Viernes de la 31ª semana. Pablo, Ministro de Cristo Jesús, nos enseña a dedicarnos al Reino de Dios, con la misma dedicación que la astucia de los hijos de la luz, pero por amor.
Carta del apóstol san Pablo a los Romanos 15,14-21. Respecto a vosotros, hermanos, yo personalmente estoy convenido de que rebosáis de buena voluntad y de que os sobra saber para aconsejaros unos a otros. A pesar de eso, para traeros a la memoria lo que ya sabéis, os he escrito, a veces propasándome un poco. Me da pie el don recibido de Dios, que me hace ministro de Cristo Jesús para con los gentiles: mí acción sacra consiste en anunciar el Evangelio de Dios, para que la ofrenda de los gentiles, consagrada por e Espíritu Santo, agrade a Dios. En Cristo Jesús estoy orgulloso de mi trabajo por Dios. Sería presunción hablar de algo que no fuera lo que Cristo hace por mi miedo para que los gentiles respondan a la fe, con mis palabras y acciones con la fuerza de señales y prodigios, con la fuerza del Espíritu de Dios. Tanto, que en todas direcciones, a partir de Jerusalén y llegando hasta la Iliria, lo he dejado todo lleno del Evangelio de Cristo. Eso sí, para mi es cuestión de amor propio no anunciar el Evangelio más que donde no se ha pronunciado aún el nombre de Cristo; en vez de construir sobre cimiento ajeno, hago lo que dice la Escritura: «Los que no tenían noticia lo verán, los que no habían oído hablar comprenderán.»
Salmo 97, 1.2-3ab.3cd-4. R. El Señor revela a las naciones su victoria.
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.
El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia: se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclamad al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad.
Evangelio según san Lucas 16,1-8. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Un hombre rico tenía un administrador y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: "¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido." El administrador se puso a echar sus cálculos: "¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa." Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero: "¿Cuánto debes a mi amo?" Éste respondió: "Cien barriles de aceite." El le dijo: "Aquí está tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta." Luego dijo a otro: "Y tú, ¿cuánto debes?" Él contestó: "Cien fanegas de trigo." Le dijo: "Aquí está tu recibo, escribe ochenta." Y el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que habla procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz.»
Comentario: 1.- Rm 15,14-21. Está terminando la carta a los Romanos. Y Pablo siente un poco de temor que sea mal interpretado el que les "haya escrito, a veces propasándose un poco". Como la de Roma no era una comunidad que hubiera fundado él, siente la necesidad de justificar el haberles dedicado una carta, porque normalmente él escribe sólo a las comunidades que conoce. Es que Pablo no puede vivir sin evangelizar. Su interés básico y casi único es "anunciar la buena noticia de Dios a los gentiles". Igual que "desde Jerusalén y llegando hasta la Iliria, todo lo ha dejado lleno del evangelio de Cristo", también se interesa por Roma, la capital del mundo, a la que piensa ir próximamente, y de la que se siente corresponsable, aunque todavía no les conozca.
Es admirable el orgullo que Pablo siente por la misión recibida: predicar la buena noticia de Jesús a todos los pueblos. Ha dedicado toda su vida a eso. Este orgullo no es vanidad, porque reconoce que todo eso es "lo que Cristo hace por mi medio para que los gentiles respondan a la fe". Él, Pablo, ha puesto todas sus energías para que llegue el evangelio a todas partes, pero es obra de Cristo y de su Espíritu. Aquí emplea una comparación litúrgica para describir lo que ha hecho: él es "ministro (en griego "liturgo") de Cristo para los gentiles", y su "acción sagrada consiste en anunciar el evangelio" (en griego: ejercer el culto del evangelio), "para que la ofrenda de los paganos" ("prosforá", ofrenda sacrificial) sea agradable a Dios". Es la liturgia de la vida.
Al terminar su carta, Pablo, una vez más, se siente obligado a hacer la apología de su ministerio. Va a justificar el derecho y el deber que siente de decir todo lo que dijo a los cristianos de Roma. En particular, se excusará de haber, de algún modo, intervenido en una comunidad que él, directamente, no fundó: son muchas las regiones paganas a evangelizar para que entre en conflicto de jurisdicción con los otros apóstoles. -Me propuse, por mi honor, anunciar el Evangelio solamente allá donde el nombre de Cristo fuera desconocido, para no construir sobre los fundamentos puestos por otro. San Pedro fundó la Iglesia de Roma. Al dirigirse a ella, Pablo siente un cierto escrúpulo. Esto dará tanto más peso a lo que está dispuesto a decir. Toda la doctrina del «sacerdocio cristiano» va a ser revisada. Y es de todos conocida su actualidad hoy. El «ministro» no es solamente una emanación de la comunidad. Recibió una "función" que le viene de Dios... y que no es exclusiva de la comunidad de la cual es directamente responsable... es una función de "Iglesia".
-Os he escrito a veces con un cierto atrevimiento, en virtud del don que Dios me ha otorgado. No son los hombres quienes le dieron la palabra. Esto le viene de Dios y ello le confiere un cierto "atrevimiento". Ocasión de rogar por los sacerdotes de HOY. ¡Que sean dóciles a la gracia que Dios les hace! ¡Que sean atrevidos para escribir o hablar con valentía!
-El don recibido de Dios me ha hecho un ministro de Jesucristo para con los paganos, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios... Esta frase ha sido de las más utilizadas, en los textos conciliares, para definir el «sacerdote». El "ministerio" del sacerdote es presentado por san Pablo como «un oficio litúrgico», como un acto sagrado... y esta liturgia es la «evangelización» del mundo pagano... el anuncio sagrado de la Palabra de Dios, la buena "nueva" de la salvación.
-Para que la ofrenda de los paganos sea agradable a Dios, santificada por el Espíritu Santo... El sacerdote cristiano es, como en la antigua Alianza, el especialista de ritos sacrificiales a la manera de los sacerdotes del Templo de Jerusalén: lo que él ofrece es la «vida misma de los hombres»... o, más exactamente, su palabra evangelizadora induce a sus oyentes a «ofrecerse a sí mismos». Lo esencial de la misión del sacerdote podría resumirse así: - revelar a los hombres el sentido pascual de todas las cosas, la salvación de Jesucristo. - a fin de inducirlos a unas actitudes de Fe, de conversión, de compromiso al servicio de Dios: ofrecer su vida en «sacrificio espiritual». La misa es, ante todo, esto. Y la evangelización es ante todo esto. "Pasar a ser una ofrenda agradable". «Ofrecer nuestras personas, nuestras vidas.» "Por efecto del Evangelio que nos ha transformado." Nuestra vida cotidiana entera «consagrada» por el evangelio pasa a ser materia de una ofrenda continua a Dios, resumida en la misa.
-Así, partiendo de Jerusalén hasta Iliria, he completado el anuncio del Evangelio de Cristo. Es la evocación de la "colegialidad apostólica". Pablo, por esta fórmula se une al colegio de los Doce y a su envío en misión: "de Jerusalén hasta los confines de la tierra". Es lo que Jesús les había dicho (Noel Quesson).
Nuestra misión consiste en anunciarles a todos los hombres a Cristo, Buena Nueva del Padre. Quien no sólo llegue a conocerle sino que, por la fe, lo acepte en su vida, estará aceptando la salvación que en Él nos ofrece el Padre Dios. El cumplimiento, así, de la misión de la Iglesia, le lleva a que quienes, por su testimonio y por el anuncio del Evangelio, se acercan a Cristo, por medio de Él se conviertan en una ofrenda de suave aroma a Dios. Digamos, pues, que el anuncio del Evangelio se convierte en una acción litúrgica de la Iglesia. Pareciera que nuestros ambientes familiares, y el de muchos grupos así llamados cristianos, tuviesen ya a Cristo y viviesen un verdadero compromiso de fe con el Señor. Sin embargo vemos cómo se ha deteriorado la fe en muchas personas, familias y grupos. No importa que otros hayan edificado o puesto ya los cimientos de la fe. Ahí llegaremos también nosotros con nuestra labor evangelizadora, pues la Iglesia, para ser evangelizadora, primero ha de ser evangelizada. Y, probablemente, tengamos que edificar y reedificar sobre antiguas ruinas, hasta lograr que todos, con una vida intachable, se conviertan en una ofrenda agradable a Dios.
2. Sal 97. El apostolado de Pablo se une a la ofrenda vital de la fe de los creyentes, en una única liturgia ofrecida a Dios. Si nosotros tuviéramos tanto amor a Cristo como él, tampoco nos pararíamos ante nada con tal de seguir evangelizando este mundo, a los niños y a los jóvenes y a los mayores, a los de cerca y a los de lejos. No nos asustarían las dificultades y ya encontraríamos el lenguaje y la pedagogía oportunos. Lo importante es si estamos convencidos de que vale la pena esta buena noticia: ése era el motor de Pablo en su admirable actividad evangelizadora. El salmo nos ha hecho expresar un sentimiento misionero: "el Señor revela a las naciones su justicia... los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Señor". No sé si podremos decir, al final de un año o de la vida, como Pablo: "lo he dejado todo lleno del evangelio de Cristo". Pero sí tenemos que hacer todo lo posible para comunicar nuestra fe a otros.
Dios, por medio de su Hijo Jesucristo, nos ha manifestado su amor y su lealtad, cumpliéndose en Él las promesas hechas a nuestros antiguos padres: que nos suscitaría un Salvador de la casa de David, su siervo. Por medio de la entrega de Jesús por nosotros, el Señor ha realizado la obra más maravillosa de su amor en favor nuestro. Al resucitar Jesús de entre los muertos el Señor se ha levantado victorioso sobre el pecado y la muerte a la vista de todas las naciones. Por eso aclamemos con júbilo al Señor. Que nuestra aclamación reconociéndolo como Señor nuestro, no sólo la hagamos con los labios sino con una vida íntegra, conforme a nuestra fidelidad amorosa a su Palabra y guiados por su Espíritu Santo, que habita en nosotros.
3.- Lc 16,1-8 (ver domingo 25C). La parábola del administrador infiel pero listo, puede parecernos un poco extraña. Parece como si Jesús -o el amo del relato- alabara la actuación de ese empleado injusto. No alaba su infidelidad: por eso le despide. Lo que le interesa a Jesús subrayar aquí es la inteligencia de ese gerente que, sabiéndose despedido, consigue, con nuevas trampas, granjearse amigos para cuando se quede sin trabajo. Jesús no nos cuenta esta parábola para criticar las diversas trampas del mundo de la economía que también ahora se dan: las dobles contabilidades o los desvíos de capital o el cobro de comisiones ilegales que hace el gerente de esa empresa. Sino para que los cristianos seamos tan espabilados para nuestras cosas como ese gerente lo fue para las suyas: "los hijos de este mundo son más astutos que los hijos de la luz".
¿Somos igual de sabios y sagaces nosotros para las cosas del espíritu? En nuestra vida personal, debemos hacer los oportunos cálculos para conseguir nuestros objetivos. Hace unos días nos ponía Jesús el ejemplo del que hace presupuestos para la edificación de una casa o para la batalla que piensa librar contra el enemigo. Hoy nos amonesta con el ejemplo de este administrador, para que sepamos dar importancia a lo que la tiene de veras y, cuando nos toque dar cuentas de nuestra gestión al final de nuestra vida, ser ricos en lo que vale la pena, en lo que nos llevaremos con nosotros, no en lo que tenemos que dejar aquí abajo. También en nuestra vida misionera -evangelización, catequesis, construcción de la comunidad- debemos mantenernos despiertos, ser inteligentes para buscar los medios mejores. Al menos con la misma diligencia que ponemos para nuestros negocios materiales. Para que vaya bien el negocio nos sentamos y hacemos números para ver cómo reducir gastos, mejorar la producción, tener contentos a los clientes. ¿Cuidamos así nuestra tarea evangelizadora? Los hijos de este mundo se esfuerzan por ganar más, por tener más, por mandar más. Y nosotros, los seguidores de Jesús, los que hemos recibido el encargo de ser luz y sal y fermento de este mundo, ¿ponemos igual empeño y esfuerzo para ser eficaces en nuestra misión? ¿somos hijos de la luz que iluminan a otros, o escondemos esa luz bajo la mesa? (J. Aldazábal).
Hay que ver la cantidad de explicaciones que se han dado a esta parábola, para no convencer a nadie… sigue siendo un misterio porque no entendemos el contexto… por favor, que no me expliquen los misterios, que la cosa queda aún peor… dejémoso como está… Aquí lo importante es el tema de la pobreza. Estoy viendo que todos estos días, hasta el domingo, la riqueza va asociada a la idolatría ("riquezas de iniquidad"), y la pobreza a la fe y la esperanza en la vida eterna, a la entrega indondicionada a Dios en la confianza en Él y en su providencia amorosa, en una pasión ciega de tipo amoroso por Dios que lleva a un abandono total, "atesorar riquezas en el cielo" (Mt 6,20): “seguir a Cristo con más libertad e imitarlo más de cerca” (Perfectae caritatis, 1).
De todas formas, pienso que aquí hay algo que en la cultura actual no entendemos: los recibos quizá caducaban a los 7 años, el llamado sabático, en que todo volvía a su dueño y se perdonaban las deudas (en teoría). Al renovar los recibos, quizá también había una nueva deuda viva, que podía llevarse ante el juez, de manera que el amo salía ganando porque era dinero más seguro aunque en menor cantidad que el otro que –en mayor cantidad- ya era menos probable que cobrara, a la vez que el administrador se conseguía un amigo para después del despido por rebajar el precio de la deuda… esto se puede unir con otras lecturas: lo poquísimo se convertirá en mucho, como diciendo: No le importa a mi Padre la cantidad de lo que hacéis, sino el espíritu con que obráis (cf Prov. 4,23). Si sabéis ser niños, y os contentáis con ser pequeños (cf Mt 18,1 ss.), El se encargará de haceros gigantes, puesto que la santidad es un don de su Espíritu (1 Tes 4,8). De aquí sacó Teresa de Lisieux su técnica de preferir y recomendar las virtudes pequeñas más que las "grandes" en las cuales fácilmente se infiltra, o la falaz presunción, como dice el Kempis, que luego falla como la de Pedro (Jn 13,37 ss), o la satisfacción venosa del amor propio, como en el fariseo que Jesús nos presenta (18,9ss), cuya soberbia, notémoslo bien, no consistía en cosas temporales, riquezas o mando, sino en el orden espiritual, en pretender que poseía virtudes (cito junto con mis palabras algo de servicio bíblico latinoamericano). Pero hay más: el dios Mamón de iniquidad o don Dinero se veneraba entonces con los intereses altos, quizá también se suman a lo que hemos dicho más arriba del vencimiento de las deudas: lo que el deudor debía al señor podía ser pongamos 50 medidas de aceite, las otras 50 que está perdonando pongamos que sean el interés por la deuda o lo que le correspondía a él por cobrar. Algo semejante para con las cargas de trigo. El administrador se gana el favor de los deudores, perdonando los intereses por la deuda. La conclusión del v. 8 nos deja perplejos: "El señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente". El administrador se haría amigos perdonando estos intereses injustos por la deuda, actuando de forma semejante a Zaqueo (19,1-10), aunque por motivos diversos (Zaqueo por la alegría del encuentro con el Señor, éste por la necesidad de verse sin nada). Pero en fin, lo dicho más arriba son hipótesis que habría que contrastar con expertos en historia de la época.
Una aplicación al contexto actual sería que el Primer Mundo perdonara todos los intereses 'legales', pero injustos, que pesan sobre la famosa ‘deuda externa’ (de interés ‘flotante’) de los pueblos del Tercer Mundo, que tiene a pueblos enteros condenados a entregar hasta el 30% y más de su producto nacional bruto sólo para pagar intereses (no siquiera para devolver la deuda); es decir, con unos intereses claramente usureros. Los Gobiernos y Bancos que aceptan recibir esos intereses son injustos, pero serían alabados por el sistema si perdonasen esos intereses ‘legales’ pero injustos, con el fin de salvar la vida de los pobres que son quienes pagan con su carencia de salud, educación,vivienda… los intereses de la deuda. Así ‘recibiríamos a los ricos del norte en nuestras casas’.
Una vez más, Lucas es el único que relata la parábola. -Un hombre rico tenía un administrador... que fue denunciado por malbaratar su hacienda." ¿Qué oigo decir de ti? Dame cuenta de tu administración". Toda la parábola gira en torno a esa idea de gerencia. Delante de Dios no somos "propietarios" sino "gerentes". Todo lo que poseo: mis bienes, mis cualidades, mis riquezas intelectuales y morales, mis facultades afectivas, los aspectos de mi carácter... De todo ello, se me pedirá cuenta. No soy más que el gerente de todo esto que me ha sido "confiado" por Dios, y que continúa perteneciendo a Dios. No tengo derecho a "malbaratar" los dones de Dios. Tendré que dar cuenta de las riquezas que no hubiere acrecentado.
-El administrador pensó: Qué voy a hacer ahora... para que cuando me echen de la administración, haya quien me reciba... Se trata de asegurar el futuro. ¿Tengo yo también esa preocupación... que evidentemente hay que referirla al "futuro escatológico"? Jesús, a menudo ha repetido la idea de que nuestra vida aquí abajo y nuestras decisiones actuales, comprometen nuestro "futuro eterno". El gerente aprovecha el tiempo que le queda, para preparar su porvenir.
-El amo alabó al administrador injusto: Efectivamente, había obrado sagazmente. A la apreciación del amo no le falta el sentido del humor. "¡Es injusto; pero ha mostrado habilidad y astucia!" Este elogio, procediendo de un amo corriente es muy poco verosímil. Pero, viniendo de Jesús, ese elogio "es penetrante". Respecto a las riquezas tan codiciadas por los amos de la tierra en general, Jesús, el Mesías de los pobres, deja entrever un irónico desdén, que lleva a felicitar al intendente injusto por usarlas tan sagazmente. En el fondo, ese dinero, para aquel amo, no tiene mucha importancia. Para Jesús, es una manera paradójica de volver a decir lo que no ha cesado de repetir: "Vended lo que poseéis y dadlo a los pobres. Haceos bolsas que no se deterioren, un tesoro inagotable en el cielo" (Lc 12,33) Sin embargo, interpretemos bien ese humor. ¡Evidentemente, Jesús no puede recomendarnos ser injustos! ¡Y menos aún con el dinero de los demás!
-Porque los "Hijos de este mundo" son más astutos para sus cosas que los "Hijos de la luz". ¡Desoladora constatación! En los asuntos económicos y financieros, los hombres despliegan maravillas de ingenio y de inteligencia para asegurar el mejor rendimiento, la eficacia. El hombre moderno, sobre todo es muy sensible a ese aspecto. ¡Y Jesús no parece reprochárselo! Jesús reprocha más bien a los cristianos el hecho de no tener el mismo ingenio ni la misma inteligencia para "sus asuntos espirituales". El Reino de Dios, en algunos aspectos, no está condenado a la ineficacia ni a la incomprensibilidad. ¿Pongo yo todas mis cualidades humanas, todo mi ingenio, al servicio del Reino? "Hijos de la luz" Es así como quisieras a los cristianos, Señor. Seres luminosos. Hijos de Dios-Luz. Dios es amor. Dios es luz. Dios es nuestro Padre. Hacer en virtud de la luz, lo que otros hacen por el poder de las tinieblas. No quedarme en los hermosos principios. Preocuparme por llegar hasta la eficacia (Noel Quesson).
La parábola del administrador astuto, leída en su totalidad, nos ofrece la imagen de un hombre que aprovecha sus últimos momentos al frente de una gran fortuna, para beneficiar a los deudores. Es un administrador que emplea el dinero para reducir la carga de los demás y para procurarse amistades duraderas. Esta parábola no quiere ser un elogio a la corrupción, sino una invitación a que no aumentemos las cargas de los demás, porque podemos estar a punto de perderlo todo. Jesús plantea un desafío enorme: convertir la economía de la explotación en una economía de los beneficios. Él quiere un nuevo ser humano que rompa con la mentalidad acaparadora y vea el horizonte de fraternidad y solidaridad que se alza más allá de la acumulación desmedida. Ilusiones, tonterías, simples ideales: así tildaron la propuesta de Jesús en su época. Y así continúan llamando a la utopía aquellos que están interesados en hacernos creer que el mundo actual es el máximo bien posible. Sin embargo, Dios en Jesús nos sale al encuentro con una alternativa. De nosotros depende que la veamos como posible y realizable (servicio biblico latinoamericano).
Los antiguos tenían una visión del mundo que no coincide con la nuestra. Concebían la tierra como una enorme superficie plana. Por debajo estaba el "sheol", el lugar de los muertos. Por encima, diversas bóvedas celestes. En la más alta habitaba Dios. Con este trasfondo se comprende mejor lo que Pablo nos dice hoy en su carta. Nosotros, aunque vivimos en la superficie de la tierra, "somos ciudadanos del cielo". Por eso, como dirá en otro lugar, "debemos buscar las cosas de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha del Padre". No creo que hoy, que tan rabiosamente defendemos nuestra condición mundana, que tanto acentuamos (y con razón) el misterio del Cristo "hecho carne", estemos habituados a considerarnos "ciudadanos del cielo". Y, sin embargo, a medida que nos dejamos educar por el Espíritu, sintonizamos más con estas expresiones del nuevo testamento. Ser ciudadano del cielo no significa refugiarse en un paraíso feliz para huir de la compleja vida de esta tierra. Por si hubiera alguna duda, bastaría dejarse iluminar por la parábola que hoy nos propone el evangelio de Lucas y sobre la cual volveremos luego. Ser ciudadano del cielo significa creer profundamente, sin glosas que desnaturalicen el espesor del misterio, que "Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo". Nos asomamos ahora a la parábola del "administrador injusto". Quizá deberíamos llamarlo, más bien, el "administrador astuto". En su apariencia no es un cuento muy edificante y, sin embargo, nos abre los ojos ante un aspecto de nuestra vocación cristiana que no figura entre los más destacados. El cristiano es un ciudadano del cielo ... "astuto", con los ojos abiertos, capaz de caer en la cuenta de los entresijos del mal para no dejarse dominar ingenuamente. La imagen social del cristiano suele ser un poco blandengue. Cuando uno quiere decir que no es un ingenuo, utiliza frases como: "No creas que soy una hermanita de la Caridad" o, en su versión modernizada, "No te creas que soy Teresa de Calcuta". La humildad es siempre fortaleza. La lucidez es astucia. La caridad es energía. Y, si no, basta contemplar cómo era Jesús. No creo que nadie, salvo quizá Nietzsche y sus teloneros, se atreva a calificar a Jesús de blandengue o de ingenuo. Naturalmente, para evitar este extremo, tampoco es necesario caer en esa literatura que habla del creyente en términos grandilocuentes: "madera de héroe", "aprendiz de caudillo" y lindezas por el estilo (gonzalo@claret.org).
Administrar los bienes de Dios. El Señor nos ha enriquecido con su Vida y ha derramado abundantemente su Espíritu Santo en nosotros. Tal vez nos ha pasado lo del hijo pródigo, que hemos malgastado los bienes del Señor y nos hemos quedado con las manos vacías. El Señor nos pide dejar nuestras miradas egoístas y miopes, y abrir nuestros ojos para trabajar colaborando para que el Reino de Dios llegue a quienes se han alejado de Él, o viven hundidos en el pecado y dominados por la maldad. Pero no sólo hemos de proclamar el Nombre de Dios; también hemos de compartir los bienes que tenemos, con quienes viven en condiciones menos dignas que las nuestras. Cuando anunciamos el Evangelio, o cuando alguien reciba, por medio nuestro, la Vida Divina, o cuando alguien reciba nuestra ayuda en bienes materiales, recordemos que no estamos compartiendo o repartiendo algo nuestro, sino los bienes de Dios que Él puso en nuestras manos, no para acumularlos, sino para socorrer a los necesitados. Esa es la sagacidad que el Señor espera de nosotros: compartir lo nuestro para hacernos ricos ante Dios; pues quien atesora para sí mismo se empobrece ante Dios y pierde su alma.
En esta Eucaristía el Señor nos reúne para llenarnos de su Vida y de su Espíritu. Él no limita su entrega hacia nosotros. Él se da plenamente a todos y a cada uno de nosotros. La presencia del Señor en nosotros es como una gran luz que se enciende; pero esa luz no puede quedar encerrada, sino que debe iluminar a todos. Así, quienes hemos entrado en comunión de vida con Cristo, nos convertimos en portadores de su amor salvador para todos los hombres. Hechos luz, por nuestra unión a Cristo, el Padre Dios no sólo acepta la ofrenda que hacemos de su Hijo mediante estos signos sacramentales de su Pascua; sino que nos contempla también a nosotros, que nos convertimos en una ofrenda agradable a Él por saber escuchar su Palabra y ponerla en práctica. Sabemos que hemos malgastado la vida de Dios en nosotros. Pero Dios, nuestro Padre lleno de misericordia, vuelve hacia nosotros su mirada para perdonarnos y volver a confiarnos el anuncio de su Evangelio, para que lo anunciemos tanto con las palabras, como, especialmente, con las obras. Ojalá y no defraudemos la confianza que el Señor ha depositado en nosotros.
El Señor, por medio nuestro, quiere continuar haciendo su obra de salvación en favor de todos los pueblos. Quien se convierta en portador de Cristo debe amoldar sus palabras, sus obras, sus actitudes y su vida misma al Señor. A nosotros corresponde permitirle al Señor, desde nuestra propia vida, consolar a los tristes, perdonar a los pecadores, socorrer a los pobres y hacer a todos hijos de Dios en Cristo, para que, convertidos en una ofrenda agradable a Él, todos lleguemos a participar de su Gloria. No denigremos el Nombre de Dios entre nosotros con actitudes pecaminosas. Más bien propiciemos el que al ver los hombres nuestras buenas obras, glorifiquen a nuestro Padre Dios, que está en los cielos.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, la gracia de vivir amando a todos. Como creció este amor en Jesús y en la familia que formó en el seno de María y se extendió en los apóstoles y en san Pablo y en los cristianos, en toda la Iglesia, que no está hecha de la carne sino de la fe, de los hijos de Dios, del amor. Una anécdota ilustra esta paternidad espiritual que viene de Dios, esta fraternidad de los hijos de Dios, ese amor que nace del corazón: la sabiduría de los niños: Debbie Moons, maestra de primer grado, estaba discutiendo con su grupo la pintura de una familia. En la pintura había un niño que tenía el cabello de diferente color al resto de los miembros de la familia. Uno de los niños del grupo sugirió que el niño de la pintura era adoptado y una niña compañera de él le dijo: "Yo sé todo acerca de las adopciones, porque yo soy adoptada".
* "¿Qué significa ser adoptada?" preguntó el niño y la niña le contestó:
* "Significa que uno no crece en el vientre de su mamá sino que crece en su corazón".
Que nuestro amor no se limite a algún grupo, sino que esté abierto a todos para que, distribuyendo con amor la Gracia de Dios, todos lleguemos algún día a alabar su Nombre eternamente. Amén (www.homiliacatolica.com; la anécdota me la mandaron por internet; los textos como siempre los escogí de entre los de mercaba.org; Llucià Pou Sabaté 2009: llucia.pou@gmail.com).
jueves, 3 de noviembre de 2011
miércoles, 2 de noviembre de 2011
Jueves de la 31ª semana de Tiempo Ordinario. En la vida y en la muerte somos del Señor, Él va detrás de nosotros cuando nos perdemos y se alegra mucho
Jueves de la 31ª semana de Tiempo Ordinario. En la vida y en la muerte somos del Señor, Él va detrás de nosotros cuando nos perdemos y se alegra mucho cuando volvemos al camino de la vida, por la conversión.
Carta del apóstol san Pablo a los Romanos 14,7-12. Hermanos: Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para si mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos. Tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú, ¿por qué desprecias a tu hermano? Todos compareceremos ante el tribunal de Dios, porque está escrito: «Por mi vida, dice el Señor, ante mi se doblará toda rodilla, a mí me alabará toda lengua.» Por eso, cada uno dará cuenta a Dios de sí mismo.
Salmo 26, 1.4.13-14. R. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida.
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?
Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo.
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.
Evangelio según san Lucas 15,1-10. En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: -«Ése acoge a los pecadores y come con ellos.» Jesús les dijo esta parábola: -«Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: "¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido." Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: "¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido." Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta. »
Comentario: 1.- Rm 14,7-12. El pasaje de hoy no se entiende bien si no se tiene en cuenta el contexto anterior. Seria bueno que la lectura empezara en 14,1, y no en 14,7. Pablo ve que, en las comunidades, hay distintas maneras de pensar: unos dan importancia a algunos detalles, otros a otros. Por ejemplo, en cuanto a las comidas ("uno cree poder comer de todo, mientras el débil no come más que verduras") o en cuanto a los días que se celebran con especial énfasis ("éste da preferencia a un día, aquél los considera todos iguales"). Aquí viene la lección: en esas cosas que no son importantes, hemos de ser tolerantes y no querer imponer nuestra opinión: "el que come, no desprecie al que no come". Unos y otros se entiende que siguen su conciencia: "el que come, lo hace por el Señor; el que no come, lo hace por el Señor". Por eso, deberíamos tener como punto de referencia lo que sí es importante: "si vivimos, vivimos para el Señor, en la vida y en la muerte, somos del Señor". Y todo eso sin criticar a los hermanos porque hacen esto o lo otro: si su conciencia les dice que lo hagan así, no soy yo quien se debe meter a juez de sus acciones. "Cada uno dará cuenta a Dios de si mismo". Vemos ahí también razones teológicas para el ejercicio de la caridad fraterna (vv 7-9): ningún cristiano vive o muere para sí mismo, sino para el Señor, al que dará cuenta (vv 10-12), y comenta S. Juan Crisóstomo: “tenemos un Dios que quiere que vivamos y que no desea que muramos, y ambas cosas le interesan más a Él que a nosotros”; y S. Gregorio Magno: “los santos, pues, no viven ni mueren para sí. No viven para sí porque en todo lo quehacen buscan ganancias espirituales, pues orando, predicando y perseverando en las buenas obras, desean aumentar los ciudadanos de la patria celestial. Ni mueren para sí, porque, ante los hombres, glorifican con su muerte a Dios, al cual se apresuran a llegar muriendo”.
En todo grupo humano, y también en las comunidades cristianas, tenemos necesidad de una mayor apertura de corazón. Debemos ser más pluralistas y respetar la conducta de los demás, aunque sea distinta de la nuestra. Debemos saber distinguir lo que es importante y lo que puede dejarse libremente a la conciencia de cada uno. Yo tengo que dar cuenta, ante Dios y ante la comunidad, de mis actos, sin meterme continuamente a fisgonear en lo que hacen los demás, ni perder la paz porque haya diversidad de opiniones y costumbres, cosa que deberíamos considerar como sana. Esto no es una invitación a despreocuparnos de los hermanos y a no buscar su bien. Pablo está hablando de cosas no importantes, en las que con frecuencia solemos fijarnos hasta perder el humor y la caridad. En la vida hay pocas cosas realmente trascendentes: ahí si debemos poner toda la carne en el asador. Pero en otras muchas, seriamos más felices si consiguiéramos un corazón comprensivo, tolerante, si respetáramos más al hermano y no nos escandalizáramos tan fácilmente de lo que hacen los demás. No vale la pena estar siempre discutiendo ni agriándonos el ánimo por cosas que no tienen importancia: seguramente son buenas las que pensamos nosotros y las que piensan los que hacen lo contrario.
El texto que meditaremos hoy se inscribe en el contexto en que san Pablo trata de las "divergencias", concretas que oponen a los cristianos entre sí. Algunos cristianos, aun habiendo abrazado la Fe en Cristo Salvador, se creían obligados a observar las prescripciones legales antiguas de la Ley de Moisés: días de ayuno... abstinencia de carne y vino... prohibición de algunos alimentos... otros cristianos -los "fuertes"- estimaban que su Fe les confería libertad plena, frente a esas antiguas prácticas religiosas. Se puede leer ese pasaje al comienzo de este capítulo (Rm 14 1 a 7). En este capítulo, Pablo aborda el problema de la caridad entre cristianos que profesan opiniones distintas acerca de la observancia de prácticas religiosas: días de ayuno (v 5), abstinencia de carne y de vino (vv 14,17,21), no comer ciertos alimentos (vv 14, 20). De hecho algunos cristianos ("los fuertes") creen que su fe los libera de esta religión; otros, más timoratos o más conservadores ("los débiles") opinan que tienen que hacer caso a sus escrúpulos. La lectura de hoy se dirige especialmente a los "débiles" que no tienen que juzgar a los "fuertes".
a) Un primer principio para mantener la caridad entre estos cristianos es que cada uno obre por el Señor (vv 5-6), con la certeza de ser, en cualquier circunstancia, siervo del mismo Señor (vv 7-9). Ni la vida ni la muerte cambian en nada este depender del Señor y mucho menos las cuestiones sobre prácticas religiosas. Y san Pablo continúa:
-Hermanos, ninguno de nosotros vive para sí mismo, y tampoco muere nadie para sí mismo. Es la condena más rotunda del "individualismo". Las "divergencias", si las hay, y los particularismos legítimos, deben finalmente al menos, orientarse y canalizarse hacia el bien común. No se puede vivir "para sí mismo". Nuestros valores personales, lo que nos hace ser nosotros mismos queda bajo el "celemín" si no es compartido, puesto en común, orientado «hacia los demás», hacia Dios.
-Vivimos para el Señor, morimos para el Señor. Es el primer principio para conservar o desarrollar la unidad entre cristianos de "opciones" opuestas: que cada uno actúe con lealtad "como servidor del mismo Señor".
-Ya vivamos,. ya muramos, pertenecemos al Señor. En definitiva, sólo Dios es la referencia absoluta. San Pablo no cuenta con que "conservadores" y "progresistas" lleguen a tener las mismas opiniones. Pide, incluso, a cada uno que siga su conciencia. La unidad no ha de hacerse a ese nivel concreto, sino más profundamente, en el esfuerzo de cada uno para ser «servidor del mismo Dios», para pertenecer al mismo Dios.
b) Los "conformistas" tienen tendencia a condenar a los "progresistas". Pablo les dice que no tienen derecho alguno a juzgarlos, porque el juicio es una prerrogativa divina (vv 10-12; cf Rom 12,14-21). Además, si los fuertes se comportan muy libremente, es en nombre de una libertad dada por Dios (vv 3-4).
Pablo no pide que conservadores y progresistas compartan las mismas ideas: no es a este nivel donde debe realizarse la unidad, sino mucho más profundamente, en la conciencia que cada uno debe tener de ser siervo del mismo Dios. La sociedad moderna se orienta cada vez más hacia el pluralismo. Es decir, que los cristianos tendrán que compartir cada vez más opiniones no solo sobre cuestiones profanas, políticas o sociales sino también sobre problemas morales, religiosos o litúrgicos. ¿Hay que lamentar esto, inquietarse por esta evolución y querer mantener a toda costa una uniformidad absoluta? Tal actitud correría el peligro de perder de vista que la unidad cristiana se sitúa a otro nivel, en donde solo cuenta la fe y la gloria de Dios único a quien se sirve. En realidad, cada uno tendría que poder contar hasta tal punto con el amor y el respeto ajenos que no tuviera reparo en mostrarse tal cual es, con sus debilidades y su fuerza, sabiendo que, a su vez, devolvía el mismo amor y el respeto hacia todos. La Eucaristía parroquial es precisamente el terreno por excelencia en donde se deben reconocer y asumir los conflictos y tensiones inherentes al pluralismo de esos cristianos reunidos y que poseen distintas opiniones (Maertens-Frisque).
La sociedad moderna y la Iglesia de HOY más que la del tiempo de san Pablo, están marcadas por pluralismos, oposiciones y conflictos. Está claro que los cristianos tienen modos de ver cada vez más diferentes los unos de los otros, sobre asuntos profanos, morales, religiosos, litúrgicos. Señor, ayúdanos a que te pertenezcamos... a que aceptemos las tensiones que nos dividen en todos los otros puntos.
-Entonces tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? Tú, ¿por qué desprecias a tu hermano? Es el segundo «principio» para continuar o desarrollar la unidad entre cristianos que tienen "opciones" opuestas: que cada uno cuide de no juzgar los comportamientos de los demás. Cada uno debería poder contar con el amor y el respeto de todos para no acomplejarse de «ser él mismo» tal cual es. Ayúdanos, Señor, a no juzgar, a no despreciar.
-Todos compareceremos ante el tribunal de Dios. En efecto, no tenemos derecho a juzgar a nuestros hermanos porque el "Juicio" es una prerrogativa sólo de Dios y ¡nosotros seremos juzgados por El! Precisa tener en cuenta esta eventualidad. Jesús mismo nos recomendó firmemente esta actitud cuando nos pidió que no mirásemos demasiado la «paja en el ojo del vecino» cuando no vemos «la viga que hay en el nuestro».
-«Por mi vida, dice el Señor, que toda rodilla se doblegará ante Mí..." Así, pues, cada uno de nosotros deberá rendir cuenta de sí mismo a Dios. No hay nada mejor que ese género de pensamientos para ayudarnos a relativizar nuestras posturas demasiado categóricas. Señor, no quiero temer tu juicio. Pero que esto me ayude a estar más abierto a los demás (Noel Quesson).
2. Sal. 26. Es un salmo de confianza, de esperanza. “El Señor es mi luz…” ue para un cristiano tiene una nueva referencia en las palabras de Jesús: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12; cf 1,9). San Juan de Nápoles dice: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Dichoso el que así hablaba, porque sabía cómo y de dónde procedía su luz y quién era el que lo iluminaba. El veía la luz, no esta que muere al atardecer, sino aquella otra que no vieron ojos humanos. Las almas iluminadas por esta luz no caen en el pecado, no tropiezan en el mal.
Decía el Señor: Caminad mientras tenéis luz. Con estas palabras, se refería a aquella luz que es él mismo, ya que dice: Yo he venido al mundo como luz, para que los que ven no vean y los ciegos reciban la luz. El Señor, por tanto, es nuestra luz, él es el sol de justicia que irradia sobre su Iglesia católica, extendida por doquier. A él se refería proféticamente el salmista, cuando decía: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
El hombre interior, así iluminado, no vacila, sigue recto su camino, todo lo soporta. El que contempla de lejos su patria definitiva aguanta en las adversidades, no se entristece por las cosas temporales, sino que halla en Dios su fuerza; humilla su corazón y es constante, y su humildad lo hace paciente. Esta luz verdadera que viniendo a este mundo alumbra a todo hombre, el Hijo, revelándose a sí mismo, la da a los que lo temen, la infunde a quien quiere y cuando quiere.
El que vivía en tiniebla y en sombra de muerte, en la tiniebla del mal y en la sombra del pecado, cuando nace en él la luz, se espanta de sí mismo y sale de su estado, se arrepiente, se avergüenza de sus faltas y dice: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Grande es, hermanos, la salvación que se nos ofrece. Ella no teme la enfermedad, no se asusta del cansancio, no tiene en cuenta el sufrimiento. Por esto, debemos exclamar, plenamente convencidos, no sólo con la boca, sino también con el corazón: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Si es él quien ilumina y quien salva, ¿a quién temeré? Vengan las tinieblas del engaño: el Señor es mi luz. Podrán venir pero sin ningún resultado, pues, aunque ataquen nuestro corazón, no lo vencerán. Venga la ceguera de los malos deseos: el Señor es mi luz. El es, por tanto, nuestra fuerza, el que se da a nosotros, y nosotros a él. Acudid al médico mientras podéis, no sea que después queráis y no podáis”.
Los vv 2-3 Dice S. Agustín: “nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones”.
La expresión “tierra de vivos” (v 13) alcanza su significado pleno con Cristo resucitado pues en el cielo está el Santuario de dios donde veremos su rostro. Estemos vigilantes para llegar con seguridad a la casa eterna del Padre Dios. Que lleguemos como hijos en el Hijo. Que ese sea nuestro anhelo, el motivo de nuestras oraciones, la única felicidad y seguridad buscadas. Que ya desde ahora caminemos a la luz del Señor, de su Palabra, de su amor. Entonces Dios volverá su mirada hacia nosotros y nos contemplará como a hijos suyos, y nos manifestará su bondad ya desde esta vida.
3.- Lc 15,1-10 (ver domingo 24 C) El capítulo 15 de san Lucas ha sido llamado "el corazón del evangelio". Nos transmite unas parábolas muy características (ha sido llamado “el evangelio de la misericordia”: Juan Pablo II), las de la misericordia: hoy leemos la de la oveja descarriada y la de la moneda perdida. La del hijo pródigo, la más famosa, la leemos en Cuaresma. La ocasión se la brindan a Jesús los fariseos y los letrados, que murmuraban porque él acogía a los publicanos y pecadores y comía con ellos. La lección, por tanto, va para estas personas que no tienen misericordia. Lo contrario de Jesús, y de Dios, que sienten gran alegría cuando la oveja que se había descarriado vuelve al redil y cuando la moneda que se había perdido, ha sido recuperada. Son hermosas las imágenes del pastor que, lleno de alegría, se carga sobre los hombros a la oveja perdida, y la de la mujer que reune a sus vecinas para comunicarles su alegría por la moneda encontrada. Así es la alegría de Dios de "los ángeles de Dios"- "por un solo pecador que se convierta".
Dios es rico en misericordia. Su corazón está lleno de comprensión y clemencia. A pesar de que nosotros, a veces, nos alejemos de él, nos busca hasta encontrarnos y se alegra aún más que el pastor por la oveja y la mujer por la moneda. Esta misericordia la emplea, ante todo, con nosotros mismos, que también tenemos nuestros momentos de alejamiento y despiste. Y también con todos los demás pecadores. La Virgen María, en su Magníficat, cantaba a Dios porque "acogió a Israel su siervo acordándose de su misericordia". Si al pueblo elegido de Israel le tuvo que perdonar, también a nosotros, que no somos mucho mejores. Pero la lección se orienta a nuestra actitud con los demás, cuando fallan. Sería una pena que estuviéramos retratados en los fariseos que murmuran por el perdón que Dios da a los pecadores, o en la figura del hermano mayor del hijo pródigo que no quería participar en la fiesta que el padre organizó por la vuelta del hermano pequeño. ¿Tenemos corazón mezquino o corazón de buen pastor?
Las parábolas nos las narra Jesús para que aprendamos a imitar la actitud de ese Dios que busca a los que han fallado, uno por uno, que les hace fácil el camino de vuelta, que les acoge, que se alegra y hace fiesta cuando se convierten. ¿Acogemos nosotros así a los demás cuando han fallado y se arrepienten? ¿qué cara les ponemos? ¿quisiéramos que recibieran un castigo ejemplar? ¿les echamos en cara su fallo una y otra vez? ¿les damos margen para la rehabilitación, como Jesús a Pedro después de su grave fallo?
Si somos tolerantes y sabemos perdonar con elegancia, entonces sí nos podemos llamar discípulos de Jesús. La imagen de Jesús como Buen Pastor que carga sobre sus hombros a la oveja descarriada (la famosa estatua del siglo III que se conserva en el Museo de Letrán en Roma), debería ser una de nuestras preferidas: nos enseña a ser buenos pastores y a no comportarnos como los fariseos puritanos que se creen justos, sino como seguidores de Jesús, que no vino a condenar sino a perdonar y a salvar (J. Aldazábal).
-Los publicanos y los pecadores solían acercarse en masa para escuchar a Jesús. Los fariseos y los escribas lo criticaban diciendo: "Este hombre acepta a los pecadores y come con ellos". Una de las definiciones de Jesús: "aquel que acepta bien a los pecadores". He ahí una revelación sorprendente de Dios.
-Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una ¿no deja las noventa y nueve en el campo para ir en busca... La aritmética de Dios no es la nuestra. El número, la cantidad nos impresionan siempre. Para Dios "uno" iguala a "noventa y nueve". Cada hombre tiene un valor inestimable. Misterio del respeto que Dios tiene para cada uno de nosotros. ¡Tú nos amas, Señor, con un amor "personal", "individualizado"! En mi interior, con el pensamiento, recorro los nombres de las personas que he visto recientemente y cuyos nombres recuerdo bien: señor tal... señora cual... señorita X... el muchacho tal... la jovencita cual... Cada uno de ellos, cada uno, es amado por Dios. El Buen Pastor es Cristo: “puso la oveja sobre sus homros, porque, al aumir la naturaleza humana, Él mismo cargó con nuestros pecados” (San Gregorio Magno). La parábola es una explicación de la conducta de Jesús, y nos explica que frente a Él, quien le juzga acaba por ser juzgado en aquello mismo que juzga. La estructura de esta parábola, como la de la dracma perdida, son similares: expresan la alegría por haber encontrado lo perdido y Jesús añade que así es la alegría en el cielo por el arrepentimiento de un pecador (vv 7.10) de manera que el oyente entiende que la actitud del pastor o de la mujer, su alegría, representan a Dios que no se queda cruzado de brazos ante nuestras debilidades, sale a buscar lo perdido (v 4), y con un celo hace lo necesario para encontrarnos (v 8), pero sobre todo se alegra cuando le buscamos a él: “mas esta fuerza tiene el amor, si es perfecto, que olvidamos nuestro contento por contentar a quien amamos. Y verdaderamente es así que, aunque sean grandísimos trabajos, entendiendo contentamos a Dios, se nos hacen dulces” (Santa Teresa de Jesús; cf Biblia de Navarra).
-...Para ir en busca de "la descarriada", hasta que la encuentra? Me la imagino. Es precisamente aquella que se ha escapado, o que se ha perdido, Es aquella la que embarga todo el pensamiento del pastor. Sólo ella cuenta, por el momento. ¡Es así nuestro Dios! Un Dios que sigue pensando en los que le han abandonado, un Dios que ama a los que no le aman, un Dios que anda en busca de sus "hijos dispersos" ¡La oveja que causa preocupación a Dios! ¿Soy quizá yo?
-Cuando la encuentra, se la carga en los hombros, muy contento... Un hombre, un pastor feliz, sonriente, exultante, muy contento. ¡Así se nos presenta Dios!
-Y de regreso a su casa, reúne a sus amigos y a sus vecinos para decirles: "alegraos conmigo, porque he encontrado mi oveja, la que había perdido". Alegraos conmigo, dice Dios. Dios es un ser que se alegra, y de su alegría, hace partícipes a los demás. La "alegría de Dios" es encontrar de nuevo a los hijos que estaban perdidos.
-Os digo: "Lo mismo pasa en el cielo, da más alegría un pecador que se enmienda, que noventa y nueve justos que no necesitan enmendarse, convertirse". En el cielo hay alegría ¿Quién quiere alegrarse conmigo. dice Dios? ¡Un solo pecador que se convierte! ¿Lo he oído bien? ¡Un solo pecador que se convierte! ¡Uno solo! pasa a tener una importancia desmesurada a los ojos de Dios. Parece que sólo "él" es el que cuenta. Y tú, ¡no te contentas con esperar que ella vuelva! Tú saliste a buscarla. ¿Y yo? ¿Tengo ese mismo afán por la salvación de los hombres? ¿Tengo, como Dios, un corazón misionero? ¿enviado para salvar lo que se ha perdido?
-Y, si una mujer tiene diez monedas de plata y se le pierde una, ¿no enciende un candil, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Lucas es el único que nos cuenta esa parábola "femenina", que nos repite lo mismo; con otra imagen. "Alumbrar"... "barrer"... "buscar con cuidado..." Yo, pecador, como todos los pecadores, soy objeto de ese amor (Noel Quesson).
La justicia es pensada muchas veces como el estricto cumplimiento de la Ley. Pero pasa muchas veces que la ley no es justa o que se cumple con un sentido egoísta. Jesús se tuvo que enfrentar a muchos que se creían el «non plus ultra» de la sociedad porque «cumplían» la ley. Pero, la realidad era que cumplían sólo la letra, olvidando el espíritu de la ley. La ley de Israel estaba hecha para que le pueblo, luego de la liberación de Egipto, llegara a ser autónomo, equitativo y auténtico. Sin embargo, muchos habían trivializado el sentido de la ley y se contentaban con la exaltación del cumplimiento de las normas más triviales. De esta manera, manipulaban la constitución social y política destinada a beneficiar al pueblo, únicamente para unos intereses muy particulares de clase. La parábola con la que Jesús los encara, muestra cuál es la verdadera intención de Dios al ofrecer una Ley para su pueblo. El interés está dirigido decididamente a que la historia cambie y el pueblo viva. Dios quiere que el ser humano se salve de la injusticia y de la marginación. Por eso, el pastor sale en busca de la oveja extraviada, aquella que está excluida del rebaño. Se alegra de su presencia y festeja la integración de ella en el conjunto mayor. De igual manera, la mujer busca su moneda, porque sólo la unidad (10 monedas) es valiosa. Si falta una, el conjunto carece de valor. El Reino de Dios es una casa donde todos son admitidos, donde no hay excluidos.
Esta manera de pensar y actuar molestaba profundamente a los legalistas, que pensaban solamente en sus intereses individualistas y sectarios. Jesús les privaba con su predicación del instrumento ideológico (su legalismo) con el que defendían su situación y sus deseos de no cambiar. Por estos mismos intereses solucionaron sus diferencias con Jesús por medio de la violencia, lo que mostró hasta qué punto estaban aferrados a ellos (servicio biblico latinoamericano).
El pecado cometido se convierte casi en una joya. «En Pascua, Dios espera. Un pródigo que regresa le da más consuelo que noventa y nueve que siguieron siendo fieles; dada su infinita misericordia, mientras un pecado aún por cometer es evitado a costa de cualquier sacrificio, el pecado ya cometido se convierte en nuestras manos casi en una joya, que podemos regalar a Dios para darle el consuelo de perdonar. ¡Intentémoslo! Uno queda como un señor cuando se regalan joyas».
Estamos muy acostumbrados a subrayar el amor de Dios. En los últimos años se habla también mucho, influidos quizá por la tradición ortodoxa, de la belleza de Dios. ¿No necesitaríamos contemplar más a menudo la alegría de Dios? Lo que más me llama la atención de las parábolas del pastor que encuentra la oveja perdida, de la mujer que encuentra la moneda (e incluso del padre que encuentra a su hijo) es el tono de alegría que impregna a todas ellas. Ciertamente, hay otros aspectos importantes: el esfuerzo de búsqueda, el arrepentimiento, etc. Pero, por encima de todos, destaca la alegría. Donde hay experiencia de gracia (en griego se dice "cháris") siempre hay alegría (en griego se dice "chára"). Sólo cuando experimentamos que Dios es alegre y que nos contagia su alegría podemos renunciar a todo -como leíamos en el evangelio de ayer- sin sentir que nuestra vida se queda vacía. Creo que a esta experiencia se refiere Pablo cuando escribe a los filipenses: "Todo eso que para mí era ganancia, lo consideré pérdida comparado con Cristo". Por tres veces repite con parecidas palabras esta confesión, este juego de pérdida-ganancia.
¿Por qué tanta gente cuando piensa en el evangelio lo asocia siempre a palabras como cruz, renuncia, exigencia? ¿Por qué hay tantos creyentes que casi de manera obsesiva utilizan continuamente imperativos: debemos, tenemos que, es necesario, ...? Nada es posible sin un corazón feliz. La alegría es fuente de heroísmo. El esfuerzo sin alegría genera crispación y resentimiento, porque encaja mal los medios plazos, porque no tolera los errores. Recuerdo que cuando era adolescente circulaba una canción que hoy me parece ingenua en la letra y simplona en la música, pero que expresaba esta dimensión esencial de la experiencia de Dios…Decía, más o menos, así: Si Dios es alegre y joven, si es bueno y sabe sonreír, ¿por qué rezar tan tristes? ¿por qué vivir sin cantar ni reír? Pues eso. (gonzalo@claret.org)
La alegría de un Dios que sale en busca de lo perdido sólo puede hallar concreción en la actitud de Jesús que recibe a personas que en la consideración general estaban situados fuera de la realidad salvífica de Israel: los odiados publicanos, considerados por su profesión de cobradores del impuesto imperial como traidores a su pueblo, y los pecadores, alejados de la comunión con Dios. De esa forma se responde a la crítica de los autosuficientes que se consideraban justos y partícipes de los bienes divinos. Las parábolas rechazan, por tanto, toda participación basada en reglamentaciones o leyes y colocan como único lugar de encuentro con Dios la participación en su misericordia para con todos (Josep Rius-Camps).
Este evangelio nos hace sentir gozo pero sobre todo esperanza. ¿Quién no se ha sentido alguna vez como la oveja perdida? No sólo por el pecado… ¡Hay tantos conflictos y problemas en la vida…! Todos hemos conocido días amargos. Peor incluso si abrimos los ojos y miramos al mundo. Pero nuestra vida tiene sentido porque Dios nos cuida, nos ama, se alegra con nuestras alegrías y llora con nuestras penas. Los marginados que tuvieron la dicha de encontrarse con Jesús supieron que había algo diferente en aquel hombre. Tanto, que estaban deseosos de oír su palabra. La envidia de los oficial y socialmente buenos no pudo por menos que aparecer. Jesús, usando esta parábola de la oveja perdida les habla claro.
No es tiempo de ser tacaños sino de aprender a gozar con el mismo gozo de Dios. Y sufrir con sus penas. La alegría en el cielo por cada pecador arrepentido nos hace suponer una parecida pena por cada pecado y cada dolor que nos aflige. Si Jesús estuvo cerca de los que en su tiempo eran los últimos y más necesitados, podemos estar seguros de que hoy también está con nosotros, alegrándose cuando somos capaces de superarnos y llorando con nuestros momentos bajos. ¡Maravilloso! (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica).
Amigo de los pecadores. En el Evangelio leemos: Pero los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: Éste recibe a los pecadores y come con ellos (Lucas 15, 1-10). La batalla de Jesús contra el pecado y sus raíces más profundas, no le aleja del pecador. Muy al contrario, lo aproxima a los hombres, a cada hombre. Su vida es un constante acercamiento a quien necesita la salud del alma; hasta tal punto que sus enemigos le dieron el título de amigo de publicanos y pecadores (Mt 11,18-19). Y Jesús les dice: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos (Mc 2,17). Sentado entre estos hombres que parecen muy alejados de Dios, Jesús se nos muestra entrañablemente humano. No se aparta de ellos, sino que busca su trato. La oración de hoy nos debe llevar a aumentar nuestra confianza en Jesús cuanto mayores sean nuestras necesidades; especialmente si en alguna ocasión sentimos con más fuerza la propia flaqueza. Y pediremos con más confianza por aquellos que están alejados del Señor. La vida de Jesús estuvo totalmente entregada a sus hermanos los hombres (Gal 2,20), con un amor tan grande que llegará dar la vida por todos (Jn 13,1). Cuanto más necesitados nos encontramos, más atenciones tiene con nosotros. Esta misericordia supera cualquier cálculo y medida humana. El Buen Pastor no da por definitivamente perdida a ninguna de sus ovejas. Con esta parábola, el Señor expresa su inmensa alegría ante la conversión de un pecador; un gozo divino que está por encima de toda lógica humana. Es la alegría de Dios cuando recomenzamos en nuestro camino, quizá después de pequeños o grandes fracasos. Existe también una alegría muy particular cuando hemos acercado a un amigo o a un pariente al sacramento del perdón, donde Jesucristo le esperaba con los brazos abiertos. Jesucristo sale muchas veces a buscarnos. Jesús se acerca al pecador con respeto, con delicadeza. Sus palabras son siempre expresión de su amor por cada alma. Los cuidados y atenciones de la misericordia divina sobre el pecador arrepentido son abrumadores. Nos perdona y olvida para siempre nuestros pecados. Lo que era muerte se convierte en fuente de vida. Nos muestra el Señor el valor que para Él tiene una sola alma y los esfuerzos que hace para que no se pierda. Este interés es el que debemos tener para que los demás no se extravíen y, si están lejos de Dios, para que vuelvan. Pidámoselo a Nuestra Madre (F. Fernández Carvajal).
La oveja perdida. La predicación del Señor atraía por su sencillez y por sus exigencias de entrega y amor. Los fariseos le tenían envidia porque la gente se iba tras Él. Esa actitud farisaica puede repetirse entre los cristianos: una dureza de juicio tal que no acepte que un pecador pueda convertirse y ser santo; o una ceguera de mente que impida reconocer el bien que hacen los demás y alegrarse de ello. Prostitutas, enfermos, mendigos, maleantes, pecadores. Cristo no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores, y por eso, fue signo de contradicción. Llegó rompiendo esquemas, escandalizando, amando hasta el extremo. Jesús se rodeaba de los sedientos de Dios, de los que estaban perdidos y buscaban al Buen Pastor. Esto no significa que el Señor no estime la perseverancia de los justos, sino que aquí se destaca el gozo de Dios y de los bienaventurados ante el pecador que se convierte, que se había perdido y vuelve al hogar. Es una clara llamada al arrepentimiento ya . Otra caída... y ¡qué caída!... No te desesperes, no: humíllate y acude, por María, al Amor Misericordioso de Jesús. ¡Arriba ese corazón! A comenzar de nuevo.
El Señor nos invita a una sincera conversión; lo cual significa aceptar la salvación que nos ofrece, y que Él nos logró a costa de la entrega de su propia vida por amor a nosotros. Dios nos ama con un amor infinito. Su amor por nosotros no es como nube mañanera, ni como el rocío del amanecer. Podrán desaparecer los cielos y la tierra, podrá una madre dejar de amar al hijo de sus entrañas; pero el amor de Dios hacia nosotros jamás se acabará. Ese amor llevó al Hijo de Dios a descender desde la eternidad para que hecho uno de nosotros, saliera a buscarnos, pues andábamos errantes como ovejas sin pastor; y cuando nos encontró, lleno de amor nos cargó sobre sus hombros; es decir, no nos trató con golpes, no nos condenó puesto que Él no vino a condenar, sino a salvar todo lo que se había perdido. Con grandes muestras de amor hacia nosotros, amor manifestado hasta el extremo, nos hizo experimentar que Dios jamás ha dejado de amarnos. Y puesto que sólo el amor es digno de crédito, su amor no se quedó sólo en palabras, sino que se manifestó mediante sus obras; incluso es un amor manifestado hasta la entrega de su propia vida a favor nuestro. ¿Seremos capaces de amar como Él nos ha amado? ¿Seremos capaces de colaborar a la salvación de los que viven lejos del Señor, buscándolos y ayudándoles a retornar, no a golpes y regaños, sino con un amor sincero, manifestado hasta el extremo, por ellos? En esta Eucaristía el Señor sale a nuestro encuentro para ofrecernos su perdón, su Vida, su Espíritu. Alimentarse de Cristo no es sólo acercarse a recibir la Eucaristía por devoción, por costumbre, o, por desgracia, de un modo inconsciente. Entrar en comunión de vida con el Señor significa abrir nuestro corazón para que habite el Señor en nosotros y nos transforme haciéndonos vivir como hijos suyos que, dejándonos amar por Él, comencemos a caminar a su luz, amándolo a Él por encima de todo, y amando a nuestro prójimo como Dios nos ha amado a nosotros. Ese es el compromiso de fe que hemos de adquirir al participar en la Eucaristía. El Señor nos envía como un signo de su amor misericordioso y salvador en el mundo. Conociendo las grandes miserias que aquejan a muchas personas, hemos de trabajar de un modo real por remediarlas. Quien ante el dolor y la pobreza de los demás permanece indiferente, o sólo da las migajas que le sobran mientras él banquetea espléndidamente, no puede identificarse con Cristo que sale al encuentro de la oveja herida por tantas injusticias de que ha sido víctima. Quien vive su fe encerrado en sí mismo, no puede identificarse con Cristo que sale a buscar a la oveja descarriada y que se desvela por ella hasta encontrarla. No podemos ser signo de Cristo mientras nos quedemos en casa esperando que los pecadores y descarriados vuelvan solos. La Vida de Cristo ha de ser como una luz que, por medio nuestro, se hace cercana a quienes viven en tinieblas y en sombras de muerte para que, en Cristo, encuentren el Camino que le dé nuevamente sentido a su vida y les salve. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la Gracia de ser portadores de Cristo hasta los últimos rincones de la tierra, para que todos salten de gozo en el Señor y queden llenos del Espíritu Santo, y, viviendo como hijos de Dios todos podamos encaminarnos, unidos a Cristo, al gozo eterno. Amén (www.homiliacatolica.com).
Carta del apóstol san Pablo a los Romanos 14,7-12. Hermanos: Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para si mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos. Tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú, ¿por qué desprecias a tu hermano? Todos compareceremos ante el tribunal de Dios, porque está escrito: «Por mi vida, dice el Señor, ante mi se doblará toda rodilla, a mí me alabará toda lengua.» Por eso, cada uno dará cuenta a Dios de sí mismo.
Salmo 26, 1.4.13-14. R. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida.
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?
Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo.
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.
Evangelio según san Lucas 15,1-10. En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: -«Ése acoge a los pecadores y come con ellos.» Jesús les dijo esta parábola: -«Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: "¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido." Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: "¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido." Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta. »
Comentario: 1.- Rm 14,7-12. El pasaje de hoy no se entiende bien si no se tiene en cuenta el contexto anterior. Seria bueno que la lectura empezara en 14,1, y no en 14,7. Pablo ve que, en las comunidades, hay distintas maneras de pensar: unos dan importancia a algunos detalles, otros a otros. Por ejemplo, en cuanto a las comidas ("uno cree poder comer de todo, mientras el débil no come más que verduras") o en cuanto a los días que se celebran con especial énfasis ("éste da preferencia a un día, aquél los considera todos iguales"). Aquí viene la lección: en esas cosas que no son importantes, hemos de ser tolerantes y no querer imponer nuestra opinión: "el que come, no desprecie al que no come". Unos y otros se entiende que siguen su conciencia: "el que come, lo hace por el Señor; el que no come, lo hace por el Señor". Por eso, deberíamos tener como punto de referencia lo que sí es importante: "si vivimos, vivimos para el Señor, en la vida y en la muerte, somos del Señor". Y todo eso sin criticar a los hermanos porque hacen esto o lo otro: si su conciencia les dice que lo hagan así, no soy yo quien se debe meter a juez de sus acciones. "Cada uno dará cuenta a Dios de si mismo". Vemos ahí también razones teológicas para el ejercicio de la caridad fraterna (vv 7-9): ningún cristiano vive o muere para sí mismo, sino para el Señor, al que dará cuenta (vv 10-12), y comenta S. Juan Crisóstomo: “tenemos un Dios que quiere que vivamos y que no desea que muramos, y ambas cosas le interesan más a Él que a nosotros”; y S. Gregorio Magno: “los santos, pues, no viven ni mueren para sí. No viven para sí porque en todo lo quehacen buscan ganancias espirituales, pues orando, predicando y perseverando en las buenas obras, desean aumentar los ciudadanos de la patria celestial. Ni mueren para sí, porque, ante los hombres, glorifican con su muerte a Dios, al cual se apresuran a llegar muriendo”.
En todo grupo humano, y también en las comunidades cristianas, tenemos necesidad de una mayor apertura de corazón. Debemos ser más pluralistas y respetar la conducta de los demás, aunque sea distinta de la nuestra. Debemos saber distinguir lo que es importante y lo que puede dejarse libremente a la conciencia de cada uno. Yo tengo que dar cuenta, ante Dios y ante la comunidad, de mis actos, sin meterme continuamente a fisgonear en lo que hacen los demás, ni perder la paz porque haya diversidad de opiniones y costumbres, cosa que deberíamos considerar como sana. Esto no es una invitación a despreocuparnos de los hermanos y a no buscar su bien. Pablo está hablando de cosas no importantes, en las que con frecuencia solemos fijarnos hasta perder el humor y la caridad. En la vida hay pocas cosas realmente trascendentes: ahí si debemos poner toda la carne en el asador. Pero en otras muchas, seriamos más felices si consiguiéramos un corazón comprensivo, tolerante, si respetáramos más al hermano y no nos escandalizáramos tan fácilmente de lo que hacen los demás. No vale la pena estar siempre discutiendo ni agriándonos el ánimo por cosas que no tienen importancia: seguramente son buenas las que pensamos nosotros y las que piensan los que hacen lo contrario.
El texto que meditaremos hoy se inscribe en el contexto en que san Pablo trata de las "divergencias", concretas que oponen a los cristianos entre sí. Algunos cristianos, aun habiendo abrazado la Fe en Cristo Salvador, se creían obligados a observar las prescripciones legales antiguas de la Ley de Moisés: días de ayuno... abstinencia de carne y vino... prohibición de algunos alimentos... otros cristianos -los "fuertes"- estimaban que su Fe les confería libertad plena, frente a esas antiguas prácticas religiosas. Se puede leer ese pasaje al comienzo de este capítulo (Rm 14 1 a 7). En este capítulo, Pablo aborda el problema de la caridad entre cristianos que profesan opiniones distintas acerca de la observancia de prácticas religiosas: días de ayuno (v 5), abstinencia de carne y de vino (vv 14,17,21), no comer ciertos alimentos (vv 14, 20). De hecho algunos cristianos ("los fuertes") creen que su fe los libera de esta religión; otros, más timoratos o más conservadores ("los débiles") opinan que tienen que hacer caso a sus escrúpulos. La lectura de hoy se dirige especialmente a los "débiles" que no tienen que juzgar a los "fuertes".
a) Un primer principio para mantener la caridad entre estos cristianos es que cada uno obre por el Señor (vv 5-6), con la certeza de ser, en cualquier circunstancia, siervo del mismo Señor (vv 7-9). Ni la vida ni la muerte cambian en nada este depender del Señor y mucho menos las cuestiones sobre prácticas religiosas. Y san Pablo continúa:
-Hermanos, ninguno de nosotros vive para sí mismo, y tampoco muere nadie para sí mismo. Es la condena más rotunda del "individualismo". Las "divergencias", si las hay, y los particularismos legítimos, deben finalmente al menos, orientarse y canalizarse hacia el bien común. No se puede vivir "para sí mismo". Nuestros valores personales, lo que nos hace ser nosotros mismos queda bajo el "celemín" si no es compartido, puesto en común, orientado «hacia los demás», hacia Dios.
-Vivimos para el Señor, morimos para el Señor. Es el primer principio para conservar o desarrollar la unidad entre cristianos de "opciones" opuestas: que cada uno actúe con lealtad "como servidor del mismo Señor".
-Ya vivamos,. ya muramos, pertenecemos al Señor. En definitiva, sólo Dios es la referencia absoluta. San Pablo no cuenta con que "conservadores" y "progresistas" lleguen a tener las mismas opiniones. Pide, incluso, a cada uno que siga su conciencia. La unidad no ha de hacerse a ese nivel concreto, sino más profundamente, en el esfuerzo de cada uno para ser «servidor del mismo Dios», para pertenecer al mismo Dios.
b) Los "conformistas" tienen tendencia a condenar a los "progresistas". Pablo les dice que no tienen derecho alguno a juzgarlos, porque el juicio es una prerrogativa divina (vv 10-12; cf Rom 12,14-21). Además, si los fuertes se comportan muy libremente, es en nombre de una libertad dada por Dios (vv 3-4).
Pablo no pide que conservadores y progresistas compartan las mismas ideas: no es a este nivel donde debe realizarse la unidad, sino mucho más profundamente, en la conciencia que cada uno debe tener de ser siervo del mismo Dios. La sociedad moderna se orienta cada vez más hacia el pluralismo. Es decir, que los cristianos tendrán que compartir cada vez más opiniones no solo sobre cuestiones profanas, políticas o sociales sino también sobre problemas morales, religiosos o litúrgicos. ¿Hay que lamentar esto, inquietarse por esta evolución y querer mantener a toda costa una uniformidad absoluta? Tal actitud correría el peligro de perder de vista que la unidad cristiana se sitúa a otro nivel, en donde solo cuenta la fe y la gloria de Dios único a quien se sirve. En realidad, cada uno tendría que poder contar hasta tal punto con el amor y el respeto ajenos que no tuviera reparo en mostrarse tal cual es, con sus debilidades y su fuerza, sabiendo que, a su vez, devolvía el mismo amor y el respeto hacia todos. La Eucaristía parroquial es precisamente el terreno por excelencia en donde se deben reconocer y asumir los conflictos y tensiones inherentes al pluralismo de esos cristianos reunidos y que poseen distintas opiniones (Maertens-Frisque).
La sociedad moderna y la Iglesia de HOY más que la del tiempo de san Pablo, están marcadas por pluralismos, oposiciones y conflictos. Está claro que los cristianos tienen modos de ver cada vez más diferentes los unos de los otros, sobre asuntos profanos, morales, religiosos, litúrgicos. Señor, ayúdanos a que te pertenezcamos... a que aceptemos las tensiones que nos dividen en todos los otros puntos.
-Entonces tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? Tú, ¿por qué desprecias a tu hermano? Es el segundo «principio» para continuar o desarrollar la unidad entre cristianos que tienen "opciones" opuestas: que cada uno cuide de no juzgar los comportamientos de los demás. Cada uno debería poder contar con el amor y el respeto de todos para no acomplejarse de «ser él mismo» tal cual es. Ayúdanos, Señor, a no juzgar, a no despreciar.
-Todos compareceremos ante el tribunal de Dios. En efecto, no tenemos derecho a juzgar a nuestros hermanos porque el "Juicio" es una prerrogativa sólo de Dios y ¡nosotros seremos juzgados por El! Precisa tener en cuenta esta eventualidad. Jesús mismo nos recomendó firmemente esta actitud cuando nos pidió que no mirásemos demasiado la «paja en el ojo del vecino» cuando no vemos «la viga que hay en el nuestro».
-«Por mi vida, dice el Señor, que toda rodilla se doblegará ante Mí..." Así, pues, cada uno de nosotros deberá rendir cuenta de sí mismo a Dios. No hay nada mejor que ese género de pensamientos para ayudarnos a relativizar nuestras posturas demasiado categóricas. Señor, no quiero temer tu juicio. Pero que esto me ayude a estar más abierto a los demás (Noel Quesson).
2. Sal. 26. Es un salmo de confianza, de esperanza. “El Señor es mi luz…” ue para un cristiano tiene una nueva referencia en las palabras de Jesús: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12; cf 1,9). San Juan de Nápoles dice: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Dichoso el que así hablaba, porque sabía cómo y de dónde procedía su luz y quién era el que lo iluminaba. El veía la luz, no esta que muere al atardecer, sino aquella otra que no vieron ojos humanos. Las almas iluminadas por esta luz no caen en el pecado, no tropiezan en el mal.
Decía el Señor: Caminad mientras tenéis luz. Con estas palabras, se refería a aquella luz que es él mismo, ya que dice: Yo he venido al mundo como luz, para que los que ven no vean y los ciegos reciban la luz. El Señor, por tanto, es nuestra luz, él es el sol de justicia que irradia sobre su Iglesia católica, extendida por doquier. A él se refería proféticamente el salmista, cuando decía: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
El hombre interior, así iluminado, no vacila, sigue recto su camino, todo lo soporta. El que contempla de lejos su patria definitiva aguanta en las adversidades, no se entristece por las cosas temporales, sino que halla en Dios su fuerza; humilla su corazón y es constante, y su humildad lo hace paciente. Esta luz verdadera que viniendo a este mundo alumbra a todo hombre, el Hijo, revelándose a sí mismo, la da a los que lo temen, la infunde a quien quiere y cuando quiere.
El que vivía en tiniebla y en sombra de muerte, en la tiniebla del mal y en la sombra del pecado, cuando nace en él la luz, se espanta de sí mismo y sale de su estado, se arrepiente, se avergüenza de sus faltas y dice: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Grande es, hermanos, la salvación que se nos ofrece. Ella no teme la enfermedad, no se asusta del cansancio, no tiene en cuenta el sufrimiento. Por esto, debemos exclamar, plenamente convencidos, no sólo con la boca, sino también con el corazón: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Si es él quien ilumina y quien salva, ¿a quién temeré? Vengan las tinieblas del engaño: el Señor es mi luz. Podrán venir pero sin ningún resultado, pues, aunque ataquen nuestro corazón, no lo vencerán. Venga la ceguera de los malos deseos: el Señor es mi luz. El es, por tanto, nuestra fuerza, el que se da a nosotros, y nosotros a él. Acudid al médico mientras podéis, no sea que después queráis y no podáis”.
Los vv 2-3 Dice S. Agustín: “nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones”.
La expresión “tierra de vivos” (v 13) alcanza su significado pleno con Cristo resucitado pues en el cielo está el Santuario de dios donde veremos su rostro. Estemos vigilantes para llegar con seguridad a la casa eterna del Padre Dios. Que lleguemos como hijos en el Hijo. Que ese sea nuestro anhelo, el motivo de nuestras oraciones, la única felicidad y seguridad buscadas. Que ya desde ahora caminemos a la luz del Señor, de su Palabra, de su amor. Entonces Dios volverá su mirada hacia nosotros y nos contemplará como a hijos suyos, y nos manifestará su bondad ya desde esta vida.
3.- Lc 15,1-10 (ver domingo 24 C) El capítulo 15 de san Lucas ha sido llamado "el corazón del evangelio". Nos transmite unas parábolas muy características (ha sido llamado “el evangelio de la misericordia”: Juan Pablo II), las de la misericordia: hoy leemos la de la oveja descarriada y la de la moneda perdida. La del hijo pródigo, la más famosa, la leemos en Cuaresma. La ocasión se la brindan a Jesús los fariseos y los letrados, que murmuraban porque él acogía a los publicanos y pecadores y comía con ellos. La lección, por tanto, va para estas personas que no tienen misericordia. Lo contrario de Jesús, y de Dios, que sienten gran alegría cuando la oveja que se había descarriado vuelve al redil y cuando la moneda que se había perdido, ha sido recuperada. Son hermosas las imágenes del pastor que, lleno de alegría, se carga sobre los hombros a la oveja perdida, y la de la mujer que reune a sus vecinas para comunicarles su alegría por la moneda encontrada. Así es la alegría de Dios de "los ángeles de Dios"- "por un solo pecador que se convierta".
Dios es rico en misericordia. Su corazón está lleno de comprensión y clemencia. A pesar de que nosotros, a veces, nos alejemos de él, nos busca hasta encontrarnos y se alegra aún más que el pastor por la oveja y la mujer por la moneda. Esta misericordia la emplea, ante todo, con nosotros mismos, que también tenemos nuestros momentos de alejamiento y despiste. Y también con todos los demás pecadores. La Virgen María, en su Magníficat, cantaba a Dios porque "acogió a Israel su siervo acordándose de su misericordia". Si al pueblo elegido de Israel le tuvo que perdonar, también a nosotros, que no somos mucho mejores. Pero la lección se orienta a nuestra actitud con los demás, cuando fallan. Sería una pena que estuviéramos retratados en los fariseos que murmuran por el perdón que Dios da a los pecadores, o en la figura del hermano mayor del hijo pródigo que no quería participar en la fiesta que el padre organizó por la vuelta del hermano pequeño. ¿Tenemos corazón mezquino o corazón de buen pastor?
Las parábolas nos las narra Jesús para que aprendamos a imitar la actitud de ese Dios que busca a los que han fallado, uno por uno, que les hace fácil el camino de vuelta, que les acoge, que se alegra y hace fiesta cuando se convierten. ¿Acogemos nosotros así a los demás cuando han fallado y se arrepienten? ¿qué cara les ponemos? ¿quisiéramos que recibieran un castigo ejemplar? ¿les echamos en cara su fallo una y otra vez? ¿les damos margen para la rehabilitación, como Jesús a Pedro después de su grave fallo?
Si somos tolerantes y sabemos perdonar con elegancia, entonces sí nos podemos llamar discípulos de Jesús. La imagen de Jesús como Buen Pastor que carga sobre sus hombros a la oveja descarriada (la famosa estatua del siglo III que se conserva en el Museo de Letrán en Roma), debería ser una de nuestras preferidas: nos enseña a ser buenos pastores y a no comportarnos como los fariseos puritanos que se creen justos, sino como seguidores de Jesús, que no vino a condenar sino a perdonar y a salvar (J. Aldazábal).
-Los publicanos y los pecadores solían acercarse en masa para escuchar a Jesús. Los fariseos y los escribas lo criticaban diciendo: "Este hombre acepta a los pecadores y come con ellos". Una de las definiciones de Jesús: "aquel que acepta bien a los pecadores". He ahí una revelación sorprendente de Dios.
-Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una ¿no deja las noventa y nueve en el campo para ir en busca... La aritmética de Dios no es la nuestra. El número, la cantidad nos impresionan siempre. Para Dios "uno" iguala a "noventa y nueve". Cada hombre tiene un valor inestimable. Misterio del respeto que Dios tiene para cada uno de nosotros. ¡Tú nos amas, Señor, con un amor "personal", "individualizado"! En mi interior, con el pensamiento, recorro los nombres de las personas que he visto recientemente y cuyos nombres recuerdo bien: señor tal... señora cual... señorita X... el muchacho tal... la jovencita cual... Cada uno de ellos, cada uno, es amado por Dios. El Buen Pastor es Cristo: “puso la oveja sobre sus homros, porque, al aumir la naturaleza humana, Él mismo cargó con nuestros pecados” (San Gregorio Magno). La parábola es una explicación de la conducta de Jesús, y nos explica que frente a Él, quien le juzga acaba por ser juzgado en aquello mismo que juzga. La estructura de esta parábola, como la de la dracma perdida, son similares: expresan la alegría por haber encontrado lo perdido y Jesús añade que así es la alegría en el cielo por el arrepentimiento de un pecador (vv 7.10) de manera que el oyente entiende que la actitud del pastor o de la mujer, su alegría, representan a Dios que no se queda cruzado de brazos ante nuestras debilidades, sale a buscar lo perdido (v 4), y con un celo hace lo necesario para encontrarnos (v 8), pero sobre todo se alegra cuando le buscamos a él: “mas esta fuerza tiene el amor, si es perfecto, que olvidamos nuestro contento por contentar a quien amamos. Y verdaderamente es así que, aunque sean grandísimos trabajos, entendiendo contentamos a Dios, se nos hacen dulces” (Santa Teresa de Jesús; cf Biblia de Navarra).
-...Para ir en busca de "la descarriada", hasta que la encuentra? Me la imagino. Es precisamente aquella que se ha escapado, o que se ha perdido, Es aquella la que embarga todo el pensamiento del pastor. Sólo ella cuenta, por el momento. ¡Es así nuestro Dios! Un Dios que sigue pensando en los que le han abandonado, un Dios que ama a los que no le aman, un Dios que anda en busca de sus "hijos dispersos" ¡La oveja que causa preocupación a Dios! ¿Soy quizá yo?
-Cuando la encuentra, se la carga en los hombros, muy contento... Un hombre, un pastor feliz, sonriente, exultante, muy contento. ¡Así se nos presenta Dios!
-Y de regreso a su casa, reúne a sus amigos y a sus vecinos para decirles: "alegraos conmigo, porque he encontrado mi oveja, la que había perdido". Alegraos conmigo, dice Dios. Dios es un ser que se alegra, y de su alegría, hace partícipes a los demás. La "alegría de Dios" es encontrar de nuevo a los hijos que estaban perdidos.
-Os digo: "Lo mismo pasa en el cielo, da más alegría un pecador que se enmienda, que noventa y nueve justos que no necesitan enmendarse, convertirse". En el cielo hay alegría ¿Quién quiere alegrarse conmigo. dice Dios? ¡Un solo pecador que se convierte! ¿Lo he oído bien? ¡Un solo pecador que se convierte! ¡Uno solo! pasa a tener una importancia desmesurada a los ojos de Dios. Parece que sólo "él" es el que cuenta. Y tú, ¡no te contentas con esperar que ella vuelva! Tú saliste a buscarla. ¿Y yo? ¿Tengo ese mismo afán por la salvación de los hombres? ¿Tengo, como Dios, un corazón misionero? ¿enviado para salvar lo que se ha perdido?
-Y, si una mujer tiene diez monedas de plata y se le pierde una, ¿no enciende un candil, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Lucas es el único que nos cuenta esa parábola "femenina", que nos repite lo mismo; con otra imagen. "Alumbrar"... "barrer"... "buscar con cuidado..." Yo, pecador, como todos los pecadores, soy objeto de ese amor (Noel Quesson).
La justicia es pensada muchas veces como el estricto cumplimiento de la Ley. Pero pasa muchas veces que la ley no es justa o que se cumple con un sentido egoísta. Jesús se tuvo que enfrentar a muchos que se creían el «non plus ultra» de la sociedad porque «cumplían» la ley. Pero, la realidad era que cumplían sólo la letra, olvidando el espíritu de la ley. La ley de Israel estaba hecha para que le pueblo, luego de la liberación de Egipto, llegara a ser autónomo, equitativo y auténtico. Sin embargo, muchos habían trivializado el sentido de la ley y se contentaban con la exaltación del cumplimiento de las normas más triviales. De esta manera, manipulaban la constitución social y política destinada a beneficiar al pueblo, únicamente para unos intereses muy particulares de clase. La parábola con la que Jesús los encara, muestra cuál es la verdadera intención de Dios al ofrecer una Ley para su pueblo. El interés está dirigido decididamente a que la historia cambie y el pueblo viva. Dios quiere que el ser humano se salve de la injusticia y de la marginación. Por eso, el pastor sale en busca de la oveja extraviada, aquella que está excluida del rebaño. Se alegra de su presencia y festeja la integración de ella en el conjunto mayor. De igual manera, la mujer busca su moneda, porque sólo la unidad (10 monedas) es valiosa. Si falta una, el conjunto carece de valor. El Reino de Dios es una casa donde todos son admitidos, donde no hay excluidos.
Esta manera de pensar y actuar molestaba profundamente a los legalistas, que pensaban solamente en sus intereses individualistas y sectarios. Jesús les privaba con su predicación del instrumento ideológico (su legalismo) con el que defendían su situación y sus deseos de no cambiar. Por estos mismos intereses solucionaron sus diferencias con Jesús por medio de la violencia, lo que mostró hasta qué punto estaban aferrados a ellos (servicio biblico latinoamericano).
El pecado cometido se convierte casi en una joya. «En Pascua, Dios espera. Un pródigo que regresa le da más consuelo que noventa y nueve que siguieron siendo fieles; dada su infinita misericordia, mientras un pecado aún por cometer es evitado a costa de cualquier sacrificio, el pecado ya cometido se convierte en nuestras manos casi en una joya, que podemos regalar a Dios para darle el consuelo de perdonar. ¡Intentémoslo! Uno queda como un señor cuando se regalan joyas».
Estamos muy acostumbrados a subrayar el amor de Dios. En los últimos años se habla también mucho, influidos quizá por la tradición ortodoxa, de la belleza de Dios. ¿No necesitaríamos contemplar más a menudo la alegría de Dios? Lo que más me llama la atención de las parábolas del pastor que encuentra la oveja perdida, de la mujer que encuentra la moneda (e incluso del padre que encuentra a su hijo) es el tono de alegría que impregna a todas ellas. Ciertamente, hay otros aspectos importantes: el esfuerzo de búsqueda, el arrepentimiento, etc. Pero, por encima de todos, destaca la alegría. Donde hay experiencia de gracia (en griego se dice "cháris") siempre hay alegría (en griego se dice "chára"). Sólo cuando experimentamos que Dios es alegre y que nos contagia su alegría podemos renunciar a todo -como leíamos en el evangelio de ayer- sin sentir que nuestra vida se queda vacía. Creo que a esta experiencia se refiere Pablo cuando escribe a los filipenses: "Todo eso que para mí era ganancia, lo consideré pérdida comparado con Cristo". Por tres veces repite con parecidas palabras esta confesión, este juego de pérdida-ganancia.
¿Por qué tanta gente cuando piensa en el evangelio lo asocia siempre a palabras como cruz, renuncia, exigencia? ¿Por qué hay tantos creyentes que casi de manera obsesiva utilizan continuamente imperativos: debemos, tenemos que, es necesario, ...? Nada es posible sin un corazón feliz. La alegría es fuente de heroísmo. El esfuerzo sin alegría genera crispación y resentimiento, porque encaja mal los medios plazos, porque no tolera los errores. Recuerdo que cuando era adolescente circulaba una canción que hoy me parece ingenua en la letra y simplona en la música, pero que expresaba esta dimensión esencial de la experiencia de Dios…Decía, más o menos, así: Si Dios es alegre y joven, si es bueno y sabe sonreír, ¿por qué rezar tan tristes? ¿por qué vivir sin cantar ni reír? Pues eso. (gonzalo@claret.org)
La alegría de un Dios que sale en busca de lo perdido sólo puede hallar concreción en la actitud de Jesús que recibe a personas que en la consideración general estaban situados fuera de la realidad salvífica de Israel: los odiados publicanos, considerados por su profesión de cobradores del impuesto imperial como traidores a su pueblo, y los pecadores, alejados de la comunión con Dios. De esa forma se responde a la crítica de los autosuficientes que se consideraban justos y partícipes de los bienes divinos. Las parábolas rechazan, por tanto, toda participación basada en reglamentaciones o leyes y colocan como único lugar de encuentro con Dios la participación en su misericordia para con todos (Josep Rius-Camps).
Este evangelio nos hace sentir gozo pero sobre todo esperanza. ¿Quién no se ha sentido alguna vez como la oveja perdida? No sólo por el pecado… ¡Hay tantos conflictos y problemas en la vida…! Todos hemos conocido días amargos. Peor incluso si abrimos los ojos y miramos al mundo. Pero nuestra vida tiene sentido porque Dios nos cuida, nos ama, se alegra con nuestras alegrías y llora con nuestras penas. Los marginados que tuvieron la dicha de encontrarse con Jesús supieron que había algo diferente en aquel hombre. Tanto, que estaban deseosos de oír su palabra. La envidia de los oficial y socialmente buenos no pudo por menos que aparecer. Jesús, usando esta parábola de la oveja perdida les habla claro.
No es tiempo de ser tacaños sino de aprender a gozar con el mismo gozo de Dios. Y sufrir con sus penas. La alegría en el cielo por cada pecador arrepentido nos hace suponer una parecida pena por cada pecado y cada dolor que nos aflige. Si Jesús estuvo cerca de los que en su tiempo eran los últimos y más necesitados, podemos estar seguros de que hoy también está con nosotros, alegrándose cuando somos capaces de superarnos y llorando con nuestros momentos bajos. ¡Maravilloso! (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica).
Amigo de los pecadores. En el Evangelio leemos: Pero los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: Éste recibe a los pecadores y come con ellos (Lucas 15, 1-10). La batalla de Jesús contra el pecado y sus raíces más profundas, no le aleja del pecador. Muy al contrario, lo aproxima a los hombres, a cada hombre. Su vida es un constante acercamiento a quien necesita la salud del alma; hasta tal punto que sus enemigos le dieron el título de amigo de publicanos y pecadores (Mt 11,18-19). Y Jesús les dice: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos (Mc 2,17). Sentado entre estos hombres que parecen muy alejados de Dios, Jesús se nos muestra entrañablemente humano. No se aparta de ellos, sino que busca su trato. La oración de hoy nos debe llevar a aumentar nuestra confianza en Jesús cuanto mayores sean nuestras necesidades; especialmente si en alguna ocasión sentimos con más fuerza la propia flaqueza. Y pediremos con más confianza por aquellos que están alejados del Señor. La vida de Jesús estuvo totalmente entregada a sus hermanos los hombres (Gal 2,20), con un amor tan grande que llegará dar la vida por todos (Jn 13,1). Cuanto más necesitados nos encontramos, más atenciones tiene con nosotros. Esta misericordia supera cualquier cálculo y medida humana. El Buen Pastor no da por definitivamente perdida a ninguna de sus ovejas. Con esta parábola, el Señor expresa su inmensa alegría ante la conversión de un pecador; un gozo divino que está por encima de toda lógica humana. Es la alegría de Dios cuando recomenzamos en nuestro camino, quizá después de pequeños o grandes fracasos. Existe también una alegría muy particular cuando hemos acercado a un amigo o a un pariente al sacramento del perdón, donde Jesucristo le esperaba con los brazos abiertos. Jesucristo sale muchas veces a buscarnos. Jesús se acerca al pecador con respeto, con delicadeza. Sus palabras son siempre expresión de su amor por cada alma. Los cuidados y atenciones de la misericordia divina sobre el pecador arrepentido son abrumadores. Nos perdona y olvida para siempre nuestros pecados. Lo que era muerte se convierte en fuente de vida. Nos muestra el Señor el valor que para Él tiene una sola alma y los esfuerzos que hace para que no se pierda. Este interés es el que debemos tener para que los demás no se extravíen y, si están lejos de Dios, para que vuelvan. Pidámoselo a Nuestra Madre (F. Fernández Carvajal).
La oveja perdida. La predicación del Señor atraía por su sencillez y por sus exigencias de entrega y amor. Los fariseos le tenían envidia porque la gente se iba tras Él. Esa actitud farisaica puede repetirse entre los cristianos: una dureza de juicio tal que no acepte que un pecador pueda convertirse y ser santo; o una ceguera de mente que impida reconocer el bien que hacen los demás y alegrarse de ello. Prostitutas, enfermos, mendigos, maleantes, pecadores. Cristo no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores, y por eso, fue signo de contradicción. Llegó rompiendo esquemas, escandalizando, amando hasta el extremo. Jesús se rodeaba de los sedientos de Dios, de los que estaban perdidos y buscaban al Buen Pastor. Esto no significa que el Señor no estime la perseverancia de los justos, sino que aquí se destaca el gozo de Dios y de los bienaventurados ante el pecador que se convierte, que se había perdido y vuelve al hogar. Es una clara llamada al arrepentimiento ya . Otra caída... y ¡qué caída!... No te desesperes, no: humíllate y acude, por María, al Amor Misericordioso de Jesús. ¡Arriba ese corazón! A comenzar de nuevo.
El Señor nos invita a una sincera conversión; lo cual significa aceptar la salvación que nos ofrece, y que Él nos logró a costa de la entrega de su propia vida por amor a nosotros. Dios nos ama con un amor infinito. Su amor por nosotros no es como nube mañanera, ni como el rocío del amanecer. Podrán desaparecer los cielos y la tierra, podrá una madre dejar de amar al hijo de sus entrañas; pero el amor de Dios hacia nosotros jamás se acabará. Ese amor llevó al Hijo de Dios a descender desde la eternidad para que hecho uno de nosotros, saliera a buscarnos, pues andábamos errantes como ovejas sin pastor; y cuando nos encontró, lleno de amor nos cargó sobre sus hombros; es decir, no nos trató con golpes, no nos condenó puesto que Él no vino a condenar, sino a salvar todo lo que se había perdido. Con grandes muestras de amor hacia nosotros, amor manifestado hasta el extremo, nos hizo experimentar que Dios jamás ha dejado de amarnos. Y puesto que sólo el amor es digno de crédito, su amor no se quedó sólo en palabras, sino que se manifestó mediante sus obras; incluso es un amor manifestado hasta la entrega de su propia vida a favor nuestro. ¿Seremos capaces de amar como Él nos ha amado? ¿Seremos capaces de colaborar a la salvación de los que viven lejos del Señor, buscándolos y ayudándoles a retornar, no a golpes y regaños, sino con un amor sincero, manifestado hasta el extremo, por ellos? En esta Eucaristía el Señor sale a nuestro encuentro para ofrecernos su perdón, su Vida, su Espíritu. Alimentarse de Cristo no es sólo acercarse a recibir la Eucaristía por devoción, por costumbre, o, por desgracia, de un modo inconsciente. Entrar en comunión de vida con el Señor significa abrir nuestro corazón para que habite el Señor en nosotros y nos transforme haciéndonos vivir como hijos suyos que, dejándonos amar por Él, comencemos a caminar a su luz, amándolo a Él por encima de todo, y amando a nuestro prójimo como Dios nos ha amado a nosotros. Ese es el compromiso de fe que hemos de adquirir al participar en la Eucaristía. El Señor nos envía como un signo de su amor misericordioso y salvador en el mundo. Conociendo las grandes miserias que aquejan a muchas personas, hemos de trabajar de un modo real por remediarlas. Quien ante el dolor y la pobreza de los demás permanece indiferente, o sólo da las migajas que le sobran mientras él banquetea espléndidamente, no puede identificarse con Cristo que sale al encuentro de la oveja herida por tantas injusticias de que ha sido víctima. Quien vive su fe encerrado en sí mismo, no puede identificarse con Cristo que sale a buscar a la oveja descarriada y que se desvela por ella hasta encontrarla. No podemos ser signo de Cristo mientras nos quedemos en casa esperando que los pecadores y descarriados vuelvan solos. La Vida de Cristo ha de ser como una luz que, por medio nuestro, se hace cercana a quienes viven en tinieblas y en sombras de muerte para que, en Cristo, encuentren el Camino que le dé nuevamente sentido a su vida y les salve. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la Gracia de ser portadores de Cristo hasta los últimos rincones de la tierra, para que todos salten de gozo en el Señor y queden llenos del Espíritu Santo, y, viviendo como hijos de Dios todos podamos encaminarnos, unidos a Cristo, al gozo eterno. Amén (www.homiliacatolica.com).
martes, 1 de noviembre de 2011
Noviembre 2, Conmemoración de todos los fieles difuntos: la comunión con los difuntos está basada en la esperanza en Jesús que nos lleva más allá de l
Noviembre 2, Conmemoración de todos los fieles difuntos: la comunión con los difuntos está basada en la esperanza en Jesús que nos lleva más allá de la muerte, hasta la vida de amor del Cielo
Del libro de la Sabiduría 3, 1-9: Las almas de los justos están en las manos de Dios y no los alcanzará ningún tormento. Los insensatos pensaban que los justos habían muerto, que su salida de este mundo era una desgracia y su salida de entre nosotros, una completa destrucción. Pero los justos están en paz. La gente pensaba que sus sufrimientos eran un castigo, pero ellos esperaban confiadamente la inmortalidad. Después de breves sufrimientos recibirán una abundante recompensa, pues Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí. Los probó como oro en el crisol y los aceptó como un holocausto agradable. En el día del juicio brillarán los justos como chispas que se propagan en un cañaveral. Juzgará a las naciones y dominarán a los pueblos, y el Señor reinará eternamente sobre ellos. Los que confían en el Señor comprenderán la verdad y los que son fieles a su amor permanecerán a su lado, porque Dios ama a sus elegidos y cuida de ellos.
Salmo responsorial (26,1.4.7-8b-9ª.13-14): R. Espero ver la bondad del Señor .
El señor es mi luz y salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo? El Señor es la defensa de mi vida.
Lo único que pido, lo único que busco es vivir en la casa del Señor toda mi vida, para disfrutar las bondades del Señor y estar continuamente en su presencia.
Oye, Señor, mi voz y mis clamores y tenme compasión. El corazón me dice que te busque y buscándote estoy. No rechaces con cólera a tu siervo.
La bondad del Señor espero ver en esta misma vida. Armate de valor y fortaleza y en el Señor confía.
Primera Carta del apóstol San Juan 3, 14-16: Hermanos: Nosotros estamos seguros de haber pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte. El que odia a su hermano es un homicida y bien saben ustedes que ningún homicida tiene la vida eterna. Conocemos lo que es el amor, en que Cristo dio su vida por nosotros. Así también debemos nosotros dar la vida por nuestros hermanos. Palabra de Dios. A. Te alabamos, Señor.
Evangelio según San Mateo 25, 31-46: En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando vénga el Hijo del hombre, rodeado de su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria. Entonces serán congregadas ante él todas las naciones, y él, apartará a los unos de los otros, como aparta el pastor a las ovejas de los cabritos, y pondrá a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: “vengan benditos de mi padre; tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo; porque estuve hambriento y me dieron de comer, sediento y me dieron de beber, era forastero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, encarcelado y fueron a verme”. Los justos le contestarán entonces:”Señor ¿Cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y te fuimos a ver?”. Y el rey les dirá: “Yo les aseguro que, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron” Entonces dirá también a los de la izquierda: “Apártense de mí, malditos; vayan al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles, porque estuve hambriento y no me dieron de comer, sediento y no me dieron de beber, era forastero y no me hospedaron, estuve desnudo y no me vistieron, enfermo y encarcelado y no me visitaron”. Entonces ellos le responderán: “Señor, ¿Cuándo te vimos hambriento o sediento, enfermo o encarcelado y no te asistimos?” Y él les replicará: ”Yo les aseguro que, cuando no lo hicieron con uno de aquellos más insignificantes, tampoco lo hicieron conmigo”. Entonces, irán éstos al castigo eterno y los justos a la vida eterna”.
Comentario: La misa de hoy no viene fijada con un formulario concreto de oraciones, ni con unas lecturas determinadas. Hay que escoger. Hay tres formularios de oraciones y cinco prefacios. Y un buen conjunto de lecturas que ofrece el leccionario, y que habrá que mirar para escoger una del Antiguo Testamento, un salmo responsorial, una del Nuevo Testamento y un evangelio. Hoy ofrecemos la Misa por los difuntos, los sufragios van dirigidos a ellos. “El que pregunta hoy a la teología acerca del purgatorio, apenas recibe respuesta. La Biblia parece que calla sobre este tema. Según eso, ¿con qué fundamento puede hablar la tradición sobre él? Así, lo que se hace es eludir el tema. Pero, por otra parte, ¿podríamos imaginarnos una iglesia en la que no se pensara en recordar en las oraciones a los que han llegado a la patria? Se podría afirmar que la conciencia tan natural con la que la oración abarca, en todas las épocas, también a los difuntos es ya, ella misma, una expresión viva de un profundo convencimiento que radica en lo más íntimo de la fe, según el cual la comunicación mutua no termina en la muerte, sino que precisamente eso es lo permanente.
¿Pero no podemos dar a este convencimiento un contenido concreto? Hoy parece claro que el fuego del juicio, del que habla la Biblia, no significa una especie de cárcel en el más allá, sino que alude al mismo Señor, el cual en el momento del juicio sale al encuentro del hombre. ¿Pero qué quiere decir esto más exactamente? Esto significa que, al hombre que cae ante la vista de Dios, se le quema toda la «paja y heno» de su vida y que sólo permanece lo que únicamente puede tener consistencia. Eso quiere decir que el hombre, mediante el encuentro con Cristo, se refunde o transforma en aquello que él propiamente debería y podría ser. La decisión fundamental de tal hombre es el «sí» que le hace capaz de recibir la misericordia de Dios; pero esta decisión fundamental se halla agarrotada e impedida de muchas maneras y sólo aparece penosamente sobre el enrejado del egoísmo, que el hombre no podría eliminar del todo. Él recibe la misericordia, pero debe ser transformado. Este encuentro con el Señor es esta transformación, el fuego, que le transforma con su llama en aquella figura sin mancha que puede convertirse en el recipiente de la eterna alegría. ¿Pero no pierde de esa manera su sentido la oración por los difuntos? ¿Se puede pretender influir en la imprescindible transformación personal de un hombre? Sí, se puede, porque, para la fe cristiana, lo más íntimo del hombre es asimismo lo que en él hay de común con los demás en la unidad de todos los miembros de Cristo. El compadecer y con-amar no se halla junto a la persona, sino en ella misma: ella es distinta si está con ella el amor solícito o no está. Su culpa tampoco es algo puramente privado: ¿no debía el «purgatorio», expresado en términos humanos, depender precisamente también de que indiscutiblemente no puede ser feliz unido a Dios aquél que ha dejado tras de sí culpas o pecados por los cuales sufren los hombres en este mundo? Ahora bien, donde la culpa se ha transformado en amor perdonador, cae un límite o una frontera que se oponía a la paz definitiva. Lo que la oración de la iglesia deja claro en favor de los muertos sobre todo es esto: en el mundo de la fe, los límites o fronteras entre la muerte y la vida, pero también las fronteras entre hombre y hombre, son transitables o permeables en un dar y recibir que abarca cielo y tierra, para el cual dar y recibir nadie hay demasiado pequeño ni nadie demasiado grande” (Joseph Ratzinger).
El trance definitivo de la vida es la muerte. La muerte es siempre trágica , es violenta porque contradice el deseo de vivir, es uno de los ejes del dolor humano. La muerte suscita en el hombre muchos interrogantes y no puede reducirse a un mero fenómeno natural. Pero a la muerte no se le puede despojar de sentido. Cuando la muerte nos amenaza y rodea, cuando entra en nuestra casa y nos arrebata a un ser querido, entonces con toda crudeza nos preguntamos. ¿se puede celebrar la muerte? Desde la fe y la esperanza cristiana tenemos que responder afirmativamente. Al recordar hoy a todos los difuntos, al actualizar una vez más en el sacrificio eucarístico la pasión y muerte del Señor, celebramos al Dios de la vida, al Dios que salva, al Dios de la resurrección. Nuestro Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, por eso desde el corazón de la muerte celebramos y proclamamos la resurrección. Creer es esperar en el amor de Dios, confiar plenamente en su misericordia, asumir la muerte en la esperanza de la vida eterna. Los creyentes aceptan la muerte bebiendo el agua viva de la Palabra de Dios, para no morir de sed en el desierto del mundo, y comiendo el Pan de la Vida, que nos fortalece y nos hace triunfar sobre la muerte. Por eso el cristiano sabe que vive para morir y muere paro vivir. La muerte cambia de sentido, pues es la posibilidad de vivir eternamente con Cristo. Al recordar a nuestros difuntos, presentamos a Dios nuestras oraciones de intercesión celebrando el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor, comprometiéndonos a vivir mejor nuestra vida (Rafael del Olmo Veros).
Vemos respuesta en la liturgia, en su misteriosa sobriedad: “En Cristo Señor nuestro, brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección: y así aunque la certeza del morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”. También el Catecismo de la Iglesia Católica nos habla de la comunión con los difuntos: “"La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados' (2 M 12, 45)" (LG 50). Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor” (n. 958).
A veces vemos un aspecto digamos negativo: que la muerte es una ganancia y la vida un sufrimiento. Pero San Pablo lo lleva al lado positivo: Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Cristo, a través de la muerte corporal, se nos convierte en espíritu de vida. Por tanto, muramos con Él, y viviremos con Él. En cierto modo debemos irnos acostumbrando y disponiéndonos a morir, por este esfuerzo cotidiano que consiste en ir separando el alma de las concupiscencias del cuerpo... Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro remedio es la gracia de Cristo, y el cuerpo de muerte es nuestro propio cuerpo. Por lo tanto, emigremos del cuerpo, para no vivir lejos del Señor; aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las tendencias del cuerpo ni obremos en contra del orden natural, antes, busquemos con preferencia los dones de la gracia. ¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue redimido el mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, si no que la considero como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos. Hemos recibido el signo sacramental de su muerte, anunciamos y proclamamos su muerte siempre que nos reunimos para ofrecer la eucaristía; su muerte es una victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la máxima solemnidad anual que celebra el mundo. ¿Qué mas podemos decir de su muerte, si el ejemplo de Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la inmortalidad y se redimió a sí misma? Por esto no debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación para todos; no debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni tuvo en menos el sufrirla. Nuestro espíritu aspira a abandonar las sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos, para cantar a Dios aquella alabanza que, como nos dice la Escritura, le cantan al son de la citara: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, !oh Rey de los siglos!... Este deseo expresaba con especial vehemencia el salmista, cuando decía: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida y gozar de la dulzura del Señor (CE de Liturgia Perú).
El Arzobispo Antonio Montero comentaba: “Hermano, morir tenemos… No tengo claro si ocurrió en alguna época aquello, oído en mi infancia, de que los cartujos silenciosos, al cruzarse uno con otro en el claustro monacal, se decían entre sí en voz baja: -Hermano, morir tenemos. -Ya lo sabemos, contestaba el aludido. Dijeran lo que dijeran los cartujos, si es que lo decían, de lo que no cabe duda es de que ustedes y yo nos moriremos como Dios manda y cuando nos llegue la hora. Dice el salmo 89 (v. 10) que la vida del hombre sobre la tierra dura unos setenta años y, para los más robustos, hasta ochenta. No creo que se refiera el salmista a la longevidad media de las poblaciones de entonces, hace unos veinticinco siglos, diezmadas por feroces epidemias y carencias sanitarias. Hablaba, pienso, de los topes máximos de longevidad. Hoy aquellas cifras sí que se van pareciendo, en los países sanitariamente más desarrollados, a los años de permanencia en este mundo de la mayoría de los mortales. Pero, mortales en fin; ese sigue siendo nuestro nombre y nuestro sino. Nada hay, empero, tan plural y heterogéneo como el talante de las gentes en nuestro derredor ante la muerte propia. Me refiero a los europeos de fin de siglo, a nuestros convecinos de ahora en la calle de enfrente. Parece ser que uno de los rasgos más distintivos de la postmodernidad es beberse a tragos el presente, sin hacerse demasiadas preguntas sobre el mañana y, menos todavía acerca del más allá. Resulta incluso poco elegante introducir en las tertulias asuntos transcendentes, a los que se tilda de "rollos macabeos" ¡A vivir que son dos días! Sería la consigna más representativa de estos conciudadanos. O sea, que la muerte, ni nombrarla. Pero, fíjense en lo de los dos días; por ahí se les ha colado que esto se acaba y, con esto, nosotros. Los viejos filósofos epicúreos eran, a su modo, más explícitos que los postmodernos. Ellos decían: "Comamos y bebamos, que mañana moriremos". No necesitaban del cartujo que se lo recordara a cada paso.¡Vamos a ver! Ante una realidad tan de todos y cada uno como la muerte propia, con su carga de misterio, estremecimiento, desengaño o esperanza, ¿qué será lo más sabio, inteligente, sincero, honrado, lógico y provechoso? ¿Escurrir el bulto y mirar para otro lado? ¿O contemplarla de frente y sin temor, hasta transformar la muerte en fuente de energía, en firme palanca para sostener la vida? El problema, lo confieso, no es tan simple. Lo reconoce así el mismo Concilio Vaticano II (Gs, 18) al afirmar que "frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre". Enigma cumbre, no es poco. Se comprenden así a la vez dos posiciones encontradas y alternativas. Por un lado, el que la muerte, los muertos, la ultratumba, el más allá, la vida eterna y la resurrección, sean el punto de arranque y el argumento clave de todas las religiones: Cristianismo, judaísmo, islamismo; hinduismo, animismo, sectas exotéricas. Y, por el costado opuesto, el que la muerte cierre el paso a toda inquietud de fe: el agnosticismo, el inmanentismo y el materialismo. Aquí se acaba todo. O, en términos filosóficos, el hombre es un ser para la muerte, una pasión inútil, carne de un ciego destino. Coexistimos, convivimos, conversamos con los que respiran más o menos así. Unos, por crisis interiores, desengaños profundos, orgullo intelectual, malos ejemplos de los creyentes. Otros, por instalación morbosa en la duda, por escepticismo elegante, por desenfreno moral, por pereza intelectual, por un miedo estúpido a Dios. ¿Quién pecó, él o sus padres? Por Dios, no voy por ahí. Líbreme Él de autosituarme entre los buenos, de sentirme superior a nadie o de juzgar intenciones. Eso no me impide experimentar un loco agradecimiento a mi Dios por lo que la fe en Él ha alumbrado mi propio destino. Me permito incluso decirles a tantos hermanos míos que, al par que el oxígeno de la fe, respiran hoy tantos gases tóxicos de increencia que, en lo que atañe a su visión cristiana de la vida y de la muerte, no jueguen con las cosas de creer. Sabedores, con el Concilio, de que la muerte es enigma y misterio, no intenten convertir a nadie con discusiones agotadoras. Pero, que sepan, eso sí, "dar razones de su esperanza a todo el que se las pidiera" (1Pe. 3,15). En nuestra posición ante la muerte se juega en su totalidad nada más y nada menos que el sentido de la propia existencia. Y aquí si que hay que hacerse fuertes, no agresivos ni dogmáticos, ante quienes se quedan tan campantes, dejando frívolamente sin respuesta, o desembocando en el absurdo, las preguntas sobre su ser, su vida, su yo, su origen y su destino. Y a la vez el de todos los hombres, el de la historia humana, el de la realidad cósmica que nos circunda. Aquí el cristiano no debe situarse torpemente a la defensiva. Son los agnósticos, los materialistas, los que han de justificarse ante la propia conciencia. Hemos de manejar con soltura razonamientos como estos: sería no sólo absurdo, sino inmensamente cruel, el destino de los desheredados, los oprimidos, los humillados de este mundo, si no se resuelven en el más allá las injusticias estructurales de la existencia terrena. ¿Y qué decir de los anhelos de bondad, de belleza, de amor, de alegría, que han anidado en el corazón de billones, tal vez, de seres humanos y que no pudieron cumplirse en este planeta? ¿Porqué el orgullo intelectual de cerrarse al misterio? Son ellos, los ateos y los agnósticos, remedo yo a san Pedro, los que tienen que dar cuenta (Dios mío, que no sea darte cuentas) de su desesperanza o más bien desesperación. Para nosotros, ya que el misterio total del hombre sólo alcanza a vislumbrarse desde el misterio de Cristo, el enigma tremendo de nuestra muerte sólo podrá ser iluminado desde la suya, asumida libre y amorosamente por nosotros y por nuestra salvación; superada luego por el poder de Dios con su resurrección gloriosa; preludio y prenda a su vez de nuestra propia resurrección. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde tu aguijón?, se preguntará animoso san Pablo (I Cor. 15, 55). ¿Tiene, entonces, el cristiano una palabra de luz y de aliento para sus hermanos agnósticos? ¿Les podrá echar una mano desde sus propias certezas, recibidas por la gracia de Dios? Habría que ayudarles suavemente, desde la inteligencia y el amor, a quitarse, como Pablo, las escamas de los ojos: el escepticismo despectivo, la autosuficiencia orgullosa, el escándalo fácil, la pereza intelectual, la idolatría del placer, la dureza de corazón. Para los bautizados españoles la creencia en la vida eterna suele llevar consigo, por lo común, la recuperación integral de su fe cristiana y católica. De ahí el significado de las dos fiestas de noviembre: los Santos y los Difuntos. De ahí, por último, la exigencia de que todos sepamos "dar cuenta de nuestra esperanza". Se entiende que con la palabra y con la vida. "Luzca así vuestra luz delante de los hombres, de modo que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro padre, que está en los cielos" (Mt. 5, 16)”.
Entre los cristianos suelen circular ciertas dudas sobre el más allá. Según datos de estudios sociológicos entre los que creen en Dios y en Jesucristo hay bastantes que declaran no creer en la supervivencia, en la resurrección, en el cielo o en el infierno. Ante esto hay que preguntarse: ¿Entonces, para qué creer? La respuesta válida sigue siendo la de San Pablo: "Si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe". Es posible que muchos se conformen con sentir en su vida la protección de Dios y que piensen que, a pesar de todo, es provechoso para el hombre vivir en el amor y en el temor de Dios; también es posible que a otros les baste con que Jesús de Nazaret sea para ellos un buen ejemplo humano y sólo de ese modo lo vean como modelo para los mortales. Ciertamente, eso ya es experimentar la salvación, pero es pobre, incompleta e insuficiente; la plena y definitiva, la que Dios nos ofrece, es eterna y alcanza su plenitud al final de nuestro recorrido terreno; porque "la vida no termina, se transforma", por nuestra participación en la resurrección de Jesucristo. Esa es la redención que celebramos como realidad y esperanza en las dos fiestas de este fin de semana: la de Todos los Santos, que nos recuerda que estos han encontrado en plenitud lo que vislumbraban entre gozos y sufrimientos aquí abajo; la de los Fieles Difuntos nos hace recordar a aquellos que necesitan purificarse hasta que todo en ellos sea digno de la complacencia de Dios. Roguemos por ellos” (Amadeo Rodríguez).
Dedicar un día del año litúrgico a la oración de todos los difuntos apareció como costumbre de algunas ordenes monásticas bien pronto, aunque es en el siglo IX cuando aparece en algunas parroquias. Con el tiempo se fue extendiendo a la Iglesia universal. En el año 1915, en consideración a los muertos de la primera guerra mundial, el Papa Benedicto XV concedió que los sacerdotes pudieran celebrar este día tres misas y así poder atender la demanda de sufragio. La reciente reforma conciliar, en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, dispuso que "la liturgia de los difuntos debe expresar más claramente el carácter pascual de la muerte cristiana" (n. 81). De ahí las novedades en lecturas, oraciones y color de ornamento que hemos visto en las exequias. A este respecto hay que notar la supresión del famoso canto "Dies irae" que no está en consonancia con esta nueva perspectiva. La lectura de San Pablo explica bien el carácter "pascual" de la muerte cristiana. El Apóstol comienza afirmando: "Porque si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya".Se trata de un "paso" que comienza en "morir" a todo lo que nos separa del Padre, tanto el pecado como nuestra propia vida terrena, pues, al final, tienen que ser destruidos para llegar a un "resucitar" que nos haga posible el encuentro definitivo y plenificante con Dios Padre y participar de su gloria. Esta visión de la vida y de la muerte es la que engendra la actitud de serenidad y esperanza ante la muerte que presiden las lecturas y las oraciones de la liturgia de hoy (Antonio Luis Martínez).
1. Sb 3,1-9. Para los santos las pruebas se vuelven justicia, pues de este modo "Dios los probó como oro en crisol, y los recibió como sacrificio de holocausto" (v 6). Lo que los hombres juzgaron la verdad, no lo fue. El descalabro pasó a ser camino de gloria, de enaltecimiento de los justos sobre razas y pueblos, para juzgarlos y dominarlos, sin otro rey que el Señor.
El caer de las hojas nos recuerda la muerte… Este tiempo de otoño está cargado de emociones, parece que la naturaleza llora con el caerse las hojas de los árboles, que aparecen en toda su desnudez. Los paisajes adquieren un tono melancólico, lleno de colorido que hace pensar, como se ha comentado en estos días en el Diari de Terrassa, que la gente se muere. Para quien piensa que el fallecer es el fin de trayecto, es un tema tabú del que no se habla, pues todo consiste en gozar de los placeres de la vida y la distracción del trabajo para no pensar en este final que suena a fracaso, pues todo acaba unos palmos bajo el suelo. Para quien está abierto al más allá, hay un sabor de victoria, después de consumar una carrera. Lo diré con una historieta sobre un sabiondo que subió a una barca que cruzaba la gente de una parte a otra de un ancho río. Le dice al barquero: “-¿sabes matemáticas?”
-“No. ¿Es grave?
-“Es muy grave. Has malgastado al menos una cuarta parte de tu vida. ¿Conoces por lo menos la astronomía?”
-“¿Esto es algo que se come o que?
-“¡Tonto! Has perdido al menos la mitad de tu vida. ¿Y la astrología, la conoces?”
-“Tampoco...”
-“Eres un pobre perdedor. Has desperdiciado las tres cuartas partes de tu vida”.
En aquel momento, el barco golpeó unas rocas y se hundió. El barquero, viendo al sabiondo que se lo llevaba la corriente, le gritó:
-“¡Eh, sabio, ¿sabes nadar?!”
-“¡No!”, contestó medio ahogándose...
-“Entonces acabas de perder las cuatro cuartas partes de tu vida... ¡toda tu vida!”.
Es bueno conocer lo esencial. Para quien va en un barco, saber nadar es esencial. Y para quien está en el camino de la vida esencial es preguntarse ¿qué sentido tiene todo y qué pinto yo en la vida? ¿y después, qué?
Este mes que comienza con “panellets” (dulce de Cataluña), castañas y boniatos en la fiesta de todos los santos y la memoria de los difuntos, hay algo que invita a pensar en estas preguntas esenciales, yo diría que con noviembre comienza un tiempo anual que invita a leer cosas serias, como los grandes novelistas... y así como los piñones y almendra picada, azucar y limón (y algo de harina) son ingredientes de la pasta de “penellets”, el gran ingrediente de nuestra historia es un “sentido de la vida” que es el amor. Y es necesario incluir todo en este sentido o proyecto de vida, pues sólo a la luz de él tiene explicación la muerte, la gran misteriosa (“en la vida todo es amor o muerte”, dirá Gertrud, la protagonista de la gran película de Dreyer). Y el sentido del dolor, que como decía “Héroes del silencio” es un ensayo de la muerte.
No es masoquismo sufrir, si el sufrimiento tiene un sentido de amor. Entonces, cuando el amor lleva al sacrificio, el dolor –por ejemplo ante los seres queridos que han fallecido- adquiere un valor, no sólo como recuerdo, sino actualización del amor que no desaparece: el amor que no ha nacido para ser eterno no ha existido nunca. Esta memoria de los difuntos nos ayuda a portarnos mejor y así en los momentos de desfallecimiento el pensamiento puede ser: “¿qué le pondría contento a...?” y esto anima a luchar: “he de hacerlo por mí y por él, por ella...” se adquiere una madurez y sentido de responsabilidad. En el diálogo de la película de “El Rey león” cuando el hijo le pregunta si estarán siempre juntos, le dice el padre: “allá en las estrellas están los reyes que nos miran... cuando yo esté allí estaré mirándote, no te dejaré...”
Hay una comunicación entre los de aquí y los que han cruzado el río de la vida, y podemos ayudarles con nuestros esfuerzos y sacrificios (el sentido profundo de los sufragios por los difuntos) y ellos nos animan como espectadores que están viendo nuestro partido, pues estamos corriendo en el campo y ellos desde la grada: “¡venga, ánimo... mete este gol!” Y aquella sonrisa o detalle de servicio será un ingrediente para este manjar que se amasa con amor.
2. El salmo enuncia esta búsqueda de Dios, al que vemos también en el dolor. Delante de un sufrimiento te emocionas, te compadeces. En este momento quiero contemplar la emoción que embarga tu corazón; y quiero escuchar las palabras que dices a esa madre: "¡No llores!". Delante de todos los muertos de la tierra tienes siempre los mismos sentimientos; y tu intención es siempre la misma: quieres resucitarles a todos... quieres suprimir todas las lágrimas (Ap 21. 4) porque tu opción es la vida, porque eres el Dios de los vivos y no el de los muertos. Yo avanzo, lo sé, hacia mi propia muerte. Pero creo en tu promesa: creo que mi muerte no sera el último acto sino el penúltimo. Antes de acusar a Dios, como se oye tan a menudo -"¡Si existiera Dios, no tendríamos todas esas desgracias!"- se debería comenzar por no parar la historia humana con esa penúltimo acto. El proyecto final de Dios es la "vida eterna". Pero hay que creer en ella. "Jesús dijo: Muchacho...levántate..." Es muy importante caer en la cuenta de que ese tipo de resurrección, por muy notable que sea como signo, no nos muestra más que una pequeña parte de las posibilidades de Jesús y de su mensaje real sobre la resurrección: ciertamente aquí Jesús reanima a un muchacho, pero no es más que una recuperación temporal de la vida -¡ese muchacho volverá a morir cuando sea!-; Jesús, por su propia resurrección nos revelará otro tipo de VIDA RESUCITADA: una vida nunca más sometida a la muerte, un modo de vida completamente nuevo que sobrepasa todos los marcos humanos (Noel Quesson).
«Una cosa pido al Señor, y eso buscaré: habitar en la casa del Señor por todos los días de mi vida» (v. 4). Es necesario entender estas palabras en su verdadera profundidad, es decir, en su sentido figurado: vivir en el «templo» de su intimidad, cultivar su amistad, acoger profundamente su presencia; «gozar de la dulzura del Señor» (v. 4), esto es, experimentar vivamente la ternura de mi Dios, su predilección, su amor, que se me da sin motivos ni merecimientos, cultivar interminablemente, «por todos los días de mi vida», la relación personal y liberadora con el Señor, mi Dios.
«Oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro», en seis oportunidades consecutivas apela a ese Rostro: 1) «tu rostro buscaré, Señor»; 2) «no me escondas tu Rostro»; 3) «no rechaces a tu siervo»; 4) «no me abandones»; 5) «no me dejes»; 6) «aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor me acogerá». El salmo, que comenzó con una entrada triunfal, finaliza también con una salida victoriosa, con un par de versículos en que campea, invenciblemente, la esperanza. «Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida» (v. 13). País de la vida es esta vida, oportunidad que Dios nos da para ser felices y hacer felices. Gozar de la dicha del Señor es, simplemente, vivir, ni más ni menos. Mucha gente no vive, agoniza. Los que arrastran la existencia anegados entre temores y ansiedades no viven, su existencia es una agonía; en el mejor de los casos, vegetan. Pero ahora que el viento del Señor ha barrido con nuestras sombras y temores, ahora, sí, podemos respirar, sentirnos libres, gozosos, felices. Esto es vivir, ahora esperamos vivir. Y tanta hermosura como contiene este salmo no podía acabar sino con un grito largo de coraje y esperanza: «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (v. 14). El hombre tiene que habérselas con la vida y sus peligros; necesita refugios donde acogerse. Ha aprendido a no confiar en los poderosos de la tierra, «los señores de la tierra»; y sabe por experiencia que sólo salvan el poder y el cariño de Dios. Este poder y amor suscitan la confianza del hombre, y en esta confianza se basa su seguridad. Y esta seguridad se transforma en el gozo de vivir, vivir plenamente, Shalom (Larrañaga).
Este es el deseo de mi vida que recoge y resume todos mis deseos: ver tu rostro. Palabras atrevidas que yo no habría pretendido pronunciar si no me las hubieras dado tú mismo. En otros tiempos, nadie podía ver tu rostro y permanecer con vida. Ahora te quitas el velo y descubres tu presencia. Y una vez que sé eso, ¿qué otra cosa puedo hacer el resto de mis días, sino buscar ese rostro y desear esa presencia? Ese es ya mi único deseo, el blanco de todas mis acciones, el objeto de mis plegarias y esfuerzos y el mismo sentido de mi vida. «Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro». He estudiado tu palabra y conozco tu revelación. Sé lo que sabios teólogos dicen de ti, lo que los santos han enseñado y tus amigos han contado acerca de sus tratos contigo. He leído muchos libros y he tomado parte en muchas discusiones sobre ti y quién eres y qué haces y por qué y cuándo y cómo. Incluso he dado exámenes en que tú eras la asignatura, aunque dudo mucho qué calificación me habrías dado tú si hubieras formado parte del tribunal. Sé muchas cosas de ti, e incluso llegué a creer que bastaba con lo que sabía, y que eso era todo lo que yo podía dar de mí en la oscuridad de esta existencia transitoria. Pero ahora sé que puedo aspirar a mucho más, porque tú me lo dices y me llamas y me invitas. Y yo lo quiero con toda mi alma. Quiero ver tu rostro. Tengo ciencia, pero quiero experiencia; conozco tu palabra, pero ahora quiero ver tu rostro. Hasta ahora tenía sobre ti referencias de segunda mano; ahora aspiro al contacto directo. Es tu rostro lo que busco, Señor. Ninguna otra cosa podrá ya satisfacerme. Tú sabes la hora y el camino. Tienes el poder y tienes los medios. Tú eres el Dueño del corazón humano y puedes entrar en él cuando te plazca. Ahí tienes mi invitación y mi ruego. A mi me toca ahora esperar con paciencia, deseo y amor. Así lo hago de todo corazón. «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo... y espera en el Señor».
Guillén de Saint-Tierry (hacia 1085-1148) monje benedictino-cisterciense hablaba así de la contemplación de Dios que busca este v.: “Busca su rostro. Sí, tu rostro, Señor, es lo que busco.” (Sal 26,7-8): “Soy desvergonzado y temerario, oh tú, mi socorro y mi apoyo de siempre, tú que no me abandonas jamás. Mira, es el amor de tu amor el que me hace buscar tu rostro (Sal 26,8) Tú me ves y yo no puedo verte. Pero tú me has dado el deseo de verte y ver todo lo que te complace en mí. Tú perdonas al instante a este ciego que corre hacia ti. Tú le das la mano en cuanto tropieza. En el fondo de mi alma resuena la voz de tu presencia y responde a mi deseo. El alma protesta y echa fuera todo lo que hay en mí y mis ojos interiores son deslumbrados por el fulgor de tu verdad. Me recuerda que el hombre no te puede ver y quedar con vida (Ex 33,20). Hundido en el pecado hasta el día de hoy, no he logrado morir a mí mismo para vivir únicamente para ti (2Cor 5, 15). No obstante, por tu palabra y por tu gracia, me quedo atento, aguardando sobre la roca de la fe, en el lugar que está junto a ti (Ex 33, 21). Apoyado en esta fe, espero paciente, según mis posibilidades y abrazo tu derecha que me sostiene y me guarda (Sab 5,16). Alguna vez, cuando contemplo y miro -por la espalda (Ex 33,23)- a aquel que me ve, a Cristo tu Hijo, en su humildad como hombre, me paro a contemplar... Lo poco que he podido sentir y percibir de él atiza la llama de mi deseo interior. Con paciencia espero que tú retires tu mano (cf Ex 33,22) y que derrames en mí tu gracia iluminadora para que según la respuesta de tu verdad, muerto a mí mismo y vivo para ti, comience a contemplar tu rostro descubierto”.
3. La vida plena responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano (¡cuántas cosas hacemos para alargar la vida, para luchar contra la enfermedad y la muerte!). Pero la experiencia constante es que, más pronto o más tarde, todos morimos, porque somos hijos de esta tierra, perecederos ("por Adán murieron todos"). Jesús, también. "Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" El camino del Hijo es el camino de los hijos; avanzamos hacia el triunfo de Jesús; cuando celebramos su victoria anunciamos la nuestra. Nuestra vida no se agota en lo que vemos y tocamos, en lo que podemos darnos unos a otros: como Jesús, hemos nacido de Dios y a Dios retornamos, nuestro aliento está en manos del Padre. Tal es la promesa hecha a "los cristianos", a los que viven como él vivió. La muerte no es para el cristiano la nada y la destrucción: si rompe unos lazos, quedan otros, y tanto si vivimos como si morimos estamos siempre en las mismas manos: las del Padre. “Aquellos que nos han dejado no están ausentes, sino invisibles. Tienen sus ojos llenos de gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas” (San Agustín).
4. El Evangelio del juicio es poco de cumplir preceptos, y mucho de amar a los demás: “cuanto hacíais con ellos… conmigo lo hacíais”.
La esperanza nos permite vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte: La muerte, “salario” del pecado original, es algo tan olvidado y de otra parte algo tan normal: todos hemos de morir. Cuentan de uno que en el bar miraba siempre las esquelas, por si se veía un día a él, hasta que el dueño del bar mirando el periódico dijo: “lástima, hoy que sale la esquela de fulanito y justo es el día que él no ha venido a leer el periódico”. Hay una resistencia innata a morir, como decía Morabia: “todos los hombres querrían ser inmortales... buscan traer al mundo hijos o se esfuerzan por crear alguna obra de arte: las dos cosas prolongan su permanencia en el tiempo”. La muerte, para los hijos de Dios, es vida: “non habemus hic manenten civitatem, sed futura inquirimus” (Heb 13, 14): no tenemos aquí ciudad permanente, vamos en busca de la que está por venir, la que el Señor nos tiene preparada desde siempre: el cristiano que se une a Él en su propia muerte, ésta ya se convierte en entrada a la vida eterna. “Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras de perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por última vez con una unción fortificante y le da a Cristo en el viático como alimento para el viaje. Le habla entonces con una dulce seguridad: ‘Alma cristiana, al salir de este mundo, marcha en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó, en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que murió por ti, en el nombre del Espíritu Santo, que sobre ti descendió. Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios en Sión, la ciudad santa, con Santa María Virgen, Madre de Dios, con San José y todos los ángeles y santos... Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida, salgan a tu encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos... Que puedas contemplar cara a cara a tu Redentor...’” (Catecismo, 1020).
Para los cristianos, la muerte es vida, el principio de la Vida. La vida en la tierra –dice la Escritura- es como la flor del heno, que nace con el primer beso del sol, y cuando anochece ya está marchita. “Esto se nos va, decía san Josemaría Escrivá. Y hay una eternidad, una vida por los siglos de los siglos: una vida para no morir; para ser felices, como premio de este servicio de almas entregadas a Dios... No nos morimos: cambiamos de casa. ¡Qué alegría da esa inmortalidad!” Esta confianza filial lleva a no tener miedo a la vida ni miedo a la muerte, pues todo está dentro de los planes providentes de Dios que es Padre y sólo quiere nuestro bien. La meditación de la muerte nos ayuda a vivir. Por eso es bueno aceptarla ya cada noche al acostarnos, y ponernos con el pensamiento en trance de la muerte. Al ver con esa luz los sucesos del día, preparamos la jornada siguiente, y nos abandonamos en las manos de Dios: “No tengas miedo a la muerte. -Acéptala, desde ahora, generosamente..., cuando Dios quiera..., como Dios quiera..., donde Dios quiera. -No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga..., enviada por tu Padre-Dios. -¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte!” (J. Escrivá). También, ante noticias de muerte de personas queridas, es muy útil la meditación serena, la oración acompañando el cadáver de esa persona. Hay un cambio de enfoque cuando a uno diagnostican un cáncer (como sale en una película de Woody Allen): recuerdo una persona que a partir de un pronóstico de muerte por cáncer fue mejorando espiritualmente, con la alegría de acercarse a Dios; luego, cuando volvió al ajetreo diario -pues se curó-, dijo que se encontraba otra vez esclavo del trabajo y la prisa del mundo, que enfermo estaba mejor, la cercanía de la muerte le había hecho ver las cosas importantes.
Vivimos cara a la eternidad: “No pongas tus amores aquí abajo. -Son amores egoístas... Los que amas se apartarán de ti, con miedo y asco, a las pocas horas de llamarte Dios a su presencia. -Otros son los amores que perduran... ¿Has visto, en una tarde triste de otoño, caer las hojas muertas? Así caen cada día las almas en la eternidad: un día, la hoja caída serás tú... Pórtate bien "ahora", sin acordarte de "ayer", que ya pasó, y sin preocuparte de "mañana", que no sabes si llegará para ti... Llega un momento, hijos, en el que se cuentan los días que faltan y se siente la necesidad de dejar más labor hecha: no por soberbia, sino por Amor”. (J. Escrivá). El aprovechamiento del tiempo es una consecuencia de ese afán de vivir el “aquí, ahora”, en el cumplimiento de la voluntad divina: la mejor manera de preparar una buena muerte es la pelea diaria por ser fieles, pues sólo vale lo que se hace de cara a Dios. «Spatium vere penitentiae», pedimos al Espíritu Santo: un tiempo para purificar nuestro corazón y vivir con una fidelidad vigilante cada día, poniendo empeño en elevar al orden sobrenatural todas nuestras acciones y buscando personalmente aquel “que yo desaparezca y Él crezca en mí” de san Juan Bautista.
Así, podemos verlo todo con ojos de eternidad, con la paz que tienen los santos. Ellos viven aquello de «quotidie morior», cada día muero (1 Cor 15, 31)... Los griegos tenían dos palabras para el tiempo: el dios Cronos que se come a sus hijos; es el “cronómetro” que corre y se come todo: juventud, esperanzas mundanas, dinero, comida... y eso lleva a la desesperación. Pero la visión cristiana ve en eso “vanidad de vanidades”, pues hay otro sentido del tiempo, expresado en la otra palabra griega “kairós”: es el tiempo oportuno, el “nunc coepi” (ahora comienzo), el momento mágico que vivimos en cada instante cuando hacemos las cosas por amor. Ese “carpe diem” cristiano quita todo egoísmo que nos impide el camino expedito hacia Dios, y lleva a procurar aprovechar los talentos recibidos mientras haya vida, hasta que nos llame el Señor. “Dios es como un jardinero, que cuida las flores, las riega, las protege; y sólo las corta cuando están más bellas, llenas de lozanía. Dios se lleva a las almas cuando están maduras” (J. Escrivá).
Del libro de la Sabiduría 3, 1-9: Las almas de los justos están en las manos de Dios y no los alcanzará ningún tormento. Los insensatos pensaban que los justos habían muerto, que su salida de este mundo era una desgracia y su salida de entre nosotros, una completa destrucción. Pero los justos están en paz. La gente pensaba que sus sufrimientos eran un castigo, pero ellos esperaban confiadamente la inmortalidad. Después de breves sufrimientos recibirán una abundante recompensa, pues Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí. Los probó como oro en el crisol y los aceptó como un holocausto agradable. En el día del juicio brillarán los justos como chispas que se propagan en un cañaveral. Juzgará a las naciones y dominarán a los pueblos, y el Señor reinará eternamente sobre ellos. Los que confían en el Señor comprenderán la verdad y los que son fieles a su amor permanecerán a su lado, porque Dios ama a sus elegidos y cuida de ellos.
Salmo responsorial (26,1.4.7-8b-9ª.13-14): R. Espero ver la bondad del Señor .
El señor es mi luz y salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo? El Señor es la defensa de mi vida.
Lo único que pido, lo único que busco es vivir en la casa del Señor toda mi vida, para disfrutar las bondades del Señor y estar continuamente en su presencia.
Oye, Señor, mi voz y mis clamores y tenme compasión. El corazón me dice que te busque y buscándote estoy. No rechaces con cólera a tu siervo.
La bondad del Señor espero ver en esta misma vida. Armate de valor y fortaleza y en el Señor confía.
Primera Carta del apóstol San Juan 3, 14-16: Hermanos: Nosotros estamos seguros de haber pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte. El que odia a su hermano es un homicida y bien saben ustedes que ningún homicida tiene la vida eterna. Conocemos lo que es el amor, en que Cristo dio su vida por nosotros. Así también debemos nosotros dar la vida por nuestros hermanos. Palabra de Dios. A. Te alabamos, Señor.
Evangelio según San Mateo 25, 31-46: En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando vénga el Hijo del hombre, rodeado de su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria. Entonces serán congregadas ante él todas las naciones, y él, apartará a los unos de los otros, como aparta el pastor a las ovejas de los cabritos, y pondrá a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: “vengan benditos de mi padre; tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo; porque estuve hambriento y me dieron de comer, sediento y me dieron de beber, era forastero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, encarcelado y fueron a verme”. Los justos le contestarán entonces:”Señor ¿Cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y te fuimos a ver?”. Y el rey les dirá: “Yo les aseguro que, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron” Entonces dirá también a los de la izquierda: “Apártense de mí, malditos; vayan al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles, porque estuve hambriento y no me dieron de comer, sediento y no me dieron de beber, era forastero y no me hospedaron, estuve desnudo y no me vistieron, enfermo y encarcelado y no me visitaron”. Entonces ellos le responderán: “Señor, ¿Cuándo te vimos hambriento o sediento, enfermo o encarcelado y no te asistimos?” Y él les replicará: ”Yo les aseguro que, cuando no lo hicieron con uno de aquellos más insignificantes, tampoco lo hicieron conmigo”. Entonces, irán éstos al castigo eterno y los justos a la vida eterna”.
Comentario: La misa de hoy no viene fijada con un formulario concreto de oraciones, ni con unas lecturas determinadas. Hay que escoger. Hay tres formularios de oraciones y cinco prefacios. Y un buen conjunto de lecturas que ofrece el leccionario, y que habrá que mirar para escoger una del Antiguo Testamento, un salmo responsorial, una del Nuevo Testamento y un evangelio. Hoy ofrecemos la Misa por los difuntos, los sufragios van dirigidos a ellos. “El que pregunta hoy a la teología acerca del purgatorio, apenas recibe respuesta. La Biblia parece que calla sobre este tema. Según eso, ¿con qué fundamento puede hablar la tradición sobre él? Así, lo que se hace es eludir el tema. Pero, por otra parte, ¿podríamos imaginarnos una iglesia en la que no se pensara en recordar en las oraciones a los que han llegado a la patria? Se podría afirmar que la conciencia tan natural con la que la oración abarca, en todas las épocas, también a los difuntos es ya, ella misma, una expresión viva de un profundo convencimiento que radica en lo más íntimo de la fe, según el cual la comunicación mutua no termina en la muerte, sino que precisamente eso es lo permanente.
¿Pero no podemos dar a este convencimiento un contenido concreto? Hoy parece claro que el fuego del juicio, del que habla la Biblia, no significa una especie de cárcel en el más allá, sino que alude al mismo Señor, el cual en el momento del juicio sale al encuentro del hombre. ¿Pero qué quiere decir esto más exactamente? Esto significa que, al hombre que cae ante la vista de Dios, se le quema toda la «paja y heno» de su vida y que sólo permanece lo que únicamente puede tener consistencia. Eso quiere decir que el hombre, mediante el encuentro con Cristo, se refunde o transforma en aquello que él propiamente debería y podría ser. La decisión fundamental de tal hombre es el «sí» que le hace capaz de recibir la misericordia de Dios; pero esta decisión fundamental se halla agarrotada e impedida de muchas maneras y sólo aparece penosamente sobre el enrejado del egoísmo, que el hombre no podría eliminar del todo. Él recibe la misericordia, pero debe ser transformado. Este encuentro con el Señor es esta transformación, el fuego, que le transforma con su llama en aquella figura sin mancha que puede convertirse en el recipiente de la eterna alegría. ¿Pero no pierde de esa manera su sentido la oración por los difuntos? ¿Se puede pretender influir en la imprescindible transformación personal de un hombre? Sí, se puede, porque, para la fe cristiana, lo más íntimo del hombre es asimismo lo que en él hay de común con los demás en la unidad de todos los miembros de Cristo. El compadecer y con-amar no se halla junto a la persona, sino en ella misma: ella es distinta si está con ella el amor solícito o no está. Su culpa tampoco es algo puramente privado: ¿no debía el «purgatorio», expresado en términos humanos, depender precisamente también de que indiscutiblemente no puede ser feliz unido a Dios aquél que ha dejado tras de sí culpas o pecados por los cuales sufren los hombres en este mundo? Ahora bien, donde la culpa se ha transformado en amor perdonador, cae un límite o una frontera que se oponía a la paz definitiva. Lo que la oración de la iglesia deja claro en favor de los muertos sobre todo es esto: en el mundo de la fe, los límites o fronteras entre la muerte y la vida, pero también las fronteras entre hombre y hombre, son transitables o permeables en un dar y recibir que abarca cielo y tierra, para el cual dar y recibir nadie hay demasiado pequeño ni nadie demasiado grande” (Joseph Ratzinger).
El trance definitivo de la vida es la muerte. La muerte es siempre trágica , es violenta porque contradice el deseo de vivir, es uno de los ejes del dolor humano. La muerte suscita en el hombre muchos interrogantes y no puede reducirse a un mero fenómeno natural. Pero a la muerte no se le puede despojar de sentido. Cuando la muerte nos amenaza y rodea, cuando entra en nuestra casa y nos arrebata a un ser querido, entonces con toda crudeza nos preguntamos. ¿se puede celebrar la muerte? Desde la fe y la esperanza cristiana tenemos que responder afirmativamente. Al recordar hoy a todos los difuntos, al actualizar una vez más en el sacrificio eucarístico la pasión y muerte del Señor, celebramos al Dios de la vida, al Dios que salva, al Dios de la resurrección. Nuestro Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, por eso desde el corazón de la muerte celebramos y proclamamos la resurrección. Creer es esperar en el amor de Dios, confiar plenamente en su misericordia, asumir la muerte en la esperanza de la vida eterna. Los creyentes aceptan la muerte bebiendo el agua viva de la Palabra de Dios, para no morir de sed en el desierto del mundo, y comiendo el Pan de la Vida, que nos fortalece y nos hace triunfar sobre la muerte. Por eso el cristiano sabe que vive para morir y muere paro vivir. La muerte cambia de sentido, pues es la posibilidad de vivir eternamente con Cristo. Al recordar a nuestros difuntos, presentamos a Dios nuestras oraciones de intercesión celebrando el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor, comprometiéndonos a vivir mejor nuestra vida (Rafael del Olmo Veros).
Vemos respuesta en la liturgia, en su misteriosa sobriedad: “En Cristo Señor nuestro, brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección: y así aunque la certeza del morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”. También el Catecismo de la Iglesia Católica nos habla de la comunión con los difuntos: “"La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados' (2 M 12, 45)" (LG 50). Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor” (n. 958).
A veces vemos un aspecto digamos negativo: que la muerte es una ganancia y la vida un sufrimiento. Pero San Pablo lo lleva al lado positivo: Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Cristo, a través de la muerte corporal, se nos convierte en espíritu de vida. Por tanto, muramos con Él, y viviremos con Él. En cierto modo debemos irnos acostumbrando y disponiéndonos a morir, por este esfuerzo cotidiano que consiste en ir separando el alma de las concupiscencias del cuerpo... Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro remedio es la gracia de Cristo, y el cuerpo de muerte es nuestro propio cuerpo. Por lo tanto, emigremos del cuerpo, para no vivir lejos del Señor; aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las tendencias del cuerpo ni obremos en contra del orden natural, antes, busquemos con preferencia los dones de la gracia. ¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue redimido el mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, si no que la considero como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos. Hemos recibido el signo sacramental de su muerte, anunciamos y proclamamos su muerte siempre que nos reunimos para ofrecer la eucaristía; su muerte es una victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la máxima solemnidad anual que celebra el mundo. ¿Qué mas podemos decir de su muerte, si el ejemplo de Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la inmortalidad y se redimió a sí misma? Por esto no debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación para todos; no debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni tuvo en menos el sufrirla. Nuestro espíritu aspira a abandonar las sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos, para cantar a Dios aquella alabanza que, como nos dice la Escritura, le cantan al son de la citara: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, !oh Rey de los siglos!... Este deseo expresaba con especial vehemencia el salmista, cuando decía: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida y gozar de la dulzura del Señor (CE de Liturgia Perú).
El Arzobispo Antonio Montero comentaba: “Hermano, morir tenemos… No tengo claro si ocurrió en alguna época aquello, oído en mi infancia, de que los cartujos silenciosos, al cruzarse uno con otro en el claustro monacal, se decían entre sí en voz baja: -Hermano, morir tenemos. -Ya lo sabemos, contestaba el aludido. Dijeran lo que dijeran los cartujos, si es que lo decían, de lo que no cabe duda es de que ustedes y yo nos moriremos como Dios manda y cuando nos llegue la hora. Dice el salmo 89 (v. 10) que la vida del hombre sobre la tierra dura unos setenta años y, para los más robustos, hasta ochenta. No creo que se refiera el salmista a la longevidad media de las poblaciones de entonces, hace unos veinticinco siglos, diezmadas por feroces epidemias y carencias sanitarias. Hablaba, pienso, de los topes máximos de longevidad. Hoy aquellas cifras sí que se van pareciendo, en los países sanitariamente más desarrollados, a los años de permanencia en este mundo de la mayoría de los mortales. Pero, mortales en fin; ese sigue siendo nuestro nombre y nuestro sino. Nada hay, empero, tan plural y heterogéneo como el talante de las gentes en nuestro derredor ante la muerte propia. Me refiero a los europeos de fin de siglo, a nuestros convecinos de ahora en la calle de enfrente. Parece ser que uno de los rasgos más distintivos de la postmodernidad es beberse a tragos el presente, sin hacerse demasiadas preguntas sobre el mañana y, menos todavía acerca del más allá. Resulta incluso poco elegante introducir en las tertulias asuntos transcendentes, a los que se tilda de "rollos macabeos" ¡A vivir que son dos días! Sería la consigna más representativa de estos conciudadanos. O sea, que la muerte, ni nombrarla. Pero, fíjense en lo de los dos días; por ahí se les ha colado que esto se acaba y, con esto, nosotros. Los viejos filósofos epicúreos eran, a su modo, más explícitos que los postmodernos. Ellos decían: "Comamos y bebamos, que mañana moriremos". No necesitaban del cartujo que se lo recordara a cada paso.¡Vamos a ver! Ante una realidad tan de todos y cada uno como la muerte propia, con su carga de misterio, estremecimiento, desengaño o esperanza, ¿qué será lo más sabio, inteligente, sincero, honrado, lógico y provechoso? ¿Escurrir el bulto y mirar para otro lado? ¿O contemplarla de frente y sin temor, hasta transformar la muerte en fuente de energía, en firme palanca para sostener la vida? El problema, lo confieso, no es tan simple. Lo reconoce así el mismo Concilio Vaticano II (Gs, 18) al afirmar que "frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre". Enigma cumbre, no es poco. Se comprenden así a la vez dos posiciones encontradas y alternativas. Por un lado, el que la muerte, los muertos, la ultratumba, el más allá, la vida eterna y la resurrección, sean el punto de arranque y el argumento clave de todas las religiones: Cristianismo, judaísmo, islamismo; hinduismo, animismo, sectas exotéricas. Y, por el costado opuesto, el que la muerte cierre el paso a toda inquietud de fe: el agnosticismo, el inmanentismo y el materialismo. Aquí se acaba todo. O, en términos filosóficos, el hombre es un ser para la muerte, una pasión inútil, carne de un ciego destino. Coexistimos, convivimos, conversamos con los que respiran más o menos así. Unos, por crisis interiores, desengaños profundos, orgullo intelectual, malos ejemplos de los creyentes. Otros, por instalación morbosa en la duda, por escepticismo elegante, por desenfreno moral, por pereza intelectual, por un miedo estúpido a Dios. ¿Quién pecó, él o sus padres? Por Dios, no voy por ahí. Líbreme Él de autosituarme entre los buenos, de sentirme superior a nadie o de juzgar intenciones. Eso no me impide experimentar un loco agradecimiento a mi Dios por lo que la fe en Él ha alumbrado mi propio destino. Me permito incluso decirles a tantos hermanos míos que, al par que el oxígeno de la fe, respiran hoy tantos gases tóxicos de increencia que, en lo que atañe a su visión cristiana de la vida y de la muerte, no jueguen con las cosas de creer. Sabedores, con el Concilio, de que la muerte es enigma y misterio, no intenten convertir a nadie con discusiones agotadoras. Pero, que sepan, eso sí, "dar razones de su esperanza a todo el que se las pidiera" (1Pe. 3,15). En nuestra posición ante la muerte se juega en su totalidad nada más y nada menos que el sentido de la propia existencia. Y aquí si que hay que hacerse fuertes, no agresivos ni dogmáticos, ante quienes se quedan tan campantes, dejando frívolamente sin respuesta, o desembocando en el absurdo, las preguntas sobre su ser, su vida, su yo, su origen y su destino. Y a la vez el de todos los hombres, el de la historia humana, el de la realidad cósmica que nos circunda. Aquí el cristiano no debe situarse torpemente a la defensiva. Son los agnósticos, los materialistas, los que han de justificarse ante la propia conciencia. Hemos de manejar con soltura razonamientos como estos: sería no sólo absurdo, sino inmensamente cruel, el destino de los desheredados, los oprimidos, los humillados de este mundo, si no se resuelven en el más allá las injusticias estructurales de la existencia terrena. ¿Y qué decir de los anhelos de bondad, de belleza, de amor, de alegría, que han anidado en el corazón de billones, tal vez, de seres humanos y que no pudieron cumplirse en este planeta? ¿Porqué el orgullo intelectual de cerrarse al misterio? Son ellos, los ateos y los agnósticos, remedo yo a san Pedro, los que tienen que dar cuenta (Dios mío, que no sea darte cuentas) de su desesperanza o más bien desesperación. Para nosotros, ya que el misterio total del hombre sólo alcanza a vislumbrarse desde el misterio de Cristo, el enigma tremendo de nuestra muerte sólo podrá ser iluminado desde la suya, asumida libre y amorosamente por nosotros y por nuestra salvación; superada luego por el poder de Dios con su resurrección gloriosa; preludio y prenda a su vez de nuestra propia resurrección. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde tu aguijón?, se preguntará animoso san Pablo (I Cor. 15, 55). ¿Tiene, entonces, el cristiano una palabra de luz y de aliento para sus hermanos agnósticos? ¿Les podrá echar una mano desde sus propias certezas, recibidas por la gracia de Dios? Habría que ayudarles suavemente, desde la inteligencia y el amor, a quitarse, como Pablo, las escamas de los ojos: el escepticismo despectivo, la autosuficiencia orgullosa, el escándalo fácil, la pereza intelectual, la idolatría del placer, la dureza de corazón. Para los bautizados españoles la creencia en la vida eterna suele llevar consigo, por lo común, la recuperación integral de su fe cristiana y católica. De ahí el significado de las dos fiestas de noviembre: los Santos y los Difuntos. De ahí, por último, la exigencia de que todos sepamos "dar cuenta de nuestra esperanza". Se entiende que con la palabra y con la vida. "Luzca así vuestra luz delante de los hombres, de modo que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro padre, que está en los cielos" (Mt. 5, 16)”.
Entre los cristianos suelen circular ciertas dudas sobre el más allá. Según datos de estudios sociológicos entre los que creen en Dios y en Jesucristo hay bastantes que declaran no creer en la supervivencia, en la resurrección, en el cielo o en el infierno. Ante esto hay que preguntarse: ¿Entonces, para qué creer? La respuesta válida sigue siendo la de San Pablo: "Si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe". Es posible que muchos se conformen con sentir en su vida la protección de Dios y que piensen que, a pesar de todo, es provechoso para el hombre vivir en el amor y en el temor de Dios; también es posible que a otros les baste con que Jesús de Nazaret sea para ellos un buen ejemplo humano y sólo de ese modo lo vean como modelo para los mortales. Ciertamente, eso ya es experimentar la salvación, pero es pobre, incompleta e insuficiente; la plena y definitiva, la que Dios nos ofrece, es eterna y alcanza su plenitud al final de nuestro recorrido terreno; porque "la vida no termina, se transforma", por nuestra participación en la resurrección de Jesucristo. Esa es la redención que celebramos como realidad y esperanza en las dos fiestas de este fin de semana: la de Todos los Santos, que nos recuerda que estos han encontrado en plenitud lo que vislumbraban entre gozos y sufrimientos aquí abajo; la de los Fieles Difuntos nos hace recordar a aquellos que necesitan purificarse hasta que todo en ellos sea digno de la complacencia de Dios. Roguemos por ellos” (Amadeo Rodríguez).
Dedicar un día del año litúrgico a la oración de todos los difuntos apareció como costumbre de algunas ordenes monásticas bien pronto, aunque es en el siglo IX cuando aparece en algunas parroquias. Con el tiempo se fue extendiendo a la Iglesia universal. En el año 1915, en consideración a los muertos de la primera guerra mundial, el Papa Benedicto XV concedió que los sacerdotes pudieran celebrar este día tres misas y así poder atender la demanda de sufragio. La reciente reforma conciliar, en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, dispuso que "la liturgia de los difuntos debe expresar más claramente el carácter pascual de la muerte cristiana" (n. 81). De ahí las novedades en lecturas, oraciones y color de ornamento que hemos visto en las exequias. A este respecto hay que notar la supresión del famoso canto "Dies irae" que no está en consonancia con esta nueva perspectiva. La lectura de San Pablo explica bien el carácter "pascual" de la muerte cristiana. El Apóstol comienza afirmando: "Porque si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya".Se trata de un "paso" que comienza en "morir" a todo lo que nos separa del Padre, tanto el pecado como nuestra propia vida terrena, pues, al final, tienen que ser destruidos para llegar a un "resucitar" que nos haga posible el encuentro definitivo y plenificante con Dios Padre y participar de su gloria. Esta visión de la vida y de la muerte es la que engendra la actitud de serenidad y esperanza ante la muerte que presiden las lecturas y las oraciones de la liturgia de hoy (Antonio Luis Martínez).
1. Sb 3,1-9. Para los santos las pruebas se vuelven justicia, pues de este modo "Dios los probó como oro en crisol, y los recibió como sacrificio de holocausto" (v 6). Lo que los hombres juzgaron la verdad, no lo fue. El descalabro pasó a ser camino de gloria, de enaltecimiento de los justos sobre razas y pueblos, para juzgarlos y dominarlos, sin otro rey que el Señor.
El caer de las hojas nos recuerda la muerte… Este tiempo de otoño está cargado de emociones, parece que la naturaleza llora con el caerse las hojas de los árboles, que aparecen en toda su desnudez. Los paisajes adquieren un tono melancólico, lleno de colorido que hace pensar, como se ha comentado en estos días en el Diari de Terrassa, que la gente se muere. Para quien piensa que el fallecer es el fin de trayecto, es un tema tabú del que no se habla, pues todo consiste en gozar de los placeres de la vida y la distracción del trabajo para no pensar en este final que suena a fracaso, pues todo acaba unos palmos bajo el suelo. Para quien está abierto al más allá, hay un sabor de victoria, después de consumar una carrera. Lo diré con una historieta sobre un sabiondo que subió a una barca que cruzaba la gente de una parte a otra de un ancho río. Le dice al barquero: “-¿sabes matemáticas?”
-“No. ¿Es grave?
-“Es muy grave. Has malgastado al menos una cuarta parte de tu vida. ¿Conoces por lo menos la astronomía?”
-“¿Esto es algo que se come o que?
-“¡Tonto! Has perdido al menos la mitad de tu vida. ¿Y la astrología, la conoces?”
-“Tampoco...”
-“Eres un pobre perdedor. Has desperdiciado las tres cuartas partes de tu vida”.
En aquel momento, el barco golpeó unas rocas y se hundió. El barquero, viendo al sabiondo que se lo llevaba la corriente, le gritó:
-“¡Eh, sabio, ¿sabes nadar?!”
-“¡No!”, contestó medio ahogándose...
-“Entonces acabas de perder las cuatro cuartas partes de tu vida... ¡toda tu vida!”.
Es bueno conocer lo esencial. Para quien va en un barco, saber nadar es esencial. Y para quien está en el camino de la vida esencial es preguntarse ¿qué sentido tiene todo y qué pinto yo en la vida? ¿y después, qué?
Este mes que comienza con “panellets” (dulce de Cataluña), castañas y boniatos en la fiesta de todos los santos y la memoria de los difuntos, hay algo que invita a pensar en estas preguntas esenciales, yo diría que con noviembre comienza un tiempo anual que invita a leer cosas serias, como los grandes novelistas... y así como los piñones y almendra picada, azucar y limón (y algo de harina) son ingredientes de la pasta de “penellets”, el gran ingrediente de nuestra historia es un “sentido de la vida” que es el amor. Y es necesario incluir todo en este sentido o proyecto de vida, pues sólo a la luz de él tiene explicación la muerte, la gran misteriosa (“en la vida todo es amor o muerte”, dirá Gertrud, la protagonista de la gran película de Dreyer). Y el sentido del dolor, que como decía “Héroes del silencio” es un ensayo de la muerte.
No es masoquismo sufrir, si el sufrimiento tiene un sentido de amor. Entonces, cuando el amor lleva al sacrificio, el dolor –por ejemplo ante los seres queridos que han fallecido- adquiere un valor, no sólo como recuerdo, sino actualización del amor que no desaparece: el amor que no ha nacido para ser eterno no ha existido nunca. Esta memoria de los difuntos nos ayuda a portarnos mejor y así en los momentos de desfallecimiento el pensamiento puede ser: “¿qué le pondría contento a...?” y esto anima a luchar: “he de hacerlo por mí y por él, por ella...” se adquiere una madurez y sentido de responsabilidad. En el diálogo de la película de “El Rey león” cuando el hijo le pregunta si estarán siempre juntos, le dice el padre: “allá en las estrellas están los reyes que nos miran... cuando yo esté allí estaré mirándote, no te dejaré...”
Hay una comunicación entre los de aquí y los que han cruzado el río de la vida, y podemos ayudarles con nuestros esfuerzos y sacrificios (el sentido profundo de los sufragios por los difuntos) y ellos nos animan como espectadores que están viendo nuestro partido, pues estamos corriendo en el campo y ellos desde la grada: “¡venga, ánimo... mete este gol!” Y aquella sonrisa o detalle de servicio será un ingrediente para este manjar que se amasa con amor.
2. El salmo enuncia esta búsqueda de Dios, al que vemos también en el dolor. Delante de un sufrimiento te emocionas, te compadeces. En este momento quiero contemplar la emoción que embarga tu corazón; y quiero escuchar las palabras que dices a esa madre: "¡No llores!". Delante de todos los muertos de la tierra tienes siempre los mismos sentimientos; y tu intención es siempre la misma: quieres resucitarles a todos... quieres suprimir todas las lágrimas (Ap 21. 4) porque tu opción es la vida, porque eres el Dios de los vivos y no el de los muertos. Yo avanzo, lo sé, hacia mi propia muerte. Pero creo en tu promesa: creo que mi muerte no sera el último acto sino el penúltimo. Antes de acusar a Dios, como se oye tan a menudo -"¡Si existiera Dios, no tendríamos todas esas desgracias!"- se debería comenzar por no parar la historia humana con esa penúltimo acto. El proyecto final de Dios es la "vida eterna". Pero hay que creer en ella. "Jesús dijo: Muchacho...levántate..." Es muy importante caer en la cuenta de que ese tipo de resurrección, por muy notable que sea como signo, no nos muestra más que una pequeña parte de las posibilidades de Jesús y de su mensaje real sobre la resurrección: ciertamente aquí Jesús reanima a un muchacho, pero no es más que una recuperación temporal de la vida -¡ese muchacho volverá a morir cuando sea!-; Jesús, por su propia resurrección nos revelará otro tipo de VIDA RESUCITADA: una vida nunca más sometida a la muerte, un modo de vida completamente nuevo que sobrepasa todos los marcos humanos (Noel Quesson).
«Una cosa pido al Señor, y eso buscaré: habitar en la casa del Señor por todos los días de mi vida» (v. 4). Es necesario entender estas palabras en su verdadera profundidad, es decir, en su sentido figurado: vivir en el «templo» de su intimidad, cultivar su amistad, acoger profundamente su presencia; «gozar de la dulzura del Señor» (v. 4), esto es, experimentar vivamente la ternura de mi Dios, su predilección, su amor, que se me da sin motivos ni merecimientos, cultivar interminablemente, «por todos los días de mi vida», la relación personal y liberadora con el Señor, mi Dios.
«Oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro», en seis oportunidades consecutivas apela a ese Rostro: 1) «tu rostro buscaré, Señor»; 2) «no me escondas tu Rostro»; 3) «no rechaces a tu siervo»; 4) «no me abandones»; 5) «no me dejes»; 6) «aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor me acogerá». El salmo, que comenzó con una entrada triunfal, finaliza también con una salida victoriosa, con un par de versículos en que campea, invenciblemente, la esperanza. «Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida» (v. 13). País de la vida es esta vida, oportunidad que Dios nos da para ser felices y hacer felices. Gozar de la dicha del Señor es, simplemente, vivir, ni más ni menos. Mucha gente no vive, agoniza. Los que arrastran la existencia anegados entre temores y ansiedades no viven, su existencia es una agonía; en el mejor de los casos, vegetan. Pero ahora que el viento del Señor ha barrido con nuestras sombras y temores, ahora, sí, podemos respirar, sentirnos libres, gozosos, felices. Esto es vivir, ahora esperamos vivir. Y tanta hermosura como contiene este salmo no podía acabar sino con un grito largo de coraje y esperanza: «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (v. 14). El hombre tiene que habérselas con la vida y sus peligros; necesita refugios donde acogerse. Ha aprendido a no confiar en los poderosos de la tierra, «los señores de la tierra»; y sabe por experiencia que sólo salvan el poder y el cariño de Dios. Este poder y amor suscitan la confianza del hombre, y en esta confianza se basa su seguridad. Y esta seguridad se transforma en el gozo de vivir, vivir plenamente, Shalom (Larrañaga).
Este es el deseo de mi vida que recoge y resume todos mis deseos: ver tu rostro. Palabras atrevidas que yo no habría pretendido pronunciar si no me las hubieras dado tú mismo. En otros tiempos, nadie podía ver tu rostro y permanecer con vida. Ahora te quitas el velo y descubres tu presencia. Y una vez que sé eso, ¿qué otra cosa puedo hacer el resto de mis días, sino buscar ese rostro y desear esa presencia? Ese es ya mi único deseo, el blanco de todas mis acciones, el objeto de mis plegarias y esfuerzos y el mismo sentido de mi vida. «Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro». He estudiado tu palabra y conozco tu revelación. Sé lo que sabios teólogos dicen de ti, lo que los santos han enseñado y tus amigos han contado acerca de sus tratos contigo. He leído muchos libros y he tomado parte en muchas discusiones sobre ti y quién eres y qué haces y por qué y cuándo y cómo. Incluso he dado exámenes en que tú eras la asignatura, aunque dudo mucho qué calificación me habrías dado tú si hubieras formado parte del tribunal. Sé muchas cosas de ti, e incluso llegué a creer que bastaba con lo que sabía, y que eso era todo lo que yo podía dar de mí en la oscuridad de esta existencia transitoria. Pero ahora sé que puedo aspirar a mucho más, porque tú me lo dices y me llamas y me invitas. Y yo lo quiero con toda mi alma. Quiero ver tu rostro. Tengo ciencia, pero quiero experiencia; conozco tu palabra, pero ahora quiero ver tu rostro. Hasta ahora tenía sobre ti referencias de segunda mano; ahora aspiro al contacto directo. Es tu rostro lo que busco, Señor. Ninguna otra cosa podrá ya satisfacerme. Tú sabes la hora y el camino. Tienes el poder y tienes los medios. Tú eres el Dueño del corazón humano y puedes entrar en él cuando te plazca. Ahí tienes mi invitación y mi ruego. A mi me toca ahora esperar con paciencia, deseo y amor. Así lo hago de todo corazón. «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo... y espera en el Señor».
Guillén de Saint-Tierry (hacia 1085-1148) monje benedictino-cisterciense hablaba así de la contemplación de Dios que busca este v.: “Busca su rostro. Sí, tu rostro, Señor, es lo que busco.” (Sal 26,7-8): “Soy desvergonzado y temerario, oh tú, mi socorro y mi apoyo de siempre, tú que no me abandonas jamás. Mira, es el amor de tu amor el que me hace buscar tu rostro (Sal 26,8) Tú me ves y yo no puedo verte. Pero tú me has dado el deseo de verte y ver todo lo que te complace en mí. Tú perdonas al instante a este ciego que corre hacia ti. Tú le das la mano en cuanto tropieza. En el fondo de mi alma resuena la voz de tu presencia y responde a mi deseo. El alma protesta y echa fuera todo lo que hay en mí y mis ojos interiores son deslumbrados por el fulgor de tu verdad. Me recuerda que el hombre no te puede ver y quedar con vida (Ex 33,20). Hundido en el pecado hasta el día de hoy, no he logrado morir a mí mismo para vivir únicamente para ti (2Cor 5, 15). No obstante, por tu palabra y por tu gracia, me quedo atento, aguardando sobre la roca de la fe, en el lugar que está junto a ti (Ex 33, 21). Apoyado en esta fe, espero paciente, según mis posibilidades y abrazo tu derecha que me sostiene y me guarda (Sab 5,16). Alguna vez, cuando contemplo y miro -por la espalda (Ex 33,23)- a aquel que me ve, a Cristo tu Hijo, en su humildad como hombre, me paro a contemplar... Lo poco que he podido sentir y percibir de él atiza la llama de mi deseo interior. Con paciencia espero que tú retires tu mano (cf Ex 33,22) y que derrames en mí tu gracia iluminadora para que según la respuesta de tu verdad, muerto a mí mismo y vivo para ti, comience a contemplar tu rostro descubierto”.
3. La vida plena responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano (¡cuántas cosas hacemos para alargar la vida, para luchar contra la enfermedad y la muerte!). Pero la experiencia constante es que, más pronto o más tarde, todos morimos, porque somos hijos de esta tierra, perecederos ("por Adán murieron todos"). Jesús, también. "Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" El camino del Hijo es el camino de los hijos; avanzamos hacia el triunfo de Jesús; cuando celebramos su victoria anunciamos la nuestra. Nuestra vida no se agota en lo que vemos y tocamos, en lo que podemos darnos unos a otros: como Jesús, hemos nacido de Dios y a Dios retornamos, nuestro aliento está en manos del Padre. Tal es la promesa hecha a "los cristianos", a los que viven como él vivió. La muerte no es para el cristiano la nada y la destrucción: si rompe unos lazos, quedan otros, y tanto si vivimos como si morimos estamos siempre en las mismas manos: las del Padre. “Aquellos que nos han dejado no están ausentes, sino invisibles. Tienen sus ojos llenos de gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas” (San Agustín).
4. El Evangelio del juicio es poco de cumplir preceptos, y mucho de amar a los demás: “cuanto hacíais con ellos… conmigo lo hacíais”.
La esperanza nos permite vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte: La muerte, “salario” del pecado original, es algo tan olvidado y de otra parte algo tan normal: todos hemos de morir. Cuentan de uno que en el bar miraba siempre las esquelas, por si se veía un día a él, hasta que el dueño del bar mirando el periódico dijo: “lástima, hoy que sale la esquela de fulanito y justo es el día que él no ha venido a leer el periódico”. Hay una resistencia innata a morir, como decía Morabia: “todos los hombres querrían ser inmortales... buscan traer al mundo hijos o se esfuerzan por crear alguna obra de arte: las dos cosas prolongan su permanencia en el tiempo”. La muerte, para los hijos de Dios, es vida: “non habemus hic manenten civitatem, sed futura inquirimus” (Heb 13, 14): no tenemos aquí ciudad permanente, vamos en busca de la que está por venir, la que el Señor nos tiene preparada desde siempre: el cristiano que se une a Él en su propia muerte, ésta ya se convierte en entrada a la vida eterna. “Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras de perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por última vez con una unción fortificante y le da a Cristo en el viático como alimento para el viaje. Le habla entonces con una dulce seguridad: ‘Alma cristiana, al salir de este mundo, marcha en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó, en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que murió por ti, en el nombre del Espíritu Santo, que sobre ti descendió. Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios en Sión, la ciudad santa, con Santa María Virgen, Madre de Dios, con San José y todos los ángeles y santos... Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida, salgan a tu encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos... Que puedas contemplar cara a cara a tu Redentor...’” (Catecismo, 1020).
Para los cristianos, la muerte es vida, el principio de la Vida. La vida en la tierra –dice la Escritura- es como la flor del heno, que nace con el primer beso del sol, y cuando anochece ya está marchita. “Esto se nos va, decía san Josemaría Escrivá. Y hay una eternidad, una vida por los siglos de los siglos: una vida para no morir; para ser felices, como premio de este servicio de almas entregadas a Dios... No nos morimos: cambiamos de casa. ¡Qué alegría da esa inmortalidad!” Esta confianza filial lleva a no tener miedo a la vida ni miedo a la muerte, pues todo está dentro de los planes providentes de Dios que es Padre y sólo quiere nuestro bien. La meditación de la muerte nos ayuda a vivir. Por eso es bueno aceptarla ya cada noche al acostarnos, y ponernos con el pensamiento en trance de la muerte. Al ver con esa luz los sucesos del día, preparamos la jornada siguiente, y nos abandonamos en las manos de Dios: “No tengas miedo a la muerte. -Acéptala, desde ahora, generosamente..., cuando Dios quiera..., como Dios quiera..., donde Dios quiera. -No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga..., enviada por tu Padre-Dios. -¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte!” (J. Escrivá). También, ante noticias de muerte de personas queridas, es muy útil la meditación serena, la oración acompañando el cadáver de esa persona. Hay un cambio de enfoque cuando a uno diagnostican un cáncer (como sale en una película de Woody Allen): recuerdo una persona que a partir de un pronóstico de muerte por cáncer fue mejorando espiritualmente, con la alegría de acercarse a Dios; luego, cuando volvió al ajetreo diario -pues se curó-, dijo que se encontraba otra vez esclavo del trabajo y la prisa del mundo, que enfermo estaba mejor, la cercanía de la muerte le había hecho ver las cosas importantes.
Vivimos cara a la eternidad: “No pongas tus amores aquí abajo. -Son amores egoístas... Los que amas se apartarán de ti, con miedo y asco, a las pocas horas de llamarte Dios a su presencia. -Otros son los amores que perduran... ¿Has visto, en una tarde triste de otoño, caer las hojas muertas? Así caen cada día las almas en la eternidad: un día, la hoja caída serás tú... Pórtate bien "ahora", sin acordarte de "ayer", que ya pasó, y sin preocuparte de "mañana", que no sabes si llegará para ti... Llega un momento, hijos, en el que se cuentan los días que faltan y se siente la necesidad de dejar más labor hecha: no por soberbia, sino por Amor”. (J. Escrivá). El aprovechamiento del tiempo es una consecuencia de ese afán de vivir el “aquí, ahora”, en el cumplimiento de la voluntad divina: la mejor manera de preparar una buena muerte es la pelea diaria por ser fieles, pues sólo vale lo que se hace de cara a Dios. «Spatium vere penitentiae», pedimos al Espíritu Santo: un tiempo para purificar nuestro corazón y vivir con una fidelidad vigilante cada día, poniendo empeño en elevar al orden sobrenatural todas nuestras acciones y buscando personalmente aquel “que yo desaparezca y Él crezca en mí” de san Juan Bautista.
Así, podemos verlo todo con ojos de eternidad, con la paz que tienen los santos. Ellos viven aquello de «quotidie morior», cada día muero (1 Cor 15, 31)... Los griegos tenían dos palabras para el tiempo: el dios Cronos que se come a sus hijos; es el “cronómetro” que corre y se come todo: juventud, esperanzas mundanas, dinero, comida... y eso lleva a la desesperación. Pero la visión cristiana ve en eso “vanidad de vanidades”, pues hay otro sentido del tiempo, expresado en la otra palabra griega “kairós”: es el tiempo oportuno, el “nunc coepi” (ahora comienzo), el momento mágico que vivimos en cada instante cuando hacemos las cosas por amor. Ese “carpe diem” cristiano quita todo egoísmo que nos impide el camino expedito hacia Dios, y lleva a procurar aprovechar los talentos recibidos mientras haya vida, hasta que nos llame el Señor. “Dios es como un jardinero, que cuida las flores, las riega, las protege; y sólo las corta cuando están más bellas, llenas de lozanía. Dios se lleva a las almas cuando están maduras” (J. Escrivá).
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