lunes, 5 de diciembre de 2011

Lunes de la 2ª semana de Adviento: la conversión hacia Dios y la amistad con Él viene de iniciativa suya: “viene en persona y os salvará”… “Hoy hemos

Lunes de la 2ª semana de Adviento: la conversión hacia Dios y la amistad con Él viene de iniciativa suya: “viene en persona y os salvará”… “Hoy hemos visto cosas admirables”

Isaías 35,1-10. El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría. Tiene la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarión. Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios. Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes; decid a los cobardes de corazón: «Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará.» Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco, un manantial. En el cubil donde se tumbaban los chacales brotarán cañas y juncos. Lo cruzará una calzada que llamarán Vía Sacra: no pasará por ella el impuro, y los inexpertos no se extraviarán. No habrá por allí leones, ni se acercarán las bestias feroces; sino que caminarán los redimidos, y volverán por ella los rescatados del Señor. Vendrán a Sión con cánticos: en cabeza, alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría. Pena y aflicción se alejarán.

Salmo 84,9ab-10.11-12.13-14. R. Nuestro Dios viene y nos salvará.
Voy a escuchar lo que dice el Señor: «Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos.» La salvación está ya cerca de sus fieles, y la gloria habitará en nuestra tierra.
La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo.
El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará ante él, la salvación seguirá sus pasos.

Texto del Evangelio (Lc 5,17-26): Un día que Jesús estaba enseñando, había sentados algunos fariseos y doctores de la ley que habían venido de todos los pueblos de Galilea y Judea, y de Jerusalén. El poder del Señor le hacía obrar curaciones. En esto, unos hombres trajeron en una camilla a un paralítico y trataban de introducirle, para ponerle delante de Él. Pero no encontrando por dónde meterle, a causa de la multitud, subieron al terrado, le bajaron con la camilla a través de las tejas, y le pusieron en medio, delante de Jesús. Viendo Jesús la fe de ellos, dijo: «Hombre, tus pecados te quedan perdonados».
Los escribas y fariseos empezaron a pensar: «¿Quién es éste, que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?». Conociendo Jesús sus pensamientos, les dijo: «¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: ‘Tus pecados te quedan perdonados’, o decir: ‘Levántate y anda’? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados, dijo al paralítico: ‘A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa’». Y al instante, levantándose delante de ellos, tomó la camilla en que yacía y se fue a su casa, glorificando a Dios. El asombro se apoderó de todos, y glorificaban a Dios. Y llenos de temor, decían: «Hoy hemos visto cosas increíbles».

Comentario:
1. Is 35,1-10 (ver 3º domingo de Adviento A, y domingo 23 B). Durante esta segunda semana de Adviento, leeremos unos pasajes de la segunda parte del libro de Isaías. Su autor es otro escritor sagrado, profeta también, denominado «el segundo Isaías», y que sin duda fue discípulo del primero. Su época no es menos dramática de la que vivió su predecesor: efectivamente nos encontramos en pleno exilio... Jerusalén, como Samaria, ha sido destruida... el Templo profanado y arruinado por los ejércitos enemigos... y todos los judíos aptos para trabajar han sido deportados a Babilonia donde están condenados a duros trabajos forzados... y aquí, en ese contexto, el profeta medita, por adelantado, sobre el «retorno a la tierra santa». Esta segunda parte de Isaías se llamó a menudo «el libro de la consolación». Dirigiéndose a cautivos y a desgraciados es una vigorosa predicación de esperanza: ¡vendrá un tiempo de felicidad total, cuando Dios salvará a su pueblo! El autor es también poeta, sus versos están llenos de imágenes.
-¡Que el desierto y el sequedal se alegren, que la estepa exulte y florezca, que la cubran las flores de los campos! Acumulación de imágenes de alegría: el desierto florecerá. Dios lo promete a unos exilados. En mi estado de pecador se me repite una promesa parecida... Gracias, Señor. En medio de un mundo difícil y duro, espero, Señor, ese día en que el desierto florecerá.
-Fortaleced las manos fatigadas, afianzad las rodillas vacilantes, decid a los que se azoran: «¡Animo, no temáis...!» Cumple tu promesa, Señor. ¡Danos firmeza, fortaleza, valentía! Te ruego, Señor, por todos los que están «desanimados» y te nombro a los que conozco en ese estado.
-Mirad que viene vuestro Dios... y os salvará. ¡Ven, Señor! En esta vida, donde esperamos tu advenimiento... «Esperamos tu venida...» Las nuevas plegarias eucarísticas nos han restituido ese aspecto importante de nuestra Fe, que fue tan viva en la Iglesia primitiva pero demasiado olvidado durante siglos.
-Dios es el que viene: -a) Cada uno de los sacramentos es un signo sensible de ello: en la eucaristía esto es lo esencial; Jesús viene a nosotros y está en nosotros. Pero esto es también verdad en cada sacramento. Oro partiendo de mi vivencia de cada sacramento: *reconciliación como encuentro con Jesús... *matrimonio, como encuentro con Jesús... *bautismo, como comunión a la vida de «hijo de Dios» de Jesús. -b) Pero, no sólo los sacramentos son una «venida» de Jesús. Mi vida cotidiana, mi apostolado, mis compromisos, mis trabajos de cada día, mis esfuerzos en mi vida moral... son también un modo de hacer que Jesús «venga» al mundo. Es preciso que, en la oración, dé ese sentido a mi vida.
-Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, y los oídos de los sordos... Entonces saltará el cojo como ciervo y la boca del mudo lanzará gritos de alegría... Los cautivos rescatados llegarán a Jerusalén entre aclamaciones de júbilo... Una dicha sin fin iluminará sus rostros... Alegría y gozo les acompañarán, dolor y tristeza huirán para siempre... El evangelio nos repite que esas cosas se produjeron por la bendición de Jesús. Pero, Señor, realízalas más todavía. En este tiempo de Adviento y con todo el poder de mi deseo, te digo: «haz que salten los cojos... danos tu salvación... suprime el mal... como Tú has prometido» (Noel Quesson).
Bienaventurado Guerric d’Igny (hacia 1080-1157): “Se alegrarán el desierto y el yermo, la estepa se regocijará y florecerá” (Is 35,1): “Una voz grita: Preparad en el desierto un camino al Señor” (Is 40,3) Hermanos, nos conviene, ante todo, meditar sobre la gracia de la soledad, sobre el bienaventurado desierto que, desde los inicios de la salvación ha sido consagrado como remanso de paz para los santos. Realmente, el desierto ha sido santificado para nosotros por la voz del profeta, por la voz de aquel que gritaba en el desierto, que allí predicaba y bautizaba con un bautismo de penitencia. Antes que él, ya los grandes profetas habían tomada la soledad por su amiga que consideraban como colaboradora del Espíritu Santo. Con todo, el desierto contiene una gracia incomparablemente mayor desde el momento en que Jesús se dirigió hacia él y sucedió a Juan en este lugar (cf Mt 4,1).
A su vez, Jesús, antes de predicar a los pecadores quiso prepararles un lugar en dónde recibirlos. Se fue al desierto para consagrar una vida nueva en este lugar, renovado por su presencia... no tanto para él mismo como para aquellos que, después de él, habitarían en el desierto. Entonces, si tú te has establecido en el desierto, quédate allí, espera allí al que te salvará de la pusilanimidad de espíritu y de la tempestad..... El Señor que sació a aquel gentío que le seguía al desierto, te salvará a ti que le has seguido, con mayores prodigios aún (Mc 6,34ss)...
Y cuando te parecerá que él te ha abandonado para siempre, vendrá a consolarte diciendo: “Recuerdo tu amor de juventud, tu cariño de joven esposa, cuando me seguías por el desierto...”(Jr 2,2) El Señor hará de tu desierto un paraíso de deleites y tú proclamarás, con el profeta, que “le han dado la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón” (Is 35,2)... Entonces, de tu alma, colmada de felicidad, brotará un himno de alabanza: “Que den gracias al Señor por su amor, por las maravillas que hace con los hombres! Porque sació a los sedientos, y colmó de bienes a los hambrientos” (Sl 107,8-9).
Sigue el profeta con su mensaje de alegría y sus imágenes poéticas, para describir lo que Dios quiere hacer en el futuro mesiánico.
Las imágenes las toma a veces de la vida campestre: el yermo se convierte en vergel, brotan aguas en el desierto, hay caminos seguros sin miedo a los animales salvajes. Y otras, de la vida humana: manos débiles que reciben vigor, rodillas vacilantes que se afianzan, cobardes que recobran el valor, el pueblo que encuentra el camino de retorno desde el destierro y lo sigue con alegría, cantando alabanzas festivas. Es un nuevo éxodo de liberación, como cuando salieron de Egipto.
Todo son planes de salvación: «Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos» (salmo). Ya no caben penas ni aflicción. Curará a los ciegos y a los sordos, a los mudos y a los cojos. Y a todos les enseñará el camino de la verdadera felicidad. La caravana del pueblo liberado la guiará el mismo Dios en persona.
De nuevo nos quedamos perplejos ante un cuadro tan idílico. Es como un poema gozoso del retorno al Paraíso, con una mezcla de fiesta cósmica y humana. Dios ha perdonado a su pueblo, le libra de todas sus tribulaciones y le vuelve a prometer todos los bienes que nuestros primeros padres malograron al principio de la historia.
Llega el momento en que los desterrados ha de retornar a la Tierra que Dios había prometido a sus antiguos padres, y de la que habían sido expulsados a causa de sus culpas. Todos han de regocijarse en el Señor, pues Él jamás ha dejado de amarlos. Deben cobrar ánimo pues hay que reconstruir no sólo la ciudad, sino el Templo de Dios. Pero antes que nada es necesario reconstruir el corazón y llenarlo de esperanza para ponerse en camino y poner manos a la obra. Los que creemos en Cristo, a pesar de que muchas veces hayamos sido dominados por el pecado y la muerte; a pesar de que nuestra concupiscencia pudiera habernos arrastrado por caminos de maldad; y aun cuando hayamos estado lejos del amor a Dios y al prójimo, no hemos de perder de vista que el Señor sale a nuestro encuentro, buscándonos amorosamente como el Pastor busca a la oveja descarriada, para ofrecernos el perdón y la oportunidad de una vida renovada en Él. A nosotros corresponde abrir nuestro corazón para aceptar esta oportunidad de gracia que Él nos ofrece. Vivamos con una nueva esperanza, revestidos de Cristo, para que en adelante no sólo busquemos nuestro bien, nuestra justificación y nuestra santificación, sino el bien y la salvación de toda la humanidad. A la Iglesia de Cristo corresponde continuar con la obra de salvación levantado los ánimos caídos, reconstruyendo el corazón de toda la humanidad para que, juntos, hagamos realidad, ya desde ahora, el Reino de Dios entre nosotros.

2. Sal. 85 (84). Nos acercamos al Señor para escuchar su Palabra. Pero no podemos estar ante Él como discípulos distraídos, sino atentos a sus enseñanzas para ponerlas en práctica. El Señor quiere justificarnos. A nosotros corresponde seguir sus caminos amorosa y fielmente. Día a día nos vamos acercando a nuestra salvación eterna. Pero no podemos esperar que esa salvación suceda de un modo mágico en nosotros; es necesario ponernos en camino para que constantemente se vaya haciendo realidad en nosotros, de tal forma que podamos presentarnos ante los demás como personas más llenas de amor, más justas y más solidarias con los que sufren. Sólo así, transformados a imagen y semejanza de Cristo, podremos ser un signo de su amor salvador en medio de nuestros hermanos. Jesús es el Camino que se ha abierto para conducirnos a la plena unión con Dios, nuestro Padre. Sigamos sus pisadas, tomando nuestra cruz de cada día.

3. Lc 5,17-26 (ver paralelo em domingo 7 B). «Le vienen a traer a un paralítico llevado entre cuatro» (Mc 2,3). Todos necesitamos la compañía, sentirnos queridos por los amigos, «es propio del amigo hacer el bien a los amigos, principalmente a aquellos que se encuentran más necesitados» (Santo Tomás de Aquino). En primer lugar, es bonito contemplar a Jesús, que parece perdonar al paralítico por la fe de sus amigos: “Viendo Jesús la fe de ellos, dijo: Hombre, tus pecados te son perdonados”. Ser amigo es algo muy grande: el amigo no juzga la causa de las desgracias, está al lado para acompañar. Jesús tiene corazón, y le gusta ver el amor expresado en los signos de amistad: no quiere convencer ni vencer, sino ofrecer la experiencia de lo que va bien, quiere lo mejor para el amigo y está dispuesto a sacrificarse por él, hacer algo poco habitual como es subir al tejado y levantar el techo para descolgar, con unas cuerdas u otro sistema, la litera con el amigo (con cuidado para que no caiga) y ponerlo ante Jesús. Hay que reconocer la audacia de esos amigos, y como todos estamos enfermos, la amistad auténtica es ayudarnos, y poner al amigo ante Jesús para que se conozca, se encuentre de un modo más pleno a sí mismo. Es una llamada a la reflexión sobre este valor de la amistad, y de cómo lo vivimos, y con qué profundidad. También esa amistad se extiende a muchos, por eso dice el Introito: “Escuchad, pueblos, la palabra del Señor, anunciadla en las islas remotas: llega nuestro Salvador, no temáis” (cf. Jr 31, 10; Is 35, 4).
Un segundo aspecto es la conversión, tónica que domina este tiempo litúrgico y concretamente esta segunda semana de Adviento. Jesús conoce lo que estos hombres quieren: la curación de su amigo, en el cuerpo y en el alma «Hombre, tus pecados te quedan perdonados». Y también: “Yo te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. La respuesta también abarca las dos cosas, la salud física y la alegría espiritual: “Y al instante se levantó en presencia de ellos, tomó la camilla en que yacía, y se fue a su casa glorificando a Dios”. Veremos comenzar el ministerio del Señor con esta llamada de anuncio de la llegada del Reino de Dios y llamada a la conversión (cfr. Mc 1, 15), y aquí lo vemos perdonando los pecados de quien se acerca a Él con humilde fe y además la curación; este paralítico llevado en camilla representa a cada uno de nosotros en el camino hacia Jesús y el misterio de misericordia que es la Navidad. Este ministerio del perdón lo continua ejerciendo en su nombre la Iglesia, hasta el final del mundo, sobre todo “a través del sacramento de la Reconciliación confiado a la Iglesia” (Juan Pablo II, Carta ap. Rosarium Virginis Mariae, 21). “Jesús invita a todos los hombres a entrar en el Reino de Dios; aun el peor de los pecadores es llamado a convertirse y aceptar la infinita misericordia del Padre. El Reino pertenece, ya aquí en la tierra, a quienes lo acogen con corazón humilde. A ellos les son revelados los misterios del Reino” (Compendio del Catecismo, 107).
La fuente más profunda de nuestros males son los pecados, por eso, aunque pidamos ciertos bienes Dios sabe lo que nos conviene, va más allá: necesitamos el encuentro con la misericordia divina.
Podemos acabar nuestra reflexión sobre algunas virtudes de la amistad, aquí reflejadas, y que nos pueden servir de pautas de examen. La prudencia de los “portadores”, en primer lugar: saben adecuar los medios para el fin previsto, del mejor modo, superando la “prudencia de la carne” (Romanos 8, 6-8), que es cobardía, y equivale al disimulo, la hipocresía, “escurrir el bulto”, astucia, cálculo interesado, y en resumen egoísmo. Se ve la fortaleza manifestada en su forma más alta en resistir las adversidades, y afrontar los obstáculos con constancia y paciencia. La justicia es dar a cada uno lo suyo, y cuando se ve que para el amigo hay que darle lo mejor, se ponen los medios. Templanza en la discreción y modestia de estar en segundo plano, con una sobriedad exquisita, una sencillez encantadora. Es preciso cultivar esas virtudes, para ser buenos amigos y útiles para que “el Espíritu Santo se sirva del hombre como de un instrumento” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica).

El sentido que tiene la primera lectura, al ser proclamada hoy entre nosotros, nos lo aclara el pasaje evangélico que escuchamos: en Cristo Jesús tenemos de nuevo todos los bienes que habíamos perdido por el pecado del primer Adán.
Él es el médico de toda enfermedad, el agua que fecunda nuestra tierra, la luz de los que ansiaban ver, la valentía de los que se sentían acobardados.
Jesús, el que salva, el que cura, el que perdona. Como en la escena de hoy: vio la fe de aquellas personas, acogió con amabilidad al paralítico, le curó de su mal y le perdonó sus pecados, con escándalo de algunos de los presentes.
Le dio más de lo que pedía: no sólo le curó de la parálisis, sino que le dio la salud interior. Lo que ofrece él es la liberación integral de la persona.
Resulta así que lo que prometía Isaías se quedó corto. Jesús hizo realidad lo que parecía utopía, superó nuestros deseos y la gente exclamaba: «hoy hemos visto cosas admirables». Cristo es el que guía la nueva y continuada marcha del pueblo: el que dijo «Yo soy el camino, la verdad y la vida».
a) Cuántas rodillas vacilantes y manos temblorosas hay también hoy. Tal vez las nuestras. Cuántas personas sienten miedo, o se encuentran desorientadas. Tal vez nosotros mismos.
El mensaje del Adviento es hoy, y lo será hasta el final de los tiempos, el mismo: «levantad la cabeza, ya viene la liberación», «cobrad ánimos, no tengáis miedo», «te son perdonados tus pecados», «levántate y anda». Cristo Jesús nos quiere curar a cada uno de nosotros, y ayudarnos a salir de nuestra situación, sea cual sea, para que pasemos a una existencia viva y animosa.
Aunque una y otra vez hayamos vuelto a caer y a ser débiles.
b) El sacramento de la Reconciliación, que en este tiempo de preparación a la gracia de la Navidad tiene un sentido privilegiado, es el que Cristo ha pensado para que, por medio del ministerio de su Iglesia, nos alcance una vez más el perdón y la vida renovada. La reconciliación es también cambio y éxodo. Nuestra vida tiene siempre algo de éxodo: salida de un lugar y marcha hacia alguna tierra prometida, hacia metas de mayor calidad humana y espiritual. Es una liberación total la que Dios nos ofrece, de vuelta de los destierros a los que nos hayan llevado nuestras propias debilidades.
c) Pero el evangelio de hoy nos invita también a adoptar una actitud activa en nuestra vida: ayudar a los demás a que se encuentren con Jesús. Son muchos los que, a veces sin saberlo, están buscando la curación, que viven en la ignorancia, en la duda o en la soledad, y están paralíticos. Gente que, tal vez, ya no esperan nada en esta vida. O porque creen tenerlo ya todo, en su autosuficiencia. O porque están desengañados.
¿Somos de los que se prestan gustosos a llevar al enfermo en su camilla, a ayudarle, a dedicarle tiempo? Es el lenguaje que todos entienden mejor. Si nos ven dispuestos a ayudar, saliendo de nuestro horario y de nuestra comodidad, facilitaremos en gran manera el encuentro de otros con Cristo, les ayudaremos a comprender que el Adviento no es un aniversario, sino un acontecimiento nuevo cada vez. No seremos nosotros los que les curemos o les salvemos: pero les habremos llevado un poco más a la cercanía de Cristo, el Médico.
Si también nosotros, como Jesús, que se sintió movido por el poder del Señor a curar, ayudamos a los demás y les atendemos, les echamos una mano, y si es el caso les perdonamos, contribuiremos a que éste sea para ellos un tiempo de esperanza y de fiesta.
d) Cuando el sacerdote nos invita a la comunión, nos presenta a Jesús como «el Cordero que quita el pecado del mundo». Esta palabra va dirigida a nosotros hoy y aquí. Cada Eucaristía es Adviento y Navidad, si somos capaces de buscar y pedir la salvación que sólo puede venir de Dios. Cada Eucaristía nos quiere curar de parálisis y miedos, y movernos a caminar con un sentido más esperanzado por la vida. Porque nos ofrece nada menos que al mismo Cristo Jesús, el Señor Resucitado, hecho alimento de vida eterna (J. Aldazábal).
El paralítico estaba totalmente postrado. Su limitación no le permitía desempeñarse como cualquier otro ser humano. Esta limitación que de por sí era oprobiosa, aumentaba más con la marginalidad a que era sometido por la mentalidad vigente en aquella cultura. Como enfermo estaba totalmente desplazado de la comunidad humana. Se consideraba, en general, que la enfermedad provenía del pecado. Si un ser humano enfermaba, se pensaba que, necesariamente, era un pecador. Cuanto más grave su enfermedad, tanto mayor era el pecado que se suponía habría cometido. Si no hubiera sido él, la familia o algún antepasado.
Los sacerdotes, escribas y los fanáticos religiosos guardaban celosamente los prejuicios de la cultura como normas absolutas e inalterables. Sometían a la población a un régimen de ideas que los ataba a la estructura ideológica del sacralismo y el perfeccionismo legal. En ese esquema, el enfermo no tenía alternativa. Era expulsado de la comunidad y ya no era reconocido prácticamente como ser humano.
Jesús rompe ese esquema y propone una visión amplia, generosa, tierna. El ser humano, cualquiera que sea, tiene un valor tan grande que las normas y los prejuicios tienen que modificarse para que la persona sea el centro de la vida. La fe de un pueblo, tiene que partir de que el Dios de la Vida está en medio de ellos para hacerlos crecer en dignidad, justicia y solidaridad. La fe en Dios, por tanto, no se puede utilizar para marginar y recriminar a nadie.
Este orden de convicciones, este credo vital y liberador, es el que Jesús aplica en la discusión con los fanáticos religiosos. El ser humano, no importa qué dignidad y cargo ocupe, no está en el mundo para reprimir a sus hermanos y someterlos a la servidumbre de las costumbres. "¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios?" La función del ser humano, del Hijo del Hombre, es liberar a la humanidad atormentada y darle posibilidades de comenzar aquí y ahora el camino de redención. "Te lo ordeno, levántate, toma tu camilla y vuelve a tu casa". Por eso la persona postrada por la enfermedad y oprimida por los prejuicios religiosos y legales es liberada definitivamente. El paralítico se pone en pie y recupera su dignidad humana. Ahora, es capaz de seguir por sus propios medios el camino que elige y no está sometido ya a lo que los demás decidan por él (servicio bíblico latinoamericano).
La lectura del evangelio de Lucas nos presenta una escena digna de Isaías: a Jesús enseñando en medio de fariseos y severos doctores de la ley venidos de todas partes del país. Dice el evangelista que una fuerza divina impulsaba a Jesús a realizar curaciones. Luego nos narra la conocida curación del paralítico traído en su camilla, que no puede ser llevado ante Jesús por la multitud que llena la casa y que entonces es descolgado a través del techo en donde se practica un agujero. La enfermedad, la muerte, cualquier clase de mal que sobrevenga al ser humano son considerados en la Biblia como consecuencia del pecado. Por eso Jesús, para escándalo de los especialistas en la ley, presentes en el lugar, perdona al paralítico sus pecados, antes de curarlo. Porque son peores las parálisis del corazón y del espíritu que las de los miembros corporales. Peor no ser capaz de amar y de servir que no poder caminar, y porque a veces no nos podemos mover por falta de generosidad, por orgullo y egoísmo. Es cierto que sólo Dios puede perdonar los pecados, pero Jesús afirma que el misterioso Hijo del Hombre que él representa, que es él mismo, tiene también ese poder, y para confirmarlo y comprobarlo ordena al paralítico levantarse, echarse al hombro la camilla de sus dolores y pecados y volver por su propio pie a su casa. ¡Oh maravilla! El paralítico se va glorificando a Dios, los presentes también glorifican a Dios llenos de asombro. ¿Tal vez también los fariseos y los doctores de la ley?
Así se cumplen en Jesús las profecías de Isaías: los cojos brincan, los ciegos ven, los sordos oyen. La tierra se renueva en su presencia, el desierto se convierte en vergel, regresan los deportados por las potencias opresoras. Todo esto sucede, y sucederá plenamente, cuando vivimos su evangelio, seguimos su enseñanza, cumplimos sus mandatos que son mandatos de amar y de servir, de perdonar y compartir. ¿Cómo no prepararnos cuidadosamente para celebrar su nacimiento ya próximo en esta Navidad? ¿Cómo no reconocer nuestros pecados y pedir perdón por ellos, sabiendo que perdonados seremos capaces de obrar maravillas, de caminar gozosos al encuentro de los hermanos para construir junto con ellos una sociedad más justa, pacífica y fraterna? (Josep Rius-Camps).
Jesús, perdonas al paralítico por la fe de sus amigos: Viendo Jesús la fe de ellos, dijo: Hombre, tus pecados te son perdonados. ¡Qué gran lección! Muchas veces tengo la tentación de decir: yo ya lo hago bien; los demás que hagan lo que quieran. Pero no es así como se comportaron los amigos del paralítico.
El paralítico no abre la boca hasta que lo curas. No parecía muy convencido. No debió ser fácil para sus amigos conseguir que viniera. Y, una vez allí, era imposible meterlo dentro, donde estabas Tú; pero tampoco se rinden ante este obstáculo. Si hay que romper el techo, se rompe.
Jesús, no es difícil hacer la comparación con algunos amigos míos que no se mueven nada, sobrenaturalmente hablando, como si estuvieran paralíticos de espíritu. ¿Qué puedo hacer? Hay muchos obstáculos que dificultan el ponértelos delante de Ti para que les puedas perdonar y curar. Hay que romper muchos techos, esquemas, excusas.
El secreto está en ser, primero yo, mejor cristiano. Ni siquiera seria necesario exponer la doctrina si nuestra vida fuese tan radiante, ni sería necesario recurrir a las palabras si nuestras obras dieran tal testimonio. Ya no habría ningún pagano, si nos comportáramos como verdaderos cristianos.
Es preciso que seas «hombre de Dios», hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida «para adentro».
Jesús, hacer apostolado no es convencer. Tú haces el milagro al ver la fe de los amigos que traían al enfermo. Igualmente moverás a mis amigos a llevar una vida más cristiana, a confesarse, si ves mi fe, mi oración y mortificación por aquel amigo y por aquel otro.
Y la fuerza del Señor le impulsaba a curar. Jesús, estás deseoso de curar a mucha gente. Pero sólo curaste a aquél que tenía unos amigos con mucha fe, con mucha vida interior. Ayúdame a ser serio en mi vida interior, en mi oración y mortificación, en mi estudio o trabajo, pues de mi santidad depende también la santidad de otros.
Hoy hemos visto cosas maravillosas. Jesús, ¡cuántas cosas maravillosas dependen de que yo sea un hombre de Dios! Dame fortaleza, dame fe; no me dejes que me conforme con ser simplemente bueno. He de ser santo, con una santidad «apostólica». De esta manera no me detendré ante las dificultades que encuentre en mi camino de apóstol, y te pondré a mucha gente frente a Ti, aunque haya que romper techos, aunque haya que cambiar el mundo.
Apostolado de la confesión. El Mesías está muy cerca de nosotros, y en estos días de Adviento nos preparamos para recibirle de una manera nueva cuando llegue la Navidad. Todos los días nos encontramos amigos, colegas y parientes, desorientados en lo más esencial de su existencia. Se sienten incapacitados para ir hasta el Señor, y andan como paralíticos por la vida porque han perdido la esperanza. Nosotros hemos de guiarlos hasta la cueva de Belén; allí encontrarán el sentido de sus vidas. En muchos casos, acercar a nuestros amigos a Cristo es llevarles a que reciban el sacramento de la Penitencia, uno de los mayores bienes que Cristo ha dejado a su Iglesia. Pocas ayudas tan grandes, quizá ninguna, podemos prestarles como la de facilitarles que se acerquen a la Confesión. ¡Que alegría cada vez que acercamos a un amigo al sacramento de la misericordia divina! Esta misma alegría es compartida en el Cielo (Lucas 15, 7)
El apostolado, y de modo singular el de la Confesión, es algo parecido a lo que narra hoy el Evangelio: poner a las personas delante de Jesús; a pesar de las dificultades que esto pueda llevar consigo. Dejaron al amigo delante de Jesús. Después el Señor hizo el resto; Él es quien hace realmente lo importante. Lo principal era el encuentro entre Jesús y el amigo. ¡Qué gran lección para el apostolado!
La mirada purísima de Jesús le penetraba hasta el fondo de su alma con honda misericordia: Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados.
Experimentó una gran alegría. Ya poco le importaba su parálisis. Su alma estaba limpia y había encontrado a Jesús. El Señor quiere dejar bien sentado que Él es el Único que puede perdonar los pecados, porque es Dios. Y lo demuestra con la curación completa de este hombre. Este poder lo transmite a su Iglesia en la persona de los Apóstoles. Los sacerdotes ejercitan el poder del perdón de los pecados no en virtud propia, sino en nombre de Cristo, como instrumentos en manos del Señor. Él espera a nuestros amigos. Nuestra Madre Refugio de los Pecadores, tendrá compasión de ellos y de nosotros (Francisco Fernández Carvajal).
Hoy hemos visto maravillas: el Señor se ha convertido en nuestro Salvador y nos ha redimido del pecado y de la muerte. Él nos ha abierto las puertas de la salvación. El Señor no sólo ha venido a socorrernos en nuestras pobrezas, no sólo ha venido a curarnos de nuestras enfermedades. Él ha venido para liberarnos de la esclavitud al pecado y a la muerte, y a conducirnos, como Hijos, a la Casa Paterna. Y no sólo hemos de conocer nosotros a Dios y disfrutar de la salvación que Él nos ofrece en Cristo Jesús. Los que hemos sido beneficiados de los dones de Dios hemos de ser los primeros en preocuparnos del bien y de la salvación de los demás, trabajando intensamente y utilizando todos los medios a nuestro alcance para conducirlos a la presencia del Señor, de tal forma que también ellos encuentren en Él el perdón de sus pecados y la vida eterna. El Señor quiere que su Iglesia se convierta en un signo de salvación para el mundo entero. Vivamos conforme a la confianza que el Señor ha depositado en nosotros.
El Señor nos invita en este día a participar del Sacramento de Salvación, mediante el cual Él nos comunica su Vida. Él ha entregado su vida por nosotros para el perdón de nuestros pecados. Mediante este Memorial de su muerte y resurrección nosotros somos hechos partícipes de la Redención que Él ofrece a toda la humanidad. Hoy nos reunimos en su presencia no sólo para contemplar sus maravillas, sino para ser los primeros en ser beneficiados por ellas, de tal manera que quede atrás todo aquello que nos impida caminar como testigos de su amor. Unidos a Cristo hemos de cobrar ánimo para que no sólo nuestra vida, sino la humanidad entera sea hecha una criatura nueva en Cristo Jesús. Dios ha tenido misericordia de nosotros. Dejemos que realmente su perdón y su salvación se hagan realidad en nosotros para que, convertidos en testigos suyos, vayamos a trabajar, fortalecidos por su Gracia y por la presencia de su Espíritu Santo en nosotros, para que a todos llegue la salvación, la justicia y la paz.
Nuestra fe en Cristo nos ha de hacer volver la mirada hacia todos aquellos que viven deteriorados por las injusticias, por la enfermedad, por el pecado. No podemos decirnos a nosotros mismos: ¿Acaso soy yo guardián de mi hermano? El Señor nos quiere fraternalmente unidos por el amor. Y ese amor nos ha de llevar a preocuparnos del bien de nuestro prójimo, de tal forma que jamás pasemos de largo ante Él cuando le veamos esclavizado por algún pecado, o tratado injustamente, o dominado por la enfermedad. La Iglesia no puede conformarse con darle culto al Señor, ni con sólo anunciar su Santo Nombre a los demás. La Iglesia debe convertirse en la cercanía amorosa de Dios para todos aquellos que necesitan de una mano que se les tienda para ayudarles a superar sus diversos males. Al final el Señor sólo reconocerá en nosotros el amor que le hayamos tenido a Él a través de nuestro prójimo. Vivamos, pues, nuestra fe en obras de amor, que nos hagan no sólo llamarnos, sino manifestarnos como hijos de Dios.
Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de trabajar constantemente para que la salvación llegue a todos, aún a aquellos que, alejados de Dios, parecieran como un desierto sin aliento ni esperanza, pero que, puesto que para Dios nada hay imposible, Él quiere que también ellos lleguen a ser sus hijos. Amén (homiliacatolica.com).

viernes, 2 de diciembre de 2011

Adviento, primera semana. Sábado: ser instrumentos de Dios. El Señor se apiada a la voz de nuestro gemido: Jesús, al ver a las gentes, se compadecía d

Adviento, primera semana. Sábado: ser instrumentos de Dios. El Señor se apiada a la voz de nuestro gemido: Jesús, al ver a las gentes, se compadecía de ellas…

Isaías 30,19-21.23-26. Así dice el Señor, el Santo de Israel: «Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, no tendrás que llorar, porque se apiadará a la voz de tu gemido: apenas te oiga, te responderá. Aunque el Señor te dé el pan medido y el agua tasada, ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu Maestro. Si te desvías a la derecha o a la izquierda, tus oídos oirán una palabra a la espalda: "Éste es el camino, camina por él." Te dará lluvia para la semilla que siembras en el campo, y el grano de la cosecha del campo será rico y sustancioso; aquel día, tus ganados pastarán en anchas praderas; los bueyes y asnos que trabajan en el campo comerán forraje fermentado, aventado con bieldo y horquilla. En todo monte elevado, en toda colina alta, habrá ríos y cauces de agua el día de la gran matanza, cuando caigan las torres. La luz de la Cándida será como la luz del Ardiente, y la luz del Ardiente será siete veces mayor, cuando el Señor vende la herida de su pueblo y cure la llaga de su golpe.»

Salmo 146,1-2.3-4.5-6. R. Dichosos los que esperan en el Señor.
Alabad al Señor, que la música es buena; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa. El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a los deportados de Israel.
Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas. Cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre.
Nuestro Señor es grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida. El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados.


Evangelio (Mt 9,35—10,1.6-8): Jesús recorría todas las ciudades y aldeas enseñando en sus sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia.
Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies.
Habiendo llamado a sus doce discípulos, les dio poder para arrojar a los
espíritus inmundos y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Id y predicad
diciendo que el Reino de los Cielos está al llegar. Curad a los enfermos,
resucitad a los muertos, sanad a los leprosos, arrojad a los demonios;
gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente.

Comentario: 1. 1.- Is 30,18-21.23-26. -Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, no llorarás ya más. Cuando clamarás, el Señor tendrá piedad de ti; oirá tu voz y te contestará. Los habitantes de Jerusalén ven acercarse a su puerta la amenaza asiria. Los ejércitos de la época arrasan las ciudades y matan a todos los habitantes, a excepción de los más fuertes que son deportados. Las palabras esperanzadoras de Isaías han de leerse en ese contexto dramático.
-Aquel día de muerte y devastación, cuando se derrumbarán todas las torres de defensa... Sí, es en medio de las violencias militares de una guerra feroz cuando Isaías evoca un «tiempo» en el que todo tipo de mal estará ausente. ¡Isaías es el profeta de la esperanza, de la más humana esperanza!
-En la tribulación el Señor te dará pan de asedio y agua de opresión. El dará lluvia a tu sementera, con que hayas sembrado el suelo y el pan que producirá la tierra será rico y sustancioso. Tus ganados pacerán aquel día en vastos pastizales. De tus montañas brotarán manantiales... Isaias evoca una felicidad paradisíaca, un futuro reino mesiánico del que todo mal habrá desaparecido: hambre... enfermedad... violencia... injusticia... Es el retorno del hombre a su equilibrio moral que traerá también consigo el retorno de la naturaleza a su armonía y a la fecundidad del «paraíso terrenal». La Biblia cree profundamente en una comunión entre el hombre y su entorno: el Señor resucitado, no solamente salva el alma, sino también la carne y la materia (Rm 8). La naturaleza entera espera su transfiguración. Por todo ello, en Adviento, el cristiano se siente también interpelado -a una conversión espiritual que transforme su corazón... -y a transformar la naturaleza con los avances de la técnica, el trabajo, el progreso... ¿Considero que éste es también mi trabajo? ¿Participo del gran proyecto de Dios: "¡Dominad la tierra y sometedla!" para la mayor felicidad de todos los hombres?
-¡No será ya ocultado el que te enseña, y tus ojos le verán! Ver a Dios. Comunicarse con Dios. ¡Un Dios «que ya no se oculta», que se "deja ver"! Esta es también una de las aspiraciones fundamentales del hombre. Dios escondido, invisible. Dios silencioso, Dios ausente, Dios lejano, Dios inaccesible. Efectivamente, ¡ésta es nuestra experiencia dolorosa! Pues bien, para el «final de los tiempos», para "aquel día" ¡Dios anuncia que podremos llegar a El y verle! Jesús, Dios que se toca, Dios que se ve, Dios que habla, Dios que no se esconde, Dios accesible, Dios cercano. «¡Ven, Señor Jesús!» "¡Estamos esperando tu retorno!" Los sacramentos son signos "sensibles" de su presencia. Son una continuación de la Encarnación de Dios. La Iglesia es el sacramento, el signo de Jesucristo... en la espera de su retorno. La felicidad soñada y evocada por Isaías existe con esta condición: Creer que Dios sólo es capaz de construir la felicidad definitiva futura. Reconocerse suficientemente pobre para tener la convicción de que el hombre, por sus propios medios, es incapaz de conseguir tal felicidad. Esforzarse en contemplar a Dios. ¿Qué son para mi los sacramentos? ¿Todos los sacramentos?
-«¡Este es el camino; síguelo!» (Noel Quesson).
La liberación del resto purificado (18-22) y el futuro feliz de Sión (23-26), obra de Yahvé, hacen del Dios de Israel el Emmanuel inconfundible de la teología isaiana: «Pero Yahvé espera para apiadarse, aguanta para compadecerse, porque Yahvé es un Dios recto... Ya no se ocultará tu maestro, sino que con tus ojos lo verás... vendará la herida de su pueblo y curará la llaga de sus azotes» (18.20.26). En los versículos que anteceden, especialmente en el 15, se presenta la conversión como el único medio para salir de la crisis. En los que siguen se describe con expresiones idílicas cuál será la felicidad de la unión íntima entre Dios y su pueblo. Dios, siempre Emmanuel, siempre presente, espera con impaciencia el momento del retorno para poder hacer de Israel objeto de su misericordia. Nada más pide que confíen en él: «Dichosos cuantos en él esperan» (18).
El profeta enseña al pueblo que ha de creer y confiar en el Señor simplemente porque éste es bueno y le llama hacia él; toda la iniciativa viene de él. El hombre solamente puede recoger el don de su amor: «Por esto existe el amor: no porque amáramos nosotros a Dios, sino porque él nos amó a nosotros y envió a su Hijo para que expiase nuestros pecados» (1 Jn 4,10).
La catequesis isaiana define la fe como una mirada incesante a la fidelidad de Dios: creer en Dios significa experimentar que es fiel. Después de tantos contravalores religiosos de Israel, infiel a la alianza, el profeta le puede recordar que la confianza firme en el amor misericordioso de Dios y el encuentro constante con su amor, que le perdona y asume su fracaso constantemente, son la única esperanza y la única certeza a las que se puede asir como creyente.
La reflexión isaiana nos ayuda a ver la esperanza como la proyección de nuestra fe de hoy sobre el porvenir incierto del mañana. Porque la fe no es solamente una experiencia actual, sino también la espera confiada en la fidelidad de mañana. El profeta tiene la experiencia de que la fidelidad de Dios es inmutable: no cambia, no se retracta, no tiene caprichos ni olvidos. Todo creyente puede hacer suya la seguridad paulina: «Sé de quién me he fiado» (2Tm 1,12: F. Raurell).
Is. 30, 19-21. 23-26. Dios nos ama siempre, sin reserva ni medida. Él es nuestro Dios y Padre, y no enemigo a la puerta. Él está siempre dispuesto a escuchar el clamor de los pobres y afligidos, pues es misericordioso, y su bondad nunca se acaba. Es verdad que a veces nos dará el pan de las adversidades y el agua de la congoja para probar y purificar el amor que le tenemos; sin embargo jamás se alejará de nosotros, pues su amor por nosotros es un amor eterno, del cual nunca dará marcha atrás. El Señor nos muestra sus caminos para que en todo hagamos su voluntad. Por eso, los que creemos en Él y en Él hemos puesto nuestra confianza, hemos de leer los diversos acontecimientos de nuestra vida y de nuestra historia desde la clave del amor que procede de Dios. Incluso la persecución y la muerte deben contribuir para el bien y la salvación de los que creemos en Dios. A pesar de nuestras cobardías, o de nuestros egoísmos, injusticias y orgullos, el Señor nos llama para que volvamos a Él y desde nosotros pueda fluir, como un arrollo en crecida, la salvación para todos los pueblos. Dejemos que Dios lleve adelante su obra de amor y de salvación en nosotros.
El Señor siempre se apiadará de nosotros, y estará siempre dispuesto a perdonarnos. ¿Quién no ha pasado por momentos de angustia y tragos amargos en su vida? Muchas veces pareciera que Dios nos ha ocultado su rostro. Sin embargo, mientras continuemos confiando en Él y acudamos a Él con una oración sincera, el Señor misericordioso, se apiadará de nosotros y nos responderá apenas nos oiga. Él siempre velará por nosotros como lo hace un padre amoroso con sus hijos. Dios no quiere la muerte de sus hijos. Él nos ha enviado a su propio Hijo para que, hecho uno de nosotros, vende nuestras heridas y sane las llagas de nuestros golpes. Él no sólo nos da el alimento necesario para subsistir en este mundo, sino que, especialmente, nos concede en abundancia su perdón y su Espíritu Santo para que no sólo nos llamemos hijos de Dios, sino para que en verdad lo tengamos como Padre nuestro. Quienes nos hemos dejado amar por Él tenemos como vocación convertirnos para nuestros hermanos en un signo del amor misericordioso de Dios manifestado en su Hijo Jesús.

2. Sal. 147 (146). Nuestro Dios, que todo lo sabe y todo lo penetra, ha salido por medio de su Hijo, como el buen Pastor, a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. Él ha venido a sanar los corazones quebrantados y a vendar nuestras heridas, a socorrer a los pobres y a levantar a los humildes. Por eso hagamos de toda nuestra vida una continua alabanza a su Santo Nombre. Dios quiere que todos los hombres se salven. A nadie creó para la condenación. Por eso nosotros mismos no hemos de cerrar nuestra vida a su amor; más bien hemos dejarnos encontrar y salvar por Él de tal forma que no sólo lleguemos participar de su Reino aquí en la tierra, sino que encaminemos nuestros pasos a la posesión de los bienes definitivos, que Dios nos ha concedido por medio de su propio Hijo Jesús.
¡Sólo Dios basta! Él es el dueño de todo, pues es el creador de todo. Y a pesar de ser el Todopoderoso, se ha inclinado, no sólo para contemplar nuestras miserias y pobrezas, sino para salir a nuestro encuentro, como el buen samaritano, para vendar y sanar las heridas que en nosotros había abierto el pecado. Él nos quiere renovados en su propio Hijo, revestidos de Él, para poder amar en nosotros lo mismo que ama en su Hijo unigénito. Ese es el amor y la misericordia que Dios nos ha tenido. Por eso alabemos al Señor no sólo con los labios, sino mediante una vida íntegra, manifestando, así, mediante nuestras buenas obras, que el Señor nos ha reconstruido y justificado, y que nos ha reunido como un sólo pueblo de hermanos en Cristo, para alabanza y gloria de nuestro Dios y Padre. El Señor conoce hasta lo más profundo de nuestras entrañas. Acudamos a Él con amor para que tenga compasión de nosotros y nos salve.
El Salmo 146 fue cantado al Señor por Israel, al salir del destierro: «El Señor sostiene a los humildes». También nosotros lo hacemos ahora, pues se acerca nuestra liberación: «Dichosos los que esperan en el Señor. Alabad al Señor que Él merece todo nuestro canto y nuestra acción de gracias. Él sana los corazones destrozados, venda nuestras heridas», como el Buen Samaritano. «Nuestro Dios es grande y poderoso, conoce el número de las estrellas y a todas las llama por su nombre. Su sabiduría no tiene medida… Dichosos los que esperan en el Señor».
Para vivir esto debemos morir a nosotros mismos, con nuestros gustos, nuestros intereses particulares, nuestros deseos pecaminosos, nuestras malas inclinaciones. Debemos resucitar a una vida nueva conforme al espíritu de Cristo. «Revestíos del Señor Jesús», nos dice el Apóstol. Saturados de ese espíritu, animados por Él, respirando su mismo aliento, ya no ambicionemos más que a Dios, ya no deseemos más que cumplir su voluntad. Él nos basta. ¡Solo Dios!
Toda la semana estamos escuchando a Isaías, el maestro de la esperanza. Él nos va proponiendo el programa que tiene Dios, lleno de gracia salvadora. Nos sigue llamando cada día a dejar el pesimismo y mirar con ilusión hacia el futuro. Los símiles están tomados de la vida agrícola, que todos entendían y entendemos fácilmente: Dios quiere que ya no haya lloros ni hambre, que no falte la lluvia para los campos, que las cosechas sean abundantes y no le falten pastos al ganado. El profeta nos asegura que nuestro Dios es un Dios cercano, que nos escucha y nos conoce por nuestro nombre: «Apenas te oiga, te responderá». Si andamos desorientados, oiremos muy cerca su voz que nos dice: «éste es el camino, caminad por él». «No se esconderá tu Maestro». El profeta tiene permiso para soñar. Habla a un pueblo que está desanimado, destrozado política y religiosamente. Es a los pobres y a los afligidos a quienes se dirige su palabra de ánimo, para anunciarles que Dios no les olvida, que se apiada de ellos, porque es rico en misericordia.
Pero la lectura de hoy es un canto que nos presenta una experiencia de Dios como el misericordioso, paciente y dispuesto a acoger al pecador arrepentido y converso. Algunas veces pensamos que el Señor está escondido, que no oye nuestros lamentos, que no atiende nuestras súplicas... Pero no, él está siempre allí, y llegará el momento en que, como dice el profeta, ya no tendremos que llorar, porque se apiadará de nosotros al oír nuestros gemidos, y siempre nos responderá (v. 19). Y ese día resplandecerá la luz.
«Cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre» (salmo). Y si estamos heridos, o nuestros corazones están destrozados, él vendará nuestras heridas y reconstruirá lo que estaba destruido.

3.- Mt 9, 35-10,1.6-8 (ver domingo 11 A). -Jesús recorría todas las ciudades y villas, enseñando en sus sinagogas. Jesús gustaba de hablar al aire libre, según las circunstancias. Pero se acomodaba también a los usos tradicionales de su país. El modo oficial de enseñar consistía en tomar la palabra y hacer una exposición del tema en el interior de una Sinagoga, en el cuadro de una asamblea litúrgica del sábado.
-Predicando la "buena" nueva del reino de Dios y curando toda dolencia. Jesús "enseña"... Algo que es... ¡"bueno"! Una "buena" nueva. Jesús "cura"... ¡Es una cosa "buena"! Una "buena" acción. El Reino de Dios es a la vez una liberación del error, un progreso del hombre a la luz de la verdad que le libera... Pero es también una liberación del mal y de todo lo que oprime al hombre, es una progresión de feIicidad. Venga a nosotros Tu reino. Prolongo esta oración, aplicándola a casos concretos que conozco a mi alrededor.
La esperanza es la gran virtud del Adviento. “Éste es mi camino, andad en él; y no torzáis ni a la diestra ni a la siniestra…” nos dice el profeta Isaías (Is 30,21). Es un camino de auténtica libertad, como decimos en la oración colecta: “para liberar a los hombres de su antigua esclavitud del pecado, enviaste a tu Hijo Unigénito al mundo”, y pedimos “conseguir el premio de la verdadera libertad”, que viene de la esperanza puesta en el Señor: “bienaventurados los que esperan en el Señor” (del salmo 146). Jesús se compadece ante la necesidad que tiene la gente y proclama la misión apostólica: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,37-38). Al igual que a los discípulos nos lo dice hoy a nosotros, pues la palabra de Dios no es algo pasado para un momento determinado, sino que tiene vida cada vez que la meditamos, en el “hoy” se hace vida, cada día. La multitud sigue hoy desorientada, desesperanzada, tiene sed de esta auténtica libertad del Evangelio, aunque no sepan lo que buscan. Desorientados, hoy como entonces, como ovejas sin pastor, buscando con ansia la felicidad, en formas a veces equivocadas que después de la euforia dejan un rastro de abatimiento, soledad, desconfianza, egoísmo.
¡Qué grande es la libertad, cuando todo un Dios la ha de respetar aún a costa de tanto sufrimiento! Dios nos necesita como instrumentos para hacer la historia, con nuestra libertad y la de los demás. “Y habiendo convocado a sus doce apóstoles, les dio potestad sobre los espíritus inmundos, para lanzarlos y para sanar toda dolencia y toda enfermedad… a éstos envío Jesús diciendo: … id y predicad… sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, lanzad demonios”… el Señor desea hacernos instrumentos suyos para obrar milagros: “Dar luz a los ciegos –decía san Josemaría-: ¿Quién no podría contar mil casos de cómo un ciego casi de nacimiento recobra la vista recibe todo el esplendor de la luz de Cristo? Y otro era sordo, y otro mudo, que no podían escuchar o articular una palabra como hijos de Dios... Y se han purificado sus sentidos, y escuchan y se expresan ya como hombres, no como bestias. «In nomine Iesu!», en el nombre de Jesús sus Apóstoles dan la facultad de moverse a aquel lisiado, incapaz de una acción útil; y aquel otro poltrón, que conocía sus obligaciones pero no las cumplía... En el nombre del Señor, «surge et ambula!», levántate y anda.
”El otro, difunto, podrido, que olía a cadáver, ha percibido la voz de Dios, como en el milagro del hijo de la viuda de Naím: «muchacho, yo te lo mando, levántate». Milagros como Cristo, milagros como los primeros apóstoles haremos. (... ) Si amamos a Cristo, si lo seguimos sinceramente, si no nos buscamos a nosotros mismos sino sólo a Él, en su nombre podremos transmitir a otros, gratis, lo que gratis se nos ha concedido” (Amigos de Dios, 262). Y ayudar a los demás es el arte de las artes (diríamos corrigiendo a Aristóteles, para quien era la política), como decía S. Juan Crisóstomo: “¿qué hay comparable con el arte de formar un alma, de plasmar la inteligencia y el espíritu de un joven?”. Es darles formación, en sus diversos aspectos: humano, doctrinal, profesional, espiritual y apostólico, y esto pone a esas personas en disposición de atender a su vez la llamada divina, y multiplicar los resultados: “Quien escasamente siembra, cosechará escasamente; y quien siembra a manos llenas, a manos llenas recogerá” (2 Cor 9, 6). Jesús nos habla de la Parábola de la semilla y del grano de mostaza (Mc 4, 26-32), es decir de resultados insospechados, pero siempre hay que cuidar, en todo apostolado, que la organización no se “coma” la caridad, pues atender a cada alma es lo auténticamente importante, especialmente las enfermas física o espiritualmente, en general las necesitadas, poniendo el corazón, que es así cuando surge la confianza y la confidencia tan necesaria para abrir el alma y salir de su soledad. Atender pues al misterio de cada persona es el camino para llevar ese mandato del Señor. Al compartir los afanes, surge espontánea la orientación espiritual, el pedir consejo, la palabra que estimula, etc. En definitiva, querer con los sentimientos que albergan el corazón de Jesús y de su Madre, mirar al prójimo con sus ojos.
-Y al ver aquellas gentes, se apiadó entrañablemente de ellas, porque estaban malparadas, y decaídas como ovejas sin pastor. Así ve Jesús la humanidad: una muchedumbre desencantada, desfallecida... sin verdaderos guías ni buenos pastores que la conduzcan a verdes pastos. El Profeta Ezequiel había acusado a los pastores oficiales, a todos los que desempeñan cargos de responsabilidad, de no apacentar el pueblo, sino a sí mismos... de no ejercer su cargo en beneficio de los demás, sino para su propia conveniencia... La humanidad, en todos los tiempos y en todos los países está siempre esperando. ¿Quién se levantará para servir a los demás? ¿Quién llegará a ser un buen guía, un buen responsable?
-La mies es abundante, mas los obreros pocos. Jesús ve la humanidad como un campo de trigo en sazón ondulante al soplo del viento. La cosecha está ahí, a punto. La alegría de una buena cosecha. Pero los obreros son pocos. Jesús constata con dolor la inmensidad del trabajo, ¡su trabajo! El quisiera colaboradores. ¿Quién se ofrecerá? Rogad, pues, al dueño de la mies... ¿Por qué Cristo nos pide rezar? ¿Por qué pides esto? Esto prueba que, para Jesús, la "vocación" no es solamente una cosa humana... Dios mismo es su origen, es El quien llama. ¿Hago yo esta plegaria?
-A los doce apóstoles, que Jesús había convocado, les dijo: "Id en busca de las ovejas perdidas de la casa de Israel..." Hay aquí una especie de limitación. Esto debió ser un sufrimiento para Jesús. No puede hacerse todo a la vez... Pero hay que empezar. Y para Dios es importante que la salvación sea primero ofrecida a los judíos, a la "casa de Israel". Entre nuestros numerosos quehaceres, es importante no olvidar esto. Lo que cuenta no es la cantidad de nuestros trabajos... sino el hacer lo que el Padre tiene previsto para nosotros... según los límites que nos sean impuestos, incluso si esta limitación es molesta. Te ofrezco, Señor, todas mis ansias misioneras, todo lo que quisiera hacer por tu Reino, y que no llego a realizar.
-Proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios. Es necesario que los apóstoles hagan lo mismo que hizo el Señor (Noel Quesson).
El anuncio de esperanza del profeta se cumple en Cristo Jesús. Esa luz se ha hecho visible en Jesús de Nazaret. El ha hecho realidad la oración del salmista: el Señor sana a los que tienen quebrantado el corazón, de la manera como describe el evangelista la acción de Jesús, que pasó por el mundo revelando a su Padre por medio de hechos y palabras, anunciando la Buena Noticia, convirtiéndose así en la luz del mundo. Ya el profeta Isaías había anunciado la llegada del Emmanuel como la luz que alumbra al pueblo que estaba en tinieblas (9, 1). Esa es la luz que esperamos con ansia en esta Navidad. Del Señor tiene que llegar una nueva luz que nos permita ver a nuestro Continente de manera diferente, con los ojos de Jesús; para que podamos descubrir su rostro en todos los hombres que nos miran con esperanza y que, tal vez, esperan de nosotros, como cristianos, que mostremos con obras lo que confesamos en nuestra fe: que todos somos imágenes de Dios, hijos de un mismo Padre, hermanos de Jesucristo y llamados por nuestro nombre para formar parte de la gran familia de seguidores, amigos y testimonios de Jesús (servicio bíblico latinoamericano).
Como en tantas otras páginas del evangelio, en la de hoy se ve cómo él está muy cercano y camina con su pueblo, ayuda a todos, no sólo a los que están llenos de vida, sino a los cansados, a los sumergidos en enfermedades y dolencias, a los que andan como ovejas sin pastor, y de modo particular si se trata de ovejas perdidas. Como su Padre, Jesús es rico en misericordia. Su corazón se compadece de los que sufren. No pretende aportar soluciones políticas ni económicas: lo que da Jesús a los que se encuentran con él es esperanza, sentido de la vida. Les predica la Buena Noticia. Orienta a los desorientados, como prometía Isaías. Y es éste precisamente el encargo que transmite a sus discípulos: les envía como trabajadores a la mies para que hagan lo mismo que él, que expulsen demonios, curen enfermedades y proclamen a todos la Buena Nueva de la salvación. Y que lo hagan gratis, como gratis lo han recibido. Que comuniquen esperanza a los que la han perdido.
a) Ese Dios que sana corazones destrozados, ese Cristo que se apiada de los que sufren, es quien hoy nos invita a nosotros a tener y a repartir esperanza. La humanidad sigue igual, hambrienta, desorientada, desilusionada. Si estamos desanimados, o más o menos hundidos en una situación de pecado o de tibieza, la llamada del Adviento, o sea, el anuncio de la venida de Jesús a nuestra historia, va dirigida preferentemente a nosotros. Son nuestras lágrimas las que quiere enjugar, y nuestras heridas las que quiere vendar con solicitud. Eso es Adviento y eso es Navidad. Que se repite año tras año. Si Isaías podía decir que Dios está cerca, ahora, con Cristo, esta cercanía es mucho mayor.
b) Esto, en primer lugar, nos da confianza a nosotros. Pero a la vez que buscadores de Dios, se nos invita a ser anunciadores de Dios, a comunicar nuestra esperanza a los demás. ¿Haremos el papel de Isaías en medio de nuestra sociedad? ¿anunciaremos a alguien, cerca de nosotros, la Buena Noticia de la salvación a través de nuestra cercanía y de la esperanza que le contagiamos? ¿seremos «adviento» para alguien, porque comunicamos alegría, porque cuidamos de los enfermos o de los abandonados, porque nos acercamos al que sufre o está solo? Y eso no sólo a los que son de trato agradable, sino también a los que han sido menos agraciados por la vida, menos simpáticos y cultos, menos fáciles de tratar.
c) Dios quiere vendar nuestras heridas. Pero a la vez nos encarga que nosotros también vendemos heridas a nuestro alrededor. Ahora Cristo no va por las calles curando y liberando a los posesos. Pero sí vamos los cristianos, con el encargo de que seamos adviento y profeta Isaías en nuestra familia, en nuestra comunidad, en la parroquia, en la sociedad. Y eso lo cumpliremos si a nuestro alrededor crece un poco más la esperanza, y las personas que conviven con nosotros se sienten amadas y ven cómo se les curan las heridas y se va remediando su desencanto. Si inspiramos serenidad con nuestra actitud, y sabemos quitar hierro a las tensiones, y aliviar el dolor de tantas personas, cerca de nosotros, que sufren de mil maneras. Eso es lo que hacia Cristo Jesús hace dos mil años. Y será Adviento y Navidad si vuelve a suceder lo mismo, ahora por medio de los cristianos que estamos en el mundo.
d) La Virgen María también nos da ejemplo, en las páginas del evangelio, de saber mostrarse cercana a los que la necesitan. Está contenta con el anuncio del ángel, pero corre a ayudar a su prima en los trabajos de su casa. En Caná está al quite del apuro de los novios e intercede ante su Hijo para que les proporcione vino. La Virgen creyente, y a la vez, la Virgen servicial (J. Aldazábal).
Las expectativas cristianas son universales y no pueden ser reducidas o identificadas ni siquiera con los intereses de la comunidad eclesial. Ello se pone claramente de manifiesto en la relación entre los personajes del presente pasaje evangélico. Frente a nosotros Mateo coloca a Jesús, a la gente y a sus discípulos. Ya desde el comienzo se pone de manifiesto que su principal preocupación se dirige a la situación de la multitud a la que el texto subordina la tarea que se encomienda a los discípulos. El camino de Jesús por ciudades y aldeas tiene por finalidad la proclamación de la Buena Noticia del Reino que se realiza mediante su enseñanza y su actuación. Dichas actividades se desarrollan en un ámbito marcado por la presencia negativa de la enfermedad y la dolencia. Este carácter negativo que asume el entorno provoca un sentimiento de compasión frente a una multitud necesitada de conducción y que no ha podido llegar a la realización plena de su vida. Ambas afirmaciones se expresan por medio de las imágenes de ovejas sin pastor y de una mies madura y abundante que espera el último acto, su cosecha. Dentro de esta relación se inscribe las actitudes que Jesús exige a sus discípulos en las que se pueden descubrir dos momentos. El primer momento es el de la identificación con sus sentimientos de compasión, A ello se dirige la necesidad de la petición por obreros. La oración que se manda a los discípulos debe tener como centro de atención no los propios intereses sino los de esa multitud que padece situaciones inhumanas. Ya en este primer momento, los discípulos son arrancados del ámbito de sus preocupaciones propias de todo grupo e invitados a identificarse con las preocupaciones de un Dios universal, que se presenta bajo el nombre de "Dueño de la mies". Desde este punto de partida se pasa a la capacitación de los discípulos para que puedan desempeñar la tarea que se les encomienda y que debe beneficiar a esa multitud colocada en esas situaciones desfavorables. Dicha capacitación se expresa en dos etapas: en la primera (10,1) el evangelista relata la transmisión de poderes. En la segunda (10,6-8) coloca en la boca de la Jesús las condiciones que los discípulos deben cumplir para desempeñar la tarea encomendada. En ambas se señala como característica de la misión, la lucha contra las enfermedades que aquejan al ser humano. Los discípulos reciben el poder de curar las dolencias y, a la vez, el mandato explícito de realizar esa actividad. Junto a este elemento común, se colocan otros elementos que esclarecen el sentido de la misión cristiana. En el v.1 aparece mencionada "la autoridad sobre los espíritus impuros". Estos impiden la plena realización humana y oprimen la existencia. La misión, por tanto, será entendida como una lucha contra el poder del mal presente en la vida de los seres humanos. En los vv. 6-8 se expresa lo mismo desde la perspectiva positiva del anuncio y de la realización del Reino de Dios. Dicha proclamación es el triunfo sobre todo mal existente en la vida de los seres humanos e incluye la superación de la muerte y de toda marginación como se señala en el mandato de la purificación de los leprosos. Además, se señalan el lugar de esa proclamación y el modo de su realización. Por el momento, a diferencia de lo que acontecerá después de la Pascua, los discípulos deben limitarse a Israel y se les enseña que la gratuidad es el único modo en que puede cumplirse lo exigido (J. Mateos-F. Camacho).
El buen pastor anunciado por los profetas. En la larga espera del Antiguo Testamento, los Profetas anunciaron, con siglos de antelación, la llegada del Buen Pastor, el Mesías, que guiaría y cuidaría amorosamente su rebaño. Sería un pastor único (Ezequiel 34, 23), que buscaría a la oveja perdida, vendaría la herida u curaría a la enferma (Ezequiel 34, 16). Con Él las ovejas estarían seguras y, en su nombre, habría otros buenos pastores con el encargo de cuidarlas y guiarlas. Yo soy el buen pastor, (Juan 10, 11) dice Jesús. Él conoce y llama a cada una de las ovejas por su nombre (Juan 10, 3). ¡Jesús nos conoce personalmente, nos llama, nos busca, nos cura! No nos sentimos perdidos en medio de una humanidad inmensa y sin nombre: Somos únicos para Él. Podemos decir con exactitud: Me amó y se entregó por mí (Gálatas 2, 20). Ningún cristiano tiene derecho a decir que está solo: Jesucristo está con él.
Además del título de Buen Pastor, Cristo se aplica a sí mismo la imagen de la puerta por la que se entra al aprisco de las ovejas, que es la Iglesia. Jesús ha dispuesto que haya en su Iglesia buenos pastores para que en su nombren guarden y guíen a sus ovejas (Efesios 4, 11). Por encima de todos y como Vicario suyo en la tierra estableció a Pedro y a sus sucesores (Juan 21, 15-17), a quienes hemos de tener una especial veneración, amor y obediencia. Junto al Papa, y en comunión con él, a los obispos, como sucesores de los Apóstoles. Los sacerdotes son buenos pastores, especialmente en la administración del sacramento de la Penitencia, donde nos curan de todas nuestras heridas y enfermedades. “Cuatro son las condiciones que debe reunir el buen pastor: En primer lugar el amor: fue precisamente la caridad la única virtud que el Señor exigió a Pedro para entregarle el cuidado de su rebaño. Luego, la vigilancia, para estar atento a las necesidades de las ovejas. En tercer lugar, la doctrina, con el fin de poder alimentar a los hombres hasta llevarlos a la salvación. Y finalmente la santidad e integridad de vida; ésta es la principal de todas las cualidades (Santo Tomás de Villanueva, Sermón sobre el Evangelio del Buen Pastor)”
Cada uno de nosotros necesita un buen pastor que guíe su alma, pues nadie puede orientarse a sí mismo sin una ayuda especial de Dios. Es una gracia especial de Dios poder contar con esa persona llena de sentido humano y sobrenatural que nos ayude eficazmente. Pero es importante acudir al que es verdaderamente buen pastor para nosotros, aquel a quien el Señor quiere que acudamos. Nuestra Madre nos ayudará a encontrar el camino seguro que nos conduce a Cristo (Francisco Fernández Carvajal, por Tere Correa de Valdés). La misión de los discípulos

Autor: P. José Rodrigo Escorza

Mateo 9, 35. 10, 1. 6-8

En aquel tiempo, Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia. Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Les dijo: "Vayan más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Vayan y proclamen que el Reino de los Cielos está cerca. Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, echen fuera a los demonios. Gratuitamente han recibido este poder; ejérzanlo, pues, gratuitamente".

Reflexión

Cada uno de los doce fue buscado, encontrado e invitado por Jesús. Fue una llamada original y muy personal que ahora se repite a todos “colectivamente”. Desde el inicio, cada uno de los apóstoles se sentirá parte de un grupo muy especial de seguidores del Maestro. Serán sus íntimos, formarán la Iglesia, la única, pues habían sido convocados por el único Maestro. Con su trabajo de evangelización y con su vida entera, ellos extenderán y prolongarán la vida y misión de Jesús en el mundo y en la historia.

La Iglesia Católica ha cumplido 2 milenios de darse al mundo, y de darse gratis. Pese a esta conciencia, el Papa Juan Pablo II ha pedido perdón por los errores históricos cometidos por la Iglesia. Y a pesar de todo ello ¿qué hubiera sido del mundo, de tantos hombres anónimos, de tantos otros influyentes y poderosos, si no hubieran recibido la semilla cristiana, si no hubieran conocido la ley del Amor, del perdón, de la solidaridad que Jesús nos enseñó? Es verdad, todavía se cometen muchas y graves injusticias en nuestras sociedades; pero, ¿quién puede negar que gracias al sacrificio y a la inmolación de tantos hombres y mujeres de todos los tiempos, hoy somos mejores, más humanos por ser cristianos?Y hoy, por poner un ejemplo, la institución que ofrece asistencia en los cinco continentes a los enfermos del sida, a los leprosos o a los ancianos es nuestra Iglesia Católica. ¿Cuál es nuestra valoración ante tanto bien realizado? Es una labor ingente, pero aún más apremiantes son las necesidades.

Que su consideración nos impulse, nos llene de optimismo, gratitud a Dios y renovado interés apostólico y misionero. Somos los continuadores, aquellos que con nuestras vidas prolongaremos la obra de Jesucristo en el mundo hasta el fin de los tiempos. En la medida en que abramos nuestro corazón y acojamos la llamada de Dios, sólo entonces podremos responder con autenticidad.

Jesús, hoy te vuelves a compadecer de las muchedumbres, pero no por falta de pan, sino porque no tienen pastor que les enseñe la doctrina que salva, la buena nueva del Evangelio. La gente está desorientada, buscando con desesperación la felicidad, y encontrando el abatimiento, la soledad y la desconfianza, producto de su propio egoísmo.

La mies es mucha, pero los obreros pocos. Señor, ¿por qué? ¿Por qué hay tan pocos que te ayuden a transmitir ese mensaje de amor que vienes a traer al mundo? ¿No puedes hacer algo? Jesús, siendo Dios Todopoderoso, no puedes obligar a nadie a trabajar a tu lado, porque le estarías quitando la libertad, y sin libertad es imposible amar.

Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies. Jesús, no puedes obligar, pero sí puedes dar tu gracia a quien te la pide, o a aquél por quien otros han pedido. Y tu gracia es realmente eficaz, hasta el punto de que, como decía Santa Teresa: cuando el Señor quiere para sí un alma, tienen poca fuerza las criaturas para estorbarlo (18). Por eso quieres que te pida que haya muchos más que trabajen para Dios, para TI: muchos más que quieran ser apóstoles en medio de las circunstancias en las que se encuentran.

Jesús, yo no me atrevo a pedirte nada sin antes ofrecerme para trabajar a tu lado. ¿Qué he de hacer? Ten en cuenta que no valgo mucho... Y me respondes: Id y predicad diciendo que el Reino de los Cielos está al llegar. Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, sanad a los leprosos, arrojad a los demonios; gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente.

También a nosotros, si luchamos diariamente por alcanzar la santidad cada uno en su propio estado dentro del mundo y en el ejercicio de la propia profesión, en nuestra vida ordinaria, me atrevo a asegurar que el Señor nos hará instrumentos capaces de obrar milagros y, si fuera preciso, de los más extraordinarios. Daremos luz a los ciegos. ¿Quién no podría contar mil casos de cómo un ciego casi de nacimiento recobra la vista, recibe todo el esplendor de la luz de Cristo? Y otro era sordo, y otro mudo, que no podían escuchar o articular una palabra como hijos de Dios... Y se han purificado sus sentidos, y escuchan y se expresan ya como hombres, no como bestias. «In nomine Iesu!», en el nombre de Jesús sus Apóstoles dan la facultad de moverse a aquel lisiado, incapaz de una acción útil, y aquel otro poltrón, que conocía sus obligaciones pero no las cumplía... En el nombre del Señor, «surge et ambula!», levántate y anda.

El otro, difunto, podrido, que olía a cadáver, ha percibido la voz de Dios, como en el milagro del hijo de la viuda de Naím: «muchacho, yo te lo mando, levántate». Milagros como Cristo, milagros como los primeros apóstoles haremos. ( ... ) Si amamos a Cristo, si lo seguimos sinceramente, si no nos buscamos a nosotros mismos sino sólo a Él, en su nombre podremos transmitir a otros, gratis, lo que gratis se nos ha concedido.

Madre mía, ayúdame a ser uno de esos obreros que tu Hijo necesita para trabajar en su campo. Si amo a Cristo y le sigo sinceramente podré transmitir a otros su mensaje, a la vez que pido por más obreros, almas de apóstol, pues la mies es mucha (san Josemaría)

San Agustín (354-430) obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia. Sobre la venida de Cristo, sermón 19: “Proclamad que el Reino de los Cielos está cerca. Curad a los enfermos:” Hermanos, oigo a algunos murmurar contra Dios en nuestros días. Dicen: ‘Señor, los tiempos son duros ¡qué época tan difícil de pasar!... Hombre, tú que no te enmiendas ¿no eres tú mil veces más duro que el tiempo en que vivimos? Tú que te vas detrás del lujo, detrás de todo lo que es vanidad, tú que eres insaciable en tus pasiones, tú que quieres usar mal de lo que deseas, no obtendrás nada...

¡Curémonos, hermanos, corrijámonos! El Señor va a venir. Como no se manifiesta todavía, la gente se burla de él. Con todo, no va a tardar y entonces no será ya tiempo de burlarse. Hermanos ¡corrijámonos! Llegará un tiempo mejor, aunque no para los que se comportan mal. El mundo envejece, vuelve hacia la decrepitud. Y nosotros ¿nos volvemos jóvenes? ¿Qué esperamos, entonces? Hermanos ¡no esperemos otros tiempos mejores sino el tiempo que nos anuncia el evangelio. No será malo porque Cristo viene. Si nos parecen tiempos difíciles de pasar, Cristo viene en nuestra ayuda y nos conforta...

Hermanos, es conveniente que los tiempos sean duros. ¿Por qué? Para que no busquemos la felicidad en este mundo. Es necesario que esta vida sea agitada por las dificultades para que anhelemos la otra. ¿Cómo? ¡Escuchad!... Dios contempla a la humanidad en su miseria, agitada por sus deseos y preocupaciones de este mundo que causan la muerte del alma. Por eso viene el Señor como médico, para traernos el remedio.
¿Nos imaginamos un rebaño que se ha quedado sin su pastor? Está a merced de toda clase de peligros: salteadores, fieras salvajes, etc. Y Jesús nos dice que se compadeció de las multitudes porque estaban extenuadas y desamparadas, como ovejas sin pastor. Jesús ha venido a ponerse, como Buen Pastor, al frente de su Pueblo. Él vino a sanar las heridas que el pecado había dejado en nosotros. Él vino a saciar nuestra hambre de amor, de paz y de felicidad. Él se ha hecho Dios-con-nosotros, cercano a nosotros y lleno de misericordia por cada uno de nosotros. Pero Él ha enviado a sus apóstoles, con el mismo poder que Él recibió del Padre, para que continúen esa obra de ser buenos pastores, signos creíbles de Cristo, a través de la historia. Por eso la Iglesia, a la par que proclamar el Evangelio, debe preocuparse por sanar las heridas que el pecado ha dejado en muchos corazones. Si en lugar de eso aumenta el dolor de quienes le han sido confiados, no podrá llamarse, con toda lealtad, un signo del Hijo de Dios que, encarnado, ha venido a remediar todos nuestros males. Hay mucho trabajo por realizar en el mundo; hay muchas esperanzas que han de ser colmadas. No permitamos que por nuestras flojeras esa cosecha se pudra o sea pasto de ladrones que quieren aprovecharse de los demás para sus propios intereses.
El Señor se ha convertido para nosotros en el Camino que hemos de seguir, sin desviarnos, ni a la derecha, ni a la izquierda. Y ese Camino es Amar sin fronteras, sin miedos; amar hasta ser capaces de dar nuestra vida por aquellos que amamos, con tal de que lleguen a su plenitud en Cristo. La Eucaristía nos hace celebrar ese misterio de amor que Dios nos ha tenido hasta el extremo, pues, a pesar de que éramos pecadores, Él salió a nuestro encuentro para morir por nosotros para que tuviésemos nueva vida. Los que celebramos la Eucaristía no tenemos otro camino para llamarnos hombres de fe en Cristo y para alcanzar a poseer la herencia que se nos ha prometido.
Por eso, los que por la fe y el bautismo vivimos unidos a Cristo debemos, como Él, sanar los corazones quebrantados y vendar las heridas, tender la mano a los humildes y reunir en un sólo pueblo, cuya única ley sea el mandato nuevo del amor, a todos aquellos a quienes el pecado ha dispersado. Hemos de ser, así, por la Fuerza del Espíritu Santo en nosotros, un signo creíble de Jesucristo, Buen Pastor, que a través de su Iglesia sigue, no sólo compadeciéndose de las multitudes que viven como ovejas sin Pastor, sino expulsando de la comunidad la fuerza del mal que nos impide amarnos como hermanos; hemos de preocuparnos por los enfermos para asistirlos y procurar, por todos los medios posibles y moralmente buenos, su salud; hemos de procurar remediar las dolencias que han abierto heridas en lo más profundo de muchos corazones a causa de los desprecios, de las marginaciones, de las persecuciones injustas, de la pobreza causada por la injusticia social, de las voces enmudecidas por mentes depravadas que impiden a los inocentes clamar justicia. Si realmente somos hombres de fe en Cristo no podemos convertirnos en destructores de la paz, ni en egoístas que pisotean los derechos de los demás para lograr intereses oscuros. Cristo espera de nosotros que, brillando con la Luz de su amor infundido en nosotros, logremos, ya desde esta vida, que el reino del mal desaparezca y que comience, ya desde ahora, a hacerse realidad el Reino de Dios entre nosotros.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, de prepararnos para la venida del Señor no sólo escuchando su Palabra, sino poniéndola en práctica, para que el Señor encuentre una digna morada en nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com).
La Iglesia peregrina por este mundo. No le son ajenas las enfermedades, las injusticias, las pobrezas y los pecados de todas las gentes. Sabe que hay mucho que salvar, que hay muchas heridas que sanar, que hay muchos egoísmos y esclavitudes de las que necesitan ser liberadas muchas personas. No podemos quedarnos contemplando el mal que hay en el mundo. El Señor ha salido a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. Los que creemos en Él no podemos conformarnos sólo con arrodillarnos en su presencia. Es necesario tomar nuestra propia cruz de cada día y estar dispuestos a sacrificarnos, a orar y a trabajar para que a todos llegue la vida nueva que nuestro Padre Dios nos ha ofrecido en Cristo Jesús, su Hijo hecho uno de nosotros. La mies es mucha y los trabajadores pocos. Ojalá y todos los que nos decimos parte de la Iglesia de Cristo realmente trabajemos para que el Evangelio, tanto sea anunciado como vivido por cada vez más personas. No nos quedemos en una fe intrascendente. Vivamos comprometidos con el Señor y su Evangelio si realmente creemos en Él, y hemos hecho nuestras su Vida y su Misión salvadora.
El Señor nos ha convocado en este día para enviarnos, con todo su poder salvador, a trabajar por su Reino, en medio de las realidades y ambientes en que se desarrolle nuestra vida. No vamos sólo iluminados con los estudios, tal vez eruditos, que hayamos realizado sobre el Evangelio, y los métodos para evangelizar. Vamos con el Poder y la Fuerza que nos viene de lo alto, después de haber convivido con el Señor. Por eso este momento de gracia, que estamos viviendo en esta Eucaristía, es para nosotros el más importante; pues en Él entramos en contacto con el Señor y hacemos realidad nuestra comunión de vida con Él. Su Palabra nos ha enseñado el camino que nos conduce a Él, y en el cual hemos de vivir sin falsas interpretaciones, acomodadas a nuestros gustos e inclinaciones, pues no debemos inclinarnos ni a derecha ni a izquierda, sino ser fieles a las auténticas enseñanzas del Señor, transmitidas a nosotros e interpretadas auténticamente por los apóstoles y sus sucesores. Preparándonos para el nacimiento de Cristo, seamos nosotros mismos los que dejemos que el Señor, que su Palabra, tome carne en nosotros, para después podernos convertir en auténticos testigos suyos.
La Iglesia de Cristo no puede ser una Iglesia instalada en sus propias comodidades y poltronerías. No podemos quedarnos contemplando la destrucción de los auténticos valores del hombre; no podemos ser indiferentes ante las injusticias y violencias de que son víctimas muchas personas inocentes. No podemos cerrar los ojos ante la pobreza, ante el hambre y la desnudez, que padecen grandes sectores de la humanidad. No podemos dar la espalda ante el pecado que va carcomiendo muchas conciencias, y haciendo, de quienes lo padecen, personas destructoras de sí mismas y de los demás. El Señor nos envía para que vayamos, busquemos y salvemos todo lo que se había perdido; para que busquemos a las ovejas que se descarriaron en un día de tinieblas y nubarrones. No tengamos miedo, ni siquiera a los que matan el cuerpo. El Señor está y va con nosotros; Él quiere continuar realizando su obra salvadora por medio nuestro. Dejemos que el Espíritu de Dios nos posea, y que sea Él el que, por medio nuestro, lleve a cabo su obra de salvación en el mundo. Estemos siempre dispuestos a escuchar la Palabra de Dios, y a ponernos en camino para continuar la obra de salvación, que Dios ha iniciado entre nosotros por medio de su Hijo, nacido de María Virgen, para conducirnos al Padre. Esa es la misma misión de la Iglesia. Ojalá y la vivamos con toda la seriedad que requiere una fe verdadera, depositada en Cristo.
Que el Señor nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de ser fieles a la Misión Salvadora que Él ha confiado a su Iglesia. Amén (Homiliacatolica.com).
En el canto de entrada decimos anhelantes: «Despierta tu poder, Señor, Tú que te sientas sobre querubines, y ven a salvarnos» (Sal 79,4.2). Y en la comunión se nos asegura que viene en seguida y que trae consigo su salario, para pagar a cada uno, según su propio trabajo (Ap 22,12). Pedimos, pues, al Señor que, ya que para librar al hombre de la antigua esclavitud envió a su Hijo a este mundo, nos conceda a los que esperamos con devoción su venida la gracia de su perdón y el premio de la libertad verdadera (colecta, Rótulus de Rávena, siglo V). Todo esto se realiza principalmente en Cristo, a cuya venida en la Noche de Navidad nos preparamos. La certeza de la consolación final no está separada del dolor que habitualmente nos acompaña. El «pan de la aflicción» y «el agua de la tribulación» son el alimento diario del hombre. Nos resulta difícil aceptar de la misma mano el sufrimiento y la alegría, pero no podemos olvidar que todo se nos da para nuestro bien (Rom 8,28). El Señor es el gran Maestro que no se cansa de indicarnos el camino, a pesar de que nosotros nos inclinemos a perderlo por nuestra malicia. Hemos de levantar la mirada para leer los acontecimientos; entonces, seremos dóciles a las enseñanzas divinas y caminaremos por la única dirección por la que encontraremos al Señor, «que curará nuestras heridas». ¡Cuántos están todavía en las tinieblas del error, incluso los que se llaman cristianos, pero no viven como tales! Desechemos las obras de las tinieblas, de la vida pagana, infiel, y empuñemos las armas de la luz. Caminemos a la luz de Cristo. Él cura todas nuestras enfermedades.
Jesús se compadece de la muchedumbre. Y la misión de Jesús se prolonga por medio de sus discípulos. Es para Cristo y para ellos la hora de la compasión con los hermanos, los hombres y mujeres de todos los tiempos. ¡Cuántos marchan por la vida como ovejas sin pastor! Necesitan de nuestra ayuda. Todo cristiano ha de ser necesariamente misionero, aunque en esto existan grados y modos diversos. Todos estamos obligados a difundir el mensaje de salvación, con nuestras oraciones y sacrificios, con nuestra palabra y con nuestro ejemplo.
Con gran corazón, con inmenso amor hagámonos solidarios de todos los males y sufrimientos de los hombres que nos rodean y de los que viven a mucha distancia de nosotros. Todos son hermanos nuestros y a todos debe llegar nuestra ayuda. «A Ti levanto mi alma». Tal es el clamor que debe brotar de nuestro corazón en este tiempo de Adviento al contemplar tanta miseria moral en nosotros y en todos los hombres. Ningún poder humano puede darnos la redención verdadera, la liberación que en realidad necesitamos todos los hombres. Únicamente Jesucristo, el Hijo de Dios humanado, nos puede salvar. San Buenaventura lo afirma orando: «Clama, alma devota, cercada de tantas miserias, clama a Jesús y dile: “¡Oh Jesús, Salvador del mundo, sálvanos, ayúdanos, oh Señor Dios Nuestro!, esforzando a los débiles, consolando a los afligidos, socorriendo a los frágiles, consolidando a los vacilantes”... ¡Alégrate, viendo que Jesús ahuyenta los demonios en la remisión del pecado, alumbra a los ciegos infundiendo el verdadero conocimiento, resucita a los muertos al conferir la gracia, cura los enfermos, sana los cojos, endereza a los paralíticos y contraídos, robusteciendo su espíritu, a fin de que sean fuertes y varoniles por la gracia los que antes eran flacos y cobardes por la culpa» (Las cinco festividades del Nacimiento de Jesús, fest. III, 3; cf Manuel Garrido).

jueves, 1 de diciembre de 2011

Viernes de la 1ª semana de Adviento. “Jesús les dice… ‘Hágase en vosotros según vuestra fe‟. Y se abrieron sus ojos”: La fe para acoger la luz de Dios

Viernes de la 1ª semana de Adviento. “Jesús les dice… ‘Hágase en vosotros según vuestra fe‟. Y se abrieron sus ojos”: La fe para acoger la luz de Dios. Aquel día, verán los ojos de los ciegos la luz: Jesús cura a dos ciegos que creen en él

Isaías 29.17-24. Así dice el Señor: «Pronto, muy pronto, el Líbano se convertirá en vergel, el vergel parecerá un bosque; aquel día, oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos. Los oprimidos volverán a alegrarse con el Señor, y los más pobres gozarán con el Santo de Israel; porque se acabó el opresor, terminó el cínico; y serán aniquilados los despiertos para el mal, los que van a coger a otro en el hablar y, con trampas, al que defiende en el tribunal, y por nada hunden al inocente.» Así dice a la casa de Jacob el Señor, que rescató a Abrahán: «Ya no se avergonzará Jacob, ya no se sonrojará su cara, pues, cuando vea mis acciones en medio de él, santificará mi nombre, santificará al Santo de Jacob y temerá al Dios de Israel. Los que habían perdido la cabeza comprenderán, y los que protestaban aprenderán la enseñanza.

Salmo 26,1.4.13-14. R. El Señor es mi luz y mi salvación.
El Señor es mí luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?
Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo.
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.

Evangelio (Mt 9,27-31): Cuando Jesús se iba de allí, al pasar le siguieron dos ciegos gritando: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!». Y al llegar a casa, se le acercaron los ciegos, y Jesús les dice: «¿Creéis que puedo hacer eso?». Dícenle: «Sí, Señor». Entonces les tocó los ojos diciendo: «Hágase en vosotros según vuestra fe». Y se abrieron sus ojos. Jesús les ordenó severamente: «¡Mirad que nadie lo sepa!». Pero ellos, en cuanto salieron, divulgaron su fama por toda aquella comarca.

Comentario: 1. Is 29,17-24. Hay injusticia, adulación, abusos sociales. Cuando triunfe el Mesías, cuando llegue su Reino y todo sea transformado y el mundo redimido, no podrá existir el mal en ningún sentido. La humanidad espera, son «poemas» líricos que nos hablan de que el Líbano se convertirá en vergel. Los sordos oirán las palabras del libro y saliendo de la oscuridad y las tinieblas los ojos de los ciegos verán. -Los humildes volverán a alegrarse en el Señor y los pobres se regocijarán en Dios, el santo de Israel. Estas son, por adelantado, las palabras mismas del Magnificat. María, toda ella, estaba como impregnada de esos pasajes de la Biblia, que ahora leemos diariamente. Ella había leído ese poema de Isaías, lo aprendió en la escuela de su pueblo; y a su vez, como madre lo enseñó a Jesús. Un pueblo entero, alimentándose de esa Palabra, esperaba la era mesiánica. María debió «exultar» cuando vio a su hijo «abrir los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos». El Mesías ha venido. La era mesiánica ha comenzado y ¡ha llegado el tiempo anunciado por los profetas! Y, no obstante, son todavía muchos los pobres que sufren y gimen, y ¡que están muy lejos de exultar! Los pobres y oprimidos están contentos porque quedarán defendidos y en paz (Noel Quesson). Ante la hipocresía de tantos, los pobres son los que esperan, confían en Dios, como dice Pablo: "De hecho, el mensaje de la cruz de Cristo es una locura para los que se pierden; en cambio, para los que se salvan, para nosotros, es un portento de Dios, pues dice la Escritura: Perderé la sabiduría de los sabios y anularé la cordura de los cuerdos. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el letrado? ¿Dónde el estudioso de este mundo? ¿No ha demostrado Dios que el saber de este mundo es locura?" (1 Cor 1,18-20). Ante la actuación soberana de Dios, que escapa absolutamente a todo juicio humano, la sabiduría de este mundo se nos muestra impotente y ridícula. La auténtica sabiduría está solamente allí donde está Dios y Dios se encuentra cerca de la paradoja, de la insignificancia de la cruz de Cristo. ¿Qué valor puede tener, por tanto, una sabiduría que justamente rechaza la cruz? Cuando el creyente triunfa en vencer el escándalo de los signos humildes, se decide por la verdad oculta de Dios, y entonces siente la palabra de la cruz como fuerza de Dios (F. Raurell).
No cerremos nuestros ojos ante las inmoralidades, ante los engaños, ante las injusticias, ante la corrupción que reina en muchos ambientes. Hemos de implicarnos en este mundo nuestro, para quitar aquella carga de maldad que oprime a tantos, y puedan vivir en un auténtico amor a Dios y a su prójimo. Entonces, sólo entonces, irá surgiendo realmente una humanidad renovada en Cristo Jesús.
2. ¡Ven, Señor Jesús! Esperamos alegre y confiadamente en la venida de nuestro Señor Jesucristo, para estar continuamente en su presencia. Por eso, nos armamos de valor y fortaleza y, sin descuidar nuestro trabajo en las realidades temporales de nuestra vida diaria, nos esforzamos, guiados y fortalecidos por el Espíritu Santo, que habita en nosotros, en poder llegar a vivir en la casa del Señor todos los días de nuestra vida. Dios nos ha favorecido por medio de su Hijo Jesús, mediante el cual nos llama para que seamos hijos suyos. Escuchemos hoy su voz y no endurezcamos ante Él nuestro corazón.
Si Dios está con nosotros, ¿quién estará en contra nuestra? Confiemos en el Señor. Mas no por eso pensemos que el Señor hará su obra de salvación sin considerar nuestra fe, nuestra disposición a hacer su volunta y a caminar conforme a sus enseñanzas. En el camino de salvación no es sólo Dios; ni somos sólo nosotros; es la Gracia de Dios con nosotros. Es verdad que de parte nuestra sólo hay una frágil voluntad; pero será el Señor el que nos tome bajo su cuidado, e irá haciendo que poco a poco vayamos creciendo en el amor a Él y en la fidelidad a su voluntad, pues el camino de salvación es eso precisamente, un camino que se inicia tal vez con mucha fragilidad, pero que, si confiamos en el Señor, Él hará que lleguemos a amar y a querer conforme a lo que Él espera de nosotros. Confiemos siempre en el Señor. Dejemos que Él guíe nuestros pasos por el camino del bien, hasta que algún día podamos contemplar el Rostro del Señor y disfrutemos de Él eternamente.
3. Mt 9, 27-31 (ver domingo 30B). La ceguera que hoy la liturgia trae a nuestra consideración tiene diversos niveles. En primer lugar, en el mundo hay sufrimiento. En la encíclica “Salvados en la esperanza”, Benedicto XVI dice que “podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo. Precisamente cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito”. Hemos de procurar aliviar el sufrimiento, pero el objetivo va más allá, sobre todo cuando no puede quitarse el dolor y hay que transformarlo.
Otra forma de ceguera es la interior, como decía de sí mismo San Agustín: “ciego y hundido, no podía concebir la luz de la honestidad y la belleza que no se ven con el ojo carnal sino solamente con la mirada interior”, pues sin la apertura a Dios la ceguera es una enfermedad incurable: “¿qué soy yo sin ti para mi mismo sino un guía ciego que me lleva al precipicio?”, la búsqueda del “ciego y turbulento amor a los espectáculos” es una forma de suplir esa carencia vital.
La clave para aumentar la fe, en el sufrimiento, es la que nos indica Benedicto XVI en la citada encíclica: “La oración como escuela de la esperanza”. Cuenta que “Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en una 5 homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. « Dios, retardando [su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz [de su don] ». Agustín se refiere a san Pablo, el cual dice de sí mismo que vive lanzado hacia lo que está por delante (cf. Flp 3,13). Después usa una imagen muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y preparación del corazón humano. « Imagínate que Dios quiere llenarte de miel [símbolo de la ternura y la bondad de Dios]; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel? » El vaso, es decir el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo, es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos destinados.” Así logramos esta fe, necesaria para obtener lo que deseamos, aun de un modo mejor que el que deseamos, y es el que Dios quiere; pero el camino es ensanchar nuestro corazón, para poder albergar ese don, esa luz para poder ver.
Los ciegos claman a Jesús: -"¡Hijo de David, ten compasión de nosotros!" Su plegaria es muy simple: es su grito, grito que brota de su sufrimiento. Mi plegaria, también debería ser a veces simplemente esto: la expresión sincera de que algo no marcha bien en mí, alrededor de mí... mi sufrimiento... los sufrimientos de los que yo soy el testigo... "Ten compasión de nosotros, Señor. Kyrie eleison." En cada misa, se nos sugiere a menudo este tipo de plegaria. Sabemos darle un contenido concreto: plegaria de intercesión. Al decir "Hijo de David", los dos ciegos reconocen a Jesús un título mesiánico. Tú eres aquel que ha de venir, aquel que ha sido prometido por los profetas.
-Luego que llegó a su casa, se le presentaron los ciegos. Jesús parece haber querido poner a prueba su plegaria: de momento no les contesta. A menudo, Señor, nos da la impresión de que Tú no nos oyes. Imagino la escena que se prolonga: los dos ciegos que se apegan a El, que continúan siguiendo a Jesús por la calle, que continúan gritando, rogando... hasta la casa, y entran con El.
-Jesús les dijo: "Creéis que puedo hacer eso que me pedís?"
-"Sí, Señor". Jesús interroga. Quiere asegurarse de la autenticidad de su fe. Desea purificar esta Fe. La necesidad humana que está en el origen de su plegaria podría no ser sino el deseo de un milagro... para sí mismos, para ellos dos. Y esto tiene ya su importancia, lo hemos visto. Y Dios lo escucha. Es un punto de partida, ambiguo, pero tan natural... Jesús, con su pregunta, trata de hacerles progresar hacia una fe más pura: ellos pensaban en "sí mismos"... Jesús les orienta hacia su propia persona, hacia El. "¿Creéis que yo puedo hacer esto? Jesús les pregunta si tienen Fe. Don de Dios; el milagro que se dispone a hacer no es una cosa automática ni mágica. Los sacramentos no son actos mágicos: los sacramentos requieren Fe. Lo que me llama la atención Señor, es el respeto que tienes a la libertad del hombre: Suscitas en ellos la espera, el deseo, la fe... No quieres forzar... hace falta una cierta correspondencia, en el hombre, para que Tú le colmes.
-Entonces les tocó los ojos diciendo: Según vuestra fe, así os sea hecho. Sí, Tú no has obligado. Has esperado y has suscitado su Fe. "Así se haga, según vuestra Fe." Señor, aumenta en nosotros la Fe.
-Se les abrieron los ojos, mas Jesús les conminó diciendo: Mirad que nadie lo sepa. Ellos, sin embargo, al salir de allí, lo publicaron por toda la comarca. Ese secreto que Jesús les pide pone de manifiesto que no desea levantar un entusiasmo superficial. No es lo sensacional ni lo prodigioso lo que cuenta (Noel Quesson).
Es una estampa muy propia de Adviento la de los dos ciegos que están esperando, y cuando se enteran que viene Jesús, le siguen gritando: «ten compasión de nosotros, Hijo de David». Dos ciegos que desean, buscan y piden a gritos su curación. Tal vez no conocen bien a Jesús, ni saben qué clase de Mesías es. Pero le siguen y se encuentran con el auténtico Salvador, quedan curados y se marchan hablando a todos de 7 Jesús. Como tantas otras personas que a lo largo de la vida de Jesús encontraron en él el sentido de sus vidas. Una vez más se demuestra la verdad de la gran afirmación: «yo soy la luz del mundo: el que me sigue no andará en tinieblas».
El Adviento nos invita a abrir los ojos, a esperar, a permanecer en búsqueda continua, a decir desde lo hondo de nuestro ser «ven, Señor Jesús», a dejarnos salvar y a salir al encuentro del verdadero Salvador, que es Cristo Jesús. Sea cual sea nuestra situación personal y comunitaria, Dios nos alarga su mano y nos invita a la esperanza, porque nos asegura que él está con nosotros. La Iglesia peregrina hacia delante, hacia los tiempos definitivos, donde la salvación será plena. Por eso durante el Adviento se nos invita tanto a vivir en vigilancia y espera, exclamando «Marana tha», «Ven, Señor Jesús».
Al inicio de la Eucaristía, muchas veces repetimos -ojalá desde dentro, creyendo lo que decimos- la súplica de los ciegos: «Kyrie, eleison. Señor, ten compasión de nosotros». Para que él nos purifique interiormente, nos preste su fuerza, nos cure de nuestros males y nos ayude a celebrar bien su Eucaristía. Es una súplica breve e intensa que muy bien podemos llamar oración de Adviento, porque estamos pidiendo la venida de Cristo a nuestras vidas, que es la que nos salva y nos fortalece. La que nos devuelve la luz. En este Adviento se tienen que encontrar nuestra miseria y la respuesta salvadora de Jesús (J. Aldazábal).
Jesús, otro milagro. Los milagros son un medio para mostrar tu divinidad: Nadie tiene poder sobre la naturaleza sino Aquel que la hizo. Nadie puede obrar un milagro sino Dios. Si surgen milagros tenemos una prueba de que Dios está presente (card. Newman). Pero cómo cuesta arrancártelo. Durante tus años de vida pública te resistes a hacer milagros: sólo los realizas cuando hay una razón suficiente.
No quieres llamar la atención de los jefes judíos, pues sabes que los milagros, al mostrar tu divinidad, pueden ponerte en peligro de muerte. Por eso procuras que no se divulgue la curación: Jesús les ordenó severamente: Mirad que nadie lo sepa. Al igual que en ese otro milagro en las bodas de Caná, cuando le dijiste a tu madre: todavía no ha llegado mi hora, te resistes a hacer cosas extraordinarias.
Sin embargo, Jesús, acabas realizando el milagro. Y Tú mismo explicas por qué: Según vuestra fe así os suceda. Y se les abrieron los ojos. Estos dos ciegos creían en Ti. Por eso venían siguiéndote y gritándole: Ten piedad de nosotros, Hijo de David. Su fe es capaz de arrancarte cualquier favor. Yo también necesito que me ayudes. Ten piedad de mí, Jesús, que tantas veces no estoy a la altura de lo que me pides. Mi egoísmo, mis caprichos, mis gustos, mis planes, me ciegan y no acabo de ver tu voluntad. Ten piedad y ábreme los ojos del espíritu para que te vea, para que te desee, para que quiera hacer lo que me pides.
Padre, me has comentado: yo tengo muchas equivocaciones, muchos errores.
-Ya lo sé, te he respondido. Pero Dios Nuestro Señor, que también lo sabe y cuenta con eso, sólo te pide la humildad de reconocerlo, y la lucha para rectificar, para servirle cada día mejor, con más vida interior, con una oración continua, con la piedad y con el empleo de los medios adecuados para santificar tu trabajo [san Josemaría].
Jesús, quiero prepararme para tu nacimiento, y me doy cuenta de que me falta mucha visión sobrenatural: ver las cosas como Tú las ves. Las veo todavía según mis intereses: ahora tengo que estudiar y que nadie me moleste; ahora me debo un rato de música; mi deporte nadie lo toca; este programa no me lo puedo perder; etc...
Tú me conoces: aún me falta mejorar mucho. Lo único que me pides es la humildad de reconocerlo, y lucha para rectificar. Acercarme más a Ti y, si hace falta, pedirte a gritos, como los dos ciegos: ten piedad de mí. Y la manera de pedirte las cosas es: con más vida interior, con una oración continua, con la piedad y con el empleo de los medios adecuados para santificar tu trabajo.
Jesús, me preguntas: ¿Crees que puedo hacer eso? Te respondo: Sí, Señor. Tócame los ojos de mi corazón para que vea cómo servirte más y mejor cada día. Y aunque es muy difícil moverse a oscuras, Tú me pides que te siga primero un poco a ciegas, fiándome de Ti, como te siguieron estos dos ciegos antes de darles la vista. Si los dos ciegos hubieran esperado a ver todo clarísimo antes de dar un paso, no lo hubieran dado nunca, ni tampoco se hubieran curado. Igualmente, si espero a ser más generoso hasta entenderlo todo perfectamente, no aprenderé a ser generoso ni tampoco llegaré a entender nada. Que me decida, Jesús, a empezar a caminar: a seguirte más de cerca, a tener más vida interior, a rezar más, a 11 santificar el trabajo día a día. Si lo hago así, me darás la visión sobrenatural que necesito, y -como los ciegos- sabré divulgar tu mensaje a mi alrededor (Pablo Cardona).
Sólo cuando reconocemos nuestras propias miserias y nos decidimos a salir de ellas, al reconocer nuestra propia fragilidad, podremos acudir al Señor para que lleve a cabo su obra de salvación en nosotros. Si decimos ver estando ciegos, es difícil iniciar un camino renovado, pues permaneceremos en las tinieblas a causa de la falta de una nueva esperanza. El Señor no sólo nos quiere cercanos a Él. Él quiere que nos pongamos en camino para dar testimonio de su bondad, de su amor y de su gracia. Pero nos será imposible ponernos en camino mientras el Evangelio no tome carne en nosotros. Somos nosotros los que hemos de renacer a una vida nueva. Hemos de preparar en nosotros un nuevo nacimiento que nos haga presentarnos ante el mundo como hijos de Dios, ya no dominados por las tinieblas de la maldad, de la injusticia, de la violencia, del egoísmo. Sólo en Cristo encontraremos el camino que nos salva y nos libera de la opresión al pecado. Invoquémoslo con humildad y con gran confianza, si es que en verdad queremos convertirnos en auténticos testigos de una vida renovada en Él.