta de fe en el mensaje de fe de los dos discípulos de Emaús: v. 13, en contraposición a Lc 24, 33-34). Cristo reprocha su terca incredulidad (v. 14).
Hoy leemos la "conclusión" del evangelio según san Marcos... muy probablemente no escrita, por la misma persona que escribió el resto del evangelio. Esta conclusión es una especie de resumen del conjunto de las apariciones relatadas por los otros tres evangelistas y que hemos leído esta semana.
María, la "pecadora", era ahora la favorecida. En casa de Simón el fariseo, Jesús ya lo había dejado entrever: "aquél a quien poco se le perdona, poco ama." Así, el pecado puede llegar a ser el inicio de una gran aventura espiritual. "Feliz falta, que nos ha valido un tal Redentor" canta la liturgia de la noche pascual, a propósito del pecado de Adán. Esto puede ser también verdad de nuestras faltas.
-“Pero ellos, oyendo que vivía y que había sido visto por ella, no lo creyeron”.
Pero luego son fuertes, como vemos en la primera lectura: Al poco tiempo se les encuentra formando una comunidad ferviente, que proclama con valentía en Jerusalén e incluso delante del sanedrín que le condenó, que Jesús vive. Evidentemente no han exagerado. Necesariamente algo ha de haber pasado.
-“Después de esto se mostró en otra forma a dos de ellos que iban de camino y se dirigían al campo. Estos, vueltos, dieron la noticia a los demás; ni aun a estos creyeron”. Decididamente eran duros de mollera.
Al fin se manifestó a los once, estando recostados a la mesa, y les reprendió su incredulidad y su terquedad por cuanto no habían creído a los que le habían visto resucitado.
Feliz duda que nos proporciona una mayor certeza. No se trata pues de personas ingenuas o de iluminados... sino de gentes concretas, de inteligencia roma. Ayúdanos, Señor, en nuestras búsquedas y nuestras dudas, a conservar en nosotros una disponibilidad, una abertura...
Los evangelistas no nos dejan saciar nuestra curiosidad cuando sentimos la tentación de hacerles preguntas indiscretas:
¿Cómo se realizó la resurrección? ¿Qué fue de su cadáver? ¿Qué es un cuerpo resucitado? Solamente nos han dicho "lo que ellos han visto". Modestia admirable de los apóstoles que no hacen sino balbucear ese algo que sucedió, y que les constriñe a "cambiar de opinión”... como humildemente reconocen.
Después les dijo: "Id por todo el mundo y predicad la buena nueva a toda criatura". El envío a la misión. Hay que dar crédito a las maravillas de Dios... mientras esperamos verlas con toda claridad, al final” (Noel Quesson).
Juan Pablo II recuerda la escena: “...el Señor Jesús fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes y el Señor cooperaba con ellos...” (Mc 16, 19-20): “La vuelta de Cristo al cielo: “...yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (cf Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos mil años y se ha renovado en nuestros corazones por la celebración del año santo. Debemos sacar de aquí un renovado empeño para nuestra vida cristiana, haciendo de esta verdad la fuerza inspiradora de nuestro caminar. Conscientes de esta presencia del resucitado entre nosotros, nos hacemos hoy la pregunta que fue dirigida a Pedro en Jerusalén, después de su discurso de Pentecostés: “¿Qué tenemos que hacer?” (Hch 2,37).
Nos interrogamos con un optimismo lleno de confianza, sin olvidar los problemas. No nos dejamos seducir por una perspectiva ingenua, como si existiera una fórmula mágica para enfrentarnos a los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no es una fórmula mágica que nos salvará, sino una persona y la certeza que nos inspira: “Yo estoy con vosotros...”
No se trata, pues, de inventar un “nuevo programa”. El programa ya existe: es el de siempre, sacado del evangelio y de la Tradición viva. Está centrado, en último término, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar, imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y para transformar con Él la historia hasta su plenitud en la Jerusalén celestial... Con todo, es necesario que este programa se traduzca en orientaciones pastorales adaptadas a las condiciones de cada comunidad... En las iglesias locales hay que fijar los elementos concretos de un programa... que permita llegar a las personas con el mensaje de Cristo y modelar las comunidades, actuar en profundidad, por el testimonio de los valores evangélicos, en las sociedades y la cultura... Se trata, pues, de un relanzamiento pastoral lleno de entusiasmo que nos concierne a todos”.
“Hoy, el Evangelio nos ofrece la oportunidad de meditar algunos aspectos de los que cada uno de nosotros tiene experiencia: estamos seguros de amar a Jesús, lo consideramos el mejor de nuestros amigos; no obstante, ¿quién de nosotros podría afirmar no haberlo traicionado nunca? Pensemos si no lo hemos mal vendido, por lo menos, alguna vez por un bien ilusorio, del peor oropel. Aunque frecuentemente estamos tentados a sobrevalorarnos en cuanto cristianos, sin embargo el testimonio de nuestra propia conciencia nos impone callar y humillarnos, a imitación del publicano que no osaba ni tan sólo levantar la cabeza, golpeándose el pecho, mientras repetía: «Oh Dios, ven junto a mí a ayudarme, que soy un pecador» (Lc 18,13)”.
La Palabra que Dios ha pronunciado sobre nosotros no podemos anunciarla sólo a los miembros de nuestra familia o de la comunidad de fe (parroquia) en la que vivamos. Ciertamente que la Iglesia necesita continuamente ser evangelizada, hasta lograr su plenitud en Cristo. Pero la Iglesia nació para el mundo, como signo de salvación para todos los hombres. No podemos, por tanto, vivir limitados en el anuncio del Evangelio. El Señor nos ha enviado al mundo entero a predicar la Buena Nueva de salvación a toda la creación. Así, en primer lugar la humanidad entera, pero también toda la creación, deben verse beneficiados de la Resurrección de Cristo. No podemos continuar destruyéndonos unos a otros; no podemos mal utilizar ni malbaratar la creación, los recursos naturales. Nosotros debemos vivir con mayor madurez las virtudes y los valores internos propios de nuestra condición humano-cristiana; pero también debemos conservar los bienes de la tierra, tratando de que lleguen a cumplir, en plenitud, su misión de servicio justo y recto a todas las personas.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de ser obedientes a la Misión que nos ha confiado de anunciar su Evangelio, y de pasar haciendo el bien a todos, a imagen de nuestro Dios y Señor, Cristo Jesús. Que en esa forma colaboremos, desde nuestra propia condición de miembros en la Iglesia de Cristo, para que a todos llegue, con eficacia, el anuncio del Evangelio para salvación del mundo entero. Amén (www.homiliacatolica.com)

jueves, 12 de abril de 2012

Viernes de la Octava de Pascua: Jesús es la piedra angular por la que somos salvados

Viernes de la Octava de Pascua: Jesús es la piedra angular por la que somos salvados

Libro de los Hechos de los Apóstoles 4,1-12 (también se lee el domingo 4º de Pascua (B)): Mientras los Apóstoles hablaban al pueblo, se presentaron ante ellos los sacerdotes, el jefe de los guardias del Templo y los saduceos, irritados de que predicaran y anunciaran al pueblo la resurrección de los muertos cumplida en la persona de Jesús. Estos detuvieron a los Apóstoles y los encarcelaron hasta el día siguiente, porque ya era tarde. Muchos de los que habían escuchado la Palabra abrazaron la fe, y así el número de creyentes, contando sólo los hombres, se elevó a unos cinco mil. Al día siguiente, se reunieron en Jerusalén los jefes de los judíos, los ancianos y los escribas, con Anás, el Sumo Sacerdote, Caifás, Juan, Alejandro y todos los miembros de las familias de los sumos sacerdotes. Hicieron comparecer a los Apóstoles y los interrogaron: "¿Con qué poder o en nombre de quién ustedes hicieron eso?" Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo: "Jefes del pueblo y ancianos, ya que hoy se nos pide cuenta del bien que hicimos a un enfermo y de cómo fue curado, sepan ustedes y todo el pueblo de Israel: este hombre está aquí sano delante de ustedes por el nombre de nuestro Señor Jesucristo de Nazaret, al que ustedes crucificaron y Dios resucitó de entre los muertos. Él es la piedra que ustedes, los constructores, han rechazado, y ha llegado a ser la piedra angular. Porque no existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la salvación".

Salmo 118,1-2.4.22-27: ¡Aleluya! ¡Den gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor! / Que lo diga el pueblo de Israel: ¡es eterno su amor! / Que lo digan los que temen al Señor: ¡es eterno su amor! / La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular. / Esto ha sido hecho por el Señor y es admirable a nuestros ojos. / Este es el día que hizo el Señor: alegrémonos y regocijémonos en él. / Sálvanos, Señor, asegúranos la prosperidad. / ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! Nosotros los bendecimos desde la Casa del Señor: / el Señor es Dios, y Él nos ilumina. "Ordenen una procesión con ramas frondosas hasta los ángulos del altar".

Evangelio según San Juan 21,1-14 (también se lee el domingo 3º de Pascua (B)): Después de esto, Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: "Voy a pescar". Ellos le respondieron: "Vamos también nosotros". Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era Él. Jesús les dijo: "Muchachos, ¿tienen algo para comer?" Ellos respondieron: "No". Él les dijo: "Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán". Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: "¡Es el Señor!" Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla. Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: "Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar". Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: "Vengan a comer". Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: "¿Quién eres", porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos.

Comentario: ¡Encarcelados «por haber anunciado la resurrección»! La defensa de los apóstoles, con gallardía y libertad de espíritu, recuerda lo que Jesús profetizó de que el Espíritu Santo les recordaría lo que debían decir (cf. Mt 10-17-20). Han ido a parar a la cárcel. El mismo sanedrín que dispuso la muerte de Jesús ahora los intimida. Pedro -portavoz de los demás apóstoles también ahora, como lo había sido en vida de Jesús- no se calla: aprovecha la ocasión para dar testimonio del Mesías delante de las autoridades, como lo había hecho delante del pueblo. Ya no tiene miedo. Es su tercer discurso, y siempre dice lo mismo: que los judíos mataron a Jesús, pero Dios le resucitó y así le glorificó y reivindicó, y hay que creer en Él, porque es el único que salva. El amor que Pedro había mostrado hacia Cristo en vida, pero con debilidad y malentendidos, ahora se ha convertido en una convicción madura y en un entusiasmo valiente que le llevará a soportar todas las contradicciones y al final la muerte en Roma, para dar testimonio de Aquél a quien había negado delante de la criada. Ya Jesús les había dicho que les llevarían a los tribunales, pero que no se preocuparan, porque su Espíritu les ayudaría (cf. Lc 12, 11-12). Aquí Lucas se encarga de decirnos, como hará en otras ocasiones en el libro de los Hechos, que Pedro respondió «lleno de Espíritu Santo» (J. Aldazábal)
Vendría a la memoria de los Apóstoles cómo ese mismo Sanedrín condenó a muerte a Jesús, los procesos contra Él: Anás, Caifás, Pilato. Cuando “el procurador romano se retira, la multitud se dispersa, el tribunal se queda desierto, pero el proceso continúa. También hoy Jesús de Nazaret está en el centro de un proceso. Filósofos, historiadores, cineastas, simples estudiantes de teología: todos se sienten autorizados a juzgar su persona, sus enseñanzas, sus reivindicaciones mesiánicas, a su Iglesia...
Pero las palabras de Pedro que acabamos de escuchar y las palabras que Jesús mismo pronuncia ante el Sanedrín levantan de improviso algo así como un velo, dejando entrever una escena totalmente distinta: "Desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha de Dios y venir sobre las nubes del cielo" (Mt 26,64). ¡Qué gran contraste! Ahora todos sentados y Él de pie, maniatado; entonces todos de pie y Él sentado a la derecha de Dios. Ahora los hombres y la historia juzgando a Cristo, entonces Cristo juzgando a los hombres y a la historia.
Desde que el Mesías llevó a cabo la salvación inmolándose como cordero en la cruz, se convirtió en juez universal. Él "pesa" a los hombres y a los pueblos. Ante Él se decide quién cae y quién se mantiene en pie. No hay apelación posible. Él es la instancia suprema. Esta es la fe inmutable de la Iglesia, que sigue proclamando en el Credo: "Y de nuevo vendrá con gloría para juzgar a vivos y muertos. Y su reino no tendrá fin"…” (R. Cantalamessa).
2. –“Este es el día en que actuó el Señor”. Cristo rechazado por los suyos, ha resucitado y es el centro de todas las cosas. Llenos de gozo proclamamos con el Salmo 117, que ha sido un milagro patente y abrimos nuestro corazón a la plenitud que la resurrección da a nuestra fe: “Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia”.
a) Comentaba Juan Pablo II: “La voz orante de Israel canta el Salmo 117, que acabamos de escuchar, siente en su interior un particular estremecimiento. En este himno, descubre dos frases de intenso carácter litúrgico cuyo eco se escucha en el Nuevo Testamento con una nueva tonalidad.
La primera aparece en el versículo 22: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Esta frase es citada por Jesús, quien la aplica a su misión de muerte y de gloria, después de haber narrado la parábola de los viñadores asesinos (cf. Mateo 21, 42). La frase es evocada también por Pedro en los Hechos de los Apóstoles: Jesús «es la piedra que vosotros los constructores habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hechos 4, 11-12)”. Y comenta Cirilo de Jerusalén: «Decimos que uno sólo es el Señor Jesucristo pues su filiación es única; uno sólo para que tú no creas que hay otro... De hecho, es llamado piedra, pero no una piedra tallada por manos humanas, sino una piedra angular, para que quien crea en Él no quede decepcionado». Ya vimos el comentario de S. Ambrosio, que da un sentido espiritual de que nosotros, cada uno, hemos de ser “piedra” firme.
“La segunda frase que el Nuevo Testamento toma del Salmo 117 es proclamada por la muchedumbre en la solemne entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén: «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» (Mt 21,9; cf. Sal 117,26). La aclamación queda enmarcada por un «Hosanna», «hoshiac na’, deh», «¡sálvanos!»”.
Este espléndido himno bíblico se enmarca en la pequeña serie de Salmos, del 112 al 117, llamada el «Hallel pasquale», es decir, la alabanza salmódica utilizada en el culto judío para la Pascua y las principales solemnidades del año litúrgico. Una bella antífona abre y cierra el texto: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (v. 1.29). “La palabra «misericordia» traduce la palabra judía «hesed», que designa la fidelidad generosa de Dios hacia su pueblo aliado y amigo. Tres categorías de personas son involucradas en el cántico de esta alabanza: todo Israel, «la casa de Aarón», es decir, los sacerdotes, y «quien teme a Dios», una locución que indica a los fieles y sucesivamente también a los prosélitos, es decir, los miembros de otras naciones que desean adherir a la ley del Señor (cf. v. 2-4)”; es un “himno de acción de gracias (cf. vv. 5-18), cuyo mensaje esencial es: incluso en la angustia es necesario conservar la llama de la confianza, pues la mano potente del Señor lleva a su fiel a la victoria sobre el mal y a la salvación”.
El salmo es como una procesión, y una vez se llega al templo, “una vez atravesada la puerta, comienza el himno de acción de gracias al Señor, que en el templo se ofrece como «piedra» estable y segura sobre la que se edifica la casa de la vida (cf. Mt 7,24-25). Una bendición sacerdotal desciende sobre los fieles, que han entrado en el templo para expresar su fe, elevar su oración y celebrar el culto”.
“Al aplicarse a sí mismo este Salmo, Cristo abre el camino a la interpretación cristiana de este himno de confianza y de gratitud al Señor por su «hesed», es decir, por su fidelidad amorosa, de la que se hace eco todo el Salmo (Cf. Salmo 117,1.2.3.4.29)”.
b) El salmo 118, uno de los salmos más pascuales, que rezamos cada domingo, o en Laudes o en la Hora intermedia, habla de cómo actúa la misericordia divina que se canta en el salmo 117,2; cómo –hay otros aspectos, que no salen en el trozo aquí escogido- «la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Es el que cita aquí Pedro: de nuevo apela al AT para mostrar a los que lo conocen que todo lo anunciado por los salmos se ha cumplido en Cristo Jesús. No hay otro que pueda ser la piedra angular del edificio. Hay en el salmo una procesión hacia la casa del Señor, para darle gracias por todo, por el nuevo orden establecido por el rey (vv. 22-24), con esta imagen de la piedra rechazada que es puesta en lugar principal, que representa tanto al rey como al pueblo. Jesús lo aplica a su persona cuando habla de los viñadores homicidas a los que se quita la viña para entregarla a otros (cf. Mt 21,42; Mc 12,10; Lc 20,17). “Ese cambio se ha realizado con la muerte y resurrección de Jesús, pues Él es la piedra desechada por las autoridades judías, que se ha convertido en piedra angular en cuanto que ‘no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el que tengamos que ser salvados’ (Hch 4,12). Pero también es ‘piedra de tropiezo’ para quienes le rechazan (cf. 1 Pet 2,6.8). Al mismo tiempo Cristo es la piedra angular en la Iglesia; en Él ‘toda la edificación se alza bien compacta para ser templo santo en el Señor’ (Ef 2,21). La Iglesia utiliza este salmo en la liturgia del Domingo de Resurrección, y repite con frecuencia durante su octava las palabras del v. 24 (“Este es el día que ha hecho el Señor, exultemos y gocémonos en él”) reconociendo así el establecimiento del nuevo orden salvífico operado por la resurrección de Cristo” (Biblia de Navarra).
La resurrección de Cristo destruye el poder del abismo, los recién bautizados renuevan la tierra, el Espíritu Santo abre las puertas del cielo. Porque el abismo, al ver sus puertas destruidas, devuelve los muertos, la tierra renovada germina resucitados y el cielo abierto acoge a los que ascienden. El ladrón es admitido en el paraíso, los cuerpos de los santos entran en la ciudad santa y los muertos vuelven a tener su morada entre los vivos. Así, como si la resurrección de Cristo fuera germinando en el mundo, todos los elementos de la creación se ven arrebatados a lo alto… Por esto el salmista invita a toda la creación a celebrar la resurrección de Cristo, al decir que hay que alegrarse y llenarse de gozo en este día en que actuó el Señor” (San Máximo de Turín).
3. El lago de Genesaret es un lugar privilegiado de la naturaleza. Sus aguas dulces son fruto de las altas cumbres del monte Hermón y las vierte a su vez en el Jordán. Le rodea una vegetación arborada y su entorno son prados, en las épocas primaverales se llenan de pequeñas flores que le dan un colorido agradable a la vista. La temperatura es deliciosa, ya que es un clima levantino. Los puertos de pescadores se suceden a poca distancia unos de otros, ya que la pesca es abundante. Es también un lugar privilegiado por Dios, por la presencia de Jesús: allí realizó muchos milagros y expuso el núcleo de su predicación: el Sermón del monte. Nazaret está cercana, pero alejada de sus orillas; entre las poblaciones que se encuentra allí se puede contar a Betsaida -lugar de nacimiento de Pedro, Juan, Felipe, Andrés y Santiago- Cafarnaúm -donde vivían Pedro y Andrés cuando Jesús les llamó definitivamente-, Magdala -lugar de la conversión de la mujer pecadora, Tesbhita -donde realizaron la segunda pesca milagrosa, la de los peces contados, la de los 153 peces grandes-, Tiberíades -localidad romana de mala fama entre los judíos-, y otras junto a pequeños puertos de pescadores. Este es el marco, pero lo decisivo es lo que ocurre a los que viven en ese lugar tan grato y amable.
a) Han sentido la llamada, y la han seguido. San Josemaría Escrivá conectaba con las pescas milagrosas, la primera que sonaba como un grito de guerra: “duc in altum!” -¡mar adentro!, y esta segunda, que tiene muchas facetas: por ejemplo, la actividad sacerdotal, que a la orilla espera las almas que llevan los miembros de la Iglesia, en su acercar amigos a Jesús. Pero nos referiremos ahora a lo que este santo aplicaba al “Apostolado en la vida ordinaria”: “Veamos ahora aquella otra pesca, después de la Pasión y Muerte de Jesucristo. Pedro ha negado tres veces al Maestro, y ha llorado con humilde dolor; el gallo con su canto le recordó las advertencias del Señor, y pidió perdón desde el fondo de su alma. Mientras espera, contrito, en la promesa de la Resurrección, ejercita su oficio, y va a pescar. A propósito de esta pesca, se nos pregunta con frecuencia por qué Pedro y los hijos de Zebedeo volvieron a la ocupación que tenían antes de que el Señor los llamase. Eran, en efecto, pescadores cuando Jesús les dijo: seguidme, y os haré pescadores de hombres. A los que se sorprenden de esta conducta, se debe responder que no estaba prohibido a los Apóstoles ejercer su profesión, tratándose de cosa legítima y honesta.
El apostolado, esa ansia que come las entrañas del cristiano corriente, no es algo diverso de la tarea de todos los días: se confunde con ese mismo trabajo, convertido en ocasión de un encuentro personal con Cristo. En esa labor, al esforzarnos codo con codo en los mismos afanes con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con nuestros parientes, podremos ayudarles a llegar a Cristo, que nos espera en la orilla del lago. Antes de ser apóstol, pescador. Después de apóstol, pescador. La misma profesión que antes, después.
¿Qué cambia entonces? Cambia que en el alma -porque en ella ha entrado Cristo, como subió a la barca de Pedro- se presentan horizontes más amplios, más ambición de servicio, y un deseo irreprimible de anunciar a todas las criaturas las magnalia Dei , las cosas maravillosas que hace el Señor, si le dejamos hacer. No puedo silenciar que el trabajo -por decirlo así- profesional de los sacerdotes es un ministerio divino y público, que abraza exigentemente toda la actividad hasta tal punto que, en general, si a un sacerdote le sobra tiempo para otra labor que no sea propiamente sacerdotal, puede estar seguro de que no cumple el deber de su ministerio.
Hallábanse juntos Simón Pedro, y Tomás, llamado Dídimo, y Natanael, que era de Caná de Galilea, y los hijos del Zebedeo, y otros dos de sus discípulos. Díceles Simón Pedro: voy a pescar. Ellos respondieron: vamos también nosotros contigo. Fueron, pues, y entraron en la barca; y aquella noche no cogieron nada. Venida la mañana, se apareció Jesús en la ribera.
Pasa al lado de sus Apóstoles, junto a esas almas que se han entregado a Él: y ellos no se dan cuenta. ¡Cuántas veces está Cristo, no cerca de nosotros, sino en nosotros; y vivimos una vida tan humana! Cristo está vecino, y no se lleva una mirada de cariño, una palabra de amor de sus hijos.
Los discípulos -escribe San Juan- no conocieron que fuese Él. Y Jesús les preguntó: muchachos, ¿tenéis algo que comer? Esta escena familiar de Cristo, a mí, me hace gozar. ¡Que diga esto Jesucristo, Dios! ¡Él, que ya tiene cuerpo glorioso! Echad la red a la derecha y encontraréis. Echaron la red, y ya no podían sacarla por la multitud de peces que había. Ahora entienden. Vuelve a la cabeza de aquellos discípulos lo que, en tantas ocasiones, han escuchado de los labios del Maestro: pescadores de hombres, apóstoles. Y comprenden que todo es posible, porque Él es quien dirige la pesca.
Entonces, el discípulo aquel que Jesús amaba se dirige a Pedro: es el Señor. El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el Señor!
Simón Pedro apenas oyó es el Señor, vistióse la túnica y se echó al mar. Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de una audacia de maravilla. Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros?
Los demás discípulos vinieron en la barca, tirando de la red llena de peces, pues no estaban lejos de tierra, sino como a unos doscientos codos. Enseguida ponen la pesca a los pies del Señor, porque es suya. Para que aprendamos que las almas son de Dios, que nadie en esta tierra puede atribuirse esa propiedad, que el apostolado de la Iglesia -su anuncio y su realidad de salvación- no se basa en el prestigio de unas personas, sino en la gracia divina. No hacemos nuestro apostolado. En ese caso, ¿qué podríamos decir? Hacemos -porque Dios lo quiere, porque así nos lo ha mandado: id por todo el mundo y predicad el Evangelio - el apostolado de Cristo. Los errores son nuestros; los frutos, del Señor”.
b) –Simón Pedro dijo a Tomás, a Natanael, a los hijos de Zebedeo y a otros dos: "Voy a pescar." Le replicaron: "Vamos también nosotros contigo."” Estamos en Galilea, en la orilla del hermoso lago de Tiberíades. Pedro vuelve a su oficio, y ahí va a buscarle el Señor, ahora como antes.
-“Salieron y entraron en la barca, y en aquella noche no cogieron nada”. Nada. Nada. El fracaso. El trabajo inútil aparentemente. A cualquier hombre le suele pasar esto alguna vez: se ha estado intentando y probando alguna cosa... y después, nada. “Pienso en mis propias experiencias, en mis decepciones. No para entretenerme en ellas morbosamente, sino para ofrecértelas, Señor. Creo que Tú conoces todas mis decepciones... como Tú les habías visto afanarse penosamente en el lago, durante la noche, y como les habías visto volver sin "nada"...
-“Llegada la mañana, se hallaba Jesús en la playa; pero los discípulos no se dieron cuenta de que era Él”. Pronto descubrirán su "presencia" en medio de sus ocupaciones profesionales ordinarias. Por de pronto, Tú ya estás allí... pero ellos no lo saben.
-“Díjoles Jesús: "Muchachos, ¿no tenéis nada que comer?"” Conmovedora familiaridad. Una vez más, Jesús toma la iniciativa... se interesa por el problema concreto de estos pescadores.
-"¡Echad la red a la derecha de la barca y hallaréis!" Escucho este grito dirigido, desde la orilla; a los que están en la barca. Trato de contemplarte, de pie, al borde del agua. Tú les ves venir. En tu corazón, compartes con ellos la pena de no haber cogido nada. Tú eres salvador: No puedes aceptar el mal.
-“Echaron pues la red y no podían arrastrarla tan grande era la cantidad de peces”. Como tantas otras veces, has pedido un gesto humano, una participación. Habitualmente no nos reemplazas; quieres nuestro esfuerzo libre; pero terminas el gesto que hemos comenzado para hacerlo más eficaz.
-“Dijo entonces a Pedro, aquel discípulo a quien amaba Jesús: "¡Es el Señor!"” Ciertamente es una constante: ¡Tú estás ahí, y no se te reconoce! te han reconocido gracias a un "signo': la pesca milagrosa, un signo que ya les habías dado en otra ocasión, un signo que había que interpretar para darle todo su significado, un signo que ¡"aquel que amaba" ha sido el primero en comprender! Si se ama, las medias palabras bastan.
-“Jesús les dijo: "¡Venid y comed!" Se acercó Jesús, tomó el pan y se lo dio, e igualmente el pescado”. Siempre este otro "signo" misterioso de "dar el pan"..., de la comida en común, de la que Jesús toma la iniciativa, la que Jesús sirve... La vida cotidiana, en lo sucesivo, va tomando para ellos una nueva dimensión. Tareas profesionales. Comidas. Encuentros con los demás. En todas ellas está Jesús "escondido". ¿Sabré yo reconocer tu presencia?” (Noel Quesson).
c) «El Señor condujo a su pueblo seguro, sin alarmas, mientras el mar cubría a sus enemigos. Aleluya» (Sal 77,53), comenzamos diciendo en la Misa de hoy, y rezamos en la Colecta: «Dios Todopoderoso y eterno, que por el misterio pascual has restaurado tu alianza con los hombres; concédenos realizar en la vida cuanto celebramos en la fe». E insistimos en el Ofertorio: «Realiza, Señor, en nosotros el intercambio que significa esta ofrenda pascual, para que el amor a las cosas de la tierra se transfigure en amor a los bienes del cielo». El medio para la santificación es sobre todo la Comunión: «Jesús dijo a sus discípulos: “Vamos, comed”. Y tomó el pan y se lo dio. Aleluya» (cf. Jn 21,12-13), hoy representada en esta comida que Jesús ofrece a los discípulos, ahí se aplican los méritos de su resurrección, como pedimos en la Postcomunión: «Dios Todopoderoso, no ceses de proteger con amor a los que has salvado, para que así, quienes hemos sido redimidos por la Pasión de tu Hijo, podamos alegrarnos en su Resurrección». Oigamos a San Hipólito: «Antes que los astros, inmortal e inmenso, Cristo brilla más que el sol sobre todos los seres. Por ello, para nosotros que nacemos en Él, se instaura un día de Luz largo, eterno, que no se acaba: la Pascua maravillosa, prodigio de la virtud divina y obra del poder divino, fiesta verdadera y memorial eterno, impasibilidad que dimana de la Pasión e inmortalidad que fluye de la muerte. Vida que nace de la tumba y curación que brota de la llaga, resurrección que se origina de la caída y ascensión que surge del descanso... Este árbol es para mí una planta de salvación eterna, de él me alimento, de él me sacio. Por sus raíces me enraízo y por sus ramas me extiendo, su rocío me regocija y su espíritu como viento delicioso me fertiliza. A su sombra he alzado mi tienda y huyendo de los grandes calores allí encuentro un abrigo lleno de rocío... Él es en el hambre mi alimento, en la sed mi fuente... Cuando temo a Dios, Él es mi protección; cuando vacilo, mi apoyo; cuando combato, mi premio; y cuando triunfo, mi trofeo...».
Benedicto XVI hizo referencia a este pasaje en el comienzo de su pontificado: “El signo con el cual la liturgia de hoy representa el comienzo del Ministerio Petrino es la entrega del anillo del pescador. La llamada de Pedro a ser pastor, que hemos oído en el Evangelio, viene después de la narración de una pesca abundante; después de una noche en la que echaron las redes sin éxito, los discípulos vieron en la orilla al Señor resucitado. Él les manda volver a pescar otra vez, y he aquí que la red se llena tanto que no tenían fuerzas para sacarla; había 153 peces grandes y, "aunque eran tantos, no se rompió la red" (Jn 21,11).
Este relato al final del camino terrenal de Jesús con sus discípulos, se corresponde con uno del principio: tampoco entonces los discípulos habían pescado nada durante toda la noche; también entonces Jesús invitó a Simón a remar mar adentro. Y Simón, que todavía no se llamaba Pedro, dio aquella admirable respuesta: "Maestro, por tu palabra echaré las redes". Se le confió entonces la misión: "No temas, desde ahora serás pescador de hombres" (Lc 5,1.11). También hoy se dice a la Iglesia y a los sucesores de los apóstoles que se adentren en el mar de la historia y echen las redes, para conquistar a los hombres para el Evangelio, para Dios, para Cristo, para la vida verdadera.
Los Padres han dedicado también un comentario muy particular a esta tarea singular. Dicen así: para el pez, creado para vivir en el agua, resulta mortal sacarlo del mar. Se le priva de su elemento vital para convertirlo en alimento del hombre. Pero en la misión del pescador de hombres ocurre lo contrario. Los hombres vivimos alienados, en las aguas saladas del sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz. La red del Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al resplandor de la luz de Dios, en la vida verdadera. Así es, efectivamente: en la misión de pescador de hombres, siguiendo a Cristo, hace falta sacar a los hombres del mar salado por todas las alienaciones y llevarlo a la tierra de la vida, a la luz de Dios.
Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar a Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él. La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo.
Quisiera ahora destacar todavía una cosa: tanto en la imagen del pastor como en la del pescador, emerge de manera muy explícita la llamad a la unidad. "Tengo , además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor" (Jn 10, 16), dice Jesús al final del discurso del buen pastor. Y el relato de los 153 peces grandes termina con la gozosa constatación: "Y aunque eran tantos, no se rompió la red" (Jn 21, 11). ¡Ay de mí, Señor amado! ahora la red se ha roto, quisiéramos decir doloridos. Pero no, ¡no debemos estar tristes! Alegrémonos por tu promesa que no defrauda y hagamos todo lo posible para recorrer el camino hacia la unidad que tú has prometido. Hagamos memoria de ella en la oración al Señor, como mendigos; sí, Señor, acuérdate de lo que prometiste. ¡Haz que seamos un solo pastor y una sola grey! ¡No permitas que se rompa tu red y ayúdanos a ser servidores de la unidad!
En este momento mi recuerdo vuelve al 22 de octubre de 1978, cuando el Papa Juan Pablo II inició su ministerio aquí en la Plaza de San Pedro. Todavía, y continuamente, resuenan en mis oídos sus palabras de entonces: "¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!" El Papa hablaba a los fuertes, a los poderosos del mundo, los cuales tenían miedo de que Cristo pudiera quitarles algo de su poder, si lo hubieran dejado entrar y hubieran concedido la libertad a la fe. Sí, Él ciertamente les habría quitado algo: el dominio de la corrupción, del quebrantamiento del derecho y de la arbitrariedad. Pero no les habría quitado nada de lo que pertenece a la libertad del hombre, a su dignidad, a la edificación de una sociedad justa.
Además, el Papa hablaba a todos los hombres, sobre todo a los jóvenes. ¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo - si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a Él -, miedo de que Él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y todavía el Papa quería decir: ¡no! quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada - absolutamente nada - de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera.
Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida. Amén".
Es deliciosa la escena del desayuno con pescado y pan preparado por Jesús al amanecer de aquel día. Después de que casi todos le abandonaran en su momento crítico de la cruz, y Pedro además le negara tan cobardemente, Jesús tiene con ellos detalles de amistad y perdón que llenaron de alegría a los discípulos.
Noches de trabajo infructuoso: “Te empeñas en andar solo, haciendo tu propia voluntad, guiado exclusivamente por tu propio juicio... y, ¡ya lo ves!, el fruto se llama "infecundidad". Hijo, si no rindes tu juicio, si eres soberbio, si te dedicas a "tu" apostolado, trabajarás toda la noche —¡toda tu vida será una noche!—, y al final amanecerás con las redes vacías… Algunos hacen sólo lo que está en las manos de unas pobres criaturas, y pierden el tiempo. Se repite al pie de la letra la experiencia de Pedro: Maestro, hemos trabajado toda la noche, y no hemos pescado nada. Si trabajan por su cuenta, sin unidad con la Iglesia, sin la Iglesia, ¿qué eficacia tendrá ese apostolado?: ¡ninguna! —Han de persuadirse de que, ¡por su cuenta!, nada podrán. Tú has de ayudarles a continuar escuchando el relato evangélico: fiado en tu palabra, lanzaré la red. Entonces la pesca será abundante y eficaz. ¡Qué bonito es rectificar, cuando se ha hecho, por cualquier motivo, un apostolado por cuenta propia!” (S. Josemaría, referencia a la primera pesca). “Escribes, y copio: ¡Señor, Tú sabes que te amo! cuántas veces, Jesús, repito y vuelvo a repetir, como una letanía agridulce, esas palabras de tu Cefas: porque sé que te amo, pero ¡estoy tan poco seguro de mí!, que no me atrevo a decírtelo claro. ¡Hay tantas negaciones en mi vida perversa! ¡Tú sabes que te amo! Que mis obras, Jesús, nunca desdigan estos impulsos de mi corazón". Insiste en esta oración tuya, que ciertamente Él oirá” (idem, después de la segunda pesca). Con Jesús, frutos. “Nosotros también podemos tener noches malas y fracasos en nuestro trabajo, decepciones en nuestro camino. Podemos aprender la lección: cuando no estaba Jesús, los pescadores no lograron nada. Siguiendo su palabra, llenaron la barca. Ese es el Cristo en quien creemos y a quien seguimos: el Resucitado que se nos aparece misteriosamente -en la Eucaristía, no nos prepara pan y pescado, sino que nos da su Cuerpo y su Sangre- hace eficaz nuestra jornada de pesca y nos invita a comer con Él y a descansar junto a Él. Podemos sentirnos contentos: «dichosos los invitados a la Cena del Señor». Por una parte, esto nos invita a no perder nunca la esperanza ni dejarnos llevar del desaliento. Nuestras fuerzas serán escasas, pero en su nombre, con la fuerza del Señor, podemos mucho. Pero, por otra parte, nos hace pensar que si fuéramos los unos para con los otros como Jesús: si ante el que trabaja sin gran fruto y tiene la tentación de echarlo todo a rodar, fuéramos tan humanos y amables como Él, si supiéramos improvisar un desayuno fraterno en ambiente de serenidad y amistad para el que viene cansado, si le dirigiéramos una palabra de interés y de ayuda, sería mucho más fácil seguir trabajando como cristianos o como apóstoles, a pesar de los fracasos o de las dificultades” (J. Aldazábal).
Con lo que le damos, el Señor nos da mucho más. Comenta San Agustín: «Con esto hizo el Señor una comida para aquellos siete discípulos suyos, a saber, con el pez que habían visto sobre las brasas y con algunos de los que habían cogido y con el pan que ellos habían visto, según la narración. El pez asado es Cristo sacrificado. Él mismo es el pan bajado del cielo. A este pan se incorpora la Iglesia para participar de la eterna bienaventuranza. Y por eso dice: “Traed los peces que ahora habéis cogido”, para que cuantos abrigamos esta esperanza podamos por medio de estos siete discípulos, en los cuales se puede ver figurada la totalidad de todos nosotros, tomar parte en tan excelente sacramento y quedar asociados a la misma bienaventuranza. Esta es la comida del Señor con sus discípulos, con lo cual el Evangelista San Juan, aun teniendo muchas cosas que decir de Cristo, y absorto según mi parecer en alta contemplación de cosas excelsas, concluye su Evangelio».
El Concilio Vaticano II enseña: "El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, "punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización", centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. Él es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos". "Es precisamente esta singularidad única de Cristo la que le confiere un significado absoluto y universal, por lo cual, mientras está en la historia, es el centro y el fin de la misma : "Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin" (Ap 22,13)".

miércoles, 11 de abril de 2012

Pascua 1, miércoles: la experiencia de Jesús resucitado con los discípulos de Emaús, modelo de cómo Jesús nos busca y podemos encontrarle

Libro de los Hechos de los Apóstoles 3,1-10: En una ocasión, Pedro y Juan subían al Templo para la oración de la tarde. Allí encontraron a un paralítico de nacimiento, que ponían diariamente junto a la puerta del Templo llamada "la Hermosa", para pedir limosna a los que entraban. Cuando él vio a Pedro y a Juan entrar en el Templo, les pidió una limosna. Entonces Pedro, fijando la mirada en él, lo mismo que Juan, le dijo: "Míranos". El hombre los miró fijamente esperando que le dieran algo. Pedro le dijo: "No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y camina". Y tomándolo de la mano derecha, lo levantó; de inmediato, se le fortalecieron los pies y los tobillos. Dando un salto, se puso de pie y comenzó a caminar; y entró con ellos en el Templo, caminando, saltando y glorificando a Dios. Toda la gente lo vio camina y alabar a Dios. Reconocieron que era el mendigo que pedía limosna sentado a la puerta del Templo llamada "la Hermosa", y quedaron asombrados y llenos de admiración por lo que le había sucedido.

Salmo 105,1-4.6-9: ¡Den gracias al Señor, invoquen su Nombre, hagan conocer entre los pueblos sus proezas; / canten al Señor con instrumentos musicales, pregonen todas sus maravillas! / ¡Gloríense en su santo Nombre, alégrense los que buscan al Señor! / ¡Recurran al Señor y a su poder, busquen constantemente su rostro; / descendientes de Abraham, su servidor, hijos de Jacob, su elegido: / el Señor es nuestro Dios, en toda la tierra rigen sus decretos. / Él se acuerda eternamente de su alianza, de la palabra que dio por mil generaciones, / del pacto que selló con Abraham, del juramento que hizo a Isaac.

Evangelio según San Lucas 24,13-35: Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran.
Él les dijo: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?». Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: «¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?». Él les dijo: «¿Qué cosas?». Ellos le dijeron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que sería Él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que Él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a Él no le vieron». Él les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?». Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre Él en todas las Escrituras.
Al acercarse al pueblo a donde iban, Él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado». Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando.
Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero Él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!». Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan.

Comentario: “Hoy «es el día que hizo el Señor: regocijémonos y alegrémonos en Él» (Sal 117,24). Así nos invita a rezar la liturgia de estos días de la octava de Pascua. Alegrémonos de ser conocedores de que Jesús resucitado, hoy y siempre, está con nosotros. Él permanece a nuestro lado en todo momento. Pero es necesario que nosotros le dejemos que nos abra los ojos de la fe para reconocer que está presente en nuestras vidas. Él quiere que gocemos de su compañía, cumpliendo lo que nos dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20)” (Xavier Pagès).
1. a) De momento los discípulos seguían con las liturgias del Templo. -Un tullido de nacimiento pedía limosna... Pedro le dijo: «oro no tengo, pero lo que tengo te doy: en nombre de Jesucristo el Nazareno, levántate y anda». Los Apóstoles son los continuadores de Jesús. Son los depositarios del poder taumatúrgico -hacer milagros- del Mesías. La acción de Jesús no terminó con su muerte: Dios continúa actuando a través de su presencia misteriosa en su Iglesia. Y para subrayar esa continuidad: Pedro dice las mismas palabras que Jesús: «Levántate y anda...» (Lc 5, 23). Pedro hace el mismo gesto que Jesús: «Tomándole de la mano...» (Lc 8, 54). Y sana la misma enfermedad, un paralítico y en el mismo lugar... (Mt 21, 14). ¿Creo yo en la Iglesia, depositaria de los beneficios de Dios? ¿Creo, de veras, que Jesús está viviendo en ella? ¿Es su Palabra la que oigo, cuando se lee la Escritura en la Misa? ¿Es a Él a quien encuentro, cuando me confieso? Ocasión de descubrir de nuevo la misteriosa profundidad de la "acción Apostólica": el Papa y los obispos continúan la función de Pedro y de los Doce.
-En nombre de Jesucristo, ¡Levántate y anda! Eso es los que repite la Iglesia a la humanidad, con tanta frecuencia paralizada. «Levántate». La Iglesia, siguiendo a Jesús, quiere la grandeza del hombre: un hombre de pie, un hombre activo, un hombre capaz de tomar su destino en su mano... En mi vida familiar o profesional, ¿contribuyo a «levantar» a la humanidad? ¿Contribuyo a curar? Yo mismo, ¿sé apoyarme en la fuerza de la resurrección para ponerme de nuevo en pie cada vez que una prueba me ha paralizado o anonadado? «En nombre de Jesucristo, ¡que me levante y ande!»
-Entró con ellos en el Templo... La ley de Moisés había establecido un cierto número de barreras: así ciertas categorías de personas, consideradas como «impuras» legalmente no tenían derecho a entrar en el Templo. Los tullidos estaban en este caso (ver Lv 21, 18 y II Samuel 5, 8). Pero he aquí que la nueva religión rompe todas esas barreras legales: nadie es excluido... Todos están invitados a entrar. ¡Gracias, Señor! Ayúdanos a no reinstalar barreras ni exclusiones. Que seamos acogedores y abiertos a todos. En particular a los más pobres... -Andando... saltando... y alabando a Dios... Es algo muy comprensible. Imagino la escena en el templo. El poder maravilloso de la resurrección comienza a difundirse en el cuerpo de la humanidad, como presagio y anuncio de la exultación final de los «resucitados» (Noel Quesson).
b) Pedro y Juan curan en nombre de Jesús al paralítico del templo, a la hora del sacrificio de la tarde. Qué bien cuenta Lucas el episodio: el pobre mendigo a la puerta del templo -como se ve, fenómeno antiguo-, la mirada fija del mendigo que espera algo, la mirada también fija de Pedro, el contacto de la mano, las palabras breves y solemnes: «en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar», y la curación progresiva del buen hombre hasta seguirles dando brincos al Templo, ante la admiración de la gente. La fuerza salvadora, que en vida de Jesús brotaba de él, curando a los enfermos y resucitando a los muertos, es ahora energía pascual que sigue activa: el Resucitado está presente, aunque invisible, y actúa a través de su comunidad, en concreto a través de los apóstoles, a los que había enviado a «proclamar el Reino de Dios y a curar» (Lc 9,2). No tendrán medios económicos, pero sí participan de la fuerza del Señor.
2. Sal. 104. Dios es siempre fiel a su Alianza y a su amor hacia nosotros. Él jamás abandonará a su Pueblo a pesar de nuestras infidelidades. ¿Habrá alguien que nos ame como Dios lo ha hecho? Su misericordia es eterna y se prolonga de generación en generación. En su amor por nosotros se hizo uno de nosotros para ofrecernos su perdón, y para hacernos partícipes de su Vida y de su Espíritu. Aun cuando muchas veces nosotros nos alejemos del Señor y traicionamos su amor, Él no se olvidará de nosotros y siempre estará dispuesto a perdonarnos, pues Él es nuestro Dios y Padre misericordioso, y no enemigo a la puerta. Mientras aún es tiempo, volvamos al Señor, dejémonos amar por Él y convirtámonos en fieles testigos suyos, proclamando sus prodigios a todos los pueblos.
3. Los dos en Emaús recuperan la esperanza. a) Sólo María Santísima tendrá fe en todo momento, los discípulos están en desbandada, y ahí van los de hoy, desanimados, descorazonados. “Aquella tarde van de Jerusalén a Emaús, a pocas horas de camino de la Ciudad Santa, tristes, bajo el peso de la mayor de las decepciones: el Maestro acaba de ser crucificado como un malhechor, no había tenido ningún poder contra la muerte, y ahora todos los suyos se dispersaban sin saber donde ir. Si el único que tenía palabras de vida eterna había muerto, ¿qué iba a ser de ellos? Andaban -eran dos, un tal Cleofás y otro- contándose entre sí una y otra vez todo aquel desastre, el fin de la gran esperanza. Sin duda se han equivocado, Jesús debió ser profeta, pero no el Mesías, habían entendido mal el mensaje, su muerte, un hecho tan seguro, sólo podía interpretarse así” (Carlos Pujol). Quizá no perdieron la luz íntima de la fe en Jesús, sino la esperanza mesiánica en un líder terrenal. Lo que no consiguió Jesús en vida, lo obtuvo agonizante y muerto, curándoles definitivamente de su fe ingenua y pueril en un camino de Dios según la fantasía humana, alejado del camino de la cruz. En su alma se formó un vacío, quedando así espacio libre para la sabiduría divina que es locura para el mundo. -Dos discípulos iban a Emaús... y hablaban entre sí... El viernes último murió su amigo. Todo ha terminado. Vuelven a su casa. Sorprende que no sean capaces de tener en consideración el testimonio de las mujeres; quizá estaban tan deprimidos por el “fracaso” que para ellos era la muerte de Jesús, que están temporalmente cerrados a todo misterio.
Hasta que llegan a la raíz de su decepción: Sin embargo nosotros esperábamos que Él sería quien redimiera a Israel. Este es el tema. ¿Cuál era su esperanza?: parece una salvación humana; muchos problemas vienen de la tergiversación de la esperanza... ya el tercer día desde que han pasado estas cosas. Ya no esperan nada. "Nosotros esperábamos..." Estas palabras están llenas de una esperanza perdida. Me imagino su decepción. Camino con ellos. Les escucho. En toda vida humana esto sucede algún día: una gran esperanza perdida, una muerte cruel, un fracaso humillante, una preocupación, una cuestión insoluble, un pecado que hace sufrir. Humanamente, no hay salida.
-Jesús se les acercó e iba con ellos... pero sus ojos estaban ciegos, no podían reconocerle... "¿De qué estáis hablando? Parecéis tristes." Por su camino has venido a encontrarles; e inmediatamente te interesas por sus preocupaciones. Tú conoces nuestras penas y nuestras decepciones. Me alivia pensar que no ignoras nada de lo que soporto en el fondo de mí mismo. Me dejo mirar e interrogar por ti.
-Lo de Jesús Nazareno... Cómo le entregaron nuestros magistrados para que fuese condenado a muerte y crucificado... Jesús deja que se expresen detenidamente, sobre sus preocupaciones. No se da a conocer enseguida: deja que hablen, que se desahoguen.
-¡Hombres tardos de corazón para creer todo lo que vaticinaron los profetas! Y comenzando por Moisés y por todos los profetas les fue declarando cuanto a Él se refería en todas las Escrituras. He aquí el primer método para "reconocer" a Jesús: tomar contacto, profundamente, cordialmente, con las Escrituras con la Palabra de Dios. Hacer "oración". Procurar por encima de todo tener unos momentos de corazón a corazón. Leer y releer la Escritura.
Llegan al pueblo, le piden que se quede: “Una de las súplicas más conmovedoras del Evangelio, oscurece (¿quién tiene miedo a la oscuridad, los de Emaús o su compañero misterioso?), y después de aquel coloquio ambulante ahora que todo son sombras lo necesitan.” (Carlos Pujol).
“Jesús en el camino. ¡Señor, qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario. Señor, concédenos la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria.
Se termina el trayecto al encontrar la aldea, y aquellos dos que -sin darse cuenta- han sido heridos en lo hondo de su corazón por la palabra y el amor de Dios hecho hombre, sienten que se vaya. Porque Jesús les saluda con un ademán de continuar adelante. No se impone nunca, este Señor Nuestro. Quiere que le llamen libremente, desde que hemos entrevisto la pureza del Amor, que nos ha metido en el alma. Hemos de detenerlo por fuerza y rogarle: continua con nosotros porque ya es tarde, y ya va el día de caída, se hace de noche.
Así somos: siempre poco atrevidos, quizá por insinceridad, o quizá por pudor. En el fondo, pensamos: quédate con nosotros porque nos rodean las tinieblas, y sólo Tú eres luz, sólo Tú puedes calmar esta ansia que nos consume. Porque ‘entre las cosas hermosas, honestas, no ignoramos cuál es la primera: poseer siempre a Dios’ (San Gregorio Nacianzeno).
Y Jesús se queda. Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha -anochece-, para hablar a los demás de Él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo.
Camino de Emaús. Nuestro Dios ha llenado de dulzura este nombre. Y Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra” (San Josemaría Escrivá). Vale la pena recordar a los discípulos de Emaús si alguna vez nos ataca el fantasma del desaliento o la desesperanza; Jesús nunca nos dejará solos, de una manera o de otra nos acompañará en el camino y nos hablará, pero conviene pedirle que se quede con nosotros para que su presencia se haga continua en nuestra vida. Muchas veces Jesús utilizará nuestras vidas para que otros encuentren el consuelo y la luz en sus vidas en tinieblas. No se trata sólo de ser Apóstoles, sino el mismo Cristo que pasa por sus vidas como ha pasado por la nuestra para orientar al perdido, consolar al triste y animar al desesperanzado.
b) En el fondo, ahí está el sentido de la Misa. La misa es el ofrecimiento de Cristo y nuestro al Padre, y básicamente tiene dos partes, que son la liturgia de la palabra y la Eucaristía. Ofrecimiento al Padre de Jesús y nuestro, pues somos también nosotros hijos de Dios (como le dijo a María el primer domingo: "di a mis hermanos: subo a mi Padre, que es también vuestro Padre"). Decía una persona: "La Palabra de Dios proclamada en la celebración de la Eucaristía me ha llevado en diversos momentos de mi vida a tomar decisiones concretas para ir adelante en hacer la voluntad de Dios en mi vida; no es cuestión de voluntad (muchas veces no encuentro esta intensidad) sino un don de Dios". A nosotros nos toca, como en el milagro de Caná, llenar las tinajas de agua (estar ahí, dispuestos a la escucha de la Palabra): es Jesús quien puede hacer el milagro de convertir el agua en vino (cambiar nuestro corazón), y hacer realidad lo que oímos al comienzo del Evangelio: "El Señor esté con vosotros".
Una historia poco piadosa nos puede ilustrar esa necesidad de contacto vital. Habla de un joven inquieto se presentó a un sacerdote y le dijo: -'Busco a Dios'. El reverendo le echó un sermón, que el joven escuchó con paciencia. Acabado el sermón, el joven marchó triste en busca del obispo. -'Busco a Dios', le dijo llorando al obispo. Monseñor le leyó una pastoral que acababa de publicar en el boletín de la diócesis y el joven oyó la pastoral con gran cortesía, pero al acabar la lectura se fue angustiado al Papa a pedirle: -'Busco a Dios'. Su Santidad se dispuso a resumirle su última encíclica, pero el joven rompió en sollozos sin poder contener la angustia. -'¿Por qué lloras?', le preguntó el Papa totalmente desconcertado. -'Busco a Dios y me dan palabras' dijo el joven apenas pudo recuperarse. Aquella noche, el sacerdote, el obispo y el Papa tuvieron un mismo sueño. Soñaron que morían de sed y que alguien trataba de aliviarles con un largo discurso sobre el agua.
-Jesús, “puesto con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Se les abrieron los ojos y le reconocieron”. “Esta es la segunda experiencia para "reconocer a Jesús": la eucaristía, la fracción del pan. La primera había sido la Escritura, explicada por Él. Fijémonos en que los dos momentos del encuentro de Emaús son como las dos partes de la Misa: la liturgia de la Palabra y la "fracción del pan", que Jesús hizo el jueves santo (y que estos discípulos recordarían cuando reconocieron a Jesús). La Eucaristía nunca es aislada, sino que -inscrita en el año litúrgico, con unos sentimientos distintos según sea la esperanza del Adviento, o el dolor de la Cuaresma o la alegría de Navidad o Pascua...- siempre nos hace viva la muerte y resurrección de Jesús, por esto es buena disposición ver que la vida es como un camino de Emaús, un encuentro con Jesús en el que cada día hay una palabra suya que va germinando en nuestro corazón, algo que nos va explicando por el camino.
La eucaristía es el sacramento, el signo eficaz de la presencia de Cristo resucitado. Es el gran misterio de la Fe: un signo muy pobre, un signo muy modesto. Comulgar con el "Cuerpo de Cristo". Valorar la eucaristía por encima de todo. Arrodillarse alguna vez ante un sagrario. En el mismo instante se levantaron, y volvieron a Jerusalén. Siempre la "misión". Nadie puede quedarse quieto en su sitio contemplando a Cristo resucitado: Hay que ponerse en camino y marchar hacia los hermanos” (Noel Quesson).
Caminemos con la esperanza que nos da el hecho de saber que el Señor nos ayuda a encontrar sentido a todos los acontecimientos. Sobre todo, en aquellos momentos en que, como los discípulos de Emaús, pasemos por dificultades, contrariedades, desánimos... Ante los diversos acontecimientos, nos conviene saber escuchar su Palabra, que nos llevará a interpretarlos a la luz del proyecto salvador de Dios. Aunque, quizá, a veces, equivocadamente, nos pueda parecer que no nos escucha, Él nunca se olvida de nosotros; Él siempre nos habla. Sólo a nosotros nos puede faltar la buena disposición para escuchar, meditar y contemplar lo que Él nos quiere decir.
En los variados ámbitos en los que nos movemos, frecuentemente podemos encontrar personas que viven como si Dios no existiera, vidas carentes de sentido. Conviene que nos demos cuenta de la responsabilidad que tenemos de llegar a ser instrumentos aptos para que el Señor pueda, a través de nosotros, acercarse y “hacer camino” con los que nos rodean. Busquemos cómo hacerlos conocedores de la condición de hijos de Dios y de que Jesús nos ha amado tanto, que no sólo ha muerto y resucitado para nosotros, sino que ha querido quedarse para siempre en la Eucaristía. Fue en el momento de partir el pan cuando aquellos discípulos de Emaús reconocieron que era Jesús quien estaba a su lado.
c) Muchos cristianos, jóvenes y mayores, experimentamos en la vida, como los dos de Emaús, momentos de desencanto y depresión. A veces por circunstancias personales. Otras, por la visión deficiente que la misma comunidad puede ofrecer. El camino de Emaús puede ser muchas veces nuestro camino. Viaje de ida desde la fe hasta la oscuridad, y ojalá de vuelta desde la oscuridad hacia la fe. Cuántas veces nuestra oración podría ser: «quédate con nosotros, que se está haciendo de noche y se oscurece nuestra vida». La Pascua no es para los perfectos: fue Pascua también para el paralítico del templo y para los discípulos desanimados de Emaús.
En medio, sobre todo si alguien nos ayuda, deberíamos tener la experiencia del encuentro con el Resucitado. En la Eucaristía compartida. En la Palabra escuchada. En la comunidad que nos apoya y da testimonio. Y la presencia del Señor curará nuestros males. ¿Nos ayuda alguien en este encuentro? ¿Ayudamos nosotros a los demás cuando notamos que su camino es de alejamiento y frialdad?
El relato de Lucas, narrado con evidente lenguaje eucarístico, quiere ayudar a sus lectores -hoy, a nosotros- a que conectemos la misa con la presencia viva del Señor Jesús. Pero a la vez, de nuestro encuentro con el Resucitado, si le hemos sabido reconocer en la Palabra, en la Eucaristía y en la Comunidad, ¿salimos alegres, presurosos a dar testimonio de él en nuestra vida, dispuestos a anunciar la Buena Noticia de Jesús con nuestras palabras y nuestros hechos? ¿Imitamos a los dos de Emaús, que vuelven a la comunidad, y a las mujeres que se apresuran a anunciar la buena nueva? Si es así, eso cambiará toda nuestra jornada” (J. Aldazábal).
Hoy le rezamos a Dios Padre, que «todos los años nos alegras con la solemnidad de la resurrección del Señor» (oración), «que la participación en los sacramentos nos transforme en hombres nuevos» (poscomunión). Dice San Bernardo: «El nombre de Jesús no es solamente Luz, es también manjar. ¿Acaso no te sientes confortado cuantas veces lo recuerdas? ¿Qué otro alimento como él sacia así la mente del que medita? ¿Qué otro manjar repara así los sentidos fatigados, esfuerza las virtudes, vigoriza la buenas y honestas costumbres y fomenta las castas afecciones? Todo alimento del alma es árido si con este óleo no está sazonado; es insípido si no está condimentado con esta sal. Si escribes, no me deleitas, a no ser que lea el nombre de Jesús. Si disputas o conversas, no me place, si no oigo el nombre de Jesús. Jesús es miel en la boca, melodía en los oídos, alegría en el corazón. ¿Está triste alguno de vosotros? Venga a su corazón Jesús, y de allí salga a la boca. Y he aquí que apenas aparece el resplandor de este nombre desaparecen todas las nubes y todo queda sereno».
d) Newman decía: “Reflexionemos sobre lo que significaban las apariciones de Jesús a sus discípulos después de su resurrección. Tienen tanto más importancia cuanto que nos muestran que una comunión de este género con Cristo sigue siendo posible. Este contacto con Cristo nos es posible también hoy. En el período de los cuarenta días que siguieron a la resurrección, Jesús inauguró su nueva relación con la Iglesia, su relación actual con nosotros, la forma de presencia que ha querido manifestar y asegurar. Después de su resurrección ¿cómo se hizo Cristo presente a la Iglesia? Iba y venía libremente, nada se oponía a su venida, ni siquiera las puertas cerradas. Pero una vez presente, los discípulos no eran capaces de reconocer su presencia. Los discípulos de Emaús no tenían conciencia de su presencia hasta después, recordando la influencia que él había ejercido sobre ellos: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?”
Observemos bien en qué momento se les abrieron los ojos: en la fracción del pan. Esto es lo que el evangelio nos dice. Aunque uno reciba la gracia de darse cuenta de la presencia de Cristo, se le reconoce sólo más tarde. Es sólo por la fe que uno puede reconocer su presencia. En lugar de su presencia sensible, nos deja el memorial de su redención. Se hace presente en el sacramento. ¿Cuándo se ha manifestado? Cuando, para decirlo de alguna manera, hace pasar a los suyos de una visión sin verdadero conocimiento a un auténtico conocimiento en lo invisible de la fe”.

lunes, 9 de abril de 2012

Lunes de la octava de Pascua: el anuncio del ángel, y la alegría de la resurrección, vivida en la primera Iglesia

Libro de los Hechos de los Apóstoles 2,14.22-32 (se lee también en el 3º domingo de pascua A): Entonces, Pedro poniéndose de pie con los Once, levantó la voz y dijo: "Hombres de Judea y todos los que habitan en Jerusalén, presten atención, porque voy a explicarles lo que ha sucedido. Israelitas, escuchen: A Jesús de Nazaret, el hombre que Dios acreditó ante ustedes realizando por su intermedio los milagros, prodigios y signos que todos conocen, a ese hombre que había sido entregado conforme al plan y a la previsión de Dios, ustedes lo hicieron morir, clavándolo en la cruz por medio de los infieles. Pero Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque no era posible que ella tuviera dominio sobre Él. En efecto, refiriéndose a Él, dijo David: Veía sin cesar al Señor delante de mí, porque Él está a mi derecha para que yo no vacile. Por eso se alegra mi corazón y mi lengua canta llena de gozo. También mi cuerpo descansará en la esperanza, porque Tú no entregarás mi alma al Abismo, ni dejarás que tu servidor sufra la corrupción. Tú me has hecho conocer los caminos de la vida y me llenarás de gozo en tu presencia. Hermanos, permítanme decirles con toda franqueza que el patriarca David murió y fue sepultado, y su tumba se conserva entre nosotros hasta el día de hoy. Pero como él era profeta, sabía que Dios le había jurado que un descendiente suyo se sentaría en su trono. Por eso previó y anunció la resurrección del Mesías, cuando dijo que no fue entregado al Abismo ni su cuerpo sufrió la corrupción. A este Jesús, Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos.

Salmo 16,1-2.5.7-11: Mictán de David. Protégeme, Dios mío, porque me refugio en ti. / Yo digo al Señor: "Señor, tú eres mi bien, no hay nada superior a ti". / El Señor es la parte de mi herencia y mi cáliz, ¡tú decides mi suerte! / Bendeciré al Señor que me aconseja, ¡hasta de noche me instruye mi conciencia! / Tengo siempre presente al Señor: él está a mi lado, nunca vacilaré. / Por eso mi corazón se alegra, se regocijan mis entrañas y todo mi ser descansa seguro: / porque no me entregarás a la Muerte ni dejarás que tu amigo vea el sepulcro. / Me harás conocer el camino de la vida, saciándome de gozo en tu presencia, de felicidad eterna a tu derecha.

Evangelio según San Mateo 28,8-15: En aquel tiempo, las mujeres partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos. En esto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «¡Dios os guarde!». Y ellas se acercaron a Él, y abrazándole sus pies, le adoraron. Entonces les dice Jesús: «No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán». Mientras ellas iban, algunos de la guardia fueron a la ciudad a contar a los sumos sacerdotes todo lo que había pasado. Estos, reunidos con los ancianos, celebraron consejo y dieron una buena suma de dinero a los soldados, advirtiéndoles: «Decid: ‘Sus discípulos vinieron de noche y le robaron mientras nosotros dormíamos’. Y si la cosa llega a oídos del procurador, nosotros le convenceremos y os evitaremos complicaciones». Ellos tomaron el dinero y procedieron según las instrucciones recibidas. Y se corrió esa versión entre los judíos, hasta el día de hoy.

Comentario: 1. Durante la "cincuentena" pascual que sigue a la "cuarentena" de la cuaresma, de ahí el nombre de Pentecostés, nos introduciremos en el ámbito de la Iglesia naciente. San Lucas, como prolongación de su evangelio, nos relata los treinta primeros años de la Iglesia, hasta el año 63 después de Jesucristo. En los cinco primeros capítulos veremos el nacimiento de la Iglesia en Jerusalén. En los capítulos seis a once, contemplaremos la expansión de la Iglesia hacia Samaría y Siria. En fin, a partir del capítulo doce, el evangelio gracias a la actividad misionera de San Pablo se extiende por todo el oriente Medio y Grecia. Hombres y mujeres, Apóstoles y cristianos han vivido esa sorprendente epopeya misionera. Pero, tras los «hechos» de los apóstoles, se halla un solo "actor", ¡el Espíritu! o, más exactamente, el Señor Jesús viviente, glorificado, resucitado, que actúa por su Iglesia en la potencia del Espíritu, Jesús presente entre nosotros. Por esta razón se leen los Hechos de los Apóstoles como prolongación de la Pascua.
Pedro, de pie en medio de los once, decía con voz fuerte: Escuchad... Jesús el Nazareno, el que matasteis en una cruz, Dios lo ha resucitado. Los acontecimientos son recientes. En una ciudad limitada como Jerusalén, se conservan en el recuerdo de todos. Debieron de ver su cadáver, colgado por los clavos en el patíbulo. Pudieron ver también el lanzazo final que abrió el corazón del condenado. Y Pedro acaba de decirles: después de todo esto ¡nosotros le hemos vuelto a ver! ¡más vivo que antes! (Noel Quesson)
2. -El salmo de David dice de Cristo: «Mi carne descansa confiada: Tú no puedes abandonar mi espíritu al abismo... No dejarás que tu Santo vea la corrupción. Pedro, para un público de judíos, se refiere a la Biblia, cita este salmo, que comentó Juan Pablo II como “un salmo de intensa fuerza espiritual”, “un cántico luminoso, con espíritu místico, como sugiere ya la profesión de fe puesta al inicio: "Mi Señor eres tú; no hay dicha para mí fuera de ti" (v. 2). Así pues, Dios es considerado como el único bien. El salmo 15 desarrolla dos temas, expresados mediante tres símbolos. Ante todo, el símbolo de la "heredad", término que domina los versículos 5-6. En efecto, se habla de "lote de mi heredad, copa, suerte". Estas palabras se usaban para describir el don de la tierra prometida al pueblo de Israel. Ahora bien, sabemos que la única tribu que no había recibido un lote de tierra era la de los levitas, porque el Señor mismo constituía su heredad. El salmista declara precisamente: "El señor es el lote de mi heredad. (...) Me encanta mi heredad" (Sal 15,5-6). Así pues, da la impresión de que es un sacerdote que proclama la alegría de estar totalmente consagrado al servicio de Dios”. San Agustín comenta: "El salmista no dice: "Oh Dios, dame una heredad. ¿Qué me darás como heredad?", sino que dice: "Todo lo que tú puedes darme fuera de ti, carece de valor. Sé tú mismo mi heredad. A ti es a quien amo". (...) Esperar a Dios de Dios, ser colmado de Dios por Dios. Él te basta, fuera de él nada te puede bastar." El segundo tema es el de la comunión perfecta y continua con el Señor: “El salmista manifiesta su firme esperanza de ser preservado de la muerte, para permanecer en la intimidad de Dios, la cual ya no es posible en la muerte (cf. Sal 6,6; 87,6). Con todo, sus expresiones no ponen ningún límite a esta preservación; más aún, pueden entenderse en la línea de una victoria sobre la muerte que asegura la intimidad eterna con Dios”.
“El segundo símbolo del salmo 15 es el del "camino": "Me enseñarás el sendero de la vida" (v. 11). Es el camino que lleva al "gozo pleno en la presencia" divina, a "la alegría perpetua a la derecha" del Señor. Estas palabras se adaptan perfectamente a una interpretación que ensancha la perspectiva a la esperanza de la comunión con Dios, más allá de la muerte, en la vida eterna. En este punto, es fácil intuir por qué el Nuevo Testamento asumió el salmo 15 refiriéndolo a la resurrección de Cristo. San Pedro, en su discurso de Pentecostés, cita precisamente la segunda parte de este himno con una luminosa aplicación pascual y cristológica: "Dios resucitó a Jesús de Nazaret, librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio" (Hch 2,24). San Pablo, durante su discurso en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, se refiere al salmo 15 en el anuncio de la Pascua de Cristo. Desde esta perspectiva, también nosotros lo proclamamos: "No permitirás que tu Santo experimente la corrupción. Ahora bien, David, después de haber servido en sus días a los designios de Dios, murió, se reunió con sus padres y experimentó la corrupción. En cambio, aquel a quien Dios resucitó -o sea, Jesucristo-, no experimentó la corrupción" (Hch 13,35-37)”.
3. Durante la primera semana después de la Pascua, leemos algunos relatos que nos hablan de la resurrección. “Existen dos tipos sensiblemente diferentes de tradición de la resurrección –decía Ratzinger-: llamaré al primero tradición confesional, y al segundo, tradición narrativa. Como ejemplo del primer tipo encontramos los versículos 3-8 del capítulo 15 de la primera carta a los Corintios; el segundo tipo lo hallamos en los relatos de la resurrección de los cuatro evangelios. Ambos tipos tienen orígenes diferentes; ambos plantean cuestiones muy diversas; ambos tienen significaciones y propósitos distintos, y esto reviste notable importancia a la hora de plantearse y de interpretar aquello que constituye el núcleo del mensaje.
En la tradición narrativa podemos percibir el origen de la tradición confesional. La primera relata cómo los discípulos de Emaús, una vez vueltos a Jerusalén, fueron saludados por los once con este anuncio: “El Señor en verdad ha resucitado y se ha aparecido a Simón” (Lc 24,34). Este pasaje es quizás el más antiguo texto sobre la resurrección que ha llegado hasta nosotros. En todo caso, la formación de la tradición comienza con proclamaciones simples semejantes a ésta, que poco a poco pasan a ser un elemento fundamental, sólidamente formulado en la asamblea de los discípulos. Estos desarrollan, en la presencia del Señor, fórmulas de la profesión de fe que expresan el fundamento de la esperanza cristiana y que, además, tienen la función de servir de signos que permitan a los creyentes reconocerse entre sí.
Ha nacido la confesión cristiana. En este proceso de tradición se desarrolló my pronto –probablemente en la década de los treinta en el ámbito palestinense- la confesión que Pablo nos ha conservado en la primera carta a los Corintios (15,3-8) como una tradición que él mismo recibió de la Iglesia y que transmite fielmente. En estos textos de confesión, que son los más antiguos, ocupa un lugar muy secundario la transmisión de los recuerdos concretos de los testigos. La verdadera intención, como Pablo subraya con énfasis, es preservar el núcleo cristiano, sin el cual el mensaje y la fe carecerían de sentido.
La tradición narrativa se desarrolla impulsada por otros estímulos. Se quiere saber cómo sucedieron las cosas. Crece el deseo de acercarse a los hechos, de conocer los detalles. A este deseo se une muy pronto la necesidad que los cristianos tienen de defenderse contra sospechas y ataques de todo género, que el Evangelio nos permite intuir, y también contra interpretaciones diversas, como ya se insinuaron en Corinto. Es justamente sobre la base de tales exigencias como se fue formando una tradición más detenidamente meditada de los evangelios. Cada una de estas dos tradiciones tiene, pues, una significación propia e insustituible; pero, al mismo tiempo, resulta evidente que existe una jerarquía: la tradición confesional se halla por encima de la tradición narrativa. Es la fides quae, la regla a la que debe someterse toda interpretación”, aquí por tanto las cartas están por encima de los Evangelios (en cuanto recogen incluso la primitiva liturgia celebrativa, como los famosos Fil 2, 5s, Col 3 que leíamos ayer y durante toda la pascua...). Algunos de estos hechos importantes: “Cristo murió según las Escrituras”, y “por nuestros pecados”, como hemos visto ahí se relaciona con toda la Alianza y los profetas (como veremos el miércoles con el Evangelio de Emaús, donde Jesús lo explica así), “un evento que encierra en sí un logos, una lógica; que proviene de la palabra y penetra en la palabra, la descubre y plenifica. Esta muerte es el resultado del hecho de que la palabra de Dios se haya hecho presente entre los hombres. Cómo debe interpretarse esta inmersión de la muerte en la palabra de Dios nos lo indica el segundo complemento: murió ‘por nuestros pecados’. El credo que profesamos recoge con esta fórmula una palabra profética (Is 53,12; cf. también 53,7-11). La remisión que hace a la Escritura no se queda en pura vaguedad; evoca una melodía concreta del Antiguo Testamento, que ya se tiene muy presente en las primeras asambleas de los testigos. De esta suerte, la muerte de Jesús queda excluida de la línea que conecta con aquella muerte maldita que tiene su origen en el árbol de la ciencia del bien y del mal, en la presunción de alcanzar la igualdad con Dios, presunción a la que pone término el juicio divino: volverás a la tierra, pues de ella has sido tomado. Esta muerte pertenece a un género distinto. No es cumplimiento de la justicia que arroja al hombre a la tierra, sino cumplimiento de un amor que no quiere dejar al otro sin palabra, sin sentido, sin eternidad. No arraiga en la sentencia que expulsa al hombre del paraíso, sino en los poemas del Siervo de Dios; es muerte que brota de esta palabra y, por tanto, muerte que se hace luz de las gentes; muerte que se relaciona con un servicio de expiación, que quiere traer consigo la reconciliación. Es, en consecuencia, muerte que pone fin a la muerte. Examinada más de cerca, la doble interpretación que nuestro Credo añade a la breve expresión ‘Cristo murió’, proyecta el camino de la Cruz a la Resurrección; lo que aquí se dice (‘murió por nuestros pecados, según las Escrituras’) es algo más que una interpretación: forma parte integrante del acontecimiento mismo”.
a) -Al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María... Son amigas de Jesús. Han vuelto a la tumba de Jesús por amistad, como entre nosotros, después del sepelio de un ser querido suele hacerse una visita al cementerio. Son las mismas, precisamente, que en la tarde del viernes asistieron al amortajamiento (Mateo, 27, 55-56). No hay pues error posible sobre esta tumba. ¡Danos, Señor, tu amor! Sólo se ve bien con el corazón. Sólo el amor introduce en el conocimiento profundo de los seres con los que vivimos.
-Después de haber visto al ángel del Señor, que les había dicho: "No temáis. Buscáis a Jesús, no está aquí, ha resucitado como había dicho". Se alejaron rápidamente del sepulcro... llenas de temor... ¡Dios está ahí! Hay dos signos claros para todo el que conoce el lenguaje bíblico: -"el ángel", mensajero de Dios.
- el "temor", sentimiento constante en presencia de lo divino. Yo también quisiera dejarme aprehender por esta Presencia.
-Y con gran gozo corrieron a comunicarlo a los discípulos. Temor y gozo, a la vez. Primera reacción: correr... ir a llevar la noticia... Son muchos los que "corren" la mañana de Pascua. Pedro y Juan pronto también correrán para ir a ver. (Juan, 20, 4) ¿Tengo yo ese gozo? ¿Anuncio la "gozosa nueva" de Pascua?
-Jesús les salió al encuentro diciéndoles: Dios os salve. Ellas, acercándose, le abrazaron los pies y se postraron ante Él. Es Jesús el que toma la iniciativa. Es Él quien se presenta, quien les da los "buenos días". Es siempre tan "humano" como antes. Probablemente les sonríe. Pero ellas, manifiestamente ¡están ante la majestad divina! Como derrumbadas, el rostro en tierra. Su gesto es de adoración.
Entonces Jesús les dice: "No temáis". Es lo que Dios dice siempre. El temor es un sentimiento natural ante Dios. Pero Dios nos dice: "No temáis". -"Id y decid a mis hermanos que vayan a Galilea y que allí me verán. Jesús, netamente, envía a la misión. Si se da a conocer a algunos, no es para que nos regocijemos de ello... sino para que nos pongamos en camino hacia nuestros hermanos. "Id a avisar a mis hermanos." Después de esta meditación, ¿qué voy a hacer? Estoy entre los "amigos" de Jesús si participo en la evangelización.
-Mientras iban ellas, algunos de los guardias vinieron a la ciudad y comunicaron a los príncipes de los sacerdotes todo lo sucedido. Reunidos estos en consejo tomaron bastante dinero y se lo dieron a los soldados diciéndoles: "Decid que viniendo los discípulos de noche, lo robaron mientras nosotros dormíamos..." Esta leyenda se difundió entre los judíos hasta ahora.
Esta es la solución que los "enemigos" han encontrado para explicar la tumba vacía... que les estorbaba. Los jefes judíos no desmienten el "hecho": le buscan otra explicación... inverosímil (Noel Quesson). Hay ahí una ironía del Evangelio, pues cómo podían testificar que tales personas robaron el cuerpo, alegando que mientras ellos dormían: si dormían, ¿cómo reconocieron a los ladrones?
b) Que quien ama acaba siempre venciendo. / Que no estamos hechos para las lágrimas. / Que la muerte no destruye nuestra vocación de vida plena. / Que la fe en Jesús no es absurda. / Que el testimonio de su comunidad es verdadero. / Que siempre, siempre, siempre, hay futuro (gonzalo@claret.org).
Quien le viera cargado con el madero, véalo ahora radiante en su gloria. / Quien oyera de Él palabras de denuncia, dolor, misericordia, perdón, oiga ahora el himno que en el cielo se canta al Cordero. / Quien le creyó vencido por la traición y muerte, véalo ahora como Rey de gloria. / Quien ascendió con Él por el camino del calvario, suba ahora con Él al monte de esperanza. Él no defrauda. / Quien lloró arrepentido sus miserias, reciba ahora la bendición del Hijo del Padre, que espera a las ovejas perdidas. / Quien dudó de su poder y gracia, siéntase ahora salvado por el amigo que le espera (Manuel Garrido).
En la Entrada nos preparamos para entrar en ese paraíso perdido: «El Señor nos ha introducido en una tierra que mana leche y miel, para que tengáis en los labios la Ley del Señor. Aleluya” (Ex 13,5-9). O bien «El Señor ha resucitado de entre los muertos, como lo había dicho; alegrémonos y regocijémonos todos, porque reina para siempre. Aleluya». Y también pedimos en la Colecta la ampliación de esta familia que Jesús ha formado: «Señor Dios, que por medio del bautismo haces crecer a tu Iglesia, dándole siempre nuevos hijos; concede a cuantos han renacido en la fuente bautismal, vivir siempre de acuerdo con la fe que profesaron», vida que nos prepara a la Vida, como seguimos pidiendo en el Ofertorio: «Recibe, Señor, en tu bondad, las ofrendas de tu pueblo, para que, renovados por la fe y el bautismo, consigamos la eterna bienaventuranza». Ya que «Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre Él. Aleluya» (Rom 6,9, antif. Comunión), y queremos participar de esa vida, como rezamos en la Postcomunión: «Te pedimos, Señor, que la gracia del misterio pascual llene totalmente nuestro espíritu, para que, quienes estamos en el camino de la salvación, seamos dignos de tus beneficios». Este plan salvífico es el que nos recuerda San Juan Damasceno: «El Señor recibió en herencia los despojos de los demonios, o sea, aquellos que desde antiguo habían muerto, y liberó a todos los que se hallaban bajo el yugo del pecado. Habiendo sido contado entre los malhechores, Él fue quien implantó la justicia. La semilla de los incrédulos se abolió; el luto se cambió en fiestas y el llanto en himnos de gozo. En medio de las tinieblas brilló para nosotros la luz; de un sepulcro surgió la vida y del fondo de los infiernos brotaron la resurrección, la alegría, el gozo y la exultación».
“Hoy, la alegría de la resurrección hace de las mujeres que habían ido al sepulcro mensajeras valientes de Cristo. «Una gran alegría» sienten en sus corazones por el anuncio del ángel sobre la resurrección del Maestro. Y salen “corriendo” del sepulcro para anunciarlo a los Apóstoles. No pueden quedar inactivas y sus corazones explotarían si no lo comunican a todos los discípulos. Resuenan en nuestras almas las palabras de Pablo: «La caridad de Cristo nos urge» (2Cor 5,14). Jesús se hace el “encontradizo”: lo hace con María Magdalena y la otra María —así agradece y paga Cristo su osadía de buscarlo de buena mañana—, y lo hace también con todos los hombres y mujeres del mundo. Y más todavía, por su encarnación, se ha unido, en cierto modo, a todo hombre. Las reacciones de las mujeres ante la presencia del Señor expresan las actitudes más profundas del ser humano ante Aquel que es nuestro Creador y Redentor: la sumisión —«se asieron a sus pies» (Mt 28,9)— y la adoración. ¡Qué gran lección para aprender a estar también ante Cristo Eucaristía! «No tengáis miedo» (Mt 28,10), dice Jesús a las santas mujeres. ¿Miedo del Señor? Nunca, ¡si es el Amor de los amores! ¿Temor de perderlo? Sí, porque conocemos la propia debilidad. Por esto nos agarramos bien fuerte a sus pies. Como los Apóstoles en el mar embravecido y los discípulos de Emaús le pedimos: ¡Señor, no nos dejes! Y el Maestro envía a las mujeres a notificar la buena nueva a los discípulos. Ésta es también tarea nuestra, y misión divina desde el día de nuestro bautizo: anunciar a Cristo por todo el mundo, «a fin que todo el mundo pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad (...) contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de ella» (Juan Pablo II)” (Joan Costa).
c) Sentido de la Octava Pascual. Hemos abierto ayer con toda solemnidad las celebraciones de la Pascua. Extasiados por la luz de la gloria, nuestros ojos saludan la alegría de la vida nueva, como se saluda un amanecer, o como quien pudiera estar junto a Dios el primer día de la creación. Aunque es mayor la fiesta que celebra nuestra Madre, la Iglesia, pues sin comparación el orden de la redención rebasa y trasciende al orden mismo de la creación cuanto la gracia sobrepasa a la naturaleza. Hay fiesta en la Iglesia y en todo nuestro ser. Los oídos se reponen del largo ayuno del "aleluya", y santamente se desquitan cantando una y otra vez con el salmo: "¡este es el día que hizo el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo!". Pero más grande aún es el alimento que esperan y por eso se abren atentos a la Palabra Divina, que de tantos modos y con tantos testimonios quiere esclarecer nuestro entendimiento para que el reinado de Jesús, el Vencedor, tenga sólido trono en el alma de los creyentes.
Sin Pascua no hay Pentecostés, porque Cristo dijo: "si no me voy, el Paráclito no vendrá para estar con vosotros" (Jn 16,7). Pero sin Pentecostés no es posible recibir ni entender el misterio de la Pascua, pues dijo Cristo también: "Cuando venga el Espíritu de la verdad, Él los guiará a la verdad completa... El Paráclito mostrará mi gloria, porque recibirá de lo que es mío y se lo dará a conocer a ustedes" (Jn 16,13.14). Así entendemos el vínculo íntimo entre el ascenso de Cristo desde el seno de la tierra, que se celebra en Pascua y el descenso del Espíritu desde el seno del Padre, que se celebra en Pentecostés. Cristo envía al Espíritu, y el Espíritu trae a nosotros el misterio, la presencia y la gracia de Cristo (Fray Nelson).
d) La alegría de la resurrección. El Señor ha resucitado de entre los muertos, como lo había dicho, alegrémonos y regocijémonos todos, porque reina para siempre. ¡Aleluya! Nuestra Madre la Iglesia nos introduce en estos días en la alegría pascual a través de los textos de la liturgia; nos pide que esta alegría sea anticipo y prenda de nuestra felicidad eterna en el Cielo. Se suprimen en este tiempo los ayunos y otras mortificaciones corporales, como símbolo de esta alegría del alma y del cuerpo. La verdadera alegría no depende del bienestar material, de no padecer necesidad, de la ausencia de dificultades, de la salud... La alegría profunda tiene su origen en Cristo, en el amor que Dios nos tiene y en nuestra correspondencia a ese amor. Y yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar (Juan 16, 22). Nadie: ni el dolor, ni la calumnia, ni el desamparo..., ni las propias flaquezas, si volvemos con prontitud al Señor, sabernos en todo momento hijos de Dios. En la Última Cena, el Señor no había ocultado a los Apóstoles las contradicciones que les esperaban; sin embargo, les prometió que la tristeza se tornaría en gozo. En el amor a Dios, que es nuestro Padre, y a los demás, y en el consiguiente olvido de nosotros mismos, está el origen de esa alegría profunda del cristiano. El pesimismo y la tristeza deberán ser siempre algo extraño al cristiano. Algo, que si se diera, necesitaría de un remedio urgente. El alejamiento de Dios, la pérdida del camino, es lo único que podría turbarnos y quitarnos ese don tan preciado. Por lo tanto, luchemos por buscar al Señor en medio del trabajo y de todos nuestros quehaceres, mortificando nuestros caprichos y egoísmos. Esta lucha interior da al alma una peculiar juventud de espíritu. No cabe mayor juventud y alegría que la del que se sabe hijo de Dios y procura actuar en consecuencia. Estar alegres es una forma de dar gracias a Dios por los innumerables dones que nos hace. Con nuestra alegría hacemos mucho bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva a los demás a Dios. Dar alegría será con frecuencia la mejor muestra de caridad para quienes están a nuestro lado. Muchas personas pueden encontrar a Dios en nuestro optimismo, en la sonrisa habitual, en nuestra actitud cordial. Pensemos en la alegría de la Santísima Virgen, “abierta sin reservas a la alegría de la Resurrección; sus hijos en la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de la esperanza y madre de la gracia, la invocamos como causa de nuestra alegría” (Paulo VI: tomado de Francisco Fernández Carvajal).