Tiempo ordinario II, miércoles: la nueva Ley es de libertad de los hijos de Dios
Primer Libro de Samuel 17,32-33.37.40-51. David dijo a Saúl: "No hay que desanimarse a causa de ese; tu servidor irá a luchar contra el filisteo". Pero Saúl respondió a David: "Tú no puedes batirte con ese filisteo, porque no eres más que un muchacho, y él es un hombre de guerra desde su juventud". Y David añadió: "El Señor, que me ha librado de las garras del león y del oso, también me librará de la mano de ese filisteo". Entonces Saúl dijo a David: "Ve, y que el Señor esté contigo". Luego tomó en la mano su bastón, eligió en el torrente cinco piedras bien lisas, las puso en su bolsa de pastor, en la mochila, y con la honda en la mano avanzó hacia el filisteo. El filisteo se fue acercando poco a poco a David, precedido de su escudero. Y al fijar sus ojos en David, el filisteo lo despreció, porque vio que era apenas un muchacho, de tez clara y de buena presencia. Entonces dijo a David: "¿Soy yo un perro para que vengas a mí armado de palos?". Y maldijo a David invocando a sus dioses. Luego le dijo: "Ven aquí, y daré tu carne a los pájaros del cielo y a los animales del campo". David replicó al filisteo: "Tú avanzas contra mí armado de espada, lanza y jabalina, pero yo voy hacia ti en el nombre del Señor de los ejércitos, el Dios de las huestes de Israel, a quien tú has desafiado. Hoy mismo el Señor te entregará en mis manos; yo te derrotaré, te cortaré la cabeza, y daré tu cadáver y los cadáveres del ejército filisteo a los pájaros del cielo y a los animales del campo. Así toda la tierra sabrá que hay un Dios para Israel. Y toda esta asamblea reconocerá que el Señor da la victoria sin espada ni lanza. Porque esta es una guerra del Señor, y él los entregará en nuestras manos". Cuando el filisteo se puso en movimiento y se acercó cada vez más para enfrentar a David, este enfiló velozmente en dirección al filisteo. En seguida metió la mano en su bolsa, sacó de ella una piedra y la arrojó con la honda, hiriendo al filisteo en la frente. La piedra se le clavó en la frente, y él cayó de bruces contra el suelo. Así venció David al filisteo con la honda y una piedra; le asestó un golpe mortal, sin tener una espada en su mano. David fue corriendo y se paró junto al filisteo; le agarró la espada, se la sacó de la vaina y lo mató, cortándole la cabeza. Al ver que su héroe estaba muerto, los filisteos huyeron.
Salmo 144,1-2.9-10. De David. Bendito sea el Señor, mi Roca, el que adiestra mis brazos para el combate y mis manos para la lucha.
El es mi bienhechor y mi fortaleza, mi baluarte y mi libertador; él es el escudo con que me resguardo, y el que somete los pueblos a mis pies.
Dios mío, yo quiero cantarte un canto nuevo y tocar para ti con el arpa de diez cuerdas, porque tú das la victoria a los reyes y libras a David, tu servidor. Líbrame de la espada maligna.
Texto del Evangelio (Mc 3,1-6): En aquel tiempo, entró Jesús de nuevo en la sinagoga, y había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Estaban al acecho a ver si le curaba en sábado para poder acusarle. Dice al hombre que tenía la mano seca: «Levántate ahí en medio». Y les dice: «¿es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?». Pero ellos callaban. Entonces, mirándoles con ira, apenado por la dureza de su corazón, dice al hombre: «extiende la mano». Él la extendió y quedó restablecida su mano. En cuanto salieron los fariseos, se confabularon con los herodianos contra Él para ver cómo eliminarle.
Comentario: 1S 17,32-33.37.40-51. La victoria del joven David contra el gigante Goliat es uno de los episodios bíblicos más populares y se ha convertido en el símbolo de cómo el débil puede humillar a veces al más fuerte. No sabemos bien -porque hay varias versiones en la Biblia- cómo entró David al servicio del rey Saúl, si como un pastor que se da a conocer por este episodio, o ya antes como especialista en aplacar con la música de su arpa los malos humores del rey. Pero lo que el relato subraya es la intervención de Dios en su victoria. La tesis que el autor del libro quiere establecer, como lección para todas las generaciones, la pone en labios de David: «Tú vienes hacia mí armado de espada, lanza y jabalina; yo voy hacia ti en nombre del Señor: hoy te entregará el Señor en mis manos y todo el mundo reconocerá que hay un Dios en Israel y que el Señor da la victoria sin necesidad de espadas ni lanzas». El salmo, como siempre, hace eco a esta primera lectura: «Te cantaré a ti que das la victoria a los reyes y salvas a David tu siervo: bendito el Señor, mi Roca».
Dios tiene caminos llenos de sorpresas. Un muchacho con unas piedras y una honda, que abate al guerrero más fiero de los enemigos. Podemos interpretar en esta clave tantos momentos de la historia, del AT y del NT y de nuestra vida actual. Dios se sirve a veces explícitamente de lo más débil para conseguir sus planes: y así se ve que no son nuestras fuerzas las que salvan al mundo, sino la misericordia gratuita de Dios. Tendemos a confiar en la técnica, en nuestras habilidades y en los medios materiales, cuanto más modernos mejor. Pero la eficacia en todas nuestras empresas nos la da Dios. Ya nos avisó Jesús: «Sin mí no podéis hacer nada». ¡Cuántas veces los más débiles y humildes, confiados en Dios, han conseguido lo que los fuertes no han podido! También en nuestra lucha contra el mal, que puede parecernos desigual por nuestras escasas fuerzas, Dios es nuestra Roca. Por eso nos enseñó Jesús a rezar: «Líbranos del mal, no nos dejes caer en la tentación».
Los relatos de la infancia de David son bastante elaborados pues vienen de tradiciones diferentes mal yuxtapuestas. Después de haber sido «ungido» como rey en secreto en la granja de su padre Jesé, parece que David fue puesto al servicio de Saúl, «rechazado por Dios», pero no totalmente destronado. En un estilo muy popular del tipo de Tarzán, asistiremos a algunas hazañas de David como jefe de banda en el combate contra los filisteos. Todo el relato está compuesto para poner en evidencia las cualidades excepcionales de David y a la vez el sostén excepcional que Dios le concede.
-El muchachito David, frente al gigante Goliat. Ciertamente es todo el símbolo de la debilidad, frente a la fuerza. La Iglesia tiene, a menudo, la apariencia del muchachito David. La verdad tiene también, a menudo, esa apariencia. Las fuerzas del mal son gigantescas. La Fe es una llamita frágil, expuesta a los fuertes vientos de la historia. En nuestros combates interiores o exteriores, con frecuencia tenemos esta impresión de encontrarnos delante «de cosas que nos rebasan», de estar enfrentados a dificultades insuperables. El muchachito David, ante el gigante más fuerte que él. Evoco algunas situaciones de HOY.
-El rechazo a «la armadura de Saúl». El relato cuenta primero como se trató de proteger a David con la armadura de Saúl; pero no podía caminar: le estaba demasiado grande. Cuando se le dieron «los medios humanos» de poder para que venciera al gigante en su terreno, David no pudo avanzar. Constantemente nosotros quisiéramos poseer una «armadura de Saúl», una seguridad humana, unas fuerzas humanas. Es necesario mucha valentía y mucha Fe para pedir a Dios que «El sea nuestra sola fuerza»... y para desprendernos de nuestras «armaduras».
-Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre del Señor del universo. Esta frase es la clave del relato. Esta historia se contrapone a todas las nociones humanas recibidas y mantenidas de generación en generación respecto a la relación de fuerzas, al sentido del poder, del prestigio, de la fuerza, de la lucha. Es preciso evocar de nuevo el pasaje de san Pablo a los corintios: Dios ha escogido lo necio, lo débil, lo despreciable según el mundo para confundir y derribar lo fuerte. La sabiduría de Dios es locura para la sabiduría de los hombres... Esto es tan sorprendente que no queremos creerlo. La debilidad del muchacho David no era más que una pálida imagen de la debilidad de Jesús en la cruz, «sin espada, ni lanza, ni jabalina», ¡sin ningún poder humano! Para su gran combate, Jesús se presentó totalmente desarmado, desprovisto, desnudo, sin otra arma que su amor. ¡Ah! Señor, cuanto me espanta esa revelación; y sin embargo es la única solución. Danos, Señor, la Fe en tu victoria. «No temáis, yo he vencido al mundo, y el Príncipe de las tinieblas no puede nada contra mí» (Jn 16,11). Mediante la oración, aplico esa Palabra de Dios a todas mis situaciones de debilidad: mis pecados, mis límites... mis dificultades... las debilidades de la Iglesia, y avanzo «en nombre del Señor del universo». Y para mi último combate, el de la muerte, quédate conmigo, Señor. Y desde ahora permanece siempre conmigo (Noel Quesson).
Los que hemos asistido de pequeños a las explicaciones tradicionales de historia sagrada sabíamos de David, sobre todo su victoria sobre Goliat. Con una metodología más pintoresca que teológica, aquel combate singular tomaba más importancia que las promesas mesiánicas hechas por Dios a David, que son en realidad lo que más hay que retener del antepasado de Jesús de Nazaret. Aquella catequesis bíblica pintoresquista vacila cuando la crítica moderna advierte que, según 2 Sm 21,19, no fue David, sino uno de sus soldados, Eljanán, betlemita como él, quien mató a Goliat. Parece, en efecto, que el nombre de Goliat fue añadido posteriormente a los vv 4 y 23, y que la narración primitiva hablaba tan sólo de un filisteo anónimo. Es una lección que hay que recordar, tanto en nuestra lectura personal de las Escrituras como en el momento de transmitirlas a otros: no dejarnos deslumbrar por los detalles concretos y, sin caer tampoco en interpretaciones abusivas y subjetivas, buscar sobre todo la intención teológica de los autores sagrados.
En este episodio la intención del autor no es la de narrarnos una victoria de David, sino una victoria de Yahvé. Es el tema tantas veces reencontrado a lo largo de todos los libros históricos, al igual que en las exhortaciones de los profetas y en muchas plegarias de los salmos, de la fuerza divina manifestada en la debilidad de los instrumentos que él elige. Si Dios lo quiere, un muchacho como David, una mujer como Judit o un pequeño ejército como el de los Macabeos pueden vencer a fuerzas mucho más numerosas. Es Dios quien da la victoria. En la nueva alianza, la victoria de Dios se obtendrá no sólo por la debilidad, sino incluso mediante la derrota: la victoria de la cruz es la del rey que vence y libera a todo su pueblo no matando, sino muriendo. Esto no obstante, la tentación de los antiguos reyes de Israel de poner su confianza no tanto en Yahvé como en las murallas, los ejércitos y las alianzas, reaparece en el pueblo de la nueva alianza cuando para la implantación del reino de Dios nos fiamos más de las riquezas y del poder temporal y de quienes lo detentan que de la fuerza de la palabra y del Espíritu. David, al rechazar la pesada armadura de Saúl, que le agobiaba hasta inmovilizarle, y al salir al encuentro del filisteo con el cayado, la honda y un puñado de lisos quijarros del torrente, se nos aparece como símbolo de la Iglesia, que en nuestros días trata de agilizar sus instituciones y de simplificar los medios usados, a fin de hallar de nuevo el mordiente y la fuerza de penetración en la masa (H. Raguer).
En verdad que Dios no se deja impresionar por el aspecto ni por la gran estatura de las personas. Él nos salva sin usar armas hechas por nuestras manos. Él sólo quiere que confiemos en Él y, en ese momento, su Victoria será nuestra Victoria, pues ¿Quién como Dios? No es la técnica, ni son las armas complicadas las que nos hacen fuertes, sino Dios que, a pesar de nuestras flaquezas, estará siempre con nosotros. Y aunque aparentemente seamos vencidos por nuestros enemigos, Él nos levantará del polvo y hará que volvamos a contemplarlo y a gozar de Él eternamente. En medio de nuestras luchas en contra del pecado, sepamos poner nuestra confianza en Dios, pues, unidos a Cristo, Él no permitirá que seamos vencidos por el mal; más aún, Él nos dice: te basta mi gracia, pues cuando nosotros somos débiles, el Señor es fuerte en nosotros. Confiemos siempre en Él. ¿Acaso tenemos nosotros el poder para vencer a la serpiente antigua o Satanás? Si en nosotros estuviese ese poder, entonces habría sido inútil la Encarnación del Hijo de Dios. El Señor ha venido como Salvador nuestro. Él, mediante su muerte en la cruz ha aplastado la cabeza de nuestro enemigo. A nosotros corresponde confiarnos totalmente en el Señor y vivir, en adelante, como personas que han dejado atrás sus esclavitudes al pecado. Si tenemos la apertura suficiente al Espíritu de Dios en nosotros, entonces, aún cuando nuestra carne sea débil seremos fuertes en el Señor, pues en la fragilidad es cuando se muestra la fuerza que nos viene de Dios.
2. Sal. 143. Así decía Juan Pablo II: “Acabamos de escuchar la primera parte del salmo 143. Tiene las características de un himno real, entretejido con otros textos bíblicos, para dar vida a una nueva composición de oración (cf Sal 8,5; 17,8-15; 32,2-3; 38,6-7). Quien habla, en primera persona, es el mismo rey davídico, que reconoce el origen divino de sus éxitos. El Señor es presentado con imágenes marciales, según la antigua tradición simbólica. En efecto, aparece como un instructor militar (v 1), un alcázar inexpugnable, un escudo protector, un triunfador (v 2). De esta forma, se quiere exaltar la personalidad de Dios, que se compromete contra el mal de la historia: no es un poder oscuro o una especie de hado, ni un soberano impasible e indiferente respecto de las vicisitudes humanas. Las citas y el tono de esta celebración divina guardan relación con el himno de David que se conserva en el salmo 17 y en el capítulo 22 del segundo libro de Samuel…
El salmo 143… concluye con un breve himno de acción de gracias (cf vv 9-10). Brota de la certeza de que Dios no nos abandonará en la lucha contra el mal. Por eso, el orante entona una melodía acompañándola con su arpa de diez cuerdas, seguro de que el Señor "da la victoria a los reyes y salva a David, su siervo" (9-10). La palabra "consagrado" en hebreo es "Mesías". Por eso, nos hallamos en presencia de un salmo real, que se transforma, ya en el uso litúrgico del antiguo Israel, en un canto mesiánico. Los cristianos lo repetimos teniendo la mirada fija en Cristo, que nos libra de todo mal y nos sostiene en la lucha contra las fuerzas ocultas del mal. En efecto, "nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que están en las alturas" (Ef 6,12).
Concluyamos, entonces, con una consideración que nos sugiere san Juan Casiano, monje de los siglos IV-V, que vivió en la Galia. En su obra La encarnación del Señor, tomando como punto de partida el versículo 5 de nuestro salmo -"Señor, inclina tu cielo y desciende"-, ve en estas palabras la espera del ingreso de Cristo en el mundo. Y prosigue así: "El salmista suplicaba que (...) el Señor se manifestara en la carne, que apareciera visiblemente en el mundo, que fuera elevado visiblemente a la gloria (cf 1 Tm 3,16) y, finalmente, que los santos pudieran ver, con los ojos del cuerpo, todo lo que habían previsto en el espíritu". Precisamente esto es lo que todo bautizado testimonia con la alegría de la fe.
No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre sea dado todo honor y toda gloria. El Señor es quien fortalece nuestras manos y quien las adiestra para que salgamos victoriosos sobre el pecado y la muerte. Dios siempre estará a nuestro lado como Padre y como amigo, como fortaleza y como refugio; por eso ¿quién podrá sobre nosotros? Sabiendo que la victoria no es nuestra sino de Dios, vivámosle agradecidos y entonémosle himnos de alabanza; hagámoslo no sólo con los labios, sino con una vida intachable que se convierta en una continua alabanza a su Santo Nombre.
3.- Mc 3, 1-6 (ver domingo 9B). *«¿Es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?» Estamos viendo con detalle como Jesús es señor del sábado, pone la ley nueva en recipientes nuevos, en un contexto de filiación sustituyendo la ley del temor por la del amor. “Hoy, Jesús nos enseña que hay que obrar el bien en todo tiempo: no hay un tiempo para hacer el bien y otro para descuidar el amor a los demás. El amor que nos viene de Dios nos conduce a la Ley suprema, que nos dejó Jesús en el mandamiento nuevo: «Amaos unos a otros como yo mismo os he amado» (Jn 13,34). Jesús no deroga ni critica la Ley de Moisés, ya que Él mismo cumple sus preceptos y acude a la sinagoga el sábado; lo que Jesús critica es la interpretación estrecha de la Ley que han hecho los maestros y los fariseos, una interpretación que deja poco lugar a la misericordia.
Jesucristo ha venido a proclamar el Evangelio de la salvación, pero sus adversarios, lejos de dejarse convencer, buscan pretextos contra Él: «Había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Estaban al acecho a ver si le curaba en sábado para poder acusarle» (Mc 3,1-2). Al mismo tiempo que podemos ver la acción de la gracia, constatamos la dureza del corazón de unos hombres orgullosos que creen tener la verdad de su parte. ¿Experimentaron alegría los fariseos al ver aquel pobre hombre con la salud restablecida? No, todo lo contrario, se obcecaron todavía más, hasta el punto de ir a hacer tratos con los herodianos —sus enemigos naturales— para mirar de perder a Jesús, ¡curiosa alianza!
Con su acción, Jesús libera también el sábado de las cadenas con las cuales lo habían atado los maestros de la Ley y los fariseos, y le restituye su sentido verdadero: día de comunión entre Dios y el hombre, día de liberación de la esclavitud, día de la salvación de las fuerzas del mal. Nos dice san Agustín: «Quien tiene la conciencia en paz, está tranquilo, y esta misma tranquilidad es el sábado del corazón». En Jesucristo, el sábado se abre ya al don del domingo” (Joaquim Meseguer).
** Pienso que hemos comentado mucho el señorío de Jesús sobre el sábado, podemos hoy subrayar la libertad que Jesús nos trajo, la nueva ley moral, siguiendo unas palabras de san Josemaría Escrivá sobre la «libertad de los hijos de Dios» (Rom 8, 21).
«Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida» Podemos escoger entre las dos palabras importantes que en realidad cuentan en la vida: libertad o esclavitud del pecado, amor o muerte. «No hay nada como saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos (...) si el Hijo os alcanza la libertad, seréis verdaderamente libres (Jn 8, 36)». El tema de paso de la servidumbre (y el temor) a la libertad (y el amor) es de una gran riqueza, los santos lo han desarrollado con sus vidas, pero también conviene releer sus escritos, que es un modo de acercarnos a sus vidas: Jesús «se ha ido y nos envía al Espíritu Santo, que rige y santifica nuestra alma. Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! (Rom VIII, 15)» (Es Cristo que pasa, 118).
Es un espíritu de sentirnos hijos de Dios, en el mundo ya no hay temor sino libertad de quien es el “hijo del amo”, estamos “en casa”, sin miedo por el teatro de la sociedad. La libertad personal es, en lo humano, el don más precioso que nos ha hecho el Señor: “qua libertate Christus nos liberavit” (Gal. IV,31). En lo sobrenatural, el mejor don es la gracia, esa ayuda del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones, nos fortalece en la lucha interior y nos hace clamar: Abba! ¡Padre! Hay que agradecer al Señor continuamente, hijos míos, estos dones que son manifestación de su bondad y misericordia.
*** Ver ahora algunos puntos sobre esta libertad de los hijos de Dios sería como repasar las virtudes en la perspectiva de la verdad de la filiación divina, el amor de los hijos de Dios, la libertad que Jesús nos ha dado con esa filiación. La fidelidad a nuestra condición como hijos de Dios da al hombre la libertad que permite trabajar por Dios, que permite alzarse en altos vuelos, sin lastres ni miedos de ningún tipo, ni por nuestras miserias ni por dificultades exteriores o vanidades del mundo: «el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (Ps XXVI, 1). A nadie: tratando de este modo a nuestro Padre del Cielo, no admitamos miedo de nadie ni de nada». Es la libertad de la gloria de los hijos de Dios!, la que nos da la felicidad de servir a Dios con determinación personal, y fruto de la fidelidad al amor de Dios Padre es la alegría, que os gocéis con el gozo mío, y vuestro gozo sea completo . La ley de Cristo es ley de libertad (Sant 2, 12), «lo que importa es ser una nueva creatura. Y sobre cuantos siguieron esta norma, paz y misericordia...» (Gal 6, 15-16); esa energía para obrar en el amor siguiendo el precepto interior en el que consiste la voz del Padre da la más alta libertad interior: los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios; libertad y responsabilidad de hijos de Dios.
Quizá, sin embargo, más que repasar todas esas virtudes, expresadas en la docilidad, fidelidad, dejar hacer a Dios, podemos simplemente observar las dos características principales de esa filiación, que señala el mismo Pablo en el capítulo citado de Romanos 8: la libertad y la gloria (alegría, gozo que son sus formas que aquí en la tierra tenemos de esta gloria, en la esperanza del cielo). Por tanto, libertad y alegría son el termómetro por el que podemos observar nuestra “buena salud” en filiación divina. Sobre la alegría, que ayer ya apuntábamos, como fruto de la salvación, de considerar nuestra filiación, lo dejamos para otro momento; aquí sólo apuntamos que supone dejar que todo nos lleve a un abandono confiado en que lo mejor está por llegar, pues para los que ama Dios, todo es para bien. Entonces, basta dejarse amar por Dios, llenarnos de esa confianza. Para ello, nada mejor que considerar la filiación divina cada día, como decían los Padres: “¡conoce, cristiano, tu dignidad!” Es decir, profundiza día y noche en ella… Es bueno vivir aquella primitiva norma cristiana, de rezar tres veces el padrenuestro cada día, que queda reflejada en la recitación en la Misa, Laudes y Vísperas.
«La libertad personal es, en lo humano, el don más precioso que nos ha hecho el Señor: qua libertate Christus nos liberavit (Gal. IV,31). En lo sobrenatural, el mejor don es la gracia, esa ayuda del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones, nos fortalece en la lucha interior y nos hace clamar: Abba! ¡Padre!». La característica de esta libertad es no tener miedo, sentirse “en casa”: «Vuelvo a levantar mi corazón en acción de gracias a mi Dios, a mi Señor, porque nada le impedía habernos creado impecables, con un impulso irresistible hacia el bien, pero juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían. ¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre! Frente a estas realidades de sus locuras divinas por los hijos, querría tener mil bocas, mil corazones, más, que me permitieran vivir en una continua alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres. Ha metido en el alma de cada uno de nosotros -aunque nacemos proni ad peccatum, inclinados al pecado, por la caída de la primera pareja- una chispa de su inteligencia infinita, la atracción por lo bueno, un ansia de paz perdurable. Y nos lleva a comprender que la verdad, la felicidad y la libertad se consiguen cuando procuramos que germine en nosotros esa semilla de vida eterna».
¿Qué significa libertad, sino “sentirse en casa”, no tener miedo de nada ni de nadie? «Veritas liberabit vos (Ioh VIII, 32); la verdad os hará libres. Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad. Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas». Cornelio Fabro dedicó un largo artículo sobre el sentido profundo de las consecuencias de este espíritu: hacer las cosas “porque me da la gana”, con ese gozo de no sentir la “obligación” en el sentido malo de la palabra, de pérdida de libertad. Sin duda somos falibles, y pecamos, pero el misterio de que Dios ha querido correr el riesgo de nuestra libertad indica también el que Él siempre nos abre su intimidad y su gracia misericordiosa, y nos anima a acogernos a esta justicia tan distinta de la humana. La vida es así una aventura de la libertad, que lleva a contemplar esa “impotencia” o vulnerabilidad en el proyecto de salvación divino, que corre el riesgo de nuestro amor, y de ahí nace una correspondencia en lo que llamamos virtudes cristianas, en una vida de libertad-esclavitud del amor cuyo modelo es María (cf. Lc I,38).
De nuevo Jesús quiere manifestar su idea de que la ley del sábado está al servicio del hombre y no al revés. Delante de sus enemigos que espían todas sus actuaciones, cura al hombre del brazo paralítico. Lo hace provocativamente en la sinagoga y en sábado. Pero antes pone a prueba a los presentes: ¿se puede curar a un hombre en sábado? Y ante el silencio de todos, dice Marcos que Jesús les dirigió «una mirada de ira», «dolido de su obstinación». Algunos, al encontrarse con frases de este tipo en el evangelio, tienden a hablar de la «santa ira» de Jesús. Pero aquí no aparece lo de «santa». Sencillamente, Jesús se enfada, se indigna y se pone triste. Porque estas personas, encerradas en su interpretación estricta y exagerada de una ley, son capaces de quedarse mano sobre mano y no ayudar al que lo necesita, con la excusa de que es sábado. ¿Cómo puede querer eso Dios? Al verse puestos en evidencia, los fariseos «se pusieran a planear el modo de acabar con él».
¿Es la ley el valor supremo?, ¿o lo es el bien del hombre y la gloria de Dios? En su lucha contra la mentalidad legalista de los fariseos, ayer nos decía Jesús que «el sábado es para el hombre» y no al revés. Hoy aplica el principio a un caso concreto, contra la interpretación que hacían algunos, más preocupados por una ley minuciosa que del bien de las personas, sobre todo de las que sufren. Cuando Marcos escribe este evangelio, tal vez está en plena discusión en la comunidad primitiva la cuestión de los judaizantes, con su empeño en conservar unas leyes meticulosas de la ley de Moisés.
La ley, sí El legalismo, no. La ley es un valor y una necesidad. Pero detrás de cada ley hay una intención que debe respirar amor y respeto al hombre concreto. Es interesante que el Código de Derecho Canónico, el libro que señala las normas para la vida de la comunidad cristiana, en su último número (1752), hablando del «procedimiento en los recursos administrativos y en la remoción o el traslado de los párrocos», que parece un tema árido, a resolver más bien con leyes canónicas exactas afirme que se haga todo «teniendo en cuenta la salvación de las almas, que debe ser siempre la ley suprema en la Iglesia». Estas son las últimas palabras de nuestro Código. Detrás de la letra está el espíritu, y el espíritu debe prevalecer sobre la letra. La ley suprema de la Iglesia de Cristo son las personas, la salvación de las personas (J. Aldazábal).
Otra vez, frente a los acuciosos judíos, vuelve Jesús a cuestionar lo que ellos consideraban como "centro" de su fe judía: la Ley. Un sábado hay en la sinagoga un hombre con la mano paralizada. Y aunque sabe que por esto lo acusarán, Jesús hace caso omiso y procede a curarlo.
Al anunciar el Reino Jesús se da cuenta de que el primer enemigo de este Reino es la ley, es tenida como valor supremo, incuestionable, absoluto, que como oprime tanto al hombre termina por destruirlo. Mientras que el Reino propone la reconstrucción del ser humano, desde dentro y desde fuera. En los evangelios se ve simbólicamente que esta reconstrucción va sucediendo gradualmente: una vez en la vista, otra en sus manos o en sus acciones, y del todo cuando resucita a alguien, etc. Para Jesús "dejar de hacer el bien" el sábado, negando una curación a un pobre que la necesita, es pecar. Así, la dinámica del Reino también es exigente: si no reconstruimos, estamos colaborando a la destrucción.
Los que seguimos la dinámica de este Reino que Jesús anuncia, no podemos entrar en la misma dinámica de la ley, la cual considera que con "no hacer el mal" y guardar determinadas normas es suficiente. El Reino exige que se trabaje por la reconstrucción del ser humano, individual y social. Y con su testimonio Jesús nos hace entender que la despreocupación por las personas, como ocurre siempre en todo legalismo, es pecado. Ese pecado, que es el egoísmo, que engendra todas las otras acciones pecaminosas, es lo que Jesús viene a destruir.
Hoy también hay en nuestra sociedad actual, en la que nosotros queremos ser seguidores de Jesús y constructores de su Reino, principios o "valores" que se constituyen en nueva Ley -como la Ley Judía que encontró Jesús-, y se los considera también como algo supremo, absoluto, aunque sacrifique el bien de las personas, tanto de individuos como de grandes mayorías. Son una nueva "Ley" que, como en el caso de la sociedad de Jesús, es presentada como el fundamento incuestionable de la sociedad, ocultando los intereses particulares y de grupo a los que sirve, en desfavor de la gran mayoría de los seres humanos de este final del siglo XX. Los problemas que descubrió Jesús en su sociedad no se acabaron, también hoy están entre nosotros...
Al final, con el anuncio del Reino Jesús pone al descubierto la maldad interior de las autoridades, que se preocupaban más por la ley que por los seres humanos. Esto les derrumba su aparente santidad, porque su pecado queda descubierto. A los dirigentes les quedan dos alternativas: eliminar a Jesús o convertirse. Terminan escogiendo el más fácil para el poder: el crimen.
El concepto de «pecado contra el Espíritu Santo», del que se dice que no se perdonará ni en esta vida ni en la otra, ha atormentado con frecuencia a muchos cristianos sencillos, especialmente a muchos cristianos protestantes. A veces lo confunden con lo que pudiera sugerir el sentido directo de su nombre: una especie de blasfemia o «mal pensamiento» contra el Espíritu Santo, lo cual es especialmente espinoso para los escrupulosos.
En el evangelio está claro el concepto. El «pecado contra el Espíritu Santo» consiste en atribuir al diablo lo que es precisamente acción del Espíritu. Jesús libera al ser humano del poder del demonio, y para él eso es el signo privilegiado de la acción de Dios, por el que Dios nos revela su presencia. Atribuir esta acción de Dios al diablo es convertir lo más sagrado en algo demoníaco: una auténtica blasfemia contra lo más sagrado, una calumnia contra el Espíritu de Dios.
Decir que «no se perdonará ni en esta vida ni en la otra» no es sino una forma hiperbólica de expresar su suprema gravedad, expresión que no puede entrar en contradicción con la misericordia infinita de Dios.
El enfrentamiento de Jesús con los fariseos llega a una especie de climax en el pasaje de Marcos que acabamos de leer: se trata de un hombre disminuido por la parálisis de un brazo, probablemente no puede trabajar, aunque tiene una familia que alimentar. En aquellos tiempos no había seguridad ni asistencia social, ni se adelantaban programas de rehabilitación para los discapacitados. Era un hombre religioso, pues acudía a la sinagoga, seguramente confiaba en Dios, en su Palabra que iba a escuchar con atención y esperanza. El encuentro con Jesús le va a cambiar la vida: recibe la orden de ponerse en medio y asiste al duro enfrentamiento que tiene lugar: por una parte los guardianes del sábado sagrado, que consideran que sanar a alguien ese día, así sea con una simple palabra de mandato, es practicar la medicina, prohibida en día santo. Por otra parte, Jesús, resuelto a romper ese círculo de legalismo ciego que hace que el sábado pese sobre los pobres y los humildes. Hemos escuchado que el hombre del brazo paralizado quedó sano, que Jesús juzgó severamente la dureza de sus contrincantes, incluso, dice el evangelista, que los miró con ira. Y que éstos resolvieron matarlo, y para ello hablaron con los herodianos, tal vez espías o partidarios de la dinastía fundada por el famoso Herodes. Y nosotros ¿qué? ¿Qué partido tomaremos? ¿El del servicio incondicional de los hermanos, o el de la salvaguardia de las leyes, por inútiles e inhumanas que sean? (servicio bíblico latinoamericano).
H. Küng en su libro sobre el judaísmo (Madrid, Trotta, 1993) ilustra bien la sensibilidad que tienen algunos judíos actuales: Eugene Borowitz cita un caso especialmente significativo, apasionadamente discutido en el Estado de Israel, y que, una vez más, tiene sobre todo que ver con el precepto sabático: a un judío que intentaba ayudar a un no judío gravemente herido en un accidente de tráfico, le fue negado el uso del teléfono en casa de un judío ortodoxo. ¿Por qué? ¡Porque era sábado! Ciertamente, puede quebrantarse el precepto del sábado cuando va en ello la vida o la muerte, pero con una condición: "que se trate de un judío, y no de un infiel" (p. 456). Esta historia conecta con la de Marcos. Parece que, en el caso referido por Borowitz, al menos se puede atender al compatriota judío en una situación que no cabe aplazar para el día siguiente. En el episodio de Marcos, claro que se podía diferir para otro día la curación, como tuvo la oportunidad de recordarlo, en otro relato, un jefe de sinagoga. Y tampoco postergaban para el primer día de la semana la labor de sacar una bestia de carga que hubiera caído en un pozo. En cambio, una especie de entumecimiento mental y, según Marcos, una verdadera dureza de corazón, incapacitaba a aquellos hombres para ver el sentido del sábado. ¿En qué consiste la santidad del sábado? ¿No es el día que Dios bendijo y llenó con su presencia? Ante la disyuntiva que Jesús propone, sus adversarios pueden responder: "no hay que hacer el mal, no hay que destruir la vida: eso es pecar contra la santidad de Dios. En cuanto a hacer el bien, ¿a qué tantas prisas? En cierto modo, podemos decir que el sábado es el día de la interrupción del obrar". Pero cabe alegar: "Entonces, ¿en qué consiste la santidad del sábado? ¿No acabamos convirtiéndolo en un día moralmente neutro, salvíficamente vacío, teologalmente desustanciado?" (Pablo Largo).
Todos los seres humanos, en una mayor o menor medida estamos enfermos. Tenemos heridas, carencias, situaciones pasadas, presentes, que marcan nuestras vidas de una forma o de otra. De cada una de ellas Jesús quiere sanarnos, quiere liberarnos. En el Evangelio de Hoy Jesús nos dice que hará, hasta lo que no está bien visto a los ojos del mundo para salvarnos.
El vino a este mundo por cada uno de nosotros y no quiere que ninguno perezcamos y quedemos fuera de la dicha que disfrutaremos en la vida eterna. Él sana a esta persona en sábado, día prohibido según la Ley para realizar cualquier acción, fuera buena o mala. Jesús pone de manifiesto que él tiene poder para salvar vidas en cualquier circunstancia. En muchas ocasiones vemos que alguien está pasando por algo, pasó por algo o que tiene una situación de vida que a nuestros ojos resulta escandalosa e igual que los fariseos andamos al acecho para juzgar y condenar. No comprendemos que es parte de la travesía espiritual que cada persona tiene que pasar. Sin embargo, hoy Jesús me dice que él tiene poder para hacer cualquier cosa, por muy absurda que parezca para salvarnos.
Señor te pido que me llenes de tu misericordia para ver tu mano sanadora y liberadora en tantas situaciones que desde mi pequeño mundo no apruebo. Toma mi limitación humana para así acoger a mis hermanas y hermanos que pasan por diferentes situaciones en los que tu simplemente le estás purificando, sanando, liberando (Miosotis).
Hoy, Jesús nos enseña que hay que obrar el bien en todo tiempo: no hay un tiempo para hacer el bien y otro para descuidar el amor a los demás. El amor que nos viene de Dios nos conduce a la Ley suprema, que nos dejó Jesús en el mandamiento nuevo: «Amaos unos a otros como yo mismo os he amado» (Jn 13,34). Jesús no deroga ni critica la Ley de Moisés, ya que Él mismo cumple sus preceptos y acude a la sinagoga el sábado; lo que Jesús critica es la interpretación estrecha de la Ley que han hecho los maestros y los fariseos, una interpretación que deja poco lugar a la misericordia.
Jesucristo ha venido a proclamar el Evangelio de la salvación, pero sus adversarios, lejos de dejarse convencer, buscan pretextos contra Él: «Había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Estaban al acecho a ver si le curaba en sábado para poder acusarle» (Mc 3,1-2). Al mismo tiempo que podemos ver la acción de la gracia, constatamos la dureza del corazón de unos hombres orgullosos que creen tener la verdad de su parte. ¿Experimentaron alegría los fariseos al ver aquel pobre hombre con la salud restablecida? No, todo lo contrario, se obcecaron todavía más, hasta el punto de ir a hacer tratos con los herodianos —sus enemigos naturales— para mirar de perder a Jesús, ¡curiosa alianza!
Con su acción, Jesús libera también el sábado de las cadenas con las cuales lo habían atado los maestros de la Ley y los fariseos, y le restituye su sentido verdadero: día de comunión entre Dios y el hombre, día de liberación de la esclavitud, día de la salvación de las fuerzas del mal. Nos dice san Agustín: «Quien tiene la conciencia en paz, está tranquilo, y esta misma tranquilidad es el sábado del corazón». En Jesucristo, el sábado se abre ya al don del domingo (Joaquim Meseguer García).
miércoles, 18 de enero de 2012
martes, 17 de enero de 2012
Tiempo ordinario II, martes: Jesús, señor del sábado: Jesús, Señor del sábado, es el nuevo Moisés que establece la nueva Ley, verdaderamente para el b
Tiempo ordinario II, martes: Jesús, señor del sábado: Jesús, Señor del sábado, es el nuevo Moisés que establece la nueva Ley, verdaderamente para el bien del hombre
Primer Libro de Samuel 16,1-13. El Señor dijo a Samuel: "¿Hasta cuándo vas a estar lamentándote por Saúl, si yo lo he rechazado para que no reine más sobre Israel? ¡Llena tu frasco de aceite y parte! Yo te envío a Jesé, el de Belén, porque he visto entre sus hijos al que quiero como rey". Samuel respondió" "¿Cómo voy a ir? Si se entera Saúl, me matará". Pero el Señor replicó: "Llevarás contigo una ternera y dirás: 'Vengo a ofrecer un sacrificio al Señor'. Invitarás a Jesé al sacrificio, y yo te indicaré lo que debes hacer: tú me ungirás al que yo te diga". Samuel hizo lo que el Señor le había dicho. Cuando llegó a Belén, los ancianos de la ciudad salieron a su encuentro muy atemorizados, y le dijeron: "¿Vienes en son de paz, vidente?". "Sí, respondió él; vengo a ofrecer un sacrificio al Señor. Purifíquense y vengan conmigo al sacrificio". Luego purificó a Jesé y a sus hijos y los invitó al sacrificio. Cuando ellos se presentaron, Samuel vio a Eliab y pensó: "Seguro que el Señor tiene ante él a su ungido". Pero el Señor dijo a Samuel: "No te fijes en su aspecto ni en lo elevado de su estatura, porque yo lo he descartado. Dios no mira como mira el hombre; porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón". Jesé llamó a Abinadab y lo hizo pasar delante de Samuel, el cual dijo: "Tampoco a este ha elegido el Señor". Luego hizo pasar a Sammá; pero Samuel dijo: "Tampoco a este ha elegido el Señor". Así Jesé hizo pasar ante Samuel a siete de sus hijos, pero Samuel dijo a Jesé: "El Señor no ha elegido a ninguno de estos". Entonces Samuel preguntó a Jesé: "¿Están aquí todos los muchachos?". El respondió: "Queda todavía el más joven, que ahora está apacentando el rebaño". Samuel dijo a Jesé: "Manda a buscarlos, porque no nos sentaremos a la mesa hasta que llegue aquí". Jesé lo hizo venir: era de tez clara, de hermosos ojos y buena presencia. Entonces el Señor dijo a Samuel: "Levántate y úngelo, porque es este". Samuel tomó el frasco de óleo y lo ungió en presencia de sus hermanos. Y desde aquel día, el espíritu del Señor descendió sobre David. Samuel, por su parte, partió y se fue a Ramá.
Salmo 89,20-22.27-28. Tú hablaste una vez en una visión y dijiste a tus amigos: "Impuse la corona a un valiente, exalté a un guerrero del pueblo.
Encontré a David, mi servidor, y lo ungí con el óleo sagrado, para que mi mano esté siempre con él y mi brazo lo haga poderoso.
El me dirá: "Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora". Yo lo constituiré mi primogénito, el más alto de los reyes de la tierra.
Texto del Evangelio (Mc 2,23-28): Un sábado, cruzaba Jesús por los sembrados, y sus discípulos empezaron a abrir camino arrancando espigas. Decíanle los fariseos: «Mira ¿por qué hacen en sábado lo que no es lícito?». Él les dice: «¿Nunca habéis leído lo que hizo David cuando tuvo necesidad, y él y los que le acompañaban sintieron hambre, cómo entró en la Casa de Dios, en tiempos del Sumo Sacerdote Abiatar, y comió los panes de la presencia, que sólo a los sacerdotes es lícito comer, y dio también a los que estaban con él?». Y les dijo: «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado. De suerte que el Hijo del hombre también es señor del sábado».
Comentario: 1. 1S 16,1-13. Hoy se nos cuenta -en una de las varias versiones que existen en los libros históricos de la época- la elección y unción de David como rey. Samuel recibe el encargo de preparar al sucesor de Saúl, que todavía seguirá un tiempo en su cargo. Empieza la historia de David, «el rey ideal», carismático por excelencia. Uno de los personajes más importantes de todo el AT, junto con Abrahán y Moisés. El que logró la victoria contra los filisteos y la unidad territorial y política de Israel. Lo que más se resalta es que, sea cual sea la intervención que han tenido los hombres y las circunstancias, la de David ha sido una elección hecha por Dios, que es el que guía la historia de su pueblo. Como dice el salmo de hoy, «encontré a David mi siervo y lo he ungido con óleo sagrado, para que mi mano esté siempre con él». El fracaso de Saúl se interpreta como castigo de Dios. El éxito de David, como don gratuito de Dios. La simpática -y un tanto novelesca- escena de Samuel en casa de Jesé y su familia nos da a entender, una vez más, que los caminos de Dios no son como los nuestros. Todos hubieran apostado por los hermanos mayores, más fuertes y avezados. Nadie contaba con David. Su padre Jesé por poco se olvida de que existe. Ya iban a empezar a comer sin él. Pero Samuel espera que llegue el más joven y le unge de parte de Dios. En aquel momento «el espíritu del Señor invadió a David». Las bromas de Dios, libre y sorprendente en sus caminos.
También nosotros, muchas veces, juzgamos por apariencias, por valores externos. El mundo de hoy aplaude en sus concursos, en sus campeonatos y en sus medios de comunicación a los fuertes, a los sanos, a los que tienen éxito. Pero Dios aplaude a veces otros valores. De David no vio si era fuerte o no, sino que vio su corazón. Sigue siendo actual para nosotros, si queremos ir consiguiendo la sabiduría de Dios y no la del mundo, el consejo que se le dio a Samuel: «No mires su apariencia ni su gran estatura... la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón». Si siguiéramos esta norma, nos llevaríamos seguramente menos desengaños en la vida. Porque tendemos a poner nuestras ilusiones y nuestra confianza en ídolos humanos y en instituciones efímeras. No acabamos de aprender la lección que nos da Dios, que elige con criterios diversos y que con los medios más pobres y las personas más débiles según el mundo es capaz de hacer cosas grandes. Como dijo la Virgen María: «Ha mirado la pequeñez de su sierva y ha hecho en mí cosas grandes».
La lectura del Antiguo Testamento por desconcertante que sea tiene la ventaja de proporcionarnos unos resúmenes sorprendentes. Si miráramos sólo nuestra historia contemporánea correríamos el riesgo de no ver ciertas verdades importantes: las tenemos demasiado cerca... nos falta mirarlas a una cierta distancia. ¡Sin embargo Saúl, elegido por Dios, debió de reinar diez años! Apenas sabemos por el relato que ha sido proclamado rey (Samuel 10) que ya, en Samuel 15, leemos que ha sido rechazado. Y hoy sabremos quién es el nuevo elegido y cómo lo escogió Dios.
Con todo ello aprendemos una lección esencial que el "pasado" pone en evidencia para nuestro «día de hoy»... El rey no debe jamás olvidar que su realeza le viene del único verdadero Rey... y en cuanto a mí, he de saber que si he recibido unas responsabilidades no es a causa de mis excelencias, sino a fin de que la gracia de Dios sea exaltada en nuestras debilidades.
-El Señor dijo a Samuel: «¿Hasta cuándo vas a estar llorando por Saúl? Lo he rechazado para que no reine sobre Israel.» No hay que mirar atrás. ¡Avanzad siempre! dice Dios. Tras un desastre nacional no os quedéis en las lamentaciones -el rey Saúl morirá en el combate- ni ante una dificultad colectiva o personal. La vida sigue. Hay que mirar al futuro. Ante Dios oigo esas palabras divinas y las aplico a mi propia vida. ¿Qué es lo que debo emprender?, ¿qué es lo que debo continuar? En los próximos diez años, ¿qué proyecto, qué trabajo, qué responsabilidad esperas, Señor, de mí y de los que de mí dependen?
-Samuel dijo: «¿Cómo voy a ir?» Ciertamente, el profeta duda, tiene miedo. En la Biblia, cada vez que alguien es investido por Dios de una responsabilidad, se constata ese primer reparo. Yo también, Señor, tengo miedo de lo que me pides. San Pablo escribirá: «lo que hay de necio en el mundo, lo ha escogido Dios para confundir a los sabios... Io que hay de débil Dios lo ha escogido... a fin de que ningún mortal se gloríe delante de Dios... Yo mismo, me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso...» (I Cor 1,27; 2,3)
-La elección de David, el hijo menor. El problema de Samuel es dar un sucesor al rey Saúl, en una época difícil de la historia de las doce tribus. Humanamente se esperaría una elección racional y segura... un hombre maduro, fuerte y experimentado. Pero he ahí que Dios envía a su profeta a casa de un sencillo campesino de Belén y hace que desfilen los siete hijos mayores, los más gallardos y más fuertes, los que parecían designados por adelantado. Pero no son éstos los que Dios ha elegido. «¿No quedan ya más muchachos?» Sí, aquel en quien nadie pensaba: David, el más pequeño, el pequeño David, sólo capaz de guardar el rebaño en las colinas de Belén.
-Porque Dios no ve las cosas al modo de los hombres... el Señor mira el corazón. Debo detenerme a escuchar esta Palabra. Y contemplar detenidamente también la escena de la ¡«elección del más débil»! ¡Qué misterio! Es ya el misterio de Jesús nacido, débil, en ese mismo lugar: Belén. Y, a pesar de ello, nosotros continuamos elaborando unos criterios en nombre de los cuales un hombre podría pretender el ejercicio de responsabilidades: el derecho de primogenitura, la pertenencia a una dinastía o a una familia particular, los méritos, la experiencia de los años... Los designios de Dios no son los de los hombres. Libertad absoluta de Dios. Ayúdame, Señor, a no ser más que un pobre instrumento en tus fuertes manos (Noel Quesson).
Dentro del grupo de tradiciones de distintas procedencias recopiladas en estos capítulos, leemos hoy el relato de la unción de David. En lo que atañe al hilo de los acontecimientos tal como históricamente debieron de suceder, habrá que dar confianza más bien a otras narraciones, según las cuales David fue ungido rey primeramente por los hombres de Judá (2 Sm 2) y más tarde por los ancianos de Israel (2 Sm 5). El presente relato, nacido probablemente en ambientes proféticos, da una visión más teológica que rigurosamente histórica del traspaso de la monarquía de Saúl a David. Pero eso no significa que no sea una perspectiva real: únicamente que, en lugar de los hechos externos, trata de iluminar aquello que pasa en el corazón de los hombres y en el corazón de Dios. Esta unción profética, que se mantiene oculta (Eliab, el hermano mayor de David, desconoce la unción de éste cuando se enfrenta con Goliat: 17,28), recuerda la unción secreta de Saúl por el propio Samuel (10,1). Dios interviene por medio de sus profetas en la historia de los hombres y la conduce según desea, sin que, por otra parte, esta intervención estorbe la libertad de los hombres. Si el pueblo libremente aclama por rey a Saúl o David es porque previamente Dios, en su impenetrable designio, los había ya escogido, y esta elección divina está simbolizada por la unción con el óleo sagrado. "Desde aquel momento (de la unción) invadió a David el espíritu de Yahvé (que se había retirado de Saúl)" (v 13).
Todos estos textos nos hablan de la libre iniciativa de Dios en la dirección de la historia de su pueblo. La gran novedad es que, a diferencia de Saúl, la elección de David será irrevocable. Pero esta irrevocabilidad será también un don inmerecido, que brota de la misericordia gratuita del corazón de Dios. El lector se preguntará por qué Saúl, de quien conocemos solamente dos faltas no demasiado graves (véase el comentario de ayer), fue rechazado, mientras que David, del cual la historia sagrada cuenta pecados muy graves, no sólo es perdonado, sino que se le nombra repetidas veces «hombre según el deseo de Yahvé», y es propuesto como un modelo para sus sucesores. En primer lugar, David no es elegido por sus méritos, ni por ellos conservó el favor del Señor. Por tanto, no podemos pedir a Dios la razón de su generosidad porque nos podría responder, como el amo de la viña a los jornaleros que murmuraban contra él: "¿No puedo hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O ves tú con malos ojos que yo sea generoso?" (Mt 20,15). En segundo lugar, cuando Samuel reprende a Saúl, busca éste excusas, mientras que cuando Natán echa en cara a David su crimen, David responde inmediatamente: «¡He pecado!» (2 Sm 12,13) (H. Raguer).
Yo no juzgo como juzga el hombre, dice el Señor. El hombre se fija en las apariencias, pero el Señor se fija en los corazones. Y no es que en nuestro corazón haya algún mérito para que el Señor recompense lo que nosotros hacemos. A pesar de que conoce nuestras miserias, Él nos ama de un modo gratuito, porque así lo ha decidido Él. Lo único que espera de nosotros es que tengamos un corazón dispuesto a dejarse moldear por Él, como el barro tierno en manos del alfarero. Ante una voluntad que se entrega a Dios y le dice con lealtad: Hágase en mí según tu Palabra, Dios tomará nuestra vida en sus manos y, sacándonos de detrás de las ovejas, o levantándonos de nuestras miserias y pecados, podrá, si es su voluntad, ponernos al frente de su Pueblo, pues a Dios le agrada más la obediencia que miles de holocaustos y sacrificios. David, amado por Dios, será un símbolo de quien, a pesar de sus grandes miserias, siempre estará dispuesto a volver a Dios con un corazón arrepentido y, dispuesto también, a iniciar un nuevo camino bajo la fidelidad a Dios. Cristo, Hijo de Dios e Hijo de David, será para nosotros el motivo de nuestra santificación porque su alimento era hacer la voluntad de su Padre celestial. Ese es el mismo camino que se espera de quienes creemos en Cristo.
2. Sal. 88. Dios fue quien eligió al rey (v 20), lo ungió (21) y le prometió fuerza frente a sus enemigos (vv 22-24) y un reino desde el Mediterráneo al Éufrateses y al Tigris (vv 25-26). Le hizo además la promesa de una relación paterno-filial con Él y de un linaje perpetuo (vv 27-39). San Juan en el libro del Ap aplica a Jesús resucitado las palabras del v 28 al llamarle “primogénito de los muertos”, “el Príncipe de los reyes de la tierra” (Ap 1,5; cf Biblia de Navarra). Y se fija especialmente la tradición cristiana en Cristo al recitar el v27: “aquí, aquel que se encarnó en virtud de la economía divina llama a Dios su propio padre: ‘subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios’ (Jn 20,17). Porque es de Él de quien habla el profeta, porque, profetizando acerca del niño engendrado, le llama ‘Dios fuerte, padre del mundo venidero’ (Is 9,6)” (S. Atanasio). Dios, siempre fiel a sus promesas; su amor hacia los suyos jamás dará marcha atrás, pues lo que Dios da jamás lo retira. Él escogió a David como siervo suyo; lo ungió y, poniéndolo al frente del Pueblo, Dios siempre estuvo de su lado. Por eso David, con toda lealtad, puede llamar Padre a Dios; podrá invocar a Dios pues Él estará siempre dispuesto a protegerlo y a defenderlo de sus enemigos. ¿Habrá amor más grande hacia David, que el que Dios le ha manifestado? A nosotros, por medio de Cristo, Dios nos ha amado hasta el extremo. Desde Cristo Dios no sólo es llamado Padre nuestro, sino que en verdad lo tenemos por nuestro Padre. Cuando nos acercamos a pedirle perdón Él nos recibe y nos vuelve a enviar como testigos de su amor y de su misericordia. Por eso aprendamos a no luchar contra las fuerzas del mal con nuestros propios recursos, pues saldríamos vencidos. Pongámonos en manos de Dios y hagamos nuestra la Victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte. Aprendamos a dejarnos guiar, no por nuestros caprichos ni por nuestras pasiones desordenadas, sino por el Espíritu de Dios, que nos ha ungido y nos ha hecho hijos de Dios, por nuestra unión a Cristo, habitando en nosotros como en un templo.
Se nos habla de la elección de la persona a la que es otorgada la promesa (vv. 19, 20). David era el rey según la elección de Dios, lo mismo que Cristo, por lo que ambos son llamados reyes de Dios (2:6). David era poderoso. Dios le enalteció y ordenó a Samuel que le ungiese. Pero esto se aplica mejor a Cristo, pues: 1. Él es poderoso, capaz de efectuar una salvación completa. 2. Como David, también Él fue escogido del pueblo (v. 19c), pues participó de nuestra carne y de nuestra sangre (He. 2:14). 3. Dios lo ha hallado; es decir, es un salvador provisto por Dios (Jn. 3:16). 4. Como a David (v. 20b), Dios lo ha ungido también a él (Is. 61:1) y le ha constituido sacerdote, profeta y rey, le ha investido de todo poder y autoridad, y le ha resucitado de entre los muertos y lo ha sentado a su diestra. Él es el Ungido por excelencia (hebreo, Mesías; griego. Cristo).
III. Las promesas hechas a su escogido: a David como tipo, y a Cristo como el antitipo:
1. Con referencia a él mismo, como rey y siervo de Dios, se le promete aquí: (A) Que Dios estaría con él y le fortalecería en sus empresas (v. 21): «Mi mano le sostendrá siempre, nunca le faltará mi apoyo, y mi brazo lo fortalecerá a fin de que pueda superar todas las dificultades.»
(B) Que saldría victorioso de todos sus enemigos (vv. 22,23): «No lo sorprenderá el enemigo, etc.» Cristo salió fiador de nuestras deudas y, por eso. Satanás y la muerte pensaron que podían hacer presa en Él; pero Cristo satisfizo las demandas de la justicia de Dios y, así, no pudieron sus enemigos sorprenderle: «Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí» (Jn. 14:30b). «Sino que quebrantaré delante de Él a sus enemigos» (v. 23); el príncipe de este mundo será arrojado, los principados y poderes serán despojados y Cristo será la muerte de la muerte misma, y la destrucción del sepulcro (Os. 13:14; 1 Co. 15:55).
(C) «Mi verdad (lit. mi fidelidad) y mi misericordia estarán con Él» (v. 24). Estuvieron con David y están con Cristo, pues Dios hizo buenas todas sus promesas a Él. Pero eso no es todo: La misericordia y la fidelidad de Dios, esto es, su gracia y su verdad, nos vienen con Cristo (Jn. 1:14 y ss.); y todas las promesas de Dios son en Él Sí y Amén (2 Co. 1:20). Así que todo pobre pecador que espere el beneficio de la misericordia y de la fidelidad de Dios, ha de saber que están en Cristo y a Él debe apelar para conseguirlas (v. 28): «Para siempre le conservaré mi misericordia; en el canal de la mediación de Cristo correrán para siempre todos los arroyos de la bondad divina para con nosotros.^Y, así como la misericordia de Dios fluye hasta nosotros por medio de El, también por medio de Él es firme la promesa de Dios a nosotros: «y mi pacto con Él será estable» (v. 28b), tanto el pacto de la redención hecho con Él (2 Co. 5:19), como el pacto de la gracia hecho en Él (Ef. 1:4 y ss.; 2:5-10)...
(E) Que llamará a Dios su Padre, y Dios le tendrá por hijo, le nombrará su primogénito (vv. 26,27); como llamó a su pueblo (Ex. 4:22), llama también a su rey y, con él, al antitipo: Cristo. Esto es una alusión a las palabras del mensaje de Natán que se referían a Salomón (pues también él era tipo de Cristo, lo mismo que David): «Yo le seré por Padre y él me será por Hijo» (2 S. 7:14), y así la relación será mutua y reconocida por ambas partes: «Él me invocará diciendo: Mi padre eres tú» (v. 26). Así lo hizo Cristo, en los días de su vida mortal, cuando clamó a Él con clamor y lágrimas en Getsemaní, y así nos enseñó a nosotros a dirigirnos a Dios: «Padre nuestro, etc.» Es asimismo prerrogativa de Cristo ser el primogénito de toda creación (Col. 1:15) y, como tal, el heredero de todo (He. 1:2, 6).
3. * “Hoy como ayer, Jesús se las ha de tener con los fariseos, que han deformado la Ley de Moisés, quedándose en las pequeñeces y olvidándose del espíritu que la informa. Los fariseos, en efecto, acusan a los discípulos de Jesús de violar el sábado (cf. Mc 2,24). Según su casuística agobiante, arrancar espigas equivale a “segar”, y trillar significa “batir”: estas tareas del campo —y una cuarentena más que podríamos añadir— estaban prohibidas en sábado, día de descanso. Como ya sabemos, los panes de la ofrenda de los que nos habla el Evangelio, eran doce panes que se colocaban cada semana en la mesa del santuario, como un homenaje de las doce tribus de Israel a su Dios y Señor.
La actitud de Abiatar es la misma que hoy nos enseña Jesús: los preceptos de la Ley que tienen menos importancia han de ceder ante los mayores; un precepto ceremonial debe ceder ante un precepto de ley natural; el precepto del reposo del sábado no está, pues, por encima de las elementales necesidades de subsistencia. El Concilio Vaticano II, inspirándose en la perícopa que comentamos, y para subrayar que la persona ha de estar por encima de las cuestiones económicas y sociales, dice: «El orden social y su progresivo desarrollo se han de subordinar en todo momento al bien de la persona, porque el orden de las cosas se ha de someter al orden de las personas, y no al revés. El mismo Señor lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado (cf. Mc 2,27)».
San Agustín nos dice: «Ama y haz lo que quieras». ¿Lo hemos entendido bien, o todavía la obsesión por aquello que es secundario ahoga el amor que hay que poner en todo lo que hacemos? Trabajar, perdonar, corregir, ir a misa los domingos, cuidar a los enfermos, cumplir los mandamientos..., ¿lo hacemos porque toca o por amor de Dios? Ojalá que estas consideraciones nos ayuden a vivificar todas nuestras obras con el amor que el Señor ha puesto en nuestros corazones, precisamente para que le podamos amar a Él” (Ignasi Fabregat).
** Ratzinger cita un texto de Neusner, diálogo hipotético entre “el judío creyente” con Jesús, para ver lo que significaba el sábado para Israel y entender así lo que está en juego en esta disputa. En el relato de la creación, se dice que Dios descansó el séptimo día. «En ese día celebramos la creación (…) No trabajar en sábado significa algo más que cumplir escrupulosamente un rito. Es un modo de imitar a Dios». Por tanto, del sábado forma parte no sólo el aspecto negativo de no realizar actividades externas, sino también lo positivo del «descanso», que implica además una dimensión espacial: «Para respetar el sábado hay que quedarse en casa. No basta con abstenerse de realizar cualquier tipo de trabajo, también hay que descansar, restablecer en un día de la semana el círculo de la familia y el hogar, cada uno en su casa y en su sitio». El sábado no es sólo un asunto de religiosidad individual, sino el núcleo de un orden social: «Ese día convierte al Israel eterno en lo que es, en el pueblo que, al igual que Dios después de la creación, descansa al séptimo día de su creación». Es un tema actual, pues ante tanto afán de consumir “podríamos reflexionar sobre lo saludable que sería también para nuestra sociedad actual que las familias pasaran un día juntas, que la casa se convirtiera en hogar y realización de la comunión en el descanso de Dios”.
En ese diálogo entre Jesús e Israel, que es también actual, “el tema del «descanso» como elemento constitutivo del sábado permite a Neusner ponerse en relación con el grito de júbilo de Jesús, que en el Evangelio de Mateo precede a la narración de la recogida de espigas por parte de los discípulos. Es el llamado grito de júbilo mesiánico, que comienza: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla...» (Mt 11,25-30). En nuestra interpretación habitual, éstos aparecen como dos textos evangélicos muy diferentes entre sí: uno habla de la divinidad de Jesús, el otro de la disputa en torno al sábado. Neusner deja claro que ambos textos están estrechamente relacionados, pues en los dos casos se trata del misterio de Jesús, del «Hijo del hombre», del «Hijo» por excelencia.
Las frases inmediatamente precedentes a la narración sobre el sábado son: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11, 28-30). Generalmente estas palabras son interpretadas desde la idea del Jesús liberal, es decir, desde un punto de vista moralista: la interpretación liberal de la Ley que hace Jesús facilita la vida frente al «legalismo judío». Sin embargo, en la práctica, esta lectura no resulta muy convincente, pues seguir a Jesús no resulta cómodo, y además Jesús nunca dijo nada parecido. ¿Pero entonces qué?
Neusner nos muestra que no se trata de una forma de moralismo, sino de un texto de alto contenido teológico, o digámoslo con mayor exactitud, de un texto cristológico. A través del tema del descanso, y el que está relacionado con el de la fatiga y la opresión, el texto se conecta con la cuestión del sábado. El descanso del que se trata ahora tiene que ver con Jesús. Las enseñanzas de Jesús sobre el sábado aparecen ahora en perfecta consonancia con este grito de júbilo y con las palabras del Hijo del hombre como señor del sábado. Neusner resume del siguiente modo el contenido de toda la cuestión: «Mi yugo es ligero, yo os doy descanso. El Hijo del hombre es el verdadero señor del sábado. Pues el Hijo del hombre es ahora el sábado de Israel; es nuestro modo de comportarnos como Dios» (p. 72).
Ahora Neusner puede decir con más claridad que antes: «¡No es de extrañar, por tanto, que el Hijo del hombre sea señor del sábado! No es porque haya interpretado de un modo liberal las restricciones del sábado... Jesús no fue simplemente un rabino reformador que quería hacer la vida "más fácil" a los hombres... No, aquí no se trata de aligerar una carga... Está en juego la reivindicación de autoridad por parte de Jesús.»(p. 71). «Ahora Jesús está en la montaña y ocupa el lugar de la Torá» (p. 73). El diálogo del judío observante con Jesús llega aquí al punto decisivo. Ahora, desde su exquisito respeto, el rabino no pregunta directamente a Jesús, sino que se dirige al discípulo de Jesús: «"¿Es realmente cierto que tu maestro, el Hijo del hombre, es el señor del sábado?". Y como lo hacía antes, vuelvo a preguntar: "Tu maestro ¿es Dios?"» (p. 74).
Con ello se pone al descubierto el auténtico núcleo del conflicto. Jesús se ve a sí mismo como la Torá, como la palabra de Dios en persona. El grandioso Prólogo del Evangelio de Juan —«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios»— no dice otra cosa que lo que dice el Jesús del Sermón de la Montaña y el Jesús de los Evangelios sinópticos. El Jesús del cuarto Evangelio y el Jesús de los Evangelios sinópticos es la misma e idéntica persona: el verdadero Jesús «histórico».
El núcleo de las disputas sobre el sábado es la cuestión sobre el Hijo del hombre, la cuestión referente a Jesucristo mismo. Volvemos a ver cuánto se equivocaban Harnack y la exégesis liberal que le siguió con la idea de que en el Evangelio de Jesús no tiene cabida el Hijo, no tiene cabida Cristo: en realidad, Él es siempre su centro”.
*** Al igual que vimos hace días que Jesús tocó el leproso para curarlo, algo que estaba sumamente prohibido y hacía impuro al que cometía tal delito, ahora se vuelve a saltar otro mandamiento inventado por el pueblo judío, referente al sábado. En estos primeros días después de Navidad, y antes de proclamar de un modo solemne el mensaje de Jesús, hemos observado su plan de salvación: escoge a sus apóstoles para continuar su obra en el mundo, y extiende su misericordia poniendo la ley del amor al servicio de las personas, por encima de la ley escrita que ahoga cuando está privada de este espíritu. Ayer hablaba de la alegría de estar con el esposo en lugar de la ley del ayuno, hoy comer cuando está prohibido. Diríamos que Jesús abre las puertas de la religión a una vida auténticamente vivida, sin miedo a vivir, sin esconderse del mundo, aunque no es conformarse a él pues veremos que le cuesta la muerte la cuestión del sábado, pues no le mataron por predicar más laxitud, sino por ponerse en lugar de Dios, por eso le crucificaron, por mostrarse como quien era, el Mesías.
Ante las críticas actuales de si era un invento de la Iglesia, el cuerpo de doctrina que atribuimos a Jesús, podemos responder que nuestra religión no es religión de un libro, pues es en la Tradición por donde nos ha llegado el Evangelio: es una religión del Espíritu Santo en la Tradición viva de la Iglesia que ahora vemos en su primitiva formación, y los primeros cristianos murieron por el Evangelio como también Jesús, no se muere por una mentira. Además, la interpretación liberal de que Jesús fue un hombre bueno luego mitificado cae por su peso, como bien dijo hace medio siglo Romano Guardini: si no se cree que Jesús es Dios podría considerarse un loco o un mentiroso, pero la locura no es correlativa a su magnífica doctrina de lógica impecable, doctrina como nunca hubo, y culmen de sabiduría humana; y la sublimidad de su vida que entrega hasta la muerte no es tampoco la que corresponde a un malvado. Jesús culmina la revelación con la ley que vemos proclamar con sus primeras palabras estos días, y su vida la transmite su cuerpo místico, y esto constituye la Tradición que hemos recibido, y en la que vamos profundizando de la mano del Espíritu de Dios, de ese Señor de la historia del mundo, y de ese microcosmos que somos cada uno de nosotros, con todas nuestras circunstancias… A Jesús le interesan las personas, le interesamos nosotros, y esta prioridad marca su Evangelio. También orienta nuestro pensamiento, nos dice: ¡no seáis esclavos del sábado, de ninguna norma! Ama y haz lo que quieras… es el reino de la libertad del amor…
Ayer el motivo del altercado fue el ayuno. Hoy, una institución intocable del pueblo de Israel: el sábado. El recoger espigas era una de las treinta y nueve formas de violar el sábado, según las interpretaciones exageradas que algunas escuelas de los fariseos hacían de la ley. ¿Es lógico criticar que en sábado se tomen unas espigas y se coman? Jesús aplica un principio fundamental para todas las leyes: «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado». Trae como argumento la escena en que David come y da de comer a sus soldados hambrientos los «panes presentados», de alguna manera sagrados. Una cosa es obedecer a la ley de Dios y otra, caer en una casuística tan caprichosa que incluso pasa por encima del bien del hombre. El hombre está siempre en el centro de la doctrina de Jesús. La ley del sábado había sido dada precisamente a favor de la libertad y de la alegría del hombre (cf. Deuteronomio 5,12-15). Además Jesús lanza valientemente una de aquellas afirmaciones suyas que tan nerviosos ponían a sus enemigos: «El Hijo del Hombre es señor también del sábado». No es que Jesús haya venido a abolir la ley, pero sí a darle pleno sentido. Si todo hombre es superior al sábado, mucho más el Hijo del Hombre, el Mesías.
También nosotros podemos caer en unas interpretaciones tan meticulosas de la ley que lleguemos a olvidar el amor. La «letra» puede matar al «espíritu». La ley es buena y necesaria. La ley es, en realidad, el camino para llevar a la práctica el amor. Pero por eso mismo no debe ser absolutizada. El sábado -para nosotros el domingo- está pensado para el bien del hombre. Es un día en que nos encontramos con Dios, con la comunidad, con la naturaleza y con nosotros mismos. El descanso es un gesto profético que nos hace bien a todos, para huir de la esclavitud del trabajo o de la carrera consumista. El día del Señor también es día del hombre, con la Eucaristía como momento privilegiado. Pero tampoco nosotros debemos absolutizar el «cumplimiento» del domingo hasta perder de vista, por una exagerada casuística, su espíritu y su intención humana y cristiana. Debemos ver en el domingo sus «valores» más que el «precepto», aunque también éste exista y siga vigente. Las cosas no son importantes porque están mandadas. Están mandadas porque representan valores importantes para la persona y la comunidad. Es interesante el lenguaje con que el Código de Derecho Canónico (1983) expresa ahora el precepto del descanso dominical, por encima de la casuística de antes sobre las horas y las clases de trabajo: «El domingo los fieles tienen obligación de participar en la Misa y se abstendrán además de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo» (c. 1247). El Código se preocupa del bien espiritual de los cristianos y también de su alegría y de su salud mental y corporal. Tendríamos que saber distinguir lo que es principal y lo que es secundario. La Iglesia debería referirlo todo -también sus normas- a Cristo, la verdadera norma y la ley plena del cristiano (J. Aldazábal).
Elredo de Rielvaux (1110-1167) monje cisterciense inglés (Espejo de la caridad, III, 3,4,6) habla de “El Señor del sábado”, y dice así: “Cuando el hombre se aleja de la barahúnda exterior, se recoge en el secreto de su corazón, cierra la puerta a la multitud de vanidades ruidosas, cuando se aparta de sus tesoros, cuando ya no queda en él nada agitado o desordenado, cuando sus afanes cesan, nada le constriñe, al contrario: cuando todo en el hombre es serenidad, armonía, paz, tranquilidad, y cuando todos sus pequeños pensamientos, palabras y acciones sonríen como se sonríe al padre de familia que está reunida en paz, entonces nace en su corazón, de repente, una maravillosa seguridad. De esta seguridad viene un gozo extraordinario, y de este gozo brota un canto de alegría que se convierte en alabanza de Dios tanto más ferviente cuanto más conciencia se tiene que todo bien nos viene dado de parte de Dios.
Esta es la gozosa celebración del sábado que viene precedida de los seis días en que se realizan las obras. Primero hay que sudar en el cumplimiento de nuestras tareas y obras buenas para luego poder reposar en la paz de nuestra conciencia... En este sábado el alma gusta “cuán bueno es Jesús” (cf Sal 33)”.
La verdad, a los fariseos no les importaba transgredir la ley, sin embrago la sabían usar muy bien para su propio beneficio, habían olvidado que la ley nunca puede ser más importante que la caridad. Siguiendo este principio, el último código del Derecho Canónico que rige a la Iglesia reza así: “la salvación de las almas es la ley suprema de la Iglesia” (C 1752), y en función de esta norma se rigen las normas... No podemos vivir sin leyes que nos ayuden a normar y a dirigir nuestras vidas. Desde nuestra propia casa hasta las últimas instituciones necesitan de leyes, sin embargo quienes están encargados de la aplicación de éstas, deben tener siempre en cuenta el “espíritu” que las ha inspirado y que en última instancia es el bien de los individuos y de la comunidad. Aquellos a los que Dios nos ha puesto al cuidado de la observancia de la ley (padres, administradores, gobernantes, etc.) debemos tener siempre cuidado de no usarla para beneficio particular sino para el bien de los hermanos (Ernesto María Caro).
Primer Libro de Samuel 16,1-13. El Señor dijo a Samuel: "¿Hasta cuándo vas a estar lamentándote por Saúl, si yo lo he rechazado para que no reine más sobre Israel? ¡Llena tu frasco de aceite y parte! Yo te envío a Jesé, el de Belén, porque he visto entre sus hijos al que quiero como rey". Samuel respondió" "¿Cómo voy a ir? Si se entera Saúl, me matará". Pero el Señor replicó: "Llevarás contigo una ternera y dirás: 'Vengo a ofrecer un sacrificio al Señor'. Invitarás a Jesé al sacrificio, y yo te indicaré lo que debes hacer: tú me ungirás al que yo te diga". Samuel hizo lo que el Señor le había dicho. Cuando llegó a Belén, los ancianos de la ciudad salieron a su encuentro muy atemorizados, y le dijeron: "¿Vienes en son de paz, vidente?". "Sí, respondió él; vengo a ofrecer un sacrificio al Señor. Purifíquense y vengan conmigo al sacrificio". Luego purificó a Jesé y a sus hijos y los invitó al sacrificio. Cuando ellos se presentaron, Samuel vio a Eliab y pensó: "Seguro que el Señor tiene ante él a su ungido". Pero el Señor dijo a Samuel: "No te fijes en su aspecto ni en lo elevado de su estatura, porque yo lo he descartado. Dios no mira como mira el hombre; porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón". Jesé llamó a Abinadab y lo hizo pasar delante de Samuel, el cual dijo: "Tampoco a este ha elegido el Señor". Luego hizo pasar a Sammá; pero Samuel dijo: "Tampoco a este ha elegido el Señor". Así Jesé hizo pasar ante Samuel a siete de sus hijos, pero Samuel dijo a Jesé: "El Señor no ha elegido a ninguno de estos". Entonces Samuel preguntó a Jesé: "¿Están aquí todos los muchachos?". El respondió: "Queda todavía el más joven, que ahora está apacentando el rebaño". Samuel dijo a Jesé: "Manda a buscarlos, porque no nos sentaremos a la mesa hasta que llegue aquí". Jesé lo hizo venir: era de tez clara, de hermosos ojos y buena presencia. Entonces el Señor dijo a Samuel: "Levántate y úngelo, porque es este". Samuel tomó el frasco de óleo y lo ungió en presencia de sus hermanos. Y desde aquel día, el espíritu del Señor descendió sobre David. Samuel, por su parte, partió y se fue a Ramá.
Salmo 89,20-22.27-28. Tú hablaste una vez en una visión y dijiste a tus amigos: "Impuse la corona a un valiente, exalté a un guerrero del pueblo.
Encontré a David, mi servidor, y lo ungí con el óleo sagrado, para que mi mano esté siempre con él y mi brazo lo haga poderoso.
El me dirá: "Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora". Yo lo constituiré mi primogénito, el más alto de los reyes de la tierra.
Texto del Evangelio (Mc 2,23-28): Un sábado, cruzaba Jesús por los sembrados, y sus discípulos empezaron a abrir camino arrancando espigas. Decíanle los fariseos: «Mira ¿por qué hacen en sábado lo que no es lícito?». Él les dice: «¿Nunca habéis leído lo que hizo David cuando tuvo necesidad, y él y los que le acompañaban sintieron hambre, cómo entró en la Casa de Dios, en tiempos del Sumo Sacerdote Abiatar, y comió los panes de la presencia, que sólo a los sacerdotes es lícito comer, y dio también a los que estaban con él?». Y les dijo: «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado. De suerte que el Hijo del hombre también es señor del sábado».
Comentario: 1. 1S 16,1-13. Hoy se nos cuenta -en una de las varias versiones que existen en los libros históricos de la época- la elección y unción de David como rey. Samuel recibe el encargo de preparar al sucesor de Saúl, que todavía seguirá un tiempo en su cargo. Empieza la historia de David, «el rey ideal», carismático por excelencia. Uno de los personajes más importantes de todo el AT, junto con Abrahán y Moisés. El que logró la victoria contra los filisteos y la unidad territorial y política de Israel. Lo que más se resalta es que, sea cual sea la intervención que han tenido los hombres y las circunstancias, la de David ha sido una elección hecha por Dios, que es el que guía la historia de su pueblo. Como dice el salmo de hoy, «encontré a David mi siervo y lo he ungido con óleo sagrado, para que mi mano esté siempre con él». El fracaso de Saúl se interpreta como castigo de Dios. El éxito de David, como don gratuito de Dios. La simpática -y un tanto novelesca- escena de Samuel en casa de Jesé y su familia nos da a entender, una vez más, que los caminos de Dios no son como los nuestros. Todos hubieran apostado por los hermanos mayores, más fuertes y avezados. Nadie contaba con David. Su padre Jesé por poco se olvida de que existe. Ya iban a empezar a comer sin él. Pero Samuel espera que llegue el más joven y le unge de parte de Dios. En aquel momento «el espíritu del Señor invadió a David». Las bromas de Dios, libre y sorprendente en sus caminos.
También nosotros, muchas veces, juzgamos por apariencias, por valores externos. El mundo de hoy aplaude en sus concursos, en sus campeonatos y en sus medios de comunicación a los fuertes, a los sanos, a los que tienen éxito. Pero Dios aplaude a veces otros valores. De David no vio si era fuerte o no, sino que vio su corazón. Sigue siendo actual para nosotros, si queremos ir consiguiendo la sabiduría de Dios y no la del mundo, el consejo que se le dio a Samuel: «No mires su apariencia ni su gran estatura... la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón». Si siguiéramos esta norma, nos llevaríamos seguramente menos desengaños en la vida. Porque tendemos a poner nuestras ilusiones y nuestra confianza en ídolos humanos y en instituciones efímeras. No acabamos de aprender la lección que nos da Dios, que elige con criterios diversos y que con los medios más pobres y las personas más débiles según el mundo es capaz de hacer cosas grandes. Como dijo la Virgen María: «Ha mirado la pequeñez de su sierva y ha hecho en mí cosas grandes».
La lectura del Antiguo Testamento por desconcertante que sea tiene la ventaja de proporcionarnos unos resúmenes sorprendentes. Si miráramos sólo nuestra historia contemporánea correríamos el riesgo de no ver ciertas verdades importantes: las tenemos demasiado cerca... nos falta mirarlas a una cierta distancia. ¡Sin embargo Saúl, elegido por Dios, debió de reinar diez años! Apenas sabemos por el relato que ha sido proclamado rey (Samuel 10) que ya, en Samuel 15, leemos que ha sido rechazado. Y hoy sabremos quién es el nuevo elegido y cómo lo escogió Dios.
Con todo ello aprendemos una lección esencial que el "pasado" pone en evidencia para nuestro «día de hoy»... El rey no debe jamás olvidar que su realeza le viene del único verdadero Rey... y en cuanto a mí, he de saber que si he recibido unas responsabilidades no es a causa de mis excelencias, sino a fin de que la gracia de Dios sea exaltada en nuestras debilidades.
-El Señor dijo a Samuel: «¿Hasta cuándo vas a estar llorando por Saúl? Lo he rechazado para que no reine sobre Israel.» No hay que mirar atrás. ¡Avanzad siempre! dice Dios. Tras un desastre nacional no os quedéis en las lamentaciones -el rey Saúl morirá en el combate- ni ante una dificultad colectiva o personal. La vida sigue. Hay que mirar al futuro. Ante Dios oigo esas palabras divinas y las aplico a mi propia vida. ¿Qué es lo que debo emprender?, ¿qué es lo que debo continuar? En los próximos diez años, ¿qué proyecto, qué trabajo, qué responsabilidad esperas, Señor, de mí y de los que de mí dependen?
-Samuel dijo: «¿Cómo voy a ir?» Ciertamente, el profeta duda, tiene miedo. En la Biblia, cada vez que alguien es investido por Dios de una responsabilidad, se constata ese primer reparo. Yo también, Señor, tengo miedo de lo que me pides. San Pablo escribirá: «lo que hay de necio en el mundo, lo ha escogido Dios para confundir a los sabios... Io que hay de débil Dios lo ha escogido... a fin de que ningún mortal se gloríe delante de Dios... Yo mismo, me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso...» (I Cor 1,27; 2,3)
-La elección de David, el hijo menor. El problema de Samuel es dar un sucesor al rey Saúl, en una época difícil de la historia de las doce tribus. Humanamente se esperaría una elección racional y segura... un hombre maduro, fuerte y experimentado. Pero he ahí que Dios envía a su profeta a casa de un sencillo campesino de Belén y hace que desfilen los siete hijos mayores, los más gallardos y más fuertes, los que parecían designados por adelantado. Pero no son éstos los que Dios ha elegido. «¿No quedan ya más muchachos?» Sí, aquel en quien nadie pensaba: David, el más pequeño, el pequeño David, sólo capaz de guardar el rebaño en las colinas de Belén.
-Porque Dios no ve las cosas al modo de los hombres... el Señor mira el corazón. Debo detenerme a escuchar esta Palabra. Y contemplar detenidamente también la escena de la ¡«elección del más débil»! ¡Qué misterio! Es ya el misterio de Jesús nacido, débil, en ese mismo lugar: Belén. Y, a pesar de ello, nosotros continuamos elaborando unos criterios en nombre de los cuales un hombre podría pretender el ejercicio de responsabilidades: el derecho de primogenitura, la pertenencia a una dinastía o a una familia particular, los méritos, la experiencia de los años... Los designios de Dios no son los de los hombres. Libertad absoluta de Dios. Ayúdame, Señor, a no ser más que un pobre instrumento en tus fuertes manos (Noel Quesson).
Dentro del grupo de tradiciones de distintas procedencias recopiladas en estos capítulos, leemos hoy el relato de la unción de David. En lo que atañe al hilo de los acontecimientos tal como históricamente debieron de suceder, habrá que dar confianza más bien a otras narraciones, según las cuales David fue ungido rey primeramente por los hombres de Judá (2 Sm 2) y más tarde por los ancianos de Israel (2 Sm 5). El presente relato, nacido probablemente en ambientes proféticos, da una visión más teológica que rigurosamente histórica del traspaso de la monarquía de Saúl a David. Pero eso no significa que no sea una perspectiva real: únicamente que, en lugar de los hechos externos, trata de iluminar aquello que pasa en el corazón de los hombres y en el corazón de Dios. Esta unción profética, que se mantiene oculta (Eliab, el hermano mayor de David, desconoce la unción de éste cuando se enfrenta con Goliat: 17,28), recuerda la unción secreta de Saúl por el propio Samuel (10,1). Dios interviene por medio de sus profetas en la historia de los hombres y la conduce según desea, sin que, por otra parte, esta intervención estorbe la libertad de los hombres. Si el pueblo libremente aclama por rey a Saúl o David es porque previamente Dios, en su impenetrable designio, los había ya escogido, y esta elección divina está simbolizada por la unción con el óleo sagrado. "Desde aquel momento (de la unción) invadió a David el espíritu de Yahvé (que se había retirado de Saúl)" (v 13).
Todos estos textos nos hablan de la libre iniciativa de Dios en la dirección de la historia de su pueblo. La gran novedad es que, a diferencia de Saúl, la elección de David será irrevocable. Pero esta irrevocabilidad será también un don inmerecido, que brota de la misericordia gratuita del corazón de Dios. El lector se preguntará por qué Saúl, de quien conocemos solamente dos faltas no demasiado graves (véase el comentario de ayer), fue rechazado, mientras que David, del cual la historia sagrada cuenta pecados muy graves, no sólo es perdonado, sino que se le nombra repetidas veces «hombre según el deseo de Yahvé», y es propuesto como un modelo para sus sucesores. En primer lugar, David no es elegido por sus méritos, ni por ellos conservó el favor del Señor. Por tanto, no podemos pedir a Dios la razón de su generosidad porque nos podría responder, como el amo de la viña a los jornaleros que murmuraban contra él: "¿No puedo hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O ves tú con malos ojos que yo sea generoso?" (Mt 20,15). En segundo lugar, cuando Samuel reprende a Saúl, busca éste excusas, mientras que cuando Natán echa en cara a David su crimen, David responde inmediatamente: «¡He pecado!» (2 Sm 12,13) (H. Raguer).
Yo no juzgo como juzga el hombre, dice el Señor. El hombre se fija en las apariencias, pero el Señor se fija en los corazones. Y no es que en nuestro corazón haya algún mérito para que el Señor recompense lo que nosotros hacemos. A pesar de que conoce nuestras miserias, Él nos ama de un modo gratuito, porque así lo ha decidido Él. Lo único que espera de nosotros es que tengamos un corazón dispuesto a dejarse moldear por Él, como el barro tierno en manos del alfarero. Ante una voluntad que se entrega a Dios y le dice con lealtad: Hágase en mí según tu Palabra, Dios tomará nuestra vida en sus manos y, sacándonos de detrás de las ovejas, o levantándonos de nuestras miserias y pecados, podrá, si es su voluntad, ponernos al frente de su Pueblo, pues a Dios le agrada más la obediencia que miles de holocaustos y sacrificios. David, amado por Dios, será un símbolo de quien, a pesar de sus grandes miserias, siempre estará dispuesto a volver a Dios con un corazón arrepentido y, dispuesto también, a iniciar un nuevo camino bajo la fidelidad a Dios. Cristo, Hijo de Dios e Hijo de David, será para nosotros el motivo de nuestra santificación porque su alimento era hacer la voluntad de su Padre celestial. Ese es el mismo camino que se espera de quienes creemos en Cristo.
2. Sal. 88. Dios fue quien eligió al rey (v 20), lo ungió (21) y le prometió fuerza frente a sus enemigos (vv 22-24) y un reino desde el Mediterráneo al Éufrateses y al Tigris (vv 25-26). Le hizo además la promesa de una relación paterno-filial con Él y de un linaje perpetuo (vv 27-39). San Juan en el libro del Ap aplica a Jesús resucitado las palabras del v 28 al llamarle “primogénito de los muertos”, “el Príncipe de los reyes de la tierra” (Ap 1,5; cf Biblia de Navarra). Y se fija especialmente la tradición cristiana en Cristo al recitar el v27: “aquí, aquel que se encarnó en virtud de la economía divina llama a Dios su propio padre: ‘subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios’ (Jn 20,17). Porque es de Él de quien habla el profeta, porque, profetizando acerca del niño engendrado, le llama ‘Dios fuerte, padre del mundo venidero’ (Is 9,6)” (S. Atanasio). Dios, siempre fiel a sus promesas; su amor hacia los suyos jamás dará marcha atrás, pues lo que Dios da jamás lo retira. Él escogió a David como siervo suyo; lo ungió y, poniéndolo al frente del Pueblo, Dios siempre estuvo de su lado. Por eso David, con toda lealtad, puede llamar Padre a Dios; podrá invocar a Dios pues Él estará siempre dispuesto a protegerlo y a defenderlo de sus enemigos. ¿Habrá amor más grande hacia David, que el que Dios le ha manifestado? A nosotros, por medio de Cristo, Dios nos ha amado hasta el extremo. Desde Cristo Dios no sólo es llamado Padre nuestro, sino que en verdad lo tenemos por nuestro Padre. Cuando nos acercamos a pedirle perdón Él nos recibe y nos vuelve a enviar como testigos de su amor y de su misericordia. Por eso aprendamos a no luchar contra las fuerzas del mal con nuestros propios recursos, pues saldríamos vencidos. Pongámonos en manos de Dios y hagamos nuestra la Victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte. Aprendamos a dejarnos guiar, no por nuestros caprichos ni por nuestras pasiones desordenadas, sino por el Espíritu de Dios, que nos ha ungido y nos ha hecho hijos de Dios, por nuestra unión a Cristo, habitando en nosotros como en un templo.
Se nos habla de la elección de la persona a la que es otorgada la promesa (vv. 19, 20). David era el rey según la elección de Dios, lo mismo que Cristo, por lo que ambos son llamados reyes de Dios (2:6). David era poderoso. Dios le enalteció y ordenó a Samuel que le ungiese. Pero esto se aplica mejor a Cristo, pues: 1. Él es poderoso, capaz de efectuar una salvación completa. 2. Como David, también Él fue escogido del pueblo (v. 19c), pues participó de nuestra carne y de nuestra sangre (He. 2:14). 3. Dios lo ha hallado; es decir, es un salvador provisto por Dios (Jn. 3:16). 4. Como a David (v. 20b), Dios lo ha ungido también a él (Is. 61:1) y le ha constituido sacerdote, profeta y rey, le ha investido de todo poder y autoridad, y le ha resucitado de entre los muertos y lo ha sentado a su diestra. Él es el Ungido por excelencia (hebreo, Mesías; griego. Cristo).
III. Las promesas hechas a su escogido: a David como tipo, y a Cristo como el antitipo:
1. Con referencia a él mismo, como rey y siervo de Dios, se le promete aquí: (A) Que Dios estaría con él y le fortalecería en sus empresas (v. 21): «Mi mano le sostendrá siempre, nunca le faltará mi apoyo, y mi brazo lo fortalecerá a fin de que pueda superar todas las dificultades.»
(B) Que saldría victorioso de todos sus enemigos (vv. 22,23): «No lo sorprenderá el enemigo, etc.» Cristo salió fiador de nuestras deudas y, por eso. Satanás y la muerte pensaron que podían hacer presa en Él; pero Cristo satisfizo las demandas de la justicia de Dios y, así, no pudieron sus enemigos sorprenderle: «Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí» (Jn. 14:30b). «Sino que quebrantaré delante de Él a sus enemigos» (v. 23); el príncipe de este mundo será arrojado, los principados y poderes serán despojados y Cristo será la muerte de la muerte misma, y la destrucción del sepulcro (Os. 13:14; 1 Co. 15:55).
(C) «Mi verdad (lit. mi fidelidad) y mi misericordia estarán con Él» (v. 24). Estuvieron con David y están con Cristo, pues Dios hizo buenas todas sus promesas a Él. Pero eso no es todo: La misericordia y la fidelidad de Dios, esto es, su gracia y su verdad, nos vienen con Cristo (Jn. 1:14 y ss.); y todas las promesas de Dios son en Él Sí y Amén (2 Co. 1:20). Así que todo pobre pecador que espere el beneficio de la misericordia y de la fidelidad de Dios, ha de saber que están en Cristo y a Él debe apelar para conseguirlas (v. 28): «Para siempre le conservaré mi misericordia; en el canal de la mediación de Cristo correrán para siempre todos los arroyos de la bondad divina para con nosotros.^Y, así como la misericordia de Dios fluye hasta nosotros por medio de El, también por medio de Él es firme la promesa de Dios a nosotros: «y mi pacto con Él será estable» (v. 28b), tanto el pacto de la redención hecho con Él (2 Co. 5:19), como el pacto de la gracia hecho en Él (Ef. 1:4 y ss.; 2:5-10)...
(E) Que llamará a Dios su Padre, y Dios le tendrá por hijo, le nombrará su primogénito (vv. 26,27); como llamó a su pueblo (Ex. 4:22), llama también a su rey y, con él, al antitipo: Cristo. Esto es una alusión a las palabras del mensaje de Natán que se referían a Salomón (pues también él era tipo de Cristo, lo mismo que David): «Yo le seré por Padre y él me será por Hijo» (2 S. 7:14), y así la relación será mutua y reconocida por ambas partes: «Él me invocará diciendo: Mi padre eres tú» (v. 26). Así lo hizo Cristo, en los días de su vida mortal, cuando clamó a Él con clamor y lágrimas en Getsemaní, y así nos enseñó a nosotros a dirigirnos a Dios: «Padre nuestro, etc.» Es asimismo prerrogativa de Cristo ser el primogénito de toda creación (Col. 1:15) y, como tal, el heredero de todo (He. 1:2, 6).
3. * “Hoy como ayer, Jesús se las ha de tener con los fariseos, que han deformado la Ley de Moisés, quedándose en las pequeñeces y olvidándose del espíritu que la informa. Los fariseos, en efecto, acusan a los discípulos de Jesús de violar el sábado (cf. Mc 2,24). Según su casuística agobiante, arrancar espigas equivale a “segar”, y trillar significa “batir”: estas tareas del campo —y una cuarentena más que podríamos añadir— estaban prohibidas en sábado, día de descanso. Como ya sabemos, los panes de la ofrenda de los que nos habla el Evangelio, eran doce panes que se colocaban cada semana en la mesa del santuario, como un homenaje de las doce tribus de Israel a su Dios y Señor.
La actitud de Abiatar es la misma que hoy nos enseña Jesús: los preceptos de la Ley que tienen menos importancia han de ceder ante los mayores; un precepto ceremonial debe ceder ante un precepto de ley natural; el precepto del reposo del sábado no está, pues, por encima de las elementales necesidades de subsistencia. El Concilio Vaticano II, inspirándose en la perícopa que comentamos, y para subrayar que la persona ha de estar por encima de las cuestiones económicas y sociales, dice: «El orden social y su progresivo desarrollo se han de subordinar en todo momento al bien de la persona, porque el orden de las cosas se ha de someter al orden de las personas, y no al revés. El mismo Señor lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado (cf. Mc 2,27)».
San Agustín nos dice: «Ama y haz lo que quieras». ¿Lo hemos entendido bien, o todavía la obsesión por aquello que es secundario ahoga el amor que hay que poner en todo lo que hacemos? Trabajar, perdonar, corregir, ir a misa los domingos, cuidar a los enfermos, cumplir los mandamientos..., ¿lo hacemos porque toca o por amor de Dios? Ojalá que estas consideraciones nos ayuden a vivificar todas nuestras obras con el amor que el Señor ha puesto en nuestros corazones, precisamente para que le podamos amar a Él” (Ignasi Fabregat).
** Ratzinger cita un texto de Neusner, diálogo hipotético entre “el judío creyente” con Jesús, para ver lo que significaba el sábado para Israel y entender así lo que está en juego en esta disputa. En el relato de la creación, se dice que Dios descansó el séptimo día. «En ese día celebramos la creación (…) No trabajar en sábado significa algo más que cumplir escrupulosamente un rito. Es un modo de imitar a Dios». Por tanto, del sábado forma parte no sólo el aspecto negativo de no realizar actividades externas, sino también lo positivo del «descanso», que implica además una dimensión espacial: «Para respetar el sábado hay que quedarse en casa. No basta con abstenerse de realizar cualquier tipo de trabajo, también hay que descansar, restablecer en un día de la semana el círculo de la familia y el hogar, cada uno en su casa y en su sitio». El sábado no es sólo un asunto de religiosidad individual, sino el núcleo de un orden social: «Ese día convierte al Israel eterno en lo que es, en el pueblo que, al igual que Dios después de la creación, descansa al séptimo día de su creación». Es un tema actual, pues ante tanto afán de consumir “podríamos reflexionar sobre lo saludable que sería también para nuestra sociedad actual que las familias pasaran un día juntas, que la casa se convirtiera en hogar y realización de la comunión en el descanso de Dios”.
En ese diálogo entre Jesús e Israel, que es también actual, “el tema del «descanso» como elemento constitutivo del sábado permite a Neusner ponerse en relación con el grito de júbilo de Jesús, que en el Evangelio de Mateo precede a la narración de la recogida de espigas por parte de los discípulos. Es el llamado grito de júbilo mesiánico, que comienza: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla...» (Mt 11,25-30). En nuestra interpretación habitual, éstos aparecen como dos textos evangélicos muy diferentes entre sí: uno habla de la divinidad de Jesús, el otro de la disputa en torno al sábado. Neusner deja claro que ambos textos están estrechamente relacionados, pues en los dos casos se trata del misterio de Jesús, del «Hijo del hombre», del «Hijo» por excelencia.
Las frases inmediatamente precedentes a la narración sobre el sábado son: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11, 28-30). Generalmente estas palabras son interpretadas desde la idea del Jesús liberal, es decir, desde un punto de vista moralista: la interpretación liberal de la Ley que hace Jesús facilita la vida frente al «legalismo judío». Sin embargo, en la práctica, esta lectura no resulta muy convincente, pues seguir a Jesús no resulta cómodo, y además Jesús nunca dijo nada parecido. ¿Pero entonces qué?
Neusner nos muestra que no se trata de una forma de moralismo, sino de un texto de alto contenido teológico, o digámoslo con mayor exactitud, de un texto cristológico. A través del tema del descanso, y el que está relacionado con el de la fatiga y la opresión, el texto se conecta con la cuestión del sábado. El descanso del que se trata ahora tiene que ver con Jesús. Las enseñanzas de Jesús sobre el sábado aparecen ahora en perfecta consonancia con este grito de júbilo y con las palabras del Hijo del hombre como señor del sábado. Neusner resume del siguiente modo el contenido de toda la cuestión: «Mi yugo es ligero, yo os doy descanso. El Hijo del hombre es el verdadero señor del sábado. Pues el Hijo del hombre es ahora el sábado de Israel; es nuestro modo de comportarnos como Dios» (p. 72).
Ahora Neusner puede decir con más claridad que antes: «¡No es de extrañar, por tanto, que el Hijo del hombre sea señor del sábado! No es porque haya interpretado de un modo liberal las restricciones del sábado... Jesús no fue simplemente un rabino reformador que quería hacer la vida "más fácil" a los hombres... No, aquí no se trata de aligerar una carga... Está en juego la reivindicación de autoridad por parte de Jesús.»(p. 71). «Ahora Jesús está en la montaña y ocupa el lugar de la Torá» (p. 73). El diálogo del judío observante con Jesús llega aquí al punto decisivo. Ahora, desde su exquisito respeto, el rabino no pregunta directamente a Jesús, sino que se dirige al discípulo de Jesús: «"¿Es realmente cierto que tu maestro, el Hijo del hombre, es el señor del sábado?". Y como lo hacía antes, vuelvo a preguntar: "Tu maestro ¿es Dios?"» (p. 74).
Con ello se pone al descubierto el auténtico núcleo del conflicto. Jesús se ve a sí mismo como la Torá, como la palabra de Dios en persona. El grandioso Prólogo del Evangelio de Juan —«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios»— no dice otra cosa que lo que dice el Jesús del Sermón de la Montaña y el Jesús de los Evangelios sinópticos. El Jesús del cuarto Evangelio y el Jesús de los Evangelios sinópticos es la misma e idéntica persona: el verdadero Jesús «histórico».
El núcleo de las disputas sobre el sábado es la cuestión sobre el Hijo del hombre, la cuestión referente a Jesucristo mismo. Volvemos a ver cuánto se equivocaban Harnack y la exégesis liberal que le siguió con la idea de que en el Evangelio de Jesús no tiene cabida el Hijo, no tiene cabida Cristo: en realidad, Él es siempre su centro”.
*** Al igual que vimos hace días que Jesús tocó el leproso para curarlo, algo que estaba sumamente prohibido y hacía impuro al que cometía tal delito, ahora se vuelve a saltar otro mandamiento inventado por el pueblo judío, referente al sábado. En estos primeros días después de Navidad, y antes de proclamar de un modo solemne el mensaje de Jesús, hemos observado su plan de salvación: escoge a sus apóstoles para continuar su obra en el mundo, y extiende su misericordia poniendo la ley del amor al servicio de las personas, por encima de la ley escrita que ahoga cuando está privada de este espíritu. Ayer hablaba de la alegría de estar con el esposo en lugar de la ley del ayuno, hoy comer cuando está prohibido. Diríamos que Jesús abre las puertas de la religión a una vida auténticamente vivida, sin miedo a vivir, sin esconderse del mundo, aunque no es conformarse a él pues veremos que le cuesta la muerte la cuestión del sábado, pues no le mataron por predicar más laxitud, sino por ponerse en lugar de Dios, por eso le crucificaron, por mostrarse como quien era, el Mesías.
Ante las críticas actuales de si era un invento de la Iglesia, el cuerpo de doctrina que atribuimos a Jesús, podemos responder que nuestra religión no es religión de un libro, pues es en la Tradición por donde nos ha llegado el Evangelio: es una religión del Espíritu Santo en la Tradición viva de la Iglesia que ahora vemos en su primitiva formación, y los primeros cristianos murieron por el Evangelio como también Jesús, no se muere por una mentira. Además, la interpretación liberal de que Jesús fue un hombre bueno luego mitificado cae por su peso, como bien dijo hace medio siglo Romano Guardini: si no se cree que Jesús es Dios podría considerarse un loco o un mentiroso, pero la locura no es correlativa a su magnífica doctrina de lógica impecable, doctrina como nunca hubo, y culmen de sabiduría humana; y la sublimidad de su vida que entrega hasta la muerte no es tampoco la que corresponde a un malvado. Jesús culmina la revelación con la ley que vemos proclamar con sus primeras palabras estos días, y su vida la transmite su cuerpo místico, y esto constituye la Tradición que hemos recibido, y en la que vamos profundizando de la mano del Espíritu de Dios, de ese Señor de la historia del mundo, y de ese microcosmos que somos cada uno de nosotros, con todas nuestras circunstancias… A Jesús le interesan las personas, le interesamos nosotros, y esta prioridad marca su Evangelio. También orienta nuestro pensamiento, nos dice: ¡no seáis esclavos del sábado, de ninguna norma! Ama y haz lo que quieras… es el reino de la libertad del amor…
Ayer el motivo del altercado fue el ayuno. Hoy, una institución intocable del pueblo de Israel: el sábado. El recoger espigas era una de las treinta y nueve formas de violar el sábado, según las interpretaciones exageradas que algunas escuelas de los fariseos hacían de la ley. ¿Es lógico criticar que en sábado se tomen unas espigas y se coman? Jesús aplica un principio fundamental para todas las leyes: «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado». Trae como argumento la escena en que David come y da de comer a sus soldados hambrientos los «panes presentados», de alguna manera sagrados. Una cosa es obedecer a la ley de Dios y otra, caer en una casuística tan caprichosa que incluso pasa por encima del bien del hombre. El hombre está siempre en el centro de la doctrina de Jesús. La ley del sábado había sido dada precisamente a favor de la libertad y de la alegría del hombre (cf. Deuteronomio 5,12-15). Además Jesús lanza valientemente una de aquellas afirmaciones suyas que tan nerviosos ponían a sus enemigos: «El Hijo del Hombre es señor también del sábado». No es que Jesús haya venido a abolir la ley, pero sí a darle pleno sentido. Si todo hombre es superior al sábado, mucho más el Hijo del Hombre, el Mesías.
También nosotros podemos caer en unas interpretaciones tan meticulosas de la ley que lleguemos a olvidar el amor. La «letra» puede matar al «espíritu». La ley es buena y necesaria. La ley es, en realidad, el camino para llevar a la práctica el amor. Pero por eso mismo no debe ser absolutizada. El sábado -para nosotros el domingo- está pensado para el bien del hombre. Es un día en que nos encontramos con Dios, con la comunidad, con la naturaleza y con nosotros mismos. El descanso es un gesto profético que nos hace bien a todos, para huir de la esclavitud del trabajo o de la carrera consumista. El día del Señor también es día del hombre, con la Eucaristía como momento privilegiado. Pero tampoco nosotros debemos absolutizar el «cumplimiento» del domingo hasta perder de vista, por una exagerada casuística, su espíritu y su intención humana y cristiana. Debemos ver en el domingo sus «valores» más que el «precepto», aunque también éste exista y siga vigente. Las cosas no son importantes porque están mandadas. Están mandadas porque representan valores importantes para la persona y la comunidad. Es interesante el lenguaje con que el Código de Derecho Canónico (1983) expresa ahora el precepto del descanso dominical, por encima de la casuística de antes sobre las horas y las clases de trabajo: «El domingo los fieles tienen obligación de participar en la Misa y se abstendrán además de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo» (c. 1247). El Código se preocupa del bien espiritual de los cristianos y también de su alegría y de su salud mental y corporal. Tendríamos que saber distinguir lo que es principal y lo que es secundario. La Iglesia debería referirlo todo -también sus normas- a Cristo, la verdadera norma y la ley plena del cristiano (J. Aldazábal).
Elredo de Rielvaux (1110-1167) monje cisterciense inglés (Espejo de la caridad, III, 3,4,6) habla de “El Señor del sábado”, y dice así: “Cuando el hombre se aleja de la barahúnda exterior, se recoge en el secreto de su corazón, cierra la puerta a la multitud de vanidades ruidosas, cuando se aparta de sus tesoros, cuando ya no queda en él nada agitado o desordenado, cuando sus afanes cesan, nada le constriñe, al contrario: cuando todo en el hombre es serenidad, armonía, paz, tranquilidad, y cuando todos sus pequeños pensamientos, palabras y acciones sonríen como se sonríe al padre de familia que está reunida en paz, entonces nace en su corazón, de repente, una maravillosa seguridad. De esta seguridad viene un gozo extraordinario, y de este gozo brota un canto de alegría que se convierte en alabanza de Dios tanto más ferviente cuanto más conciencia se tiene que todo bien nos viene dado de parte de Dios.
Esta es la gozosa celebración del sábado que viene precedida de los seis días en que se realizan las obras. Primero hay que sudar en el cumplimiento de nuestras tareas y obras buenas para luego poder reposar en la paz de nuestra conciencia... En este sábado el alma gusta “cuán bueno es Jesús” (cf Sal 33)”.
La verdad, a los fariseos no les importaba transgredir la ley, sin embrago la sabían usar muy bien para su propio beneficio, habían olvidado que la ley nunca puede ser más importante que la caridad. Siguiendo este principio, el último código del Derecho Canónico que rige a la Iglesia reza así: “la salvación de las almas es la ley suprema de la Iglesia” (C 1752), y en función de esta norma se rigen las normas... No podemos vivir sin leyes que nos ayuden a normar y a dirigir nuestras vidas. Desde nuestra propia casa hasta las últimas instituciones necesitan de leyes, sin embargo quienes están encargados de la aplicación de éstas, deben tener siempre en cuenta el “espíritu” que las ha inspirado y que en última instancia es el bien de los individuos y de la comunidad. Aquellos a los que Dios nos ha puesto al cuidado de la observancia de la ley (padres, administradores, gobernantes, etc.) debemos tener siempre cuidado de no usarla para beneficio particular sino para el bien de los hermanos (Ernesto María Caro).
lunes, 16 de enero de 2012
Tiempo ordinario II, lunes: Dios es fiel, pero el hombre puede rechazarlo. Jesús es el esposo, como vino nuevo, vestido nuevo para el alma
Primer Libro de Samuel 15,16-23. Entonces Samuel dijo a Saúl: "¡Basta! Voy a anunciarte lo que el Señor me dijo anoche". "Habla", replicó él. Samuel añadió: "Aunque tú mismo te consideres poca cosa, ¿no estás al frente de las tribus de Israel? El Señor te ha ungido rey de Israel. El te mandó hacer una expedición y te dijo: Ve y consagra al exterminio a esos pecadores, los amalecitas; combátelos hasta acabar con ellos. ¿Por qué entonces no has escuchado la voz del Señor? ¿Por qué te has lanzado sobre el botín y has hecho lo malo a los ojos del Señor?". Saúl le replicó: "¡Yo escuché la voz del Señor! Hice la expedición que él me había encomendado; traje a Agag, rey de Amalec, consagré al exterminio a los amalecitas, y el pueblo tomó del botín ovejas y vacas, lo mejor de lo destinado al exterminio, para ofrecer sacrificios al Señor, tu Dios, en Guilgal". Samuel respondió: "¿Quiere el Señor holocaustos y sacrificios o quiere que se obedezca su voz? La obediencia vale más que el sacrificio; la docilidad, más que la grasa de carneros. Como pecado de hechicería es la rebeldía; como crimen de idolatría es la contumacia. Porque tú has rechazado la palabra del Señor, él te ha rechazado a ti para que no seas rey".
Salmo 50,8-9.16-17.21.23. No te acuso por tus sacrificios: ¡tus holocaustos están siempre en mi presencia!
Pero yo no necesito los novillos de tu casa ni los cabritos de tus corrales.
Dios dice al malvado: "¿Cómo te atreves a pregonar mis mandamientos y a mencionar mi alianza con tu boca, tú, que aborreces toda enseñanza y te despreocupas de mis palabras?
Haces esto, ¿y yo me voy a callar? ¿Piensas acaso que soy como tú? Te acusaré y te argüiré cara a cara.
El que ofrece sacrificios de alabanza, me honra de verdad; y al que va por el buen camino, le haré gustar la salvación de Dios".
Texto del Evangelio (Mc 2,18-22): Como los discípulos de Juan y los fariseos estaban ayunando, vienen y le dicen a Jesús: «¿por qué mientras los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan, tus discípulos no ayunan?». Jesús les dijo: «¿pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Mientras tengan consigo al novio no pueden ayunar. Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán, en aquel día.
Nadie cose un remiendo de paño sin tundir en un vestido viejo, pues de otro modo, lo añadido tira de él, el paño nuevo del viejo, y se produce un desgarrón peor. Nadie echa tampoco vino nuevo en pellejos viejos; de otro modo, el vino reventaría los pellejos y se echaría a perder tanto el vino como los pellejos: sino que el vino nuevo se echa en pellejos nuevos.
Comentario: 1. 1S 15,16-23. Llevamos ya una semana con la lectura de los Libros de Samuel. Quizá estemos algo desconcertados. Esos textos evocan situaciones muy antiguas y muy diferentes de las nuestras. Si perseveramos meditando sobre esos textos, descubriremos que, por su rareza misma, nos invitan a no detenernos en sus detalles concretos -aunque no sea inútil conocer las explicaciones arqueológicas e históricas que los aclaran-. Lo esencial es descubrir sus profundas significaciones.
-La ambigüedad profunda de los comportamientos y de los principios morales. En la época de Saúl regía un principio moral reconocido por todos los pueblos: terminada una guerra santa, el pueblo vencedor juraba el exterminio total del pueblo vencido. Hombres, mujeres, niños y ganado. ¡Y esto era considerado como un homenaje a Dios, dador de la victoria! Nos horrorizan tales principios; pero eso no impide que tales «hechos» hayan existido históricamente. De otra parte, lo que más nos sorprende es que Dios da la impresión de «seguir» esa costumbre de los hombres. Es como si Él reconociera, a destiempo, la regla moral que la conciencia humana elaboró en un momento dado de su evolución.
-¿Por qué no obedeciste al Señor? ¡El profeta Samuel reprocha a Saúl el haber salvado a una parte de los enemigos! Quizá Saúl experimentó sentimientos de piedad. Quizá creyó rendir un mejor homenaje a Dios «ofreciendo el ganado del botín en sacrificio cultual» antes que destruirlo en un «anatema estéril».
-¿Acaso se complace el Señor en los holocaustos y sacrificios tanto como en la obediencia a la palabra de Dios? Mejor es la obediencia que el sacrificio. Lo que cuenta es hacer la «voluntad de Dios». Obedecer es más importante que ofrecer un culto. Esto es siempre actual. En la ambigüedad de las evoluciones morales -el bien y el mal están cada vez más mezclados-, es preciso ir a lo esencial: estar a la búsqueda constante de la voluntad de Dios.
Jesús repitió frases semejantes: «Es el amor lo que deseo y no el sacrificio». (Mt 8,13). Siguiendo a todos los profetas, Jesús insistió varias veces sobre la necesidad de «interiorizar» la ley y el culto. ¡Señor, si conociéramos más distinta y claramente cuál es tu voluntad! En mi vida actual, evoco los puntos de mi vida en que dudo de qué será lo mejor. Acepto, Señor, no ver claramente, no tener plena seguridad en mis comportamientos... Concédenos, Señor, continuar buscando.
-Porque han rechazado la palabra del Señor, El te rechaza para que no seas Rey. Se esforzó en defenderse, invocando su «sinceridad», presentando sus «excusas». Eso pone en evidencia nuestra radical dependencia respecto a Dios. Cuando nos hemos esmerado en dilucidar cual es el mal menor, debemos, aun entonces, abandonarnos al juicio de Dios. Humildad radical. No somos nosotros los que subjetivamente nos justificamos a nosotros mismos. Señor, en la evolución actual, en la ambigüedad de las situaciones, quiero permanecer dependiendo de Ti (Noel Quesson).
Asistimos al drama de la reprobación de Saúl, aquel joven valiente y buen mozo, elegido de Dios y aclamado por el pueblo el primer «mesías», o sea, «ungido del Señor». ¿Cómo pudo fracasar? Tenemos dos versiones de la culpa que motivó su reprobación: una en el capitulo 13 y la segunda en el fragmento que hoy leemos. Pero las dos parecen insuficientes al lector moderno. De acuerdo con el capitulo 13 habría sido una falta ritual: haberse atrevido a ofrecer el holocausto sin esperar a que lo hiciera Samuel. Pero el mismo texto del relato, aun acusándole de desobediencia a las normas de Yahvé, menciona unas circunstancias que hacen más explicable su conducta: había esperado en vano siete días la llegada de Samuel, mientras el ejército se le dispersaba y los filisteos amenazaban atacar. Sin embargo, Samuel le dice que, por haber desobedecido, Yahvé va se ha buscado «un hombre a su gusto» que le sustituirá.
La segunda versión nos la ofrece este capitulo 15 y la atribuye a no haber cumplido estrictamente la ley del anatema propia de las guerras sagradas, de acuerdo con la cual había que exterminar a todos los hombres y ganado del bando vencido. También aquí hay atenuantes: Saúl había reservado las mejores reses, pero era para sacrificarlas a Yahvé en el santuario de Guilgal. ¿Una infracción litúrgica y la poca rapidez en el exterminio de los enemigos pueden ser causa suficiente para perder el favor de Yahvé, de tal manera que ni reconociendo la culpa y pidiendo perdón (24-29) pueda Saúl recuperarlo? Se dijera más bien que los autores sagrados, ante el hecho histórico del final trágico de Saúl, sienten la necesidad de dejar muy claro que no se trata de un fracaso de Dios, sino del hombre. Por otra parte, como dice san Agustín: «Dios no nos abandona si no le abandonamos» (y podríamos añadir que muy a menudo incluso abandonándole él no nos deja, sino que nos persigue con su gracia para conseguir la conversión) y, por consiguiente, debió de mediar alguna infidelidad en Saúl, ya que Dios le retiró su favor. Los autores sagrados escudriñan los recuerdos históricos y hallan solamente esas dos infracciones, que a nuestro parecer no son graves, pero no podemos afirmar que no hubiera habido otras.
Mejor que querer averiguar cuál fue históricamente la falta de Saúl -cada hombre es un misterio-, el mensaje religioso y también histórico de este fragmento hay que buscarlo en otra dirección. Al escribir este relato, algunos siglos después de sucedidos los hechos, el conflicto entre Samuel y Saúl se había convertido en paradigma de la tensión entre monarcas y profetas que atraviesa toda la historia de los reyes, ya en lo que se refiere a Judá (Isaías delante de Acaz y Ezequías), como más aún en el reino del Norte (Elías y Acab, Amós y Jeroboán II). La historia del fracaso de Saúl recordará siempre a los reyes que Dios da la realeza y la quita cuando quiere, y que hay que obedecerle a él y a sus enviados, los profetas. En caso contrario, la liturgia oficial no es grata a Dios: "Obedecer vale más que un sacrificio" (22) (H. Raguer).
2. Comentario al Salmos 49, tomado de editorial CLIE: es un salmo de instrucción, no de oración ni de alabanza. Dios se dirige aquí, por medio del salmista, a los que tenían un falso concepto de la religión, para hacerles ver que no se complace en los sacrificios del culto ni en el cumplimiento externo de la ley, mientras no se cumple de corazón lo que El ha ordenado.
La exhortación a los adoradores de Dios, para que conviertan sus sacrificios en oraciones (vv 7-15).
La reprensión a los que albergan la pretensión de que adoran a Dios, pero viven en desobediencia a sus mandatos (vv. 16-20); se les lee la sentencia (vv. 21, 22), y se amonesta a todos a que consideren su conducta tanto como sus devociones (v. 23). Es un salmo de Asaf.
Dios se dirige aquí a los que, en su religión, ponían todo el énfasis en la observancia exterior de la ley ceremonial, pensando que eso bastaba.
Expresa su relativo menosprecio de los sacrificios legales (v 8). Lo cual puede ser considerado: (A) En su relación con la ley misma. Los israelitas creían que Dios les habría de estar agradecido y satisfecho por la multitud de sacrificios que le ofrecían sobre el altar; pero Dios les declara que no necesitaba tales sacrificios. ¿Para qué los quería, siendo el Dueño Soberano de todos los animales? (vv 9,10). La infinita autosuficiencia de Dios muestra nuestra completa insuficiencia para añadir nada a lo que ya es suyo.
Después de instruir a su pueblo, por medio del salmista, sobre el método correcto de rendirle adoración, pasa Dios ahora a reprender a los malvados. El cargo que les imputa. (A) Les acusa de usurpar las funciones y los privilegios de la religión (v 16): «¿Qué tienes tú que hablar de mis leyes?», le dice al malvado. Esto es un reto a los que aparentan ser piadosos, pero son en realidad profanos, para mostrar que no están debidamente cualificados para declarar a otros la ley que ellos mismos no cumplen. Esta es la hipocresía de la que el Señor acusaba a los escribas y fariseos (por ej. Mt 23 y comp. con Ro 2:21,22), pero también tiene aplicación a todos los que profesan la piedad, pero practican la iniquidad, especialmente cuando son ministros de Dios y predicadores del Evangelio. (B) Les acusa de transgredir las leyes y preceptos de la religión (v 17): «Pues tú aborreces la corrección.» Les gustaba instruir y corregir a otros, pues esto les nutría el orgullo, pero aborrecían ser ellos mismos corregidos, pues esto les proporcionaba humillación; así que, para no verlas, se echaban a la espalda las palabras de Dios (v 17b).
La prueba del cargo que les hace (v 21): «Estas cosas hacías.» El Dios que conoce, no sólo los hechos, sino también las intenciones del corazón, puede expresarse categóricamente: Los hechos eran demasiado evidentes para ser negados, y demasiado pecaminosos para ser excusados.
La paciencia del Juez, y el abuso que el pecador hace de esa paciencia: «Y yo he callado.» Como diciendo: «Yo no te he parado los pies ni te he castigado, sino que te he permitido seguir tu curso; te he concedido prórroga, sin ejecutar de inmediato la sentencia que tus maldades merecían.» Sin embargo, el texto hebreo admite otra traducción, aunque menos probable: « ¿Y había yo de haber callado?» La paciencia de Dios es tanto más de admirar por el mal uso que el pecador hace de ella. Los pecadores suelen tomar el silencio de Dios por consentimiento, y la paciencia por connivencia y, por eso, cuanto más tardan en ser castigados, tanto más se les endurece el corazón.
La amable advertencia que les hace (v 22): «Entended ahora esto los que os olvidáis de Dios; considerad que Dios conoce vuestros pecados y toma buena nota de ellos, que la despreciada paciencia se volverá furiosa ira, pues si no consideráis esto ni mejoráis con ello vuestra conducta, os despedazará como un león (comp. con Os. 5:14), y no habrá quien os libre.»
A todos se nos dan luego las instrucciones necesarias para que evitemos ese fatal destino. (A) El fin primordial del hombre es dar gloria a Dios, y aquí se nos dice que «el que ofrece el sacrificio de acción de gracias le glorifica, le honra» (v 23), ya sea judío o gentil, pues esos son los sacrificios espirituales en los que Dios se complace (v He. 13:15,16). Esos son los sacrificios que surgen del fuego del altar de un corazón que arde en afectos de sincera devoción. (B) El fin del hombre es también, en conjunción con la glorificación de Dios, llegar a ser feliz en íntima comunión con El, y aquí se nos dice que al que ordena su camino, esto es, al que rectifica su conducta, le será mostrada la salvación de Dios. Vemos aquí un giro gramatical frecuente en hebreo, pues, siendo Dios el que habla, habríamos de esperar leer: «mi salvación». Buena es la expresión de gratitud, pero mejor es la vivencia de gratitud.
Convocados a juicio ante Dios, ¿quién podrá abrir la boca para defenderse o justificarse? Ante Él está nuestra vida desnuda; nada queda oculto ante sus ojos. Por eso, mientras aún es tiempo, sepamos deponer nuestro orgullo ante Él. Teniendo como punto de referencia el amor que el Padre Dios nos ha manifestado en Cristo, juzguemos nuestra vida y sepamos rectificar nuestros caminos. Acerquémonos con humildad al Señor y pidámosle que tenga misericordia de nosotros; pidámosle perdón y el Señor tendrá compasión de nosotros. Pero, recibido el perdón, a nosotros corresponde en adelante serle fieles al Señor. Sabiendo que somos frágiles, inclinados más hacia el mal que hacia el bien, con humildad pidámosle al Señor que nos renueve y que nos dé la fuerza de su Espíritu Santo, pues sólo así podremos vivir y caminar como hijos suyos, manteniéndonos fieles hasta el final de nuestra vida.
3. Mc 2,18-22 (ver domingo 8B). Nos encontramos con un tercer motivo de enfrentamiento de Jesús con los fariseos: después del perdón de los pecados y la elección de un publicano, ahora murmuran porque los discípulos de Jesús no ayunan. Los argumentos suelen ser más bien flojos. Pero muestran la oposición creciente de sus enemigos. Los judíos ayunaban dos veces por semana -los lunes y jueves- dando a esta práctica un tono de espera mesiánica. También el ayuno del Bautista y sus discípulos apuntaba a la preparación de la venida del Mestas. Ahora que ha llegado ya, Jesús les dice que no tiene sentido dar tanta importancia al ayuno. Con unas comparaciones muy sencillas y profundas se retrata a si mismo:
- él es el Novio y por tanto, mientras esté el Novio, los discípulos están de fiesta; ya vendrá el tiempo de su ausencia, y entonces ayunarán; - él es la novedad: el paño viejo ya no sirve; los odres viejos estropean el vino nuevo. Los judíos tienen que entender que han llegado los tiempos nuevos y adecuarse a ellos. El vino nuevo es el evangelio de Jesús. Los odres viejos, las instituciones judías y sobre todo la mentalidad de algunos. La tradición -lo que se ha hecho siempre, los surcos que ya hemos marcado- es más cómoda. Pero los tiempos mesiánicos exigen la incomodidad del cambio y la novedad. Los odres nuevos son la mentalidad nueva, el corazón nuevo. Lo que les costó a Pedro y los apóstoles aceptar el vine nuevo, hasta que lograron liberarse de su formación anterior y aceptar la mentalidad de Cristo, rompiendo con los esquemas humanos heredados.
El ayuno sigue teniendo sentido en nuestra vida de seguidores de Cristo. Tanto humana como cristianamente nos hace bien a todos el saber renunciar a algo y darlo a los demás, saber controlar nuestras apetencias y defendernos con libertad interior de las continuas urgencias del mundo al consumo de bienes que no suelen ser precisamente necesarios. Por ascética. Por penitencia. Por terapia purificadora. Y porque estamos en el tiempo en que la Iglesia «no ve» a su Esposo: estamos en el tiempo de su ausencia visible, en la espera de su manifestación final. Ahora bien, este ayuno no es un «absoluto» en nuestra fe. Lo primario es la fiesta, la alegría, la gracia y la comunión. Lo prioritario es la Pascua, aunque también tengan sentido el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo como preparación e inauguración de la Pascua. También el amor supone muchas veces renuncia y ayuno. Pero este ayuno no debe disminuir el tono festivo, de alegría, de celebración nupcial de los cristianos con Cristo, el Novio. El cristianismo es fiesta y comunión, en principio. Así como en el AT se presentaba con frecuencia a Yahvé como el Novio o el Esposo de Israel, ahora en el NT es Cristo quien se compara a si mismo con el Novio que ama a su Esposa, la Iglesia. Y eso provoca alegría, no tristeza (J. Aldazábal).
* La novedad esponsal en Jesús, el paño nuevo, el vino nuevo, la alianza nueva, todo es novedad, que requiere no una simple adaptación sino un cambio radical. Dios es siempre nuevo. Los hombres pueden cambiar, pasar de la fidelidad a la infidelidad, pero Dios no, Dios es siempre fiel. Se nos muestra como un enamorado, que entreteje un diálogo nuevo, de intimidad en una nueva alianza sellada en el interior del corazón. La alianza esponsal culmina en el misterio sublime de la pasión, muerte y resurrección, ahí se desposa con el nuevo pueblo de la Iglesia, por el Espíritu Santo, que hace nuevas todas las cosas. La relación esponsal establece una cosa nueva que nace del compromiso entre un hombre y una mujer, con pasión, compromiso y exclusividad. El paño nuevo siempre es para hacer un vestido nuevo, no para remendar el viejo. “Jesús es la tela nueva, que quiere vestir al hombre con la novedad de su mensaje y de su salvación definitiva y total. ¿Puede acaso la novedad de Cristo reducirse a ser un remiendo de las tradiciones, ritos, instituciones del judaísmo o de las religiones paganas existentes en el mundo helenístico?” (cf. el comentario al pasaje, en Iesus.org). El vino nuevo requiere odres nuevos. Jesús es el vino nuevo. “El odre viejo es el hombre no renovado por el misterio de Cristo paciente y glorioso, el hombre perteneciente a las religiones antiguas, principalmente la religión judía. El vino nuevo de Cristo reclama hombres nuevos, dispuestos a beber el cáliz del vino nuevo con alegría y con sinceridad” (ibid.).
El tema de la unión esponsal hace referencia al cuerpo humano como don. “La vocación esponsal no sólo dice a la persona sino que la dice como don. El don de sí, en efecto, es el sentido último de la existencia humana, la vocación que funda todas las demás, lo único que realiza plenamente a la persona. Respecto al don de sí el cuerpo es su signo y su condición de posibilidad; es la persona misma en cuanto susceptible de darse. Sólo en el cuerpo y según el cuerpo es posible el amor humano, cualquiera que sea su forma. Cierto que en el matrimonio tiene lugar la unión según el cuerpo de modo singular y paradigmático, pero lo esponsal rebasa infinitamente lo matrimonial. Incluso podemos decir que la existencia humana en su totalidad acontece según el cuerpo, y por eso mismo posee dimensión esponsal. Así lo comprende el Cristianismo en la perspectiva de la Encarnación, según la cual todo lo humano se halla envuelto en una relación esponsal con Dios cuyo eje es Cristo, el Dios hecho carne. A la luz de este misterio comprendemos que en lo corporal siempre late lo esponsal. Por ejemplo en la presencia, que es la manifestación corporal más básica, adivinamos una entrega incoada, un don de sí incipiente, una afirmación del otro, una apertura al amor, admitiendo todo ello diversos grados. Así ocurre en la palabra de Cristo en la Última Cena “esto es mi Cuerpo” (Mt 26, 26), que equivale a decir: “aquí estoy presente, soy yo aquí y ahora, soy yo en trance de ofrecerme”. Por su alusión a la entrega voluntaria, la frase evangélica expresa, además, el grado máximo de presencia corporal, pues en ella se asume la debilidad, la indigencia y la vulnerabilidad. En el cuerpo, efectivamente, la persona está expuesta al dolor y a la muerte, y necesitada de salvación; por eso en los niños y enfermos la presencia adquiere peculiar intensidad. La fragilidad del cuerpo pone de manifiesto su significado esponsal, aunque también lo hace, de otro modo, la belleza y el vigor físico. Los diversos significados se concilian e iluminan mutuamente en el don de sí salvador, pues la persona se recibe dándose, se gana perdiéndose y se salva entregándose. En este sentido Tertuliano (s. III) consideraba al cuerpo como “quicio de la salvación” (caro salutis est cardo)” (Pablo Prieto).
El esposo, según la expresión de los profetas de Israel, indica al mismo Dios, y es manifestación del amor divino hacia los hombres (Israel es la esposa, no siempre fiel, objeto del amor fiel del esposo, Yahvé). Es decir, Jesús se equipara a Yahvé. Está aquí declarando su divinidad: llama a sus discípulos «los amigos del esposo», los que están con Él, y así no necesitan ayunar porque no están separados de Él.
Jesús nos acompaña en nuestro camino, hace historia con nosotros, y hemos de alegrarnos: “¿Acaso pueden ayunar los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos?” Esta presencia del esposo que ama, nos dará alegría y seguridad; y nos ayuda a colaborar con la gracia para superar el pecado, morir al hombre viejo, quitarnos el vestido viejo, y vestirnos del hombre nuevo, revistiéndonos de Jesucristo.
** “Hoy comprobamos cómo los judíos, además del ayuno prescrito para el Día de la Expiación (cf. Lev 16,29-34) observaban muchos otros ayunos, tanto públicos como privados. Eran expresión de duelo, de penitencia, de purificación, de preparación para una fiesta o una misión, de petición de gracia a Dios, etc. Los judíos piadosos apreciaban el ayuno como un acto propio de la virtud de la religión y muy grato a Dios: el que ayuna se dirige a Dios en actitud de humildad, le pide perdón privándose de aquellas cosas que, satisfaciéndole, le hubieran apartado de Él.
Que Jesús no inculque esta práctica a sus discípulos y a los que le escuchan, sorprende a los discípulos de Juan y a los fariseos. Piensan que es una omisión importante en sus enseñanzas. Y Jesús les da una razón fundamental: «¿Acaso pueden los amigos del esposo ayunar mientras está con ellos el esposo?» (Mc 2,19) (…) La Iglesia ha permanecido fiel a esta enseñanza que, viniendo de los profetas e incluso siendo una práctica natural y espontánea en muchas religiones, Jesucristo la confirma y le da un sentido nuevo: ayuna en el desierto como preparación a su vida pública, nos dice que la oración se fortalece con el ayuno, etc” (Joaquim Villanueva).
Pero lo principal no es el ayuno sino el amor, el vestido nuevo que nos ponemos con el paño de la gracia, la filiación divina, revestirnos de Cristo: «Un día -no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia-, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana -que es la razón más sobrenatural-, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de El (…) La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía». Así san Josemaría Escrivá recordaba el mensaje de santidad en medio del mundo, que resumía así: «conocer a Jesucristo; hacerlo conocer; llevarlo a todos los sitios», escribió don Josemaría en un pequeño trozo de papel con trazos fuertes. Y la filiación divina ocupa un lugar de fundamento. En una tertulia de 1967 le preguntaron: «-¿Qué podemos decir como lo más fundamental de nuestra vocación?: -Di lo que te parezca más adecuado, según cada persona. Para mí, lo más fundamental, lo mejor, lo más bonito es que me hace sentirme hijo de Dios. Da una gran serenidad, aunque se haga una tontería muy gorda. Todos somos hijos de Dios, pero algunos no quieren serlo o no lo saben. Nosotros tenemos la alegría de saberlo, y así podemos pedir ayuda. Cuando surge la dificultad: Abba, Pater!. Y viene inmediatamente la serenidad».
*** Entre los que escuchaban al Señor, la mayoría serían pobres y sabrían de remiendos en vestidos; habría vendimiadores que sabrían lo que ocurre cuando el vino nuevo se echa en odres viejos. Les recuerda Jesús que han de recibir su mensaje con espíritu nuevo, que rompa el conformismo y la rutina de las almas avejentadas, que lo que Él propone no es una interpretación más de la Ley, sino una vida nueva. Toda nuestro obrar moral se alimenta de este hecho: somos hijos de Dios: Mirad qué amor nos ha manifestado el Padre, pues ha querido que nos llamemos hijos de Dios, y lo seamos (1 Jn, 3, 1). Dios elige al hombre -ego elegi vos -, y lo crea, para ser santo y gozar de la presencia de Dios siendo en la vida nueva de la gracia imitadores de Jesucristo como hijos queridísimos. «Esta unión de Cristo con el hombre, es en sí misma un misterio, del que nace el hombre nuevo llamado a participar en la vida de Dios (cfr 2 Petr 1, 4), creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia y verdad (cfr. Eph 2, 10; Io 1, 14.16) –seguía diciendo san Josemaría-… El "hombre nuevo", llamado a participar de la vida de Dios, nace de la unión con Cristo, porque el principio de la vida nueva es la gracia, y esta es en el hombre una participación de la gracia que llena plenamente el alma humana de Cristo: su gracia capital».
Así pues, el hombre, después de su caída que disgrega sus energías y, herido, quiere ser esclavizado por el pecado, ha sido elevado a la gracia, redimido y recreado -es el 'esse gratiae' (2 Cor 5, 17)-: por Cristo, y en Cristo somos hijos de Dios. Dice S. Pablo: “Quicumque enim spiritu Dei aguntur, ii sunt filii Dei –los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rom 8, 14). La filiación divina graba en el hombre los rasgos del Unigénito, haciéndole hermano de Jesucristo y con la gracia otorga las virtudes sobrenaturales y los dones, por el Espíritu: por la gracia Dios convierte al hombre en hijo adoptivo y templo de la Santísima Trinidad.
La novedad –el vino nuevo, la nueva alianza, la novedad esponsal- del obrar de los hijos de Dios se basa pues en la docilidad a la gracia. A un alma así, Dios le va llevando «por los caminos de nuestra vida interior -dice a uno grupo de hijos suyos, recordando aquellos años-. ¿Qué puede hacer una criatura que debe cumplir una misión, si no tiene medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada? Ir a su madre y a su padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos. Eso hice yo en la vida espiritual. Eso sí, a golpe de disciplina -de expiación, de penitencia-, llevando el compás. ¿Qué buscaba yo? Cor Mariæ Dulcissimum, iter para tutum! Buscaba el poder de la Madre de Dios, como un hijo pequeño, yendo por caminos de infancia. Y acudía a San José, mi Padre y Señor...; y a la intercesión de los Santos...; y a la devoción a los Santos Angeles Custodios» (sigo con el discurso de san Josemaría). Veamos una de las manifestaciones: el temor filial –clásico en los Padres- en relación con el sentido de la filiación divina y el amor esponsal del que vamos hablando.
El hijo de Dios está libre de temor; y la filiación divina se manifiesta en el amor: libre de temor, pues «un hijo de Dios no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina». No hay temor alguno sino confianza segura: «Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza. Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, Abba, Pater! (Rom VIII, 15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo». San Josemaría Escrivá, que ha tanto insistido sobre este punto, decía en sus primerísimos escritos: Dios «está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando.
¡Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de nuestros padres diciéndoles, después de una travesura: ¡ya no lo haré más! -Quizá aquel mismo día volvimos a caer de nuevo... Y nuestro padre, con fingida dureza en la voz, la cara seria, nos reprende..., a la par que se enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos hace para portarse bien!
Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos».
En efecto, así ve al Dios de nuestra fe...: es un Padre que ama a sus hijos (cf. Cristo que pasa, n. 84), continuamente pendiente de nosotros: dispuesto siempre a oírnos, pendiente en cada momento de la palabra del hombre... Nos oye el Señor, para intervenir, para librarnos del mal y llenarnos de bien (n. 57).
Insiste en otro lugar: «El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia El, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones»
«La religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma -no se aquieta- si no trata y conoce al Creador. Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero -¡nos quiere Cristo!- hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse» (Amigos de Dios, 38).
Es un gran tema de la patrística (en mi tesis doctoral toqué este tema), que se resume en los binomios temor filial o casto en relación con la esclavitud del amor, que es la libertad: «Pero se habla también de temor. No me imagino más temor que el de apartarse del Amor. Porque Dios Nuestro Señor no nos quiere apocados, timoratos, o con una entrega anodina. Nos necesita audaces, valientes, delicados. El temor que nos recuerda el texto sagrado nos trae a la cabeza aquella otra queja de la Escritura: busqué al amado de mi alma; lo busqué y no lo hallé (Cant III, 1)» (Amigos de Dios, 277).
«Hijos míos, ved si hay en la tierra un amor más fiel que el amor de Dios por nosotros. Nos mira por las rendijas de las ventanas -son palabras de la Escritura (cfr. Cant. II, 9)-, nos mira con el amor de una madre que está esperando al hijo que debe llegar: ya viene, ya viene... Nos mira con el amor de la esposa casta y fiel, que espera a su marido. Es El quien nos espera, y nosotros hemos sido, tantas veces, quienes le hemos hecho esperar». Consideraciones que nos ayudan a ayunar, sí, pero sobretodo preparar nuestro corazón para el vino nuevo, la nueva alianza esponsal y filial en Cristo.
Siguiendo la "lectura continua" del evangelio, según san Marcos, no olvidemos que estamos ante la predicación de san Pedro, de quien Marcos es como el secretario. Es importante leer este evangelio por sí mismo; olvidando momentáneamente los otros tres evangelios... Como conocemos mejor el evangelio según san Mateo, nos sentimos tentados de "proyectar" sobre una página de Marcos, otros detalles de la misma escena, que Mateo nos ha relatado. La pasada semana vimos el comienzo de la predicación y de la acción de Jesús. Vimos que había escogido ya cinco discípulos y que impone silencio a los que le reconocen como Hijo de Dios. Esta semana, en cada página, encontraremos a "Jesús y sus discípulos" que forman un grupo absolutamente solidario, frente a sus adversarios...
En lo que Pedro nos aporta, es capital recordar esto: Jesús como diríamos hoy contesta y es contestado...
-Los discípulos de Juan y los fariseos ayunaban; vienen pues a Jesús y le dicen: ¿Por qué tus discípulos no ayunan, como los discípulos de Juan y los fariseos?" La solidaridad es pues total. Hemos visto, viernes último, que se hacía a los discípulos una pregunta sobre el comportamiento de Jesús: "¿Por qué habla así este hombre? ¡Basfema!" Hoy vemos a los mismos adversarios hacer a Jesús una pregunta sobre el comportamiento de sus discípulos: "¿Por qué tus discípulos no ayunan?" Todo el evangelio de san Pedro presentará este conflicto: sólo estamos en el segundo capítuIo, pero ya se está preparando el "complot" que conducirá a la Pasión. "Jesús y sus discípulos"... también es la Iglesia que se prepara. Jesús y sus discípulos forman un grupo que nos interpela... por su comportamiento no habitual. ¿Es esto verdad hoy?
-Jesús contesta: "¿Acaso pueden los invitados a la boda ayunar mientras está con ellos el esposo?"
El segundo conflicto que provoca el grupo -siendo el primero la "remisión de los pecados"- es pues una especie de alegría inusitada: gentes que no "ayunan", gentes que "comen y beben" normalmente en lugar de ayunar, ¡gentes con aire de fiesta! Hasta aquí, los piadosos, los espirituales, se distinguían siempre por su austeridad, sus sacrificios. ¡Pues, sí! Es realmente la fiesta, responde Jesús. Mis discípulos son "los invitados a una boda"... tienen al "esposo" con ellos... son gentes felices, alegres. Si estos adversarios hubieran estado disponibles, habrían comprendido la alusión: toda la Bihlia, que ellos creían conocer tan bien habla de Dios como de un Esposo que había hecho Alianza con la humanidad. He aquí llegado el tiempo de la nueva Alianza, he aquí llegado el tiempo de la Boda de Dios con el hombre, es pues el tiempo de la alegria. ¿Tengo yo el mismo espíritu? ¿Soy un discípulo de este hombre?
-Nadie remienda un vestido viejo con una pieza de tela nueva... Nadie echa vino nuevo en odres viejos... A vino "nuevo", odres "nuevos". ¡Pues, sí! Será preciso escoger. O bien se queda uno con lo "viejo", los viejos usos, las viejas costumbres. O bien uno entra en la "novedad", en la renovación, en la juventud. Jesús no teme afirmar, desde el comienzo, la novedad radical de su mensaje. El evangelio no es un "remiendo", ¡es "algo nuevo"! ¿Tengo yo este espíritu? ¿Soy un discípulo de este hombre? (Noel Quesson).
Salmo 50,8-9.16-17.21.23. No te acuso por tus sacrificios: ¡tus holocaustos están siempre en mi presencia!
Pero yo no necesito los novillos de tu casa ni los cabritos de tus corrales.
Dios dice al malvado: "¿Cómo te atreves a pregonar mis mandamientos y a mencionar mi alianza con tu boca, tú, que aborreces toda enseñanza y te despreocupas de mis palabras?
Haces esto, ¿y yo me voy a callar? ¿Piensas acaso que soy como tú? Te acusaré y te argüiré cara a cara.
El que ofrece sacrificios de alabanza, me honra de verdad; y al que va por el buen camino, le haré gustar la salvación de Dios".
Texto del Evangelio (Mc 2,18-22): Como los discípulos de Juan y los fariseos estaban ayunando, vienen y le dicen a Jesús: «¿por qué mientras los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan, tus discípulos no ayunan?». Jesús les dijo: «¿pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Mientras tengan consigo al novio no pueden ayunar. Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán, en aquel día.
Nadie cose un remiendo de paño sin tundir en un vestido viejo, pues de otro modo, lo añadido tira de él, el paño nuevo del viejo, y se produce un desgarrón peor. Nadie echa tampoco vino nuevo en pellejos viejos; de otro modo, el vino reventaría los pellejos y se echaría a perder tanto el vino como los pellejos: sino que el vino nuevo se echa en pellejos nuevos.
Comentario: 1. 1S 15,16-23. Llevamos ya una semana con la lectura de los Libros de Samuel. Quizá estemos algo desconcertados. Esos textos evocan situaciones muy antiguas y muy diferentes de las nuestras. Si perseveramos meditando sobre esos textos, descubriremos que, por su rareza misma, nos invitan a no detenernos en sus detalles concretos -aunque no sea inútil conocer las explicaciones arqueológicas e históricas que los aclaran-. Lo esencial es descubrir sus profundas significaciones.
-La ambigüedad profunda de los comportamientos y de los principios morales. En la época de Saúl regía un principio moral reconocido por todos los pueblos: terminada una guerra santa, el pueblo vencedor juraba el exterminio total del pueblo vencido. Hombres, mujeres, niños y ganado. ¡Y esto era considerado como un homenaje a Dios, dador de la victoria! Nos horrorizan tales principios; pero eso no impide que tales «hechos» hayan existido históricamente. De otra parte, lo que más nos sorprende es que Dios da la impresión de «seguir» esa costumbre de los hombres. Es como si Él reconociera, a destiempo, la regla moral que la conciencia humana elaboró en un momento dado de su evolución.
-¿Por qué no obedeciste al Señor? ¡El profeta Samuel reprocha a Saúl el haber salvado a una parte de los enemigos! Quizá Saúl experimentó sentimientos de piedad. Quizá creyó rendir un mejor homenaje a Dios «ofreciendo el ganado del botín en sacrificio cultual» antes que destruirlo en un «anatema estéril».
-¿Acaso se complace el Señor en los holocaustos y sacrificios tanto como en la obediencia a la palabra de Dios? Mejor es la obediencia que el sacrificio. Lo que cuenta es hacer la «voluntad de Dios». Obedecer es más importante que ofrecer un culto. Esto es siempre actual. En la ambigüedad de las evoluciones morales -el bien y el mal están cada vez más mezclados-, es preciso ir a lo esencial: estar a la búsqueda constante de la voluntad de Dios.
Jesús repitió frases semejantes: «Es el amor lo que deseo y no el sacrificio». (Mt 8,13). Siguiendo a todos los profetas, Jesús insistió varias veces sobre la necesidad de «interiorizar» la ley y el culto. ¡Señor, si conociéramos más distinta y claramente cuál es tu voluntad! En mi vida actual, evoco los puntos de mi vida en que dudo de qué será lo mejor. Acepto, Señor, no ver claramente, no tener plena seguridad en mis comportamientos... Concédenos, Señor, continuar buscando.
-Porque han rechazado la palabra del Señor, El te rechaza para que no seas Rey. Se esforzó en defenderse, invocando su «sinceridad», presentando sus «excusas». Eso pone en evidencia nuestra radical dependencia respecto a Dios. Cuando nos hemos esmerado en dilucidar cual es el mal menor, debemos, aun entonces, abandonarnos al juicio de Dios. Humildad radical. No somos nosotros los que subjetivamente nos justificamos a nosotros mismos. Señor, en la evolución actual, en la ambigüedad de las situaciones, quiero permanecer dependiendo de Ti (Noel Quesson).
Asistimos al drama de la reprobación de Saúl, aquel joven valiente y buen mozo, elegido de Dios y aclamado por el pueblo el primer «mesías», o sea, «ungido del Señor». ¿Cómo pudo fracasar? Tenemos dos versiones de la culpa que motivó su reprobación: una en el capitulo 13 y la segunda en el fragmento que hoy leemos. Pero las dos parecen insuficientes al lector moderno. De acuerdo con el capitulo 13 habría sido una falta ritual: haberse atrevido a ofrecer el holocausto sin esperar a que lo hiciera Samuel. Pero el mismo texto del relato, aun acusándole de desobediencia a las normas de Yahvé, menciona unas circunstancias que hacen más explicable su conducta: había esperado en vano siete días la llegada de Samuel, mientras el ejército se le dispersaba y los filisteos amenazaban atacar. Sin embargo, Samuel le dice que, por haber desobedecido, Yahvé va se ha buscado «un hombre a su gusto» que le sustituirá.
La segunda versión nos la ofrece este capitulo 15 y la atribuye a no haber cumplido estrictamente la ley del anatema propia de las guerras sagradas, de acuerdo con la cual había que exterminar a todos los hombres y ganado del bando vencido. También aquí hay atenuantes: Saúl había reservado las mejores reses, pero era para sacrificarlas a Yahvé en el santuario de Guilgal. ¿Una infracción litúrgica y la poca rapidez en el exterminio de los enemigos pueden ser causa suficiente para perder el favor de Yahvé, de tal manera que ni reconociendo la culpa y pidiendo perdón (24-29) pueda Saúl recuperarlo? Se dijera más bien que los autores sagrados, ante el hecho histórico del final trágico de Saúl, sienten la necesidad de dejar muy claro que no se trata de un fracaso de Dios, sino del hombre. Por otra parte, como dice san Agustín: «Dios no nos abandona si no le abandonamos» (y podríamos añadir que muy a menudo incluso abandonándole él no nos deja, sino que nos persigue con su gracia para conseguir la conversión) y, por consiguiente, debió de mediar alguna infidelidad en Saúl, ya que Dios le retiró su favor. Los autores sagrados escudriñan los recuerdos históricos y hallan solamente esas dos infracciones, que a nuestro parecer no son graves, pero no podemos afirmar que no hubiera habido otras.
Mejor que querer averiguar cuál fue históricamente la falta de Saúl -cada hombre es un misterio-, el mensaje religioso y también histórico de este fragmento hay que buscarlo en otra dirección. Al escribir este relato, algunos siglos después de sucedidos los hechos, el conflicto entre Samuel y Saúl se había convertido en paradigma de la tensión entre monarcas y profetas que atraviesa toda la historia de los reyes, ya en lo que se refiere a Judá (Isaías delante de Acaz y Ezequías), como más aún en el reino del Norte (Elías y Acab, Amós y Jeroboán II). La historia del fracaso de Saúl recordará siempre a los reyes que Dios da la realeza y la quita cuando quiere, y que hay que obedecerle a él y a sus enviados, los profetas. En caso contrario, la liturgia oficial no es grata a Dios: "Obedecer vale más que un sacrificio" (22) (H. Raguer).
2. Comentario al Salmos 49, tomado de editorial CLIE: es un salmo de instrucción, no de oración ni de alabanza. Dios se dirige aquí, por medio del salmista, a los que tenían un falso concepto de la religión, para hacerles ver que no se complace en los sacrificios del culto ni en el cumplimiento externo de la ley, mientras no se cumple de corazón lo que El ha ordenado.
La exhortación a los adoradores de Dios, para que conviertan sus sacrificios en oraciones (vv 7-15).
La reprensión a los que albergan la pretensión de que adoran a Dios, pero viven en desobediencia a sus mandatos (vv. 16-20); se les lee la sentencia (vv. 21, 22), y se amonesta a todos a que consideren su conducta tanto como sus devociones (v. 23). Es un salmo de Asaf.
Dios se dirige aquí a los que, en su religión, ponían todo el énfasis en la observancia exterior de la ley ceremonial, pensando que eso bastaba.
Expresa su relativo menosprecio de los sacrificios legales (v 8). Lo cual puede ser considerado: (A) En su relación con la ley misma. Los israelitas creían que Dios les habría de estar agradecido y satisfecho por la multitud de sacrificios que le ofrecían sobre el altar; pero Dios les declara que no necesitaba tales sacrificios. ¿Para qué los quería, siendo el Dueño Soberano de todos los animales? (vv 9,10). La infinita autosuficiencia de Dios muestra nuestra completa insuficiencia para añadir nada a lo que ya es suyo.
Después de instruir a su pueblo, por medio del salmista, sobre el método correcto de rendirle adoración, pasa Dios ahora a reprender a los malvados. El cargo que les imputa. (A) Les acusa de usurpar las funciones y los privilegios de la religión (v 16): «¿Qué tienes tú que hablar de mis leyes?», le dice al malvado. Esto es un reto a los que aparentan ser piadosos, pero son en realidad profanos, para mostrar que no están debidamente cualificados para declarar a otros la ley que ellos mismos no cumplen. Esta es la hipocresía de la que el Señor acusaba a los escribas y fariseos (por ej. Mt 23 y comp. con Ro 2:21,22), pero también tiene aplicación a todos los que profesan la piedad, pero practican la iniquidad, especialmente cuando son ministros de Dios y predicadores del Evangelio. (B) Les acusa de transgredir las leyes y preceptos de la religión (v 17): «Pues tú aborreces la corrección.» Les gustaba instruir y corregir a otros, pues esto les nutría el orgullo, pero aborrecían ser ellos mismos corregidos, pues esto les proporcionaba humillación; así que, para no verlas, se echaban a la espalda las palabras de Dios (v 17b).
La prueba del cargo que les hace (v 21): «Estas cosas hacías.» El Dios que conoce, no sólo los hechos, sino también las intenciones del corazón, puede expresarse categóricamente: Los hechos eran demasiado evidentes para ser negados, y demasiado pecaminosos para ser excusados.
La paciencia del Juez, y el abuso que el pecador hace de esa paciencia: «Y yo he callado.» Como diciendo: «Yo no te he parado los pies ni te he castigado, sino que te he permitido seguir tu curso; te he concedido prórroga, sin ejecutar de inmediato la sentencia que tus maldades merecían.» Sin embargo, el texto hebreo admite otra traducción, aunque menos probable: « ¿Y había yo de haber callado?» La paciencia de Dios es tanto más de admirar por el mal uso que el pecador hace de ella. Los pecadores suelen tomar el silencio de Dios por consentimiento, y la paciencia por connivencia y, por eso, cuanto más tardan en ser castigados, tanto más se les endurece el corazón.
La amable advertencia que les hace (v 22): «Entended ahora esto los que os olvidáis de Dios; considerad que Dios conoce vuestros pecados y toma buena nota de ellos, que la despreciada paciencia se volverá furiosa ira, pues si no consideráis esto ni mejoráis con ello vuestra conducta, os despedazará como un león (comp. con Os. 5:14), y no habrá quien os libre.»
A todos se nos dan luego las instrucciones necesarias para que evitemos ese fatal destino. (A) El fin primordial del hombre es dar gloria a Dios, y aquí se nos dice que «el que ofrece el sacrificio de acción de gracias le glorifica, le honra» (v 23), ya sea judío o gentil, pues esos son los sacrificios espirituales en los que Dios se complace (v He. 13:15,16). Esos son los sacrificios que surgen del fuego del altar de un corazón que arde en afectos de sincera devoción. (B) El fin del hombre es también, en conjunción con la glorificación de Dios, llegar a ser feliz en íntima comunión con El, y aquí se nos dice que al que ordena su camino, esto es, al que rectifica su conducta, le será mostrada la salvación de Dios. Vemos aquí un giro gramatical frecuente en hebreo, pues, siendo Dios el que habla, habríamos de esperar leer: «mi salvación». Buena es la expresión de gratitud, pero mejor es la vivencia de gratitud.
Convocados a juicio ante Dios, ¿quién podrá abrir la boca para defenderse o justificarse? Ante Él está nuestra vida desnuda; nada queda oculto ante sus ojos. Por eso, mientras aún es tiempo, sepamos deponer nuestro orgullo ante Él. Teniendo como punto de referencia el amor que el Padre Dios nos ha manifestado en Cristo, juzguemos nuestra vida y sepamos rectificar nuestros caminos. Acerquémonos con humildad al Señor y pidámosle que tenga misericordia de nosotros; pidámosle perdón y el Señor tendrá compasión de nosotros. Pero, recibido el perdón, a nosotros corresponde en adelante serle fieles al Señor. Sabiendo que somos frágiles, inclinados más hacia el mal que hacia el bien, con humildad pidámosle al Señor que nos renueve y que nos dé la fuerza de su Espíritu Santo, pues sólo así podremos vivir y caminar como hijos suyos, manteniéndonos fieles hasta el final de nuestra vida.
3. Mc 2,18-22 (ver domingo 8B). Nos encontramos con un tercer motivo de enfrentamiento de Jesús con los fariseos: después del perdón de los pecados y la elección de un publicano, ahora murmuran porque los discípulos de Jesús no ayunan. Los argumentos suelen ser más bien flojos. Pero muestran la oposición creciente de sus enemigos. Los judíos ayunaban dos veces por semana -los lunes y jueves- dando a esta práctica un tono de espera mesiánica. También el ayuno del Bautista y sus discípulos apuntaba a la preparación de la venida del Mestas. Ahora que ha llegado ya, Jesús les dice que no tiene sentido dar tanta importancia al ayuno. Con unas comparaciones muy sencillas y profundas se retrata a si mismo:
- él es el Novio y por tanto, mientras esté el Novio, los discípulos están de fiesta; ya vendrá el tiempo de su ausencia, y entonces ayunarán; - él es la novedad: el paño viejo ya no sirve; los odres viejos estropean el vino nuevo. Los judíos tienen que entender que han llegado los tiempos nuevos y adecuarse a ellos. El vino nuevo es el evangelio de Jesús. Los odres viejos, las instituciones judías y sobre todo la mentalidad de algunos. La tradición -lo que se ha hecho siempre, los surcos que ya hemos marcado- es más cómoda. Pero los tiempos mesiánicos exigen la incomodidad del cambio y la novedad. Los odres nuevos son la mentalidad nueva, el corazón nuevo. Lo que les costó a Pedro y los apóstoles aceptar el vine nuevo, hasta que lograron liberarse de su formación anterior y aceptar la mentalidad de Cristo, rompiendo con los esquemas humanos heredados.
El ayuno sigue teniendo sentido en nuestra vida de seguidores de Cristo. Tanto humana como cristianamente nos hace bien a todos el saber renunciar a algo y darlo a los demás, saber controlar nuestras apetencias y defendernos con libertad interior de las continuas urgencias del mundo al consumo de bienes que no suelen ser precisamente necesarios. Por ascética. Por penitencia. Por terapia purificadora. Y porque estamos en el tiempo en que la Iglesia «no ve» a su Esposo: estamos en el tiempo de su ausencia visible, en la espera de su manifestación final. Ahora bien, este ayuno no es un «absoluto» en nuestra fe. Lo primario es la fiesta, la alegría, la gracia y la comunión. Lo prioritario es la Pascua, aunque también tengan sentido el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo como preparación e inauguración de la Pascua. También el amor supone muchas veces renuncia y ayuno. Pero este ayuno no debe disminuir el tono festivo, de alegría, de celebración nupcial de los cristianos con Cristo, el Novio. El cristianismo es fiesta y comunión, en principio. Así como en el AT se presentaba con frecuencia a Yahvé como el Novio o el Esposo de Israel, ahora en el NT es Cristo quien se compara a si mismo con el Novio que ama a su Esposa, la Iglesia. Y eso provoca alegría, no tristeza (J. Aldazábal).
* La novedad esponsal en Jesús, el paño nuevo, el vino nuevo, la alianza nueva, todo es novedad, que requiere no una simple adaptación sino un cambio radical. Dios es siempre nuevo. Los hombres pueden cambiar, pasar de la fidelidad a la infidelidad, pero Dios no, Dios es siempre fiel. Se nos muestra como un enamorado, que entreteje un diálogo nuevo, de intimidad en una nueva alianza sellada en el interior del corazón. La alianza esponsal culmina en el misterio sublime de la pasión, muerte y resurrección, ahí se desposa con el nuevo pueblo de la Iglesia, por el Espíritu Santo, que hace nuevas todas las cosas. La relación esponsal establece una cosa nueva que nace del compromiso entre un hombre y una mujer, con pasión, compromiso y exclusividad. El paño nuevo siempre es para hacer un vestido nuevo, no para remendar el viejo. “Jesús es la tela nueva, que quiere vestir al hombre con la novedad de su mensaje y de su salvación definitiva y total. ¿Puede acaso la novedad de Cristo reducirse a ser un remiendo de las tradiciones, ritos, instituciones del judaísmo o de las religiones paganas existentes en el mundo helenístico?” (cf. el comentario al pasaje, en Iesus.org). El vino nuevo requiere odres nuevos. Jesús es el vino nuevo. “El odre viejo es el hombre no renovado por el misterio de Cristo paciente y glorioso, el hombre perteneciente a las religiones antiguas, principalmente la religión judía. El vino nuevo de Cristo reclama hombres nuevos, dispuestos a beber el cáliz del vino nuevo con alegría y con sinceridad” (ibid.).
El tema de la unión esponsal hace referencia al cuerpo humano como don. “La vocación esponsal no sólo dice a la persona sino que la dice como don. El don de sí, en efecto, es el sentido último de la existencia humana, la vocación que funda todas las demás, lo único que realiza plenamente a la persona. Respecto al don de sí el cuerpo es su signo y su condición de posibilidad; es la persona misma en cuanto susceptible de darse. Sólo en el cuerpo y según el cuerpo es posible el amor humano, cualquiera que sea su forma. Cierto que en el matrimonio tiene lugar la unión según el cuerpo de modo singular y paradigmático, pero lo esponsal rebasa infinitamente lo matrimonial. Incluso podemos decir que la existencia humana en su totalidad acontece según el cuerpo, y por eso mismo posee dimensión esponsal. Así lo comprende el Cristianismo en la perspectiva de la Encarnación, según la cual todo lo humano se halla envuelto en una relación esponsal con Dios cuyo eje es Cristo, el Dios hecho carne. A la luz de este misterio comprendemos que en lo corporal siempre late lo esponsal. Por ejemplo en la presencia, que es la manifestación corporal más básica, adivinamos una entrega incoada, un don de sí incipiente, una afirmación del otro, una apertura al amor, admitiendo todo ello diversos grados. Así ocurre en la palabra de Cristo en la Última Cena “esto es mi Cuerpo” (Mt 26, 26), que equivale a decir: “aquí estoy presente, soy yo aquí y ahora, soy yo en trance de ofrecerme”. Por su alusión a la entrega voluntaria, la frase evangélica expresa, además, el grado máximo de presencia corporal, pues en ella se asume la debilidad, la indigencia y la vulnerabilidad. En el cuerpo, efectivamente, la persona está expuesta al dolor y a la muerte, y necesitada de salvación; por eso en los niños y enfermos la presencia adquiere peculiar intensidad. La fragilidad del cuerpo pone de manifiesto su significado esponsal, aunque también lo hace, de otro modo, la belleza y el vigor físico. Los diversos significados se concilian e iluminan mutuamente en el don de sí salvador, pues la persona se recibe dándose, se gana perdiéndose y se salva entregándose. En este sentido Tertuliano (s. III) consideraba al cuerpo como “quicio de la salvación” (caro salutis est cardo)” (Pablo Prieto).
El esposo, según la expresión de los profetas de Israel, indica al mismo Dios, y es manifestación del amor divino hacia los hombres (Israel es la esposa, no siempre fiel, objeto del amor fiel del esposo, Yahvé). Es decir, Jesús se equipara a Yahvé. Está aquí declarando su divinidad: llama a sus discípulos «los amigos del esposo», los que están con Él, y así no necesitan ayunar porque no están separados de Él.
Jesús nos acompaña en nuestro camino, hace historia con nosotros, y hemos de alegrarnos: “¿Acaso pueden ayunar los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos?” Esta presencia del esposo que ama, nos dará alegría y seguridad; y nos ayuda a colaborar con la gracia para superar el pecado, morir al hombre viejo, quitarnos el vestido viejo, y vestirnos del hombre nuevo, revistiéndonos de Jesucristo.
** “Hoy comprobamos cómo los judíos, además del ayuno prescrito para el Día de la Expiación (cf. Lev 16,29-34) observaban muchos otros ayunos, tanto públicos como privados. Eran expresión de duelo, de penitencia, de purificación, de preparación para una fiesta o una misión, de petición de gracia a Dios, etc. Los judíos piadosos apreciaban el ayuno como un acto propio de la virtud de la religión y muy grato a Dios: el que ayuna se dirige a Dios en actitud de humildad, le pide perdón privándose de aquellas cosas que, satisfaciéndole, le hubieran apartado de Él.
Que Jesús no inculque esta práctica a sus discípulos y a los que le escuchan, sorprende a los discípulos de Juan y a los fariseos. Piensan que es una omisión importante en sus enseñanzas. Y Jesús les da una razón fundamental: «¿Acaso pueden los amigos del esposo ayunar mientras está con ellos el esposo?» (Mc 2,19) (…) La Iglesia ha permanecido fiel a esta enseñanza que, viniendo de los profetas e incluso siendo una práctica natural y espontánea en muchas religiones, Jesucristo la confirma y le da un sentido nuevo: ayuna en el desierto como preparación a su vida pública, nos dice que la oración se fortalece con el ayuno, etc” (Joaquim Villanueva).
Pero lo principal no es el ayuno sino el amor, el vestido nuevo que nos ponemos con el paño de la gracia, la filiación divina, revestirnos de Cristo: «Un día -no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia-, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana -que es la razón más sobrenatural-, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de El (…) La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía». Así san Josemaría Escrivá recordaba el mensaje de santidad en medio del mundo, que resumía así: «conocer a Jesucristo; hacerlo conocer; llevarlo a todos los sitios», escribió don Josemaría en un pequeño trozo de papel con trazos fuertes. Y la filiación divina ocupa un lugar de fundamento. En una tertulia de 1967 le preguntaron: «-¿Qué podemos decir como lo más fundamental de nuestra vocación?: -Di lo que te parezca más adecuado, según cada persona. Para mí, lo más fundamental, lo mejor, lo más bonito es que me hace sentirme hijo de Dios. Da una gran serenidad, aunque se haga una tontería muy gorda. Todos somos hijos de Dios, pero algunos no quieren serlo o no lo saben. Nosotros tenemos la alegría de saberlo, y así podemos pedir ayuda. Cuando surge la dificultad: Abba, Pater!. Y viene inmediatamente la serenidad».
*** Entre los que escuchaban al Señor, la mayoría serían pobres y sabrían de remiendos en vestidos; habría vendimiadores que sabrían lo que ocurre cuando el vino nuevo se echa en odres viejos. Les recuerda Jesús que han de recibir su mensaje con espíritu nuevo, que rompa el conformismo y la rutina de las almas avejentadas, que lo que Él propone no es una interpretación más de la Ley, sino una vida nueva. Toda nuestro obrar moral se alimenta de este hecho: somos hijos de Dios: Mirad qué amor nos ha manifestado el Padre, pues ha querido que nos llamemos hijos de Dios, y lo seamos (1 Jn, 3, 1). Dios elige al hombre -ego elegi vos -, y lo crea, para ser santo y gozar de la presencia de Dios siendo en la vida nueva de la gracia imitadores de Jesucristo como hijos queridísimos. «Esta unión de Cristo con el hombre, es en sí misma un misterio, del que nace el hombre nuevo llamado a participar en la vida de Dios (cfr 2 Petr 1, 4), creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia y verdad (cfr. Eph 2, 10; Io 1, 14.16) –seguía diciendo san Josemaría-… El "hombre nuevo", llamado a participar de la vida de Dios, nace de la unión con Cristo, porque el principio de la vida nueva es la gracia, y esta es en el hombre una participación de la gracia que llena plenamente el alma humana de Cristo: su gracia capital».
Así pues, el hombre, después de su caída que disgrega sus energías y, herido, quiere ser esclavizado por el pecado, ha sido elevado a la gracia, redimido y recreado -es el 'esse gratiae' (2 Cor 5, 17)-: por Cristo, y en Cristo somos hijos de Dios. Dice S. Pablo: “Quicumque enim spiritu Dei aguntur, ii sunt filii Dei –los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rom 8, 14). La filiación divina graba en el hombre los rasgos del Unigénito, haciéndole hermano de Jesucristo y con la gracia otorga las virtudes sobrenaturales y los dones, por el Espíritu: por la gracia Dios convierte al hombre en hijo adoptivo y templo de la Santísima Trinidad.
La novedad –el vino nuevo, la nueva alianza, la novedad esponsal- del obrar de los hijos de Dios se basa pues en la docilidad a la gracia. A un alma así, Dios le va llevando «por los caminos de nuestra vida interior -dice a uno grupo de hijos suyos, recordando aquellos años-. ¿Qué puede hacer una criatura que debe cumplir una misión, si no tiene medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada? Ir a su madre y a su padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos. Eso hice yo en la vida espiritual. Eso sí, a golpe de disciplina -de expiación, de penitencia-, llevando el compás. ¿Qué buscaba yo? Cor Mariæ Dulcissimum, iter para tutum! Buscaba el poder de la Madre de Dios, como un hijo pequeño, yendo por caminos de infancia. Y acudía a San José, mi Padre y Señor...; y a la intercesión de los Santos...; y a la devoción a los Santos Angeles Custodios» (sigo con el discurso de san Josemaría). Veamos una de las manifestaciones: el temor filial –clásico en los Padres- en relación con el sentido de la filiación divina y el amor esponsal del que vamos hablando.
El hijo de Dios está libre de temor; y la filiación divina se manifiesta en el amor: libre de temor, pues «un hijo de Dios no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina». No hay temor alguno sino confianza segura: «Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza. Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, Abba, Pater! (Rom VIII, 15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo». San Josemaría Escrivá, que ha tanto insistido sobre este punto, decía en sus primerísimos escritos: Dios «está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando.
¡Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de nuestros padres diciéndoles, después de una travesura: ¡ya no lo haré más! -Quizá aquel mismo día volvimos a caer de nuevo... Y nuestro padre, con fingida dureza en la voz, la cara seria, nos reprende..., a la par que se enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos hace para portarse bien!
Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos».
En efecto, así ve al Dios de nuestra fe...: es un Padre que ama a sus hijos (cf. Cristo que pasa, n. 84), continuamente pendiente de nosotros: dispuesto siempre a oírnos, pendiente en cada momento de la palabra del hombre... Nos oye el Señor, para intervenir, para librarnos del mal y llenarnos de bien (n. 57).
Insiste en otro lugar: «El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia El, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones»
«La religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma -no se aquieta- si no trata y conoce al Creador. Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero -¡nos quiere Cristo!- hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse» (Amigos de Dios, 38).
Es un gran tema de la patrística (en mi tesis doctoral toqué este tema), que se resume en los binomios temor filial o casto en relación con la esclavitud del amor, que es la libertad: «Pero se habla también de temor. No me imagino más temor que el de apartarse del Amor. Porque Dios Nuestro Señor no nos quiere apocados, timoratos, o con una entrega anodina. Nos necesita audaces, valientes, delicados. El temor que nos recuerda el texto sagrado nos trae a la cabeza aquella otra queja de la Escritura: busqué al amado de mi alma; lo busqué y no lo hallé (Cant III, 1)» (Amigos de Dios, 277).
«Hijos míos, ved si hay en la tierra un amor más fiel que el amor de Dios por nosotros. Nos mira por las rendijas de las ventanas -son palabras de la Escritura (cfr. Cant. II, 9)-, nos mira con el amor de una madre que está esperando al hijo que debe llegar: ya viene, ya viene... Nos mira con el amor de la esposa casta y fiel, que espera a su marido. Es El quien nos espera, y nosotros hemos sido, tantas veces, quienes le hemos hecho esperar». Consideraciones que nos ayudan a ayunar, sí, pero sobretodo preparar nuestro corazón para el vino nuevo, la nueva alianza esponsal y filial en Cristo.
Siguiendo la "lectura continua" del evangelio, según san Marcos, no olvidemos que estamos ante la predicación de san Pedro, de quien Marcos es como el secretario. Es importante leer este evangelio por sí mismo; olvidando momentáneamente los otros tres evangelios... Como conocemos mejor el evangelio según san Mateo, nos sentimos tentados de "proyectar" sobre una página de Marcos, otros detalles de la misma escena, que Mateo nos ha relatado. La pasada semana vimos el comienzo de la predicación y de la acción de Jesús. Vimos que había escogido ya cinco discípulos y que impone silencio a los que le reconocen como Hijo de Dios. Esta semana, en cada página, encontraremos a "Jesús y sus discípulos" que forman un grupo absolutamente solidario, frente a sus adversarios...
En lo que Pedro nos aporta, es capital recordar esto: Jesús como diríamos hoy contesta y es contestado...
-Los discípulos de Juan y los fariseos ayunaban; vienen pues a Jesús y le dicen: ¿Por qué tus discípulos no ayunan, como los discípulos de Juan y los fariseos?" La solidaridad es pues total. Hemos visto, viernes último, que se hacía a los discípulos una pregunta sobre el comportamiento de Jesús: "¿Por qué habla así este hombre? ¡Basfema!" Hoy vemos a los mismos adversarios hacer a Jesús una pregunta sobre el comportamiento de sus discípulos: "¿Por qué tus discípulos no ayunan?" Todo el evangelio de san Pedro presentará este conflicto: sólo estamos en el segundo capítuIo, pero ya se está preparando el "complot" que conducirá a la Pasión. "Jesús y sus discípulos"... también es la Iglesia que se prepara. Jesús y sus discípulos forman un grupo que nos interpela... por su comportamiento no habitual. ¿Es esto verdad hoy?
-Jesús contesta: "¿Acaso pueden los invitados a la boda ayunar mientras está con ellos el esposo?"
El segundo conflicto que provoca el grupo -siendo el primero la "remisión de los pecados"- es pues una especie de alegría inusitada: gentes que no "ayunan", gentes que "comen y beben" normalmente en lugar de ayunar, ¡gentes con aire de fiesta! Hasta aquí, los piadosos, los espirituales, se distinguían siempre por su austeridad, sus sacrificios. ¡Pues, sí! Es realmente la fiesta, responde Jesús. Mis discípulos son "los invitados a una boda"... tienen al "esposo" con ellos... son gentes felices, alegres. Si estos adversarios hubieran estado disponibles, habrían comprendido la alusión: toda la Bihlia, que ellos creían conocer tan bien habla de Dios como de un Esposo que había hecho Alianza con la humanidad. He aquí llegado el tiempo de la nueva Alianza, he aquí llegado el tiempo de la Boda de Dios con el hombre, es pues el tiempo de la alegria. ¿Tengo yo el mismo espíritu? ¿Soy un discípulo de este hombre?
-Nadie remienda un vestido viejo con una pieza de tela nueva... Nadie echa vino nuevo en odres viejos... A vino "nuevo", odres "nuevos". ¡Pues, sí! Será preciso escoger. O bien se queda uno con lo "viejo", los viejos usos, las viejas costumbres. O bien uno entra en la "novedad", en la renovación, en la juventud. Jesús no teme afirmar, desde el comienzo, la novedad radical de su mensaje. El evangelio no es un "remiendo", ¡es "algo nuevo"! ¿Tengo yo este espíritu? ¿Soy un discípulo de este hombre? (Noel Quesson).
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domingo, 15 de enero de 2012
Domingo de la 2ª semana del Tiempo ordinario: encontrar a Jesús y seguirle, es la respuesta a la vocación para la que nos ha creado Dios
Domingo de la 2ª semana del Tiempo ordinario: encontrar a Jesús y seguirle, es la respuesta a la vocación para la que nos ha creado Dios
Lectura del primer Libro de Samuel 3,3b-10. 19: En aquellos días, Samuel estaba acostado en el templo, donde estaba el arca de Dios. El Señor llamó a Samuel y él respondió: —Aquí estoy. Fue corriendo a donde estaba Elí y le dijo: —Aquí estoy; vengo porque me has llamado.
Respondió Elí: —No te he llamado; vuelve a acostarte. Samuel volvió a acostarse. Volvió a llamar el Señor a Samuel. El se levantó y fue a donde estaba Elí y le dijo: —Aquí estoy, vengo porque me has llamado.
Respondió Elí: —No te he llamado, vuelve a acostarte. Aún no conocía Samuel al Señor, pues no le había sido revelada la palabra del Señor. Por tercera vez llamó el Señor a Samuel y él se fue a donde estaba Elí y le dijo: —Aquí estoy; vengo porque me has llamado.
Elí comprendió que era el Señor quien llamaba al muchacho y dijo a Samuel: —Anda, acuéstate; y si te llama alguien, responde: «Habla, Señor, que tu siervo te escucha.» Samuel fue y se acostó en su sitio. El Señor se presentó y le llamó como antes: —¡Samuel, Samuel! El respondió: —Habla, Señor, que tu siervo te escucha.
Samuel crecía, Dios estaba con él, y ninguna de sus palabras dejó de cumplirse.
Salmo 39,2 y 4ab.7-8.8b-9.10: R/. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Yo esperaba con ansia al Señor; / El se inclinó y escuchó mi grito: / me puso en la boca un cántico nuevo, / un himno a nuestro Dios.
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, / y en cambio me abriste el oído; / no pides sacrificio expiatorio, / entonces yo digo: "Aquí estoy / —como está escrito en mi libro— / para hacer tu voluntad."
Dios mío lo quiero / y llevo tu ley en las entrañas. / He proclamado tu salvación / ante la gran asamblea; / no he cerrado los labios, / Señor, tú lo sabes.
Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 6,13c-15a. 17-20: Hermanos: El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor; y el Señor para el cuerpo. Dios, con su poder, resucitó al Señor y nos resucitará también a nosotros. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? El que se une al Señor es un espíritu con él. Huid de la fornicación. Cualquier pecado que cometa el hombre, queda fuera de su cuerpo. Pero el que fornica, peca en su propio cuerpo. ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? Él habita en vosotros porque lo habéis recibido de Dios. No os poseáis en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!
Lectura del santo Evangelio según San Juan 1,35-42: En aquel tiempo estaba Juan con dos de sus discípulos y fijándose en Jesús que pasaba, dijo: —Este es el cordero de Dios. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y al ver que lo seguían, les preguntó: —¿Qué buscáis? Ellos le contestaron: —Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives? El les dijo: —Venid y lo veréis. Entonces fueron, vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encontró primero a su hermano Simón y le dijo: —Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: —Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Pedro).
Comentario: 1. Vemos al joven Samuel hablar con Dios, en el silencio de la noche. Estamos en un mundo en el que oímos demasiadas cosas, el hombre moderno no sabe estar sin algo que oír: el televisor, la radio o el tocadiscos, aún rompiendo el silencio maravilloso del campo, como recuerdo hace años cuando subí con unos amigos al Veleta, y a más de 3000 metros, en la cumbre donde antes se podía subir en coche, estaban unos “de marcha” con un “loro”, un aparato de música a todo volumen. El hombre es un ser a la escucha, con la posibilidad de abrirse a la voz divina, al Padre que habla, que nos habla, con carácter personal y que exige también el esfuerzo de escuchar, Dios que nos llama por nuestro nombre para darnos el encargo máximo de nuestra vida, para descubrirnos, ni más ni menos, que nuestra vocación: ese modo especial de realizarnos, esa manera irrepetible de ser. Dios que tiene un proyecto para cada uno de nosotros y quiere que lo conozcamos. Pero escuchar a Dios supone esfuerzo, requiere cierto silencio interior, cierta serenidad de espíritu y, sobre todo, un gran deseo de oírlo. Ser cristiano es ser discípulo de Cristo… Pero escuchar, cuesta ciertamente. Hay que pararse, aquietar el ánimo, esforzarse. Pero de ahí surge el enriquecimiento: Cuando escuchamos en el terreno humano nos enriquecemos siempre. Es entonces cuando el diálogo tiene sentido y cuando se establece entre los hombres una auténtica comunicación que los hace solidarios, que les lleva al conocimiento mutuo, a la comprensión y al amor (“Dabar 1976”).
Samuel será el gran protagonista de esta transición política: es el último juez, y de gran autoridad entre la gente, y a la vez el instaurador de la monarquía. Su vocación está encuadrada dentro de un marco hecho de contrastes: sencillez y sublimidad; serenidad y dramatismo; silencio y elocuencia; quietud y dinamismo. Uno se encuentra a gusto en este clima y el texto se deja saborear. Aún ardía la lámpara de Dios. Quiere decir que aún era de noche. Hora propicia para la revelación. Cesa el ruido de las cosas, descansan los sentidos del cuerpo y se alertan los del alma. Por tres veces, y todavía una cuarta, Yahveh llamó a Samuel. El niño creía que era la voz de Elí y acudía junto a él. El anciano sacerdote de Silo cayó finalmente en la cuenta de lo que ocurría y puso a Samuel en presencia del Señor. Por contraste, el llamamiento de Samuel evoca la vocación de Isaías. También ésta tuvo lugar en el santuario, pero en el de Jerusalén, en medio de una teofanía llena de solemnidad (Is 6). Samuel evoca, asimismo, por muchos capítulos, la figura del Bautista, y de hecho estos paralelismos se hallan subrayados por el evangelio de la infancia de san Lucas (1,7.15-17.25): en ambos casos nos encontramos en ambiente sacerdotal y ambas anunciaciones tiene lugar en el santuario; en uno y otro caso las madres son estériles y los dos niños son consagrados al nazareato. Posiblemente, el paralelismo más profundo radique en que uno y otro tienen la misión de anunciar una nueva etapa de la historia de la salvación. El Bautista es el último de los profetas y anuncia la plenitud de los tiempos. Samuel es el primero de los profetas y anuncia y consagra los comienzos de la monarquía, presididos por la dinastía davídica, de la cual habría de nacer el Mesías. "Es preciso que él crezca y yo disminuya" (Jn 3,30). Estas palabras del Bautista son perfectamente aplicables a Samuel. Samuel, él y sus dos hijos, renunciaron al título de juez para dar paso a la monarquía. Se vio obligado a anunciar la descalificación del sacerdocio de Silo, que era su santuario, para dar paso al nuevo sacerdocio de Jerusalén. En resumen, Samuel hubo de sufrir el desgarro que supone romper con toda una época que se ama y que se va, y hubo de sufrir todo el dolor que lleva consigo el alumbramiento de una etapa nueva (Comentarios Edic. Marova).
El autor comienza este relato, en el que nos informa sobre la vocación de Samuel, diciendo que en aquellos días "escaseaba la palabra de Yavé y no eran corrientes las visiones" (v. 1); es decir, Dios guardaba silencio y escondía su rostro, no dispensaba su palabra y su favor, y, en consecuencia, la vida de Israel discurría como tiempo perdido para la historia de la salvación. La razón de esta ausencia de Dios parece atribuirla al indigno comportamiento de la casta sacerdotal, de la casa de Elí, un anciano débil que no corregía los desmanes de sus hijos y que estaba física y moralmente ciego (v. 2). Sin embargo, hace notar expresamente que "la lámpara de Dios que ardía en el santuario no estaba totalmente apagada" (v. 3). Añade que Samuel, un adolescente, dormía en el santuario, montaba guardia por si Dios le dirigía la palabra. Y la palabra vino. Samuel escucha al principio como unas voces que no sabe de dónde vienen; cree que le llama el sumo sacerdote. Samuel no reconoce la voz del Señor pues nunca le había hablado antes; Samuel no ha aprendido todavía a distinguir la voz de Dios de la voz de los sacerdotes. Por tres veces se repiten las voces misteriosas y el equívoco. Sólo a la cuarta vez comprende Samuel que es el Señor el que le llama y responde a su llamada según las indicaciones de Elí. Samuel dice: "Habla, Señor, que tu siervo escucha". Más exacto hubiera sido traducir "... que tu siervo está dispuesto a escuchar". Sin esa disponibilidad del hombre, Dios guarda silencio; pero Dios puede llamar al hombre a responsabilidad, puede despertarle con sus voces, y después dirigirle la palabra. Cuando Dios habla y el hombre escucha se renueva la historia de salvación. Samuel escuchaba a Dios y anunciaba al pueblo lo que escuchaba y no otra cosa. Por eso sus palabras se cumplían y Dios acreditaba a su profeta delante del pueblo. Samuel era "un hombre de Dios". Y Dios estaba con él; era el Dios de Samuel (“Eucaristía 1985”).
2. Salmo 39: El "movimiento" de este salmo de acción de gracias es admirable: primero un grito de plegaria en una situación dramática, luego acción de gracias por ser escuchado. Conecta con la primera lectura, y también con lo que hemos leído en la carta a los hebreos, en estos días: es la respuesta “aquí estoy” a la voz del Señor. -"Se inclinó hacia mí... para escuchar mi grito", -"afirmó mi pie sobre la roca”, -"me puso en la boca un canto nuevo", -"abriste mis oídos... para que escuchara tu voluntad", -"llevo tu ley en mis entrañas... mira, no guardo silencio", -"Se me echan encima mis culpas y no puedo huir..." Dios no quiere ya sacrificios de animales... lo que agrada a Dios es la docilidad de cada instante a su voluntad... El "don de sí por amor".
La Epístola a los Hebreos que hemos leído estos días pasados, comentando el sacrificio que Jesús hizo de sí mismo, toma las palabras de este salmo. "Por eso Cristo al entrar en el mundo, dijo: no quieres sacrificio ni ofrendas, sino que me has dado un cuerpo (Era la traducción corriente según los manuscritos griegos de la época). No te agradan los holocaustos ni las ofrendas, para quitar los pecados. Entonces dije: aquí estoy, tal como está escrito de Mí en el libro (precisamente en este salmo 39), para hacer tu voluntad, oh Dios..." (Hebreos 10, 5-10). En esta forma un texto inspirado por Dios nos revela que Jesús recitaba este salmo con predilección, encontrando en él una de las más claras expresiones del don de sí permanente al Padre y a sus hermanos, hasta la hora del don total "de sí mismo en la cruz." Y añadió: "mi alimento es hacer la voluntad del Padre... (Juan 4,34). Y en la hora misma de definir su sacrificio, repitió haciendo eco a este salmo: "¡Padre, que no se haga mi voluntad sino la tuya!" (Mateo 26,39). Y "por su obediencia somos salvados" (Romanos 5,19). Este salmo es ante todo la "oración misma de Jesús". Pero también es la nuestra, a condición de no caer en el ritualismo: lo que Dios espera de nosotros, no son los sacrificios externos, las oraciones ajenas a nosotros... Sino, el ofrecimiento de nuestra carne y sangre, de nuestra vida cotidiana, del "sacrificio espiritual" (1P 2,5; Rm 12,1). Podemos decir, ampliando la afirmación central de este salmo, que Dios espera más nuestros comportamientos cotidianos, que nuestras oraciones dominicales. Mi "acción de gracias" (Eucaristía) consiste en: -Estar feliz de mi fe. -Maravillarme de Dios. -Hacer su voluntad en lo profundo de mi vida. -Anunciar el evangelio, la buena nueva de su justicia, de su salvación, de su amor y de su verdad. Una forma de recitar este salmo, sería dejarnos empapar por el ambiente de oración que respira, tal como se ha resaltado más arriba, para luego concretarlo en actitudes de "mi propia vida". Heme aquí, Señor, para hacer Tu voluntad (Noel Quesson).
3. 1 Cor 6,13c-15a.17-20: Los corresponsales de Pablo no llegaron a comprender seguramente bien uno de los adagios favoritos del apóstol: "Todo me está permitido" (v. 12; cf. 1Cor 10, 23; Rom. 6, 15). Algunos libertinos utilizan esta adagio para lanzarse a la fornicación bajo el pretexto de que no sería más que una simple necesidad del cuerpo, lo mismo que comer o beber (v. 13). Pablo aprovecha la ocasión para recordar los principios fundamentales de la ética cristiana del cuerpo.
a) El primer principio consiste en que el hombre es el templo del Espíritu Santo. No se trata de entender ese templo como si el Espíritu "morase" en el hombre de una forma absolutamente extrínseca tal como Dios moraba en el Templo de Jerusalén. En realidad, el Espíritu de Dios no puede morar en el hombre como en un lugar, sino que mora, por el contrario, respetando y animando las facultades mismas del hombre. En otros términos, si el cuerpo del cristiano está consagrado (v. 19), no lo es desde el exterior, por una especie de acción que le haría tabú a la manera de los muros de un templo, sino en virtud de su mismo libre albedrío con que el hombre colabora con el Espíritu. Por eso, no ha quedado abolida la preocupación que se tenía por estar "puros" para penetrar en el Templo de Jerusalén: el cristiano prosigue en busca de la pureza y continúa "temiendo" (en el sentido bíblico de la palabra) la presencia de Dios, pero al mismo tiempo sabe que esa presencia de Dios es un diapasón de sus propias facultades, de su propio hacer, animado por el Espíritu que procede de Dios. El judío entraba en el Templo como en otro mundo y se alineaba para penetrar en él; el cristiano sabe que, merced a su libertad y con la cooperación del Espíritu, edifica por sí mismo el templo, y que ya no hay alienación, sino promoción humana y revelación inesperada del más allá para el hombre.
b) El segundo principio que San Pablo incorpora al comportamiento del cristiano es el del rescate por parte de Cristo, lo que significa que ya no se pertenece (vv. 13, 20). ¿Quiere eso decir que el cristiano se aliena cuando cae bajo la esclavitud de quien le ha rescatado? (cf. Rom. 6,12-18): para Pablo, el hombre reducido a sus propios recursos es un esclavo, el esclavo de la "carne" (en el sentido paulino de la palabra: la técnica de la salvación se fundamenta exclusivamente en los medio de que el hombre dispone, cf. Rom. 8,1-13). Ahora bien, Cristo es el primer hombre que ha aceptado el disponer no solo de los medios humanos ordinarios -como lo habría hecho Adán-, sino también de un medio salvífico nuevo: el Espíritu de Dios en El. Se ha visto, pues, liberado de la "carne", que, dejada a sí misma, no puede sino fracasar; se ha liberado, además de otra técnica de salvación: la ley exterior, puesto que la presencia del Espíritu le ha bastado para orientar sus facultades humanas hacia la adquisición de la verdadera salvación. Cristo ha conquistado esa promoción del hombre con su resurreción. El logro de ese proyecto de salvación ha servido a Cristo para interesar a toda la humanidad por la búsqueda de esa misma salvación: su libertad es también cosa nuestra, no solo desde fuera, como una magnifica conquista, sino desde dentro, puesto que nos ofrece, por mediación suya, la posibilidad de actuar de igual manera. Esta mediación del nuevo tipo de humanidad que se da en Cristo y que es ofrecida a cada uno de nosotros se encuentra insistentemente anunciada por Pablo en sus cartas a los corintios (1Cor 1,12; 6,19-20; 11,3; 2Cor 10,7; cf. Rom 6,11.15; 8,9, etc.). Al liberarnos de la "carne" y de la ley, Cristo puede ser comparado perfectamente a alguien que nos rescata, como se rescata a un esclavo (cf. 1 Cor. 7, 23). Pero, una vez libres, no podemos prescindir de su Espíritu, y por eso "no nos pertenecemos" y contamos con el don de Dios..., un don que hace florecer nuestra libertad en lugar de aprisionarla. La terminología de la compra y de la pertenencia es más fácilmente admisible cuando se sitúa dentro de la perspectiva paulina de la esclavitud de la carnes y de la libertad del Espíritu conquistada por Jesucristo.
c) El tercero y último principio se fundamenta en la resurrección (v. 14) y la glorificación (v. 20) prometidas al cuerpo del hombre. Este principio se conjuga muy bien con el primero, pero necesita del segundo para que sea perfectamente comprendido. El Templo era considerado tradicionalmente como el lugar de la "presencia" de Dios en el pueblo y en el mundo. A esta presencia se la ha descrito muchas veces con el término "Gloria" (shekinah-doxa). En el culto antiguo, glorificar a Dios consistía en cantar esa gloria presente en los muros del templo; hoy, cuando el templo ya no existe y cuando su culto ha caducado, glorificar a Dios no es ya tan solo celebrar la gloria de Dios, sino hacer que esa gloria esté presente en nuestra manera de comportarnos, dar testimonio de que Dios está presente en nosotros en espera de que lo sea totalmente en la resurrección de los cuerpos. Y está presente en nosotros mediante la acogida que nuestra facultades humanas, plenamente adultas y desarrolladas, dispensen a las sugerencias del Espíritu y a la imitación del Nuevo Adán.
La argumentación de San Pablo se apoya, por consiguiente, en dos convicciones: en primer lugar, la sexualidad no es una simple "necesidad" corporal; es la expresión de todo el ser en una relación de persona a persona; por consiguiente, no puede traducirse en un uso que no sea fisico. En segundo lugar, todo nuestro ser está absorbido por el Señor, comprendida la sexualidad. En consecuencia, esta se convierte en relación de persona cristificada a persona cristificada, hasta el día en que, transparentes a nosotros mismos, lo seremos también para el Señor en su gloria (Maertens-Frisque).
El libertinaje no es una mayor libertad, sino su ausencia. Pensaban –como hoy- que la cuestión sexual es indiferente para la salvación, algo así como tomarse un vaso de agua cuando a uno se lo pide el cuerpo. Pablo establece como principio que existe una íntima solidaridad entre el cuerpo y el Señor, que también el cuerpo participa de la salvación de Cristo. Hay una promesa para el cuerpo, que se ha de cumplir. Porque es falso pensar que el alma está destinada a la inmortalidad y el cuerpo a la corrupción. No; también los cuerpos resucitarán. Por eso ya ahora los cuerpos de los bautizados, de los creyentes, están unidos a Cristo como los miembros a su cabeza. Cristo es la cabeza; a él le pertenecemos y con él estamos unidos en cuerpo y alma. La separación del alma y la degradación del cuerpo a enemigo del alma obedecen a una concepción platónica muy distinta de la cristiana. Para Pablo el hombre nunca es pura interioridad; más aún, no puede ser interioridad, alma, sin ser al mismo tiempo expresión corporal. Por eso, o nos unimos a Cristo en cuerpo y alma o no estamos unidos a él de ningún modo. Cuando un hombre se une a una prostituta, todo él se compromete en esa unión, que le convierte en "esclavo de la carne". Pero el que se une a Cristo, llega a ser todo él, un "espíritu" con Cristo. "Carne" y "Espíritu" no son términos complementarios, sino contradictorios; el hombre es enteramente "carne" cuando se deja seducir por el instinto, y "espíritu" cuando se deja guiar por el Espíritu de Dios, que da la vida. Porque el Espíritu ha sido derramado en nuestros corazones (Rm 5,5), porque el Espíritu es el que suspira en nosotros para que venga el Señor y el que nos anima a llamar a Dios "Padre nuestro". Este es el Espíritu de Cristo, el que Cristo nos envía y el que nos une a Cristo y por Cristo al Padre. Constituido el cuerpo en templo del Espíritu, podemos y debemos dar culto a Dios en nuestro cuerpo, animados por el Espíritu que nos ha sido dado. La fornicación aparece en este contexto como una profanación y un rechazo del Espíritu que nos une a Cristo (“Eucaristía 1985”).
Corinto era una ciudad reconocida por su vida licenciosa. Para indicar un estilo de vida desarreglado se había acuñado la expresión "vivir a la corintia". El apóstol puntualiza: "todo está permitido, pero no todo conviene". A la problemática de lo permitido y de lo prohibido Pablo sustituye la de saber lo que está de acuerdo o no con la vida nueva del cristiano transformado por el espíritu (cf. Rom 7-8), y la impureza es una contradicción con el destino del cuerpo cristiano, miembro de Cristo. El cristiano no lleva su vida afectiva y sexual por un camino recto en virtud de una ascesis cualquiera. Esto sería empobrecedor. Es el hecho mismo de Jesús, su misma muerte la que marca una pauta de conducta que le hace sentirse responsable y respetuoso en todo aquello que toca a su comportamiento sexual. Es tal vez un punto donde el creyente de hoy tiene que decir algo principalmente con su propia conducta (“Eucaristía 1979”). "Ser en Cristo" es el fundamento de la conducta moral del cristiano y su motivación. A Pablo le interesa poner de relieve que el fundamento decisivo y el motivo último de la conducta moral es la unión personal con Cristo. No es una ética de normas abstractas sino una vida desde la fe, la esperanza y el amor. "Ser en Cristo" abarca toda la realidad del hombre, alma y cuerpo, todo lo que es y todo lo que hace (P. Franquesa).
4. Jn 1, 35-42: Juan presenta a Jesús a dos discípulos suyos y lo hace sirviéndose de una imagen figurada: el cordero de Dios. La imagen remite al sacrificio de los corderos en el Templo para la cena de Pascua. En el cuarto evangelio, en efecto, Jesús muere en las horas en que eran sacrificados los corderos que iban a ser comidos en la cena de pascua. La escena se hace después seguimiento tras Jesús por parte de los dos discípulos, en búsqueda del lugar donde Jesús vive. ¡Y sin embargo no se nos revela el lugar! A cambio, el autor ofrece una referencia de tiempo: serían las cuatro de la tarde. De nuevo una referencia a las horas del sacrificio de los corderos. La escena es encantadora por su capacidad de sugerencia, quebrando la expectativa y la curiosidad del lector: éste se ve sorprendido por el desenlace, por cuanto que en él se le ofrece un dato que no buscaba (el tiempo) y se le oculta el dato que buscaba (el lugar), con lo cual su curiosidad por conocer ese lugar queda reforzada. ¿No será que el lugar al que el autor quiere referirse como lugar donde vive Jesús es la cruz? La escena, en un tercer paso, se hace comunicación. El autor juega de nuevo con el factor sorpresa: del interés por el lugar y el dato sobre el tiempo nos pasa ahora a la persona misma de Jesús: es el Mesías. Por último, y en un cuarto paso, el autor presenta el papel especial de Simón: el de Pedro. El autor adelanta al comienzo situaciones y encuentros posteriores. El conjunto del texto es, sin duda, una obra maestra de síntesis y de evocación.
-De la mano del autor de este texto, la andadura que comenzamos en estos domingos primeros del tiempo ordinario nos lleva a la cruz, ese lugar en alto en el que tiene que ser levantado el Hijo del hombre, como dirá Jesús a Nicodemo en Jn 3,14. La cruz es el lugar donde Jesús vive, porque es el lugar donde se pone de manifiesto sin el menor resquicio de sombra el amor. En efecto, el amor supremo consiste en dar la vida, como va a decir Jesús a sus discípulos en Jn 15,13. Y si hay algo que Jesús ha hecho, esto ha sido, precisamente, amar. De ahí que sea el amor el lugar en el que él vive y el lugar en el que únicamente se le puede encontrar. Hay un salmo del s. I a. C., no recogido en la Biblia, que nos permite ver cuáles eran las esperanzas mesiánicas en tiempos de Jesús: el Mesías expulsará a los enemigos, congregará al pueblo y lo santificará. El texto de hoy rompe con esas esperanzas al situar la manifestación de Jesús como Mesías en un medio en el que nadie pensaba, por ser un medio demasiado "débil". El amor, en efecto, no tiene ninguna prepotencia, sobre todo cuando su signo máximo es la cruz. Aquí no valen hipocresías ni buenas palabras, raquitismos ni componendas. Amar es, a veces, fracasar según los baremos y criterios al uso. ¡Pero el Mesías es Jesús! El poder ha quedado desde entonces definitivamente descalificado: Dios sólo reconoce al que ama (“Dabar 1991”).
En el relato de Juan, parece que Jesús no es quien lleva la iniciativa, salvo en el versículo último; la iniciativa la llevan los dos discípulos del Bautista. En realidad, el autor presenta en síntesis el proceso formativo de la comunidad cristiana. Sus comienzos son muy simples: un escuchar a alguien que habla de Jesús. Después vienen el seguir, el ver, el indagar, tal vez por simple curiosidad; no importa, el caso es buscar allí donde creo que está Jesús. Un día, seguro, vendrá el encuentro. No será un encuentro conceptual (las ideas solas nunca salvan) sino existencial. Será una experiencia transformadora. Te sacará de ti mismo, de tu egoísmo, de tu falta de horizontes, y te pondrá en contacto con los demás, a los que comunicarás tu descubrimiento de Jesús como líder (=mesías) de todos tus anhelos y esperanzas. Es incluso posible que te cambie el nombre, que te confíe una función, una misión de consolidación dentro de la comunidad (“Dabar 1976”).
Los dos discípulos siguieron a Jesús (evangelio). Toda la vida cristiana es seguir a Jesucristo; no de una manera material, con nuestros pasos, sino con la vida entera. Creer es seguir a Jesús, seguir sus huellas, ir detrás de él. El nos admite en su intimidad: Venid y lo veréis (...) y se quedaron con él aquel día; y ya no se movieron de su lado; más aún: Andrés condujo hasta él a su hermano (Hemos encontrado al Mesías!), de la misma manera que, al día siguiente, Felipe llevó también a su amigo Natanael. Encontrar a Jesús es encontrar la perla y el tesoro (Mt 13, 44-46); pero con una diferencia sustancial: Jesús no es para mí sólo, en exclusiva, sino que su descubrimiento me empuja connaturalmente a llevar a los demás hacia la misma perla y el mismo tesoro (José M. Totosaus). La actitud del Bautista y de Jesús, la de los discípulos y la de la Iglesia es la de búsqueda y escucha. Maestro, ¿dónde vives? Dios se hace encontradizo, pero a condición de que encuentre la capacidad de escucha y de reflexión, de paciencia en la búsqueda y de valor en el desprendimiento, de desinterés y entrega del don descubierto (Pere Franquesa).
S. Agustín comenta ¡Qué día tan feliz y qué noche tan deliciosa pasaron!: “Ellos no le siguen como para unirse ya a él, pues se sabe cuándo se le unieron: cuando los llamó estando en la barca. Uno de los dos era Andrés, como acabáis de oír. Andrés era el hermano de Pedro, y sabemos por el evangelio que el Señor llamó a Pedro y a Andrés cuando estaban en la barca, con estas palabras: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres (Mt 4,19). Desde aquel momento se unieron a él, para no separarse ya. Ahora, pues, le siguen estos dos, no con la intención de no separarse ya; simplemente querían ver dónde vivía y cumplir lo que está escrito: El dintel de tus puertas desgaste tus pies; levántate para venir a él siempre e instrúyete en sus preceptos (Eclo 6,36). Él les mostró dónde moraba; ellos fueron y se quedaron con él. ¡Qué día tan feliz y qué noche tan deliciosa pasaron! ¿Quién podrá decirnos lo que oyeron de boca del Señor? Edifiquemos y levantemos también nosotros una casa en nuestro corazón a donde venga él a hablar con nosotros y a enseñarnos. ¿Qué buscáis? Responden: Rabí -que significa maestro-, ¿dónde vives? Contesta Jesús: Venid y vedlo. Y se fueron con él y vieron dónde vivía y se quedaron en su compañía aquel día. Era aproximadamente la hora décima (Jn 1,38-39). ¿Carece, acaso de intención, el que el evangelista nos precise la hora? ¿Podemos creer que no quiera advertirnos nada o que nada busquemos? Era la hora décima. Este número significa la ley, que se dio en diez mandamientos. Mas había llegado el tiempo de cumplirla por el amor, ya que los judíos no pudieron hacerlo por el temor. Por eso dijo el Señor: No he venido a destruir la ley, sino a darle plenitud (Mt 5,17). Con razón, pues, le siguen estos dos por el testimonio del amigo del esposo, a la hora décima, hora en que oyó: Rabí -que significa maestro-. Si el Señor oyó que le llamaban Rabí a la hora décima y el número diez simboliza la ley, el maestro de la ley no es otro que el mismo dador de la ley. Nadie diga que uno da la ley y otro la enseña. La enseña el mismo que la da. Él es el maestro de su ley y él mismo la enseña. Como la misericordia está en sus labios, la enseña misericordiosamente. Así lo dice la Escritura hablando de la sabiduría: Lleva en su lengua la ley y la misericordia (Prov 31,26). No temas que no puedas cumplir la ley; huye a la misericordia. Si te parece demasiado para ti el cumplir la ley, utiliza aquel pacto, aquella firma, aquellas palabras que compuso para ti el abogado celestial”.
Lectura del primer Libro de Samuel 3,3b-10. 19: En aquellos días, Samuel estaba acostado en el templo, donde estaba el arca de Dios. El Señor llamó a Samuel y él respondió: —Aquí estoy. Fue corriendo a donde estaba Elí y le dijo: —Aquí estoy; vengo porque me has llamado.
Respondió Elí: —No te he llamado; vuelve a acostarte. Samuel volvió a acostarse. Volvió a llamar el Señor a Samuel. El se levantó y fue a donde estaba Elí y le dijo: —Aquí estoy, vengo porque me has llamado.
Respondió Elí: —No te he llamado, vuelve a acostarte. Aún no conocía Samuel al Señor, pues no le había sido revelada la palabra del Señor. Por tercera vez llamó el Señor a Samuel y él se fue a donde estaba Elí y le dijo: —Aquí estoy; vengo porque me has llamado.
Elí comprendió que era el Señor quien llamaba al muchacho y dijo a Samuel: —Anda, acuéstate; y si te llama alguien, responde: «Habla, Señor, que tu siervo te escucha.» Samuel fue y se acostó en su sitio. El Señor se presentó y le llamó como antes: —¡Samuel, Samuel! El respondió: —Habla, Señor, que tu siervo te escucha.
Samuel crecía, Dios estaba con él, y ninguna de sus palabras dejó de cumplirse.
Salmo 39,2 y 4ab.7-8.8b-9.10: R/. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Yo esperaba con ansia al Señor; / El se inclinó y escuchó mi grito: / me puso en la boca un cántico nuevo, / un himno a nuestro Dios.
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, / y en cambio me abriste el oído; / no pides sacrificio expiatorio, / entonces yo digo: "Aquí estoy / —como está escrito en mi libro— / para hacer tu voluntad."
Dios mío lo quiero / y llevo tu ley en las entrañas. / He proclamado tu salvación / ante la gran asamblea; / no he cerrado los labios, / Señor, tú lo sabes.
Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 6,13c-15a. 17-20: Hermanos: El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor; y el Señor para el cuerpo. Dios, con su poder, resucitó al Señor y nos resucitará también a nosotros. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? El que se une al Señor es un espíritu con él. Huid de la fornicación. Cualquier pecado que cometa el hombre, queda fuera de su cuerpo. Pero el que fornica, peca en su propio cuerpo. ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? Él habita en vosotros porque lo habéis recibido de Dios. No os poseáis en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!
Lectura del santo Evangelio según San Juan 1,35-42: En aquel tiempo estaba Juan con dos de sus discípulos y fijándose en Jesús que pasaba, dijo: —Este es el cordero de Dios. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y al ver que lo seguían, les preguntó: —¿Qué buscáis? Ellos le contestaron: —Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives? El les dijo: —Venid y lo veréis. Entonces fueron, vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encontró primero a su hermano Simón y le dijo: —Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: —Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Pedro).
Comentario: 1. Vemos al joven Samuel hablar con Dios, en el silencio de la noche. Estamos en un mundo en el que oímos demasiadas cosas, el hombre moderno no sabe estar sin algo que oír: el televisor, la radio o el tocadiscos, aún rompiendo el silencio maravilloso del campo, como recuerdo hace años cuando subí con unos amigos al Veleta, y a más de 3000 metros, en la cumbre donde antes se podía subir en coche, estaban unos “de marcha” con un “loro”, un aparato de música a todo volumen. El hombre es un ser a la escucha, con la posibilidad de abrirse a la voz divina, al Padre que habla, que nos habla, con carácter personal y que exige también el esfuerzo de escuchar, Dios que nos llama por nuestro nombre para darnos el encargo máximo de nuestra vida, para descubrirnos, ni más ni menos, que nuestra vocación: ese modo especial de realizarnos, esa manera irrepetible de ser. Dios que tiene un proyecto para cada uno de nosotros y quiere que lo conozcamos. Pero escuchar a Dios supone esfuerzo, requiere cierto silencio interior, cierta serenidad de espíritu y, sobre todo, un gran deseo de oírlo. Ser cristiano es ser discípulo de Cristo… Pero escuchar, cuesta ciertamente. Hay que pararse, aquietar el ánimo, esforzarse. Pero de ahí surge el enriquecimiento: Cuando escuchamos en el terreno humano nos enriquecemos siempre. Es entonces cuando el diálogo tiene sentido y cuando se establece entre los hombres una auténtica comunicación que los hace solidarios, que les lleva al conocimiento mutuo, a la comprensión y al amor (“Dabar 1976”).
Samuel será el gran protagonista de esta transición política: es el último juez, y de gran autoridad entre la gente, y a la vez el instaurador de la monarquía. Su vocación está encuadrada dentro de un marco hecho de contrastes: sencillez y sublimidad; serenidad y dramatismo; silencio y elocuencia; quietud y dinamismo. Uno se encuentra a gusto en este clima y el texto se deja saborear. Aún ardía la lámpara de Dios. Quiere decir que aún era de noche. Hora propicia para la revelación. Cesa el ruido de las cosas, descansan los sentidos del cuerpo y se alertan los del alma. Por tres veces, y todavía una cuarta, Yahveh llamó a Samuel. El niño creía que era la voz de Elí y acudía junto a él. El anciano sacerdote de Silo cayó finalmente en la cuenta de lo que ocurría y puso a Samuel en presencia del Señor. Por contraste, el llamamiento de Samuel evoca la vocación de Isaías. También ésta tuvo lugar en el santuario, pero en el de Jerusalén, en medio de una teofanía llena de solemnidad (Is 6). Samuel evoca, asimismo, por muchos capítulos, la figura del Bautista, y de hecho estos paralelismos se hallan subrayados por el evangelio de la infancia de san Lucas (1,7.15-17.25): en ambos casos nos encontramos en ambiente sacerdotal y ambas anunciaciones tiene lugar en el santuario; en uno y otro caso las madres son estériles y los dos niños son consagrados al nazareato. Posiblemente, el paralelismo más profundo radique en que uno y otro tienen la misión de anunciar una nueva etapa de la historia de la salvación. El Bautista es el último de los profetas y anuncia la plenitud de los tiempos. Samuel es el primero de los profetas y anuncia y consagra los comienzos de la monarquía, presididos por la dinastía davídica, de la cual habría de nacer el Mesías. "Es preciso que él crezca y yo disminuya" (Jn 3,30). Estas palabras del Bautista son perfectamente aplicables a Samuel. Samuel, él y sus dos hijos, renunciaron al título de juez para dar paso a la monarquía. Se vio obligado a anunciar la descalificación del sacerdocio de Silo, que era su santuario, para dar paso al nuevo sacerdocio de Jerusalén. En resumen, Samuel hubo de sufrir el desgarro que supone romper con toda una época que se ama y que se va, y hubo de sufrir todo el dolor que lleva consigo el alumbramiento de una etapa nueva (Comentarios Edic. Marova).
El autor comienza este relato, en el que nos informa sobre la vocación de Samuel, diciendo que en aquellos días "escaseaba la palabra de Yavé y no eran corrientes las visiones" (v. 1); es decir, Dios guardaba silencio y escondía su rostro, no dispensaba su palabra y su favor, y, en consecuencia, la vida de Israel discurría como tiempo perdido para la historia de la salvación. La razón de esta ausencia de Dios parece atribuirla al indigno comportamiento de la casta sacerdotal, de la casa de Elí, un anciano débil que no corregía los desmanes de sus hijos y que estaba física y moralmente ciego (v. 2). Sin embargo, hace notar expresamente que "la lámpara de Dios que ardía en el santuario no estaba totalmente apagada" (v. 3). Añade que Samuel, un adolescente, dormía en el santuario, montaba guardia por si Dios le dirigía la palabra. Y la palabra vino. Samuel escucha al principio como unas voces que no sabe de dónde vienen; cree que le llama el sumo sacerdote. Samuel no reconoce la voz del Señor pues nunca le había hablado antes; Samuel no ha aprendido todavía a distinguir la voz de Dios de la voz de los sacerdotes. Por tres veces se repiten las voces misteriosas y el equívoco. Sólo a la cuarta vez comprende Samuel que es el Señor el que le llama y responde a su llamada según las indicaciones de Elí. Samuel dice: "Habla, Señor, que tu siervo escucha". Más exacto hubiera sido traducir "... que tu siervo está dispuesto a escuchar". Sin esa disponibilidad del hombre, Dios guarda silencio; pero Dios puede llamar al hombre a responsabilidad, puede despertarle con sus voces, y después dirigirle la palabra. Cuando Dios habla y el hombre escucha se renueva la historia de salvación. Samuel escuchaba a Dios y anunciaba al pueblo lo que escuchaba y no otra cosa. Por eso sus palabras se cumplían y Dios acreditaba a su profeta delante del pueblo. Samuel era "un hombre de Dios". Y Dios estaba con él; era el Dios de Samuel (“Eucaristía 1985”).
2. Salmo 39: El "movimiento" de este salmo de acción de gracias es admirable: primero un grito de plegaria en una situación dramática, luego acción de gracias por ser escuchado. Conecta con la primera lectura, y también con lo que hemos leído en la carta a los hebreos, en estos días: es la respuesta “aquí estoy” a la voz del Señor. -"Se inclinó hacia mí... para escuchar mi grito", -"afirmó mi pie sobre la roca”, -"me puso en la boca un canto nuevo", -"abriste mis oídos... para que escuchara tu voluntad", -"llevo tu ley en mis entrañas... mira, no guardo silencio", -"Se me echan encima mis culpas y no puedo huir..." Dios no quiere ya sacrificios de animales... lo que agrada a Dios es la docilidad de cada instante a su voluntad... El "don de sí por amor".
La Epístola a los Hebreos que hemos leído estos días pasados, comentando el sacrificio que Jesús hizo de sí mismo, toma las palabras de este salmo. "Por eso Cristo al entrar en el mundo, dijo: no quieres sacrificio ni ofrendas, sino que me has dado un cuerpo (Era la traducción corriente según los manuscritos griegos de la época). No te agradan los holocaustos ni las ofrendas, para quitar los pecados. Entonces dije: aquí estoy, tal como está escrito de Mí en el libro (precisamente en este salmo 39), para hacer tu voluntad, oh Dios..." (Hebreos 10, 5-10). En esta forma un texto inspirado por Dios nos revela que Jesús recitaba este salmo con predilección, encontrando en él una de las más claras expresiones del don de sí permanente al Padre y a sus hermanos, hasta la hora del don total "de sí mismo en la cruz." Y añadió: "mi alimento es hacer la voluntad del Padre... (Juan 4,34). Y en la hora misma de definir su sacrificio, repitió haciendo eco a este salmo: "¡Padre, que no se haga mi voluntad sino la tuya!" (Mateo 26,39). Y "por su obediencia somos salvados" (Romanos 5,19). Este salmo es ante todo la "oración misma de Jesús". Pero también es la nuestra, a condición de no caer en el ritualismo: lo que Dios espera de nosotros, no son los sacrificios externos, las oraciones ajenas a nosotros... Sino, el ofrecimiento de nuestra carne y sangre, de nuestra vida cotidiana, del "sacrificio espiritual" (1P 2,5; Rm 12,1). Podemos decir, ampliando la afirmación central de este salmo, que Dios espera más nuestros comportamientos cotidianos, que nuestras oraciones dominicales. Mi "acción de gracias" (Eucaristía) consiste en: -Estar feliz de mi fe. -Maravillarme de Dios. -Hacer su voluntad en lo profundo de mi vida. -Anunciar el evangelio, la buena nueva de su justicia, de su salvación, de su amor y de su verdad. Una forma de recitar este salmo, sería dejarnos empapar por el ambiente de oración que respira, tal como se ha resaltado más arriba, para luego concretarlo en actitudes de "mi propia vida". Heme aquí, Señor, para hacer Tu voluntad (Noel Quesson).
3. 1 Cor 6,13c-15a.17-20: Los corresponsales de Pablo no llegaron a comprender seguramente bien uno de los adagios favoritos del apóstol: "Todo me está permitido" (v. 12; cf. 1Cor 10, 23; Rom. 6, 15). Algunos libertinos utilizan esta adagio para lanzarse a la fornicación bajo el pretexto de que no sería más que una simple necesidad del cuerpo, lo mismo que comer o beber (v. 13). Pablo aprovecha la ocasión para recordar los principios fundamentales de la ética cristiana del cuerpo.
a) El primer principio consiste en que el hombre es el templo del Espíritu Santo. No se trata de entender ese templo como si el Espíritu "morase" en el hombre de una forma absolutamente extrínseca tal como Dios moraba en el Templo de Jerusalén. En realidad, el Espíritu de Dios no puede morar en el hombre como en un lugar, sino que mora, por el contrario, respetando y animando las facultades mismas del hombre. En otros términos, si el cuerpo del cristiano está consagrado (v. 19), no lo es desde el exterior, por una especie de acción que le haría tabú a la manera de los muros de un templo, sino en virtud de su mismo libre albedrío con que el hombre colabora con el Espíritu. Por eso, no ha quedado abolida la preocupación que se tenía por estar "puros" para penetrar en el Templo de Jerusalén: el cristiano prosigue en busca de la pureza y continúa "temiendo" (en el sentido bíblico de la palabra) la presencia de Dios, pero al mismo tiempo sabe que esa presencia de Dios es un diapasón de sus propias facultades, de su propio hacer, animado por el Espíritu que procede de Dios. El judío entraba en el Templo como en otro mundo y se alineaba para penetrar en él; el cristiano sabe que, merced a su libertad y con la cooperación del Espíritu, edifica por sí mismo el templo, y que ya no hay alienación, sino promoción humana y revelación inesperada del más allá para el hombre.
b) El segundo principio que San Pablo incorpora al comportamiento del cristiano es el del rescate por parte de Cristo, lo que significa que ya no se pertenece (vv. 13, 20). ¿Quiere eso decir que el cristiano se aliena cuando cae bajo la esclavitud de quien le ha rescatado? (cf. Rom. 6,12-18): para Pablo, el hombre reducido a sus propios recursos es un esclavo, el esclavo de la "carne" (en el sentido paulino de la palabra: la técnica de la salvación se fundamenta exclusivamente en los medio de que el hombre dispone, cf. Rom. 8,1-13). Ahora bien, Cristo es el primer hombre que ha aceptado el disponer no solo de los medios humanos ordinarios -como lo habría hecho Adán-, sino también de un medio salvífico nuevo: el Espíritu de Dios en El. Se ha visto, pues, liberado de la "carne", que, dejada a sí misma, no puede sino fracasar; se ha liberado, además de otra técnica de salvación: la ley exterior, puesto que la presencia del Espíritu le ha bastado para orientar sus facultades humanas hacia la adquisición de la verdadera salvación. Cristo ha conquistado esa promoción del hombre con su resurreción. El logro de ese proyecto de salvación ha servido a Cristo para interesar a toda la humanidad por la búsqueda de esa misma salvación: su libertad es también cosa nuestra, no solo desde fuera, como una magnifica conquista, sino desde dentro, puesto que nos ofrece, por mediación suya, la posibilidad de actuar de igual manera. Esta mediación del nuevo tipo de humanidad que se da en Cristo y que es ofrecida a cada uno de nosotros se encuentra insistentemente anunciada por Pablo en sus cartas a los corintios (1Cor 1,12; 6,19-20; 11,3; 2Cor 10,7; cf. Rom 6,11.15; 8,9, etc.). Al liberarnos de la "carne" y de la ley, Cristo puede ser comparado perfectamente a alguien que nos rescata, como se rescata a un esclavo (cf. 1 Cor. 7, 23). Pero, una vez libres, no podemos prescindir de su Espíritu, y por eso "no nos pertenecemos" y contamos con el don de Dios..., un don que hace florecer nuestra libertad en lugar de aprisionarla. La terminología de la compra y de la pertenencia es más fácilmente admisible cuando se sitúa dentro de la perspectiva paulina de la esclavitud de la carnes y de la libertad del Espíritu conquistada por Jesucristo.
c) El tercero y último principio se fundamenta en la resurrección (v. 14) y la glorificación (v. 20) prometidas al cuerpo del hombre. Este principio se conjuga muy bien con el primero, pero necesita del segundo para que sea perfectamente comprendido. El Templo era considerado tradicionalmente como el lugar de la "presencia" de Dios en el pueblo y en el mundo. A esta presencia se la ha descrito muchas veces con el término "Gloria" (shekinah-doxa). En el culto antiguo, glorificar a Dios consistía en cantar esa gloria presente en los muros del templo; hoy, cuando el templo ya no existe y cuando su culto ha caducado, glorificar a Dios no es ya tan solo celebrar la gloria de Dios, sino hacer que esa gloria esté presente en nuestra manera de comportarnos, dar testimonio de que Dios está presente en nosotros en espera de que lo sea totalmente en la resurrección de los cuerpos. Y está presente en nosotros mediante la acogida que nuestra facultades humanas, plenamente adultas y desarrolladas, dispensen a las sugerencias del Espíritu y a la imitación del Nuevo Adán.
La argumentación de San Pablo se apoya, por consiguiente, en dos convicciones: en primer lugar, la sexualidad no es una simple "necesidad" corporal; es la expresión de todo el ser en una relación de persona a persona; por consiguiente, no puede traducirse en un uso que no sea fisico. En segundo lugar, todo nuestro ser está absorbido por el Señor, comprendida la sexualidad. En consecuencia, esta se convierte en relación de persona cristificada a persona cristificada, hasta el día en que, transparentes a nosotros mismos, lo seremos también para el Señor en su gloria (Maertens-Frisque).
El libertinaje no es una mayor libertad, sino su ausencia. Pensaban –como hoy- que la cuestión sexual es indiferente para la salvación, algo así como tomarse un vaso de agua cuando a uno se lo pide el cuerpo. Pablo establece como principio que existe una íntima solidaridad entre el cuerpo y el Señor, que también el cuerpo participa de la salvación de Cristo. Hay una promesa para el cuerpo, que se ha de cumplir. Porque es falso pensar que el alma está destinada a la inmortalidad y el cuerpo a la corrupción. No; también los cuerpos resucitarán. Por eso ya ahora los cuerpos de los bautizados, de los creyentes, están unidos a Cristo como los miembros a su cabeza. Cristo es la cabeza; a él le pertenecemos y con él estamos unidos en cuerpo y alma. La separación del alma y la degradación del cuerpo a enemigo del alma obedecen a una concepción platónica muy distinta de la cristiana. Para Pablo el hombre nunca es pura interioridad; más aún, no puede ser interioridad, alma, sin ser al mismo tiempo expresión corporal. Por eso, o nos unimos a Cristo en cuerpo y alma o no estamos unidos a él de ningún modo. Cuando un hombre se une a una prostituta, todo él se compromete en esa unión, que le convierte en "esclavo de la carne". Pero el que se une a Cristo, llega a ser todo él, un "espíritu" con Cristo. "Carne" y "Espíritu" no son términos complementarios, sino contradictorios; el hombre es enteramente "carne" cuando se deja seducir por el instinto, y "espíritu" cuando se deja guiar por el Espíritu de Dios, que da la vida. Porque el Espíritu ha sido derramado en nuestros corazones (Rm 5,5), porque el Espíritu es el que suspira en nosotros para que venga el Señor y el que nos anima a llamar a Dios "Padre nuestro". Este es el Espíritu de Cristo, el que Cristo nos envía y el que nos une a Cristo y por Cristo al Padre. Constituido el cuerpo en templo del Espíritu, podemos y debemos dar culto a Dios en nuestro cuerpo, animados por el Espíritu que nos ha sido dado. La fornicación aparece en este contexto como una profanación y un rechazo del Espíritu que nos une a Cristo (“Eucaristía 1985”).
Corinto era una ciudad reconocida por su vida licenciosa. Para indicar un estilo de vida desarreglado se había acuñado la expresión "vivir a la corintia". El apóstol puntualiza: "todo está permitido, pero no todo conviene". A la problemática de lo permitido y de lo prohibido Pablo sustituye la de saber lo que está de acuerdo o no con la vida nueva del cristiano transformado por el espíritu (cf. Rom 7-8), y la impureza es una contradicción con el destino del cuerpo cristiano, miembro de Cristo. El cristiano no lleva su vida afectiva y sexual por un camino recto en virtud de una ascesis cualquiera. Esto sería empobrecedor. Es el hecho mismo de Jesús, su misma muerte la que marca una pauta de conducta que le hace sentirse responsable y respetuoso en todo aquello que toca a su comportamiento sexual. Es tal vez un punto donde el creyente de hoy tiene que decir algo principalmente con su propia conducta (“Eucaristía 1979”). "Ser en Cristo" es el fundamento de la conducta moral del cristiano y su motivación. A Pablo le interesa poner de relieve que el fundamento decisivo y el motivo último de la conducta moral es la unión personal con Cristo. No es una ética de normas abstractas sino una vida desde la fe, la esperanza y el amor. "Ser en Cristo" abarca toda la realidad del hombre, alma y cuerpo, todo lo que es y todo lo que hace (P. Franquesa).
4. Jn 1, 35-42: Juan presenta a Jesús a dos discípulos suyos y lo hace sirviéndose de una imagen figurada: el cordero de Dios. La imagen remite al sacrificio de los corderos en el Templo para la cena de Pascua. En el cuarto evangelio, en efecto, Jesús muere en las horas en que eran sacrificados los corderos que iban a ser comidos en la cena de pascua. La escena se hace después seguimiento tras Jesús por parte de los dos discípulos, en búsqueda del lugar donde Jesús vive. ¡Y sin embargo no se nos revela el lugar! A cambio, el autor ofrece una referencia de tiempo: serían las cuatro de la tarde. De nuevo una referencia a las horas del sacrificio de los corderos. La escena es encantadora por su capacidad de sugerencia, quebrando la expectativa y la curiosidad del lector: éste se ve sorprendido por el desenlace, por cuanto que en él se le ofrece un dato que no buscaba (el tiempo) y se le oculta el dato que buscaba (el lugar), con lo cual su curiosidad por conocer ese lugar queda reforzada. ¿No será que el lugar al que el autor quiere referirse como lugar donde vive Jesús es la cruz? La escena, en un tercer paso, se hace comunicación. El autor juega de nuevo con el factor sorpresa: del interés por el lugar y el dato sobre el tiempo nos pasa ahora a la persona misma de Jesús: es el Mesías. Por último, y en un cuarto paso, el autor presenta el papel especial de Simón: el de Pedro. El autor adelanta al comienzo situaciones y encuentros posteriores. El conjunto del texto es, sin duda, una obra maestra de síntesis y de evocación.
-De la mano del autor de este texto, la andadura que comenzamos en estos domingos primeros del tiempo ordinario nos lleva a la cruz, ese lugar en alto en el que tiene que ser levantado el Hijo del hombre, como dirá Jesús a Nicodemo en Jn 3,14. La cruz es el lugar donde Jesús vive, porque es el lugar donde se pone de manifiesto sin el menor resquicio de sombra el amor. En efecto, el amor supremo consiste en dar la vida, como va a decir Jesús a sus discípulos en Jn 15,13. Y si hay algo que Jesús ha hecho, esto ha sido, precisamente, amar. De ahí que sea el amor el lugar en el que él vive y el lugar en el que únicamente se le puede encontrar. Hay un salmo del s. I a. C., no recogido en la Biblia, que nos permite ver cuáles eran las esperanzas mesiánicas en tiempos de Jesús: el Mesías expulsará a los enemigos, congregará al pueblo y lo santificará. El texto de hoy rompe con esas esperanzas al situar la manifestación de Jesús como Mesías en un medio en el que nadie pensaba, por ser un medio demasiado "débil". El amor, en efecto, no tiene ninguna prepotencia, sobre todo cuando su signo máximo es la cruz. Aquí no valen hipocresías ni buenas palabras, raquitismos ni componendas. Amar es, a veces, fracasar según los baremos y criterios al uso. ¡Pero el Mesías es Jesús! El poder ha quedado desde entonces definitivamente descalificado: Dios sólo reconoce al que ama (“Dabar 1991”).
En el relato de Juan, parece que Jesús no es quien lleva la iniciativa, salvo en el versículo último; la iniciativa la llevan los dos discípulos del Bautista. En realidad, el autor presenta en síntesis el proceso formativo de la comunidad cristiana. Sus comienzos son muy simples: un escuchar a alguien que habla de Jesús. Después vienen el seguir, el ver, el indagar, tal vez por simple curiosidad; no importa, el caso es buscar allí donde creo que está Jesús. Un día, seguro, vendrá el encuentro. No será un encuentro conceptual (las ideas solas nunca salvan) sino existencial. Será una experiencia transformadora. Te sacará de ti mismo, de tu egoísmo, de tu falta de horizontes, y te pondrá en contacto con los demás, a los que comunicarás tu descubrimiento de Jesús como líder (=mesías) de todos tus anhelos y esperanzas. Es incluso posible que te cambie el nombre, que te confíe una función, una misión de consolidación dentro de la comunidad (“Dabar 1976”).
Los dos discípulos siguieron a Jesús (evangelio). Toda la vida cristiana es seguir a Jesucristo; no de una manera material, con nuestros pasos, sino con la vida entera. Creer es seguir a Jesús, seguir sus huellas, ir detrás de él. El nos admite en su intimidad: Venid y lo veréis (...) y se quedaron con él aquel día; y ya no se movieron de su lado; más aún: Andrés condujo hasta él a su hermano (Hemos encontrado al Mesías!), de la misma manera que, al día siguiente, Felipe llevó también a su amigo Natanael. Encontrar a Jesús es encontrar la perla y el tesoro (Mt 13, 44-46); pero con una diferencia sustancial: Jesús no es para mí sólo, en exclusiva, sino que su descubrimiento me empuja connaturalmente a llevar a los demás hacia la misma perla y el mismo tesoro (José M. Totosaus). La actitud del Bautista y de Jesús, la de los discípulos y la de la Iglesia es la de búsqueda y escucha. Maestro, ¿dónde vives? Dios se hace encontradizo, pero a condición de que encuentre la capacidad de escucha y de reflexión, de paciencia en la búsqueda y de valor en el desprendimiento, de desinterés y entrega del don descubierto (Pere Franquesa).
S. Agustín comenta ¡Qué día tan feliz y qué noche tan deliciosa pasaron!: “Ellos no le siguen como para unirse ya a él, pues se sabe cuándo se le unieron: cuando los llamó estando en la barca. Uno de los dos era Andrés, como acabáis de oír. Andrés era el hermano de Pedro, y sabemos por el evangelio que el Señor llamó a Pedro y a Andrés cuando estaban en la barca, con estas palabras: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres (Mt 4,19). Desde aquel momento se unieron a él, para no separarse ya. Ahora, pues, le siguen estos dos, no con la intención de no separarse ya; simplemente querían ver dónde vivía y cumplir lo que está escrito: El dintel de tus puertas desgaste tus pies; levántate para venir a él siempre e instrúyete en sus preceptos (Eclo 6,36). Él les mostró dónde moraba; ellos fueron y se quedaron con él. ¡Qué día tan feliz y qué noche tan deliciosa pasaron! ¿Quién podrá decirnos lo que oyeron de boca del Señor? Edifiquemos y levantemos también nosotros una casa en nuestro corazón a donde venga él a hablar con nosotros y a enseñarnos. ¿Qué buscáis? Responden: Rabí -que significa maestro-, ¿dónde vives? Contesta Jesús: Venid y vedlo. Y se fueron con él y vieron dónde vivía y se quedaron en su compañía aquel día. Era aproximadamente la hora décima (Jn 1,38-39). ¿Carece, acaso de intención, el que el evangelista nos precise la hora? ¿Podemos creer que no quiera advertirnos nada o que nada busquemos? Era la hora décima. Este número significa la ley, que se dio en diez mandamientos. Mas había llegado el tiempo de cumplirla por el amor, ya que los judíos no pudieron hacerlo por el temor. Por eso dijo el Señor: No he venido a destruir la ley, sino a darle plenitud (Mt 5,17). Con razón, pues, le siguen estos dos por el testimonio del amigo del esposo, a la hora décima, hora en que oyó: Rabí -que significa maestro-. Si el Señor oyó que le llamaban Rabí a la hora décima y el número diez simboliza la ley, el maestro de la ley no es otro que el mismo dador de la ley. Nadie diga que uno da la ley y otro la enseña. La enseña el mismo que la da. Él es el maestro de su ley y él mismo la enseña. Como la misericordia está en sus labios, la enseña misericordiosamente. Así lo dice la Escritura hablando de la sabiduría: Lleva en su lengua la ley y la misericordia (Prov 31,26). No temas que no puedas cumplir la ley; huye a la misericordia. Si te parece demasiado para ti el cumplir la ley, utiliza aquel pacto, aquella firma, aquellas palabras que compuso para ti el abogado celestial”.
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