MARTES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA: Jesús abre su alma en una despedida-testamento a sus discípulos (lo mismo vemos de Pablo a sus iglesias): oración sacerdotal con apertura del alma en su oración a Dios, y entrega a los discípulos de la misión apostólica
Hechos 20,17-27: 17Desde Mileto envió un mensaje a Éfeso y convocó a los presbíteros de la iglesia. 18Cuando llegaron les dijo: Vosotros sabéis cómo me he comportado en vuestra compañía desde el primer día que entré en Asia, 19sirviendo al Señor con toda humildad y lágrimas y con las dificultades que me han venido por las insidias de los judíos; 20cómo no dejé de hacer nada de cuanto podía aprovecharos, y os he predicado y enseñado públicamente y en vuestras casas, 21anunciando a judíos y griegos la conversión a Dios y la fe en nuestro Señor Jesús. 22Ahora, encadenado por el Espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin conocer lo que allí me sucederá, 23excepto que por todas las ciudades el Espíritu Santo testimonia en mi interior para decirme que me esperan cadenas y tribulaciones. 24Pero en nada estimo mi vida, con tal de consumar mi carrera y el ministerio que recibí del Señor Jesús de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios.
25Sé ahora que ninguno de vosotros, entre quienes pasé predicando el Reino, volveréis a ver mi rostro. 26Os testifico por ello en este día que estoy limpio de la sangre de todos, 27pues no dejé de anunciaros todos los designios de Dios. Hch 20, 17-27
Salmo responsorial: 67, 10-11.20-21: Derramaste una lluvia copiosa, oh Dios, / reconfortaste tu heredad extenuada. / Tu grey habitó en la heredad / que, en tu bondad, oh Dios, preparaste al pobre. // ¡Bendito sea el Señor, día tras día! / Él lleva nuestras cargas, es el Dios de nuestra salvación. / Dios es para nosotros el Dios que salva, / y al Señor, nuestro Dios, / debemos el escapar de la muerte.
Evangelio según san Juan 17,1-11 (también se lee el domingo 7ª de Pascua A): Jesús, dicho esto, elevó sus ojos al cielo y exclamó: Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique; ya que le diste poder sobre toda carne, que él dé vida eterna a todos los que Tú le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien Tú has enviado. Yo te he glorificado en la tierra: he terminado la obra que Tú me has encomendado que hiciera. Ahora, Padre, glorifícame Tú a tu lado con la gloria que tuve junto a Ti antes de que el mundo existiera. He manifestado tu nombre a los que me diste del mundo. Tuyos eran, me los confiaste y han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me has dado proviene de Ti, porque las palabras que me diste se las he dado, y ellos las han recibido y han conocido verdaderamente que yo salí de Ti, y han creído que Tú me enviaste. Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo sino por los que me has dado, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío, y he sido glorificado en ellos. Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y yo voy a Ti.
Comentario: 1. Un motín dirigido contra Pablo obliga a éste a abandonar Éfeso. Las constantes persecuciones de los judaizantes le obligan a modificar continuamente sus planes de viaje: está acosado. Se acerca el desenlace. Sabe que, desde ahora no tardarán en atraparle. En su escala a Mileto se despide de los «Ancianos», venidos expresamente de Éfeso. En este tercer gran discurso de Pablo, el discurso de despedida emocionada a todas las iglesias que ha fundado, tenemos un verdadero testamento pastoral, está destinado especialmente a los que ejercen un cargo en la Iglesia (segunda parte). He aquí el retrato del «apóstol» según san Pablo (primera parte). Hoy y mañana escuchamos este discurso de despedida, y como en todo discurso de despedida, encontramos una mirada al pasado, otra al presente y una final al futuro de la comunidad (esta última la leeremos mañana). Pablo, ante todo, hace un resumen global de su ministerio, en el que se presenta a sí mismo como modelo de apóstol y de responsable de comunidad (tal vez hay que entender que es Lucas quien redactó un panegírico tan encendido de Pablo): «he servido al Señor», «no he ahorrado medio alguno», «he predicado y enseñado en público y en privado», «nunca me he reservado nada». Y todo esto con mil contratiempos y «maquinaciones de los judíos» contra él. La teología y la situación de las Iglesias que se manifiesta en su trasfondo hacen pensar que se trata de una composición literario-teológica de Lucas, como ocurre generalmente con los discursos de los Hechos. Pero no por eso tendría menos valor o es menos; pero la Biblia de Navarra indica al contrario que el patetismo, la agilidad y la hondura espiritual del discurso nos hablan de la autoría de Pablo.
Ahora Pablo se dirige a Jerusalén, «forzado por el Espíritu». Y de nuevo es admirable su actitud y disponibilidad: «no sé lo que me espera allí», aunque sí «estoy seguro que me aguardan cárceles y luchas». Y sin embargo va con confianza: «no me importa la vida: lo que me importa es completar mi carrera y cumplir el encargo que me dio el SeñorJesús: ser testigo del Evangelio, que es la gracia de Dios».
-«Sirviendo al Señor, con humildad...» ha hecho un servicio, imitar a Cristo o dejar que Cristo hiciera por él: ser instrumento de Jesús. Lo que dice no es su propia palabra: Pablo es «servidor» de otro. En la humildad. Danos, Señor, da especialmente a los sacerdotes ese desprendimiento de cualquier suficiencia, de cualquier orgullo, para estar siempre y exclusivamente a tu servicio.
-“Con lágrimas y en medio de muchas pruebas... que me han ocasionado las maquinaciones de los judaizantes”. Ya sabe Pablo que «el servidor no está por encima de su amo». Tú lo dijiste, Señor. El apostolado no es un tranquilo entretenimiento. Toda responsabilidad en la Iglesia, toda vida cristiana auténtica están marcadas por la cruz. Para Pablo, su cruz principal vino de los que no aceptaban evolucionar, pasar del judaísmo a la fe en Cristo. Cada uno de nosotros tiene su cruz. Toda "prueba" tiene valor si sabemos asociarla a la redención. La salvación de la humanidad no se logra de otro modo, sino de la manera que Jesucristo ha establecido. Es duro Señor... pero danos la gracia de aceptarlo.
-“Yo nunca me acobardé, cuando era necesario anunciar la palabra de Dios”. Valentía. Seguridad. Audacia. «Yo nunca me acobardé» Esta fórmula deja suponer que alguna vez, Pablo sintió la tentación de «acobardarse», de huir, de callarse, de renunciar. Perdón, Señor por todas nuestras cobardías, por todos nuestros silencios.
-“En público y en privado, daba testimonio a judíos y a griegos para que se convirtieran a Dios”. Este fue el auditorio y la búsqueda de Pablo. ¡Sin discriminación! Si los judíos, por su estrechez de miras, perjudicaron tanto a Pablo, éste no les guarda ningún resentimiento: también a ellos ha de proclamar la Palabra de Dios, como la proclama a los griegos… diríamos hoy: «creyentes de siempre» y «no-creyentes»... También hoy la Palabra de Dios se dirige a todos. En los conflictos del mundo nuestro, en el que las clases sociales están, a veces, tan diferenciadas, ¡suscita, Señor, apóstoles como san Pablo! (cf. Presbiterorum ordinis 5).
-“Ahora, yo, encadenado por el Espíritu... sin saber lo que me va a suceder...” Este es el motor profundo de su acción apostólica. Está acabado. El dice «encadenado», pero por el Espíritu. No hace lo que quiere. Va donde el Espíritu le lleva. Es la aventura integral, sin ninguna previsión posible por adelantado. Decía san Josemaría Escrivá: “El camino del cristiano, el de cualquier hombre, no es fácil. Ciertamente, en determinadas épocas, parece que todo se cumple según nuestras previsiones; pero esto habitualmente dura poco. Vivir es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores; y en esta fragua el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad (…) Lógicamente, en nuestra jornada no toparemos con tales ni con tantas contradicciones como se cruzaron en la vida de Saulo. Nosotros descubriremos la bajeza de nuestro egoísmo, los zarpazos de la sensualidad, los manotazos de un orgullo inútil y ridículo, y muchas otras claudicaciones: tantas, tantas flaquezas. ¿Descorazonarse? No. Con San Pablo, repitamos al Señor: siento satisfacción en mis enfermedades, en los ultrajes, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias por amor de Cristo; pues cuando estoy débil, entonces soy más fuerte”
-“Mi propia vida no cuenta para mí, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús”. Ha dado su vida. Ya no le pertenece. No cuenta para él. Ama. Vive para otro: Jesús.
-“Dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios...” Anunciar, por entero, la voluntad de Dios. Tal es el contenido del feliz mensaje: el don gratuito (Noel Quesson).
Pablo fue en verdad un gigante como apóstol y como dirigente de comunidades. El retrato que hemos visto hoy está más que justificado con las páginas de los Hechos que hemos ido leyendo estas semanas: su entrega a la evangelización, su generosidad y su espíritu creativo, siempre al servicio del Señor y dejándose llevar en todo momento por el Espíritu. Es un misionero excepcional y un líder nato. Pablo nos resulta un estímulo a todos nosotros. Lo que él hizo por Jesús y lo que estamos haciendo nosotros en la vida, probablemente no se pueden comparar. Al final de un curso, o de un año, o de nuestra vida, ¿podríamos nosotros trazar un resumen así de nuestra entrega a la causa de Cristo, de la radicalidad de nuestra entrega y del testimonio que estamos dando de El en nuestro ambiente? Confusión y vergüenza, en cuanto que la generosidad que vemos en Él no tiene límites en la entrega, mientras que la nuestra adolece casi siempre de cobardías, medias tintas, ambigüedades, reservas. No acabamos de ser totalmente de Cristo. También nosotros lo podemos todo con la fuerza del Espíritu. Recuerdo aquella poesía de Ernestina de Champourcin: “Espíritu que limpias, santificas y creas. / Espíritu que abrasas y consumes la escoria, / Tú que aniquilas todo lo inútil y lo impuro / y puedes convertirnos en antorchas vivientes, // ciéganos con tu luz, ven y arrasa este mundo, ven y arrasa este mundo / sucio de tantos siglos que lo surcan y agobian… / Se nos derrumba el suelo maltrecho y abrumado / bajo la carga inmensa del tiempo y del dolor. // Sana esta pobre tierra enferma de nosotros, / de nuestro andar confuso que no sabe abrir rastros, / de nuestra eterna duda con su temblor constante, / de las vacilaciones que ahogan la semilla. // Desgaja, rompe, azota… Seremos leño dócil / si quieres inflamarnos para prender tu hoguera. / Visítanos, al fin, con un viento de gracia / que aniquile y destruya para sembrar de nuevo. // Espíritu de Dios, quémanos las entrañas / con ese fuego oculto que corroe y devora. / Cuando sólo seamos unos huesos ardientes / se iniciará en nosotros la gloria de tu reino”.
A nosotros nos falta generosidad y nos sobra cobardía. Es que no nos dejamos ganar por la voluntad del Padre, por la oración de Jesús, por la invitación del Espíritu. Cristo dice al Padre que ha cumplido su misión y que nos ha adoctrinado. Pero reconoce que nos encuentra siempre débiles; y ardientemente ruega por nosotros al Padre. Y al hacer su oración por nosotros, nos va señalando el buen camino: Reconocernos como somos, y confiar en el que puede más que nosotros y está a nuestro lado. ¡Qué hermoso es aventurarnos en la gran aventura de ponernos en sus manos, y, al mismo tiempo, ponernos al servicio del bien, de los hermanos, de los pobres, de cuantos nos necesitan! (J. Aldazábal).
Anunciar a Cristo a tiempo y a destiempo. No escatimar nada, con tal de que el Evangelio llegue a todos. Esa es la Misión que el Señor nos confió. Si no queremos ser responsables de la condenación de los demás anunciémosles en su totalidad el Mensaje de Salvación. Hagámoslo no sólo con las palabras, sino con el testimonio de nuestra vida misma. Dios nos quiere fieles a Él, hasta que lleguemos, junto con Cristo, victoriosos al final de nuestra carrera, ahí donde Cristo nos espera para hacernos participar de su Gloria. Ante esta esperanza que tenemos depositada en Él ¿nos angustiará la muerte? No. Nuestra única preocupación es estar con Cristo eternamente. Y esto sólo lo lograremos en la medida en que hayamos unido a Él nuestra vida, y hayamos cumplido el encargo que recibimos del Señor Jesús: anunciar a todos el Evangelio de la gracia de Dios.
2. Sal. 67. Dios ha sido nuestra fortaleza, nuestro poderoso protector, nuestro amparo, nuestro auxilio. Dios jamás nos ha abandonado en nuestros sufrimientos, en nuestras pobrezas y enfermedades. Como Padre lleno de amor por sus Hijos Él nos ha colmado de sus favores. Más aún, viéndonos desorientados como ovejas sin Pastor, envió a su propio Hijo para que quienes creamos en Él, en Él tengamos el perdón de nuestros pecados y la vida eterna. Esos bienes y esa herencia es lo que el Señor ha preparado para los pobres, que somos nosotros. Por eso sea Él bendito ahora y por siempre, pues nos lleva sobre sus alas para salvarnos y librarnos de la muerte.
3. Leemos hoy y en los dos próximos días, toda la oración-testamento de Jesús (Jn 17,1-26). En el uso litúrgico se llama oración sacerdotal, desde el siglo XVI. Y en el contexto ecuménico, oración por la unión de los cristianos. Tiene, pues, diferentes lecturas, según los contextos en que se use. En la Biblia es una síntesis de la teología joánica, escrita en el género literario “oracional”. A este género literario pertenecen los discursos-testamento que el AT pone en boca de personajes como Jacob (Gn 49) y Moisés (Dt 31-34). Esta oración-testamento del evangelio de Juan, resume en boca de Jesús los temas importantes de su misión y su enseñanza, centrándolos en la unidad de amor y de vida de Jesús con el Padre. Unidad, por la que el Hijo participa de la gloria del Padre. La gloria de Dios se manifiesta en la actividad salvadora por la que Dios da nueva vida. De esa gloria participa Jesús como su enviado, porque, unido a Dios Padre, lo da a conocer dando nueva vida (Pere Oliva).
Hacia el final de su última reunión con sus discípulos, la tarde del Jueves santo, el tono de Jesús cambia. Juan nos lo muestra rogando al Padre como a su único interlocutor. Esta oración sacerdotal que leeremos estos días tiene tres partes: en los vv. 1-5 pide Jesús la glorificación de su Humanidad y la aceptación por parte del padre de su sacrificio en la Cruz. En vv. 6-19 ruega por sus discípulos a los que va a enviar al mundo; y vv. 20-26 ruega por la unidad de todos los creyentes.
-“Jesús, levantando los ojos al cielo, añadió”: Una actitud corporal de oración. Los "ojos" de Jesús... expresan la actitud de todo su ser. Nosotros, por la fe, querríamos participar de este anhelo divino, de esta “presencia a oscuras” que decía Ernestina de Champourcin: “Estrella que viste a Dios, / dame un rayo de su luz. / ¡Oh nube que me lo ocultas, / desgarra un poco tu velo! / Águila que lo rozaste, / inclina hacia mí tus alas. / Sol que estuviste a sus pies, / ¡abrásame con tu fuego”: querríamos entrar en él Cenáculo, “en silencio”: “Quiero cerrar los ojos y mirar hacia dentro / para verte, Señor, / quiero cerrar los ojos y volver la mirada / al faro de tu amor; / quiero cerrar mis ojos y olvidar los paisajes / de tan lánguido ardor, / que en el alma despiertan morbosas inquietudes / de escondido dulzor; / quiero olvidar pupilas que en las mías clavaron / su hechizo tentador, / dejando para siempre temblando en mi recuerdo / su místico dolor. / Quiero cerrar los ojos y sentir de tu fuerza / el terrible vigor, / quiero cerrar los ojos y mirar hacia dentro / ¡para verte, Señor!” Es el “¡Señor, que vea!” que decía san Josemaría en su barruntar, cerca de 10 años buscando…
-"Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique". Este verbo "glorificar" se repetirá cuatro veces en unas pocas frases. Esta palabra expresa una densidad de oración de una intensidad extrema: la "gloria", para toda la tradición bíblica, era lo propio de Dios (resplandor, honor: “hemos visto su gloria”… Jn 1,14). La palabra hebrea "Kabod" sugiere la idea de "peso". A diferencia de nuestra lengua, la "Gloria" no es pues sobre todo este "brillante exterior del renombre" que desgraciadamente puede existir sin valor real... sino que justamente es aquel peso real de un ser lo que define su importancia efectiva. Lo que Jesús pide a Dios, su Padre, es que esta Gloria divina se manifieste a la hora misma de su muerte (cf. Fil 2,6s).
-“El dará la vida eterna a todos los que Tú le diste y la vida eterna es que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo”. La gloria de Dios, es la salvación del hombre, y la salvación del hombre, es el conocimiento de Dios. La "vida"... "conocer a Dios". La "vida eterna..." Esta vida ha empezado ya en la medida en que avanzamos en este conocimiento, que no es sobre todo un avanzar intelectual, sino la unión de todo nuestro ser con Dios. Ciertas personas muy sencillas tienen un profundo conocimiento de Dios, que no alcanzan a tener jamás ciertos sabios. ¡Danos, Señor, este conocimiento vital de ti!
-“He manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado. Tuyos eran y Tú me los diste y ellos han puesto por obra tu palabra”. La segunda palabra importante, después de la de glorificar es la de "dar: en la única página del evangelio de hoy, Jesús la pronuncia diez veces... El Padre ha "dado" poder al Hijo... ha "dado" la Gloria al Hijo... ha "dado" palabras al Hijo... Y Jesús "da" la vida eterna a los hombres... "da" las palabras del Padre a los hombres... Sí, la obra de Jesús, es hacer participar a la humanidad en todo lo que ha recibido del Padre. Dar. Darse. Actitudes esenciales del amor.
-“Todo lo que es mío es tuyo, todo lo que es tuyo es mío”. Es una de las más perfectas definiciones del amor, de la Alianza. He aquí lo que Jesús decía de Dios, he aquí lo que él decía a Dios. ¿Puedo yo mismo repetirlo pensando en Dios? Pensando también en todos aquellos a quienes creo amar... Verdaderamente ¿hago participar de lo mío a los demás? ¿Es verdad también que no guardo nada? Señor Jesús, ven a enseñarnos a amar de verdad (Noel Quesson).
También aquí -en un paralelo interesante con el discurso de despedida de Pablo- Jesús resume la misión que ha cumplido: «yo te he glorificado sobre la tierra», «he coronado la obra que me encomendaste», «he manifestado tu nombre a los hombres», «les he comunicado las palabras que tú me diste y ellos han creído que tú me has enviado». Dentro de poco, en la cruz, Jesús podrá decir la palabra conclusiva que resume su vida entera: «consummatum est: todo está cumplido». Misión cumplida. Ahora, su oración pide ante todo su «glorificación», que es la plenitud de toda su misión y la vuelta al Padre, del que procedía: «glorifica a tu Hijo». Pero es también una oración por los suyos: «por estos que tú me diste y son tuyos». Les va a hacer falta, por el odio del mundo y las dificultades que van a encontrar: «ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti».
Es la hora de las despedidas: la de Jesús en la Ultima Cena y la de Pablo en Mileto. La oración de Jesús está impregnada de amor a su Padre, de unión íntima con Él, y a la vez de amor y preocupación por los suyos que quedan en este mundo. Todos nosotros estábamos ya en el pensamiento de Jesús en su oración al Padre. Sabía de las dificultades que íbamos a encontrar en nuestro camino cristiano. No quiere abandonarnos: - pide sobre nosotros la ayuda del Padre, - él mismo nos promete su presencia continuada; el día de la Ascensión nos dirá: «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»; como dice el prefacio de la Ascensión, «no se ha ido para desentenderse de este mundo»; - y además nos da su Espíritu para que en todo momento nos guíe y anime, y sea nuestro Abogado y Maestro. Con todo esto, ¿tenemos derecho a sentirnos solos?, ¿tenemos la tentación del desánimo? Entonces ¿para qué hemos estado celebrando durante siete semanas la Pascua de Jesús, que es Pascua de energía, de vida, de alegría, de creatividad, de Espíritu? (J. Aldazábal).
Jesús es como si nos dijera lo de este himno de Laudes: “Me voy, sí, pero / Yo no dejo la tierra. / No. Yo no olvido a los hombres. / ya se marca nuestra hora, / comienza nuestra tarea, / y hay que partir a la aurora”. Jesús ha llevado a cabo la obra que el Padre Dios le confió: darnos a conocer a Dios como nuestro Padre, y hacernos partícipes de la vida eterna. Conocer, hacer nuestro al Padre y al Hijo, vivir en Él y que Él viva en nosotros en una auténtica comunión de vida, en eso consiste la Vida eterna. Ahora Jesús, llegado al momento supremo de su amor por nosotros y de su fidelidad amorosa a su Padre Dios, le pide a Él que lo glorifique. Es decir que el Padre Dios cumpla también su obra en Cristo Jesús, glorificándolo, elevándolo a su Diestra como Dios y Señor, para que el mundo crea y se salve. Así Cristo se convierte en el único camino que nos conduce a la perfección en Dios, pues no hay ni habrá otro nombre en el cual podamos salvarnos. Nosotros, junto con Cristo, hemos sido glorificados, perdonados, santificados. La salvación, la vida de la que participamos es para que la manifestemos a los demás. Los que hemos sido liberados de nuestras esclavitudes, por medio del Misterio Pascual de Cristo, no podemos continuar viviendo como condenados. Tratemos de continuar trabajando para que el Nombre de Dios sea glorificado entre nosotros.
Reunidos en esta celebración Eucarística, venimos para entrar en una más intima comunión de vida con el Señor. Él nos glorifica a nosotros, pues nos salva y nos hace participar de su Vida y de su Espíritu. Tal vez nosotros no hemos vivido totalmente comprometidos con la glorificación de Dios, dando a conocer su Nombre a los demás con nuestras palabras, con nuestras obras, con nuestras actitudes y con toda nuestra vida. El Señor sabe que somos frágiles; y con gran amor ha escuchado nuestra petición de perdón, que le hemos hecho con humildad. Pero Él no sólo quiere perdonarnos por medio del Sacramento de la Reconciliación. También quiere vernos comprometidos en la manifestación de su Nombre a todas las naciones, para que todos reconozcan públicamente que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre. Así también nosotros, toda la Iglesia debemos tener ese señorío sobre el mundo; señorío que nos debe llevar a estar al servicio del evangelio, y no como dominadores conforme a los criterios de este mundo. Toda nuestra vida, por tanto, tiene como finalidad convertirse en una continua glorificación del Nombre de nuestro Dios y Padre.
Y glorificamos a nuestro Dios y Padre cuando damos a conocer, desde el rostro descubierto de la Iglesia, el Rostro amoroso de Dios a nuestro prójimo. Habiendo sido renovados en Cristo vivamos amando, como nosotros hemos sido amados por Él. Sepamos perdonarnos mutuamente, sabiendo que si Dios nos ha perdonado no podemos condenar a nadie. Sepamos socorrer a los necesitados, pues Dios no quiere que vivamos de un modo egoísta; los bienes que ha puesto en nuestras manos deben ser como las armas con las que venzamos al mal, pues, como dice la Escritura, el que socorre a los pobres borra la multitud de sus propios pecados. Tratemos de llegar al final de nuestra carrera con las manos y el corazón llenos de buenas obras. Entonces, no importando que hayamos perdido la vida por nuestro amor a Cristo y a nuestros hermanos, seremos coronados con la Vida eterna, pues, siendo de Cristo y permaneciéndole fieles seremos del Padre eternamente. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber abrir nuestro corazón al perdón, a la Vida y al Espíritu de Dios en nosotros, para que podamos glorificar a Dios con una vida recta, dándolo a conocer a nuestros hermanos, hasta que, algún día, nuestro Padre Dios nos glorifique junto con su Hijo en la eternidad. Amén (www.homiliacatolica.com).Llucia Pou Sabaté
martes, 7 de junio de 2011
LUNES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA: hemos de fomentar una fe sin miedo a nada ni nadie, porque Jesús ha vencido todo lo malo, con Él estamos seguros
LUNES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA: hemos de fomentar una fe sin miedo a nada ni nadie, porque Jesús ha vencido todo lo malo, con Él estamos seguros
1. Pablo llegó a Éfeso por segunda o tercera vez, se quedará allá por lo menos dos años y medio, entre los años 53 y 56: “Mientras Apolo estaba en Corinto, Pablo, una vez recorridas las regiones altas, llegó a Efeso, encontró a algunos discípulos y les preguntó: ¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe? Ellos le respondieron: Ni siquiera hemos oído que haya Espíritu Santo. El les replicó: ¿Entonces con qué bautismo habéis sido bautizados? Con el bautismo de Juan, respondieron. Pablo contestó: Juan bautizó con un bautismo de penitencia diciendo al pueblo que creyeran en el que había de venir detrás de él, esto es, en Jesús. Cuando oyeron esto se bautizaron en el nombre del Señor Jesús. Al imponerles Pablo las manos, vino el Espíritu Santo sobre ellos, de modo que hablaban en lenguas y profetizaban. Eran entre todos unos doce hombres. Entró en la sinagoga y habló abiertamente durante tres meses, exponiendo lo referente al Reino de Dios y tratando de convencerles” (Hechos 19,1-8).
2. Por medio de la Ley, dada en el Sinaí, Dios camina con su Pueblo hasta establecerlo en Sión, su Ciudad Santa. Cristo Jesús, por medio del amor, ha llevado a su plenitud la Ley; por medio de ese amor inició su camino hacia el hombre, en el cual ha hecho su morada, pues al infundir en nuestros corazones el Don de su Amor, Él habita en nosotros como en un templo: desde allí protege al débil, protege a su pueblo tal como en tiempos de Moisés. Nuestro Dios y Padre siempre irá con nosotros, encaminando a su Iglesia hacia su perfección en Cristo:
“Se levanta Dios, y se dispersan sus enemigos, / huyen de su presencia los que lo odian; / como el humo se disipa, se disipan ellos; / como se derrite la cera ante el fuego, / así perecen los impíos ante Dios. // En cambio, los justos se alegran, / gozan en la presencia de Dios, / rebosando de alegría. / Cantad a Dios, tocad en su honor… su nombre es el Señor… // Padre de huérfanos, protector de viudas, / Dios vive en su santa morada. / Dios prepara casa a los desvalidos, / libera a los cautivos y los enriquece” (Salmo 67,2-7).
3. Al final del último discurso de Jesús después de la cena (Jn 16,29-33) le dicen los discípulos a Jesús: “Ahora sí que hablas con claridad y no usas ninguna comparación”; esto es justamente lo que los discípulos han experimentado en su trato con Jesús; sabe las cosas de Dios y sabe cuanto se refiere a la felicidad y a la desgracia del hombre.
…“ahora vemos que lo sabes todo, y no necesitas que nadie te pregunte; por esto creemos que has salido de Dios”. ¿Por qué razón se dice "no necesitas que te pregunten?". Porque la ciencia de Jesús, es decir, el conocimiento que Jesús tiene acerca de Dios y acerca del hombre, es una sabiduría que El comunica a los suyos. No es como los maestros de este mundo, un saber que él guarde exclusivamente para sí y que únicamente va comunicando a los suyos, como a cuentagotas, a base de las preguntas que le vayan formulando. "Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer".
"El Espíritu de la verdad os conducirá a la verdad plena". En esa ciencia reveladora de Jesús quedan superadas todas las preguntas de los discípulos. En todo lo que él nos ha revelado se encuentra la respuesta de todas las preguntas humanas. Más aún, desde el momento en que uno acepta a Jesús como Señor de su vida y toma en serio su palabra como norma suprema, esas preguntas ya están todas contestadas anticipadamente.
“Jesús les dijo: ¿Ahora creéis? Mirad que llega la hora, y ya llegó, en que os dispersaréis cada uno por su lado, y me dejaréis solo, aunque no estoy solo porque el Padre está conmigo. Os he dicho esto para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: yo he vencido al mundo”.
"¿Ahora creéis?" Un interrogante que tiene sabor de sorpresa… cuando llega esa hora que anuncia Jesús, la hora de la pasión y de la muerte, la hora en la que no tiene sentido las cosas que suceden, dejamos de creer. Los discípulos -como nosotros- aún no tenían fe; la fe está inseparablemente unida a la hora, a la muerte y resurrección. La fe es inseparable del escándalo de la cruz. Por eso cuando llegó la hora del escándalo tuvo lugar la dispersión y el abandono de los discípulos. La situación histórica de los discípulos, dispersados por la muerte de Jesús, es la situación, repetida constantemente en los creyentes. Se tiene la impresión una vez más, que el vencedor es el diablo, el príncipe de este mundo; el creyente siente la tentación de abandonar a Jesús y buscar refugio en el mundo. Seguir confiando en Jesús y en su palabra es la única manera de encontrar la paz. Porque él no está solo. El Padre está con él y, por tanto, tiene que ser en realidad el vencedor. El Padre no puede ser vencido. Esta Palabra de Jesús está dirigida a mí, como lo está a todos los creyentes: quiere revelar la incapacidad de cada uno de nosotros para traducir efectivamente en nuestros actos, la Fe... que afirmamos sin embargo con nuestros labios al recitar el "credo". No, no basta cantar el Credo para enorgullecerse de ser de los que están en la Verdad. ¿Cuántas de nuestras conductas abandonan a Jesús? Señor, haz que seamos humildes. Señor, haced que nuestra vida cotidiana corrresponda a lo que afirmamos el domingo.
«¿Ahora creéis?». Él sabe muy bien que dentro de pocas horas le van a abandonar todos, asustados ante el cariz que toman las cosas y que llevarán a su Maestro a la muerte. Allí flaquearán todos. Jesús les quiere dar ánimos ya desde ahora, antes de que pase. Quiere fortalecer su fe, que va a sufrir muy pronto contrariedades graves. Pero la victoria es segura: «en el mundo tendréis luchas, pero tened valor: yo he vencido al mundo». Así acaba el documento vaticano dirigido a los sacerdotes: “Por lo demás, el Señor Jesús, que dijo: "Confiad, yo he vencido al mundo" (Jn., 16, 33), no prometió a su Iglesia con estas palabras una victoria completa en este mundo. Pero se goza el Sagrado Concilio porque la tierra, repleta de la semilla del Evangelio, fructifica ahora en muchos lugares bajo la guía del Espíritu del Señor, que llena el orbe de la tierra, y que excitó en los corazones de muchos sacerdotes y fieles el espíritu verdaderamente misional. De todo ello el Sagrado Concilio da amantísimamente las gracias a todos los presbíteros del mundo: "Y al que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros, a El sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús" (Ef 3,20-21)”.
-“Pero no estoy solo: el Padre esta conmigo”. Cuán emocionante resulta este final de la frase de Jesús. A sus apóstoles acaba de decirles que todos le abandonarán: vosotros me dejaréis solo... ¡pero no! "No estoy nunca solo... El Padre está conmigo... El, no me abandona nunca... estoy seguro de que puedo contar con El... El, me ama sin fallo..." Entretenerse en decir, y en repetir, esta palabra de Jesús.. . en meditar y volver a meditar esta forma... en contemplar y volver a contemplar lo que esto nos revela del "interior de Jesús. Y a mí, ¿me llega también la tentación de pensar que estoy solo? Os he dicho esto para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero, ¡confiad!; Yo he vencido al mundo. Jesús nos repite aquí nuestra doble pertenencia: los creyentes están "en el mundo", y "en Jesús"... de aquí nuestros quebrantos y nuestros abandonos. Pero de las dos pertenencias una es más fuerte que la otra: confiad, Yo he vencido "al mundo". Así pues, ya no es el sufrimiento el que domina, sino la paz. Esta es la última palabra que Jesús dirigió a sus amigos. A partir de este momento, Jesús entrará en el misterio de su última plegaria: en lo sucesivo se dirigirá a su Padre (Noel Quesson).
¿De veras creemos? La pregunta de Jesús podría ir dirigida hoy a cada uno de nosotros, que decimos que tenemos fe. Nunca es segura nuestra adhesión a Cristo. Sobre todo cuando se ve confrontada con las luchas que él nos anuncia y de las que tenemos amplia experiencia. ¿Hasta qué punto es sólida nuestra fe en Jesús? ¿aceptamos también la cruz, o no quisiéramos que apareciera en nuestro camino? Nos puede pasar como a Pedro, antes de la Pascua. Todo lo iba aceptando, menos cuando el Maestro hablaba de la muerte, o cuando se humillaba para lavar los pies de los suyos. La cruz y la humillación no entraban en su mentalidad, y por tanto en su fe en Cristo. Luego maduró por obra del Espíritu. ¿Abandonamos a Cristo cuando sus criterios de vida son contrarios a nuestro gusto o a la moda de la sociedad? ¿le seguimos también cuando exige renuncias? El mismo Jesús nos ha dado ánimos: ninguna dificultad, ni externa ni interna, debería hacernos perder el valor. Unidos a él, participaremos de su victoria contra el mal y el mundo. La última palabra no es la cruz, sino la vida. Y ahí encontraremos la serenidad: «para que encontréis la paz en mí»” (J. Aldazábal).
Son días para pensar en la fiesta de Pentecostés a la que nos preparan las lecturas, de la mano de María en este mes de mayo, y estos días contemplándola como Esposa del Espíritu Santo. Él nos enseñará a guardar todo cuanto nos ha mandado Jesús, quien añadió: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 16-20). El Señor se marcha, pero no nos deja huérfanos: permanecerá con nosotros hasta el fin de los siglos. ¿Cómo se queda? En la Iglesia, en los Sacramentos (por su presencia bautismal, por la sustancial presencia de Jesús en la Eucaristía), por su Palabra al meditar la Escritura, en la intimidad del corazón donde fomenta con su presencia las virtudes teologales y cardinales dando a la inteligencia y voluntad un dejarse llevar dócilmente por esa fuerza divina. Dicen los teólogos que es la prolongación en el tiempo de la Procesión eterna del Padre y del Hijo, por las misiones del Hijo y del Espíritu Santo; así la Encarnación y la Pentecostés se unen como puente de la inhabitación invisible de toda la Trinidad en el alma del cristiano. La palabra clave en esta relación nuestra con el Divino Espíritu es docilidad: si se lo permitimos, Él nos transforma con su acción santificadora. «Derrama sobre nosotros la fuerza del Espíritu, para que demos testimonio de ti con nuestras obras» (oración)
Llucià Pou sabaté
1. Pablo llegó a Éfeso por segunda o tercera vez, se quedará allá por lo menos dos años y medio, entre los años 53 y 56: “Mientras Apolo estaba en Corinto, Pablo, una vez recorridas las regiones altas, llegó a Efeso, encontró a algunos discípulos y les preguntó: ¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe? Ellos le respondieron: Ni siquiera hemos oído que haya Espíritu Santo. El les replicó: ¿Entonces con qué bautismo habéis sido bautizados? Con el bautismo de Juan, respondieron. Pablo contestó: Juan bautizó con un bautismo de penitencia diciendo al pueblo que creyeran en el que había de venir detrás de él, esto es, en Jesús. Cuando oyeron esto se bautizaron en el nombre del Señor Jesús. Al imponerles Pablo las manos, vino el Espíritu Santo sobre ellos, de modo que hablaban en lenguas y profetizaban. Eran entre todos unos doce hombres. Entró en la sinagoga y habló abiertamente durante tres meses, exponiendo lo referente al Reino de Dios y tratando de convencerles” (Hechos 19,1-8).
2. Por medio de la Ley, dada en el Sinaí, Dios camina con su Pueblo hasta establecerlo en Sión, su Ciudad Santa. Cristo Jesús, por medio del amor, ha llevado a su plenitud la Ley; por medio de ese amor inició su camino hacia el hombre, en el cual ha hecho su morada, pues al infundir en nuestros corazones el Don de su Amor, Él habita en nosotros como en un templo: desde allí protege al débil, protege a su pueblo tal como en tiempos de Moisés. Nuestro Dios y Padre siempre irá con nosotros, encaminando a su Iglesia hacia su perfección en Cristo:
“Se levanta Dios, y se dispersan sus enemigos, / huyen de su presencia los que lo odian; / como el humo se disipa, se disipan ellos; / como se derrite la cera ante el fuego, / así perecen los impíos ante Dios. // En cambio, los justos se alegran, / gozan en la presencia de Dios, / rebosando de alegría. / Cantad a Dios, tocad en su honor… su nombre es el Señor… // Padre de huérfanos, protector de viudas, / Dios vive en su santa morada. / Dios prepara casa a los desvalidos, / libera a los cautivos y los enriquece” (Salmo 67,2-7).
3. Al final del último discurso de Jesús después de la cena (Jn 16,29-33) le dicen los discípulos a Jesús: “Ahora sí que hablas con claridad y no usas ninguna comparación”; esto es justamente lo que los discípulos han experimentado en su trato con Jesús; sabe las cosas de Dios y sabe cuanto se refiere a la felicidad y a la desgracia del hombre.
…“ahora vemos que lo sabes todo, y no necesitas que nadie te pregunte; por esto creemos que has salido de Dios”. ¿Por qué razón se dice "no necesitas que te pregunten?". Porque la ciencia de Jesús, es decir, el conocimiento que Jesús tiene acerca de Dios y acerca del hombre, es una sabiduría que El comunica a los suyos. No es como los maestros de este mundo, un saber que él guarde exclusivamente para sí y que únicamente va comunicando a los suyos, como a cuentagotas, a base de las preguntas que le vayan formulando. "Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer".
"El Espíritu de la verdad os conducirá a la verdad plena". En esa ciencia reveladora de Jesús quedan superadas todas las preguntas de los discípulos. En todo lo que él nos ha revelado se encuentra la respuesta de todas las preguntas humanas. Más aún, desde el momento en que uno acepta a Jesús como Señor de su vida y toma en serio su palabra como norma suprema, esas preguntas ya están todas contestadas anticipadamente.
“Jesús les dijo: ¿Ahora creéis? Mirad que llega la hora, y ya llegó, en que os dispersaréis cada uno por su lado, y me dejaréis solo, aunque no estoy solo porque el Padre está conmigo. Os he dicho esto para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: yo he vencido al mundo”.
"¿Ahora creéis?" Un interrogante que tiene sabor de sorpresa… cuando llega esa hora que anuncia Jesús, la hora de la pasión y de la muerte, la hora en la que no tiene sentido las cosas que suceden, dejamos de creer. Los discípulos -como nosotros- aún no tenían fe; la fe está inseparablemente unida a la hora, a la muerte y resurrección. La fe es inseparable del escándalo de la cruz. Por eso cuando llegó la hora del escándalo tuvo lugar la dispersión y el abandono de los discípulos. La situación histórica de los discípulos, dispersados por la muerte de Jesús, es la situación, repetida constantemente en los creyentes. Se tiene la impresión una vez más, que el vencedor es el diablo, el príncipe de este mundo; el creyente siente la tentación de abandonar a Jesús y buscar refugio en el mundo. Seguir confiando en Jesús y en su palabra es la única manera de encontrar la paz. Porque él no está solo. El Padre está con él y, por tanto, tiene que ser en realidad el vencedor. El Padre no puede ser vencido. Esta Palabra de Jesús está dirigida a mí, como lo está a todos los creyentes: quiere revelar la incapacidad de cada uno de nosotros para traducir efectivamente en nuestros actos, la Fe... que afirmamos sin embargo con nuestros labios al recitar el "credo". No, no basta cantar el Credo para enorgullecerse de ser de los que están en la Verdad. ¿Cuántas de nuestras conductas abandonan a Jesús? Señor, haz que seamos humildes. Señor, haced que nuestra vida cotidiana corrresponda a lo que afirmamos el domingo.
«¿Ahora creéis?». Él sabe muy bien que dentro de pocas horas le van a abandonar todos, asustados ante el cariz que toman las cosas y que llevarán a su Maestro a la muerte. Allí flaquearán todos. Jesús les quiere dar ánimos ya desde ahora, antes de que pase. Quiere fortalecer su fe, que va a sufrir muy pronto contrariedades graves. Pero la victoria es segura: «en el mundo tendréis luchas, pero tened valor: yo he vencido al mundo». Así acaba el documento vaticano dirigido a los sacerdotes: “Por lo demás, el Señor Jesús, que dijo: "Confiad, yo he vencido al mundo" (Jn., 16, 33), no prometió a su Iglesia con estas palabras una victoria completa en este mundo. Pero se goza el Sagrado Concilio porque la tierra, repleta de la semilla del Evangelio, fructifica ahora en muchos lugares bajo la guía del Espíritu del Señor, que llena el orbe de la tierra, y que excitó en los corazones de muchos sacerdotes y fieles el espíritu verdaderamente misional. De todo ello el Sagrado Concilio da amantísimamente las gracias a todos los presbíteros del mundo: "Y al que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros, a El sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús" (Ef 3,20-21)”.
-“Pero no estoy solo: el Padre esta conmigo”. Cuán emocionante resulta este final de la frase de Jesús. A sus apóstoles acaba de decirles que todos le abandonarán: vosotros me dejaréis solo... ¡pero no! "No estoy nunca solo... El Padre está conmigo... El, no me abandona nunca... estoy seguro de que puedo contar con El... El, me ama sin fallo..." Entretenerse en decir, y en repetir, esta palabra de Jesús.. . en meditar y volver a meditar esta forma... en contemplar y volver a contemplar lo que esto nos revela del "interior de Jesús. Y a mí, ¿me llega también la tentación de pensar que estoy solo? Os he dicho esto para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero, ¡confiad!; Yo he vencido al mundo. Jesús nos repite aquí nuestra doble pertenencia: los creyentes están "en el mundo", y "en Jesús"... de aquí nuestros quebrantos y nuestros abandonos. Pero de las dos pertenencias una es más fuerte que la otra: confiad, Yo he vencido "al mundo". Así pues, ya no es el sufrimiento el que domina, sino la paz. Esta es la última palabra que Jesús dirigió a sus amigos. A partir de este momento, Jesús entrará en el misterio de su última plegaria: en lo sucesivo se dirigirá a su Padre (Noel Quesson).
¿De veras creemos? La pregunta de Jesús podría ir dirigida hoy a cada uno de nosotros, que decimos que tenemos fe. Nunca es segura nuestra adhesión a Cristo. Sobre todo cuando se ve confrontada con las luchas que él nos anuncia y de las que tenemos amplia experiencia. ¿Hasta qué punto es sólida nuestra fe en Jesús? ¿aceptamos también la cruz, o no quisiéramos que apareciera en nuestro camino? Nos puede pasar como a Pedro, antes de la Pascua. Todo lo iba aceptando, menos cuando el Maestro hablaba de la muerte, o cuando se humillaba para lavar los pies de los suyos. La cruz y la humillación no entraban en su mentalidad, y por tanto en su fe en Cristo. Luego maduró por obra del Espíritu. ¿Abandonamos a Cristo cuando sus criterios de vida son contrarios a nuestro gusto o a la moda de la sociedad? ¿le seguimos también cuando exige renuncias? El mismo Jesús nos ha dado ánimos: ninguna dificultad, ni externa ni interna, debería hacernos perder el valor. Unidos a él, participaremos de su victoria contra el mal y el mundo. La última palabra no es la cruz, sino la vida. Y ahí encontraremos la serenidad: «para que encontréis la paz en mí»” (J. Aldazábal).
Son días para pensar en la fiesta de Pentecostés a la que nos preparan las lecturas, de la mano de María en este mes de mayo, y estos días contemplándola como Esposa del Espíritu Santo. Él nos enseñará a guardar todo cuanto nos ha mandado Jesús, quien añadió: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 16-20). El Señor se marcha, pero no nos deja huérfanos: permanecerá con nosotros hasta el fin de los siglos. ¿Cómo se queda? En la Iglesia, en los Sacramentos (por su presencia bautismal, por la sustancial presencia de Jesús en la Eucaristía), por su Palabra al meditar la Escritura, en la intimidad del corazón donde fomenta con su presencia las virtudes teologales y cardinales dando a la inteligencia y voluntad un dejarse llevar dócilmente por esa fuerza divina. Dicen los teólogos que es la prolongación en el tiempo de la Procesión eterna del Padre y del Hijo, por las misiones del Hijo y del Espíritu Santo; así la Encarnación y la Pentecostés se unen como puente de la inhabitación invisible de toda la Trinidad en el alma del cristiano. La palabra clave en esta relación nuestra con el Divino Espíritu es docilidad: si se lo permitimos, Él nos transforma con su acción santificadora. «Derrama sobre nosotros la fuerza del Espíritu, para que demos testimonio de ti con nuestras obras» (oración)
Llucià Pou sabaté
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Jesus ha vencido todo lo malo.
domingo, 5 de junio de 2011
SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR – A: Jesús sube al cielo para poder guiarnos, con su presencia a través del Espíritu Santo, para que vayamos tamb

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR – A: Jesús sube al cielo para poder guiarnos, con su presencia a través del Espíritu Santo, para que vayamos también con Él al cielo
Lectura de los Hechos de los Apóstoles 1,1-11: En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios.
Una vez que comían juntos les recomendó: -No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo.
Ellos lo rodearon preguntándole: -Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?
Jesús contestó: -No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo.
Dicho esto, lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: -Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse
SALMO RESPONSORIAL 46,2-3.6-7.8-9 R/. Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas [o, Aleluya]
Pueblos todos, batid palmas, / aclamad a Dios con gritos de júbilo; / porque el Señor es sublime y terrible, / emperador de toda la tierra.
Dios asciende entre aclamaciones, / el Señor, al son de trompetas; / tocad para Dios, tocad, / tocad para nuestro Rey, tocad.
Porque Dios es el rey del mundo; / tocad con maestría. / Dios reina sobre las naciones, / Dios se sienta en su trono sagrado.
Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Efesios 1,17-23: Hermanos: Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro.
Y todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.
Final del santo Evangelio según San Mateo 28,16-20: En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: -Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
Comentario: 1. La primera lectura, común a los tres ciclos litúrgicos, nos relata la Ascensión del Señor. Llegamos al final del tiempo pascual: Jesús glorificado sube al cielo, y estamos a la espera de que envíe sobre nosotros el don del Espíritu Santo. Cristo resucitado "se manifestó a los apóstoles dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles por el espacio de cuarenta días, y hablándoles de las cosas tocantes al reino de Dios" (Hch 1,3); les fue instruyendo y nos pide también a nosotros: “Necesito tus manos para continuar bendiciendo; necesito tus labios para continuar hablando; necesito tu cuerpo para continuar sufriendo; necesito tu corazón para continuar queriendo. Te necesito para continuar salvando los hombres, mis hermanos”; luego de esos últimos encargos, "se fue elevando a la vista de ellos por los aires hasta que una nube lo encubrió a sus ojos" (Hechos 1, 8). “Ascensión” significa ascender, subir por virtud propia a diferencia de la Virgen que celebramos en la “Asunción” (ser subida por el poder de Dios). Jesús sube al cielo donde "está sentado a la derecha del Padre", es decir tiene la gloria igual a la del Padre, y allí como hombre es mediador e intercesor nuestro y quiere prepararnos tronos de gloria. Pero no podemos inhibirnos de las realidades terrenas, porque Jesús esté en el cielo y "donde nos ha precedido él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su Cuerpo" (como si dijéramos: puesto que es imposible resolver los males del mundo, ¡vivamos la esperanza en el cielo!). Es la solución equivocada, fácil, de aquellos que se encierran en sí mismos, procuran resolver sus problemas personales, rozan sólo tangencialmente los de los demás... y su vida cristiana consiste en asegurar la propia salvación. Es el comportamiento de aquellos cristianos para los que la tierra y el tiempo en el que viven sólo tiene un valor relativo y su piedad, su salvación, lo es todo. Podríamos preguntarles: ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?" Son muchos más de los que parece, porque son muchos los que dicen que aquí no se puede hacer nada, muchos los que actúan de modo que los problemas personales les hacen olvidar los deberes sociales. Tampoco es solución cristiana vivir los males de este mundo, olvidando que "no os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad" para establecer el Reino de Dios, que es justicia, libertad, paz y amor. Es la visión de aquellos para los que la vida futura no cuenta, y todos los males hay que resolverlos en el tiempo, y sólo con miras y medios humanos. Viven asfixiados por un presente sin trascendencia que, en la imposibilidad de solucionar los males, les conduce a un pesimismo, o a unos males tanto o más dolorosos que los que quieren remediar (R. Daumal).
“La liturgia pone ante nuestros ojos, una vez más, el último de los misterios de la vida de Jesucristo entre los hombres: Su Ascensión a los cielos. Desde el Nacimiento en Belén, han ocurrido muchas cosas: lo hemos encontrado en la cuna, adorado por pastores y por reyes; lo hemos contemplado en los largos años de trabajo silencioso, en Nazaret; lo hemos acompañado a través de las tierras de Palestina, predicando a los hombres el Reino de Dios y haciendo el bien a todos. Y más tarde, en los días de su Pasión, hemos sufrido al presenciar cómo lo acusaban, con qué saña lo maltrataban, con cuánto odio lo crucificaban.
Al dolor, siguió la alegría luminosa de la Resurrección. ¡Qué fundamento más claro y más firme para nuestra fe! Ya no deberíamos dudar. Pero quizá, como los Apóstoles, somos todavía débiles y, en este día de la Ascensión, preguntamos a Cristo: ¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel? (Hch 1, 6); ¡es ahora cuando desaparecerán, definitivamente, todas nuestras perplejidades, y todas nuestras miserias?
El Señor nos responde subiendo a los cielos. También como los Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro camino (cf Jn 4,6), cuando llora por Lázaro (cf Jn 11,35), cuando ora largamente (Lc 6,12), cuando se compadece de la muchedumbre (cf. Mt 15,32).
Siempre me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Jesús, Señor Nuestro. El, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?
Si sabemos contemplar el misterio de Cristo, si nos esforzamos en verlo con los ojos limpios, nos daremos cuenta de que es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con El en la oración. Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él (Jn 6,57). Quien conoce mis mandamientos y los cumple, ése es quien me ama. Y el que me ame será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él (Jn 14,21)” (san Josemaría Escrivá).
Para vivir este poder transformador de las realidades terrenas, necesitamos el trato con Jesucristo en el Pan y en la Palabra. El legado pascual, los 40 días de Jesús resucitado “no son sólo promesas. Son la entraña, la realidad de una vida auténtica: la vida de la gracia, que nos empuja a tratar personal y directamente a Dios. Si cumplís mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo he cumplido los mandatos de mi Padre y permanezco en su amor (Jn 15,10). Esta afirmación de Jesús, en el discurso de la última cena, es el mejor preámbulo para el día de la Ascensión. Cristo sabía que era preciso que El se fuera; porque, de modo misterioso que no acertamos a comprender, después de la Ascensión llegaría -en una nueva efusión del Amor divino- la tercera Persona de la Trinidad Beatísima: os digo la verdad: conviene que yo me vaya. Si no me fuese, el Paráclito no vendría a vosotros. Si me voy, os lo enviaré (Jn 16,7).
Se ha ido y nos envía al Espíritu Santo, que rige y santifica nuestra alma. Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! (Rm 8,15).
¿Veis? Es la actuación trinitaria en nuestras almas. Todo cristiano tiene acceso a esa inhabitación de Dios en lo más intimo de su ser, si corresponde a la gracia que nos lleva a unirnos con Cristo en el Pan y en la Palabra, en la Sagrada Hostia y en la oración”. De hecho, los 40 días de Pascua recuerdan tantos aspectos de la historia de la salvación: el diluvio (Gen 7,17), los 40 años del desierto rumbo a la tierra prometida (Sl 95,11), 40 días de Moisés en el Sinaí con el Señor, para recibir la Alianza (Ex 24,18), 40 días con sus noches que anduvo Elías con la fuerza del pan enviado por Dios (1 Re 19,8) y ayuno de Jesús antes de la vida pública: todo ello nos habla de la necesidad de soledad, de desierto, de oración, para poder orientar bien la existencia. Jesús, en esos 40 días de apariciones, no estaba en Palestina: estaba ya "junto al Padre" y "desde allí" se hacía visible y tangible a los suyos. Jesús no se va, deja de ser visible. En la Ascensión Cristo no nos dejó huérfanos, sino que se instaló más definitivamente entre nosotros con otras presencias. "Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación de los siglos" (Mt 28,20). Así lo había prometido y así lo cumplió. Por la Ascensión Cristo no se fue a otro lugar, sino que entró en la plenitud de su Padre como Dios y como hombre. Y precisamente por eso se puso más que nunca en relación con cada uno de nosotros. Por esto es muy importante entender qué queremos decir cuando afirmamos que Jesús se fue al cielo o que está sentado a la derecha de Dios Padre. La única manera de convertir la Ascensión en una fiesta es comprender a fondo la diferencia radical que existe entre una desaparición y una partida. Una partida da lugar a una ausencia. Una desaparición inaugura una presencia oculta.
Podemos sentir lo que el Señor nos muestra con este gesto de ir subiendo: ‘quae sursum sunt quaerite, quae sursum sunt sapite’: buscad las cosas de arriba, saboreadlas… La seguridad de la fe es ir andando por ese claroscuro que nos invita a abandonarnos en el Señor aunque tantas veces no veamos. Todo lo de aquí abajo es punto de partida, todo es providencial para ese encuentro con Dios, todo sirve si dejamos hacer a Dios... Hemos de estar con los pies en el suelo y la cabeza en el Cielo. Aquí en la tierra la felicidad nunca puede ser completa. Ahora lo vemos porque, guiados por un amor entero, noble, querríamos estar con Jesús físicamente, para que su bondad, su comprensión y quizá su reprensión no nos faltara y sería necesaria porque todavía andamos con tantas cosas. Hemos venido a la tierra no para estar con nosotros sino para buscar y saborear las cosas de arriba. Si respondemos a la gracia, colaboramos a la acción de Dios. Hemos de preguntarnos si tenemos este afán al que nos invita Cristo con su subida al Cielo. Si procuramos en las distintas circunstancias acercarnos más y más a Dios. Si nos preguntamos, como decía el Señor a los Apóstoles: "id","id" y les hacia ver que estamos llamados a un destino eterno. En la Iglesia, los que tienen encargo de pastor, han de tener a la vista esta consideración: invitar a todos a participar en esta invitación de Dios: vivir con la mirada en el Cielo. Qué consuelo da todo esto. Somos de Dios, tenemos que ir a Dios. Procedemos del Creador Omnipotente y tenemos que estar volviendo: unas veces por la contrición, otras llevados por su amor, para estar metidos en este mundo del Cielo que es el que ha querido para nosotros. Con su Ascensión unía Jesús el Cielo y la tierra. También nosotros, en nuestro comportamiento de hijos de Dios, podemos vivir esa mediación sacerdotal. Así toda la jornada. En nuestra pobre alma, a veces llena de un descontento porque no buscamos a Dios, no un descontento total por la gracia de Dios, pero descontento, porque tenemos la mirada aquí abajo. Y con la vida de Dios tenemos que vivir el Cielo en la tierra. Qué importante que sabiéndonos barro de la peor calida, que Dios ha escogido para que se vea su omnipotencia, tengamos la confianza suya para ser fuertes, exigentes, haciendo que ponga la inteligencia, la voluntad, el corazón en ese afán de que se cumpla lo que Dios quiere en ellos. El Cielo se une con la tierra. En este día de gloria, podemos pedir que se meta esa alma sacerdotal en cada uno, con docilidad, para que todos tengamos la mirada en lo alto. Que volvamos a levantar la mirada a esa morada en la que siempre vivió Cristo. No hay justificación para andar agarrados a las cosas de aquí abajo. Esta naturaleza nuestra tiene su lugar en el gozo de la contemplación de su Esencia. El Señor nos da su fuerza, la que le sube al Cielo, para que condenemos decididamente todo lo que en nuestra naturaleza nos lleve a tener una vida chata, sin relieve. Y esto, a pesar de ser polvo. Somos barro de la peor calidad, pero gracias por ser como somos, por la misericordia de Dios, este barro adquiere un valor infinito si queremos participar en la vida de Cristo. Él nos eleva, nos levanta, nos llama a ser hombres con nuestro corazón, pero con un saber razonar con esquemas de la vida sobrenatural. Y siendo claro, esto es importante, que en nuestra vida hemos de luchar sin conformarnos con lo que hacemos diariamente, porque podemos y debemos ir siempre a más. La consecuencia es esforzarnos en ser almas de oración, con una oración constante que nos ayude a estar mirando siempre hacia arriba, con una oración profunda y exigente. Esfuerzo real en los tiempos de oración. Poniendo por obra lo que nos decía san Josemaría: entrega de los cinco sentidos. Por lo que a lo largo de la jornada, desparramamos esos cinco sentidos en las cosas de aquí abajo. Es nuestra oración la fuerza para reaccionar en la jornada con un criterio sobrenatural, la exigencia para poner a los demás ante sí mismos, para que sean sobrenaturales, dejar todo lo que nos aparte de Dios, sentirnos llamados a vivir con la unión más completa a la naturaleza divina, en este mundo que es santificable, pues que a los cristianos nos toca esta tarea de ir purificando lo que los hombres afeamos y convertirlo en hostia espiritual con nuestro esfuerzo". Los pastores tienen la obligación de poner ese esfuerzo de santidad y de tirar para arriba de los demás. Hemos de santificarnos y santificar, ser con Cristo unos puntos de referencia para las personas de que no hay mayor dignidad que aspirar a las cosas del Cielo. ¿Qué esfuerzo pongo para ser más de Dios? ¿Qué esfuerzo ponemos en esos puntos que nos han marcado y que como personas enamoradas descubriremos en la jornada? (Javier Echevarría).
Jesús “‘Coepit facere et docere’ -comenzó Jesús a hacer y luego a enseñar: tú y yo hemos de dar el testimonio del ejemplo, porque no podemos llevar una doble vida: no podemos enseñar lo que no practicamos. En otras palabras, hemos de enseñar lo que, por lo menos, luchamos por practicar» (san Josemaría; cf. Dei Verbum 2).
Por la Ascensión Cristo se hizo invisible: entra en la participación de la omnipotencia del Padre, fue plenamente glorificado, exaltado, espiritualizado en su humanidad. Y debido a esto, se halla más que nunca en relación con cada uno de nosotros. Si la Ascensión fuera la partida de Cristo deberíamos entristecernos y echarlo de menos. Pero, afortunadamente, no es así. Cristo permanece con nosotros "cada día, siempre, hasta la consumación del mundo". En la Biblia, la palabra cielo no designa propiamente un lugar: es un estado, expresa la grandeza de Dios. S. Pablo dice: "subió a los cielos para llenarlo todo con su presencia" (Ef 4,10), es decir, alcanzó una eficacia infinita que le permitía llenarlo todo con su presencia. "Encielar" a Cristo es como desterrarlo, es perderlo. Su ascensión es una ascensión en poder, en eficacia, y por tanto, una intensificación de su presencia, como así lo atestigua la Eucaristía. No es una ascensión local, cuyo resultado sólo sería un alejamiento. No olvidemos que el relato de los Hch de los apóstoles es mucho más el relato de la última aparición de Cristo que la fecha de su glorificación.
Lucas nos ha dejado dos relatos muy diferentes de la Ascensión. El primero sirve de doxología a la vida pública del Señor; el segundo –que estamos comentando en este primer punto- sirve de introducción al Libro de los Hechos y a los comienzos de la Iglesia. El primero, de inspiración litúrgica (cf. Lc 24, 44-53: comparar, por ejemplo, con Eclo 50, 20; Núm 6; Heb 6, 19-20; 9, 11-24), nace de un género literario documental; el segundo, de inspiración cósmica y misionera, es mucho más simbólico: aparece ante todo como la inauguración de la misión de la Iglesia en el mundo. Los cuarenta días (v. 3) fijados por Lucas como la duración de la estancia en la tierra del Resucitado deben ser comprendidos en el sentido de un último tiempo de preparación (el número 40 designa siempre en la Escritura un período de espera), son pues una medida proporcional y no cronológica. La Resurrección no es pues un final, sino el preámbulo de una nueva etapa del Reino: la estancia de Cristo sentado a la derecha del Padre y de la misión de la Iglesia. A este respecto es muy significativa la advertencia de los ángeles que invitan a los apóstoles a no quedarse mirando al ciclo (v. 11).
Igualmente, la nube es signo de la presencia divina, como lo fue en la tienda de la reunión y en el Templo. Se trata de un acontecimiento teológico: la entrada de Jesús de Nazaret en la gloria del Padre y la certidumbre de su presencia en el mundo. Jesús resucitado es a partir de este momento el lugar de la presencia de Dios en el mundo. El único lugar sagrado de la nueva humanidad.
Lucas da por último al acontecimiento un tono dramático. Es el único que presenta a Cristo como "arrebatado" (v. 11; cf. Mc 16, 19) o "llevado" (v. 9). Hay aquí una idea de separación y de ruptura, aún más acrecentada por la afirmación de que no corresponde a los hombres conocer el final de su historia (v. 7) y por la llamada a los apóstoles al realismo del que querían evadirse (v. 11). Sin duda Lucas quiere mostrar que Cristo no puede menos que separarse de gentes que sólo piensan en el inmediato establecimiento del Reino (v. 6) y que sólo está presente en aquellos que aceptan el largo caminar que pasa por la misión y el servicio de los hombres (v. 8). También quiere mostrar que para que la Iglesia comience su misión es necesario que rompa con el Cristo carnal. De ahora en adelante sólo es posible unirse a Cristo por intermedio de los apóstoles revestidos del Espíritu de Cristo. Tras la insistencia de Lucas sobre la separación entre Jesús y los suyos se dibuja pues una manera de ver la Iglesia: la inauguración del Reino cósmico del Señor y de su presencia en el mundo. A este respecto, la concepción del autor está singularmente cerca de Ef 4, 7-13, que recuerda cómo la "subida" de Cristo es solidaria del don de los carismas a la Iglesia. En efecto, gracias a que su Señor está ahora unido al Dios universal, la Iglesia puede estar presente en todos los tiempos y en todos los lugares. San Lucas, historiador de la expansión de la Iglesia, explica, pues, en su relato de la Ascensión cómo Cristo está en el origen del movimiento universal que comenzó en Jerusalén y por qué Cristo pertenece a todo hombre, a toda cultura, a todo país. Si la Ascensión es el punto de partida de la misión de la Iglesia, una gran confusión perdura aún en el espíritu de los apóstoles y se encuentra todavía en la Iglesia actual. Fácilmente se cree que es hoy cuando el Señor va a establecer su Reino y esta creencia obstaculiza a la misión de la Iglesia y al rostro que ella adopta en el mundo. Querer que el Reino venga hoy es transformar a la Iglesia, aún provisional, en Reino definitivo y absolutizar algunos de sus rasgos provisionales. Lo que importa no es admirar o criticar a la Iglesia, sino creerla. Pero en tanto en cuanto se la "crea" es que aún no se "ve" el Reino. En realidad la Iglesia se define con relación al Reino a partir de nociones como "todavía no" (lo que explica su situación de camino) y, "no obstante ya" (lo que quiere decir que ya hoy, independientemente de que el Reino no ha venido aún, todos están llamados a una actitud de fe y de conversión). Por este motivo, la Iglesia está al servicio del Reino porque ella es en el mundo quien interpela hoy a los hombres pecadores (Maertens-Frisque).
Esta dimensión está presente en la redacción de los Hechos, como indica san Jerónimo: “los Hechos de los Apóstoles parecen sonar puramente a desnuda historia, y que se limitan a tejer la niñez de la naciente Iglesia. Pero si caemos en la cuenta de que su autor es Lucas, médico, cuya alabanza se encuentra en el Evangelio. Pero si caemos en la cuenta de que su autor es Lucas, médico, cuya alabanza se encuentra en el Evangelio (cf. 2 Cor 8,18), advertiremos igualmente que todas sus palabras son medicamentos para el alma enferma”.
2. El reino mesiánico de Cristo queda reflejado en este salmo, donde se muestra el triunfo supremo de Cristo, el que abarca todos los demás, consiste en haber vencido a la muerte por medio de su gloriosa Resurrección, adentrándose en una senda sublime que es la senda de la vida gloriosa de Dios. "El Señor, el Altísimo, es rey grande sobre toda la tierra". Juan Pablo II comentaba: “Se trata de un himno a Dios, Señor del universo y de la historia: "Dios es el rey del mundo (...). Dios reina sobre las naciones" (vv. 8-9).
Este himno al Señor, rey del mundo y de la humanidad, al igual que otras composiciones semejantes que recoge el Salterio (cf. Sal 92; 95-98), supone un clima de celebración litúrgica. Por eso, nos encontramos en el corazón espiritual de la alabanza de Israel, que se eleva al cielo desde el templo, el lugar en donde el Dios infinito y eterno se revela y se encuentra con su pueblo.
Seguiremos este canto de alabanza gozosa en sus momentos fundamentales, como dos olas que avanzan hacia la playa del mar. Difieren en el modo de considerar la relación entre Israel y las naciones”, se pasa de la dominación a la asociación, hay un gran progreso. “En la primera parte (cf. vv. 2-6) se dice: "Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo" (v. 2). El centro de este aplauso jubiloso es la figura grandiosa del Señor supremo, al que se atribuyen tres títulos gloriosos: "altísimo, grande y terrible" (v. 3), que exaltan la trascendencia divina, el primado absoluto en el ser y la omnipotencia. También Cristo resucitado exclamará: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28,18)…
El segundo momento del salmo (cf. vv. 7-10) está abierto a otra ola de alabanza y de canto jubiloso: "Tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro rey, tocad; (...) tocad con maestría" (vv. 7-8). También aquí se alaba al Señor sentado en el trono en la plenitud de su realeza (cf. v. 9). Este trono se define "sagrado", porque es inaccesible para el hombre limitado y pecador. Pero también es trono celestial el Arca de la alianza presente en la zona más sagrada del templo de Sión. De ese modo el Dios lejano y trascendente, santo e infinito, se hace cercano a sus criaturas, adaptándose al espacio y al tiempo (cf. 1 Re 8,27.30)…
La carta a los Efesios ve la realización de esta profecía en el misterio de Cristo redentor cuando afirma, dirigiéndose a los cristianos que no provenían del judaísmo: "Recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne, (...) estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad" (Ef 2,11-14).
Así pues, en Cristo la realeza de Dios, cantada por nuestro salmo, se ha realizado en la tierra con respecto a todos los pueblos. Una homilía anónima del siglo VIII comenta así este misterio: "Hasta la venida del Mesías, esperanza de las naciones, los pueblos gentiles no adoraron a Dios y no conocieron quién era. Y hasta que el Mesías los rescató, Dios no reinó en las naciones por medio de su obediencia y de su culto. En cambio, ahora Dios, con su Palabra y su Espíritu, reina sobre ellas, porque las ha salvado del engaño y se ha ganado su amistad"”.
Este salmo aclama a Dios como rey universal; parece oírse en él el eco de una gran victoria: Dios nos somete los pueblos y nos sojuzga las naciones. Posiblemente, este texto es un himno litúrgico para la entronización del arca después de una procesión litúrgica -Dios asciende entre aclamaciones- o bien un canto para alguna de las fiestas reales en que el pueblo aclama a su Señor, bajo la figura del monarca.
Nosotros con este canto aclamamos a Cristo resucitado, en la hora misma de su resurrección. El Señor sube a la derecha del Padre, y a nosotros nos ha escogido como su heredad. Su triunfo es, pues, nuestro triunfo e incluso la victoria de toda la humanidad, porque fue "por nosotros los hombres y por nuestra salvación" que "subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre". Por ello, no sólo la Iglesia, sino incluso todos los pueblos deben batir palmas y aclamar a Dios con gritos de júbilo (Pedro Farnés). El salmo 46 tiene un puesto privilegiado en la liturgia de la Ascensión del Señor. Por medio de él, la Iglesia celebra el triunfo de Cristo al fin de su vida mortal y su entrada solemne en el Cielo, después de haber conquistado para nosotros la Tierra Prometida. El salmo, pues, nos ayuda a asistir al momento culminante de la Pascua del Señor Resucitado, a su entronización y glorificación. Ellas muestran hasta qué punto la debilidad se ha convertido en fortaleza, la mortalidad en eternidad y los ultrajes en gloria. Mientras se elevaba en su naturaleza humana, comenzó, sin embargo, a estar inefablemente más cercano en su Divinidad pues, gracias a la fe, ya no era preciso sentir la necesidad de palpar la sustancia corpórea de Cristo (F. Arocena; cf. Lumen gentium 13). La ascensión, alegría de la humanidad que se ve "coronada" en uno de los suyos. Un hermoso himno canta así: "la tierra está feliz. Ha dado su primer fruto de gloria: ¡Jesús ha subido cerca del Padre! Feliz, lleva la promesa. Recogida en su humildad, atrae la luz de lo alto." Sí, el triunfo real de Dios, es también el triunfo pleno de un hombre "nacido de mujer" (Gálatas 4,4). Dios ha terminado su "obra maestra", el hombre, poniendo en fin todo bajo sus pies" (I Corintios 15,27). Un hombre de nuestra raza mortal, que obedeció a su "condición humana" hasta la muerte, goza ahora de la plenitud de la gloria de Dios. Y la Escritura nos revela que El nos participará un día esta misma gloria, porque El es el "primogénito" de toda la creación: lo que se realizó en Él, también se realizará en nosotros. Cuando el hombre moderno se desespera, ¿no sería conveniente que meditara este misterio "de elevación", de "ascensión"? Allí encuentra justificación profunda, la dignidad de todo hombre. En el más pobre de los pobres hay un "rey" que se ignora. El despojo humano, el hombre arruinado, el ser salpicado de manchas... están destinados a la condición "real y divina". ¿Qué haré por la "dignidad" y la "promoción" de mis hermanos?... quien conoce el sentido de la historia, quien sabe, "en dónde debe culminar" la humanidad, debería encontrar en esta fe, una razón suficiente para trabajar en esta empresa (Noel Quesson).
"Dios asciende entre aclamaciones": “Dios asciende, / Dios es ascensión continuada, / pero nunca se aleja. / Dios está siempre por encima, / pero está muy dentro. / Dios es siempre el primero, / pero a nadie humilla. // Dios asciende porque es vida creciente, / porque irradia fuerza creativa, / porque es amor victorioso, / porque es el Dios-Futuro que todo lo llena de esperanza. // Dios es ascendencia y trascendencia, / meta cada vez más alta, / flecha en progresión continua: / pero está en el fondo de todo ser. // Dios nunca se repite; siempre es nuevo, / siempre es más, siempre crece / y siempre hace crecer.
Dios hizo ascender a su Hijo, / lo sacó de los infiernos, / entre las aclamaciones de Adán, patriarcas y profetas; / lo levantó del sepulcro, / entre el aplauso y la risa de sus discípulos; / lo llevó hasta la gloria, / al son de trompetas apostólicas, / y las trompetas no cesaban de tocar / y resonar por todo el mundo. // Dio la victoria a su Hijo, / puso «a los pueblos bajo su yugo» suave (cfr. Sal 46, 4) / y a las gentes bajo sus pies humildes (cfr. Ef 1, 22; Sal. 8, 7), / no para aplastarlos, / sino para que todos asciendan con él.
Dios hace ascender a sus hijos: / que salgan de la animalidad hasta el espíritu; / que crezcan en sabiduría y gracia, que progresen; / que sean más altos, más hermosos y más vivos; / que sean más libres y solidarios; / que se levanten de sus postraciones; / que salgan de sus esclavitudes; / que sean creadores y liberadores; / que sean cada vez más hombres: / que sean cada vez más dioses, / siguiendo las huellas ascendentes de su Hijo” (Caritas 1992).
3. (Ver también sabado de la 28ª semana). a) Dentro de un contexto de acción de gracias al Padre, el autor pide a Dios que conceda a los efesios "espíritu de sabiduría y revelación" para conocerlo, pues el "Padre de la gloria" es el principio de la salvación operada en Cristo y de la luz que se requiere para conocerlo. No se trata de dotes intelectuales para conocer una verdad abstracta, sino del don de sabiduría que lleva al conocimiento y a la aceptación de los designios amorosos de la voluntad de Dios. Conocer es también amar, es ver a Dios con los ojos del corazón por una fe eminentemente práctica. Concretamente, pide el autor que los efesios conozcan: a) la esperanza a la que fueron llamados, b) la herencia que todavía esperan, y c) el poder de Dios que se manifestó en la exaltación de Jesús resucitado y ahora actúa en los creyentes hasta que también ellos resuciten como nuestro Señor. La experiencia cristiana del dinamismo de la salvación sustenta la actitud esperanzada de los creyentes que se manifiesta en la acción de gracias por lo que ya han recibido y en la petición confiada de lo que está por venir. v 21:El judaísmo tardío participaba en la creencia común del mundo helenista en los poderes cósmicos que dominan los destinos del hombre. Pablo confiesa que Cristo es Señor sin limitaciones espaciales o temporales, que domina sobre todos los poderes cósmicos.
Dejando a un lado la visión mitológica del universo, Pablo afirma a su manera, mejor, según la manera de ver de los hombres de su tiempo, que es posible superar por la fe en Cristo cualquier tipo de opresión.
v. 22: A la pequeña comunidad de creyentes, numérica y sociológicamente insignificante, le ha sido dada como cabeza nada menos que el único Señor del universo. La perspectiva cósmica en la que se confiesa el señorío de Cristo ha de librar a la Iglesia de todos los sectarismos y de cualquier derrotismo.
Y ahora se hacen de la Iglesia dos afirmaciones. La primera: que es cuerpo de Cristo. Por tanto, de la misma manera que la cabeza de un cuerpo recapitula todos los miembros dándoles vida y unidad, así también Cristo reúne a los fieles en un solo cuerpo y les da la nueva vida.
La segunda afirmación sobre la Iglesia la define como "plenitud" de Cristo. No que la Iglesia dé a Cristo lo que le falta, sino que Cristo es Señor y origen de la plenitud de la Iglesia. Pues él es el que lo acaba todo en todos. La Iglesia es el espacio en el que irrumpe el amor de Cristo en el mundo y para todo el mundo (cf. 3. 18s). Cristo ejerce su poder mediante el amor, con el mismo amor con el que se entregó por todos hasta la muerte (5. 2). Cristo quiere ejercer este señorío del amor en el mundo a través de la Iglesia. En este texto se muestra una conciencia de la Iglesia que nos compromete: ¿hasta qué punto estamos dispuestos los cristianos a ser el vehículo del amor de Cristo que se entrega para que todo el universo llegue a una plenitud significativa? (“Eucaristía” 1981).
b) La sabiduría que Pablo pide a Dios para los efesios (versículo 17) es ese don sobrenatural ya conocido por los sabios del Antiguo Testamento (cf. Prov 3, 13-18), pero considerablemente ampliado en su definición cristiana, pues no es ya solamente la práctica de la ley, el conocimiento de la voluntad divina sobre el mundo, ni tampoco una explicación del mundo, sino la revelación del destino de un hombre (v. 17) y de la herencia de gloria que resulta de ello (Ef 1, 14), en total contraste con la miseria de la resistencia humana (Rom 8, 20); es por último el descubrimiento del poder de Dios, manifestado ya en la resurrección de Cristo (v. 20), que garantiza nuestra propia configuración.
Pablo se detiene un instante en la contemplación de este poder divino. Y lo describe mediante tres términos sinónimos: poder, vigor y fuerza (v. 19). Este poder no es ya sólo el que Dios ha desplegado para crear la tierra e imponerle su voluntad (Job 38), sino que incluso cambia estas leyes, puesto que es capaz de cambiar a un crucificado en Señor resucitado (v. 21a) y de poner a punto desde ahora las estructuras del mundo futuro (v. 21b). Por esto la sabiduría es una esperanza (v. 18), porque es confianza en la acción en el mundo del Dios de Jesucristo.
Pero el poder de Dios no reserva sólo para el futuro la manifestación de su vigor, sino que desde ahora todo es realizado por El: El ha puesto a Cristo como cabeza de todos los seres en el misterio mismo de la Iglesia, su plenitud (vv. 22-23). Pablo ha pedido para los efesios el don de la sabiduría para que comprendan ante todo cómo la Iglesia es signo del poder de Dios manifestado en Jesucristo. En efecto, es un privilegio inaudito para la Iglesia tener como jefe al Señor del universo, así como ser su Cuerpo. Por tanto, la Iglesia no está solamente sometida al Señor de la misma manera que el universo, porque le está ya indisolublemente unida, como un cuerpo a su cabeza. La Iglesia es pleroma de Cristo como receptáculo de las gracias y de los dones que El reserva para toda la humanidad. La expresión "todo en todos" sugiere que este receptáculo no tiene límites. Por otra parte, estas gracias no están reservadas sólo a la Iglesia, sino a la humanidad, con vistas a su crecimiento (Ef 4, 11-13) hasta el estado de "hombre perfecto" que es el de la humanidad (Maertens).
c) S. Agustín hablaba de esta sublimidad de la vocación: “Hablando según la vida presente, se dijo a Moisés: Nadie vio el rostro de Dios y vivió (Éx 33,20). No se ha de vivir esta vida pensando en ver aquel rostro. Hay que morir al mundo para vivir por siempre para Dios. Entonces, cuando veamos aquel rostro que vence cualquier concupiscencia, ya no pecaremos, ni de obra ni de deseo. Es tan dulce, hermanos míos, tan hermoso, que, después de haberlo visto, ninguna otra cosa puede deleitar. Habrá una saciedad insaciable, pero sin molestia alguna. Estaremos siempre hambrientos y siempre saciados. Escucha ambas afirmaciones tomadas de la Escritura: Quienes me beben, dice la Sabiduría, volverán a tener sed, y quienes me comen volverán a sentir hambre (Eclo 24,29). Mas, para que no pienses que allí habrá indigencia y hambre escucha al Señor: Quien beba de este agua, jamás volverá a tener sed (Jn 4,13).
Pero preguntas: ¿Cuándo va a tener esto lugar? No importa cuando ocurra; con todo, tú espera al Señor; ten paciencia con él, compórtate varonilmente y sea confortado tu corazón. ¿Acaso falta tanto como lo ya pasado? Advierte cuántos siglos han pasado y han dejado de existir desde Adán hasta nuestros días. En cierto sentido, son pocos los días que quedan; así ha de hablarse en comparación con los ya pasados. Exhortémonos mutuamente, exhórtenos el que vino a nosotros, hizo su camino y dijo: «Seguidme»; el que subió en primer lugar a los cielos para, desde las alturas, socorrer como cabeza a sus miembros, que se fatigan en la tierra; el que dijo desde el cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Hch 9,4). Por tanto, que nadie pierda la esperanza; al final se nos dará lo prometido; allí se hará realidad aquella justicia.
Escuchasteis también cómo el evangelio concuerda con estas palabras. Es voluntad de mi Padre, dice, que nadie de los que me dio perezca, sino que tenga la vida eterna; y yo los resucitaré en el último día (Jn 6,39). Se resucitó a sí mismo en el primer día; a nosotros nos resucitará en el último. El primer día esta reservado a la Cabeza de la Iglesia. Nuestro día, Cristo el Señor, no tiene ocaso. El último día será el fin de este mundo. No quiero que preguntes: «¿Cuándo será este día?». Para el género humano está lejano, y cercano para cada uno de los hombres, pues el último día es el de la propia muerte. Y, ciertamente, una vez que hayas salido de aquí, recibirás lo que corresponda a tus méritos, y resucitarás para hacerte cargo de tu cosecha. Entonces Dios coronará no tanto tus méritos como sus dones. Reconocerá cuanto te dio si supiste conservarlo.
Ahora, por tanto, hermanos, nuestro deseo ha de estar solamente en el cielo, en la vida eterna. Nadie ponga su complacencia en si mismo, como si fuera posible a alguien vivir aquí en plena justicia y medirse con quienes viven mal, como el fariseo aquel que se autoproclamaba justo (Lc 18,11) sin haber oído, al Apóstol: No que yo la haya alcanzado o que sea perfecto (Flp 3,12). Por tanto, aún no había recibido lo que estaba deseando. Había recibido la prenda. Éstas son sus palabras: Quien nos ha dado el Espíritu como prenda (2 Cor 5,5). Deseaba llegar a aquello de lo que poseía la prenda; ésta presupone una cierta participación, pero muy lejana. De una manera participamos ahora y de otra participaremos entonces. Ahora tiene lugar por la fe y la esperanza en el mismo Espíritu; entonces, en cambio, tendrá lugar la realidad, la especie: el mismo Espíritu, el mismo Dios, la misma plenitud. Quien llama a los que aún están ausentes, se les mostrará cuando ya estén presentes; quien llama a los peregrinos, los nutrirá y alimentará en la patria.
Habiéndose convertido Cristo en nuestro camino, ¿desesperaremos de llegar? Este camino no puede ni acabarse, ni interrumpirse, ni borrarse por lluvias o tormentas, ni ser asediado por ladrones. Camina seguro en Cristo; camina; no tropieces, no caigas, no mires atrás, no te quedes parado en el camino, no te apartes de él. Si te cuidas de todo esto, llegarás. Una vez que hayas llegado, gloríate ya de ello, pero no en ti. Pues, quien se alaba a sí mismo, no alaba a Dios, sino que se aparta de él. Sucede como a quien se aparta del fuego: el fuego permanece caliente, pero él se enfría; o como al que quiere alejarse de la luz; si lo hiciere, la luz permanece resplandeciente en sí misma, pero él queda en tinieblas. No nos alejemos del calor del Espíritu ni de la luz de la Verdad. Ahora hemos escuchado su voz; entonces, en cambio, lo veremos cara a cara. Que nadie se complazca en sí mismo ni nadie insulte a los demás. Que nuestro deseo común de progresar no nos conduzca a envidiar a los avanzados ni a insultar a los retardados, y se cumplirá en nosotros, con gozo, lo prometido en el evangelio: Y yo los resucitaré en el último día (Jn 6,39)”.
d) ¡Qué consoladoras son estas palabras de San Pablo!: Decía Santo Tomás: “pues como la vida de Cristo configura y es ejemplo de nuestra santidad, así la gloria y exaltación de Cristo conforma y es ejemplo de nuestra gloria y exaltación”. "Tenemos por nuestro gran pontífice a Cristo, Hijo de Dios, que penetró a los cielos... capaz de compadecerse de nuestras miserias, pues las experimentó voluntariamente todas, con excepción del pecado... Lleguemos, pues, con toda confianza al trono de su gracia, a fin de obtener misericordia y de alcanzar su auxilio en el momento en que lo necesitemos" (Heb. 4, 14 y ss.). Cristo sentado a la derecha de Padre (cf. Ef 1, 20; Col 3, 1; Act 7, 56) es evidentemente una imagen. Lucas no quiere localizar la presencia del Señor, sino solamente hacer comprender que el Resucitado es a partir de este momento aquel a quien Dios ha enviado el Espíritu, fuente y origen de la misión universal de la Iglesia y de todo lo que tiene carácter universalista en el mundo:"Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada" (San Juan Damasceno).
La ascensión del Señor debe fomentar en nosotros de modo especial la virtud de la esperanza, puesto que El "subió a prepararnos un lugar en el cielo" (Jn. 14, 2). Este pensamiento esta llamado a fortalecernos en las luchas y tentaciones de la vida recordándonos que "si combatimos con Cristo, con El seremos glorificados" (Rom. 8, 17). "Resuscitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin", diremos dentro de un momento en la Misa al recitar el Credo. Si vivimos para Cristo, que es vivir para los demás, resucitaremos con Cristo, porque nosotros no podemos resucitar por nuestro propio poder, sino por el poder de Cristo, unidos a Él; en otra forma, moriremos no sólo con la muerte de nuestro cuerpo, sino con la muerte eterna.
4. Jesús tiene el poder, sobre el cielo y la tierra. Sólo el que "salió del Padre" puede "volver al Padre": Cristo (cf Jn 16, 28). "Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre" (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Antes de irse, les confirma en la misión apostólica: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15): “Jesús se ha ido a los cielos, decíamos. Pero el cristiano puede, en la oración y en la Eucaristía, tratarle como le trataron los primeros doce, encenderse en su celo apostólico, para hacer con El un servicio de corredención, que es sembrar la paz y la alegría. Servir, pues: el apostolado no es otra cosa. Si contamos exclusivamente con nuestras propias fuerzas, no lograremos nada en el terreno sobrenatural; siendo instrumentos de Dios, conseguiremos todo: todo lo puedo en aquel que me conforta. Dios, por su infinita bondad, ha dispuesto utilizar estos instrumentos ineptos. Así que el apóstol no tiene otro fin que dejar obrar al Señor, mostrarse enteramente disponible, para que Dios realice -a través de sus criaturas, a través del alma elegida- su obra salvadora” (san Josemaría).
¿Cómo puede irse y quedarse al mismo tiempo? Este misterio lo explicó nuestro Benedicto XVI: «Y, dado que Dios abraza y sostiene a todo el cosmos, la Ascensión del Señor significa que Cristo no se ha alejado de nosotros, sino que ahora, gracias al hecho de estar con el Padre, está cerca de cada uno de nosotros, para siempre». Dejada a sus fuerzas: naturales, la humanidad no tiene acceso a la "Casa del Padre" (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, "ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino" (Prefacio de la Ascensión). Pero ahora tenemos la presencia de Cristo, que está con nosotros para continuar su obra: “El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro, estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene -no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado- de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica.
La fiesta de la Ascensión del Señor nos sugiere también otra realidad; el Cristo que nos anima a esta tarea en el mundo, nos espera en el Cielo. En otras palabras: la vida en la tierra, que amamos, no es lo definitivo; pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura ciudad inmutable.
Cuidemos, sin embargo, de no interpretar la Palabra de Dios en los límites de estrechos horizontes. El Señor no nos impulsa a ser infelices mientras caminamos, esperando sólo la consolación en el más allá. Dios nos quiere felices también aquí, pero anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad, que sólo El puede colmar enteramente.
En esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día. No soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de vida, sencilla y fuerte en la que se fundan y compenetran todas nuestras acciones.
Cristo nos espera. Vivamos ya como ciudadanos del cielo, siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios. Perseveremos en el servicio de nuestro Dios, y veremos cómo aumenta en número y en santidad este ejército cristiano de paz, este pueblo de corredención. Seamos almas contemplativas, con diálogo constante, tratando al Señor a todas horas; desde el primer pensamiento del día al último de la noche, poniendo de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a El por Nuestra Madre Santa María y, por El, al Padre y al Espíritu Santo.
Si, a pesar de todo, la subida de Jesús a los cielos nos deja en el alma un amargo regusto de tristeza, acudamos a su Madre, como hicieron los apóstoles: entonces tornaron a Jerusalén… y oraban unánimemente… con María, la Madre de Jesús” (san Josemaría). Podemos estar seguros de que podemos llegar al Cielo: el que no llegue, no será porque no exista el camino o porque la puerta esté cerrada, sino porque no le da la gana seguir el camino. El cristiano es un hombre que vive de la esperanza firme e ilusionada del premio, en medio de gentes que no tiene esperanza porque no ven más horizonte que este mundo, que las cosas terrenas, que ponen sus metas y sus ilusiones aquí abajo, en cosas que no satisfacen, que se acaban y que empalagan. La esperanza es una virtud sobrenatural que debemos fomentar. ¿Cómo vivimos la esperanza? ¿Pensamos en el cielo como un regalo que nos dará Dios o como un premio que tenemos que conseguir con nuestro esfuerzo hoy y ahora? ¿Infundimos esperanza en los demás, haciéndoles ver la maravilla que es vivir en paz con Dios y esperar el Cielo?
SÁBADO DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA: vemos hoy la recomendación de pedir en nombre de Jesús, rezar es el fundamento de toda actividad: así se hace el
SÁBADO DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA: vemos hoy la recomendación de pedir en nombre de Jesús, rezar es el fundamento de toda actividad: así se hace el Reinado de Jesús en paz y amor
Hechos de los apóstoles 18, 23-28: 23Pasó allí algún tiempo y marchó recorriendo una tras otra las regiones de Galacia y Frigia, y confortaba a todos los discípulos.
24Un judío llamado Apolo, de origen alejandrino, hombre elocuente y muy versado en ls Escrituras, llegó a Efeso. 25Había sido instruido en el camino del Señor. Hablaba con fervor de espíritu y enseñaba con esmero lo referente a Jesús, aunque sólo conocía el bautismo de Juan. 26Comenzó a hablar con libertad en la sinagoga. Al oírle Priscila y Aquila le tomaron consigo y le expusieron con más exactitud el camino de Dios. 27Como deseaba pasar a Acaya, los hermanos le animaron y escribieron a los discípulos para que le recibieran. Cuando llegó fue de gran provecho, con la gracia divina, para los que habían creído, 28pues refutaba vigorosamente en público a los judíos demostrando por las Escrituras que Jesús es el Cristo.
Salmo responsorial: 46, 2-3.8-9.10 Dios es el Rey del mundo. 2Pueblos todos, batid palmas, / aclamad a Dios con gritos de júbilo; / 3porque el Señor es sublime y terrible, / emperador de toda la tierra.
8Porque Dios es el rey del mundo: / tocad con maestría. / 9Dios reina sobre las naciones, / Dios se sienta en su trono sagrado.
10Los príncipes de los gentiles se reúnen / con el pueblo del Dios de Abrahán; / porque de Dios son los grandes de la tierra, / y él es excelso.
Evangelio según san Juan 16, 23-28: En verdad, en verdad os digo: si algo pedís al Padre en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo.
Os he dicho estas cosas por medio de comparaciones. Llega la hora en que ya no os hablaré por comparaciones, sino que abiertamente os anunciaré las cosas acerca del Padre. Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre.
Comentario: 1. Comienza el tercer viaje apostólico de Pablo. Procedente de Éfeso, desembarcó en Cesarea, subió a saludar la Iglesia de Jerusalén y bajó a Antioquía... Luego, recorrió Galacia y Frigia. -Apolo, originario de Alejandría, había llegado a Éfeso. Así se extiende el evangelio: por un viajero que se desplaza por asuntos de su oficio. Mi trabajo, ¿es para mí ocasión de ser tu testigo, Señor? -Era un hombre elocuente, versado en las Escrituras; y con fervor de espíritu hablaba y enseñaba lo referente a Jesús, si bien conocía solamente el bautismo de Juan. En esa Iglesia primitiva no existen todavía las distinciones que ahora nos son familiares. Apolo no ha esperado a tener la verdad total para hablar de Jesús. Sólo conoce una parte, ¡se quedó en lo del bautismo de Juan Bautista! Pero da a conocer lo que sabe. También para mí el descubrimiento de Jesucristo es sin duda muy imperfecto. Ayúdame, Señor, a hablar de Ti lo mejor que pueda, con mis propias palabras. Ayúdame, Señor, a saber reconocerte en las palabras y en la vida de aquellos que te conocen aún imperfectamente.
-Habiéndolo oído, Priscila y Aquila lo tomaron consigo y le expusieron más exactamente el «camino» que lleva a Dios. Un hogar cristiano, unos laicos cristianos se encargan de Apolo para ayudarle a avanzar en su fe. ¡Descubrir el "camino que conduce a Dios"! Señor, pon cerca de los que andan buscando, a laicos cristianos capaces de prestar ese servicio: ser un punto de referencia en el camino que conduce hasta Ti. ¿Hay a mi alrededor quienes andan buscando? ¿Les presto atención? ¿Cómo es mi plegaria?
-Queriendo Apolo ir a Grecia, los hermanos le animaron a ello y escribieron a los discípulos para que le hicieran una buena acogida. Decididamente, ¡la labor apostólica marcha! Y se pone de relieve la importancia de la «acogida». Un grupo no es verdaderamente cristiano si no permanece «abierto». Una comunidad cristiana no es un Club, reservado al que «presenta el carnet de socio». Corinto dará acogida a un cristiano procedente de Alejandría y de Éfeso. ¿Cómo son acogidos los extraños en nuestras comunidades?
-Una vez allí, fue de gran provecho a los creyentes, con el auxilio de la gracia, porque demostraba por las Escrituras que Jesús era el Mesías, el Cristo. Llegará a tener tanto éxito en Corinto, que provocará incluso clanes en torno a su nombre: «yo, soy de Apolo... yo, soy de Pablo...». Por el momento, san Lucas se regocija de la elocuencia de Apolo. Y da gracias a Dios por la calidad de sus sermones. Señor, ayúdanos a poner nuestras dotes personales al servicio del evangelio y de nuestros hermanos (Noel Quesson).
El tercero de los viajes de Pablo comienza también en Antioquía, su lugar de referencia, y pasa por las comunidades «animando a los discípulos». El centro de este viaje se situará en Éfeso. Pero la lectura de hoy es como un paréntesis en la historia de Pablo, porque se refiere a Apolo. Apolo era un judío que se había formado en Alejandría de Egipto, y hablaba muy bien, porque era experto en la Escritura, o sea, en el Antiguo Testamento. Aunque conocía sólo el bautismo de Juan, pero predicaba en las sinagogas sobre Jesús. Áquila y Prisca, el matrimonio amigo de Pablo, «lo tomaron por su cuenta y le explicaron con más detalle el camino del Señor». Y así Apolo llegó a ser un colaborador muy válido en la evangelización, reconocido también por Pablo. Le enviaron a Grecia a predicar, y «su presencia contribuyó mucho al provecho de los creyentes».
Nada de celos apostólicos. Todos debemos involucrarnos en el anuncio del Evangelio. Más aún, quienes tienen más clara la doctrina del Señor tienen obligación de enseñarla a sus hermanos, no para atiborrarlos de conceptos en su cabeza, sino para ayudarles a dar un testimonio cada vez más creíble y eficaz del Nombre del Señor; testimonio nacido no sólo del estudio, sino de la experiencia personal del Señor que dará una nueva orientación a la vida de su enviado. Esto nos debe llevar a preocuparnos con toda lealtad de la mutua evangelización, así como nos dedicamos a la evangelización de los no creyentes. Tal vez haya muchos sectores de nuestra Iglesia que vivan casi como paganos; círculos en los que ya no se conozca a Dios. El Señor nos envía a evangelizar a quienes jamás han oído hablar de Él porque, aun cuando se les bautizó, jamás se les habló del Señor y se dejó que la vida de fe se marchitara demasiado pronto. Abramos nuestros ojos hacia el interior de la Iglesia para que procuremos trabajar en favor de la salvación, no sólo del mundo, sino también de nosotros mismos.
¿Qué hubiéramos hecho nosotros si se presenta en nuestra comunidad un laico que predica sobre Jesús por libre, tal vez con un lenguaje no del todo ajustado? En Éfeso el laico Apolo tuvo la suerte de encontrarse con unas personas, colaboradoras de Pablo, que le acogieron y le ayudaron a formarse mejor. Y así lograron un buen catequista y predicador de Cristo, al que la comunidad de Antioquia concedió un voto de confianza, encomendándole una misión nada fácil en Grecia. Una vez más somos invitados a ser abiertos de corazón, a saber reconocer el bien donde está. Nadie tiene el monopolio de la verdad. El criterio no tiene que ser ni la edad ni el sexo ni la raza ni si se pertenece o no al clero. Es verdad que Cristo encomendó la última responsabilidad y el magisterio decisivo a los apóstoles y sus sucesores. Pero la historia de la primera comunidad nos enseña que también este ministerio se tiene que desarrollar con una mentalidad abierta, sabiendo reconocer signos de la voz del Espíritu también en los laicos y en toda la comunidad. Los laicos, afortunadamente cada vez más, tienen un papel importante en la tarea de la evangelización encomendada a toda la Iglesia. Es una de las consignas más comprometedoras del Vaticano II, a partir de la «nueva» eclesiología de la Lumen Gentium. Tanto en el nivel eclesial como en el más doméstico de nuestro entorno, deberíamos saber apreciar los valores que hay en las personas: y si las vemos imperfectas, no condenarlas en seguida, sino ayudarles a formarse mejor, buscando no nuestro lucimiento o una ortodoxia fría, sino que progrese el Reino de Dios en nuestro mundo, sea quien sea el que evangelice y haga el bien, con tal que lo hagan desde la unidad con la Iglesia (J. Aldazábal). Para ello, tenemos la Escritura que nos habla de Cristo y a Cristo hemos de ver en ella. San Ireneo dice: «Si uno lee con atención las Escrituras, encontrará que hablan de Cristo y que prefiguran la nueva vocación. Porque Él es el tesoro escondido en el campo (Mt 13,44), es decir, en el mundo, ya que el campo es el mundo (Mt 13,38); tesoro escondido en las Escrituras, ya que era indicado por medio de figuras y parábolas que no podían entenderse según la capacidad humana, antes de que llegara el cumplimiento de lo que estaba profetizado, que es el advenimiento de Cristo. Como dice el profeta Daniel (12,4-7) y el profeta Jeremías 23,20... Por esta razón, cuando los judíos leen la ley en nuestros tiempos, se parece a una fábula, pues no pueden explicar todas las cosas que se refieren al advenimiento del Hijo de Dios como hombre. En cambio, cuando la leen los cristianos, es para ellos un tesoro escondido en el campo, que la cruz de Cristo ha revelado y explanado. Con ella, la inteligencia humana se enriquece y se muestra la sabiduría de Dios manifestando sus designios sobre los hombres, prefigurándose el reino de Cristo y anunciándose de antemano la herencia de la Jerusalén santa...».
2. Se repite el salmo en la primera estrofa, y añadimos la parte final. Como decía Juan Pablo II, “se trata de un himno a Dios, Señor del universo y de la historia: "Dios es el rey del mundo (...). Dios reina sobre las naciones" (vv. 8-9)”, en la primera parte se habla más de dominación y “en la segunda parte la relación es de asociación: "los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham" (v. 10). Así pues, se nota un gran progreso…
El segundo momento del salmo (cf. vv. 7-10) está abierto a otra ola de alabanza y de canto jubiloso: "Tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro rey, tocad; (...) tocad con maestría" (vv. 7-8). También aquí se alaba al Señor sentado en el trono en la plenitud de su realeza (cf. v. 9). Este trono se define "sagrado", porque es inaccesible para el hombre limitado y pecador. Pero también es trono celestial el Arca de la alianza presente en la zona más sagrada del templo de Sión. De ese modo el Dios lejano y trascendente, santo e infinito, se hace cercano a sus criaturas, adaptándose al espacio y al tiempo (cf. 1 Re 8,27.30).
El salmo concluye con una nota sorprendente por su apertura universalista: "Los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham" (v. 10). Se remonta a Abraham, el patriarca que no sólo está en el origen de Israel, sino también de otras naciones. Al pueblo elegido que desciende de él se le ha encomendado la misión de hacer que todas las naciones y todas las culturas converjan en el Señor, porque él es Dios de la humanidad entera. Proviniendo de oriente y occidente se reunirán entonces en Sión para encontrarse con este rey de paz y amor, de unidad y fraternidad (cf. Mt 8,11). Como esperaba el profeta Isaías, los pueblos hostiles entre sí serán invitados a arrojar a tierra las armas y a convivir bajo el único señorío divino, bajo un gobierno regido por la justicia y la paz (cf. Is 2,2-5). Los ojos de todos contemplarán la nueva Jerusalén, a la que el Señor "asciende" para revelarse en la gloria de su divinidad. Será "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua (...). Todos gritaban a gran voz: "La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero"" (Ap 7,9-10)”. Pedimos en la Colecta: «Mueve, Señor nuestros corazones para que fructifiquen en buenas obras y, al tender siempre hacia lo mejor, concédenos vivir plenamente el misterio pascual».
3. –“Cuanto pidiereis al Padre, os lo dará en mi nombre. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre”. Ver su plegaria acogida... Rogar "en nombre de Jesús"... ¿Qué quiere decir esto? “Una oración al Dios de mi vida (Sl 41,9). Si Dios es para nosotros vida, no debe extrañarnos que nuestra existencia de cristianos haya de estar entretejida en oración. Pero no penséis que la oración es un acto que se cumple y luego se abandona. El justo encuentra en la ley de Yavé su complacencia y a acomodarse a esa ley tiende, durante el día y durante la noche (Sl 1,2). Por la mañana pienso en ti (Sl 62,7); y, por la tarde, se dirige hacia ti mi oración como el incienso (cf. Sl 140,2). Toda la jornada puede ser tiempo de oración: de la noche a la mañana y de la mañana a la noche. Más aún: como nos recuerda la Escritura Santa, también el sueño debe ser oración (Dt 6,6-7).
Recordad lo que, de Jesús, nos narran los Evangelios. A veces, pasaba la noche entera ocupado en coloquio íntimo con su Padre. ¡Cómo enamoró a los primeros discípulos la figura de Cristo orante! Después de contemplar esa constante actitud del Maestro, le preguntaron: Domine, doce nos orare (Lc 11,1), Señor, enséñanos a orar así.
San Pablo -orationi instantes (Rm 12,12), en la oración continuos, escribe- difunde por todas partes el ejemplo vivo de Cristo. Y San Lucas, con una pincelada, retrata la manera de obrar de los primeros fieles: animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración (Hch 1,4).
El temple del buen cristiano se adquiere, con la gracia, en la forja de la oración. Y este alimento de la plegaria, por ser vida, no se desarrolla en un cauce único. El corazón se desahogará habitualmente con palabras, en esas oraciones vocales que nos ha enseñado el mismo Dios, Padre nuestro, o sus ángeles, Ave María. Otras veces utilizaremos oraciones acrisoladas por el tiempo, en las que se ha vertido la piedad de millones de hermanos en la fe: las de la liturgia -lex orandi-, las que han nacido de la pasión de un corazón enamorado, como tantas antífonas marianas: Sub tuum praesidium…, Memorare…, Salve Regina…
En otras ocasiones nos bastarán dos o tres expresiones, lanzadas al Señor como saeta, iaculata: jaculatorias, que aprendemos en la lectura atenta de la historia de Cristo: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8,2), Señor, si quieres, puedes curarme; Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te (Jn 21,17), Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo; Credo, Domine, sed adiuva incredulitatem team (Mt 9,23), creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad, fortalece mi fe; Domine, non sum dignus (Mt 8,8), ¡Señor, no soy digno!; Dominus meus et Deus meus (Jn 20,18), ¡Señor mío y Dios mío!… U otras frases, breves y afectuosas, que brotan del fervor íntimo del alma, y responden a una circunstancia concreta.
La vida de oración ha de fundamentarse además en algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios; momentos de coloquio sin ruido de palabras, junto al Sagrario siempre que sea posible, para agradecer al Señor esa espera -¡tan solo!- desde hace veinte siglos. Oración mental es ese diálogo con Dios, de corazón a corazón, en el que interviene toda el alma: la inteligencia y la imaginación, la memoria y la voluntad. Una meditación que contribuye a dar valor sobrenatural a nuestra pobre vida humana, nuestra vida diaria corriente.
Gracias a esos ratos de meditación, a las oraciones vocales, a las jaculatorias, sabremos convertir nuestra jornada, con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a Dios. Nos mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su pensamiento a la persona que aman, y todas nuestras acciones -aun las más pequeñas- se llenarán de eficacia espiritual.
Por eso, cuando un cristiano se mete por este camino del trato ininterrumpido con el Señor -y es un camino para todos, no una senda para privilegiados-, la vida interior crece, segura y firme; y se afianza en el hombre esa lucha, amable y exigente a la vez, por realizar hasta el fondo la voluntad de Dios.
Desde la vida de oración podemos entender ese otro tema que nos propone la fiesta de hoy: el apostolado, el poner por obra las enseñanza de Jesús, trasmitidas a los suyos poco antes de subir a los cielos: me serviréis de testigos en Jerusalén y en toda la Judea y Samaría y hasta el cabo del mundo (Hch 1,8).
Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico: me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego en mi meditación (Sl 38,4). ¿Qué fuego es ése sino el mismo del que habla Cristo: fuego he venido a traer a la tierra y qué he de querer sino que arda? (Lc 12,49). Fuego de apostolado que se robustece en la oración: no hay medio mejor que éste para desarrollar, a lo largo y a lo ancho del mundo, esa batalla pacífica en la que cada cristiano está llamado a participar: cumplir lo que resta que padecer a Cristo (cf Col 1,24)” (san Josemaría Escrivá).
-“Pedid y recibiréis, a fin de que vuestro gozo sea completo”. La oración, fuente de gozo... fuente de expansión... fuente de equilibrio. El mundo occidental, ¿no debería retornar a esta fuente? Orar. Pasar tiempo en la contemplación, en el reposo en Dios: quién sabe si no veremos volver esto desde las planicies del Ganges, o las arenas del desierto... o quizá también del hastío de nuestras vidas occidentales materializadas y encerradas en el "cerco de hierro" de una humanidad, a la que se le ha hecho creer que no hay nada más, que no tiene salida, que el hombre está encerrado en sí mismo... Pero ¡no! Hay una abertura: hay un mundo divino, próximo, cercano a ti, que te envuelve por doquier... y en el que la oración puede introducirte. Imposible experimentarlo en lugar de los demás. Hay que penetrar uno mismo en ello. Orad a fin de que vuestro gozo sea completo.
-“Llega la hora en que ya no os hablaré más en parábolas, sino que os hablaré claramente del Padre. Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que Yo rogaré al Padre por vosotros, pues el mismo Padre os ama, porque vosotros me habéis amado y creído que Yo he salido de Dios”. ¿Qué significan estas palabras? La abolición de las distancias. Entre Dios y los creyentes, hay una comunicación directa... que viene, por parte de Dios, de una actitud de amor -el Padre mismo os ama-... y por parte del hombre, de una actitud de fe y de amor -porque me habéis amado y habéis creído en mí. Entre el universo invisible y el universo visible, no hay muros. De la tierra, suben sin cesar plegarias, de amor y de fe. Del cielo, descienden sin cesar gracias y palabras divinas, de amor.
-“Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre”. Sí, en verdad Jesucristo es "la comunicación" entre estos dos mundos, que no están cerrados el uno al otro. El ha venido de ese mundo invisible, divino, celeste; que nos envuelve por todas partes. El nos lo ha revelado. Ha desvelado lo que estaba escondido en Dios: todo se resume en una sola palabra... Dios ama... Dios es Padre... Dios es amor... Ha vuelto a ese mundo invisible, divino, celeste, a ese mundo donde el amor es rey, a ese mundo donde el amor hace dichoso, a ese mundo donde las relaciones entre las Personas son totalmente satisfactorias, logradas, ¡y perfectas! ¿Vamos nosotros a beber, de vez en cuando, a esta fuente? (Noel Quesson).
Jesús sigue profundizando tanto en su relación con el Padre como en las consecuencias que esta unión tiene para sus seguidores: esta vez respecto a su oración. Ahora que Jesús «vuelve al Padre», que es el que le envió al mundo, les promete a sus discípulos que la oración que dirijan al Padre en nombre de Jesús será eficaz. El Padre y Cristo están íntimamente unidos. Los seguidores de Jesús, al estar unidos a él, también lo están con el Padre. El Padre mismo les ama, porque han aceptado a Cristo. Y por eso su oración no puede no ser escuchada, «para que vuestra alegría sea completa».
La eficacia de nuestra oración por Cristo se explica porque los que creemos en él quedamos «incardinados» en su viaje de vuelta al Padre: nuestra unión con Jesús, el Mediador, es en definitiva unión con el Padre. Dentro de esa unión misteriosa -y no en una clave de magia- es como tiene sentido nuestra oración de cristianos y de hijos. Cuando oramos, así como cuando celebramos los sacramentos, nos unimos a Cristo Jesús y nuestras acciones son también sus acciones. Cuando alabamos a Dios, nuestra voz se une a la de Cristo, que está siempre en actitud de alabanza. Cuando pedimos por nosotros mismos o intercedemos por los demás, nuestra petición no va al Padre sola, sino avalada, unida a la de Cristo, que está también siempre en actitud de intercesión por el bien de la humanidad y de cada uno de nosotros. La clave para la oración del cristiano está en la consigna que Jesús nos ha dado: «permaneced en mí y yo en vosotros», «permaneced en mi amor». Por eso el Padre escucha siempre nuestra oración. No se trata tanto de que él responda a lo que le pedimos. Somos nosotros los que en este momento respondemos a lo que él quería ya antes. Orar es como entrar en la esfera de Dios. De un Dios que quiere nuestra salvación, porque ya nos ama antes de que nosotros nos dirijamos a él. Como cuando salimos a tomar el sol, que ya estaba brillando. Como cuando entramos a bañarnos en el agua de un río o del mar, que ya estaba allí antes de que nosotros pensáramos en ella. Al entrar en sintonía con Dios, por medio de Cristo y su Espíritu, nuestra oración coincide con la voluntad salvadora de Dios, y en ese momento ya es eficaz. Aunque no sepamos en qué dirección se va a notar la eficacia de nuestra oración, se nos ha asegurado que ya es eficaz. Nos lo ha dicho Jesús: «todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido» (Mc 11,24). Sobre todo porque pedimos en el nombre de Jesús, el Hijo en quien somos hermanos, y por tanto también nosotros somos hijos de un Padre que nos ama (J. Aldazábal).
“El Padre os ama, porque vosotros me queréis y habéis creído”. Y comenta San Agustín: «¿Nos ama Él porque le amamos nosotros, o más bien le amamos porque nos ama Él? Responde el mismo evangelista en su carta: “Nosotros le amamos porque Él nos ha amado primero”. Nosotros hemos llegado a amar porque hemos sido amados. Don es enteramente de Dios el amarle. Él, que amó sin haber sido amado, lo concedió para ser amado. Hemos sido amados sin tener méritos para que en nosotros hubiera algo que le agradase. Y no amaríamos al Hijo si no amásemos también al Padre. El Padre nos ama porque amamos al Hijo, habiendo recibido del Padre y del Hijo el poder amar al Padre y al Hijo, difundiendo la caridad en nuestros corazones el Espíritu de ambos, por el cual amamos al Padre y al Hijo, amando también a ese Espíritu con el Padre y el Hijo. Ese amor filial nuestro con que honramos a Dios, lo creó Dios, y vio que era bueno; por eso Él amó lo que Él hizo. Pero no hubiera creado en nosotros lo que Él pudiera amar si, antes de crearlo, Él no nos hubiese amado».
“¿Y dejas, Pastor, Santo, tu grey en este valle hondo, oscuro, / en soledad y llanto; y tú, rompiendo el puro aire, te vas al inmortal seguro?
Los antes bienhadados y los ahora tristes y afligidos, / a tus pechos criados, de ti desposeídos, ¿a dónde volverán ya sus sentidos?” “Hoy, en vigilias de la fiesta de la Ascensión del Señor, el Evangelio nos deja unas palabras de despedida entrañables. Jesús nos hace participar de su misterio más preciado; Dios Padre es su origen y es, a la vez, su destino: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28). No debiera dejar de resonar en nosotros esta gran verdad de la segunda Persona de la Santísima Trinidad: realmente, Jesús es el Hijo de Dios; el Padre divino es su origen y, al mismo tiempo, su destino. Para aquellos que creen saberlo todo de Dios, pero dudan de la filiación divina de Jesús, el Evangelio de hoy tiene una cosa importante a recordar: “aquel” a quien los judíos denominan Dios es el que nos ha enviado a Jesús; es, por tanto, el Padre de los creyentes. Con esto se nos dice claramente que sólo puede conocerse a Dios de verdad si se acepta que este Dios es el Padre de Jesús. Y esta filiación divina de Jesús nos recuerda otro aspecto fundamental para nuestra vida: los bautizados somos hijos de Dios en Cristo por el Espíritu Santo. Esto esconde un misterio bellísimo para nosotros: esta paternidad divina adoptiva de Dios hacia cada hombre se distingue de la adopción humana en que tiene un fundamento real en cada uno de nosotros, ya que supone un nuevo nacimiento. Por tanto, quien ha quedado introducido en la gran Familia divina ya no es un extraño. Por esto, en el día de la Ascensión se nos recordará en la Oración Colecta de la Misa que todos los hijos hemos seguido los pasos del Hijo: «Concédenos, Dios todopoderoso, exultar de gozo y darte gracias en esta liturgia de alabanza, porque la Ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo». En fin, ningún cristiano debiera “descolgarse”, pues todo esto es más importante que participar en cualquier carrera o maratón, ya que la meta es el cielo, ¡Dios mismo!” (Xavier Romero)
“Pedid y recibiréis”... Per algunos dicen: “¿Para qué rezar, si no conseguimos nada? ¿Para qué rezar, si a veces sentimos un muro de soledad a nuestro alrededor?” Puede ser que no recemos con fe, o que no pidamos lo que nos conviene. Santa Teresa del Niño Jesús escribía lo siguiente: "Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría". Entonces sí vale la pena rezar, pues “sólo se ve la luz en medio de la oscuridad cuando miramos hacia delante, cuando descubrimos que Cristo pasó antes que nosotros por la prueba de la cruz, y ahora está con Dios Padre, y nos espera, y nos prepara un lugar. También el cristiano puede ganar mucho si sabe orar en el nombre de Cristo, si no se deja aplastar por el dolor o el fracaso. Toca a Dios decidir si nos concede eso que pedimos desde lo más profundo del corazón. Pero incluso cuando no llega el regalo que pedimos, no nos faltará el consuelo de saber que estamos en sus manos. ¿No es eso ya vivir en oración, el mejor regalo que podemos recibir de nuestro Padre de los cielos?” (Fernando Pascual).
“Orar, orar en el Nombre de Jesús. Esto significa que Él será el que, como Hijo, se dirija al Padre Dios desde nosotros. Y el Padre Dios nos ama porque hemos creído en Aquel que Él nos envió, y que sabemos que procede del Padre. Por eso Él escucha la oración que su Hijo eleva desde nosotros. Pidamos que nos conceda en abundancia su Espíritu; pidamos que nos dé fortaleza en medio de las tribulaciones que hayamos de sufrir por anunciar su Evangelio. No nos centremos en cosas materiales. Ciertamente las necesitamos; y, sin egoísmos, desde nuestras manos Dios quiere remediar la pobreza de muchos hermanos nuestros. Pero pidámosle de un modo especial al Señor que nos ayude a vivir y a caminar como auténticos hijos suyos, para que todos experimente la paz y la alegría desde la Iglesia, sacramento de salvación en el mundo.
Reunidos en esta celebración del Memorial del Misterio Pascual de Cristo, estando en comunión de vida con Él, desde Él dirigimos nuestra oración de alabanza y de súplica a nuestro Dios y Padre. El Señor escucha el clamor de sus hijos. Él nos concederá todo lo que le pidamos, siempre y cuando no vengamos a Él con un corazón torcido, buscando sólo nuestros intereses egoístas. Dios nos quiere como testigos suyos en el mundo. Él nos concederá todo lo que necesitemos para cumplir fiel y eficazmente con esa Misión que nos confía. Por eso la celebración de la Eucaristía más que un acto de piedad, es todo un compromiso para llenarnos de Dios y para poder llevarlo a la humanidad entera, desde la experiencia que de Él hayamos tenido en su Iglesia. Al recibir los dones de Dios nosotros también debemos escuchar el clamor de los pobres y de los más desprotegidos. En la medida de todo aquello que el Señor nos ha concedido, debemos concederle a nuestro prójimo el cumplimiento de sus legítimos deseos, expresados como una oración cuando contemplamos las diversas desgracias en que ha caído. Dios quiere continuar salvando, haciendo el bien y socorriendo a la humanidad que ha sido deteriorada por el pecado y azotada por la pobreza. Seamos un signo creíble del amor de Dios para nuestros hermanos. Por eso no sólo debemos pretender ser escuchados por Dios; también nosotros debemos escuchar a los demás para remediar sus males y fortalecerles en el camino de la vida. Aprendamos a estar a los pies de Jesús por medio de la escucha fiel de aquellos que, como sucesores de los apóstoles, nos transmiten la verdad sobre Jesucristo. Pero no nos guardemos lo aprendido y vivido. Llevémoslo a los demás con el ardor de la fe y del amor que proceden del Espíritu que Dios ha derramado en nuestra propia vida. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de sabernos amar como verdadero hermanos, buscando siempre el bien unos de otros, hasta que juntos podamos gozar de los bienes eternos, como hijos amados de nuestro Dios y Padre. Amén (www.homiliacatolica.com).
Hechos de los apóstoles 18, 23-28: 23Pasó allí algún tiempo y marchó recorriendo una tras otra las regiones de Galacia y Frigia, y confortaba a todos los discípulos.
24Un judío llamado Apolo, de origen alejandrino, hombre elocuente y muy versado en ls Escrituras, llegó a Efeso. 25Había sido instruido en el camino del Señor. Hablaba con fervor de espíritu y enseñaba con esmero lo referente a Jesús, aunque sólo conocía el bautismo de Juan. 26Comenzó a hablar con libertad en la sinagoga. Al oírle Priscila y Aquila le tomaron consigo y le expusieron con más exactitud el camino de Dios. 27Como deseaba pasar a Acaya, los hermanos le animaron y escribieron a los discípulos para que le recibieran. Cuando llegó fue de gran provecho, con la gracia divina, para los que habían creído, 28pues refutaba vigorosamente en público a los judíos demostrando por las Escrituras que Jesús es el Cristo.
Salmo responsorial: 46, 2-3.8-9.10 Dios es el Rey del mundo. 2Pueblos todos, batid palmas, / aclamad a Dios con gritos de júbilo; / 3porque el Señor es sublime y terrible, / emperador de toda la tierra.
8Porque Dios es el rey del mundo: / tocad con maestría. / 9Dios reina sobre las naciones, / Dios se sienta en su trono sagrado.
10Los príncipes de los gentiles se reúnen / con el pueblo del Dios de Abrahán; / porque de Dios son los grandes de la tierra, / y él es excelso.
Evangelio según san Juan 16, 23-28: En verdad, en verdad os digo: si algo pedís al Padre en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo.
Os he dicho estas cosas por medio de comparaciones. Llega la hora en que ya no os hablaré por comparaciones, sino que abiertamente os anunciaré las cosas acerca del Padre. Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre.
Comentario: 1. Comienza el tercer viaje apostólico de Pablo. Procedente de Éfeso, desembarcó en Cesarea, subió a saludar la Iglesia de Jerusalén y bajó a Antioquía... Luego, recorrió Galacia y Frigia. -Apolo, originario de Alejandría, había llegado a Éfeso. Así se extiende el evangelio: por un viajero que se desplaza por asuntos de su oficio. Mi trabajo, ¿es para mí ocasión de ser tu testigo, Señor? -Era un hombre elocuente, versado en las Escrituras; y con fervor de espíritu hablaba y enseñaba lo referente a Jesús, si bien conocía solamente el bautismo de Juan. En esa Iglesia primitiva no existen todavía las distinciones que ahora nos son familiares. Apolo no ha esperado a tener la verdad total para hablar de Jesús. Sólo conoce una parte, ¡se quedó en lo del bautismo de Juan Bautista! Pero da a conocer lo que sabe. También para mí el descubrimiento de Jesucristo es sin duda muy imperfecto. Ayúdame, Señor, a hablar de Ti lo mejor que pueda, con mis propias palabras. Ayúdame, Señor, a saber reconocerte en las palabras y en la vida de aquellos que te conocen aún imperfectamente.
-Habiéndolo oído, Priscila y Aquila lo tomaron consigo y le expusieron más exactamente el «camino» que lleva a Dios. Un hogar cristiano, unos laicos cristianos se encargan de Apolo para ayudarle a avanzar en su fe. ¡Descubrir el "camino que conduce a Dios"! Señor, pon cerca de los que andan buscando, a laicos cristianos capaces de prestar ese servicio: ser un punto de referencia en el camino que conduce hasta Ti. ¿Hay a mi alrededor quienes andan buscando? ¿Les presto atención? ¿Cómo es mi plegaria?
-Queriendo Apolo ir a Grecia, los hermanos le animaron a ello y escribieron a los discípulos para que le hicieran una buena acogida. Decididamente, ¡la labor apostólica marcha! Y se pone de relieve la importancia de la «acogida». Un grupo no es verdaderamente cristiano si no permanece «abierto». Una comunidad cristiana no es un Club, reservado al que «presenta el carnet de socio». Corinto dará acogida a un cristiano procedente de Alejandría y de Éfeso. ¿Cómo son acogidos los extraños en nuestras comunidades?
-Una vez allí, fue de gran provecho a los creyentes, con el auxilio de la gracia, porque demostraba por las Escrituras que Jesús era el Mesías, el Cristo. Llegará a tener tanto éxito en Corinto, que provocará incluso clanes en torno a su nombre: «yo, soy de Apolo... yo, soy de Pablo...». Por el momento, san Lucas se regocija de la elocuencia de Apolo. Y da gracias a Dios por la calidad de sus sermones. Señor, ayúdanos a poner nuestras dotes personales al servicio del evangelio y de nuestros hermanos (Noel Quesson).
El tercero de los viajes de Pablo comienza también en Antioquía, su lugar de referencia, y pasa por las comunidades «animando a los discípulos». El centro de este viaje se situará en Éfeso. Pero la lectura de hoy es como un paréntesis en la historia de Pablo, porque se refiere a Apolo. Apolo era un judío que se había formado en Alejandría de Egipto, y hablaba muy bien, porque era experto en la Escritura, o sea, en el Antiguo Testamento. Aunque conocía sólo el bautismo de Juan, pero predicaba en las sinagogas sobre Jesús. Áquila y Prisca, el matrimonio amigo de Pablo, «lo tomaron por su cuenta y le explicaron con más detalle el camino del Señor». Y así Apolo llegó a ser un colaborador muy válido en la evangelización, reconocido también por Pablo. Le enviaron a Grecia a predicar, y «su presencia contribuyó mucho al provecho de los creyentes».
Nada de celos apostólicos. Todos debemos involucrarnos en el anuncio del Evangelio. Más aún, quienes tienen más clara la doctrina del Señor tienen obligación de enseñarla a sus hermanos, no para atiborrarlos de conceptos en su cabeza, sino para ayudarles a dar un testimonio cada vez más creíble y eficaz del Nombre del Señor; testimonio nacido no sólo del estudio, sino de la experiencia personal del Señor que dará una nueva orientación a la vida de su enviado. Esto nos debe llevar a preocuparnos con toda lealtad de la mutua evangelización, así como nos dedicamos a la evangelización de los no creyentes. Tal vez haya muchos sectores de nuestra Iglesia que vivan casi como paganos; círculos en los que ya no se conozca a Dios. El Señor nos envía a evangelizar a quienes jamás han oído hablar de Él porque, aun cuando se les bautizó, jamás se les habló del Señor y se dejó que la vida de fe se marchitara demasiado pronto. Abramos nuestros ojos hacia el interior de la Iglesia para que procuremos trabajar en favor de la salvación, no sólo del mundo, sino también de nosotros mismos.
¿Qué hubiéramos hecho nosotros si se presenta en nuestra comunidad un laico que predica sobre Jesús por libre, tal vez con un lenguaje no del todo ajustado? En Éfeso el laico Apolo tuvo la suerte de encontrarse con unas personas, colaboradoras de Pablo, que le acogieron y le ayudaron a formarse mejor. Y así lograron un buen catequista y predicador de Cristo, al que la comunidad de Antioquia concedió un voto de confianza, encomendándole una misión nada fácil en Grecia. Una vez más somos invitados a ser abiertos de corazón, a saber reconocer el bien donde está. Nadie tiene el monopolio de la verdad. El criterio no tiene que ser ni la edad ni el sexo ni la raza ni si se pertenece o no al clero. Es verdad que Cristo encomendó la última responsabilidad y el magisterio decisivo a los apóstoles y sus sucesores. Pero la historia de la primera comunidad nos enseña que también este ministerio se tiene que desarrollar con una mentalidad abierta, sabiendo reconocer signos de la voz del Espíritu también en los laicos y en toda la comunidad. Los laicos, afortunadamente cada vez más, tienen un papel importante en la tarea de la evangelización encomendada a toda la Iglesia. Es una de las consignas más comprometedoras del Vaticano II, a partir de la «nueva» eclesiología de la Lumen Gentium. Tanto en el nivel eclesial como en el más doméstico de nuestro entorno, deberíamos saber apreciar los valores que hay en las personas: y si las vemos imperfectas, no condenarlas en seguida, sino ayudarles a formarse mejor, buscando no nuestro lucimiento o una ortodoxia fría, sino que progrese el Reino de Dios en nuestro mundo, sea quien sea el que evangelice y haga el bien, con tal que lo hagan desde la unidad con la Iglesia (J. Aldazábal). Para ello, tenemos la Escritura que nos habla de Cristo y a Cristo hemos de ver en ella. San Ireneo dice: «Si uno lee con atención las Escrituras, encontrará que hablan de Cristo y que prefiguran la nueva vocación. Porque Él es el tesoro escondido en el campo (Mt 13,44), es decir, en el mundo, ya que el campo es el mundo (Mt 13,38); tesoro escondido en las Escrituras, ya que era indicado por medio de figuras y parábolas que no podían entenderse según la capacidad humana, antes de que llegara el cumplimiento de lo que estaba profetizado, que es el advenimiento de Cristo. Como dice el profeta Daniel (12,4-7) y el profeta Jeremías 23,20... Por esta razón, cuando los judíos leen la ley en nuestros tiempos, se parece a una fábula, pues no pueden explicar todas las cosas que se refieren al advenimiento del Hijo de Dios como hombre. En cambio, cuando la leen los cristianos, es para ellos un tesoro escondido en el campo, que la cruz de Cristo ha revelado y explanado. Con ella, la inteligencia humana se enriquece y se muestra la sabiduría de Dios manifestando sus designios sobre los hombres, prefigurándose el reino de Cristo y anunciándose de antemano la herencia de la Jerusalén santa...».
2. Se repite el salmo en la primera estrofa, y añadimos la parte final. Como decía Juan Pablo II, “se trata de un himno a Dios, Señor del universo y de la historia: "Dios es el rey del mundo (...). Dios reina sobre las naciones" (vv. 8-9)”, en la primera parte se habla más de dominación y “en la segunda parte la relación es de asociación: "los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham" (v. 10). Así pues, se nota un gran progreso…
El segundo momento del salmo (cf. vv. 7-10) está abierto a otra ola de alabanza y de canto jubiloso: "Tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro rey, tocad; (...) tocad con maestría" (vv. 7-8). También aquí se alaba al Señor sentado en el trono en la plenitud de su realeza (cf. v. 9). Este trono se define "sagrado", porque es inaccesible para el hombre limitado y pecador. Pero también es trono celestial el Arca de la alianza presente en la zona más sagrada del templo de Sión. De ese modo el Dios lejano y trascendente, santo e infinito, se hace cercano a sus criaturas, adaptándose al espacio y al tiempo (cf. 1 Re 8,27.30).
El salmo concluye con una nota sorprendente por su apertura universalista: "Los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham" (v. 10). Se remonta a Abraham, el patriarca que no sólo está en el origen de Israel, sino también de otras naciones. Al pueblo elegido que desciende de él se le ha encomendado la misión de hacer que todas las naciones y todas las culturas converjan en el Señor, porque él es Dios de la humanidad entera. Proviniendo de oriente y occidente se reunirán entonces en Sión para encontrarse con este rey de paz y amor, de unidad y fraternidad (cf. Mt 8,11). Como esperaba el profeta Isaías, los pueblos hostiles entre sí serán invitados a arrojar a tierra las armas y a convivir bajo el único señorío divino, bajo un gobierno regido por la justicia y la paz (cf. Is 2,2-5). Los ojos de todos contemplarán la nueva Jerusalén, a la que el Señor "asciende" para revelarse en la gloria de su divinidad. Será "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua (...). Todos gritaban a gran voz: "La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero"" (Ap 7,9-10)”. Pedimos en la Colecta: «Mueve, Señor nuestros corazones para que fructifiquen en buenas obras y, al tender siempre hacia lo mejor, concédenos vivir plenamente el misterio pascual».
3. –“Cuanto pidiereis al Padre, os lo dará en mi nombre. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre”. Ver su plegaria acogida... Rogar "en nombre de Jesús"... ¿Qué quiere decir esto? “Una oración al Dios de mi vida (Sl 41,9). Si Dios es para nosotros vida, no debe extrañarnos que nuestra existencia de cristianos haya de estar entretejida en oración. Pero no penséis que la oración es un acto que se cumple y luego se abandona. El justo encuentra en la ley de Yavé su complacencia y a acomodarse a esa ley tiende, durante el día y durante la noche (Sl 1,2). Por la mañana pienso en ti (Sl 62,7); y, por la tarde, se dirige hacia ti mi oración como el incienso (cf. Sl 140,2). Toda la jornada puede ser tiempo de oración: de la noche a la mañana y de la mañana a la noche. Más aún: como nos recuerda la Escritura Santa, también el sueño debe ser oración (Dt 6,6-7).
Recordad lo que, de Jesús, nos narran los Evangelios. A veces, pasaba la noche entera ocupado en coloquio íntimo con su Padre. ¡Cómo enamoró a los primeros discípulos la figura de Cristo orante! Después de contemplar esa constante actitud del Maestro, le preguntaron: Domine, doce nos orare (Lc 11,1), Señor, enséñanos a orar así.
San Pablo -orationi instantes (Rm 12,12), en la oración continuos, escribe- difunde por todas partes el ejemplo vivo de Cristo. Y San Lucas, con una pincelada, retrata la manera de obrar de los primeros fieles: animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración (Hch 1,4).
El temple del buen cristiano se adquiere, con la gracia, en la forja de la oración. Y este alimento de la plegaria, por ser vida, no se desarrolla en un cauce único. El corazón se desahogará habitualmente con palabras, en esas oraciones vocales que nos ha enseñado el mismo Dios, Padre nuestro, o sus ángeles, Ave María. Otras veces utilizaremos oraciones acrisoladas por el tiempo, en las que se ha vertido la piedad de millones de hermanos en la fe: las de la liturgia -lex orandi-, las que han nacido de la pasión de un corazón enamorado, como tantas antífonas marianas: Sub tuum praesidium…, Memorare…, Salve Regina…
En otras ocasiones nos bastarán dos o tres expresiones, lanzadas al Señor como saeta, iaculata: jaculatorias, que aprendemos en la lectura atenta de la historia de Cristo: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8,2), Señor, si quieres, puedes curarme; Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te (Jn 21,17), Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo; Credo, Domine, sed adiuva incredulitatem team (Mt 9,23), creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad, fortalece mi fe; Domine, non sum dignus (Mt 8,8), ¡Señor, no soy digno!; Dominus meus et Deus meus (Jn 20,18), ¡Señor mío y Dios mío!… U otras frases, breves y afectuosas, que brotan del fervor íntimo del alma, y responden a una circunstancia concreta.
La vida de oración ha de fundamentarse además en algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios; momentos de coloquio sin ruido de palabras, junto al Sagrario siempre que sea posible, para agradecer al Señor esa espera -¡tan solo!- desde hace veinte siglos. Oración mental es ese diálogo con Dios, de corazón a corazón, en el que interviene toda el alma: la inteligencia y la imaginación, la memoria y la voluntad. Una meditación que contribuye a dar valor sobrenatural a nuestra pobre vida humana, nuestra vida diaria corriente.
Gracias a esos ratos de meditación, a las oraciones vocales, a las jaculatorias, sabremos convertir nuestra jornada, con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a Dios. Nos mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su pensamiento a la persona que aman, y todas nuestras acciones -aun las más pequeñas- se llenarán de eficacia espiritual.
Por eso, cuando un cristiano se mete por este camino del trato ininterrumpido con el Señor -y es un camino para todos, no una senda para privilegiados-, la vida interior crece, segura y firme; y se afianza en el hombre esa lucha, amable y exigente a la vez, por realizar hasta el fondo la voluntad de Dios.
Desde la vida de oración podemos entender ese otro tema que nos propone la fiesta de hoy: el apostolado, el poner por obra las enseñanza de Jesús, trasmitidas a los suyos poco antes de subir a los cielos: me serviréis de testigos en Jerusalén y en toda la Judea y Samaría y hasta el cabo del mundo (Hch 1,8).
Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico: me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego en mi meditación (Sl 38,4). ¿Qué fuego es ése sino el mismo del que habla Cristo: fuego he venido a traer a la tierra y qué he de querer sino que arda? (Lc 12,49). Fuego de apostolado que se robustece en la oración: no hay medio mejor que éste para desarrollar, a lo largo y a lo ancho del mundo, esa batalla pacífica en la que cada cristiano está llamado a participar: cumplir lo que resta que padecer a Cristo (cf Col 1,24)” (san Josemaría Escrivá).
-“Pedid y recibiréis, a fin de que vuestro gozo sea completo”. La oración, fuente de gozo... fuente de expansión... fuente de equilibrio. El mundo occidental, ¿no debería retornar a esta fuente? Orar. Pasar tiempo en la contemplación, en el reposo en Dios: quién sabe si no veremos volver esto desde las planicies del Ganges, o las arenas del desierto... o quizá también del hastío de nuestras vidas occidentales materializadas y encerradas en el "cerco de hierro" de una humanidad, a la que se le ha hecho creer que no hay nada más, que no tiene salida, que el hombre está encerrado en sí mismo... Pero ¡no! Hay una abertura: hay un mundo divino, próximo, cercano a ti, que te envuelve por doquier... y en el que la oración puede introducirte. Imposible experimentarlo en lugar de los demás. Hay que penetrar uno mismo en ello. Orad a fin de que vuestro gozo sea completo.
-“Llega la hora en que ya no os hablaré más en parábolas, sino que os hablaré claramente del Padre. Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que Yo rogaré al Padre por vosotros, pues el mismo Padre os ama, porque vosotros me habéis amado y creído que Yo he salido de Dios”. ¿Qué significan estas palabras? La abolición de las distancias. Entre Dios y los creyentes, hay una comunicación directa... que viene, por parte de Dios, de una actitud de amor -el Padre mismo os ama-... y por parte del hombre, de una actitud de fe y de amor -porque me habéis amado y habéis creído en mí. Entre el universo invisible y el universo visible, no hay muros. De la tierra, suben sin cesar plegarias, de amor y de fe. Del cielo, descienden sin cesar gracias y palabras divinas, de amor.
-“Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre”. Sí, en verdad Jesucristo es "la comunicación" entre estos dos mundos, que no están cerrados el uno al otro. El ha venido de ese mundo invisible, divino, celeste; que nos envuelve por todas partes. El nos lo ha revelado. Ha desvelado lo que estaba escondido en Dios: todo se resume en una sola palabra... Dios ama... Dios es Padre... Dios es amor... Ha vuelto a ese mundo invisible, divino, celeste, a ese mundo donde el amor es rey, a ese mundo donde el amor hace dichoso, a ese mundo donde las relaciones entre las Personas son totalmente satisfactorias, logradas, ¡y perfectas! ¿Vamos nosotros a beber, de vez en cuando, a esta fuente? (Noel Quesson).
Jesús sigue profundizando tanto en su relación con el Padre como en las consecuencias que esta unión tiene para sus seguidores: esta vez respecto a su oración. Ahora que Jesús «vuelve al Padre», que es el que le envió al mundo, les promete a sus discípulos que la oración que dirijan al Padre en nombre de Jesús será eficaz. El Padre y Cristo están íntimamente unidos. Los seguidores de Jesús, al estar unidos a él, también lo están con el Padre. El Padre mismo les ama, porque han aceptado a Cristo. Y por eso su oración no puede no ser escuchada, «para que vuestra alegría sea completa».
La eficacia de nuestra oración por Cristo se explica porque los que creemos en él quedamos «incardinados» en su viaje de vuelta al Padre: nuestra unión con Jesús, el Mediador, es en definitiva unión con el Padre. Dentro de esa unión misteriosa -y no en una clave de magia- es como tiene sentido nuestra oración de cristianos y de hijos. Cuando oramos, así como cuando celebramos los sacramentos, nos unimos a Cristo Jesús y nuestras acciones son también sus acciones. Cuando alabamos a Dios, nuestra voz se une a la de Cristo, que está siempre en actitud de alabanza. Cuando pedimos por nosotros mismos o intercedemos por los demás, nuestra petición no va al Padre sola, sino avalada, unida a la de Cristo, que está también siempre en actitud de intercesión por el bien de la humanidad y de cada uno de nosotros. La clave para la oración del cristiano está en la consigna que Jesús nos ha dado: «permaneced en mí y yo en vosotros», «permaneced en mi amor». Por eso el Padre escucha siempre nuestra oración. No se trata tanto de que él responda a lo que le pedimos. Somos nosotros los que en este momento respondemos a lo que él quería ya antes. Orar es como entrar en la esfera de Dios. De un Dios que quiere nuestra salvación, porque ya nos ama antes de que nosotros nos dirijamos a él. Como cuando salimos a tomar el sol, que ya estaba brillando. Como cuando entramos a bañarnos en el agua de un río o del mar, que ya estaba allí antes de que nosotros pensáramos en ella. Al entrar en sintonía con Dios, por medio de Cristo y su Espíritu, nuestra oración coincide con la voluntad salvadora de Dios, y en ese momento ya es eficaz. Aunque no sepamos en qué dirección se va a notar la eficacia de nuestra oración, se nos ha asegurado que ya es eficaz. Nos lo ha dicho Jesús: «todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido» (Mc 11,24). Sobre todo porque pedimos en el nombre de Jesús, el Hijo en quien somos hermanos, y por tanto también nosotros somos hijos de un Padre que nos ama (J. Aldazábal).
“El Padre os ama, porque vosotros me queréis y habéis creído”. Y comenta San Agustín: «¿Nos ama Él porque le amamos nosotros, o más bien le amamos porque nos ama Él? Responde el mismo evangelista en su carta: “Nosotros le amamos porque Él nos ha amado primero”. Nosotros hemos llegado a amar porque hemos sido amados. Don es enteramente de Dios el amarle. Él, que amó sin haber sido amado, lo concedió para ser amado. Hemos sido amados sin tener méritos para que en nosotros hubiera algo que le agradase. Y no amaríamos al Hijo si no amásemos también al Padre. El Padre nos ama porque amamos al Hijo, habiendo recibido del Padre y del Hijo el poder amar al Padre y al Hijo, difundiendo la caridad en nuestros corazones el Espíritu de ambos, por el cual amamos al Padre y al Hijo, amando también a ese Espíritu con el Padre y el Hijo. Ese amor filial nuestro con que honramos a Dios, lo creó Dios, y vio que era bueno; por eso Él amó lo que Él hizo. Pero no hubiera creado en nosotros lo que Él pudiera amar si, antes de crearlo, Él no nos hubiese amado».
“¿Y dejas, Pastor, Santo, tu grey en este valle hondo, oscuro, / en soledad y llanto; y tú, rompiendo el puro aire, te vas al inmortal seguro?
Los antes bienhadados y los ahora tristes y afligidos, / a tus pechos criados, de ti desposeídos, ¿a dónde volverán ya sus sentidos?” “Hoy, en vigilias de la fiesta de la Ascensión del Señor, el Evangelio nos deja unas palabras de despedida entrañables. Jesús nos hace participar de su misterio más preciado; Dios Padre es su origen y es, a la vez, su destino: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28). No debiera dejar de resonar en nosotros esta gran verdad de la segunda Persona de la Santísima Trinidad: realmente, Jesús es el Hijo de Dios; el Padre divino es su origen y, al mismo tiempo, su destino. Para aquellos que creen saberlo todo de Dios, pero dudan de la filiación divina de Jesús, el Evangelio de hoy tiene una cosa importante a recordar: “aquel” a quien los judíos denominan Dios es el que nos ha enviado a Jesús; es, por tanto, el Padre de los creyentes. Con esto se nos dice claramente que sólo puede conocerse a Dios de verdad si se acepta que este Dios es el Padre de Jesús. Y esta filiación divina de Jesús nos recuerda otro aspecto fundamental para nuestra vida: los bautizados somos hijos de Dios en Cristo por el Espíritu Santo. Esto esconde un misterio bellísimo para nosotros: esta paternidad divina adoptiva de Dios hacia cada hombre se distingue de la adopción humana en que tiene un fundamento real en cada uno de nosotros, ya que supone un nuevo nacimiento. Por tanto, quien ha quedado introducido en la gran Familia divina ya no es un extraño. Por esto, en el día de la Ascensión se nos recordará en la Oración Colecta de la Misa que todos los hijos hemos seguido los pasos del Hijo: «Concédenos, Dios todopoderoso, exultar de gozo y darte gracias en esta liturgia de alabanza, porque la Ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo». En fin, ningún cristiano debiera “descolgarse”, pues todo esto es más importante que participar en cualquier carrera o maratón, ya que la meta es el cielo, ¡Dios mismo!” (Xavier Romero)
“Pedid y recibiréis”... Per algunos dicen: “¿Para qué rezar, si no conseguimos nada? ¿Para qué rezar, si a veces sentimos un muro de soledad a nuestro alrededor?” Puede ser que no recemos con fe, o que no pidamos lo que nos conviene. Santa Teresa del Niño Jesús escribía lo siguiente: "Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría". Entonces sí vale la pena rezar, pues “sólo se ve la luz en medio de la oscuridad cuando miramos hacia delante, cuando descubrimos que Cristo pasó antes que nosotros por la prueba de la cruz, y ahora está con Dios Padre, y nos espera, y nos prepara un lugar. También el cristiano puede ganar mucho si sabe orar en el nombre de Cristo, si no se deja aplastar por el dolor o el fracaso. Toca a Dios decidir si nos concede eso que pedimos desde lo más profundo del corazón. Pero incluso cuando no llega el regalo que pedimos, no nos faltará el consuelo de saber que estamos en sus manos. ¿No es eso ya vivir en oración, el mejor regalo que podemos recibir de nuestro Padre de los cielos?” (Fernando Pascual).
“Orar, orar en el Nombre de Jesús. Esto significa que Él será el que, como Hijo, se dirija al Padre Dios desde nosotros. Y el Padre Dios nos ama porque hemos creído en Aquel que Él nos envió, y que sabemos que procede del Padre. Por eso Él escucha la oración que su Hijo eleva desde nosotros. Pidamos que nos conceda en abundancia su Espíritu; pidamos que nos dé fortaleza en medio de las tribulaciones que hayamos de sufrir por anunciar su Evangelio. No nos centremos en cosas materiales. Ciertamente las necesitamos; y, sin egoísmos, desde nuestras manos Dios quiere remediar la pobreza de muchos hermanos nuestros. Pero pidámosle de un modo especial al Señor que nos ayude a vivir y a caminar como auténticos hijos suyos, para que todos experimente la paz y la alegría desde la Iglesia, sacramento de salvación en el mundo.
Reunidos en esta celebración del Memorial del Misterio Pascual de Cristo, estando en comunión de vida con Él, desde Él dirigimos nuestra oración de alabanza y de súplica a nuestro Dios y Padre. El Señor escucha el clamor de sus hijos. Él nos concederá todo lo que le pidamos, siempre y cuando no vengamos a Él con un corazón torcido, buscando sólo nuestros intereses egoístas. Dios nos quiere como testigos suyos en el mundo. Él nos concederá todo lo que necesitemos para cumplir fiel y eficazmente con esa Misión que nos confía. Por eso la celebración de la Eucaristía más que un acto de piedad, es todo un compromiso para llenarnos de Dios y para poder llevarlo a la humanidad entera, desde la experiencia que de Él hayamos tenido en su Iglesia. Al recibir los dones de Dios nosotros también debemos escuchar el clamor de los pobres y de los más desprotegidos. En la medida de todo aquello que el Señor nos ha concedido, debemos concederle a nuestro prójimo el cumplimiento de sus legítimos deseos, expresados como una oración cuando contemplamos las diversas desgracias en que ha caído. Dios quiere continuar salvando, haciendo el bien y socorriendo a la humanidad que ha sido deteriorada por el pecado y azotada por la pobreza. Seamos un signo creíble del amor de Dios para nuestros hermanos. Por eso no sólo debemos pretender ser escuchados por Dios; también nosotros debemos escuchar a los demás para remediar sus males y fortalecerles en el camino de la vida. Aprendamos a estar a los pies de Jesús por medio de la escucha fiel de aquellos que, como sucesores de los apóstoles, nos transmiten la verdad sobre Jesucristo. Pero no nos guardemos lo aprendido y vivido. Llevémoslo a los demás con el ardor de la fe y del amor que proceden del Espíritu que Dios ha derramado en nuestra propia vida. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de sabernos amar como verdadero hermanos, buscando siempre el bien unos de otros, hasta que juntos podamos gozar de los bienes eternos, como hijos amados de nuestro Dios y Padre. Amén (www.homiliacatolica.com).
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