1ª semana de Adviento. San Andrés, Apóstol. La fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron
Carta del apóstol san Pablo a los Romanos 10,9-18. Si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás. Por la fe del corazón llegamos a la justificación, y por la profesión de los labios, a la salvación. Dice la Escritura: «Nadie que cree en él quedará defraudado.» Porque no hay distinción entre judío y griego; ya que uno mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan. Pues «todo el que invoca el nombre del Señor se salvará.» Ahora bien, ¿cómo van a invocarlo, si no creen en él?; ¿cómo van a creer, si no oyen hablar de él?; y ¿cómo van a oír sin alguien que proclame?; y ¿cómo van a proclamar si no los envían? Lo dice la Escritura: « ¡Qué hermosos los pies de los que anuncian el Evangelio!» Pero no todos han prestado oído al Evangelio; como dice Isaías: «Señor, ¿quién ha dado fe a nuestro mensaje?» Así, pues, la fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo. Pero yo pregunto: «¿Es que no lo han oído?» Todo lo contrario: «A toda la tierra alcanza su pregón, y hasta los limites del orbe su lenguaje.»
Salmo 18,2-3.4-5. R. A toda la tierra alcanza su pregón.
El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra.
Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje.
Evangelio según san Mateo 4,18-22. En aquel tiempo, pasando Jesús junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: -«Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres.» Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
Comentario: 1. Rom. 10, 9-18. La voz de los mensajeros ha resonado en todo el mundo, y sus palabras han llegado hasta el último rincón de la tierra. Nada ni nadie puede quedarse sin el anuncio del Evangelio, conforme a la voluntad de Cristo, nuestro Dios y Salvador. Él quiere salvar a todas las personas, y que lleguen al conocimiento de la verdad. Por eso nos podemos crear una Iglesia de santos que excluyan a los pecadores para atraerlos a la salvación. No podemos trabajar por una iglesia de clases, en la que los que tienen todo dan algo de lo suyo a los más desprotegidos, pero olvidan trabajar por devolverles realmente su dignidad humana y de hijos de Dios. Cristo ha venido a salvar todo lo que se había perdido. Esa es la misma misión que ha confiado a su Iglesia. Por eso, si en verdad queremos ser mensajeros del Evangelio debemos darlo todo, con tal de ganar a todos para Cristo. No nos encerremos en grupos que, probablemente nos confortan por su respuesta comprometida a la fe. Vayamos a las ovejas perdidas, descarriadas; salgamos a buscarlas por los montes, pues todos tienen derecho a conocer a Cristo y a disfrutar de su Vida y de su Espíritu. Sólo entonces no sólo confesaremos el Nombre de Dios con los labios, sino con las obras y la vida misma. Entonces la Iglesia se convertirá en el Evangelio, en la Buena Noticia del amor del Padre para la humanidad entera.
2. Sal. 19 (18). Nosotros somos obra de las manos de Dios. Hechos a su imagen y semejanza, y elevados a la dignidad de hijos suyos, hemos de ser una manifestación de su presencia salvadora en el mundo. Hay muchos signos de amor y de misericordia en el mundo entero. Muchos lo entregan todo por sus hermanos en desgracia. Cuando surgen desgracias naturales todos nos solidarizamos con los afectados para arriesgar incluso nuestra vida por ellos. Esta es la forma como tratamos de hacer cercano a Dios en medio de los suyos, pues nosotros somos la imagen de su amor y de su misericordia para los que nos rodean. Sin embargo no faltan quienes piensan sólo en sus propios intereses; y no sólo pasan de largo ante el sufrimiento ajeno, sino que son causa del mismo; y, aún cuando tal vez sean puntuales en el culto a Dios, su vida no puede considerarse como una alabanza al Nombre Divino, sino más bien ocasión de que el Nombre del Señor sea denigrado ante las naciones. Procuremos vivir con la máxima fidelidad la fe que hemos depositado en Cristo Jesús.
3. La llamada de estas dos parejas de hermanos será el paradigma de toda llamada en Mt. Jesús camina junto al lago/mar de Galilea, en la frontera marítima con los pueblos paganos. Esta localización ilumina la escena: los hombres que habrá que pescar serán lo mismo judíos que paganos. Ve a dos hermanos, y Mt insiste en este vínculo de hermandad. Se tiene aquí una alusión a Ez 47,13s, donde se anuncia el futuro reparto de la tierra a partes iguales; la expresión original para indicar la igualdad está muy próxima de la usada por Mt: «cada uno como su hermano». La insistencia, pues, en el vínculo de hermandad (más acusado aún que en Mc 1,16-21a) indica que la nueva tierra prometida, «el reinado de Dios» anunciado por Jesús inmediatamente antes (4,17), será herencia o patrimonio común de todos sus seguidores, sin privilegio alguno. Los hermanos son designados por sus nombres, Simón y Andrés, pero el primero lleva ya una adición: «al que llaman 'Piedra' (Pedro)». No se indica que haya sido Jesús quien le ha dado tal sobrenombre (cf 16,18).
La invitación de Jesús a los dos hermanos se expresa con la frase «Veníos detrás de mí» (cf Mc 1,17.20); la expresión se encuentra en boca de Eliseo en 2 Re 6,19; por otra parte, la fórmula «irse» o «seguir tras él» aparece repetidamente en la escena de la llamada de Eliseo por el profeta Elías (1 Re 19,19-21). Jesús se presenta, por tanto, como profeta y su llamada promete la comunicación a sus seguidores del Espíritu profético. El texto relata la vocación de dos parejas de hermanos. Primeramente Simón y Andrés que en Mt 10 encabezarán la lista de los "doce discípulos", y luego Juan y Santiago, los dos hijos del Zebedeo que también allí se mencionan a continuación. Sólo en esta última lista, Mateo los llama "apóstoles", nombre exigido por el contexto del discurso de misión que sigue a continuación. Esta tendencia del evangelista deriva de sus preocupaciones eclesiales centradas en las personas poseedoras de carismas relacionados con el anuncio: sabios, profetas, escribas (cf Mt 23,34). Por ello la vocación de los cuatros hermanos se modela a partir de la vocación profética de Eliseo. En uno y otro caso un profeta de paso encuentra a individuos ocupados en su trabajo, a los que dirige una invitación al seguimiento. En ambos casos se concluye con el seguimiento de aquellos individuos convertidos de esa forma en discípulos del profeta. El recurso a la vocación de Eliseo se fundamenta en un doble motivo: El relato de 1Re 19,19-21 es el cumplimiento por parte de Elías de la orden dada por Dios en 1 Re 19,15-16 para continuar su misión. Según esto, la obra de Eliseo no es más que una continuación de la obra de su maestro. En segundo lugar, Elías es el profeta cuya venida es un signo de la instauración del Reino de Dios. La figura de Andrés, por tanto, se inscribe en una línea de discipulado profético que no es más que continuación de la misión de Jesús. La vocación de Jesús en su bautismo y la vocación de Elías en 1 Re 19,1-14 tienen como finalidad la actuación del Reino de Dios. Esa vocación se describe como un cambio de tarea. El cambio de la naturaleza de la pesca es coherente con las imágenes usadas en Mt 9,35-38, en dónde se recurre a la tarea agrícola y ganadera: necesidad de obreros para la cosecha ya pronta y desorientación de la gente semejante a la de las ovejas sin pastor. La iniciativa parte de Jesús (o de Elías) y es necesaria para emprender la tarea. En Andrés, Pedro, Santiago y Juan queda la posibilidad del rechazo de la invitación, o como aparece en el relato, de su aceptación. Pero para esa aceptación se exige la adopción de un estilo que sólo puede ser definido como seguimiento en cuanto consiste en la adopción de la itinerancia de Jesús y el recorrido del mismo camino de éste. La nueva tarea puede definirse como una obra de salvación en cuanto se busca capacitar al discípulo para convertirse en "pescador de seres humanos". La imagen parece aludir al río de aguas vivificadoras que salen del Templo en Ez 47 donde "habrá peces en abundancia... habrá vida dondequiera que llegue la corriente. Se pondrán pescadores a sus orillas" (Ez 47,9-10). La llamada de Andrés, y de sus compañeros, se inscribe entonces en la producción de vida para la humanidad y para toda la creación. Compartiendo el proyecto de Jesús encuentran la fuerza de realizar su misión. Gracias a los discípulos, el Reino se hace presente en la vida de los hombres y se lleva a plenitud la misión profética de Jesús. El futuro de Dios se anticipa y se hace presente en medio de la existencia humana (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica).
Por otra parte, el oficio de los hermanos (pescadores) y la metáfora de Jesús «pescadores de hombres» aluden a Ez 47,10, donde se utiliza también la metáfora de los pescadores que recogerán una pesca abundante. El texto griego de los LXX pone este pasaje en relación con Galilea (Ez 47,8). La mención anterior del mar/lago, la del oficio de pescadores y la metáfora usada por Jesús esclarecen el significado de la frase: Jesús llama a una misión profética, que pretenderá atraer a los hombres, tanto judíos como paganos (el mar como frontera), y cuyo éxito está asegurado. La respuesta de los dos hermanos es inmediata. Aparece por primera vez el verbo «seguir», que, referido a discípulos, indicará la adhesión a la persona de Jesús y la colaboración en su misión. A los que lo siguen, Jesús no pide «la enmienda» (4,17); la adhesión a su persona y programa supera con mucho las exigencias de aquélla; comporta una ruptura con la vida anterior, un cambio radical, para entregarse a procurar el bien del hombre.
vv. 21-22: La segunda escena se describe más escuetamente que la primera, pero tiene el mismo significado. Estos dos hermanos es tan unidos no sólo por su vínculo de hermandad, sino también por la presencia de un padre común. En el evangelio, «el padre» representa la autoridad que transmite una tradición. Jesús no ha tenido padre humano, no está condicionado por una tradición anterior; sus discípulos abandonan al padre humano; en lo sucesivo, como Jesús mismo, no deberán reconocer más que al Padre del cielo (23,9).
El apóstol Andrés, humilde pescador de Galilea, deja sus redes para ser pescador de hombres. Es también el discípulo de Juan Bautista, que apenas descubre a Jesús, va detrás de él y se queda con él todo el día. Este encuentro es tan importante para él, que se acuerda hasta de la hora: "era más o menos las 4 de la tarde" (Jn 1,39). Andrés llama a su hermano Simón Pedro y confiesa a Jesús como Mesías (Jn 1,40-41). Forma con Pedro, Santiago y Juan el núcleo de los 12 Apóstoles, a los únicos que Jesús revela su visión apocalíptica de la historia (Mc 13). Posiblemente también es un núcleo importante en la misión apostólica en el mundo griego. Andrés, según el significado de su nombre, es "el varón", el nuevo "adán", que representa la vocación de la humanidad a ser discípula de Jesús. Andrés debe recordarnos nuestra vocación de apóstoles, los orígenes apostólicos de las primeras comunidades y el testimonio y martirio que la mayoría de los primeros discípulos sufrieron por causa de la Palabra de Dios y del Reino. La Iglesia está construida sobre "el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo" (Ef 2, 20). También la muralla de la Nueva Jerusalén, que baja del cielo, "se asienta sobre 12 piedras, que llevan los nombres de los 12 Apóstoles del Cordero" (Ap 21,14). La Nueva Jerusalén representa la nueva organización social de la humanidad, que baja del cielo a la tierra. En ella no hay santuario alguno, porque Dios es su santuario. Los apóstoles son el fundamento de esta visión futura de la humanidad (J. Mateos-F. Camacho).
El Apóstol Andrés es un hombre sencillo, tal vez también pescador como su hermano Simón, buscador de la verdad y por ello lo encontramos junto a Juan el Bautista. No importa de dónde viene ni qué preparación tiene. Parece, por lo que conocemos de él en el Evangelio, que entre otras muchas cosas algo que va a hacer es convertirse en un anunciador de Cristo a otros.
"He ahí el Cordero de Dios" (Jn 1,36). Estando Andrés junto a Juan el Bautista escucha de él estas palabras. De repente se siente inquieto por ellas y se va con Juan tras Jesús. Él les pregunta: ¿Qué buscáis?, a lo que ellos le dicen: ¿Dónde vives? Jesús entonces les dice: "Venid y lo veréis". Ellos fueron con Jesús y se quedaron con Él aquel día. Ha sido Juan el Bautista quien les ha enseñado a Cristo, y antes que nada Andrés ha querido hacer personalmente la experiencia de Cristo. Estando junto a él ha descubierto dos cosas: que Cristo es el Mesías, la esperanza del mundo, el tesoro que Dios ha regalado a la humanidad, y también que Cristo no puede ser un bien personal, pues no puede caber en el corazón de una persona. A partir de ahí, la vida de Andrés se va a convertir en anunciadora de Dios para los demás hasta morir mártir de su fe en Cristo.
"Hemos encontrado al Mesías" (Jn 1,41). La primera acción de Andrés, tras haber experimentado a Cristo, es la de ir a anunciar a su hermano Simón Pedro tan fausta noticia. Simón Pedro le cree y Andrés le lleva con el Maestro. Hermosa acción la de compartir el bien encontrado. Andrés no se queda con la satisfacción de haber experimentado a Cristo. Bien sabe que aquel don de Dios, a través de Juan el Bautista que le señaló al Cordero de Dios, hay que regalarlo a otros, como su Maestro Juan el Bautista hizo con él. Queda claro así que en los planes de Dios son unos (tal vez llamados en primer lugar) quienes están puestos para acercar a otros a la luz de la fe y de la verdad. ¡Gran generosidad la de Andrés que le convierte en el primer apóstol, es decir, mensajero, de Cristo, y además para un hermano suyo!
"Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús" (Jn 12,20). Se refieren estas palabras a una escena en la que unos griegos, venidos a la fiesta, se acercaron a los Apóstoles con la petición de ver a Jesús. Andrés es uno de los dos Apóstoles que se convierte en instrumento del encuentro de aquellos hombres con Cristo, encuentro que llena de gozo el Corazón del mismo Jesús. ¿Puede haber labor más bella en esta vida que acercar a los demás a Dios, se trate de personas cercanas, de seres desconocidos, de amigos de trabajo o compañeros de juego? Sin duda en la eternidad se nos reconocerá mucho mejor que en esta vida todo lo que en este sentido hayamos hecho por los otros. Toda otra labor en esta vida es buena cuando se está colaborando a desarrollar el plan de Dios, pero ninguna alcanza la nobleza, la dignidad y la grandeza de ésta. El Apóstol Andrés se erige así, desde su humildad y sencillez, en una lección de vida para nosotros, hombres de este siglo, padres de familia preocupados por el futuro de nuestros hijos, profesionales inquietos por el devenir del mundo y de la sociedad, miembros de tantas organizaciones que buscan la mejoría de tantas cosas que no funcionan. A nosotros, hombres cristianos y creyentes, se nos anuncia que debemos ser evangelizadores, portadores de la Buena Nueva del Evangelio, testigos de Cristo entre nuestros semejantes. Vamos a repasar algunos aspectos de lo que significa para nosotros ser testigos del Evangelio y de Cristo. En primer lugar, tenemos que forjar la conciencia de que, entre nuestras muchas responsabilidades, como padres, hombres de empresa, obreros, miembros de una sociedad que nos necesita, lo más importante y sano es la preocupación que nos debe acompañar en todo momento por el bien espiritual de las personas que nos rodean, especialmente cuando se trata además de personas que dependen de nosotros. Constituye un espectáculo triste el ver a tantos padres de familia preocupados únicamente del bien material de sus hijos, el ver a tantos empresarios que se olvidan del bienestar espiritual de sus equipos de trabajo, el ver a tantos seres humanos ocupados y preocupados solo del futuro material del planeta, el ver a tantos hombres vivir de espaldas a la realidad más trascendente: la salvación de los demás. El hombre cristiano y creyente debe además vivir este objetivo con inteligencia y decisión, comprometiéndose en el apostolado cristiano, cuyo objetivo es no solamente proporcionar bienes a los hombres, sino sobre todo, acercarlos a Dios. Es necesario para ello convencerse de que hay hambres más terribles y crueles que la física o material, y es la ausencia de Dios en la vida. El verdadero apostolado cristiano no reside en levantar escuelas, en llevar alimentos a los pobres, en organizar colectas de solidaridad para las desgracias del Tercer Mundo, en sentir compasión por los afligidos por las catástrofes, solamente. El verdadero apostolado se realiza en la medida en que toda acción, cualquiera que sea su naturaleza, se transforma en camino para enseñar incluso a quienes están podridos de bienes materiales que Dios es lo único que puede colmar el corazón humano. ¿De qué le vale a un padre de familia asegurar el bien material de sus hijos si no se preocupa del bien espiritual, que es el verdadero?
Hay un tema en la formación espiritual del hombre a tener en cuenta en relación con este objetivo. Hay que saber vencer el respeto humano, una forma de orgullo o de inseguridad como se quiera llamarle, y que muchas veces atenaza al espíritu impidiéndole compartir los bienes espirituales que se poseen. El respeto humano puede conducirnos a fingir la fe o al menos a no dar testimonio de ella, a inhibirnos ante ciertos grupos humanos de los que pensamos que no tienen interés por nuestros valores, a nunca hablar de Cristo con naturalidad y sencillez ante los demás, incluso quienes conviven con nosotros, a evitar dar explicaciones de las cosas que hacemos, cuando estas cosas se refieren a Dios. En fin, el respeto humano nunca es bueno y echa sobre nosotros una grave responsabilidad: la de vivir una fe sin entusiasmo, sin convencimiento, sin ilusión, porque a lo mejor pensamos eso de que Dios, Cristo, la fe, la Iglesia no son para tanto.
Andrés era discípulo de Juan el Bautista, quien después de oír la definición que de Jesús da Juan –“he ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”- y luego de un breve diálogo con Jesús, se va con él (Jn 1,35-40). En el mismo cuarto evangelio encontramos una nueva noticia de Andrés: en Jn 12,22 aparece con Felipe haciendo de “mediador” (¿interprete?) entre Jesús y unos griegos que querían hablar con él. De aquí podemos concluir que Andrés era un judío helenista, es decir, que hablaba el griego, cosa muy frecuente entre los habitantes de Galilea, particularmente entre los de las ciudades ribereñas del lago. Por el mismo evangelista Juan nos enteramos de que Andrés era de Betsaida (Jn 1,44), pero probablemente se había trasladado a Cafarnún con su hermano Simón “llamado Pedro”. Si admitimos que Andrés era un helenista, podremos comprender con facilidad el papel que pudo haber desempeñado en la tarea de propagación del evangelio entre los gentiles y paganos de habla griega; aunque de hecho, la tradición cristiana de este tiempo no nos arroja datos sobre la actividad efectiva del apóstol. Con motivo, pues, de la festividad del apóstol Andrés nos encontramos hoy con la narración mateana de su vocación al discipulado. Tanto para Marcos como para Mateo, el llamado de los cuatro primeros discípulos, entre ellos Andrés, está precedida de un par de versículos redaccionales que nos dan noticia de la actividad evangelizadora de Jesús (Mc 1,16-17; Mt 4,17), y al mismo tiempo establecen la transición entre el bautismo/tentaciones e inicio del ministerio público. No hay noticias sobre la realización de ningún tipo de signo por parte de Jesús antes de comenzar a formar su “equipo” de seguidores. Es como si Jesús tuviera en mente dos tareas fundamentales: por una parte comenzar “ya” el anuncio/realización del reino, y por la otra, comenzar “ya” el proceso formativo de los futuros testigos del anuncio y la realización de ese reino. He ahí la razón de ser de la elección al discipulado: no se trata de llamar a simples acompañantes; tampoco se trata de un mero requisito formal. Sabemos que un judío que quería ser rabino debía tener por lo menos un grupo de cinco discípulos para poder llamarse como tal. Marcos nos da la justificación precisa del por qué Jesús elige para sí un grupo de seguidores (Mc 3,13-14): a) para que estuvieran con él (v 14a); b), para enviarlos a predicar (v 14b); c) para que tuvieran (adquirieran) el poder de expulsar demonios (v 15) y curar a los enfermos (cf Mc 6,13). Una vez conformado el grupo de quienes serán testigos, el evangelio comienza a darnos noticia sobre la actividad de Jesús tanto en palabras como en obras. Y con ello entendemos que ahí se va formando el discípulo. Desde el comienzo, el discípulo es alguien que está llamado a una experiencia de “tiempo completo” con Jesús. En la cotidianidad del maestro va aprendiendo el discípulo al tiempo que se va configurando en él el sentido final de su vocación: ser testigo y continuador de la obra del maestro. Ese es el papel que asumen desde el principio los discípulos. Obvio que con dudas y retrocesos en la marcha. Desempeñaron muy bien su papel en su primera práctica cuando fueron enviados de dos en dos a evangelizar (cf Mc 6,12-13); pero flaquearon en el momento definitivo: cuando Jesús fue tomado preso y condenado a muerte. Sin embargo retoman su papel después del evento pascual de Jesús, y ahí está la confirmación de su misión. El origen apostólico de la Iglesia cuenta, entonces con esa doble faceta: la decisión de unos hombres de “retomar” su vocación, y por otro lado, la fuerza y el respaldo del Padre que decide avalar sin límites la obra de su hijo. Esto último es lo más importante, pues replantea el punto de origen de la autoridad y validez de la autoridad de nuestra Iglesia hoy. La vigencia de la vocación apostólica nos la hace ver san Pablo, quien es conciente de que el anuncio del evangelio es un dinamismo permanente que no puede darse treguas, pues siempre habrá hombres y mujeres necesitados de escuchar el mensaje, urgidos de conocer lo que no conocen porque nadie se lo hace saber. A la luz de ello, la vocación apostólica de nuestra Iglesia tendría que aclararse cada vez más, para dejar a un lado pretensiones que hacen de ella un institución imprescindible en la obra de la salvación. Lo que sí es imprescindible es la firmeza y el coraje con que cada día tiene que ser más testigo de Jesús resucitado al estilo de los primeros discípulos.
Es maravilloso leer que ellos lo dejaron todo y le siguieron “al instante”, palabras que se repiten en ambos casos. A Jesús no se le ha de decir: “después”, “más adelante”, “ahora tengo demasiado trabajo”... También a cada uno de nosotros —a todos los cristianos— Jesús nos pide cada día que pongamos a su servicio todo lo que somos y tenemos —esto significa dejarlo todo, no tener nada como propio— para que, viviendo con Él las tareas de nuestro trabajo profesional y de nuestra familia, seamos “pescadores de hombres”. ¿Qué quiere decir “pescadores de hombres”? Una bonita respuesta puede ser un comentario de san Juan Crisóstomo. Este Padre y Doctor de la Iglesia dice que Andrés no sabía explicarle bien a su hermano Pedro quién era Jesús y, por esto, «lo llevó a la misma fuente de la luz», que es Jesucristo. “Pescar hombres” quiere decir ayudar a quienes nos rodean en la familia y en el trabajo a que encuentren a Cristo que es la única luz para nuestro camino (Lluís Clavell).
«Oh buena cruz, que has sido glorificada por causa de los miembros del Señor, cruz por largo tiempo deseada, ardientemente amada, buscada sin descanso y ofrecida a mis ardientes deseos (...), devuélveme a mi Maestro, para que por ti me reciba el que por ti me redimió». Con estas palabras, según cuenta la tradición, finalizaba sus días en este mundo el apóstol San Andrés… Era el colofón de una vida entregada a Jesucristo.
No importa el origen: Judío o Gentil, todos estamos llamados a ir tras las huellas de Cristo. Todo se aprende en la vida bajo la guía de un buen maestro. El Señor quiere hacernos pescadores de hombres. Es necesario vivir constantemente como discípulos suyos, si queremos ser eficaces en el anuncio del Evangelio de salvación. El Señor no nos desligará de nuestros deberes temporales; pero nos quiere, en medio del mundo, como un fermento de santidad. Por eso nos hemos de dejar llenar por la Vida que procede de Dios, y poseer por su Espíritu Santo. Muchos permanecen ligados a sus egoísmos, y difícilmente lo podrán dejar todo para ponerse en camino para salvar a su prójimo, pues lo único que buscan son sus propios intereses, y no quieren perder su seguridad, la que han puesto en la acumulación de bienes temporales. Sin embargo hemos de admirar a quienes toman en serio su fe y el llamado que Dios les hace para no vivir una fe intimista, sino una fe que les ponga en camino para continuar la obra del Señor: Buscar la oveja descarriada para llevarla de vuelta al redil; pues la Iglesia, al igual que su Señor, ha venido a buscar y a salvar todo lo que se había perdido.
Para que realmente anunciemos a Cristo en cualquier ambiente y circunstancia en que se desarrolle nuestra vida, el Señor nos reúne en torno suyo para que celebremos el Misterio de su amor por nosotros. Él se ha puesto en camino para salvarnos; Él es el primero que ha lanzado las redes para liberarnos y rescatarnos del abismo, simbolizado en el mar. Y Él nos quiere en camino, pues su Iglesia debe continuar siendo salvación para toda la humanidad, hasta el final del tiempo. Seguir a Cristo nos hace cercanos a Él. Su Evangelio, meditado con amor, debe tomar carne en nosotros. Así la Iglesia es el Memorial de la Palabra, que continúa su encarnación en el mundo para conducir a todos al Padre. Al entrar en comunión de Vida y de Espíritu con Cristo Él quiere que, unidos a los apóstoles, todos cumplamos con la misión que nos ha confiado. La Iglesia, construida en torno a la Eucaristía, da testimonio del Señor mediante sus palabras, obras, actitudes y vida misma. La participación en la Eucaristía nos hace personas amorosamente entregadas en pro de la salvación del mundo entero. Vivamos, así, nuestro compromiso con Cristo y con el mundo al que hemos sido enviados, no para condenarlo, sino para salvarlo.
¿Qué hemos dejado para echarnos a andar tras las huellas de Cristo? No podemos continuar cargados de nuestras maldades y miserias. Hay muchas cosas que nos han atrapado y nos han vuelto egoístas, injustos y violentos. Seguir a Cristo nos hace, antes que nada, contemplar la forma en que nos salvó, pues quiso hacerse pobre, para enriquecernos con su pobreza; se hizo cercano a todos para salvarlos. Finalmente es el Dios-con-nosotros. El que no conoce a Cristo; el que ignora la Escritura; el que trabaja desplazando a Cristo de su vida; el que se convierte en salvador de la humanidad al margen de Cristo y de los criterios del Evangelio, no puede arrogarse para sí, el título de hijo de Dios, pues todo lo que haga para que el mundo sea más recto y justo utilizando la violencia y la destrucción de los que considera malvados en lugar de salvarlos estará indicando que en lugar de ser hijo de Dios es hijo del Autor y Padre de la mentira, del pecado y de la muerte. No podemos hacer relecturas del Evangelio conforme a nuestros criterios. No podemos justificar nuestras injusticias interpretando la Escritura a nuestra conveniencia. El Señor nos pide fidelidad a Él, mediante la Doctrina transmitida a nosotros por medio de los apóstoles y sus sucesores. Si queremos realmente trabajar por la salvación de los demás, aprendamos a conocer a Cristo y vivamos, con gran amor, nuestra fidelidad a su Iglesia.
Que el Señor nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de no sólo invocarlo, sino de dar testimonio de Él mediante un auténtico amor activo a favor de la salvación de nuestro prójimo. Amén (Homiliacatolica.com).
Podemos acabar con un breve apunte piadoso. Aunque no vamos a tratar aquí de la Novena a la Inmaculada, pues para esta devoción ya dedicaremos otro lugar, hoy comienza esta piadosa costumbre tan bonita. Un buen hijo siempre se alegra de las fiestas de su Madre, pero esta es especialmente bonita. Es bueno dejar que el corazón se expansione, que de ahí broten los afectos, y las jaculatorias, y el deseo de mejorar en la lucha. Que estos días pongamos más esfuerzo en la pelea ascética, en el afán por acercarse a Dios, en las obras para agradar a la Santísima Virgen. Acercarse a la virgen, y por ella a jesús. Con ella todo cobra más esperanza, y con ella más alegría y por tanto más fuerza, con más amor de Dios, más cercanía a Jesús.
Es bueno tener la propia experiencia de su amor materno, estos días vivir de modo más delicado algún detalle de piedad, mejorar lo que hacemos habitualmente, poner por ejemplo más esfuerzo en el trabajo, más lucha en rechazar las distracciones en la oración y aliñar todo con María, poner a la Virgen en todo y para todo, hacer todo como “al baño María” bien metidos en su corazón. Ofrecerle cada dia un obsequio. Puede ser una virtud concreta, un detalle de amor.
miércoles, 30 de noviembre de 2011
martes, 29 de noviembre de 2011
Miércoles de la 1ª semana de Adviento. “…no quiero despedirles en ayunas, para que no desfallezcan en el camino”, dice el Señor que invita a su convit
Miércoles de la 1ª semana de Adviento. “…no quiero despedirles en ayunas, para que no desfallezcan en el camino”, dice el Señor que invita a su convite y enjuga las lágrimas de todos los rostros como profetizó Isaías: Jesús cura a muchos y multiplica los panes
Isaías 25,6-10a. Aquel día, el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones. Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo lo alejará de todo el país. -Lo ha dicho el Señor-. Aquel día se dirá: «Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación. La mano del Señor se posará sobre este monte.»
Salmo 22,1-3a.3b-4.5.6. R. Habitaré en la casa del Señor por años sin término.
El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas.
Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término.
Evangelio según san Mateo 15,29-37. En aquel tiempo, Jesús, bordeando el lago de Galilea, subió al monte y se sentó en él. Acudió a él mucha gente llevando tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y muchos otros; los echaban a sus pies, y él los curaba. La gente se admiraba al ver hablar a los mudos, sanos a los lisiados, andar a los tullidos y con vista a los ciegos, y dieron gloria al Dios de Israel. Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: «Me da lástima de la gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que se desmayen en el camino.» Los discípulos le preguntaron: -«¿De dónde vamos a sacar en un despoblado panes suficientes para saciar a tanta gente?» Jesús les preguntó: -«¿Cuántos panes tenéis?» Ellos contestaron: - «Siete y unos pocos peces.» Él mandó que la gente se sentara en el suelo. Tomó los siete panes y los peces, dijo la acción de gracias, los partió y los fue dando a los discípulos, y los discípulos a la gente. Comieron todos hasta saciarse y recogieron las sobras: siete cestas llenas.
Comentario: 1.- Is 25, 6-10a. (ver domingo 28 A). -Aquel día, el Señor, Dios del universo, preparará, sobre su montaña, un banquete de manjares muy condimentados y de vinos embriagadores, un banquete de platos suculentos y de vinos depurados...
En las costumbres orientales y bíblicas el banquete forma parte del ritual de entronización de los reyes. Con frecuencia la magnificencia en el aderezo de la mesa, la calidad de los manjares y de los vinos eran el signo del poder de un rey, y muy particularmente eran el modo de celebrar una victoria.
También nosotros festejamos nuestras alegrías en familia con una comida más exquisita. Para anunciar los tiempos mesiánicos, Dios anuncia que será el anfitrión de su propia mesa. Jesús hizo de la comida el signo de su gracia. ¿Me doy cuenta de que en la eucaristía Dios me recibe en su propia mesa? ¿Es una comida gozosa, una fiesta? ¿Tengo algo a conmemorar o a celebrar cuando voy a misa? ¿Valoro la acción de gracias?
-Para todos los pueblos... sobre toda la faz de la tierra... Ese universalismo, es sorprendente para aquella época. Un Mesías no reservado exclusivamente al pueblo de Israel. Un Mesías cuyos beneficios se extenderán sobre toda la humanidad: promesa divina... ¡Señor, ensancha nuestros corazones hasta la dimensión del mundo entero! ¿Es para mí un sufrimiento pensar que todavía HOY son muchos los hombres que ignoran esa buena nueva?
-Apartará de los rostros el velo que cubría todos los pueblos y el sudario que envolvía las naciones. Destruirá la muerte para siempre. Efectivamente, Dios celebra una victoria al invitarnos a ese festín gozoso. En la victoria sobre la «muerte». El enemigo. La muerte es la gran obsesión de la humanidad, el gran fracaso, el gran absurdo, el símbolo de la fragilidad y del sufrimiento. Es también la gran objeción que hacen los hombres a Dios: si Dios existe, ¿por qué hay ese mal? Debemos escuchar la pregunta y también la respuesta de Dios. Hay que darle tiempo, saber esperar su respuesta. «El Señor quitará el sudario que envolvía los pueblos». ¡Tal es su promesa, su palabra de honor! «El Señor destruirá la muerte para siempre.» Tal es la buena nueva de Jesucristo. Comenzada en Jesucristo y celebrada en cada misa. Cada eucaristía, ¿es para mí una comida de victoria sobre la muerte? Proclamamos tu muerte, Señor, celebramos tu resurrección.
-El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros. ¡Lo ha prometido! ¡Admirable imagen! Dios... enjugará... las lágrimas... de los rostros de todos los hombres! ¡Señor, cuán reconfortante será ese día! Lo espero en la Fe y, en la espera de ese día procuraré consolar algunas lágrimas del rostro de mis hermanos.
-Se dirá aquel día: ¡Ahí tenéis a nuestro Dios, en El esperábamos y nos ha salvado... exultemos, alegrémonos, porque nos ha salvado! La muerte no es el final del hombre, no es su fin. El fin es la exultación, la alegría, la salvación. Esto es lo que Dios quiere, lo que Dios nos ha preparado (Noel Quesson).
El poema de Isaías ofrece un anuncio optimista: después de la victoria, Dios invitará a todos los pueblos, en el monte Sión, a un banquete de manjares suculentos, de vinos generosos, al final de los tiempos. No quiere ver lágrimas en los ojos de nadie. Se ha acabado la violencia y la opresión. Así ven la historia los ojos de Dios. Con toda la carga poética y humana que tiene la imagen de una comida festiva y sabrosa, regada con vinos de solera, que es una de las que más expresivamente nos ayuda a entender los planes de Dios, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. La comida alimenta, restaura fuerzas, llena de alegría, une a los comensales entre sí y con el que les convida.
En Sión, finalmente, Dios preparará un banquete que dará vida eterna a todos los hombres. Mediante la muerte de Cristo, quienes lo acepten como Señor, Salvador y Mesías en su vida, participarán de la salvación que Dios ofrece a todos los hombres; salvación hecha realidad a costa de la muerte redentora del Salvador. Él se convierte para nosotros en pan de vida; Él nos sienta a su mesa para que participemos del banquete-sacrifico que Él mismo ha preparado. Hechos uno con Cristo; unidos por un sólo Espíritu, formamos el Cuerpo del Señor del que Él es Cabeza. Si nosotros vivimos a plenitud este compromiso que brota de nuestra fe en Él, viviremos como hermanos, libres del llanto, del sufrimiento, de la persecución y de los asesinatos. Más todavía, gracias a Jesús, resucitado de entre los muertos, quienes participamos de su Vida y de su Espíritu, sabemos que la muerte no tendrá en nosotros ningún dominio, pues, aun cuando tengamos que pasar por ella, no nos detendremos en ella, sino que, destruida la muerte, viviremos para Dios eternamente. No desaprovechemos esta gracia que Dios nos ha ofrecido en Cristo Jesús, su Hijo hecho uno de nosotros.
La Iglesia, signo de la presencia amorosa de Cristo en el mundo, se esfuerza continuamente por hacer desaparecer la tristeza, el llanto, el hambre y la afrenta que envolvían a muchas personas. Nos alegramos por todo aquello que realizan a favor de los demás muchos miembros de la Iglesia, que se despojan, incluso, de su propia vida, para que los demás disfruten de una vida digna. No es la simple filantropía la que los mueve, sino el amor hacia Cristo, presente especialmente en los pobres, desvalidos y desprotegidos. Así la Iglesia es el monte desde el que el Señor reparte a manos llenas todos los dones de su amor a favor de la humanidad entera. Sin embargo tenemos que lamentar que muchos viven todavía como si no conocieran a Dios, pues continúan siendo ocasión de sufrimiento para los demás. Por eso el Señor nos invita a confrontar nuestra vida con la vocación a la que hemos sido llamados, y que hoy nos ha recordado, haciéndonos ver qué es aquello que Él ofrece al mundo por medio nuestro. A partir de entonces hemos de iniciar un auténtico camino de conversión para que el Señor nos salve, y nos ponga en camino como testigos de su amor y de su misericordia.
El Señor dispondrá un festín para todos los pueblos. Es lo que anuncia el profeta Isaías: Dios, vencidos los enemigos, dispone un banquete abundante, regio, e invita a todos los hombres. A los invitados les hace el regalo de su presencia personal, quitando el velo que les impide contemplarlo: «es un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera, manjares enjundiosos, vinos generosos». La imagen que nos presenta el profeta es un pálido reflejo de lo que realmente preparó Jesucristo con la Eucaristía, que nos dispone al banquete de la gloria eterna. «El Señor mostró su benignidad y nuestra tierra ha producido su fruto». Consoladora promesa para los que se preparan a la solemnidad de Navidad. En la comunión eucarística nos da Dios Padre su benignidad: una gran festín de manjar exquisito, Jesucristo, el Salvador, su muy amado Hijo. Jesucristo se hace nuestro alimento y nos da su carne y su sangre, su espíritu y su vida. Con la fuerza de la sagrada comunión, la tierra de nuestra alma produce sus frutos: la virtud, la santidad, la unión con Dios. La Iglesia nos llama a esta inestimable fuente de santificación, que es el banquete eucarístico. El llanto y el dolor desaparecen. El pan que Jesús reparte a la multitud anticipa el banquete en que Él se entrega a Sí mismo en comida a los invitados.
2. –Salmo 22: Ante la manifestación de la ternura de Dios que nos prepara un lugar en el banquete eucarístico y escatológico de su Hijo bien amado, la liturgia de hoy reza con el salmista: «Habitaré en la casa del Señor por años sin término». El Señor es nuestro Pastor. Con él nada nos falta. Nos hace recostar en verdes praderas, nos conduce hacia fuentes tranquilas y repara nuestras fuerzas. Nos guía por senderos justos. El camina con nosotros y con él nada tememos. Su vara y su cayado nos sosiegan. Prepara una mesa ante nosotros enfrente de nuestros enemigos, nos unge la cabeza con perfume y nuestra copa rebosa. Su bondad y su misericordia nos acompañan todos nuestros días. El salmo prolonga la perspectiva: el Pastor, Dios, nos lleva a pastos verdes, repara nuestras fuerzas, nos conduce a beber en fuentes tranquilas, nos ofrece su protección contra los peligros del camino. "Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida».
En este breve, pero delicioso salmo, bien conocido de los creyentes. I. El salmista reconoce en Yahweh a su pastor (v. 1). II. Narra sus experiencias de las bondades que ha tenido para él este divino pastor (vv. 2, 3, 5). III. Infiere de aquí que no ha de faltarle ninguna cosa buena (v. 1), que no tiene por qué temer ninguna cosa mala (v. 4) y que Dios nunca le abandonará en el camino de la misericordia; por lo que él resuelve no abandonar jamás a Dios en el camino del deber (v. 6).
Por ser Yahweh su pastor, infiere David que no le ha de faltar ninguna cosa que sea realmente buena para él (v. 1). También David fue pastor en su juventud. En 78:70,71, nos dice Asaf que «Dios sacó a David de los apriscos del rebaño; de detrás de las ovejas lo trajo.» Sabía, pues, por experiencia la preocupación y el afecto que un buen pastor siente hacia su rebaño. Recordaba la necesidad que de un tal pastor tienen las ovejas y que una vez había arriesgado la vida propia por salvar la de un cordero. Con esto ilustra el cuidado y el interés que tiene Dios por los suyos; y a esto parece referirse nuestro Salvador cuando dice: «Yo soy el buen pastor» (Jn. 10:11). El trae las ovejas al redil y las provee de todo lo necesario. Debemos conocer la voz de tal pastor y seguirle. Al considerar David que Yahweh es su pastor, bien puede decir con toda confianza:
«Nada me faltará», es decir, «de nada careceré». Si no tenemos algo que desearíamos tener, podemos concluir o que nos es dañoso o que lo tendremos a su debido tiempo.
Al considerar la bondad con que Yahweh, como buen pastor, cuida de él, infiere David que no tiene motivos para temer ningún mal en medio de las mayores dificultades y de los más graves peligros en que se pueda encontrar (vv. 2-4). Véase aquí la dicha de los santos como ovejas del prado de Dios:
(A) Están bien situadas: «En lugares de delicados pastos me hará descansar» (v. 2a). De la mano de Dios nuestro Padre tenemos el pan de cada día. La mayor abundancia es para el perverso un pasto seco, sin gusto, cuando sólo busca en él el placer de los sentidos; en cambio, para el hijo de Dios, que gusta la bondad de Dios en todo lo que disfruta, es un pasto delicado, delicioso, aun cuando tenga poca cosa del mundo (37:16; Pr. 16, 17). Dios hace que sus santos puedan reposar, pues les da paz de conciencia y contentamiento de corazón, cualquiera sea la suerte que les quepa en este mundo; el alma de los buenos descansa a gusto en el Señor, y eso hace que todos los pastos les resulten frescos y deliciosos.
(B) Van bien conducidas: «Junto a aguas de reposo me pastoreará» (v. 2b). Quienes se alimentan de la bondad de Dios, la dirección de Dios han de seguir: El les dirige los ojos, el camino y el corazón, hacia su amor. Dios provee para su pueblo, no sólo pasto y descanso, sino también refrigerio y placer santo. Dirige a los suyos, no a las aguas estancadas, que se corrompen y recogen suciedad, ni a las aguas bravías y encrespadas del mar, sino a las aguas silenciosas de los arroyos, porque las aguas de reposo que, sin embargo, fluyen silenciosas sin cesar, son las más aptas para representar la comunión espiritual de quienes caminan sin cesar hacia Dios, pero lo Hacen en silencio. «Me guiará por sendas de justicia», añade David (v. 3b), por el camino del deber, en el que me instruye por medio de su palabra, y me conduce por medio de su providencia. El camino del deber es el camino del verdadero placer, pero en estas sendas no somos capaces de caminar, a menos que El nos guíe a ellas y nos guíe en ellas.
(C) Van bien cuidadas cuando algo anda mal: «Confortará (o restaurará) mi alma» (v. 3a). Cuando, después de cierto pecado, su propio corazón hirió a David, y cuando después de otro pecado más serio, Natán fue enviado a decirle: «Tú eres ese hombre», Dios le restauró el alma.
Aun cuando permita Dios que los suyos caigan en pecado, no permite que yazcan tranquilos en el pecado. «Aunque pase por valle de sombra de muerte», es decir, por un valle tenebroso, expuesto al asalto de fieras y ladrones, «no temeré mal alguno» (v. 4). Hay aquí cuatro palabras que atenúan el terror:
(A) No se trata de muerte, sino de sombra de muerte, sombra sin cuerpo, figura sin realidad; ni la sombra de una serpiente pica, ni la sombra de una espada mata.
(B) Es valle de sombra, bastante profundo como para ser tenebroso, pero los valles son también fructíferos, como lo es aun la misma muerte para los piadosos hijos de Dios (Fil. 1:21).
(C) Es un pasar, como un corto paseo.
(D) Y es un pasar por el valle, no se perderán en el valle, sino que saldrán a salvo al monte de especias aromáticas que hay al otro lado. No hay allí mal alguno para el hijo de Dios, pues ni la muerte puede separarnos del amor de Dios (Ro. 8:38). El buen pastor, no sólo conduce, sino que escolta, a sus ovejas a través del valle. Su presencia las anima: «porque tú estarás conmigo». La vara y el cayado del final del versículo no son sinónimos. La vara es un palo recio que el pastor de Palestina usa todavía para defenderse a sí mismo y a sus ovejas, mientras que el cayado es un báculo más largo, no tan recio, curvado muchas veces en un extremo, que el pastor usa para conducir a las ovejas y para apoyarse él mismo en el suelo. Por Lv. 27:32, vemos que el pastor contaba las ovejas bajo la vara (Hebr. shábet).
De los beneficios que la generosidad de Dios le ha concedido, infiere David la constancia y perpetuidad de las misericordias de Yahweh (vv. 5-6): «Aderezarás mesa delante de mí en presencia de mis adversarios; tú me provees de todo lo necesario para mi alma y para mi cuerpo, no sólo en el tiempo, sino por toda la eternidad: alimento conveniente, una mesa bien preparada, bien llena la copa: mi copa está rebosando, de forma que no sólo tengo para mí, sino también para mis amigos». «Ungiste mi cabeza con aceite, como buen anfitrión» (v. Lc. 7:46). Al principio había dicho (v 1): «Nada me faltará»; pero ahora habla de forma positiva (v. 6): «Ciertamente la bondad y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida.» Dice Ryrie: «David se ve a sí mismo, no sólo como a un huésped-para-un-día, sino como recipiendario del pacto de Dios: de la bondad perpetua suya.» «Me seguirán», dice David, como el agua de la roca seguía al campamento de Israel por el desierto (1 Co. 10:4). «Me seguirán todos los días de mi vida, porque al que Dios ama, le ama hasta el final y hasta el extremo» (Jn. 13:1). «Ciertamente será así: la bondad y la misericordia que me han seguido hasta aquí, me seguirán también en adelante hasta el final.» «La casa de Yahweh» significa comúnmente el santuario; a veces, toda la Tierra Prometida (Jer. 12:7; Os. 8:1; 9:8, 15; Zac. 9:8). Dice Arconada: «Aquí creemos que es un rasgo alegórico, como las demás comparaciones del salmo, y que equivale a estar oculto bajo las alas o protección de Yahweh (17:8).» En todo caso, era tipo de la casa de nuestro Padre en el Cielo, en la cual hay muchas mansiones (Jn. 14:2: "Comentario Exegético-Devocional A Toda La Biblia." Editorial CLIE).
El Señor ha salido como el Buen Pastor en busca nuestra, que vivíamos como ovejas descarriadas, lejos de su presencia. Y Él nos ha conducido a las aguas bautismales para llenarnos de la fuerza de su Espíritu, para que podamos caminar, ya no tras las obras de la maldad, sino tras las obras del bien que proceden de Dios. Él nos ha sentado a su mesa para hacernos partícipes del banquete de salvación que ha preparado con su Cuerpo y con su Sangre, para que quienes nos alimentemos de Él entremos en comunión de Vida con el Señor y, transformados en Él seamos testigos de su amor para todos los pueblos. Él ha derramado en nosotros su Espíritu Santo para que, ungidos por Él, seamos constructores de su Reino, iniciándolo ya desde esta vida. Así, nosotros, hechos hijos de Dios y teniendo al mismo Dios como Pastor de nuestra vida, somos conducidos por Él para que vivamos en la Casa del Señor por años sin término. A esa meta final es a la que aspiramos quienes somos hombres de fe en Cristo; que Dios nos conceda no perder el rumbo que nos hará llegar sanos y salvos a su Reino celestial.
Hemos sido bautizados e injertados en Cristo Jesús. Su Vida y su Espíritu son nuestra Vida y nuestro Espíritu. Él mismo se convierte para nosotros en pan de Vida eterna, sentándonos a su Mesa para que en adelante ya no vivamos para nosotros mismos, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó. Hechos uno en y con Cristo, el Señor sigue estando presente en el mundo por medio nuestro, que, como siervos fieles, trabajamos por su Reino. No confiamos en nuestras débiles fuerzas, sino en su gracia salvadora. Por eso el Señor es el único que nos da seguridad. Perseveremos firmes en su presencia y dejemos que su bondad y su misericordia nos acompañen todos los día de nuestra vida; de tal forma que, fortalecidos por Él, algún día podamos llegar a vivir en su casa por años sin término. Sabemos que continuamente seremos sometidos a prueba; y que muchas veces parecería como que el Señor nos hubiese abandonado. Sin embargo, aún en las cañadas oscuras, sigamos confiando en Aquel que nos ama y que nos quiere conducir sanos y salvos a su Reino celestial.
3. En el Evangelio (Mt 15, 29-37) Jesús está en un lugar desértico, sin comida para tanta gente como lo escuchaba: “tengo compasión de estas gentes, porque hace ya tres días que perseveran conmigo y no tienen que comer y no quiero despedirles en ayunas, para que no desfallezcan en el camino”. Recuerdo una novela de Marlo Morlan, “Las voces del desierto”, que narra de un viaje por el interior de Australia, junto a una tribu de aborígenes. Al inicio del viaje, es invitada a ponerse ropa adecuada, y ve con horror como todas sus pertenencias son echadas al fuego. Jesús vive en contacto con la naturaleza, no llevan un “camión almacén” con provisiones, no necesita nada; la ecología es uno de los muchos aspectos bellos del Evangelio. En la citada novela se puede leer: “Sólo cuando se haya talado el último árbol, sólo cuando se haya envenenado el último río, sólo cuando se haya pescado el último pez; sólo entonces descubrirás que el dinero no es comestible”. De alguna forma, en el desierto la ausencia de todo lo superfluo purifica, y la protagonista va aprendiendo a comer de todo, resistir el cansancio y el dolor al andar descalza por la arena quemada. Al contrario de una sociedad de la previsión y de querer controlarlo todo, ellos viven al día, toman de la naturaleza lo que necesitan, cuidando del ecosistema. Forman parte de un “Todo” en que todos somos de Dios, y Él proveerá. No hay que dejar de hacer las cosas por el miedo: “el único modo de superar una prueba es realizarla. Es inevitable”, dice otro de los personajes que viven en ese retiro (“walkabout”) en medio del desierto australiano (“outback”). Allí se vive la liberación de ciertos objetos, incluso de ciertas formas de creencia que no ayudan a nuestra vida auténtica. Así, sin esas formas de egoísmo y con la mente abierta, la transparencia y sinceridad viene la apertura a los demás, la empatía, y según algunos cierta forma de telepatía, de comunicación sin ni siquiera palabras. Para ello hay que vivir el desierto interior, perdonar las ofensas, sabernos perdonar a nosotros mismos, quedar a la espera. Hoy hemos olvidado esa interioridad, ese “hacer desierto”, y la falta de reflexión lleva a depender de las circunstancias, y al no poseerse a uno mismo esto genera miedo, genera amenazas para controlar a los demás, y la seguridad de los Estados funciona a base de amenazas sobre otros países, volviendo así al reino animal donde la amenaza desempeña un papel importante para la supervivencia. Pero si conocemos la providencia divina no podemos tener miedo, la fe y el miedo son incompatibles (si la fe es auténtica). En cambio, el tener cosas genera cada vez más miedo de perderlas, al final sólo se vive para tener cosas. En el desierto, la oración surge simple desde el corazón: “Señor, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que sí puedo, y la sabiduría para apreciar la diferencia”; todo es una oportunidad para el enriquecimiento espiritual. Es lo que recordamos hoy: “Llega el Señor y no tardará; iluminará los secretos de las tinieblas y se manifestará a todos los pueblos” (Antífona entrada, Ha 2, 3; 1 Cor 4, 5).
Así como el Pueblo de Israel esperó la venida del Salvador durante miles de años, y vivió su desierto, también nosotros hemos de tener un desierto interior en el que limpiemos nuestro interior. ¡Cuántos descaminos, cuánta inutilidad en pensamientos, cuántas omisiones! La plenitud de los tiempos, ese momento tan especial del encarnarse de Dios, la alegría de la Navidad, nos ha de coger atentos, bien dispuestos: gozosos en esa espera, ya que “¡El Señor está cerca!” En Adviento de 1980, Juan Pablo II en sus catequesis tradicionales en las parroquias de Roma la tarde de los domingos se dirigió a dos mil niños con estas palabras: -“¿Cómo os preparáis para la Navidad?”
-“Con oración” -le responden a gritos.
- “Bien, con la oración -les dice el Papa-, pero también con la Confesión. Tenéis que confesaros para acudir después a la Comunión. ¿Lo haréis?”
- “¡Lo haremos!, le responden con voz todavía más fuerte.
- “Sí, debéis hacerlo”. Y luego les dice como confidencialmente: “El Papa también se confesará para recibir dignamente al Niño-Dios”.
Jesús ha nacido en Belén precisamente para revelarnos la verdad salvífica, para darnos la vida de la gracia, seguía diciendo el Papa: “¡Empeñaos en ser siempre partícipes de la vida divina infundida en nosotros por el Bautismo. Vivir en gracia es dignidad suprema, es alegría inefable, es garantía de paz, es ideal maravilloso”; y ¡qué bueno es este Dios que nos perdona siempre! En el desierto australiano, las nubes de moscas parecen asaltar al viajero, pero lo limpian como lo hiciera el agua. Muchas cosas malas, como el veneno de las serpientes, tienen una utilidad buena, medicinal. Todo tiene un sentido, si sabemos poner cada cosa en su sitio. Hasta lo malo adquiere un valor bueno, aunque sólo sea por la experiencia que nos ayuda a mejorar.
Y luego viene la multiplicación de los panes y peces: si ponemos de nuestra parte, el Señor viene y nos da la Sagrada Comunión: es la Navidad de todos los días. Si queremos... Dice San Josemaría Escrivá (Forja, n.548): "Ha llegado el Adviento. ¡Qué buen tiempo para remozar el deseo, la añoranza, las ansias sinceras por la venida de Cristo!, ¡por su venida cotidiana a tu alma en la Eucaristía! - "Ecce veniet!" -¡que está al llegar!, nos anima la Iglesia".
Un modo muy especial de prepararnos es cuidar los detalles de amor, para recibir a Jesús, si podemos cada día. Él dispone la mesa, el milagro de la multiplicación de los panes. Santa María Esperanza nuestra, nos ayudará a recorrer este camino del Adviento usando esos medios (oración, Eucaristía), para disponer nuestra alma para la llegada del Señor.
-Muchas gentes fueron a Jesús llevando consigo cojos, ciegos, baldados, mudos y otros muchos enfermos. He ahí la pobre humanidad que corre tras de Ti, Señor. La lista de San Mateo es significativa, por la acumulación de miserias humanas. La atención de Dios va en primer lugar hacia éstos. La misericordia amorosa de Dios se interesa primero por los que sufren, por los pobres, por los enfermos. En este tiempo de Adviento, propio para reflexionar sobre la espera de Dios que se encuentra en el corazón de los hombres, es muy provechoso contemplar esta escena: "Jesús rodeado... Jesús acaparado... Jesús buscado... por los baldados, los achacosos.
-Y los pusieron a sus pies y El los curó. Es el signo de la venida del Mesías: el mal retrocede, la desgracia es vencida. ¿Es éste también el signo que yo mismo doy siempre que puedo? ¿Procuro también que el mal retroceda? Y mi simpatía, ¿va siempre hacia los desheredados? Mi plegaria y mi acción ¿caminan en este sentido?
-Entonces la multitud estaba asombrada... y glorificaron a Dios. La venida del Señor es una fiesta para los que sufren. Cuando Dios pasa deja una estela de alegría. ¿Me sucede lo mismo cuando trato de revelar a Dios? Sé muy bien, Señor, que las miserias materiales no suelen ser aliviadas hoy; quedan muchos baldados, ciegos, achacosos... Es una de las graves cuestiones de nuestra fe. Quiero creer, sin embargo, que Tu proyecto es suprimir todo mal. Quiero participar en él... con la esperanza de que por fin el mal desaparecerá. Y aun cuando desgraciadamente, las miserias físicas no puedan ser siempre suprimidas, creo que es posible a veces transfigurarlas un poco. Señor, da ese valor y esa transfiguración a todos los angustiados.
-Y Jesús, convocados sus discípulos, dijo: "Tengo compasión de estas turbas..." Jesús está visiblemente emocionado. Hay una emoción sensible en estas palabras. Contemplo este sentimiento tan humano en su corazón de hombre y en su corazón de Dios. Hoy todavía Jesús nos repite que se apiada y sufre con los que sufren. Si "llama a sus amigos", es para hacerles participar de su sentimiento. ¿Ante quiénes experimenta hoy Jesús lo mismo? ¿A quiénes quiere hacerles partícipes de su actitud de amor?
-"No tienen qué comer, y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino... ¿Cuántos panes tenéis?... El Señor nos invita a prestar atención al grave problema del hambre. Los que hoy tienen hambre. Todas las hambres: el hambre material, el hambre espiritual.
-Siete panes y algunos pececillos... Es de este "poco" que va a salir todo. Siete panes no es mucho para una muchedumbre. Es en el reparto fraterno que se encuentra la solución del hambre y en el amor siempre atento a los demás.
Jesús multiplica. Pero ello ha tenido un primer punto de partida humano, modesto y pequeño. A pesar de ver cuán insuficientes son mis pobres esfuerzos, ¿no debo, sin embargo, hacer ese esfuerzo? Señor, he aquí mis siete panes, ¡multiplícalos! (Noel Quesson).
En nadie mejor que en Jesús de Nazaret se han cumplido las promesas del profeta. Con él ha llegado la plenitud de los tiempos. También él, muchas veces, transmitía su mensaje de perdón y de salvación con la clave de comer y beber festivamente. En Caná convirtió el agua en vino generoso. Comió y bebió él mismo con muchas personas, fariseos y publicanos, pobres y ricos, pecadores y justos. Hoy hemos escuchado cómo multiplicó panes y peces para que todos pudieran comer. Y cuando quiso anunciar el Reino de Dios, lo describió más de una vez como un gran banquete preparado por Dios mismo. Jesús ofrece fiesta, no tristeza. Y fiesta es algo más que cumplir con unos preceptos o resignarse con unos ritos realizados rutinariamente.
a) Está bien que en medio de nuestra historia, llena de noticias preocupantes de cansancio y de dolor, resuenen estas palabras invitando a la esperanza, dibujando un cuadro optimista, que hasta nos puede parecer utópico. Podemos y debemos seguir leyendo a los profetas. No se han cumplido todavía sus anuncios: no reinan todavía ni la paz ni la justicia, ni la alegría ni la libertad. La obra de Cristo está inaugurada, pero no ha llegado a su maduración, que nos ha encomendado a nosotros.
La gracia del Adviento y de la Navidad, con su convocatoria y su opción por la esperanza, nos viene ofrecida precisamente desde nuestra historia concreta, desde nuestra vida diaria. Como a la gente que acudía a Jesús y que él siempre atendía: enfermos, tullidos, ciegos. Gente con un gran cansancio en su cuerpo y en su alma. ¿Como nosotros? Gente desorientada, con experiencia de fracasos más que de éxitos. ¿Como nosotros?
b) Tendríamos que «descongelar» lo que rezamos y cantamos. Cuando decimos «ven. Señor Jesús». deberíamos creerlo de veras. El Adviento no es para los perfectos, sino para los que se saben débiles y pecadores y acuden a Jesús, el Salvador. Él, como nos aseguran las lecturas de hoy, compadecido, enjugará lágrimas, dará de comer, anunciará palabras de vida y de fiesta y acogerá también a los que no están muy preparados ni motivados. No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos.
El Adviento nos invita a la esperanza ante todo a nosotros mismos. «Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara: celebremos y gocemos con su salvación». Para que acudamos con humildad a ese Dios que salva y convoca a fiesta. Nos invita a mirar con ilusión hacia delante, a los cielos nuevos y la tierra nueva que Cristo está construyendo.
c) Pero también podemos pensar: nosotros, los cristianos, con nuestra conducta y nuestras palabras, ¿contribuimos a que otros se sientan invitados a la esperanza? ¿enjugamos lágrimas, damos de comer, convocamos a fiesta, curamos heridas del cuerpo y del alma de los que nos rodean? ¿multiplicamos, gracias a nuestra acogida y buena voluntad, panes y peces, los pocos o muchos dones que tenemos nosotros o que tienen las personas con las que nos encontramos? Si es así, si mejoramos este mundo con nuestro granito de arena, seremos signos vivientes de la venida de Dios a nuestro mundo, y motivaremos que al menos algunas personas glorifiquen a Dios, como hicieron los que veían los signos de Jesús.
d) En la Eucaristía nos ofrece Jesús la mejor comida festiva: él mismo se nos hace presente y se ha querido convertir en alimento para nuestro camino. Si la celebramos bien, cada Misa es para nosotros orientación y consuelo, fortalecimiento y vida. Nunca mejor que en la Eucaristía podemos oír las palabras de Jesús: venid a mi los que estáis cansados. Y sentir que se cumple el anuncio del banquete escatológico: «dichosos los invitados a la cena del Cordero». La Eucaristía es garantía del convite final, en el Reino: «el que me come tiene vida eterna, yo le resucitaré el último día» (J. Aldazábal).
A una de las suaves colinas que bordean el mar de Galilea, subió un día Jesús y se sentó. El evangelista Mateo nos dice que le llevaron toda clase de enfermos y que él los curó provocando, claro está, la admiración de la gente que prorrumpía en alabanzas a Dios. Luego vino el banquete: ante la impotencia de los discípulos que no sabían de dónde sacar comida para tanta gente, Jesús pronuncia la acción de gracias sobre siete panes y unos pocos peces, los va entregando a los discípulos y éstos al gentío. Todos comieron, y se saciaron y recogieron siete canastos con las sobras. Es la realización de la visión de Isaías, porque Jesús es el Mesías y el salvador prometido, en él realiza Dios todas las promesas. No vale la pena que nos preguntemos cómo pudo Jesús hacer todo eso, si es verdad lo que nos cuenta el evangelista. Lo importante es que contemplemos la salvación en acto, fluyendo desde el monte santo de Dios, para alegrar la tierra, para salvarnos a todos los que sufrimos bajo el peso del pecado, del mal y de la muerte.
Es a nosotros los cristianos a quienes corresponde manifestar la verdad del evangelio. Ya comenzando casi un nuevo milenio sabemos por las estadísticas que todavía hay hambre en el mundo, entre tantísimos males. Que millones de seres humanos, muchos cientos de millones, no tienen alimentos suficientes para vivir una vida digna y sana. Mientras tanto, otros tenemos o tienen de sobra. Hasta llegar a destruir alimentos que no se consumen, además de que se gastan millones de millones en cosas superfluas, en sobrealimentación dañina. Sin mencionar los gastos de la muerte: en armas sobre todo; gastos que alcanzarían, dicen los especialistas, para erradicar definitivamente el hambre en el mundo.
Prepararnos para celebrar y conmemorar el nacimiento de Jesús es disponernos a escuchar su Palabra, a seguirle en su solidaridad con los pobres, a realizar junto con él la voluntad de Dios. A comprometernos a luchar contra tantos males que aquejan al mundo. No por culpa de Dios, sino por nuestros pecados que son, radicalmente, de egoísmo (J. Mateos-F. Camacho).
Un Mesías misericordioso. Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: Me da lástima esta gente (Mateo 5, 7). Esta es la razón que tantas veces mueve el corazón del Señor. Llevado por su misericordia hará a continuación el espléndido milagro de la multiplicación de los panes. Y nosotros, para aprender a ser misericordiosos debemos fijarnos en Jesús, que viene a salvar lo que estaba perdido, a cargar nuestras miserias para salvarnos de ellas, a compadecerse de los que sufren y de los necesitados. Este es el gran motivo para darse a los demás: ser compasivos y tener misericordia. Cada página del Evangelio es una muestra de la misericordia divina. La misericordia divina es la esencia de toda la historia de la salvación. Meditar en la misericordia del Señor nos ha de dar una gran confianza ahora y en la hora de nuestra muerte, como rezamos en el Ave María. Sólo en eso Señor. En tu misericordia se apoya toda mi esperanza. No en mis méritos, sino en tu misericordia.
De forma especial, el Señor muestra su misericordia con los pecadores: les perdona sus pecados. Nosotros, que estamos enfermos, que somos pecadores, necesitamos recurrir muchas veces a la misericordia divina: Muéstranos, Señor, tu misericordia. Y danos tu salvación (Salmo 84, 8), repite continuamente la Iglesia en este tiempo litúrgico. En tantas ocasiones, cada día, tendremos que acudir al Corazón misericordioso de Jesús y decirle: Señor, si quieres, puedes limpiarme (Mateo 8, 2). Esto nos impulsa a volver muchas veces al Señor, mediante el arrepentimiento de nuestras faltas y pecados, especialmente en el sacramento de la misericordia divina, que es la Confesión. Pero el Señor ha puesto una condición para obtener de Él compasión y misericordia por nuestros males y flaquezas: que también nosotros tengamos un corazón grande para quienes rodean. En la parábola del buen samaritano (cf San Agustín, La ciudad de Dios) nos enseña el Señor cuál debe ser nuestra actitud ante el prójimo que sufre: no nos está permitido “pasar de largo” con indiferencia, sino que debemos “pararnos” con compasión junto a él.
El campo de la misericordia es tan grande como el de la miseria humana que se trata de remediar. Y el hombre puede padecer miseria y calamidad en el orden físico, intelectual y moral. Por eso las obras de misericordia son innumerables, tantas como necesidades tiene el hombre. Nuestra actitud compasiva y misericordiosa ha de ser en primer lugar con aquellos con quienes Dios ha puesto a nuestro lado, especialmente con los enfermos. Nuestra Madre nos enseñará a tener un corazón misericordioso, como el de Ella (Francisco Fernández Carvajal, resumido por Tere Correa de Valdés).
Con que facilidad se nos cierra el camino a los hombres: ¿donde conseguiremos pan para toda esta multitud? Con mucha frecuencia se nos pierde de vista que Jesús es Dios. Si él mandaba dar de comer es porque el mismo proveería la manera de hacerlo. En nuestro día de trabajo, de estudio, de actividad, debemos tener siempre presente que Dios nos acompaña, que nunca está lejos; que lo que para nosotros parece imposible, para Dios no lo es. Dios utiliza nuestros pocos y pobres recursos para satisfacer la necesidades humanas y espirituales de todos los que lo van siguiendo. Pongamos a disposición del maestro nuestros recursos humanos y espirituales y dejemos que lo imposible se haga realidad delante de nuestros propios ojos (Ernesto María Caro).
El Evangelio hoy nos habla de cómo los paganos glorificaron al Dios de Israel, pues hasta ellos llegó Dios como el que se levanta victorioso sobre el pecado y la muerte y las diversas manifestaciones de muerte, como son las diversas enfermedades. Todo esto manifiesta un gesto del amor misericordioso de Dios para quienes vivían en tierra de sombras y de muerte. Es Cristo mismo quien expresa: me da lástima esta gente; no quiero despedirlos; no quiero que desmayen por el camino. Dios se hace fuente de salvación y fortaleza para todos los hombres de buena voluntad. Él, sentado en la cumbre del monte, prepara un festín suculento para todos los pueblos haciendo que siete panes y unos cuantos pescados alcancen para dar de comer a más de cuatro mil gentes, y que todavía se recojan siete canastos de sobras. Así anuncia que con su muerte bastará y sobrará para que, quien lo acepte a Él, participe del pan de vida, y que quien lo coma viva para siempre, pues Él lo resucitará en el último día. Cristo ha venido a nosotros como salvador y a saciar nuestra hambre y sed de justicia; ojalá y no lo rechacemos, sino que dejemos que habite en nosotros como en un templo y que su Espíritu guíe nuestros pasos por el camino del bien.
Reunidos para celebrar la Eucaristía, venimos al Monte Santo, que es Cristo, para disfrutar de la salvación y de los bienes eternos, que Él ha preparado para nosotros. El Señor nos hace participar del amor de Dios, pues entrando en comunión de vida con Él, hacemos nuestra la misma Vida que Él recibe de su Padre Dios. Y el Señor no se muestra tacaño con nosotros. Él mismo se nos da en plenitud. De nosotros depende quedarnos sólo como espectadores en su presencia, o sentarnos a su Mesa y alimentarnos, tanto de su Palabra, como de su Pan de Vida, que Él parte para nosotros. Dios, presente así en nuestra vida, se quiere convertir para nosotros en el Buen Pastor que nos alimenta, pero que al mismo tiempo, conduciéndonos por delante con su cruz, nos hace caminar como testigos de su amor y de su misericordia especialmente hacia los más desprotegidos y pecadores. Este es el compromiso que tenemos como Iglesia; ojalá y no lo echemos en un saco roto, sino que lo vivamos en plenitud.
Ojalá y no vayamos por la vida olvidándonos del Señor y alimentándonos sólo de las cosas temporales, que muchas veces oprimen nuestra mente y nuestro corazón. Dios quiere que arranquemos del mundo todo signo de dolor, de lágrimas y de afrentas. Dios no quiere que vengamos a la Celebración Eucarística, y que tal vez nos acerquemos a su Mesa, para después volver a los diversos ambientes en que se desarrolle nuestra vida a quitarles el alimento a los demás, a quitarles la paz, la alegría y la vida. Ojalá y la Iglesia de Cristo sea un lugar en el que todos encuentren colmadas sus esperanzas de construir un mundo más imbuido en el amor fraterno y solidario, más justo y más en paz. Ojalá y pongamos toda nuestra vida al servicio del bien y de la salvación de quienes nos rodean, pues Dios no quiere que actuemos con tacañerías en la proclamación de su Evangelio. Por eso no podemos decir que le dedicamos al Señor unos momentos de oración, y tal vez algunos momentos de apostolado a la semana, sino que toda nuestra vida se ha de convertir en un testimonio de bondad, de misericordia, de comunión y de solidaridad dado continuamente, ahí donde desarrollamos nuestras diversas actividades.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de ser motivo de esperanza en un mundo que necesita renovarse, día a día, en el amor de Cristo hasta lograr que, compartiendo lo que somos y tenemos, vivamos en un fundo más justo y más fraterno, signo de la presencia del Reino de Dios entre nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com).
La Iglesia en su liturgia pone en nuestros labios esta exclamación: «Ven, Señor, no tardes. Ilumina lo que esconden las tinieblas y manifiéstate a todos los pueblos» (Hab 2,3; 1 Cor 4,5). La oración colecta (Gelasiano) pide al Señor que El mismo prepare nuestros corazones, para que cuando llegue Jesucristo, su Hijo, nos encuentre dignos del festín eterno, y merezcamos recibir de sus manos, como alimento celeste, la recompensa de la gloria.
Jesús cura a muchos enfermos y multiplica los panes. Jesucristo tiene predilección por los pobres, por los oprimidos, por los enfermos. Nos lo dice el Evangelio de hoy. También nosotros nos encontramos entre ellos: nos hemos hecho cojos por el apego a las criaturas, lisiados por el amor propio, ciegos por el orgullo, mudos por la soberbia y hemos contraído otras enfermedades espirituales. Hemos de pensar que solo Él es quien sana y que los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía han sido instituidos para esto. Miremos a Jesús, cómo se compadece de la multitud que le sigue sin acordarse del sustento necesario. Y cómo realiza el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, que es símbolo de la Eucaristía, como lo ha entendido toda la tradición de la Iglesia. En la Santa Misa hemos de integrarnos, con todo lo que somos y tenemos, en las necesidades de nuestros hermanos. Hemos de ayudarlos. La ofrenda de nuestras acciones, de nuestros sufrimientos, de nuestras alegrías, de nuestro trabajo, durante la celebración eucarística vienen a ser parte integrante del sacrificio, unidos nosotros a Cristo, teniendo sus mismos sentimientos. Hemos de participar en la Santa Misa con mente y corazón, con plena disponibilidad, para identificar siempre nuestra voluntad con la voluntad de Dios (Manuel Garrido Bonaño).
Isaías 25,6-10a. Aquel día, el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones. Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo lo alejará de todo el país. -Lo ha dicho el Señor-. Aquel día se dirá: «Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación. La mano del Señor se posará sobre este monte.»
Salmo 22,1-3a.3b-4.5.6. R. Habitaré en la casa del Señor por años sin término.
El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas.
Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término.
Evangelio según san Mateo 15,29-37. En aquel tiempo, Jesús, bordeando el lago de Galilea, subió al monte y se sentó en él. Acudió a él mucha gente llevando tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y muchos otros; los echaban a sus pies, y él los curaba. La gente se admiraba al ver hablar a los mudos, sanos a los lisiados, andar a los tullidos y con vista a los ciegos, y dieron gloria al Dios de Israel. Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: «Me da lástima de la gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que se desmayen en el camino.» Los discípulos le preguntaron: -«¿De dónde vamos a sacar en un despoblado panes suficientes para saciar a tanta gente?» Jesús les preguntó: -«¿Cuántos panes tenéis?» Ellos contestaron: - «Siete y unos pocos peces.» Él mandó que la gente se sentara en el suelo. Tomó los siete panes y los peces, dijo la acción de gracias, los partió y los fue dando a los discípulos, y los discípulos a la gente. Comieron todos hasta saciarse y recogieron las sobras: siete cestas llenas.
Comentario: 1.- Is 25, 6-10a. (ver domingo 28 A). -Aquel día, el Señor, Dios del universo, preparará, sobre su montaña, un banquete de manjares muy condimentados y de vinos embriagadores, un banquete de platos suculentos y de vinos depurados...
En las costumbres orientales y bíblicas el banquete forma parte del ritual de entronización de los reyes. Con frecuencia la magnificencia en el aderezo de la mesa, la calidad de los manjares y de los vinos eran el signo del poder de un rey, y muy particularmente eran el modo de celebrar una victoria.
También nosotros festejamos nuestras alegrías en familia con una comida más exquisita. Para anunciar los tiempos mesiánicos, Dios anuncia que será el anfitrión de su propia mesa. Jesús hizo de la comida el signo de su gracia. ¿Me doy cuenta de que en la eucaristía Dios me recibe en su propia mesa? ¿Es una comida gozosa, una fiesta? ¿Tengo algo a conmemorar o a celebrar cuando voy a misa? ¿Valoro la acción de gracias?
-Para todos los pueblos... sobre toda la faz de la tierra... Ese universalismo, es sorprendente para aquella época. Un Mesías no reservado exclusivamente al pueblo de Israel. Un Mesías cuyos beneficios se extenderán sobre toda la humanidad: promesa divina... ¡Señor, ensancha nuestros corazones hasta la dimensión del mundo entero! ¿Es para mí un sufrimiento pensar que todavía HOY son muchos los hombres que ignoran esa buena nueva?
-Apartará de los rostros el velo que cubría todos los pueblos y el sudario que envolvía las naciones. Destruirá la muerte para siempre. Efectivamente, Dios celebra una victoria al invitarnos a ese festín gozoso. En la victoria sobre la «muerte». El enemigo. La muerte es la gran obsesión de la humanidad, el gran fracaso, el gran absurdo, el símbolo de la fragilidad y del sufrimiento. Es también la gran objeción que hacen los hombres a Dios: si Dios existe, ¿por qué hay ese mal? Debemos escuchar la pregunta y también la respuesta de Dios. Hay que darle tiempo, saber esperar su respuesta. «El Señor quitará el sudario que envolvía los pueblos». ¡Tal es su promesa, su palabra de honor! «El Señor destruirá la muerte para siempre.» Tal es la buena nueva de Jesucristo. Comenzada en Jesucristo y celebrada en cada misa. Cada eucaristía, ¿es para mí una comida de victoria sobre la muerte? Proclamamos tu muerte, Señor, celebramos tu resurrección.
-El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros. ¡Lo ha prometido! ¡Admirable imagen! Dios... enjugará... las lágrimas... de los rostros de todos los hombres! ¡Señor, cuán reconfortante será ese día! Lo espero en la Fe y, en la espera de ese día procuraré consolar algunas lágrimas del rostro de mis hermanos.
-Se dirá aquel día: ¡Ahí tenéis a nuestro Dios, en El esperábamos y nos ha salvado... exultemos, alegrémonos, porque nos ha salvado! La muerte no es el final del hombre, no es su fin. El fin es la exultación, la alegría, la salvación. Esto es lo que Dios quiere, lo que Dios nos ha preparado (Noel Quesson).
El poema de Isaías ofrece un anuncio optimista: después de la victoria, Dios invitará a todos los pueblos, en el monte Sión, a un banquete de manjares suculentos, de vinos generosos, al final de los tiempos. No quiere ver lágrimas en los ojos de nadie. Se ha acabado la violencia y la opresión. Así ven la historia los ojos de Dios. Con toda la carga poética y humana que tiene la imagen de una comida festiva y sabrosa, regada con vinos de solera, que es una de las que más expresivamente nos ayuda a entender los planes de Dios, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. La comida alimenta, restaura fuerzas, llena de alegría, une a los comensales entre sí y con el que les convida.
En Sión, finalmente, Dios preparará un banquete que dará vida eterna a todos los hombres. Mediante la muerte de Cristo, quienes lo acepten como Señor, Salvador y Mesías en su vida, participarán de la salvación que Dios ofrece a todos los hombres; salvación hecha realidad a costa de la muerte redentora del Salvador. Él se convierte para nosotros en pan de vida; Él nos sienta a su mesa para que participemos del banquete-sacrifico que Él mismo ha preparado. Hechos uno con Cristo; unidos por un sólo Espíritu, formamos el Cuerpo del Señor del que Él es Cabeza. Si nosotros vivimos a plenitud este compromiso que brota de nuestra fe en Él, viviremos como hermanos, libres del llanto, del sufrimiento, de la persecución y de los asesinatos. Más todavía, gracias a Jesús, resucitado de entre los muertos, quienes participamos de su Vida y de su Espíritu, sabemos que la muerte no tendrá en nosotros ningún dominio, pues, aun cuando tengamos que pasar por ella, no nos detendremos en ella, sino que, destruida la muerte, viviremos para Dios eternamente. No desaprovechemos esta gracia que Dios nos ha ofrecido en Cristo Jesús, su Hijo hecho uno de nosotros.
La Iglesia, signo de la presencia amorosa de Cristo en el mundo, se esfuerza continuamente por hacer desaparecer la tristeza, el llanto, el hambre y la afrenta que envolvían a muchas personas. Nos alegramos por todo aquello que realizan a favor de los demás muchos miembros de la Iglesia, que se despojan, incluso, de su propia vida, para que los demás disfruten de una vida digna. No es la simple filantropía la que los mueve, sino el amor hacia Cristo, presente especialmente en los pobres, desvalidos y desprotegidos. Así la Iglesia es el monte desde el que el Señor reparte a manos llenas todos los dones de su amor a favor de la humanidad entera. Sin embargo tenemos que lamentar que muchos viven todavía como si no conocieran a Dios, pues continúan siendo ocasión de sufrimiento para los demás. Por eso el Señor nos invita a confrontar nuestra vida con la vocación a la que hemos sido llamados, y que hoy nos ha recordado, haciéndonos ver qué es aquello que Él ofrece al mundo por medio nuestro. A partir de entonces hemos de iniciar un auténtico camino de conversión para que el Señor nos salve, y nos ponga en camino como testigos de su amor y de su misericordia.
El Señor dispondrá un festín para todos los pueblos. Es lo que anuncia el profeta Isaías: Dios, vencidos los enemigos, dispone un banquete abundante, regio, e invita a todos los hombres. A los invitados les hace el regalo de su presencia personal, quitando el velo que les impide contemplarlo: «es un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera, manjares enjundiosos, vinos generosos». La imagen que nos presenta el profeta es un pálido reflejo de lo que realmente preparó Jesucristo con la Eucaristía, que nos dispone al banquete de la gloria eterna. «El Señor mostró su benignidad y nuestra tierra ha producido su fruto». Consoladora promesa para los que se preparan a la solemnidad de Navidad. En la comunión eucarística nos da Dios Padre su benignidad: una gran festín de manjar exquisito, Jesucristo, el Salvador, su muy amado Hijo. Jesucristo se hace nuestro alimento y nos da su carne y su sangre, su espíritu y su vida. Con la fuerza de la sagrada comunión, la tierra de nuestra alma produce sus frutos: la virtud, la santidad, la unión con Dios. La Iglesia nos llama a esta inestimable fuente de santificación, que es el banquete eucarístico. El llanto y el dolor desaparecen. El pan que Jesús reparte a la multitud anticipa el banquete en que Él se entrega a Sí mismo en comida a los invitados.
2. –Salmo 22: Ante la manifestación de la ternura de Dios que nos prepara un lugar en el banquete eucarístico y escatológico de su Hijo bien amado, la liturgia de hoy reza con el salmista: «Habitaré en la casa del Señor por años sin término». El Señor es nuestro Pastor. Con él nada nos falta. Nos hace recostar en verdes praderas, nos conduce hacia fuentes tranquilas y repara nuestras fuerzas. Nos guía por senderos justos. El camina con nosotros y con él nada tememos. Su vara y su cayado nos sosiegan. Prepara una mesa ante nosotros enfrente de nuestros enemigos, nos unge la cabeza con perfume y nuestra copa rebosa. Su bondad y su misericordia nos acompañan todos nuestros días. El salmo prolonga la perspectiva: el Pastor, Dios, nos lleva a pastos verdes, repara nuestras fuerzas, nos conduce a beber en fuentes tranquilas, nos ofrece su protección contra los peligros del camino. "Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida».
En este breve, pero delicioso salmo, bien conocido de los creyentes. I. El salmista reconoce en Yahweh a su pastor (v. 1). II. Narra sus experiencias de las bondades que ha tenido para él este divino pastor (vv. 2, 3, 5). III. Infiere de aquí que no ha de faltarle ninguna cosa buena (v. 1), que no tiene por qué temer ninguna cosa mala (v. 4) y que Dios nunca le abandonará en el camino de la misericordia; por lo que él resuelve no abandonar jamás a Dios en el camino del deber (v. 6).
Por ser Yahweh su pastor, infiere David que no le ha de faltar ninguna cosa que sea realmente buena para él (v. 1). También David fue pastor en su juventud. En 78:70,71, nos dice Asaf que «Dios sacó a David de los apriscos del rebaño; de detrás de las ovejas lo trajo.» Sabía, pues, por experiencia la preocupación y el afecto que un buen pastor siente hacia su rebaño. Recordaba la necesidad que de un tal pastor tienen las ovejas y que una vez había arriesgado la vida propia por salvar la de un cordero. Con esto ilustra el cuidado y el interés que tiene Dios por los suyos; y a esto parece referirse nuestro Salvador cuando dice: «Yo soy el buen pastor» (Jn. 10:11). El trae las ovejas al redil y las provee de todo lo necesario. Debemos conocer la voz de tal pastor y seguirle. Al considerar David que Yahweh es su pastor, bien puede decir con toda confianza:
«Nada me faltará», es decir, «de nada careceré». Si no tenemos algo que desearíamos tener, podemos concluir o que nos es dañoso o que lo tendremos a su debido tiempo.
Al considerar la bondad con que Yahweh, como buen pastor, cuida de él, infiere David que no tiene motivos para temer ningún mal en medio de las mayores dificultades y de los más graves peligros en que se pueda encontrar (vv. 2-4). Véase aquí la dicha de los santos como ovejas del prado de Dios:
(A) Están bien situadas: «En lugares de delicados pastos me hará descansar» (v. 2a). De la mano de Dios nuestro Padre tenemos el pan de cada día. La mayor abundancia es para el perverso un pasto seco, sin gusto, cuando sólo busca en él el placer de los sentidos; en cambio, para el hijo de Dios, que gusta la bondad de Dios en todo lo que disfruta, es un pasto delicado, delicioso, aun cuando tenga poca cosa del mundo (37:16; Pr. 16, 17). Dios hace que sus santos puedan reposar, pues les da paz de conciencia y contentamiento de corazón, cualquiera sea la suerte que les quepa en este mundo; el alma de los buenos descansa a gusto en el Señor, y eso hace que todos los pastos les resulten frescos y deliciosos.
(B) Van bien conducidas: «Junto a aguas de reposo me pastoreará» (v. 2b). Quienes se alimentan de la bondad de Dios, la dirección de Dios han de seguir: El les dirige los ojos, el camino y el corazón, hacia su amor. Dios provee para su pueblo, no sólo pasto y descanso, sino también refrigerio y placer santo. Dirige a los suyos, no a las aguas estancadas, que se corrompen y recogen suciedad, ni a las aguas bravías y encrespadas del mar, sino a las aguas silenciosas de los arroyos, porque las aguas de reposo que, sin embargo, fluyen silenciosas sin cesar, son las más aptas para representar la comunión espiritual de quienes caminan sin cesar hacia Dios, pero lo Hacen en silencio. «Me guiará por sendas de justicia», añade David (v. 3b), por el camino del deber, en el que me instruye por medio de su palabra, y me conduce por medio de su providencia. El camino del deber es el camino del verdadero placer, pero en estas sendas no somos capaces de caminar, a menos que El nos guíe a ellas y nos guíe en ellas.
(C) Van bien cuidadas cuando algo anda mal: «Confortará (o restaurará) mi alma» (v. 3a). Cuando, después de cierto pecado, su propio corazón hirió a David, y cuando después de otro pecado más serio, Natán fue enviado a decirle: «Tú eres ese hombre», Dios le restauró el alma.
Aun cuando permita Dios que los suyos caigan en pecado, no permite que yazcan tranquilos en el pecado. «Aunque pase por valle de sombra de muerte», es decir, por un valle tenebroso, expuesto al asalto de fieras y ladrones, «no temeré mal alguno» (v. 4). Hay aquí cuatro palabras que atenúan el terror:
(A) No se trata de muerte, sino de sombra de muerte, sombra sin cuerpo, figura sin realidad; ni la sombra de una serpiente pica, ni la sombra de una espada mata.
(B) Es valle de sombra, bastante profundo como para ser tenebroso, pero los valles son también fructíferos, como lo es aun la misma muerte para los piadosos hijos de Dios (Fil. 1:21).
(C) Es un pasar, como un corto paseo.
(D) Y es un pasar por el valle, no se perderán en el valle, sino que saldrán a salvo al monte de especias aromáticas que hay al otro lado. No hay allí mal alguno para el hijo de Dios, pues ni la muerte puede separarnos del amor de Dios (Ro. 8:38). El buen pastor, no sólo conduce, sino que escolta, a sus ovejas a través del valle. Su presencia las anima: «porque tú estarás conmigo». La vara y el cayado del final del versículo no son sinónimos. La vara es un palo recio que el pastor de Palestina usa todavía para defenderse a sí mismo y a sus ovejas, mientras que el cayado es un báculo más largo, no tan recio, curvado muchas veces en un extremo, que el pastor usa para conducir a las ovejas y para apoyarse él mismo en el suelo. Por Lv. 27:32, vemos que el pastor contaba las ovejas bajo la vara (Hebr. shábet).
De los beneficios que la generosidad de Dios le ha concedido, infiere David la constancia y perpetuidad de las misericordias de Yahweh (vv. 5-6): «Aderezarás mesa delante de mí en presencia de mis adversarios; tú me provees de todo lo necesario para mi alma y para mi cuerpo, no sólo en el tiempo, sino por toda la eternidad: alimento conveniente, una mesa bien preparada, bien llena la copa: mi copa está rebosando, de forma que no sólo tengo para mí, sino también para mis amigos». «Ungiste mi cabeza con aceite, como buen anfitrión» (v. Lc. 7:46). Al principio había dicho (v 1): «Nada me faltará»; pero ahora habla de forma positiva (v. 6): «Ciertamente la bondad y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida.» Dice Ryrie: «David se ve a sí mismo, no sólo como a un huésped-para-un-día, sino como recipiendario del pacto de Dios: de la bondad perpetua suya.» «Me seguirán», dice David, como el agua de la roca seguía al campamento de Israel por el desierto (1 Co. 10:4). «Me seguirán todos los días de mi vida, porque al que Dios ama, le ama hasta el final y hasta el extremo» (Jn. 13:1). «Ciertamente será así: la bondad y la misericordia que me han seguido hasta aquí, me seguirán también en adelante hasta el final.» «La casa de Yahweh» significa comúnmente el santuario; a veces, toda la Tierra Prometida (Jer. 12:7; Os. 8:1; 9:8, 15; Zac. 9:8). Dice Arconada: «Aquí creemos que es un rasgo alegórico, como las demás comparaciones del salmo, y que equivale a estar oculto bajo las alas o protección de Yahweh (17:8).» En todo caso, era tipo de la casa de nuestro Padre en el Cielo, en la cual hay muchas mansiones (Jn. 14:2: "Comentario Exegético-Devocional A Toda La Biblia." Editorial CLIE).
El Señor ha salido como el Buen Pastor en busca nuestra, que vivíamos como ovejas descarriadas, lejos de su presencia. Y Él nos ha conducido a las aguas bautismales para llenarnos de la fuerza de su Espíritu, para que podamos caminar, ya no tras las obras de la maldad, sino tras las obras del bien que proceden de Dios. Él nos ha sentado a su mesa para hacernos partícipes del banquete de salvación que ha preparado con su Cuerpo y con su Sangre, para que quienes nos alimentemos de Él entremos en comunión de Vida con el Señor y, transformados en Él seamos testigos de su amor para todos los pueblos. Él ha derramado en nosotros su Espíritu Santo para que, ungidos por Él, seamos constructores de su Reino, iniciándolo ya desde esta vida. Así, nosotros, hechos hijos de Dios y teniendo al mismo Dios como Pastor de nuestra vida, somos conducidos por Él para que vivamos en la Casa del Señor por años sin término. A esa meta final es a la que aspiramos quienes somos hombres de fe en Cristo; que Dios nos conceda no perder el rumbo que nos hará llegar sanos y salvos a su Reino celestial.
Hemos sido bautizados e injertados en Cristo Jesús. Su Vida y su Espíritu son nuestra Vida y nuestro Espíritu. Él mismo se convierte para nosotros en pan de Vida eterna, sentándonos a su Mesa para que en adelante ya no vivamos para nosotros mismos, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó. Hechos uno en y con Cristo, el Señor sigue estando presente en el mundo por medio nuestro, que, como siervos fieles, trabajamos por su Reino. No confiamos en nuestras débiles fuerzas, sino en su gracia salvadora. Por eso el Señor es el único que nos da seguridad. Perseveremos firmes en su presencia y dejemos que su bondad y su misericordia nos acompañen todos los día de nuestra vida; de tal forma que, fortalecidos por Él, algún día podamos llegar a vivir en su casa por años sin término. Sabemos que continuamente seremos sometidos a prueba; y que muchas veces parecería como que el Señor nos hubiese abandonado. Sin embargo, aún en las cañadas oscuras, sigamos confiando en Aquel que nos ama y que nos quiere conducir sanos y salvos a su Reino celestial.
3. En el Evangelio (Mt 15, 29-37) Jesús está en un lugar desértico, sin comida para tanta gente como lo escuchaba: “tengo compasión de estas gentes, porque hace ya tres días que perseveran conmigo y no tienen que comer y no quiero despedirles en ayunas, para que no desfallezcan en el camino”. Recuerdo una novela de Marlo Morlan, “Las voces del desierto”, que narra de un viaje por el interior de Australia, junto a una tribu de aborígenes. Al inicio del viaje, es invitada a ponerse ropa adecuada, y ve con horror como todas sus pertenencias son echadas al fuego. Jesús vive en contacto con la naturaleza, no llevan un “camión almacén” con provisiones, no necesita nada; la ecología es uno de los muchos aspectos bellos del Evangelio. En la citada novela se puede leer: “Sólo cuando se haya talado el último árbol, sólo cuando se haya envenenado el último río, sólo cuando se haya pescado el último pez; sólo entonces descubrirás que el dinero no es comestible”. De alguna forma, en el desierto la ausencia de todo lo superfluo purifica, y la protagonista va aprendiendo a comer de todo, resistir el cansancio y el dolor al andar descalza por la arena quemada. Al contrario de una sociedad de la previsión y de querer controlarlo todo, ellos viven al día, toman de la naturaleza lo que necesitan, cuidando del ecosistema. Forman parte de un “Todo” en que todos somos de Dios, y Él proveerá. No hay que dejar de hacer las cosas por el miedo: “el único modo de superar una prueba es realizarla. Es inevitable”, dice otro de los personajes que viven en ese retiro (“walkabout”) en medio del desierto australiano (“outback”). Allí se vive la liberación de ciertos objetos, incluso de ciertas formas de creencia que no ayudan a nuestra vida auténtica. Así, sin esas formas de egoísmo y con la mente abierta, la transparencia y sinceridad viene la apertura a los demás, la empatía, y según algunos cierta forma de telepatía, de comunicación sin ni siquiera palabras. Para ello hay que vivir el desierto interior, perdonar las ofensas, sabernos perdonar a nosotros mismos, quedar a la espera. Hoy hemos olvidado esa interioridad, ese “hacer desierto”, y la falta de reflexión lleva a depender de las circunstancias, y al no poseerse a uno mismo esto genera miedo, genera amenazas para controlar a los demás, y la seguridad de los Estados funciona a base de amenazas sobre otros países, volviendo así al reino animal donde la amenaza desempeña un papel importante para la supervivencia. Pero si conocemos la providencia divina no podemos tener miedo, la fe y el miedo son incompatibles (si la fe es auténtica). En cambio, el tener cosas genera cada vez más miedo de perderlas, al final sólo se vive para tener cosas. En el desierto, la oración surge simple desde el corazón: “Señor, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que sí puedo, y la sabiduría para apreciar la diferencia”; todo es una oportunidad para el enriquecimiento espiritual. Es lo que recordamos hoy: “Llega el Señor y no tardará; iluminará los secretos de las tinieblas y se manifestará a todos los pueblos” (Antífona entrada, Ha 2, 3; 1 Cor 4, 5).
Así como el Pueblo de Israel esperó la venida del Salvador durante miles de años, y vivió su desierto, también nosotros hemos de tener un desierto interior en el que limpiemos nuestro interior. ¡Cuántos descaminos, cuánta inutilidad en pensamientos, cuántas omisiones! La plenitud de los tiempos, ese momento tan especial del encarnarse de Dios, la alegría de la Navidad, nos ha de coger atentos, bien dispuestos: gozosos en esa espera, ya que “¡El Señor está cerca!” En Adviento de 1980, Juan Pablo II en sus catequesis tradicionales en las parroquias de Roma la tarde de los domingos se dirigió a dos mil niños con estas palabras: -“¿Cómo os preparáis para la Navidad?”
-“Con oración” -le responden a gritos.
- “Bien, con la oración -les dice el Papa-, pero también con la Confesión. Tenéis que confesaros para acudir después a la Comunión. ¿Lo haréis?”
- “¡Lo haremos!, le responden con voz todavía más fuerte.
- “Sí, debéis hacerlo”. Y luego les dice como confidencialmente: “El Papa también se confesará para recibir dignamente al Niño-Dios”.
Jesús ha nacido en Belén precisamente para revelarnos la verdad salvífica, para darnos la vida de la gracia, seguía diciendo el Papa: “¡Empeñaos en ser siempre partícipes de la vida divina infundida en nosotros por el Bautismo. Vivir en gracia es dignidad suprema, es alegría inefable, es garantía de paz, es ideal maravilloso”; y ¡qué bueno es este Dios que nos perdona siempre! En el desierto australiano, las nubes de moscas parecen asaltar al viajero, pero lo limpian como lo hiciera el agua. Muchas cosas malas, como el veneno de las serpientes, tienen una utilidad buena, medicinal. Todo tiene un sentido, si sabemos poner cada cosa en su sitio. Hasta lo malo adquiere un valor bueno, aunque sólo sea por la experiencia que nos ayuda a mejorar.
Y luego viene la multiplicación de los panes y peces: si ponemos de nuestra parte, el Señor viene y nos da la Sagrada Comunión: es la Navidad de todos los días. Si queremos... Dice San Josemaría Escrivá (Forja, n.548): "Ha llegado el Adviento. ¡Qué buen tiempo para remozar el deseo, la añoranza, las ansias sinceras por la venida de Cristo!, ¡por su venida cotidiana a tu alma en la Eucaristía! - "Ecce veniet!" -¡que está al llegar!, nos anima la Iglesia".
Un modo muy especial de prepararnos es cuidar los detalles de amor, para recibir a Jesús, si podemos cada día. Él dispone la mesa, el milagro de la multiplicación de los panes. Santa María Esperanza nuestra, nos ayudará a recorrer este camino del Adviento usando esos medios (oración, Eucaristía), para disponer nuestra alma para la llegada del Señor.
-Muchas gentes fueron a Jesús llevando consigo cojos, ciegos, baldados, mudos y otros muchos enfermos. He ahí la pobre humanidad que corre tras de Ti, Señor. La lista de San Mateo es significativa, por la acumulación de miserias humanas. La atención de Dios va en primer lugar hacia éstos. La misericordia amorosa de Dios se interesa primero por los que sufren, por los pobres, por los enfermos. En este tiempo de Adviento, propio para reflexionar sobre la espera de Dios que se encuentra en el corazón de los hombres, es muy provechoso contemplar esta escena: "Jesús rodeado... Jesús acaparado... Jesús buscado... por los baldados, los achacosos.
-Y los pusieron a sus pies y El los curó. Es el signo de la venida del Mesías: el mal retrocede, la desgracia es vencida. ¿Es éste también el signo que yo mismo doy siempre que puedo? ¿Procuro también que el mal retroceda? Y mi simpatía, ¿va siempre hacia los desheredados? Mi plegaria y mi acción ¿caminan en este sentido?
-Entonces la multitud estaba asombrada... y glorificaron a Dios. La venida del Señor es una fiesta para los que sufren. Cuando Dios pasa deja una estela de alegría. ¿Me sucede lo mismo cuando trato de revelar a Dios? Sé muy bien, Señor, que las miserias materiales no suelen ser aliviadas hoy; quedan muchos baldados, ciegos, achacosos... Es una de las graves cuestiones de nuestra fe. Quiero creer, sin embargo, que Tu proyecto es suprimir todo mal. Quiero participar en él... con la esperanza de que por fin el mal desaparecerá. Y aun cuando desgraciadamente, las miserias físicas no puedan ser siempre suprimidas, creo que es posible a veces transfigurarlas un poco. Señor, da ese valor y esa transfiguración a todos los angustiados.
-Y Jesús, convocados sus discípulos, dijo: "Tengo compasión de estas turbas..." Jesús está visiblemente emocionado. Hay una emoción sensible en estas palabras. Contemplo este sentimiento tan humano en su corazón de hombre y en su corazón de Dios. Hoy todavía Jesús nos repite que se apiada y sufre con los que sufren. Si "llama a sus amigos", es para hacerles participar de su sentimiento. ¿Ante quiénes experimenta hoy Jesús lo mismo? ¿A quiénes quiere hacerles partícipes de su actitud de amor?
-"No tienen qué comer, y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino... ¿Cuántos panes tenéis?... El Señor nos invita a prestar atención al grave problema del hambre. Los que hoy tienen hambre. Todas las hambres: el hambre material, el hambre espiritual.
-Siete panes y algunos pececillos... Es de este "poco" que va a salir todo. Siete panes no es mucho para una muchedumbre. Es en el reparto fraterno que se encuentra la solución del hambre y en el amor siempre atento a los demás.
Jesús multiplica. Pero ello ha tenido un primer punto de partida humano, modesto y pequeño. A pesar de ver cuán insuficientes son mis pobres esfuerzos, ¿no debo, sin embargo, hacer ese esfuerzo? Señor, he aquí mis siete panes, ¡multiplícalos! (Noel Quesson).
En nadie mejor que en Jesús de Nazaret se han cumplido las promesas del profeta. Con él ha llegado la plenitud de los tiempos. También él, muchas veces, transmitía su mensaje de perdón y de salvación con la clave de comer y beber festivamente. En Caná convirtió el agua en vino generoso. Comió y bebió él mismo con muchas personas, fariseos y publicanos, pobres y ricos, pecadores y justos. Hoy hemos escuchado cómo multiplicó panes y peces para que todos pudieran comer. Y cuando quiso anunciar el Reino de Dios, lo describió más de una vez como un gran banquete preparado por Dios mismo. Jesús ofrece fiesta, no tristeza. Y fiesta es algo más que cumplir con unos preceptos o resignarse con unos ritos realizados rutinariamente.
a) Está bien que en medio de nuestra historia, llena de noticias preocupantes de cansancio y de dolor, resuenen estas palabras invitando a la esperanza, dibujando un cuadro optimista, que hasta nos puede parecer utópico. Podemos y debemos seguir leyendo a los profetas. No se han cumplido todavía sus anuncios: no reinan todavía ni la paz ni la justicia, ni la alegría ni la libertad. La obra de Cristo está inaugurada, pero no ha llegado a su maduración, que nos ha encomendado a nosotros.
La gracia del Adviento y de la Navidad, con su convocatoria y su opción por la esperanza, nos viene ofrecida precisamente desde nuestra historia concreta, desde nuestra vida diaria. Como a la gente que acudía a Jesús y que él siempre atendía: enfermos, tullidos, ciegos. Gente con un gran cansancio en su cuerpo y en su alma. ¿Como nosotros? Gente desorientada, con experiencia de fracasos más que de éxitos. ¿Como nosotros?
b) Tendríamos que «descongelar» lo que rezamos y cantamos. Cuando decimos «ven. Señor Jesús». deberíamos creerlo de veras. El Adviento no es para los perfectos, sino para los que se saben débiles y pecadores y acuden a Jesús, el Salvador. Él, como nos aseguran las lecturas de hoy, compadecido, enjugará lágrimas, dará de comer, anunciará palabras de vida y de fiesta y acogerá también a los que no están muy preparados ni motivados. No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos.
El Adviento nos invita a la esperanza ante todo a nosotros mismos. «Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara: celebremos y gocemos con su salvación». Para que acudamos con humildad a ese Dios que salva y convoca a fiesta. Nos invita a mirar con ilusión hacia delante, a los cielos nuevos y la tierra nueva que Cristo está construyendo.
c) Pero también podemos pensar: nosotros, los cristianos, con nuestra conducta y nuestras palabras, ¿contribuimos a que otros se sientan invitados a la esperanza? ¿enjugamos lágrimas, damos de comer, convocamos a fiesta, curamos heridas del cuerpo y del alma de los que nos rodean? ¿multiplicamos, gracias a nuestra acogida y buena voluntad, panes y peces, los pocos o muchos dones que tenemos nosotros o que tienen las personas con las que nos encontramos? Si es así, si mejoramos este mundo con nuestro granito de arena, seremos signos vivientes de la venida de Dios a nuestro mundo, y motivaremos que al menos algunas personas glorifiquen a Dios, como hicieron los que veían los signos de Jesús.
d) En la Eucaristía nos ofrece Jesús la mejor comida festiva: él mismo se nos hace presente y se ha querido convertir en alimento para nuestro camino. Si la celebramos bien, cada Misa es para nosotros orientación y consuelo, fortalecimiento y vida. Nunca mejor que en la Eucaristía podemos oír las palabras de Jesús: venid a mi los que estáis cansados. Y sentir que se cumple el anuncio del banquete escatológico: «dichosos los invitados a la cena del Cordero». La Eucaristía es garantía del convite final, en el Reino: «el que me come tiene vida eterna, yo le resucitaré el último día» (J. Aldazábal).
A una de las suaves colinas que bordean el mar de Galilea, subió un día Jesús y se sentó. El evangelista Mateo nos dice que le llevaron toda clase de enfermos y que él los curó provocando, claro está, la admiración de la gente que prorrumpía en alabanzas a Dios. Luego vino el banquete: ante la impotencia de los discípulos que no sabían de dónde sacar comida para tanta gente, Jesús pronuncia la acción de gracias sobre siete panes y unos pocos peces, los va entregando a los discípulos y éstos al gentío. Todos comieron, y se saciaron y recogieron siete canastos con las sobras. Es la realización de la visión de Isaías, porque Jesús es el Mesías y el salvador prometido, en él realiza Dios todas las promesas. No vale la pena que nos preguntemos cómo pudo Jesús hacer todo eso, si es verdad lo que nos cuenta el evangelista. Lo importante es que contemplemos la salvación en acto, fluyendo desde el monte santo de Dios, para alegrar la tierra, para salvarnos a todos los que sufrimos bajo el peso del pecado, del mal y de la muerte.
Es a nosotros los cristianos a quienes corresponde manifestar la verdad del evangelio. Ya comenzando casi un nuevo milenio sabemos por las estadísticas que todavía hay hambre en el mundo, entre tantísimos males. Que millones de seres humanos, muchos cientos de millones, no tienen alimentos suficientes para vivir una vida digna y sana. Mientras tanto, otros tenemos o tienen de sobra. Hasta llegar a destruir alimentos que no se consumen, además de que se gastan millones de millones en cosas superfluas, en sobrealimentación dañina. Sin mencionar los gastos de la muerte: en armas sobre todo; gastos que alcanzarían, dicen los especialistas, para erradicar definitivamente el hambre en el mundo.
Prepararnos para celebrar y conmemorar el nacimiento de Jesús es disponernos a escuchar su Palabra, a seguirle en su solidaridad con los pobres, a realizar junto con él la voluntad de Dios. A comprometernos a luchar contra tantos males que aquejan al mundo. No por culpa de Dios, sino por nuestros pecados que son, radicalmente, de egoísmo (J. Mateos-F. Camacho).
Un Mesías misericordioso. Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: Me da lástima esta gente (Mateo 5, 7). Esta es la razón que tantas veces mueve el corazón del Señor. Llevado por su misericordia hará a continuación el espléndido milagro de la multiplicación de los panes. Y nosotros, para aprender a ser misericordiosos debemos fijarnos en Jesús, que viene a salvar lo que estaba perdido, a cargar nuestras miserias para salvarnos de ellas, a compadecerse de los que sufren y de los necesitados. Este es el gran motivo para darse a los demás: ser compasivos y tener misericordia. Cada página del Evangelio es una muestra de la misericordia divina. La misericordia divina es la esencia de toda la historia de la salvación. Meditar en la misericordia del Señor nos ha de dar una gran confianza ahora y en la hora de nuestra muerte, como rezamos en el Ave María. Sólo en eso Señor. En tu misericordia se apoya toda mi esperanza. No en mis méritos, sino en tu misericordia.
De forma especial, el Señor muestra su misericordia con los pecadores: les perdona sus pecados. Nosotros, que estamos enfermos, que somos pecadores, necesitamos recurrir muchas veces a la misericordia divina: Muéstranos, Señor, tu misericordia. Y danos tu salvación (Salmo 84, 8), repite continuamente la Iglesia en este tiempo litúrgico. En tantas ocasiones, cada día, tendremos que acudir al Corazón misericordioso de Jesús y decirle: Señor, si quieres, puedes limpiarme (Mateo 8, 2). Esto nos impulsa a volver muchas veces al Señor, mediante el arrepentimiento de nuestras faltas y pecados, especialmente en el sacramento de la misericordia divina, que es la Confesión. Pero el Señor ha puesto una condición para obtener de Él compasión y misericordia por nuestros males y flaquezas: que también nosotros tengamos un corazón grande para quienes rodean. En la parábola del buen samaritano (cf San Agustín, La ciudad de Dios) nos enseña el Señor cuál debe ser nuestra actitud ante el prójimo que sufre: no nos está permitido “pasar de largo” con indiferencia, sino que debemos “pararnos” con compasión junto a él.
El campo de la misericordia es tan grande como el de la miseria humana que se trata de remediar. Y el hombre puede padecer miseria y calamidad en el orden físico, intelectual y moral. Por eso las obras de misericordia son innumerables, tantas como necesidades tiene el hombre. Nuestra actitud compasiva y misericordiosa ha de ser en primer lugar con aquellos con quienes Dios ha puesto a nuestro lado, especialmente con los enfermos. Nuestra Madre nos enseñará a tener un corazón misericordioso, como el de Ella (Francisco Fernández Carvajal, resumido por Tere Correa de Valdés).
Con que facilidad se nos cierra el camino a los hombres: ¿donde conseguiremos pan para toda esta multitud? Con mucha frecuencia se nos pierde de vista que Jesús es Dios. Si él mandaba dar de comer es porque el mismo proveería la manera de hacerlo. En nuestro día de trabajo, de estudio, de actividad, debemos tener siempre presente que Dios nos acompaña, que nunca está lejos; que lo que para nosotros parece imposible, para Dios no lo es. Dios utiliza nuestros pocos y pobres recursos para satisfacer la necesidades humanas y espirituales de todos los que lo van siguiendo. Pongamos a disposición del maestro nuestros recursos humanos y espirituales y dejemos que lo imposible se haga realidad delante de nuestros propios ojos (Ernesto María Caro).
El Evangelio hoy nos habla de cómo los paganos glorificaron al Dios de Israel, pues hasta ellos llegó Dios como el que se levanta victorioso sobre el pecado y la muerte y las diversas manifestaciones de muerte, como son las diversas enfermedades. Todo esto manifiesta un gesto del amor misericordioso de Dios para quienes vivían en tierra de sombras y de muerte. Es Cristo mismo quien expresa: me da lástima esta gente; no quiero despedirlos; no quiero que desmayen por el camino. Dios se hace fuente de salvación y fortaleza para todos los hombres de buena voluntad. Él, sentado en la cumbre del monte, prepara un festín suculento para todos los pueblos haciendo que siete panes y unos cuantos pescados alcancen para dar de comer a más de cuatro mil gentes, y que todavía se recojan siete canastos de sobras. Así anuncia que con su muerte bastará y sobrará para que, quien lo acepte a Él, participe del pan de vida, y que quien lo coma viva para siempre, pues Él lo resucitará en el último día. Cristo ha venido a nosotros como salvador y a saciar nuestra hambre y sed de justicia; ojalá y no lo rechacemos, sino que dejemos que habite en nosotros como en un templo y que su Espíritu guíe nuestros pasos por el camino del bien.
Reunidos para celebrar la Eucaristía, venimos al Monte Santo, que es Cristo, para disfrutar de la salvación y de los bienes eternos, que Él ha preparado para nosotros. El Señor nos hace participar del amor de Dios, pues entrando en comunión de vida con Él, hacemos nuestra la misma Vida que Él recibe de su Padre Dios. Y el Señor no se muestra tacaño con nosotros. Él mismo se nos da en plenitud. De nosotros depende quedarnos sólo como espectadores en su presencia, o sentarnos a su Mesa y alimentarnos, tanto de su Palabra, como de su Pan de Vida, que Él parte para nosotros. Dios, presente así en nuestra vida, se quiere convertir para nosotros en el Buen Pastor que nos alimenta, pero que al mismo tiempo, conduciéndonos por delante con su cruz, nos hace caminar como testigos de su amor y de su misericordia especialmente hacia los más desprotegidos y pecadores. Este es el compromiso que tenemos como Iglesia; ojalá y no lo echemos en un saco roto, sino que lo vivamos en plenitud.
Ojalá y no vayamos por la vida olvidándonos del Señor y alimentándonos sólo de las cosas temporales, que muchas veces oprimen nuestra mente y nuestro corazón. Dios quiere que arranquemos del mundo todo signo de dolor, de lágrimas y de afrentas. Dios no quiere que vengamos a la Celebración Eucarística, y que tal vez nos acerquemos a su Mesa, para después volver a los diversos ambientes en que se desarrolle nuestra vida a quitarles el alimento a los demás, a quitarles la paz, la alegría y la vida. Ojalá y la Iglesia de Cristo sea un lugar en el que todos encuentren colmadas sus esperanzas de construir un mundo más imbuido en el amor fraterno y solidario, más justo y más en paz. Ojalá y pongamos toda nuestra vida al servicio del bien y de la salvación de quienes nos rodean, pues Dios no quiere que actuemos con tacañerías en la proclamación de su Evangelio. Por eso no podemos decir que le dedicamos al Señor unos momentos de oración, y tal vez algunos momentos de apostolado a la semana, sino que toda nuestra vida se ha de convertir en un testimonio de bondad, de misericordia, de comunión y de solidaridad dado continuamente, ahí donde desarrollamos nuestras diversas actividades.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de ser motivo de esperanza en un mundo que necesita renovarse, día a día, en el amor de Cristo hasta lograr que, compartiendo lo que somos y tenemos, vivamos en un fundo más justo y más fraterno, signo de la presencia del Reino de Dios entre nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com).
La Iglesia en su liturgia pone en nuestros labios esta exclamación: «Ven, Señor, no tardes. Ilumina lo que esconden las tinieblas y manifiéstate a todos los pueblos» (Hab 2,3; 1 Cor 4,5). La oración colecta (Gelasiano) pide al Señor que El mismo prepare nuestros corazones, para que cuando llegue Jesucristo, su Hijo, nos encuentre dignos del festín eterno, y merezcamos recibir de sus manos, como alimento celeste, la recompensa de la gloria.
Jesús cura a muchos enfermos y multiplica los panes. Jesucristo tiene predilección por los pobres, por los oprimidos, por los enfermos. Nos lo dice el Evangelio de hoy. También nosotros nos encontramos entre ellos: nos hemos hecho cojos por el apego a las criaturas, lisiados por el amor propio, ciegos por el orgullo, mudos por la soberbia y hemos contraído otras enfermedades espirituales. Hemos de pensar que solo Él es quien sana y que los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía han sido instituidos para esto. Miremos a Jesús, cómo se compadece de la multitud que le sigue sin acordarse del sustento necesario. Y cómo realiza el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, que es símbolo de la Eucaristía, como lo ha entendido toda la tradición de la Iglesia. En la Santa Misa hemos de integrarnos, con todo lo que somos y tenemos, en las necesidades de nuestros hermanos. Hemos de ayudarlos. La ofrenda de nuestras acciones, de nuestros sufrimientos, de nuestras alegrías, de nuestro trabajo, durante la celebración eucarística vienen a ser parte integrante del sacrificio, unidos nosotros a Cristo, teniendo sus mismos sentimientos. Hemos de participar en la Santa Misa con mente y corazón, con plena disponibilidad, para identificar siempre nuestra voluntad con la voluntad de Dios (Manuel Garrido Bonaño).
Martes de la 1ª semana de Adviento. Profetizaba Isaías sobre Jesús: “Sobre él se posará el Espíritu del Señor. Hemos de ser luz para que muchos vean,
Martes de la 1ª semana de Adviento. Profetizaba Isaías sobre Jesús: “Sobre él se posará el Espíritu del Señor. Hemos de ser luz para que muchos vean, siguiendo lo que el Señor nos dice: “Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis…”
Libro de Isaías 11,1-10. Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de ciencia y temor del Señor. Le inspirará el temor del Señor. No juzgará por apariencias ni sentenciará sólo de oídas; juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados. Herirá al violento con la vara de su boca, y al malvado con el aliento de sus labios. La justicia será cinturón de sus lomos, y la lealtad, cinturón de sus caderas. Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey. El niño jugará en la hura del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente. No harán daño ni estrago por todo mi monte santo: porque está lleno el país de ciencia del Señor, como las aguas colman el mar. Aquel día, la raíz de Jesé se erguirá como enseña de los pueblos: la buscarán los gentiles, y será gloriosa su morada.
Salmo 71,1-2.7-8.12-13.17. R. Que en sus días florezca la justicia, y la paz abunde eternamente.
Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud.
Que en sus días florezca la justicia y la paz hasta que falte la luna; que domine de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra.
Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres.
Que su nombre sea eterno, y su fama dure como el sol: que él sea la bendición de todos los pueblos, y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra.
Evangelio según san Lucas 10,21-24. En aquel tiempo, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó Jesús: - «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar.» Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: -«¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron.»
Comentario: 1. Is 11,1-10 (ver domingo 2º Adviento A). La hermosa imagen del tronco y del renuevo le sirve a Isaias, el profeta de la esperanza, para anunciar que, a pesar de que el pueblo de Israel parece un tronco seco y sin futuro (en tiempos del rey Acaz), Dios le va a infundir vida y de él va a brotar un retoño que traerá a todos la salvación. Jesé era el padre del rey David. Por tanto el «tronco de Jesé» hace referencia a la familia y descendencia de David, que será la que va a alegrarse de este nuevo brote, empezando por las esperanzas puestas en el rey Ezequías. La «raíz de Jesé» se erguirá como enseña y bandera para todos los pueblos. Esta página del profeta fue siempre interpretada, por los mismos judíos -y mucho más por nosotros, que la escuchamos dos mil años después de la venida de Cristo Jesús- como un anuncio de los planes salvadores de Dios para los tiempos mesiánicos. El cuadro no puede ser más optimista. El Espíritu de Dios reposará sobre el Mesías y 1e llenará de sus dones. Por eso será siempre justo su juicio, y trabajará en favor de la justicia, y doblegará a los violentos. En su tiempo reinará la paz. Las comparaciones, tomadas del mundo de los animales, son poéticas y expresivas. Los que parecen más irreconciliables, estarán en paz: el lobo y el cordero. Son motivos muy válidos para mirar al futuro con ánimos y con esperanza.
La lectura del profeta Isaías que nos trae la liturgia de hoy, nos mueve a prepararnos con entusiasmo para la próxima venida de Jesús. En un mundo convulsionado como el nuestro, la gran esperanza está en la salvación que Jesús viene a traernos. En él se recuperará el orden querido por Dios en la creación, en donde ni los animales, ni los hombres se causarán daño entre sí. Esa paz será garantizada por la justicia con los pobres y por la experiencia de Dios. Necesitamos desesperadamente una justicia que proteja a los débiles y actúe con rectitud; necesitamos vivir la experiencia del Dios que hace la historia con el ser humano, del Dios que muestra su predilección por el desvalido, del Dios amor.
San Agustín comenta: «Estas siete operaciones asocian al número siete el Espíritu Santo, quien al descender a nosotros empieza, en cierto modo, por la sabiduría y termina en el temor. Nosotros, en cambio, en nuestra ascensión comenzamos por el temor y alcanzamos la perfección con la sabiduría» (Sermón 248, 4, en Hipona, en la semana de Pascua). Esta idea la repite el santo Doctor en varios Sermones. «Por eso Isaías, para ejercitarnos en ciertos grados de doctrina, descendió desde la sabiduría hasta el temor, es decir, desde el lugar de la paz eterna hasta el valle del llanto temporal, para que, doliéndonos en la confesión de la penitencia, gimiendo y llorando, no permanezcamos en el dolor, el gemido y el llanto, sino que, ascendiendo desde este valle al monte espiritual, sobre el que está fundada la ciudad santa, Jerusalén, nuestra Madre, disfrutemos de la alegría inalterable… Así, pues, vayamos a la sabiduría desde el temor, dado que el principio de la sabiduría es el temor de Dios (cf Sal 110,10), vayamos desde el valle del llanto hasta el monte de la paz» (Sermón 347).
¿Quién de nosotros no tiene ansias de una felicidad, donde haya armonía entre todos los humanos y en el universo completo? Cuántos esfuerzos se realizan para construir un paraíso que podamos disfrutar en esta tierra. Muchas veces se piensa que uno podrá realmente ser feliz por poseer la infinidad de artículos que nos vende esta sociedad de consumo. Pero cuando se posee todo, contempla uno sus manos y su corazón y se siguen viendo vacíos. Los bienes materiales podrán embotar nuestro espíritu y nuestro corazón, pero jamás llegarán a saciar nuestras ansias de felicidad. Hoy la escritura nos habla de un descendiente de David que, lleno del Espíritu de Dios, hará que en verdad llegue la felicidad al hombre. Reintegrarnos a la paz con el Creador y con el prójimo, vivir amando y siendo realmente amados, es lo que nos hará felices. Pero esto no será posible mientras haya luchas fratricidas y egoísmos que nos impidan tender la mano fraternalmente a nuestro prójimo. La felicidad brota del amor que se hace realidad en nosotros. Y el Mesías nos ha traído el perdón y la reconciliación con Dios, con el prójimo y con nosotros mismos. Quien crea en Él y acepte ese don de lo alto estará encontrando el verdadero sentido de la existencia. Y no importa que nuestra vida parezca un tronco casi seco; de Él puede hacer el Señor que brote un renuevo que, lleno de su Espíritu, colme nuestras esperanzas de felicidad por habernos renovado en el amor, en la verdad, en la justicia y en la paz. La Iglesia de Cristo debe propiciar la defensa con justicia del desamparado, y la repartición equitativa de los bienes para que los pobres lleven una vida digna. Los que pertenezcamos a ella no podemos hacer daño a nadie, pues el amor debe ser el motor que impulse el actuar del hombre de fe. A la luz de Cristo, aún los más violentos sabrán no sólo convivir con los demás como hermanos, sino que, a imagen de Cristo, pasarán haciendo el bien a todos.
2. Sal. 71. Quien ha recibido el Espíritu de Dios no puede pasar haciendo el mal a los demás. Si el Señor nos ha comunicado su juicio y su justicia es para que salgamos en defensa de los pobres y actuemos justamente a favor de todos los pueblos. La Iglesia, llena del Espíritu de Dios, ha de trabajar para que florezca la justicia y reine la paz en la tierra era tras era. Quienes somos miembros de la Iglesia del Señor debemos examinar con lealtad nuestra vida para darnos cuenta si en verdad buscamos el bien de los demás, especialmente de los más frágiles y pobres, o si en lugar de ser una bendición para ellos nos hemos convertido en motivo de dolor, sufrimiento y muerte. Por eso debemos preguntarnos: ¿De qué espíritu estamos llenos? Ojalá y del Espíritu de Dios. Pero esa respuesta no puede darse sólo con los labios, sino de un modo vital: con el corazón que, lleno de Dios, nos lleva a realizar obras buenas y toda una vida entregada para el bien y la salvación de todos los que buscan, tal vez a tientas, al Señor.
–El Salmo 71 expresa hoy en la liturgia que el Rey que esperamos hará justicia a los pobres y librará al que no tiene protector. Así, pedimos anhelantes que venga ya ese reino y que se extienda por toda la tierra: «Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente. Regirá a su pueblo con justicia y a los humildes con rectitud. En sus días florecerá la justicia y la paz, dominará de mar a mar; del gran río al confín de la tierra… Librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector, se apiadará del pobre y del indigente y salvará la vida de los pobres». La liturgia exclama: «Perdona los pecado de tu pueblo y danos la salvación». Este ardiente anhelo de la venida del Señor nos obliga a desechar de nosotros todo lo que pueda desagradarle a Él cuando llegue, todo lo que se oponga a su Espíritu, que es amor a la pequeñez, a la humillación, a la pobreza, al sacrificio, a la cruz (cf Manuel Garrido).
El Salmo 71 hace eco a este anuncio alabando el programa de justicia y de paz de un rey bueno, destacando sobre todo que en sus intenciones entra la atención y la defensa del pobre y del afligido.
3. El evangelio explica cómo Jesús, con su palabra y sus obras nos ha entregado el misterio del Reino, pero sólo los sencillos y los humildes que confían plenamente en Dios, pueden comprenderlo, ya que los sabios y prudentes no aceptan su palabra porque se consideran autosuficientes. La predilección del Padre por los pobres y los pequeños es una constante en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Para ellos es el Reino de Dios, nos dicen los evangelistas. La afirmación de Jesús que hemos leído hoy, es un reto para los poderosos que creen saberlo todo, tenerlo todo y disponer de todo, sin comprender que Dios desbarata los planes de los arrogantes y se compromete con los humildes y con los pobres, tiene piedad del desvalido y "los libra de la violencia y presión porque sus vidas valen mucho para él", como dice el salmista (servicio bíblico latinoamericano). En Cristo Jesús se cumplieron estas esperanzas. Así como en la escena de su bautismo en el Jordán apareció el Espíritu, en forma de paloma, que se posaba sobre él, proclamando su mesianidad, del mismo modo en la página que hemos escuchado el Espíritu le llena de alegría. Jesús se deja contagiar del buen humor de los suyos, que vuelven de un viaje apostólico y cuentan lo que han hecho en su nombre. Y lleno de esta alegría y de esta sabiduría del Espíritu, pronuncia una de sus frases llenas de paradoja e ironía: sólo a los sencillos de corazón les revela Dios los secretos del Reino. Los que se creen sabios, resulta que no entienden nada. En Jerusalén había doctores de la ley, pero Jesús, un buen día, alabó el gesto de aquella mujer anónima, pobre, que echaba unos céntimos en el cepillo del Templo. Los sencillos de corazón son en verdad los sabios a los ojos de Dios. Es lo que también dirá María de Nazaret en su canto del Magníficat: a ella la ha mirado Dios con predilección porque es humilde y es la sierva del Señor, del mismo modo que llenará de sus bienes a los pobres, y a los ricos los despedirá vacíos.
a) También ahora, en un mundo autosuficiente, orgulloso de los progresos de la ciencia y la técnica, sólo entran de veras en el espíritu del Adviento los sencillos de corazón. No se trata de gestos solemnes o de discursos muy preparados. Sino de abrirse al don de Dios y alegrarse de su salvación. Y esto no lo hacen los que ya están llenos de sí mismos. La alegría profunda de la Navidad la vivirán los humildes, los que saben apreciar el amor que Dios nos tiene. Ellos serán los que llegarán a conocer en profundidad al Hijo, porque se lo concederá el Padre. No se contentarán de una alegría exterior y superficial: sabrán reconocer la venida de Dios a nuestra historia. Mientras que habrá muchos «sabios» para los que pasará el Adviento y la Navidad y no habrán visto nada, saturados de su propia riqueza riqueza que no conduce a la salvación. O le seguirán buscando en los libros o en los hechos milagrosos.
b) ¿Seremos nosotros de esas personas sencillas que saben descubrir la presencia de Dios y salirle al encuentro? ¿mereceremos la bienaventuranza de Jesús: «dichosos los ojos que ven lo que véis?». Cristo Jesús quiere seguir «viniendo» este año, a nuestra vida personal y a la sociedad, para seguir cumpliendo el programa mesiánico de paz y justicia que está en marcha desde su venida primera, pero que todavía tiene mucho por recorrer, hasta el final de los tiempos. Porque la salvación «ya» está entre nosotros, pero a la vez se puede decir que «todavía no» está del todo.
c) En el mundo de hoy hay muchas personas que esperan, muchos corazones que sufren y buscan: ¿cómo notarán que el Salvador ya ha venido, y que es Cristo Jesús? ¿quién se lo dirá? ¿qué profeta Isaías les abrirá el corazón a la esperanza verdadera? También hoy, como en el panorama que dibuja el profeta, el mejor signo de la venida del Mesías será si se ve más paz, más reconciliación y más justicia, en el nivel internacional y también en el doméstico, en cada familia, en cada comunidad religiosa, en la parroquia, en nuestro trato con las demás personas, aunque sean de diferente carácter y gusto. Así podremos anunciar que el Salvador ya está en medio de nosotros, que es Adviento y Navidad. Y del tronco que parecía seco brotará un renuevo, y dará fruto, y nos invitará a la esperanza.
d) En cada Eucaristía, además de hacer memoria de la Pascua del Señor, y de dejarnos llenar de su gracia y su alimento, también lanzamos una mirada hacia el futuro: «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». El «ven, Señor Jesús» lo cantamos muchas veces después del relato de la institución eucarística. Como dijo Pablo, «cada vez que comáis y bebáis, proclamáis la muerte del Señor hasta que venga». La esperanza nos hace mirar lejos. No sólo a la Navidad cercana, sino a la venida gloriosa y definitiva del Señor, cuando su Reino haya madurado en todo su programa (J. Aldazábal).
-Jesús manifestó un extraordinario gozo al impulso del Espíritu Santo y dijo:... Esto sucedió en presencia de sus discípulos que regresaban de una misión apostólica y querían hablarle sobre el trabajo que habían hecho. Trato de imaginar a Jesús "en un gozo exultante"... a Jesús dichoso, radiante. Todo ello aparece en su rostro, en sus gestos, en el tono de su voz. Proviene del interior, es profundo... procede del Espíritu Santo que habita en El. Ese Espíritu que nos ha sido dado también a nosotros, que Jesús nos ha dado.
-Yo te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra. Hubiera sido mejor traducirlo por "yo te bendigo, Padre... De hecho Jesús ha utilizado una formula de "bendición" que es familiar a los judíos. A lo largo de la jornada se invitaba a los judíos piadosos a dar gracias a Dios por todo diciéndole: "Bendito eres Tú por... Bendito Tú eres por..." Tenemos pues ahí un tipo de plegaria que Jesús hacía a menudo. Habla a su Padre. Le da gracias. Era el sentimiento dominante de su alma. Danos, Señor, el sentido de la acción de gracias, de la alegría de decir "gracias Señor por... y gracias de nuevo por..." Recoger cada día las alegrías recibidas para agradecérselas al Señor.
-Lo que has encubierto a los sabios y prudentes, lo has revelado a los pequeñuelos. La acción de gracias, la plegaria de Jesús surge de la contemplación del trabajo que el Padre está haciendo en el corazón de los hombres. Los apóstoles habían predicado, habían trabajado con denuedo: tal era la apariencia, la cara visible de las cosas. Y Jesús, El, ve el trabajo del Padre en el interior: "Tú has encubierto... Tú has revelado..." Dios trabaja en el corazón de cada hombre, incluso en el de los paganos. He de aprender a contemplar este trabajo de Dios: a descubrir lo que está haciendo, actualmente, en los que me rodean, y en mí... para corresponder, para facilitarle, para cooperar. Cada vez que una persona se supera, hace el bien, sigue la llamada de su conciencia... debemos pensar que Dios está allí. Ayudar a esta persona a dar "este paso" adelante es trabajar con Dios, acompañarle.
-Los sabios, los prudentes... los pequeñuelos... Ahí hay una clara oposición. Jesús se pone de parte de los pequeños, de los pobres, de los ignorantes... frente al desprecio de los doctores de la ley. Conocer a Dios no es primordialmente una operación intelectual, reservada a una elite: los "pequeños" pueden descubrir cosas sobre Dios que los sabios no alcanzan a comprender.
-Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiere revelarlo. Es el misterio de la vida cristiana que está entreabierto; la vida del bautizado es la extensión, a personas humanas, de la vida de relación, de amor y de conocimiento recíproco que existe entre las Personas divinas.
-Todo me ha sido confiado por mi Padre... Esto evoca la transparencia de dos personas que no se ocultan nada la una a la otra: es el "modelo" de todas nuestras relaciones humanas, y de nuestras relaciones con Dios. ¿Qué llamada hay aquí, para mí, para mis equipos de trabajo o de apostolado? (Noel Quesson).
No es fácil tener una mirada de fe, cuando la visión es materialista, llena de preocupaciones mundanas, que enturbian nuestra visión. En la oración colecta de hoy, pedimos: “muéstrate propicio, Señor… y otorga a los atribulados el auxilio de tu misericordia para que, consolados con la llegada de tu Hijo, quedemos libres de la antigua mancha del pecado”. Hay algunos que prefieren huir del peligro y procurarse un oasis de paz. Por eso, dice Benedicto XVI en su Encíclica sobre la esperanza, “en la conciencia común, los monasterios aparecían como lugares para huir del mundo (« contemptus mundi ») y eludir así la responsabilidad con respecto al mundo buscando la salvación privada”. Pero la solución no puede ser despreciar ese mundo, el jardín que Dios nos ha regalado, es de mala educación rechazar un regalo de amor. Y mucho menos podemos dejar de prestar atención a nuestros hermanos los hombres, a la Iglesia, que es Cuerpo de Cristo. “Bernardo de Claraval, que con su Orden reformada llevó una multitud de jóvenes a los monasterios, tenía una visión muy diferente sobre esto. Para él, los monjes tienen una tarea con respecto a toda la Iglesia y, por consiguiente, también respecto al mundo”. Jesús nos muestra la alegría que surge de la vida: “se regocijó Jesús en el Espíritu Santo y dijo: ‘yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra”, y después de este éxtasis ante la creación nos indica el modo de vivir esa alegría: “porque escondiste estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeñitos”: nos muestra una sabiduría que va más allá de la materia, y en Cristo entendemos toda la creación: “bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis”…
Tenemos, ante tantos que “quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron”, una responsabilidad para con la Iglesia, con la humanidad, con toda la creación; como explica el Pseudo-Rufino: « El género humano subsiste gracias a unos pocos; si ellos desaparecieran, el mundo perecería ». y sigue el Papa: “Los contemplativos –contemplantes– han de convertirse en trabajadores agrícolas –laborantes–“, en este campo que es el mundo y que espera brazos para la siembra y para el crecimiento de la cosecha y su recolección. La nobleza del trabajo no reside en restablecer el Paraíso aquí en la tierra, “pero sostiene que, como lugar de labranza práctica y espiritual, debe preparar el nuevo Paraíso. Una parcela de bosque silvestre se hace fértil precisamente cuando se talan los árboles de la soberbia, se extirpa lo que crece en el alma de modo silvestre y así se prepara el terreno en el que puede crecer pan para el cuerpo y para el alma”. Es el apostolado, ayudar a muchos a que vean, y ese es el gran bien que podemos hacer a las almas en nuestro tiempo: “¿Acaso no hemos tenido la oportunidad de comprobar de nuevo, precisamente en el momento de la historia actual, que allí donde las almas se hacen salvajes no se puede lograr ninguna estructuración positiva del mundo?”. Así, los cristianos son “luz del mundo”, para que muchos vean.
Como un eco gozoso a la 1ª lectura, escuchamos en el evangelio de Lucas a Cristo que alaba a Dios, henchido de la alegría del Espíritu Santo. Lo alaba porque en su misericordia y su bondad ha revelado los misterios del Reino y de la salvación, no a los grandes y poderosos de la tierra, los que la han mancillado con sus violencias y codicias, sino a los sencillos, a los pobres y humildes. Desde la época del concilio Vaticano II, siguiendo por las grandes conferencias del episcopado latinoamericano en Medellín, Puebla y Santo Domingo, se habla de la opción preferencial por los pobres que la iglesia se compromete a asumir. Pero esa opción la había hecho primero el mismo Dios, como nos dice Jesús en la lectura del Evangelio que escuchamos hoy, y sin añadirle aquello de "preferencial" que nosotros en nuestro tiempo he hemos puesto púdicamente para no herir las susceptibilidad de los poderosos. Los pobres y marginados son los favoritos absolutos de Dios: los humildes, los sencillos, los débiles, aquellos que no tienen quien los proteja. Dios Padre le ha entregado todo al Hijo, el poder y el juicio. Nadie conoce al Padre sino el Hijo. Pero el Hijo obediente acoge a los favoritos del Padre, les revela su amor, y les muestra su rostro amoroso.
Es lo que nos aprestamos a celebrar en esta Navidad. Sólo que las palabras escuchadas en la liturgia pueden parecernos, con toda razón, una bella utopía, una hermosa ilusión. ¿Cómo las haremos realidad en el nuevo milenio? ¿O tendremos que resignarnos a que la historia siga siendo un caos de dolor y sufrimiento, de humillaciones y pobreza para la mayoría de los hijos de Dios? Es que la celebración del nacimiento de Jesús, aparte del ruido de la publicidad y los fuegos fatuos del mercado, nos deben comprometer a los cristianos a hacer realidad lo que leemos. A construir un mundo justo y verdaderamente humano. En donde de verdad reine Dios (Josep Rius-Camps).
En Jesús se han cumplido las esperanzas de los reyes, de los profetas y de los antiguos padres. A nosotros nos ha tocado disfrutar de toda la obra de salvación que Dios ofrece al hombre. El reino del mal ha sido derrumbado, y el demonio ha caído como un rayo sobre la tierra. Quienes son de Cristo lucharán constantemente con la fuerza del Espíritu de Dios en ellos para que, en su paso por este mundo, ningún mal les haga daño. Quien ha aceptado la revelación de Dios, manifestado a nosotros como el Amor que se hace cercanía nuestra, posee la fuerza de Dios y, por su unión con Él podrá actuar no con el poder de los hombres, sino con el poder del mismo Dios. Porque el Reino de Dios ya está dentro de nosotros; porque las fuerzas del mal han sido derrotadas; porque el hombre de fe convertido en comunidad de creyentes, asegura el paso del Señor en la historia como salvación para todos, demos gracias a nuestro Padre, Señor del cielo y de la tierra. Pero no sólo le hemos de dar gracias con los labios, sino con una vida intachable que manifieste que, desde nosotros, el Señor continúa ofreciendo a todos su amor, su salvación y su llamada a ser sus hijos por nuestra unión a Aquel que, enviado por Él y hecho uno de nosotros, se ha convertido en el único camino que nos conduce al Padre.
Ante el Señor nos presentamos a celebrar esta Eucaristía, no con un corazón altanero, sino con la sencillez de quien se siente amado por Dios. Él nos comunica su Vida y su Espíritu para que, uniéndonos como hijos de un mismo Dios y Padre, vivamos la unidad querida por Cristo, para que el mundo crea. Dios ha salido al encuentro de todo hombre de buena voluntad, para ayudar al que se encuentra sin amparo y salvar la vida al desdichado. Su Misterio Pascual, que estamos celebrando, no sólo nos recuerda el amor que Dios nos tiene, sino que también nos trae a la memoria el compromiso que tenemos de proclamar su amor a todos los pueblos. Esa proclamación que nace de sabernos amados por Dios, reconciliados y salvados por Él. Con la sencillez de los niños vengamos a Él, no para hacer alarde de lo que tenemos, sino para reconocer que sin Él nosotros nada podemos hacer. Al entrar en comunión de vida con el Señor, dejémonos transformar por Él continuamente en hijos de Dios hasta lograr la perfección que en Cristo tenemos como nuestro destino. Entonces no sólo nos llamaremos hijos de Dios, sino que los demás sabrán que el Señor continúa en medio de ellos, con toda su sencillez, con todo su amor, con toda su bondad y misericordia mediante la Iglesia, comunidad de creyentes fieles en Cristo.
Dios nos ha comunicado su Espíritu, que nos llena de sus dones para que seamos constructores de un mundo que se renueve constantemente en el amor. Dios nos ha manifestado su amor y su misericordia, no sólo para que lo contemplemos cercano a nosotros, sino para que, participando de su misma vida, vayamos con la fuerza de su Espíritu de amor en nosotros, a trabajar, especialmente con nuestro testimonio, para que la vida del hombre tome un nuevo rumbo. Desde que el Hijo de Dios tomó nuestra naturaleza, quienes lo aceptamos en nuestra vida no podemos continuar viviendo sujetos al pecado, a la destrucción, a la muerte, al egoísmo, a las injusticias. Dios vino como Salvador. Y esa es la misión que hemos de continuar cumpliendo en la vida. Así, la Iglesia, unida a Cristo, será la forma mediante la cual Dios siga revelándose como Padre amoroso y misericordioso a quienes quieran recibirlo con la sencillez de los niños y de los pobres. Que nuestra Iglesia sea un lugar de paz, de armonía, de convivencia en amor fraterno. Que no hagamos daño a nadie, sino que pasemos haciendo el bien a todos como Cristo nos ha enseñado.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de prepararnos para la venida de nuestro Señor Jesucristo, con una vida intachable, humilde, sencilla; pero también con un amor fiel traducido en buenas obras y en la proclamación del Evangelio desde nuestra propia vida. Amén (www.homiliacatolica.com).
La paz es uno de los grandes bienes constantemente implorados en el Antiguo Testamento. Sin embargo, la verdadera paz llegará a la tierra con la venida del Mesías. Por eso los ángeles anuncian cantando: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lucas 2, 14). El Adviento y la Navidad son tiempos especialmente oportunos para aumentar la paz en nuestros corazones; son tiempos también para pedir la paz de este mundo lleno de conflictos y de insatisfacciones. El Señor es el Príncipe de la paz (Isaías 9, 6), y desde el mismo momento en que nace nos trae un mensaje de paz y alegría, de la única paz verdadera y de la única alegría cierta. Nosotros perdemos la paz por el pecado, y por la soberbia y la falta de sinceridad con nosotros mismos y con Dios. También se pierde la paz por la impaciencia: cuando no se ve la mano de Dios providente en las dificultades y contrariedades. Recobramos la paz con una confesión sincera de nuestros pecados. Es una de las mejores muestras de caridad para quienes están a nuestro alrededor, y la primera tarea para preparar en nuestro corazón la llegada del Niño Jesús.
El cristiano es un hombre abierto a la paz y su presencia debe dar serenidad y alegría. Para poder realizar este cometido hemos de ser humildes y afables, pues la soberbia sólo ocasiona disensiones (Proverbios 13, 10). El hombre que tiene paz en su corazón la sabe comunicar casi sin proponérselo: es una gran ayuda para el apostolado. El apostolado de la Confesión, que nos mueve a llevar a nuestros amigos a este sacramento, tiene un especial premio en el Cielo, pues este sacramento es verdaderamente la mayor fuente de paz y alegría en el mundo. Quienes tienen la paz del Señor y la promueven a su alrededor se llamarán hijos de Dios (Mateo 5, 9)
La filiación divina es el fundamento de la paz y de la alegría del cristiano. En ella encontramos la protección que necesitamos, el calor paternal y la confianza ante el futuro. Vivimos confiados en que detrás de todos los azares de la vida hay siempre una razón de bien: todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios (Romanos 8, 28), decía San Pablo a los primeros cristianos de Roma. Santa María, Reina de la paz. Nos ayudará a tener paz en nuestros corazones, a recuperarla si la hemos perdido, y a comunicarla a quienes nos rodean (Francisco Fernández Carvajal).
Jesús, hoy me das una pista para conocerte mejor y para quererte más: hay que hacerse pequeño para entender tus cosas; hay que hacerse niño. Lo has dicho más veces: si no os convertís y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos. ¿Por qué? ¿Qué tienen los niños que no tenga yo?
Veo que tienen dos características muy propias de la infancia: fe inconmovible en sus padres, y perseverancia en la petición.
Para el niño pequeño, sus padres lo son todo: todo lo saben, todo lo pueden, todo lo arreglan. Si hay algún problema, no hay más que decírselo a papá o a mamá. Si se desea alguna cosa, hay que pedírsela a papá o a mamá. Y cómo piden los niños: una y otra vez, sin cansarse, sin analizar las dificultades que supone conseguir lo que quieren.
Padre nuestro: este nombre suscita en nosotros todo a la vez, el amor, el gusto en la oración.... y también la esperanza de obtener lo que vamos a pedir.. ¿Qué puede El, en efecto, negar a la oración de sus hijos, cuando ya previamente les ha permitido ser sus hijos?.
Hacerse niños: renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia, reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños.
Jesús, en la vida sobrenatural yo soy como un niño pequeño. No puedo nada, no valgo nada, no soy nada. Pero mi Padre es Dios. Y Él lo es todo, lo vale todo y lo puede todo. Yo sólo no puedo nada: sin Mí no podéis hacer nada, me has advertido. Necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios.
Ayúdame a darme cuenta de que te necesito. A veces pienso que yo ya puedo solo, que es cuestión de esforzarme más. Pero en la vida cristiana hay siempre dos elementos: la gracia de Dios y mi correspondencia. Para corresponder mejor, debo esforzarme más. Pero si no busco tu ayuda, tu gracia, si no voy con fe a los sacramentos a pedírtela, no podré.
Jesús, enséñame a confiar en mi Padre Dios como Tú lo hiciste. Tú no buscabas a tu Padre interesadamente: para que te sacara de los apuros, para vivir una vida más cómoda o sin sufrimiento. Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra. Tú buscabas, sobre todo, darle gloria y hacer su voluntad. ¿Cómo te alabo yo? ¿Cómo te adoro, te pido perdón y te doy gracias? ¿Cómo estoy cumpliendo tu voluntad en mi trabajo, en mi vida ordinaria? Cuando me comporte así, podré pedirte ayuda, con la sencillez, con la seguridad y con la perseverancia de un niño.
Jesús, me pides que me haga pequeño en mi vida espiritual. Y ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños. Ayúdame a tener esa fe rendida en Ti: que te pida todo lo que me preocupa, todo lo que me gustaría que ocurriera, pero sabiendo que Tú sabes más. Si no me concedes algo es porque no me conviene, aunque a mí me parezca algo necesario. Tú eres mi Padre, me quieres y me cuidas. En Ti me abandono, en Ti pongo mi esperanza [cf Mt 18, 3; San Agustín, serm. Dom. 2, 4, 16; San Josemaría Escrivá de Balaguer; Es Cristo que pasa, 143; Jn 15,5: Pablo Cardona).
–Lucas 10,21-24: Jesús se llena de alegría bajo la acción del Espíritu Santo. La misericordia del Señor le ha elegido para acercarse con él a los pequeños, a los pobres. Los caminos de los hombres no son los caminos de Dios. El único camino para encontrarnos con Dios es la humildad, el reconocimiento de la gran verdad de nuestra indigencia: «Ha escondidos estas cosas a los sabios y a los entendidos y las ha revelado a la gente sencilla». Comenta San Agustín: «A los ridículos sabios y prudentes, a los arrogantes, en apariencia grandes y en realidad hinchados, opuso no los insipientes, no los imprudentes, sino los pequeños… ¡Oh, caminos del Señor! O no existía o estaba oculto para que se nos revelase a nosotros. ¿Y por qué exultaba el Señor? Porque el camino fue revelado a los pequeños. Debemos ser pequeños; pues si pretendemos ser grandes, como sabios y prudentes, no se nos revelará el camino» (Sermón 252; cf. 229, 248-250). En el Adviento se nos repite muchas veces que preparemos el camino del Señor… Toda montaña y todo altozano serán allanados... Las sendas montañosas serán convertidas en ruta plana. Y toda carne contemplará la salvación de Dios (cf Lc 3,4ss). Nos llenamos de esperanza…
Libro de Isaías 11,1-10. Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de ciencia y temor del Señor. Le inspirará el temor del Señor. No juzgará por apariencias ni sentenciará sólo de oídas; juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados. Herirá al violento con la vara de su boca, y al malvado con el aliento de sus labios. La justicia será cinturón de sus lomos, y la lealtad, cinturón de sus caderas. Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey. El niño jugará en la hura del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente. No harán daño ni estrago por todo mi monte santo: porque está lleno el país de ciencia del Señor, como las aguas colman el mar. Aquel día, la raíz de Jesé se erguirá como enseña de los pueblos: la buscarán los gentiles, y será gloriosa su morada.
Salmo 71,1-2.7-8.12-13.17. R. Que en sus días florezca la justicia, y la paz abunde eternamente.
Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud.
Que en sus días florezca la justicia y la paz hasta que falte la luna; que domine de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra.
Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres.
Que su nombre sea eterno, y su fama dure como el sol: que él sea la bendición de todos los pueblos, y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra.
Evangelio según san Lucas 10,21-24. En aquel tiempo, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó Jesús: - «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar.» Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: -«¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron.»
Comentario: 1. Is 11,1-10 (ver domingo 2º Adviento A). La hermosa imagen del tronco y del renuevo le sirve a Isaias, el profeta de la esperanza, para anunciar que, a pesar de que el pueblo de Israel parece un tronco seco y sin futuro (en tiempos del rey Acaz), Dios le va a infundir vida y de él va a brotar un retoño que traerá a todos la salvación. Jesé era el padre del rey David. Por tanto el «tronco de Jesé» hace referencia a la familia y descendencia de David, que será la que va a alegrarse de este nuevo brote, empezando por las esperanzas puestas en el rey Ezequías. La «raíz de Jesé» se erguirá como enseña y bandera para todos los pueblos. Esta página del profeta fue siempre interpretada, por los mismos judíos -y mucho más por nosotros, que la escuchamos dos mil años después de la venida de Cristo Jesús- como un anuncio de los planes salvadores de Dios para los tiempos mesiánicos. El cuadro no puede ser más optimista. El Espíritu de Dios reposará sobre el Mesías y 1e llenará de sus dones. Por eso será siempre justo su juicio, y trabajará en favor de la justicia, y doblegará a los violentos. En su tiempo reinará la paz. Las comparaciones, tomadas del mundo de los animales, son poéticas y expresivas. Los que parecen más irreconciliables, estarán en paz: el lobo y el cordero. Son motivos muy válidos para mirar al futuro con ánimos y con esperanza.
La lectura del profeta Isaías que nos trae la liturgia de hoy, nos mueve a prepararnos con entusiasmo para la próxima venida de Jesús. En un mundo convulsionado como el nuestro, la gran esperanza está en la salvación que Jesús viene a traernos. En él se recuperará el orden querido por Dios en la creación, en donde ni los animales, ni los hombres se causarán daño entre sí. Esa paz será garantizada por la justicia con los pobres y por la experiencia de Dios. Necesitamos desesperadamente una justicia que proteja a los débiles y actúe con rectitud; necesitamos vivir la experiencia del Dios que hace la historia con el ser humano, del Dios que muestra su predilección por el desvalido, del Dios amor.
San Agustín comenta: «Estas siete operaciones asocian al número siete el Espíritu Santo, quien al descender a nosotros empieza, en cierto modo, por la sabiduría y termina en el temor. Nosotros, en cambio, en nuestra ascensión comenzamos por el temor y alcanzamos la perfección con la sabiduría» (Sermón 248, 4, en Hipona, en la semana de Pascua). Esta idea la repite el santo Doctor en varios Sermones. «Por eso Isaías, para ejercitarnos en ciertos grados de doctrina, descendió desde la sabiduría hasta el temor, es decir, desde el lugar de la paz eterna hasta el valle del llanto temporal, para que, doliéndonos en la confesión de la penitencia, gimiendo y llorando, no permanezcamos en el dolor, el gemido y el llanto, sino que, ascendiendo desde este valle al monte espiritual, sobre el que está fundada la ciudad santa, Jerusalén, nuestra Madre, disfrutemos de la alegría inalterable… Así, pues, vayamos a la sabiduría desde el temor, dado que el principio de la sabiduría es el temor de Dios (cf Sal 110,10), vayamos desde el valle del llanto hasta el monte de la paz» (Sermón 347).
¿Quién de nosotros no tiene ansias de una felicidad, donde haya armonía entre todos los humanos y en el universo completo? Cuántos esfuerzos se realizan para construir un paraíso que podamos disfrutar en esta tierra. Muchas veces se piensa que uno podrá realmente ser feliz por poseer la infinidad de artículos que nos vende esta sociedad de consumo. Pero cuando se posee todo, contempla uno sus manos y su corazón y se siguen viendo vacíos. Los bienes materiales podrán embotar nuestro espíritu y nuestro corazón, pero jamás llegarán a saciar nuestras ansias de felicidad. Hoy la escritura nos habla de un descendiente de David que, lleno del Espíritu de Dios, hará que en verdad llegue la felicidad al hombre. Reintegrarnos a la paz con el Creador y con el prójimo, vivir amando y siendo realmente amados, es lo que nos hará felices. Pero esto no será posible mientras haya luchas fratricidas y egoísmos que nos impidan tender la mano fraternalmente a nuestro prójimo. La felicidad brota del amor que se hace realidad en nosotros. Y el Mesías nos ha traído el perdón y la reconciliación con Dios, con el prójimo y con nosotros mismos. Quien crea en Él y acepte ese don de lo alto estará encontrando el verdadero sentido de la existencia. Y no importa que nuestra vida parezca un tronco casi seco; de Él puede hacer el Señor que brote un renuevo que, lleno de su Espíritu, colme nuestras esperanzas de felicidad por habernos renovado en el amor, en la verdad, en la justicia y en la paz. La Iglesia de Cristo debe propiciar la defensa con justicia del desamparado, y la repartición equitativa de los bienes para que los pobres lleven una vida digna. Los que pertenezcamos a ella no podemos hacer daño a nadie, pues el amor debe ser el motor que impulse el actuar del hombre de fe. A la luz de Cristo, aún los más violentos sabrán no sólo convivir con los demás como hermanos, sino que, a imagen de Cristo, pasarán haciendo el bien a todos.
2. Sal. 71. Quien ha recibido el Espíritu de Dios no puede pasar haciendo el mal a los demás. Si el Señor nos ha comunicado su juicio y su justicia es para que salgamos en defensa de los pobres y actuemos justamente a favor de todos los pueblos. La Iglesia, llena del Espíritu de Dios, ha de trabajar para que florezca la justicia y reine la paz en la tierra era tras era. Quienes somos miembros de la Iglesia del Señor debemos examinar con lealtad nuestra vida para darnos cuenta si en verdad buscamos el bien de los demás, especialmente de los más frágiles y pobres, o si en lugar de ser una bendición para ellos nos hemos convertido en motivo de dolor, sufrimiento y muerte. Por eso debemos preguntarnos: ¿De qué espíritu estamos llenos? Ojalá y del Espíritu de Dios. Pero esa respuesta no puede darse sólo con los labios, sino de un modo vital: con el corazón que, lleno de Dios, nos lleva a realizar obras buenas y toda una vida entregada para el bien y la salvación de todos los que buscan, tal vez a tientas, al Señor.
–El Salmo 71 expresa hoy en la liturgia que el Rey que esperamos hará justicia a los pobres y librará al que no tiene protector. Así, pedimos anhelantes que venga ya ese reino y que se extienda por toda la tierra: «Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente. Regirá a su pueblo con justicia y a los humildes con rectitud. En sus días florecerá la justicia y la paz, dominará de mar a mar; del gran río al confín de la tierra… Librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector, se apiadará del pobre y del indigente y salvará la vida de los pobres». La liturgia exclama: «Perdona los pecado de tu pueblo y danos la salvación». Este ardiente anhelo de la venida del Señor nos obliga a desechar de nosotros todo lo que pueda desagradarle a Él cuando llegue, todo lo que se oponga a su Espíritu, que es amor a la pequeñez, a la humillación, a la pobreza, al sacrificio, a la cruz (cf Manuel Garrido).
El Salmo 71 hace eco a este anuncio alabando el programa de justicia y de paz de un rey bueno, destacando sobre todo que en sus intenciones entra la atención y la defensa del pobre y del afligido.
3. El evangelio explica cómo Jesús, con su palabra y sus obras nos ha entregado el misterio del Reino, pero sólo los sencillos y los humildes que confían plenamente en Dios, pueden comprenderlo, ya que los sabios y prudentes no aceptan su palabra porque se consideran autosuficientes. La predilección del Padre por los pobres y los pequeños es una constante en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Para ellos es el Reino de Dios, nos dicen los evangelistas. La afirmación de Jesús que hemos leído hoy, es un reto para los poderosos que creen saberlo todo, tenerlo todo y disponer de todo, sin comprender que Dios desbarata los planes de los arrogantes y se compromete con los humildes y con los pobres, tiene piedad del desvalido y "los libra de la violencia y presión porque sus vidas valen mucho para él", como dice el salmista (servicio bíblico latinoamericano). En Cristo Jesús se cumplieron estas esperanzas. Así como en la escena de su bautismo en el Jordán apareció el Espíritu, en forma de paloma, que se posaba sobre él, proclamando su mesianidad, del mismo modo en la página que hemos escuchado el Espíritu le llena de alegría. Jesús se deja contagiar del buen humor de los suyos, que vuelven de un viaje apostólico y cuentan lo que han hecho en su nombre. Y lleno de esta alegría y de esta sabiduría del Espíritu, pronuncia una de sus frases llenas de paradoja e ironía: sólo a los sencillos de corazón les revela Dios los secretos del Reino. Los que se creen sabios, resulta que no entienden nada. En Jerusalén había doctores de la ley, pero Jesús, un buen día, alabó el gesto de aquella mujer anónima, pobre, que echaba unos céntimos en el cepillo del Templo. Los sencillos de corazón son en verdad los sabios a los ojos de Dios. Es lo que también dirá María de Nazaret en su canto del Magníficat: a ella la ha mirado Dios con predilección porque es humilde y es la sierva del Señor, del mismo modo que llenará de sus bienes a los pobres, y a los ricos los despedirá vacíos.
a) También ahora, en un mundo autosuficiente, orgulloso de los progresos de la ciencia y la técnica, sólo entran de veras en el espíritu del Adviento los sencillos de corazón. No se trata de gestos solemnes o de discursos muy preparados. Sino de abrirse al don de Dios y alegrarse de su salvación. Y esto no lo hacen los que ya están llenos de sí mismos. La alegría profunda de la Navidad la vivirán los humildes, los que saben apreciar el amor que Dios nos tiene. Ellos serán los que llegarán a conocer en profundidad al Hijo, porque se lo concederá el Padre. No se contentarán de una alegría exterior y superficial: sabrán reconocer la venida de Dios a nuestra historia. Mientras que habrá muchos «sabios» para los que pasará el Adviento y la Navidad y no habrán visto nada, saturados de su propia riqueza riqueza que no conduce a la salvación. O le seguirán buscando en los libros o en los hechos milagrosos.
b) ¿Seremos nosotros de esas personas sencillas que saben descubrir la presencia de Dios y salirle al encuentro? ¿mereceremos la bienaventuranza de Jesús: «dichosos los ojos que ven lo que véis?». Cristo Jesús quiere seguir «viniendo» este año, a nuestra vida personal y a la sociedad, para seguir cumpliendo el programa mesiánico de paz y justicia que está en marcha desde su venida primera, pero que todavía tiene mucho por recorrer, hasta el final de los tiempos. Porque la salvación «ya» está entre nosotros, pero a la vez se puede decir que «todavía no» está del todo.
c) En el mundo de hoy hay muchas personas que esperan, muchos corazones que sufren y buscan: ¿cómo notarán que el Salvador ya ha venido, y que es Cristo Jesús? ¿quién se lo dirá? ¿qué profeta Isaías les abrirá el corazón a la esperanza verdadera? También hoy, como en el panorama que dibuja el profeta, el mejor signo de la venida del Mesías será si se ve más paz, más reconciliación y más justicia, en el nivel internacional y también en el doméstico, en cada familia, en cada comunidad religiosa, en la parroquia, en nuestro trato con las demás personas, aunque sean de diferente carácter y gusto. Así podremos anunciar que el Salvador ya está en medio de nosotros, que es Adviento y Navidad. Y del tronco que parecía seco brotará un renuevo, y dará fruto, y nos invitará a la esperanza.
d) En cada Eucaristía, además de hacer memoria de la Pascua del Señor, y de dejarnos llenar de su gracia y su alimento, también lanzamos una mirada hacia el futuro: «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». El «ven, Señor Jesús» lo cantamos muchas veces después del relato de la institución eucarística. Como dijo Pablo, «cada vez que comáis y bebáis, proclamáis la muerte del Señor hasta que venga». La esperanza nos hace mirar lejos. No sólo a la Navidad cercana, sino a la venida gloriosa y definitiva del Señor, cuando su Reino haya madurado en todo su programa (J. Aldazábal).
-Jesús manifestó un extraordinario gozo al impulso del Espíritu Santo y dijo:... Esto sucedió en presencia de sus discípulos que regresaban de una misión apostólica y querían hablarle sobre el trabajo que habían hecho. Trato de imaginar a Jesús "en un gozo exultante"... a Jesús dichoso, radiante. Todo ello aparece en su rostro, en sus gestos, en el tono de su voz. Proviene del interior, es profundo... procede del Espíritu Santo que habita en El. Ese Espíritu que nos ha sido dado también a nosotros, que Jesús nos ha dado.
-Yo te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra. Hubiera sido mejor traducirlo por "yo te bendigo, Padre... De hecho Jesús ha utilizado una formula de "bendición" que es familiar a los judíos. A lo largo de la jornada se invitaba a los judíos piadosos a dar gracias a Dios por todo diciéndole: "Bendito eres Tú por... Bendito Tú eres por..." Tenemos pues ahí un tipo de plegaria que Jesús hacía a menudo. Habla a su Padre. Le da gracias. Era el sentimiento dominante de su alma. Danos, Señor, el sentido de la acción de gracias, de la alegría de decir "gracias Señor por... y gracias de nuevo por..." Recoger cada día las alegrías recibidas para agradecérselas al Señor.
-Lo que has encubierto a los sabios y prudentes, lo has revelado a los pequeñuelos. La acción de gracias, la plegaria de Jesús surge de la contemplación del trabajo que el Padre está haciendo en el corazón de los hombres. Los apóstoles habían predicado, habían trabajado con denuedo: tal era la apariencia, la cara visible de las cosas. Y Jesús, El, ve el trabajo del Padre en el interior: "Tú has encubierto... Tú has revelado..." Dios trabaja en el corazón de cada hombre, incluso en el de los paganos. He de aprender a contemplar este trabajo de Dios: a descubrir lo que está haciendo, actualmente, en los que me rodean, y en mí... para corresponder, para facilitarle, para cooperar. Cada vez que una persona se supera, hace el bien, sigue la llamada de su conciencia... debemos pensar que Dios está allí. Ayudar a esta persona a dar "este paso" adelante es trabajar con Dios, acompañarle.
-Los sabios, los prudentes... los pequeñuelos... Ahí hay una clara oposición. Jesús se pone de parte de los pequeños, de los pobres, de los ignorantes... frente al desprecio de los doctores de la ley. Conocer a Dios no es primordialmente una operación intelectual, reservada a una elite: los "pequeños" pueden descubrir cosas sobre Dios que los sabios no alcanzan a comprender.
-Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiere revelarlo. Es el misterio de la vida cristiana que está entreabierto; la vida del bautizado es la extensión, a personas humanas, de la vida de relación, de amor y de conocimiento recíproco que existe entre las Personas divinas.
-Todo me ha sido confiado por mi Padre... Esto evoca la transparencia de dos personas que no se ocultan nada la una a la otra: es el "modelo" de todas nuestras relaciones humanas, y de nuestras relaciones con Dios. ¿Qué llamada hay aquí, para mí, para mis equipos de trabajo o de apostolado? (Noel Quesson).
No es fácil tener una mirada de fe, cuando la visión es materialista, llena de preocupaciones mundanas, que enturbian nuestra visión. En la oración colecta de hoy, pedimos: “muéstrate propicio, Señor… y otorga a los atribulados el auxilio de tu misericordia para que, consolados con la llegada de tu Hijo, quedemos libres de la antigua mancha del pecado”. Hay algunos que prefieren huir del peligro y procurarse un oasis de paz. Por eso, dice Benedicto XVI en su Encíclica sobre la esperanza, “en la conciencia común, los monasterios aparecían como lugares para huir del mundo (« contemptus mundi ») y eludir así la responsabilidad con respecto al mundo buscando la salvación privada”. Pero la solución no puede ser despreciar ese mundo, el jardín que Dios nos ha regalado, es de mala educación rechazar un regalo de amor. Y mucho menos podemos dejar de prestar atención a nuestros hermanos los hombres, a la Iglesia, que es Cuerpo de Cristo. “Bernardo de Claraval, que con su Orden reformada llevó una multitud de jóvenes a los monasterios, tenía una visión muy diferente sobre esto. Para él, los monjes tienen una tarea con respecto a toda la Iglesia y, por consiguiente, también respecto al mundo”. Jesús nos muestra la alegría que surge de la vida: “se regocijó Jesús en el Espíritu Santo y dijo: ‘yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra”, y después de este éxtasis ante la creación nos indica el modo de vivir esa alegría: “porque escondiste estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeñitos”: nos muestra una sabiduría que va más allá de la materia, y en Cristo entendemos toda la creación: “bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis”…
Tenemos, ante tantos que “quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron”, una responsabilidad para con la Iglesia, con la humanidad, con toda la creación; como explica el Pseudo-Rufino: « El género humano subsiste gracias a unos pocos; si ellos desaparecieran, el mundo perecería ». y sigue el Papa: “Los contemplativos –contemplantes– han de convertirse en trabajadores agrícolas –laborantes–“, en este campo que es el mundo y que espera brazos para la siembra y para el crecimiento de la cosecha y su recolección. La nobleza del trabajo no reside en restablecer el Paraíso aquí en la tierra, “pero sostiene que, como lugar de labranza práctica y espiritual, debe preparar el nuevo Paraíso. Una parcela de bosque silvestre se hace fértil precisamente cuando se talan los árboles de la soberbia, se extirpa lo que crece en el alma de modo silvestre y así se prepara el terreno en el que puede crecer pan para el cuerpo y para el alma”. Es el apostolado, ayudar a muchos a que vean, y ese es el gran bien que podemos hacer a las almas en nuestro tiempo: “¿Acaso no hemos tenido la oportunidad de comprobar de nuevo, precisamente en el momento de la historia actual, que allí donde las almas se hacen salvajes no se puede lograr ninguna estructuración positiva del mundo?”. Así, los cristianos son “luz del mundo”, para que muchos vean.
Como un eco gozoso a la 1ª lectura, escuchamos en el evangelio de Lucas a Cristo que alaba a Dios, henchido de la alegría del Espíritu Santo. Lo alaba porque en su misericordia y su bondad ha revelado los misterios del Reino y de la salvación, no a los grandes y poderosos de la tierra, los que la han mancillado con sus violencias y codicias, sino a los sencillos, a los pobres y humildes. Desde la época del concilio Vaticano II, siguiendo por las grandes conferencias del episcopado latinoamericano en Medellín, Puebla y Santo Domingo, se habla de la opción preferencial por los pobres que la iglesia se compromete a asumir. Pero esa opción la había hecho primero el mismo Dios, como nos dice Jesús en la lectura del Evangelio que escuchamos hoy, y sin añadirle aquello de "preferencial" que nosotros en nuestro tiempo he hemos puesto púdicamente para no herir las susceptibilidad de los poderosos. Los pobres y marginados son los favoritos absolutos de Dios: los humildes, los sencillos, los débiles, aquellos que no tienen quien los proteja. Dios Padre le ha entregado todo al Hijo, el poder y el juicio. Nadie conoce al Padre sino el Hijo. Pero el Hijo obediente acoge a los favoritos del Padre, les revela su amor, y les muestra su rostro amoroso.
Es lo que nos aprestamos a celebrar en esta Navidad. Sólo que las palabras escuchadas en la liturgia pueden parecernos, con toda razón, una bella utopía, una hermosa ilusión. ¿Cómo las haremos realidad en el nuevo milenio? ¿O tendremos que resignarnos a que la historia siga siendo un caos de dolor y sufrimiento, de humillaciones y pobreza para la mayoría de los hijos de Dios? Es que la celebración del nacimiento de Jesús, aparte del ruido de la publicidad y los fuegos fatuos del mercado, nos deben comprometer a los cristianos a hacer realidad lo que leemos. A construir un mundo justo y verdaderamente humano. En donde de verdad reine Dios (Josep Rius-Camps).
En Jesús se han cumplido las esperanzas de los reyes, de los profetas y de los antiguos padres. A nosotros nos ha tocado disfrutar de toda la obra de salvación que Dios ofrece al hombre. El reino del mal ha sido derrumbado, y el demonio ha caído como un rayo sobre la tierra. Quienes son de Cristo lucharán constantemente con la fuerza del Espíritu de Dios en ellos para que, en su paso por este mundo, ningún mal les haga daño. Quien ha aceptado la revelación de Dios, manifestado a nosotros como el Amor que se hace cercanía nuestra, posee la fuerza de Dios y, por su unión con Él podrá actuar no con el poder de los hombres, sino con el poder del mismo Dios. Porque el Reino de Dios ya está dentro de nosotros; porque las fuerzas del mal han sido derrotadas; porque el hombre de fe convertido en comunidad de creyentes, asegura el paso del Señor en la historia como salvación para todos, demos gracias a nuestro Padre, Señor del cielo y de la tierra. Pero no sólo le hemos de dar gracias con los labios, sino con una vida intachable que manifieste que, desde nosotros, el Señor continúa ofreciendo a todos su amor, su salvación y su llamada a ser sus hijos por nuestra unión a Aquel que, enviado por Él y hecho uno de nosotros, se ha convertido en el único camino que nos conduce al Padre.
Ante el Señor nos presentamos a celebrar esta Eucaristía, no con un corazón altanero, sino con la sencillez de quien se siente amado por Dios. Él nos comunica su Vida y su Espíritu para que, uniéndonos como hijos de un mismo Dios y Padre, vivamos la unidad querida por Cristo, para que el mundo crea. Dios ha salido al encuentro de todo hombre de buena voluntad, para ayudar al que se encuentra sin amparo y salvar la vida al desdichado. Su Misterio Pascual, que estamos celebrando, no sólo nos recuerda el amor que Dios nos tiene, sino que también nos trae a la memoria el compromiso que tenemos de proclamar su amor a todos los pueblos. Esa proclamación que nace de sabernos amados por Dios, reconciliados y salvados por Él. Con la sencillez de los niños vengamos a Él, no para hacer alarde de lo que tenemos, sino para reconocer que sin Él nosotros nada podemos hacer. Al entrar en comunión de vida con el Señor, dejémonos transformar por Él continuamente en hijos de Dios hasta lograr la perfección que en Cristo tenemos como nuestro destino. Entonces no sólo nos llamaremos hijos de Dios, sino que los demás sabrán que el Señor continúa en medio de ellos, con toda su sencillez, con todo su amor, con toda su bondad y misericordia mediante la Iglesia, comunidad de creyentes fieles en Cristo.
Dios nos ha comunicado su Espíritu, que nos llena de sus dones para que seamos constructores de un mundo que se renueve constantemente en el amor. Dios nos ha manifestado su amor y su misericordia, no sólo para que lo contemplemos cercano a nosotros, sino para que, participando de su misma vida, vayamos con la fuerza de su Espíritu de amor en nosotros, a trabajar, especialmente con nuestro testimonio, para que la vida del hombre tome un nuevo rumbo. Desde que el Hijo de Dios tomó nuestra naturaleza, quienes lo aceptamos en nuestra vida no podemos continuar viviendo sujetos al pecado, a la destrucción, a la muerte, al egoísmo, a las injusticias. Dios vino como Salvador. Y esa es la misión que hemos de continuar cumpliendo en la vida. Así, la Iglesia, unida a Cristo, será la forma mediante la cual Dios siga revelándose como Padre amoroso y misericordioso a quienes quieran recibirlo con la sencillez de los niños y de los pobres. Que nuestra Iglesia sea un lugar de paz, de armonía, de convivencia en amor fraterno. Que no hagamos daño a nadie, sino que pasemos haciendo el bien a todos como Cristo nos ha enseñado.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de prepararnos para la venida de nuestro Señor Jesucristo, con una vida intachable, humilde, sencilla; pero también con un amor fiel traducido en buenas obras y en la proclamación del Evangelio desde nuestra propia vida. Amén (www.homiliacatolica.com).
La paz es uno de los grandes bienes constantemente implorados en el Antiguo Testamento. Sin embargo, la verdadera paz llegará a la tierra con la venida del Mesías. Por eso los ángeles anuncian cantando: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lucas 2, 14). El Adviento y la Navidad son tiempos especialmente oportunos para aumentar la paz en nuestros corazones; son tiempos también para pedir la paz de este mundo lleno de conflictos y de insatisfacciones. El Señor es el Príncipe de la paz (Isaías 9, 6), y desde el mismo momento en que nace nos trae un mensaje de paz y alegría, de la única paz verdadera y de la única alegría cierta. Nosotros perdemos la paz por el pecado, y por la soberbia y la falta de sinceridad con nosotros mismos y con Dios. También se pierde la paz por la impaciencia: cuando no se ve la mano de Dios providente en las dificultades y contrariedades. Recobramos la paz con una confesión sincera de nuestros pecados. Es una de las mejores muestras de caridad para quienes están a nuestro alrededor, y la primera tarea para preparar en nuestro corazón la llegada del Niño Jesús.
El cristiano es un hombre abierto a la paz y su presencia debe dar serenidad y alegría. Para poder realizar este cometido hemos de ser humildes y afables, pues la soberbia sólo ocasiona disensiones (Proverbios 13, 10). El hombre que tiene paz en su corazón la sabe comunicar casi sin proponérselo: es una gran ayuda para el apostolado. El apostolado de la Confesión, que nos mueve a llevar a nuestros amigos a este sacramento, tiene un especial premio en el Cielo, pues este sacramento es verdaderamente la mayor fuente de paz y alegría en el mundo. Quienes tienen la paz del Señor y la promueven a su alrededor se llamarán hijos de Dios (Mateo 5, 9)
La filiación divina es el fundamento de la paz y de la alegría del cristiano. En ella encontramos la protección que necesitamos, el calor paternal y la confianza ante el futuro. Vivimos confiados en que detrás de todos los azares de la vida hay siempre una razón de bien: todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios (Romanos 8, 28), decía San Pablo a los primeros cristianos de Roma. Santa María, Reina de la paz. Nos ayudará a tener paz en nuestros corazones, a recuperarla si la hemos perdido, y a comunicarla a quienes nos rodean (Francisco Fernández Carvajal).
Jesús, hoy me das una pista para conocerte mejor y para quererte más: hay que hacerse pequeño para entender tus cosas; hay que hacerse niño. Lo has dicho más veces: si no os convertís y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos. ¿Por qué? ¿Qué tienen los niños que no tenga yo?
Veo que tienen dos características muy propias de la infancia: fe inconmovible en sus padres, y perseverancia en la petición.
Para el niño pequeño, sus padres lo son todo: todo lo saben, todo lo pueden, todo lo arreglan. Si hay algún problema, no hay más que decírselo a papá o a mamá. Si se desea alguna cosa, hay que pedírsela a papá o a mamá. Y cómo piden los niños: una y otra vez, sin cansarse, sin analizar las dificultades que supone conseguir lo que quieren.
Padre nuestro: este nombre suscita en nosotros todo a la vez, el amor, el gusto en la oración.... y también la esperanza de obtener lo que vamos a pedir.. ¿Qué puede El, en efecto, negar a la oración de sus hijos, cuando ya previamente les ha permitido ser sus hijos?.
Hacerse niños: renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia, reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños.
Jesús, en la vida sobrenatural yo soy como un niño pequeño. No puedo nada, no valgo nada, no soy nada. Pero mi Padre es Dios. Y Él lo es todo, lo vale todo y lo puede todo. Yo sólo no puedo nada: sin Mí no podéis hacer nada, me has advertido. Necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios.
Ayúdame a darme cuenta de que te necesito. A veces pienso que yo ya puedo solo, que es cuestión de esforzarme más. Pero en la vida cristiana hay siempre dos elementos: la gracia de Dios y mi correspondencia. Para corresponder mejor, debo esforzarme más. Pero si no busco tu ayuda, tu gracia, si no voy con fe a los sacramentos a pedírtela, no podré.
Jesús, enséñame a confiar en mi Padre Dios como Tú lo hiciste. Tú no buscabas a tu Padre interesadamente: para que te sacara de los apuros, para vivir una vida más cómoda o sin sufrimiento. Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra. Tú buscabas, sobre todo, darle gloria y hacer su voluntad. ¿Cómo te alabo yo? ¿Cómo te adoro, te pido perdón y te doy gracias? ¿Cómo estoy cumpliendo tu voluntad en mi trabajo, en mi vida ordinaria? Cuando me comporte así, podré pedirte ayuda, con la sencillez, con la seguridad y con la perseverancia de un niño.
Jesús, me pides que me haga pequeño en mi vida espiritual. Y ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños. Ayúdame a tener esa fe rendida en Ti: que te pida todo lo que me preocupa, todo lo que me gustaría que ocurriera, pero sabiendo que Tú sabes más. Si no me concedes algo es porque no me conviene, aunque a mí me parezca algo necesario. Tú eres mi Padre, me quieres y me cuidas. En Ti me abandono, en Ti pongo mi esperanza [cf Mt 18, 3; San Agustín, serm. Dom. 2, 4, 16; San Josemaría Escrivá de Balaguer; Es Cristo que pasa, 143; Jn 15,5: Pablo Cardona).
–Lucas 10,21-24: Jesús se llena de alegría bajo la acción del Espíritu Santo. La misericordia del Señor le ha elegido para acercarse con él a los pequeños, a los pobres. Los caminos de los hombres no son los caminos de Dios. El único camino para encontrarnos con Dios es la humildad, el reconocimiento de la gran verdad de nuestra indigencia: «Ha escondidos estas cosas a los sabios y a los entendidos y las ha revelado a la gente sencilla». Comenta San Agustín: «A los ridículos sabios y prudentes, a los arrogantes, en apariencia grandes y en realidad hinchados, opuso no los insipientes, no los imprudentes, sino los pequeños… ¡Oh, caminos del Señor! O no existía o estaba oculto para que se nos revelase a nosotros. ¿Y por qué exultaba el Señor? Porque el camino fue revelado a los pequeños. Debemos ser pequeños; pues si pretendemos ser grandes, como sabios y prudentes, no se nos revelará el camino» (Sermón 252; cf. 229, 248-250). En el Adviento se nos repite muchas veces que preparemos el camino del Señor… Toda montaña y todo altozano serán allanados... Las sendas montañosas serán convertidas en ruta plana. Y toda carne contemplará la salvación de Dios (cf Lc 3,4ss). Nos llenamos de esperanza…
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