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domingo, 5 de junio de 2011

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR – A: Jesús sube al cielo para poder guiarnos, con su presencia a través del Espíritu Santo, para que vayamos tamb


SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR – A: Jesús sube al cielo para poder guiarnos, con su presencia a través del Espíritu Santo, para que vayamos también con Él al cielo

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 1,1-11: En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios.
Una vez que comían juntos les recomendó: -No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo.
Ellos lo rodearon preguntándole: -Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?
Jesús contestó: -No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo.
Dicho esto, lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: -Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse

SALMO RESPONSORIAL 46,2-3.6-7.8-9 R/. Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas [o, Aleluya]
Pueblos todos, batid palmas, / aclamad a Dios con gritos de júbilo; / porque el Señor es sublime y terrible, / emperador de toda la tierra.
Dios asciende entre aclamaciones, / el Señor, al son de trompetas; / tocad para Dios, tocad, / tocad para nuestro Rey, tocad.
Porque Dios es el rey del mundo; / tocad con maestría. / Dios reina sobre las naciones, / Dios se sienta en su trono sagrado.

Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Efesios 1,17-23: Hermanos: Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro.
Y todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.

Final del santo Evangelio según San Mateo 28,16-20: En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: -Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.

Comentario: 1. La primera lectura, común a los tres ciclos litúrgicos, nos relata la Ascensión del Señor. Llegamos al final del tiempo pascual: Jesús glorificado sube al cielo, y estamos a la espera de que envíe sobre nosotros el don del Espíritu Santo. Cristo resucitado "se manifestó a los apóstoles dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles por el espacio de cuarenta días, y hablándoles de las cosas tocantes al reino de Dios" (Hch 1,3); les fue instruyendo y nos pide también a nosotros: “Necesito tus manos para continuar bendiciendo; necesito tus labios para continuar hablando; necesito tu cuerpo para continuar sufriendo; necesito tu corazón para continuar queriendo. Te necesito para continuar salvando los hombres, mis hermanos”; luego de esos últimos encargos, "se fue elevando a la vista de ellos por los aires hasta que una nube lo encubrió a sus ojos" (Hechos 1, 8). “Ascensión” significa ascender, subir por virtud propia a diferencia de la Virgen que celebramos en la “Asunción” (ser subida por el poder de Dios). Jesús sube al cielo donde "está sentado a la derecha del Padre", es decir tiene la gloria igual a la del Padre, y allí como hombre es mediador e intercesor nuestro y quiere prepararnos tronos de gloria. Pero no podemos inhibirnos de las realidades terrenas, porque Jesús esté en el cielo y "donde nos ha precedido él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su Cuerpo" (como si dijéramos: puesto que es imposible resolver los males del mundo, ¡vivamos la esperanza en el cielo!). Es la solución equivocada, fácil, de aquellos que se encierran en sí mismos, procuran resolver sus problemas personales, rozan sólo tangencialmente los de los demás... y su vida cristiana consiste en asegurar la propia salvación. Es el comportamiento de aquellos cristianos para los que la tierra y el tiempo en el que viven sólo tiene un valor relativo y su piedad, su salvación, lo es todo. Podríamos preguntarles: ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?" Son muchos más de los que parece, porque son muchos los que dicen que aquí no se puede hacer nada, muchos los que actúan de modo que los problemas personales les hacen olvidar los deberes sociales. Tampoco es solución cristiana vivir los males de este mundo, olvidando que "no os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad" para establecer el Reino de Dios, que es justicia, libertad, paz y amor. Es la visión de aquellos para los que la vida futura no cuenta, y todos los males hay que resolverlos en el tiempo, y sólo con miras y medios humanos. Viven asfixiados por un presente sin trascendencia que, en la imposibilidad de solucionar los males, les conduce a un pesimismo, o a unos males tanto o más dolorosos que los que quieren remediar (R. Daumal).
“La liturgia pone ante nuestros ojos, una vez más, el último de los misterios de la vida de Jesucristo entre los hombres: Su Ascensión a los cielos. Desde el Nacimiento en Belén, han ocurrido muchas cosas: lo hemos encontrado en la cuna, adorado por pastores y por reyes; lo hemos contemplado en los largos años de trabajo silencioso, en Nazaret; lo hemos acompañado a través de las tierras de Palestina, predicando a los hombres el Reino de Dios y haciendo el bien a todos. Y más tarde, en los días de su Pasión, hemos sufrido al presenciar cómo lo acusaban, con qué saña lo maltrataban, con cuánto odio lo crucificaban.
Al dolor, siguió la alegría luminosa de la Resurrección. ¡Qué fundamento más claro y más firme para nuestra fe! Ya no deberíamos dudar. Pero quizá, como los Apóstoles, somos todavía débiles y, en este día de la Ascensión, preguntamos a Cristo: ¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel? (Hch 1, 6); ¡es ahora cuando desaparecerán, definitivamente, todas nuestras perplejidades, y todas nuestras miserias?
El Señor nos responde subiendo a los cielos. También como los Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro camino (cf Jn 4,6), cuando llora por Lázaro (cf Jn 11,35), cuando ora largamente (Lc 6,12), cuando se compadece de la muchedumbre (cf. Mt 15,32).
Siempre me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Jesús, Señor Nuestro. El, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?
Si sabemos contemplar el misterio de Cristo, si nos esforzamos en verlo con los ojos limpios, nos daremos cuenta de que es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con El en la oración. Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él (Jn 6,57). Quien conoce mis mandamientos y los cumple, ése es quien me ama. Y el que me ame será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él (Jn 14,21)” (san Josemaría Escrivá).
Para vivir este poder transformador de las realidades terrenas, necesitamos el trato con Jesucristo en el Pan y en la Palabra. El legado pascual, los 40 días de Jesús resucitado “no son sólo promesas. Son la entraña, la realidad de una vida auténtica: la vida de la gracia, que nos empuja a tratar personal y directamente a Dios. Si cumplís mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo he cumplido los mandatos de mi Padre y permanezco en su amor (Jn 15,10). Esta afirmación de Jesús, en el discurso de la última cena, es el mejor preámbulo para el día de la Ascensión. Cristo sabía que era preciso que El se fuera; porque, de modo misterioso que no acertamos a comprender, después de la Ascensión llegaría -en una nueva efusión del Amor divino- la tercera Persona de la Trinidad Beatísima: os digo la verdad: conviene que yo me vaya. Si no me fuese, el Paráclito no vendría a vosotros. Si me voy, os lo enviaré (Jn 16,7).
Se ha ido y nos envía al Espíritu Santo, que rige y santifica nuestra alma. Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! (Rm 8,15).
¿Veis? Es la actuación trinitaria en nuestras almas. Todo cristiano tiene acceso a esa inhabitación de Dios en lo más intimo de su ser, si corresponde a la gracia que nos lleva a unirnos con Cristo en el Pan y en la Palabra, en la Sagrada Hostia y en la oración”. De hecho, los 40 días de Pascua recuerdan tantos aspectos de la historia de la salvación: el diluvio (Gen 7,17), los 40 años del desierto rumbo a la tierra prometida (Sl 95,11), 40 días de Moisés en el Sinaí con el Señor, para recibir la Alianza (Ex 24,18), 40 días con sus noches que anduvo Elías con la fuerza del pan enviado por Dios (1 Re 19,8) y ayuno de Jesús antes de la vida pública: todo ello nos habla de la necesidad de soledad, de desierto, de oración, para poder orientar bien la existencia. Jesús, en esos 40 días de apariciones, no estaba en Palestina: estaba ya "junto al Padre" y "desde allí" se hacía visible y tangible a los suyos. Jesús no se va, deja de ser visible. En la Ascensión Cristo no nos dejó huérfanos, sino que se instaló más definitivamente entre nosotros con otras presencias. "Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación de los siglos" (Mt 28,20). Así lo había prometido y así lo cumplió. Por la Ascensión Cristo no se fue a otro lugar, sino que entró en la plenitud de su Padre como Dios y como hombre. Y precisamente por eso se puso más que nunca en relación con cada uno de nosotros. Por esto es muy importante entender qué queremos decir cuando afirmamos que Jesús se fue al cielo o que está sentado a la derecha de Dios Padre. La única manera de convertir la Ascensión en una fiesta es comprender a fondo la diferencia radical que existe entre una desaparición y una partida. Una partida da lugar a una ausencia. Una desaparición inaugura una presencia oculta.
Podemos sentir lo que el Señor nos muestra con este gesto de ir subiendo: ‘quae sursum sunt quaerite, quae sursum sunt sapite’: buscad las cosas de arriba, saboreadlas… La seguridad de la fe es ir andando por ese claroscuro que nos invita a abandonarnos en el Señor aunque tantas veces no veamos. Todo lo de aquí abajo es punto de partida, todo es providencial para ese encuentro con Dios, todo sirve si dejamos hacer a Dios... Hemos de estar con los pies en el suelo y la cabeza en el Cielo. Aquí en la tierra la felicidad nunca puede ser completa. Ahora lo vemos porque, guiados por un amor entero, noble, querríamos estar con Jesús físicamente, para que su bondad, su comprensión y quizá su reprensión no nos faltara y sería necesaria porque todavía andamos con tantas cosas. Hemos venido a la tierra no para estar con nosotros sino para buscar y saborear las cosas de arriba. Si respondemos a la gracia, colaboramos a la acción de Dios. Hemos de preguntarnos si tenemos este afán al que nos invita Cristo con su subida al Cielo. Si procuramos en las distintas circunstancias acercarnos más y más a Dios. Si nos preguntamos, como decía el Señor a los Apóstoles: "id","id" y les hacia ver que estamos llamados a un destino eterno. En la Iglesia, los que tienen encargo de pastor, han de tener a la vista esta consideración: invitar a todos a participar en esta invitación de Dios: vivir con la mirada en el Cielo. Qué consuelo da todo esto. Somos de Dios, tenemos que ir a Dios. Procedemos del Creador Omnipotente y tenemos que estar volviendo: unas veces por la contrición, otras llevados por su amor, para estar metidos en este mundo del Cielo que es el que ha querido para nosotros. Con su Ascensión unía Jesús el Cielo y la tierra. También nosotros, en nuestro comportamiento de hijos de Dios, podemos vivir esa mediación sacerdotal. Así toda la jornada. En nuestra pobre alma, a veces llena de un descontento porque no buscamos a Dios, no un descontento total por la gracia de Dios, pero descontento, porque tenemos la mirada aquí abajo. Y con la vida de Dios tenemos que vivir el Cielo en la tierra. Qué importante que sabiéndonos barro de la peor calida, que Dios ha escogido para que se vea su omnipotencia, tengamos la confianza suya para ser fuertes, exigentes, haciendo que ponga la inteligencia, la voluntad, el corazón en ese afán de que se cumpla lo que Dios quiere en ellos. El Cielo se une con la tierra. En este día de gloria, podemos pedir que se meta esa alma sacerdotal en cada uno, con docilidad, para que todos tengamos la mirada en lo alto. Que volvamos a levantar la mirada a esa morada en la que siempre vivió Cristo. No hay justificación para andar agarrados a las cosas de aquí abajo. Esta naturaleza nuestra tiene su lugar en el gozo de la contemplación de su Esencia. El Señor nos da su fuerza, la que le sube al Cielo, para que condenemos decididamente todo lo que en nuestra naturaleza nos lleve a tener una vida chata, sin relieve. Y esto, a pesar de ser polvo. Somos barro de la peor calidad, pero gracias por ser como somos, por la misericordia de Dios, este barro adquiere un valor infinito si queremos participar en la vida de Cristo. Él nos eleva, nos levanta, nos llama a ser hombres con nuestro corazón, pero con un saber razonar con esquemas de la vida sobrenatural. Y siendo claro, esto es importante, que en nuestra vida hemos de luchar sin conformarnos con lo que hacemos diariamente, porque podemos y debemos ir siempre a más. La consecuencia es esforzarnos en ser almas de oración, con una oración constante que nos ayude a estar mirando siempre hacia arriba, con una oración profunda y exigente. Esfuerzo real en los tiempos de oración. Poniendo por obra lo que nos decía san Josemaría: entrega de los cinco sentidos. Por lo que a lo largo de la jornada, desparramamos esos cinco sentidos en las cosas de aquí abajo. Es nuestra oración la fuerza para reaccionar en la jornada con un criterio sobrenatural, la exigencia para poner a los demás ante sí mismos, para que sean sobrenaturales, dejar todo lo que nos aparte de Dios, sentirnos llamados a vivir con la unión más completa a la naturaleza divina, en este mundo que es santificable, pues que a los cristianos nos toca esta tarea de ir purificando lo que los hombres afeamos y convertirlo en hostia espiritual con nuestro esfuerzo". Los pastores tienen la obligación de poner ese esfuerzo de santidad y de tirar para arriba de los demás. Hemos de santificarnos y santificar, ser con Cristo unos puntos de referencia para las personas de que no hay mayor dignidad que aspirar a las cosas del Cielo. ¿Qué esfuerzo pongo para ser más de Dios? ¿Qué esfuerzo ponemos en esos puntos que nos han marcado y que como personas enamoradas descubriremos en la jornada? (Javier Echevarría).
Jesús “‘Coepit facere et docere’ -comenzó Jesús a hacer y luego a enseñar: tú y yo hemos de dar el testimonio del ejemplo, porque no podemos llevar una doble vida: no podemos enseñar lo que no practicamos. En otras palabras, hemos de enseñar lo que, por lo menos, luchamos por practicar» (san Josemaría; cf. Dei Verbum 2).
Por la Ascensión Cristo se hizo invisible: entra en la participación de la omnipotencia del Padre, fue plenamente glorificado, exaltado, espiritualizado en su humanidad. Y debido a esto, se halla más que nunca en relación con cada uno de nosotros. Si la Ascensión fuera la partida de Cristo deberíamos entristecernos y echarlo de menos. Pero, afortunadamente, no es así. Cristo permanece con nosotros "cada día, siempre, hasta la consumación del mundo". En la Biblia, la palabra cielo no designa propiamente un lugar: es un estado, expresa la grandeza de Dios. S. Pablo dice: "subió a los cielos para llenarlo todo con su presencia" (Ef 4,10), es decir, alcanzó una eficacia infinita que le permitía llenarlo todo con su presencia. "Encielar" a Cristo es como desterrarlo, es perderlo. Su ascensión es una ascensión en poder, en eficacia, y por tanto, una intensificación de su presencia, como así lo atestigua la Eucaristía. No es una ascensión local, cuyo resultado sólo sería un alejamiento. No olvidemos que el relato de los Hch de los apóstoles es mucho más el relato de la última aparición de Cristo que la fecha de su glorificación.
Lucas nos ha dejado dos relatos muy diferentes de la Ascensión. El primero sirve de doxología a la vida pública del Señor; el segundo –que estamos comentando en este primer punto- sirve de introducción al Libro de los Hechos y a los comienzos de la Iglesia. El primero, de inspiración litúrgica (cf. Lc 24, 44-53: comparar, por ejemplo, con Eclo 50, 20; Núm 6; Heb 6, 19-20; 9, 11-24), nace de un género literario documental; el segundo, de inspiración cósmica y misionera, es mucho más simbólico: aparece ante todo como la inauguración de la misión de la Iglesia en el mundo. Los cuarenta días (v. 3) fijados por Lucas como la duración de la estancia en la tierra del Resucitado deben ser comprendidos en el sentido de un último tiempo de preparación (el número 40 designa siempre en la Escritura un período de espera), son pues una medida proporcional y no cronológica. La Resurrección no es pues un final, sino el preámbulo de una nueva etapa del Reino: la estancia de Cristo sentado a la derecha del Padre y de la misión de la Iglesia. A este respecto es muy significativa la advertencia de los ángeles que invitan a los apóstoles a no quedarse mirando al ciclo (v. 11).
Igualmente, la nube es signo de la presencia divina, como lo fue en la tienda de la reunión y en el Templo. Se trata de un acontecimiento teológico: la entrada de Jesús de Nazaret en la gloria del Padre y la certidumbre de su presencia en el mundo. Jesús resucitado es a partir de este momento el lugar de la presencia de Dios en el mundo. El único lugar sagrado de la nueva humanidad.
Lucas da por último al acontecimiento un tono dramático. Es el único que presenta a Cristo como "arrebatado" (v. 11; cf. Mc 16, 19) o "llevado" (v. 9). Hay aquí una idea de separación y de ruptura, aún más acrecentada por la afirmación de que no corresponde a los hombres conocer el final de su historia (v. 7) y por la llamada a los apóstoles al realismo del que querían evadirse (v. 11). Sin duda Lucas quiere mostrar que Cristo no puede menos que separarse de gentes que sólo piensan en el inmediato establecimiento del Reino (v. 6) y que sólo está presente en aquellos que aceptan el largo caminar que pasa por la misión y el servicio de los hombres (v. 8). También quiere mostrar que para que la Iglesia comience su misión es necesario que rompa con el Cristo carnal. De ahora en adelante sólo es posible unirse a Cristo por intermedio de los apóstoles revestidos del Espíritu de Cristo. Tras la insistencia de Lucas sobre la separación entre Jesús y los suyos se dibuja pues una manera de ver la Iglesia: la inauguración del Reino cósmico del Señor y de su presencia en el mundo. A este respecto, la concepción del autor está singularmente cerca de Ef 4, 7-13, que recuerda cómo la "subida" de Cristo es solidaria del don de los carismas a la Iglesia. En efecto, gracias a que su Señor está ahora unido al Dios universal, la Iglesia puede estar presente en todos los tiempos y en todos los lugares. San Lucas, historiador de la expansión de la Iglesia, explica, pues, en su relato de la Ascensión cómo Cristo está en el origen del movimiento universal que comenzó en Jerusalén y por qué Cristo pertenece a todo hombre, a toda cultura, a todo país. Si la Ascensión es el punto de partida de la misión de la Iglesia, una gran confusión perdura aún en el espíritu de los apóstoles y se encuentra todavía en la Iglesia actual. Fácilmente se cree que es hoy cuando el Señor va a establecer su Reino y esta creencia obstaculiza a la misión de la Iglesia y al rostro que ella adopta en el mundo. Querer que el Reino venga hoy es transformar a la Iglesia, aún provisional, en Reino definitivo y absolutizar algunos de sus rasgos provisionales. Lo que importa no es admirar o criticar a la Iglesia, sino creerla. Pero en tanto en cuanto se la "crea" es que aún no se "ve" el Reino. En realidad la Iglesia se define con relación al Reino a partir de nociones como "todavía no" (lo que explica su situación de camino) y, "no obstante ya" (lo que quiere decir que ya hoy, independientemente de que el Reino no ha venido aún, todos están llamados a una actitud de fe y de conversión). Por este motivo, la Iglesia está al servicio del Reino porque ella es en el mundo quien interpela hoy a los hombres pecadores (Maertens-Frisque).
Esta dimensión está presente en la redacción de los Hechos, como indica san Jerónimo: “los Hechos de los Apóstoles parecen sonar puramente a desnuda historia, y que se limitan a tejer la niñez de la naciente Iglesia. Pero si caemos en la cuenta de que su autor es Lucas, médico, cuya alabanza se encuentra en el Evangelio. Pero si caemos en la cuenta de que su autor es Lucas, médico, cuya alabanza se encuentra en el Evangelio (cf. 2 Cor 8,18), advertiremos igualmente que todas sus palabras son medicamentos para el alma enferma”.
2. El reino mesiánico de Cristo queda reflejado en este salmo, donde se muestra el triunfo supremo de Cristo, el que abarca todos los demás, consiste en haber vencido a la muerte por medio de su gloriosa Resurrección, adentrándose en una senda sublime que es la senda de la vida gloriosa de Dios. "El Señor, el Altísimo, es rey grande sobre toda la tierra". Juan Pablo II comentaba: “Se trata de un himno a Dios, Señor del universo y de la historia: "Dios es el rey del mundo (...). Dios reina sobre las naciones" (vv. 8-9).
Este himno al Señor, rey del mundo y de la humanidad, al igual que otras composiciones semejantes que recoge el Salterio (cf. Sal 92; 95-98), supone un clima de celebración litúrgica. Por eso, nos encontramos en el corazón espiritual de la alabanza de Israel, que se eleva al cielo desde el templo, el lugar en donde el Dios infinito y eterno se revela y se encuentra con su pueblo.
Seguiremos este canto de alabanza gozosa en sus momentos fundamentales, como dos olas que avanzan hacia la playa del mar. Difieren en el modo de considerar la relación entre Israel y las naciones”, se pasa de la dominación a la asociación, hay un gran progreso. “En la primera parte (cf. vv. 2-6) se dice: "Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo" (v. 2). El centro de este aplauso jubiloso es la figura grandiosa del Señor supremo, al que se atribuyen tres títulos gloriosos: "altísimo, grande y terrible" (v. 3), que exaltan la trascendencia divina, el primado absoluto en el ser y la omnipotencia. También Cristo resucitado exclamará: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28,18)…
El segundo momento del salmo (cf. vv. 7-10) está abierto a otra ola de alabanza y de canto jubiloso: "Tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro rey, tocad; (...) tocad con maestría" (vv. 7-8). También aquí se alaba al Señor sentado en el trono en la plenitud de su realeza (cf. v. 9). Este trono se define "sagrado", porque es inaccesible para el hombre limitado y pecador. Pero también es trono celestial el Arca de la alianza presente en la zona más sagrada del templo de Sión. De ese modo el Dios lejano y trascendente, santo e infinito, se hace cercano a sus criaturas, adaptándose al espacio y al tiempo (cf. 1 Re 8,27.30)…
La carta a los Efesios ve la realización de esta profecía en el misterio de Cristo redentor cuando afirma, dirigiéndose a los cristianos que no provenían del judaísmo: "Recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne, (...) estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad" (Ef 2,11-14).
Así pues, en Cristo la realeza de Dios, cantada por nuestro salmo, se ha realizado en la tierra con respecto a todos los pueblos. Una homilía anónima del siglo VIII comenta así este misterio: "Hasta la venida del Mesías, esperanza de las naciones, los pueblos gentiles no adoraron a Dios y no conocieron quién era. Y hasta que el Mesías los rescató, Dios no reinó en las naciones por medio de su obediencia y de su culto. En cambio, ahora Dios, con su Palabra y su Espíritu, reina sobre ellas, porque las ha salvado del engaño y se ha ganado su amistad"”.
Este salmo aclama a Dios como rey universal; parece oírse en él el eco de una gran victoria: Dios nos somete los pueblos y nos sojuzga las naciones. Posiblemente, este texto es un himno litúrgico para la entronización del arca después de una procesión litúrgica -Dios asciende entre aclamaciones- o bien un canto para alguna de las fiestas reales en que el pueblo aclama a su Señor, bajo la figura del monarca.
Nosotros con este canto aclamamos a Cristo resucitado, en la hora misma de su resurrección. El Señor sube a la derecha del Padre, y a nosotros nos ha escogido como su heredad. Su triunfo es, pues, nuestro triunfo e incluso la victoria de toda la humanidad, porque fue "por nosotros los hombres y por nuestra salvación" que "subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre". Por ello, no sólo la Iglesia, sino incluso todos los pueblos deben batir palmas y aclamar a Dios con gritos de júbilo (Pedro Farnés). El salmo 46 tiene un puesto privilegiado en la liturgia de la Ascensión del Señor. Por medio de él, la Iglesia celebra el triunfo de Cristo al fin de su vida mortal y su entrada solemne en el Cielo, después de haber conquistado para nosotros la Tierra Prometida. El salmo, pues, nos ayuda a asistir al momento culminante de la Pascua del Señor Resucitado, a su entronización y glorificación. Ellas muestran hasta qué punto la debilidad se ha convertido en fortaleza, la mortalidad en eternidad y los ultrajes en gloria. Mientras se elevaba en su naturaleza humana, comenzó, sin embargo, a estar inefablemente más cercano en su Divinidad pues, gracias a la fe, ya no era preciso sentir la necesidad de palpar la sustancia corpórea de Cristo (F. Arocena; cf. Lumen gentium 13). La ascensión, alegría de la humanidad que se ve "coronada" en uno de los suyos. Un hermoso himno canta así: "la tierra está feliz. Ha dado su primer fruto de gloria: ¡Jesús ha subido cerca del Padre! Feliz, lleva la promesa. Recogida en su humildad, atrae la luz de lo alto." Sí, el triunfo real de Dios, es también el triunfo pleno de un hombre "nacido de mujer" (Gálatas 4,4). Dios ha terminado su "obra maestra", el hombre, poniendo en fin todo bajo sus pies" (I Corintios 15,27). Un hombre de nuestra raza mortal, que obedeció a su "condición humana" hasta la muerte, goza ahora de la plenitud de la gloria de Dios. Y la Escritura nos revela que El nos participará un día esta misma gloria, porque El es el "primogénito" de toda la creación: lo que se realizó en Él, también se realizará en nosotros. Cuando el hombre moderno se desespera, ¿no sería conveniente que meditara este misterio "de elevación", de "ascensión"? Allí encuentra justificación profunda, la dignidad de todo hombre. En el más pobre de los pobres hay un "rey" que se ignora. El despojo humano, el hombre arruinado, el ser salpicado de manchas... están destinados a la condición "real y divina". ¿Qué haré por la "dignidad" y la "promoción" de mis hermanos?... quien conoce el sentido de la historia, quien sabe, "en dónde debe culminar" la humanidad, debería encontrar en esta fe, una razón suficiente para trabajar en esta empresa (Noel Quesson).
"Dios asciende entre aclamaciones": “Dios asciende, / Dios es ascensión continuada, / pero nunca se aleja. / Dios está siempre por encima, / pero está muy dentro. / Dios es siempre el primero, / pero a nadie humilla. // Dios asciende porque es vida creciente, / porque irradia fuerza creativa, / porque es amor victorioso, / porque es el Dios-Futuro que todo lo llena de esperanza. // Dios es ascendencia y trascendencia, / meta cada vez más alta, / flecha en progresión continua: / pero está en el fondo de todo ser. // Dios nunca se repite; siempre es nuevo, / siempre es más, siempre crece / y siempre hace crecer.
Dios hizo ascender a su Hijo, / lo sacó de los infiernos, / entre las aclamaciones de Adán, patriarcas y profetas; / lo levantó del sepulcro, / entre el aplauso y la risa de sus discípulos; / lo llevó hasta la gloria, / al son de trompetas apostólicas, / y las trompetas no cesaban de tocar / y resonar por todo el mundo. // Dio la victoria a su Hijo, / puso «a los pueblos bajo su yugo» suave (cfr. Sal 46, 4) / y a las gentes bajo sus pies humildes (cfr. Ef 1, 22; Sal. 8, 7), / no para aplastarlos, / sino para que todos asciendan con él.
Dios hace ascender a sus hijos: / que salgan de la animalidad hasta el espíritu; / que crezcan en sabiduría y gracia, que progresen; / que sean más altos, más hermosos y más vivos; / que sean más libres y solidarios; / que se levanten de sus postraciones; / que salgan de sus esclavitudes; / que sean creadores y liberadores; / que sean cada vez más hombres: / que sean cada vez más dioses, / siguiendo las huellas ascendentes de su Hijo” (Caritas 1992).
3. (Ver también sabado de la 28ª semana). a) Dentro de un contexto de acción de gracias al Padre, el autor pide a Dios que conceda a los efesios "espíritu de sabiduría y revelación" para conocerlo, pues el "Padre de la gloria" es el principio de la salvación operada en Cristo y de la luz que se requiere para conocerlo. No se trata de dotes intelectuales para conocer una verdad abstracta, sino del don de sabiduría que lleva al conocimiento y a la aceptación de los designios amorosos de la voluntad de Dios. Conocer es también amar, es ver a Dios con los ojos del corazón por una fe eminentemente práctica. Concretamente, pide el autor que los efesios conozcan: a) la esperanza a la que fueron llamados, b) la herencia que todavía esperan, y c) el poder de Dios que se manifestó en la exaltación de Jesús resucitado y ahora actúa en los creyentes hasta que también ellos resuciten como nuestro Señor. La experiencia cristiana del dinamismo de la salvación sustenta la actitud esperanzada de los creyentes que se manifiesta en la acción de gracias por lo que ya han recibido y en la petición confiada de lo que está por venir. v 21:El judaísmo tardío participaba en la creencia común del mundo helenista en los poderes cósmicos que dominan los destinos del hombre. Pablo confiesa que Cristo es Señor sin limitaciones espaciales o temporales, que domina sobre todos los poderes cósmicos.
Dejando a un lado la visión mitológica del universo, Pablo afirma a su manera, mejor, según la manera de ver de los hombres de su tiempo, que es posible superar por la fe en Cristo cualquier tipo de opresión.
v. 22: A la pequeña comunidad de creyentes, numérica y sociológicamente insignificante, le ha sido dada como cabeza nada menos que el único Señor del universo. La perspectiva cósmica en la que se confiesa el señorío de Cristo ha de librar a la Iglesia de todos los sectarismos y de cualquier derrotismo.
Y ahora se hacen de la Iglesia dos afirmaciones. La primera: que es cuerpo de Cristo. Por tanto, de la misma manera que la cabeza de un cuerpo recapitula todos los miembros dándoles vida y unidad, así también Cristo reúne a los fieles en un solo cuerpo y les da la nueva vida.
La segunda afirmación sobre la Iglesia la define como "plenitud" de Cristo. No que la Iglesia dé a Cristo lo que le falta, sino que Cristo es Señor y origen de la plenitud de la Iglesia. Pues él es el que lo acaba todo en todos. La Iglesia es el espacio en el que irrumpe el amor de Cristo en el mundo y para todo el mundo (cf. 3. 18s). Cristo ejerce su poder mediante el amor, con el mismo amor con el que se entregó por todos hasta la muerte (5. 2). Cristo quiere ejercer este señorío del amor en el mundo a través de la Iglesia. En este texto se muestra una conciencia de la Iglesia que nos compromete: ¿hasta qué punto estamos dispuestos los cristianos a ser el vehículo del amor de Cristo que se entrega para que todo el universo llegue a una plenitud significativa? (“Eucaristía” 1981).
b) La sabiduría que Pablo pide a Dios para los efesios (versículo 17) es ese don sobrenatural ya conocido por los sabios del Antiguo Testamento (cf. Prov 3, 13-18), pero considerablemente ampliado en su definición cristiana, pues no es ya solamente la práctica de la ley, el conocimiento de la voluntad divina sobre el mundo, ni tampoco una explicación del mundo, sino la revelación del destino de un hombre (v. 17) y de la herencia de gloria que resulta de ello (Ef 1, 14), en total contraste con la miseria de la resistencia humana (Rom 8, 20); es por último el descubrimiento del poder de Dios, manifestado ya en la resurrección de Cristo (v. 20), que garantiza nuestra propia configuración.
Pablo se detiene un instante en la contemplación de este poder divino. Y lo describe mediante tres términos sinónimos: poder, vigor y fuerza (v. 19). Este poder no es ya sólo el que Dios ha desplegado para crear la tierra e imponerle su voluntad (Job 38), sino que incluso cambia estas leyes, puesto que es capaz de cambiar a un crucificado en Señor resucitado (v. 21a) y de poner a punto desde ahora las estructuras del mundo futuro (v. 21b). Por esto la sabiduría es una esperanza (v. 18), porque es confianza en la acción en el mundo del Dios de Jesucristo.
Pero el poder de Dios no reserva sólo para el futuro la manifestación de su vigor, sino que desde ahora todo es realizado por El: El ha puesto a Cristo como cabeza de todos los seres en el misterio mismo de la Iglesia, su plenitud (vv. 22-23). Pablo ha pedido para los efesios el don de la sabiduría para que comprendan ante todo cómo la Iglesia es signo del poder de Dios manifestado en Jesucristo. En efecto, es un privilegio inaudito para la Iglesia tener como jefe al Señor del universo, así como ser su Cuerpo. Por tanto, la Iglesia no está solamente sometida al Señor de la misma manera que el universo, porque le está ya indisolublemente unida, como un cuerpo a su cabeza. La Iglesia es pleroma de Cristo como receptáculo de las gracias y de los dones que El reserva para toda la humanidad. La expresión "todo en todos" sugiere que este receptáculo no tiene límites. Por otra parte, estas gracias no están reservadas sólo a la Iglesia, sino a la humanidad, con vistas a su crecimiento (Ef 4, 11-13) hasta el estado de "hombre perfecto" que es el de la humanidad (Maertens).
c) S. Agustín hablaba de esta sublimidad de la vocación: “Hablando según la vida presente, se dijo a Moisés: Nadie vio el rostro de Dios y vivió (Éx 33,20). No se ha de vivir esta vida pensando en ver aquel rostro. Hay que morir al mundo para vivir por siempre para Dios. Entonces, cuando veamos aquel rostro que vence cualquier concupiscencia, ya no pecaremos, ni de obra ni de deseo. Es tan dulce, hermanos míos, tan hermoso, que, después de haberlo visto, ninguna otra cosa puede deleitar. Habrá una saciedad insaciable, pero sin molestia alguna. Estaremos siempre hambrientos y siempre saciados. Escucha ambas afirmaciones tomadas de la Escritura: Quienes me beben, dice la Sabiduría, volverán a tener sed, y quienes me comen volverán a sentir hambre (Eclo 24,29). Mas, para que no pienses que allí habrá indigencia y hambre escucha al Señor: Quien beba de este agua, jamás volverá a tener sed (Jn 4,13).
Pero preguntas: ¿Cuándo va a tener esto lugar? No importa cuando ocurra; con todo, tú espera al Señor; ten paciencia con él, compórtate varonilmente y sea confortado tu corazón. ¿Acaso falta tanto como lo ya pasado? Advierte cuántos siglos han pasado y han dejado de existir desde Adán hasta nuestros días. En cierto sentido, son pocos los días que quedan; así ha de hablarse en comparación con los ya pasados. Exhortémonos mutuamente, exhórtenos el que vino a nosotros, hizo su camino y dijo: «Seguidme»; el que subió en primer lugar a los cielos para, desde las alturas, socorrer como cabeza a sus miembros, que se fatigan en la tierra; el que dijo desde el cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Hch 9,4). Por tanto, que nadie pierda la esperanza; al final se nos dará lo prometido; allí se hará realidad aquella justicia.
Escuchasteis también cómo el evangelio concuerda con estas palabras. Es voluntad de mi Padre, dice, que nadie de los que me dio perezca, sino que tenga la vida eterna; y yo los resucitaré en el último día (Jn 6,39). Se resucitó a sí mismo en el primer día; a nosotros nos resucitará en el último. El primer día esta reservado a la Cabeza de la Iglesia. Nuestro día, Cristo el Señor, no tiene ocaso. El último día será el fin de este mundo. No quiero que preguntes: «¿Cuándo será este día?». Para el género humano está lejano, y cercano para cada uno de los hombres, pues el último día es el de la propia muerte. Y, ciertamente, una vez que hayas salido de aquí, recibirás lo que corresponda a tus méritos, y resucitarás para hacerte cargo de tu cosecha. Entonces Dios coronará no tanto tus méritos como sus dones. Reconocerá cuanto te dio si supiste conservarlo.
Ahora, por tanto, hermanos, nuestro deseo ha de estar solamente en el cielo, en la vida eterna. Nadie ponga su complacencia en si mismo, como si fuera posible a alguien vivir aquí en plena justicia y medirse con quienes viven mal, como el fariseo aquel que se autoproclamaba justo (Lc 18,11) sin haber oído, al Apóstol: No que yo la haya alcanzado o que sea perfecto (Flp 3,12). Por tanto, aún no había recibido lo que estaba deseando. Había recibido la prenda. Éstas son sus palabras: Quien nos ha dado el Espíritu como prenda (2 Cor 5,5). Deseaba llegar a aquello de lo que poseía la prenda; ésta presupone una cierta participación, pero muy lejana. De una manera participamos ahora y de otra participaremos entonces. Ahora tiene lugar por la fe y la esperanza en el mismo Espíritu; entonces, en cambio, tendrá lugar la realidad, la especie: el mismo Espíritu, el mismo Dios, la misma plenitud. Quien llama a los que aún están ausentes, se les mostrará cuando ya estén presentes; quien llama a los peregrinos, los nutrirá y alimentará en la patria.
Habiéndose convertido Cristo en nuestro camino, ¿desesperaremos de llegar? Este camino no puede ni acabarse, ni interrumpirse, ni borrarse por lluvias o tormentas, ni ser asediado por ladrones. Camina seguro en Cristo; camina; no tropieces, no caigas, no mires atrás, no te quedes parado en el camino, no te apartes de él. Si te cuidas de todo esto, llegarás. Una vez que hayas llegado, gloríate ya de ello, pero no en ti. Pues, quien se alaba a sí mismo, no alaba a Dios, sino que se aparta de él. Sucede como a quien se aparta del fuego: el fuego permanece caliente, pero él se enfría; o como al que quiere alejarse de la luz; si lo hiciere, la luz permanece resplandeciente en sí misma, pero él queda en tinieblas. No nos alejemos del calor del Espíritu ni de la luz de la Verdad. Ahora hemos escuchado su voz; entonces, en cambio, lo veremos cara a cara. Que nadie se complazca en sí mismo ni nadie insulte a los demás. Que nuestro deseo común de progresar no nos conduzca a envidiar a los avanzados ni a insultar a los retardados, y se cumplirá en nosotros, con gozo, lo prometido en el evangelio: Y yo los resucitaré en el último día (Jn 6,39)”.
d) ¡Qué consoladoras son estas palabras de San Pablo!: Decía Santo Tomás: “pues como la vida de Cristo configura y es ejemplo de nuestra santidad, así la gloria y exaltación de Cristo conforma y es ejemplo de nuestra gloria y exaltación”. "Tenemos por nuestro gran pontífice a Cristo, Hijo de Dios, que penetró a los cielos... capaz de compadecerse de nuestras miserias, pues las experimentó voluntariamente todas, con excepción del pecado... Lleguemos, pues, con toda confianza al trono de su gracia, a fin de obtener misericordia y de alcanzar su auxilio en el momento en que lo necesitemos" (Heb. 4, 14 y ss.). Cristo sentado a la derecha de Padre (cf. Ef 1, 20; Col 3, 1; Act 7, 56) es evidentemente una imagen. Lucas no quiere localizar la presencia del Señor, sino solamente hacer comprender que el Resucitado es a partir de este momento aquel a quien Dios ha enviado el Espíritu, fuente y origen de la misión universal de la Iglesia y de todo lo que tiene carácter universalista en el mundo:"Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada" (San Juan Damasceno).
La ascensión del Señor debe fomentar en nosotros de modo especial la virtud de la esperanza, puesto que El "subió a prepararnos un lugar en el cielo" (Jn. 14, 2). Este pensamiento esta llamado a fortalecernos en las luchas y tentaciones de la vida recordándonos que "si combatimos con Cristo, con El seremos glorificados" (Rom. 8, 17). "Resuscitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin", diremos dentro de un momento en la Misa al recitar el Credo. Si vivimos para Cristo, que es vivir para los demás, resucitaremos con Cristo, porque nosotros no podemos resucitar por nuestro propio poder, sino por el poder de Cristo, unidos a Él; en otra forma, moriremos no sólo con la muerte de nuestro cuerpo, sino con la muerte eterna.
4. Jesús tiene el poder, sobre el cielo y la tierra. Sólo el que "salió del Padre" puede "volver al Padre": Cristo (cf Jn 16, 28). "Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre" (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Antes de irse, les confirma en la misión apostólica: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15): “Jesús se ha ido a los cielos, decíamos. Pero el cristiano puede, en la oración y en la Eucaristía, tratarle como le trataron los primeros doce, encenderse en su celo apostólico, para hacer con El un servicio de corredención, que es sembrar la paz y la alegría. Servir, pues: el apostolado no es otra cosa. Si contamos exclusivamente con nuestras propias fuerzas, no lograremos nada en el terreno sobrenatural; siendo instrumentos de Dios, conseguiremos todo: todo lo puedo en aquel que me conforta. Dios, por su infinita bondad, ha dispuesto utilizar estos instrumentos ineptos. Así que el apóstol no tiene otro fin que dejar obrar al Señor, mostrarse enteramente disponible, para que Dios realice -a través de sus criaturas, a través del alma elegida- su obra salvadora” (san Josemaría).
¿Cómo puede irse y quedarse al mismo tiempo? Este misterio lo explicó nuestro Benedicto XVI: «Y, dado que Dios abraza y sostiene a todo el cosmos, la Ascensión del Señor significa que Cristo no se ha alejado de nosotros, sino que ahora, gracias al hecho de estar con el Padre, está cerca de cada uno de nosotros, para siempre». Dejada a sus fuerzas: naturales, la humanidad no tiene acceso a la "Casa del Padre" (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, "ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino" (Prefacio de la Ascensión). Pero ahora tenemos la presencia de Cristo, que está con nosotros para continuar su obra: “El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro, estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene -no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado- de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica.
La fiesta de la Ascensión del Señor nos sugiere también otra realidad; el Cristo que nos anima a esta tarea en el mundo, nos espera en el Cielo. En otras palabras: la vida en la tierra, que amamos, no es lo definitivo; pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura ciudad inmutable.
Cuidemos, sin embargo, de no interpretar la Palabra de Dios en los límites de estrechos horizontes. El Señor no nos impulsa a ser infelices mientras caminamos, esperando sólo la consolación en el más allá. Dios nos quiere felices también aquí, pero anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad, que sólo El puede colmar enteramente.
En esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día. No soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de vida, sencilla y fuerte en la que se fundan y compenetran todas nuestras acciones.
Cristo nos espera. Vivamos ya como ciudadanos del cielo, siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios. Perseveremos en el servicio de nuestro Dios, y veremos cómo aumenta en número y en santidad este ejército cristiano de paz, este pueblo de corredención. Seamos almas contemplativas, con diálogo constante, tratando al Señor a todas horas; desde el primer pensamiento del día al último de la noche, poniendo de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a El por Nuestra Madre Santa María y, por El, al Padre y al Espíritu Santo.
Si, a pesar de todo, la subida de Jesús a los cielos nos deja en el alma un amargo regusto de tristeza, acudamos a su Madre, como hicieron los apóstoles: entonces tornaron a Jerusalén… y oraban unánimemente… con María, la Madre de Jesús” (san Josemaría). Podemos estar seguros de que podemos llegar al Cielo: el que no llegue, no será porque no exista el camino o porque la puerta esté cerrada, sino porque no le da la gana seguir el camino. El cristiano es un hombre que vive de la esperanza firme e ilusionada del premio, en medio de gentes que no tiene esperanza porque no ven más horizonte que este mundo, que las cosas terrenas, que ponen sus metas y sus ilusiones aquí abajo, en cosas que no satisfacen, que se acaban y que empalagan. La esperanza es una virtud sobrenatural que debemos fomentar. ¿Cómo vivimos la esperanza? ¿Pensamos en el cielo como un regalo que nos dará Dios o como un premio que tenemos que conseguir con nuestro esfuerzo hoy y ahora? ¿Infundimos esperanza en los demás, haciéndoles ver la maravilla que es vivir en paz con Dios y esperar el Cielo?

miércoles, 1 de junio de 2011

MIÉRCOLES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA: el Espíritu Santo es pedagogo, maestro de la Verdad que buscamos, que está en la Iglesia, y que hemos de propa

MIÉRCOLES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA: el Espíritu Santo es pedagogo, maestro de la Verdad que buscamos, que está en la Iglesia, y que hemos de propagar como vemos que hace san Pablo.

Hch 17,15.22-18,1: 15Los que conducían a Pablo le llevaron hasta Atenas y se volvieron con la indicación, para Silas y Timoteo, de que se uniesen con él cuanto antes. 22Entonces Pablo, de pie en medio del Areópago, dijo: Atenienses, en todo veo que sois más religiosos que nadie23pues al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados he encontrado también un altar en el que estaba escrito: Al Dios desconocido. Pues bien, yo vengo a anunciaros lo que veneráis sin conocer. 24El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos fabricados por hombres, 25ni es servido por manos humanas como si necesitara de algo el que da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. 26Él hizo, de un solo hombre, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra. Y fijó las edades de su historia y los límites de los lugares en que los hombres habían de vivir, 27para que buscasen a Dios, a ver si al menos a tientas lo encontraban, aunque no está lejos de cada uno de nosotros, 28ya que en Él vivimos, nos movemos y existimos, como han dicho algunos de vuestros poetas: Porque somos también de su linaje.
29Si somos linaje de Dios no debemos pensar por tanto que la divinidad es semejante al oro, a la plata o a la piedra, escultura del arte y del ingenio humanos. 30Dios ha permitido los tiempos de la ignorancia y anuncia ahora a los hombres que todos en todas partes se conviertan, 31puesto que ha fijado el día en que va a juzgar la tierra con justicia, por medio del hombre que ha designado, presentando a todos un argumento digno de fe al resucitarlo de entre los muertos.
32Cuando oyeron «resurrección de los muertos», unos se reían y otros decían: Te escucharemos sobre esto en otra ocasión. 33De este modo salió Pablo de en medio de ellos. 34Pero algunos hombres se unieron a él y creyeron, entre ellos Dionisio el Areopagita y una mujer llamada Dámaris, y algunos otros.
18,1Después de esto se fue de Atenas y llegó a Corinto.

Salmo responsorial: 148,1-2.11-12ab.12c-14a.14bcd: Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria.
«Alabad al Señor en el cielo, alabad al Señor en lo alto, alabadlo todos sus ángeles, alabadlo, todos sus ejércitos. Reyes y pueblos del orbe, príncipes y jefes del mundo, los jóvenes y también las doncellas, los viejos junto con los niños. Alaben el nombre del Señor, el único nombre sublime. Su majestad sobre el cielo y la tierra. Él aumenta el vigor de su pueblo. Alabanza de todos sus fieles, de Israel, su pueblo escogido».

Jn 16, 12-15 (se lee también en la Solemnidad de la Santísima Trinidad): “Jesús siguió hablando a sus discípulos:
Muchas cosas me quedan por deciros; pero no podéis cargar con ellas por ahora. Cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena, pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir.
Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará”.

Comentario: 1. Atenas significa mucho en la antigüedad, más allá de su medio millón de habitantes, esa ciudad en la que los esclavos y los pobres constituyen los dos tercios de la población, es la ciudad cosmopolita en la que se mezclan y se enfrentan todas las razas, centro de la cultura antigua aunque en esos momentos ya no es la brillante de los tiempos de Aristóteles y Platón. Ahí va Pablo para conectar con la búsqueda titubeante de Dios que llevan en el corazón. Entra en el universo cultural de aquellos a quienes se dirige.
Es el más largo discurso de Pablo. El conocimiento de Dios es el tema fundamental del discurso. ¿Cómo puede un pagano conocer a Dios? Hay una ignorancia de Dios considerada culpable, fruto de las pasiones desatadas (Rom 1,18-32; Sab 13,14; Ef 4,17-19). Pero Pablo usa una simpatía con sus creencias, y les señala que Dios no habita en templos construidos por hombres (v. 24). Recoge una corriente del pensamiento griego, pero que era igualmente una idea bíblica que Esteban había ya defendido ante un auditorio judío (Act 7, 48) y que se remonta a las antiguas polémicas de Israel contra la idolatría (v. 29; cf. Sal 113/115; Is 44,9-20; Jer 10,1-16). Pablo presenta la pertenencia a la raza de Dios a partir de la cita de un filósofo griego (v. 28: -Dios no está lejos de nosotros, pues en Él vivimos, nos movemos y somos. Pero comprendida a la manera bíblica (v. 26), como un anuncio del reagrupamiento de la humanidad tras el nuevo Adán (Rom 5,12-21; 1 Cor 15,21-22- y en la filiación divina). Cuando en los últimos versículos trata de la resurrección, provoca la ruptura. En ellos Pablo acumula una serie de expresiones totalmente incomprensibles para los griegos: la idea de un "ahora" (v. 30), es decir, de un momento privilegiado en una historia que, por tanto, tendría sentido, la noción de un juicio de Dios (v. 31), demasiado directamente vinculado a un sentido escatológico de la historia poco en armonía con las concepciones paganas, la idea de resurrección sobre la que, además, se pedirá a Pablo que se detenga, concepción que incluso numerosos judíos se negaban a admitir (cf. vv. 31-32). Aún cuando tiene un “éxito” limitado, nos enseña Pablo a dialogar con la cultura y la historia: «la Iglesia Católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero.... Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, aportan sin embargo, no pocas veces, un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» (Vaticano II). Como se sabe, Justino siguió este camino del diálogo con el pensamiento pagano, llegando a decir que “los que cumplieron lo que universal, natural y eternamente es bueno fueron agradables a Dios, y se salvarán por medio de Cristo en la resurrección, del mismo modo que los justos que les precedieron”, pues ahí está Dios, como comentó Agustín: “Tú, Dios mío, estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más excelente mío” (san Francisco de Sales insistirá mucho en esta línea: ver los comentarios de la Biblia de Navarra ad loc.). Santo Tomás de Aquino se encontró en su tiempo que la teología estaba siendo desprestigiada, no era considerada ciencia, y estudió a Aristóteles, que causaba furor en París, y sobre el concepto de ciencia del Filósofo edificó una “catedral” del pensamiento medieval, que aún hoy es la más sólida. Pero no es punto final del pensamiento, el Aquinate estaría abierto al pensamiento de nuestro tiempo, como estuvo abierto al suyo, y así lo hacen Juan Pablo II con el personalismo, Ratzinger, etc.
Hemos de reconocer en Pablo una preocupación real por estar atento a la mentalidad de sus interlocutores. En efecto, Pablo abandona la argumentación clásica del kerygma apostólico, basado sobre una cultura demasiado bíblica para los paganos. Además se tomó el trabajo de conocer las principales corrientes espirituales del paganismo griego y especialmente la concepción de una paternidad universal (v, 28), así como la de una religión liberada del materialismo y del formalismo (v. 29). Su discurso es modelo de apología, parte de la idea religiosa para ir profundizando en un Dios personal, providente, Juez… Pablo encontró dificultades, como también hoy las tiene su concepción de una historia que tiene un sentido más allá de sí misma en la voluntad de Dios que la lleva a su realización, esto choca con el desarrollo cíclico y fatal de la historia (como para los ateos de hoy, convencidos de que la historia, lo mismo que la naturaleza, se explica por sí misma sin recurso a lo divino). Pero es difícil saber si son los discursos los que mueven al no creyente, o es el insertarse del cristiano en el mismo corazón de las actividades humanas y tocar el corazón de cada persona, para realizar un hondo apostolado personal con los compañeros: como decía san Josemaría Escrivá, se meten así en la vida de los demás —sin distinción de ideas sociales, políticas o religiosas—, igual que Cristo se ha metido en sus vidas. La necesidad de este apostolado de amistad y de confidencia –transmitir la experiencia de Cristo- es lo más básico.
-Dios, pues, anuncia ahora a los hombres... que ha designado a un hombre, que habiéndolo resucitado de entre los muertos... ¡Aquí está lo esencial!: ¡La resurrección de Jesús! Después de los preliminares de orden cultural o filosófico, llega a hablar de «Jesús» en su misterio principal (Maertens-Frisque/Noel Quesson). Por eso escribió a los Corintios: «Me he presentado a vosotros débil y con temor y mucho temblor, y mi mensaje y mi predicación, no se han basado en palabras persuasivas de sabiduría, sino en la manifestación del Espíritu y del poder» (1 Cor 2,3-4). Hay algunos, hombres y mujeres, que abrazan la fe, pero se encontró con la cerrazón del ambiente. Nosotros seguimos teniendo este problema del lenguaje. El Concilio Vaticano II puso a la Iglesia en diálogo con el mundo y con sus varias religiones. Pero no es fácil este diálogo. ¿Cómo podemos anunciar a Cristo a la juventud de hoy, o a los alejados, o a los agnósticos?, ¿cómo podemos ayudarles a pasar del mero materialismo a una visión más espiritual de la vida y del destino sobrenatural que Dios nos prepara?, ¿cómo podemos tomar como puntos de partida tantos valores que hoy son apreciados -la justicia, la igualdad, la dignidad de la persona, la ecología, la paz- para pasar claramente al mensaje de Jesús y proponerles su persona y su Evangelio como la plenitud de esos y de otros valores? Se puede decir que a veces la Iglesia ha sido lúcida en la adaptación, pero que otras veces no ha tenido ese fino instinto de encarnación cultural, no sabiendo aprovechar valores autóctonos, sino destruyéndolos. No se trataba de «europeizar» o «romanizar» a los de África o Asia o América, sino de invitarles a la fe en Cristo, con una teología y una liturgia que muy bien podían ser seriamente inculturadas en sus respectivos lenguajes, sin dejar de ser radicalmente cristianas. Es admirable Pablo. No sólo por la firmeza de su camino -no hay nada que le cierre caminos cuando él quiere, ni siquiera los fracasos que va cosechando, como en este caso de Atenas- sino también por su creatividad: cuando un recurso no da resultado, busca otros. Pero nunca se resigna a callar (J. Aldazábal). Y aprende… “los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado… necedad para los gentiles” (1 Cor 1,22). «Te daré gracias, Señor, contaré tu fama a mis hermanos» (entrada); «llenos están el cielo y la tierra de tu gloria» (salmo).
2. Este salmo, decía Juan Pablo II, “constituye un auténtico «cántico de las criaturas», una especie de «Te Deum» del Antiguo Testamento, un aleluya cósmico que involucra todo y a todos en la alabanza divina. Así lo comenta un exégeta contemporáneo: «El salmista, al llamarlos por su nombre, pone en orden los seres: en lo más alto del cielo, dos astros según los tiempos, y aparte las estrellas; a un lado los árboles frutales, al otro los cedros; a otro nivel los reptiles y los pájaros; aquí los príncipes y allá los pueblos; en dos filas, quizá dándose la mano, jóvenes y muchachas… Dios los ha creado dándoles un lugar y una función; el hombre los acoge, dándoles un lugar en el lenguaje; y así los presenta en la celebración litúrgica. El hombre es el "pastor del ser" o el liturgista de la creación» (Luis Alonso Schökel). Unámonos también nosotros a este coro universal que resuena en el ábside del cielo y que tiene por templo todo el cosmos. Dejémonos conquistar por la respiración de la alabanza que todas las criaturas elevan a su Creador (...) la mirada se dirige, después, al horizonte terrestre, donde aparece una procesión de cantores, al menos veintidós, es decir, una especie de alfabeto de alabanza, diseminado sobre nuestro planeta. Se presentan entonces los monstruos marinos y los abismos, símbolos del caos de las aguas sobre el que se cimienta la tierra (cf Sl 23, 2) según la concepción cosmológica de los antiguos semitas.
El padre de la Iglesia san Basilio observaba: «Ni siquiera el abismo fue considerado como despreciable por el salmista, que lo ha colocado en el coro general de la creación, es más, con su lenguaje particular completa también de manera armoniosa el himno al Creador» (…) aparece el hombre, que preside la liturgia de la creación. Está representado según todas las edades y distinciones: niños, jóvenes y ancianos, príncipes, reyes y pueblos del orbe (cf v. 11-12).
Dejemos ahora a san Juan Crisóstomo la tarea de echar una mirada de conjunto sobre este inmenso coro. Lo hace con palabras que hacen referencia también al Cántico de los tres jóvenes en el horno ardiente… El gran Padre de la Iglesia y Patriarca de Constantinopla afirma: «Por su gran rectitud de espíritu los santos, cuando van a dar gracias a Dios, tienen la costumbre de convocar a muchos para que participen en su alabanza, exhortándoles a participar junto a ellos en esta bella liturgia. Es lo que hicieron también los tres muchachos en el horno, cuando exhortaron a toda la creación a alabar por el beneficio recibido y a cantar himnos a Dios (cf Dan 3). Este Salmo hace lo mismo al convocar a las dos partes del mundo, la que está arriba y la que está abajo, la sensible y la inteligente. Isaías hizo lo mismo, cuando dijo: "¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! Prorrumpan los montes en gritos de alegría, pues el Señor ha consolado a su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido" (Is 49,13). El Salterio vuelve a expresarse así: «Cuando Israel salió de Egipto, la casa de Jacob de un pueblo bárbaro..., los montes brincaron igual que carneros, las colinas como corderillos» (Sl 113, 1.4). E Isaías, en otro pasaje, afirma: «Derramad, nubes, la victoria. Ábrase la tierra y produzca salvación, y germine juntamente la justicia» (Is 45, 8). De hecho, los santos, considerando que no se bastan para alabar al Señor, se dirigen a todas partes involucrando a todos en un himno común».
De este modo, nosotros también somos invitados a asociarnos a este inmenso coro, convirtiéndonos en voz explícita de toda criatura y alabando a Dios en las dos dimensiones fundamentales de su misterio. Por un lado tenemos que adorar su grandeza trascendente, porque «sólo su nombre es sublime; su majestad resplandece sobre el cielo y la tierra», como dice nuestro Salmo (v. 13). Por otro lado, reconocemos su bondad condescendiente, pues Dios está cerca de sus criaturas y sale especialmente en ayuda de su pueblo: «Él acrece el vigor de su pueblo..., su pueblo escogido» (v. 14), como sigue diciendo el Salmista.
Frente al Creador omnipotente y misericordioso, acojamos, entonces, la invitación de san Agustín a alabarle, ensalzarle y festejarle a través de sus obras: «Cuando observas estas criaturas, te regocijas, y te elevas al Artífice de todo y a partir de lo creado, gracias a la inteligencia, contemplas sus atributos invisibles, entonces se eleva una confesión sobre la tierra y en el cielo... Si las criaturas son bellas, ¿cuánto más bello será el Creador?». Pedimos en el Ofertorio: «¡Oh Dios, que por el admirable trueque de este sacrificio nos haces partícipes de tu divinidad; concédenos que nuestra vida sea manifestación y testimonio de esta verdad que conocemos». Todos, sin excepción, ricos y pobres, cultos e incultos, hombres y mujeres, jóvenes, ancianos y niños, alaben al Señor. Nosotros hemos sido creados para convertirnos en una continua alabanza del Nombre del Señor. Quienes creemos en Él, quienes ya lo alabamos y queremos llevar una vida recta, debemos ser los primeros responsables en dar a conocer a todos su Nombre y sus obras, llenas de amor y de misericordia para con nosotros, de tal forma que todos puedan hacer de su vida una auténtica alabanza al Señor. Alabar al Señor de un modo sincero hará que desaparezcan de nosotros todos los signos de pecado y de muerte; pues quien diga que alaba al Señor pero continúe destruyendo su propia vida, destruyendo la vida de los demás o destruyendo irracionalmente la creación, será un hipócrita, que alaba al Señor con los labios pero su corazón está lejos de Él. Siguiendo con el discurso paulino, vemos a Dios en todas las cosas; Taciano dice así: «La obra que por amor mío fue hecha por Dios no la quiero adorar. El sol y la luna hechos por causa nuestra; luego, ¿cómo voy a adorar a los que están a mi servicio? Y ¿cómo voy a declarar por dioses a la leña y a las piedras? Porque al mismo espíritu que penetra la materia, siendo como es inferior al espíritu divino, y asimilado como está a la materia, no se le debe honrar a par del Dios perfecto. Tampoco debemos pretender ganar por regalos al Dios que no tiene nombre; pues el que de nada necesita, no debe ser por nosotros rebajado a la condición de un menesteroso». Le pedimos: «escucha, Señor, nuestra oración y concédenos que, así como celebramos en la fe la gloriosa resurrección de Jesucristo, así también, cuando Él vuelva con todos sus santos, podamos alegrarnos con su victoria».
3. Jesús lleva a los discípulos hasta la Verdad plena, completando sus enseñanzas y dándoles a conocer las realidades futuras. Comenta San Agustín: «El Espíritu Santo, que el Señor prometió enviar a sus discípulos para que les enseñase toda la Verdad, que ellos no podían soportar en el momento en que les hablaba –del cual dice el Apóstol que hemos recibido ahora en prenda, para darnos a entender que su plenitud nos está reservada para la otra vida– ese mismo Espíritu enseña ahora a los fieles todas las cosas espirituales de que cada uno es capaz. Mas también enciende en sus pechos un deseo más vivo de crecer en aquella caridad que les hace amar lo conocido y desear lo que no conocen, pensando que aun las cosas que conocen en esta vida no las conocen como se han de conocer en la otra vida, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón pudo imaginar».
Ayer meditamos el papel del "Defensor" que el Espíritu ejerce en el curso del "proceso de Jesús" que se desarrolló en Jerusalén en aquel tiempo... y que se desarrolla en el curso de toda la historia. Hoy vamos a considerar otro cometido del Espíritu, su papel de pedagogo, el que hace comprender, el que hace crecer. -Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis comprenderlas ahora. Sí, la Fe es una progresión. Es una vida que va desarrollándose. En Dios hay siempre cosas nuevas a descubrir, tales como en el desarrollo de una relación de amor con alguien, un prometido, un esposo, un amigo. Al igual que los apóstoles no estoy sino en el inicio. Acepto, Señor, lo que Tú me dices también a mí... Hay cantidad de cosas que no podría comprender ahora, pero que Tú me revelarás poco a poco... más tarde... si soy fiel en escuchar a ese Espíritu, que me habla al corazón, que me habla de ti, Jesús. Guarda mi espíritu abierto... que jamás me considere como satisfecho, conocedor de todo, orgulloso de mis conocimientos doctrinales. Señor, pienso también en aquellos con quienes vivo. A ellos también les pasa lo mismo: están en el camino de la Fe... Hay verdades y actitudes que no han descubierto todavía... que no podrían comprender ahora. Dame, Señor, tu paciencia, tu pedagogía. Que no aplaste a los demás con verdades que no pueden aún entender... que sepa caminar al ritmo de tu gracia, al ritmo de tus pasos... acompañando a mis hermanos en su propio caminar.
-“Cuando venga Aquel, el Espíritu de verdad… no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere... Recibirá de lo mío y os lo anunciará”... Ya sabíamos que Jesús está totalmente vuelto hacia el Padre, que no "hace nada por sí mismo" que es una perfecta transparencia del Otro. Esto es lo que Jesús nos revela aquí; la absoluta transparencia de las relaciones de amor entre las Tres personas divinas: ninguna guarda nada de "lo suyo", todo es participado, comunicado, dado, recibido... Nuestras palabras terrenas son inválidas para expresar esta cualidad inaudita de la relación que une al Padre, al Hijo y al Espíritu. Todas nuestras relaciones humanas brotan de ella.
-Todo cuanto tiene el Padre es mío... El Espíritu tomará de lo que me pertenece y os lo anunciará… Las revelaciones del Espíritu en el curso de la historia no pueden ser nuevas revelaciones, contradictorias con lo que ha sido revelado en Jesucristo. ¡El Espíritu lleva a Jesús como Jesús lleva al Padre! Así nos lleva a la unidad, a la comunión con las personas divinas (Noel Quesson). El Catecismo de la Iglesia Católica presenta al Espíritu como nuestro pedagogo y maestro. Cuando se proclama la Palabra de Dios, «el Espíritu Santo es quien da a los lectores y a los oyentes la inteligencia espiritual de la Palabra de Dios... pone a los fieles y a los ministros en relación viva con Cristo, Palabra e Imagen del Padre, a fin de que puedan hacer pasar a su vida el sentido de lo que oyen, contemplan y realizan en la celebración» (1101). «Es el Espíritu quien da la gracia de la fe, la fortalece y la hace crecer en la comunidad» (1102). «En la liturgia de la Palabra, el Espíritu Santo recuerda a la asamblea todo lo que Cristo ha hecho por nosotros... y despierta así la memoria de la Iglesia» (1103).
En toda la Cincuentena, pero sobre todo en estos últimos días, haremos bien en pensar más en el Espíritu presente en nuestra vida, que nos quiere llevar a la plenitud de la vida pascual y de la verdad de Jesús. “Cuando proclamamos el Evangelio Viviente del Padre, que es Jesús, no podemos hacerlo bajo nuestras propias luces, sino a la luz del Espíritu Santo. Es Él quien engendra la vida de Dios en nosotros para que seamos, en Cristo, hijos de Dios. No son nuestras palabras, por muy elocuentes que estas sean. Por eso, siempre que proclamemos el Nombre de Dios, siempre que queramos darlo a conocer a los demás con toda su eficacia salvadora, debemos ponernos en manos de Dios y orar al Espíritu Santo para que sea Él, y no nosotros, quien lleve adelante la obra de salvación en el mundo. Hay muchas cosas que el Señor quiere aún decir a la humanidad por medio de la Iglesia, pues la revelación que Dios nos ha hecho en Cristo Jesús debe ser profundizada y vivida por cada una de las personas, conforme a su propia cultura. Por eso debemos estar abiertos a la Nueva Evangelización: nueva en sus métodos, nueva en su lenguaje, nueva en sus expresiones, nueva en su ardor. Que el Espíritu Santo sea quien haga en nosotros nuevas todas las cosas.
Gracias sean dadas a nuestro Dios y Padre porque nos hace llegar a la plenitud de la Verdad en Cristo Jesús, su Hijo y Señor nuestro. Mientras vamos como Iglesia peregrina hacia la Patria eterna, el Señor nos va conduciendo por medio de su Espíritu; y en la Eucaristía somos instruidos por Dios no sólo acerca de lo que hemos de hacer, sino de la forma como lo hemos de hacer. Pues la Palabra de Dios no sólo se pronuncia sobre nosotros, sino que además el Señor va delante de nosotros como Aquel que no se quedó en enseñarnos el camino de la perfección con los labios, sino con el ejemplo de su vida misma. Por eso, los que entramos en comunión de vida con Él, conducidos por su Espíritu Santo, vamos viviendo, con todo el compromiso que dimana de Él, el Evangelio que Dios ha querido confiarnos no sólo para nuestra salvación, sino para la salvación de la humanidad entera.
Nosotros debemos ser un auténtico testimonio en el mundo de Aquel que es la Verdad. El Evangelio llevado a la práctica no sólo nos hace actuar conforme a las enseñanzas de Cristo, sino que nos hace ser un signo en el mundo de su presencia salvadora. La Iglesia, Esposa del Cordero inmaculado, es la Palabra encarnada en las diversas culturas, que hoy sigue pronunciando Dios a favor de todos los hombres. Por eso debemos siempre estar abiertos a las inspiraciones del Espíritu Santo. Quien ha recibido el Don del Espíritu Santo, pero continúa siendo esclavo de la maldad, o sigue destruyendo a su prójimo, está demostrando, con esas actitudes contrarias al Espíritu de Dios, que finalmente ha apagado la voz del Señor en su propio interior. Seamos una Iglesia testigo de Cristo desde la propia vida. No nos conformemos con anunciarlo a los demás con palabras elocuentes y discursos bien armados, que si bien es bueno hacerlo, sin embargo es necesario que el anuncio del Evangelio nazca del Espíritu Santo y no de nosotros. Pongámonos humildemente como siervos del Evangelio, con lo que somos, con nuestros recursos, con nuestra mejor preparación; pero que sea el Espíritu Santo el que haga la obra de salvación en nosotros y en los demás. Entonces, junto con Pablo diremos: No nosotros, sino la gracia de Dios con nosotros.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber convertirnos en verdaderos evangelizadores de nuestro mundo, desde una auténtica docilidad al Espíritu Santo en nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com).

lunes, 30 de mayo de 2011

LUNES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA: el Espíritu Santo nos da la fortaleza para vivir en la Verdad y ser amigos de Jesús en medio de las contradiccione

LUNES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA: el Espíritu Santo nos da la fortaleza para vivir en la Verdad y ser amigos de Jesús en medio de las contradicciones del mundo
San Pablo se dedica con toda el alma a la causa del Evangelio. Quien busca encuentra, dice el Señor, y serán los primeros discípulos instrumentos de Dios para llevar la semilla a muchos lugares: “Haciéndose a la mar, fuimos desde Tróade derechos a Samotracia; al día siguiente a Neápolis, y de allí a Filipos, que es la primera ciudad de la región de Macedonia, y colonia romana. En esta ciudad permanecimos algunos días.
El sábado salimos fuera de la puerta de la ciudad, junto al río, donde pensábamos que se tendría la oración. Nos sentamos y hablamos a las mujeres que se habían reunido. Una de ellas, llamada Lidia, vendedora de púrpura de la ciudad de Tiatira y temerosa de Dios, nos escuchaba. El Señor abrió su corazón para que comprendiese lo que Pablo decía. Después de haber sido bautizada ella y su casa, nos insistía diciendo: Si juzgáis que soy fiel al Señor, venid y permaneced en mi casa. Y nos obligó” (Hechos 16,11-15). Cuando alguien está dispuesto a buscar a Dios con generosidad, de un modo o de otro, Dios se le manifestará. Se hace la luz… como Dios quiera, cuando Dios quiera. Del mejor modo, según como es cada uno. Hoy vemos a Lidia, la primera europea convertida escuchando a S. Pablo a la orilla de un río. Los caminos de Dios son variadísimos. Pero en todos hay una constante: la gracia de Dios que opera a través de alguien en los corazones más o menos bien dispuestos. Comenta S. Juan Crisóstomo: «Qué sabiduría la de Lidia! ¡Con qué humildad y dulzura habla a los apóstoles: “Si juzgáis que soy fiel al Señor”! Nada más eficaz para persuadirlos que estas palabras, que hubiesen ablandado cualquier corazón. Más que suplicar y comprometer a los apóstoles, para que vayan a su casa, les obliga con insistencia. Ved cómo en ella la fe produce sus frutos y cómo su vocación le parece un bien inapreciable».
La comunidad cristiana de Filipos recibió más tarde una de las cartas más amables de Pablo: señal de que guardaba recuerdos muy positivos de ella. No es extraño que el salmo sea optimista, porque la entrada de la fe cristiana en Europa ha sido esperanzadora: «el Señor ama a su pueblo... cantad al Señor un cántico nuevo».
¿Dónde nos toca evangelizar a nosotros? Pablo se adaptaba a las circunstancias que iba encontrando. A veces predicaba en la sinagoga, otras en una cárcel, o junto al río, o en la plaza de Atenas. Si le echaban de un sitio, iba a otro. Si le aceptaban, se quedaba hasta consolidar la comunidad. Pero siempre anunciaba a Cristo. Como nosotros hoy… En grandes poblaciones y en el campo. En ambientes favorables y en climas hostiles. En la escuela y en los medios de comunicación. Cuando nos alaban y cuando nos critican o persiguen: “que nos persuadamos de que nuestro caminar en la tierra -en todas las circunstancias y en todas las temporadas- es para Dios, de que es un tesoro de gloria, un trasunto celestial; de que es, en nuestras manos, una maravilla que hemos de administrar, con sentido de responsabilidad y de cara a los hombres y a Dios: sin que sea necesario cambiar de estado, en medio de la calle, santificando la propia profesión u oficio y la vida del hogar, las relaciones sociales, toda la actividad que parece sólo terrena” (san Josemaría Escrivá).
Entonemos un canto nuevo al Señor: «Cantad al Señor un cántico nuevo, resuene su alabanza en la asamblea de los fieles, que se alegre Israel por su Creador, los hijos de Sión por su Rey. // Alabad su nombre con danzas, cantadle con tambores y cítaras, porque el Señor ama a su pueblo, y adorna con la victoria a los humildes. Que los fieles festejen su gloria y canten jubilosos en filas con vítores a Dios en la boca» (Salmo 149,1-6.9). El canto es nuevo, porque las situaciones son nuevas, pero también porque el amor es nuevo y canta, como dice S. Agustín: “cantar suele ser tarea de enamorados”. Los cantos de maldad, de pecado, de injusticia, de egoísmo, de infidelidades, que más que una alabanza son una ofensa al Señor, deben quedar atrás, superados por la Victoria de Cristo, de la que participamos quienes creemos en Él.
Juan Pablo II recordaba que se definen los orantes de este salmo con "los pobres, los humildes"… los oprimidos, los pobres y perseguidos por la justicia, también los que, siendo fieles a los compromisos morales de la alianza con Dios, son marginados por los que escogen la violencia, la riqueza y la prepotencia. Este es el sentido de la célebre primera bienaventuranza: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos". Ya el profeta Sofonías se dirigía así a los anawim (pobres-humildes): "Buscad al Señor, vosotros todos, humildes de la tierra, que cumplís sus normas; buscad la justicia, buscad la humildad; quizá encontréis cobijo el día de la cólera del Señor"…
El canto de María recogido en el evangelio de san Lucas -el Magníficat- es el eco de los mejores sentimientos de los "hijos de Sión": alabanza jubilosa a Dios Salvador, acción de gracias por las obras grandes que ha hecho por ella el Todopoderoso, lucha contra las fuerzas del mal, solidaridad con los pobres y fidelidad al Dios de la alianza.
“Jesús decía a sus discípulos: Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí”; Espíritu de verdad es otro título que Jesús da al Espíritu. La verdad libera, la verdad es la única fuerza capaz de contrarrestarle el mal. Ser, cada vez más, un hambriento de la verdad, para ser, cada vez más, un testigo ("martyr" en griego) de la verdad.
…“y después también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. Os he hablado de esto para que no se tambalee vuestra fe”. Se nos pide ser "martyr", que hoy traducimos por "testigo". "Vosotros también seréis mártires míos = vosotros seréis también mis testigos."
“Seréis expulsados de las sinagogas; aun más, llega la hora en que todo el que os dé muerte pensará que hace un servicio a Dios. Y esto os lo harán porque no han conocido a mi Padre ni a mí. Pero os he dicho estas cosas para que cuando llegue la hora os acordéis de que ya os las había anunciado....” (Juan 15,26-16,4). "Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones" (2 Tm 3,12). Pero con el Espíritu Santo nada pueden temer. Pasan los perseguidores, y Cristo permanece ayer, hoy y siempre. San Agustín exclama: «Señor y Dios mío; en ti creo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. No diría la Verdad: “Id, bautizad a todas las gentes en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19), si no fuera Trinidad. Y no mandarías a tus siervos bautizar, mi Dios y Señor, en el nombre de quien no es Dios y Señor. Y si vos, Señor, no fuerais al mismo tiempo Trinidad y un solo Dios y Señor, no diría la palabra divina: “Escucha, Israel: El Señor tu Dios, es un Dios único” (Dt 6,4). Y si Tú mismo no fueras Dios Padre y fueras también Hijo, y Espíritu Santo, no leeríamos en las Escrituras canónicas: “Envió Dios a su Hijo” (Gál 4,4); y Tú, ¡oh Unigénito!, no dirías del Espíritu Santo: “que el Padre enviará en mi nombre” (Jn 14,26) y que “yo os enviaré de parte del Padre” (Jn 15, 26)...
Cuando arribemos a tu presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin entenderlas, y Tú permanecerás todo en todos, y entonces modularemos un cántico eterno alabándote a un tiempo unidos todos a ti. Señor, Dios uno y Dios Trinidad, cuanto con tu auxilio queda dicho en estos mis libros, conózcanlo los tuyos; si algo hay en ellos de mi cosecha, perdóname Tú, Señor, y perdónenme los tuyos. Así sea».
Ser cristiano cuesta… también hoy. ¿Soy realmente el testigo (mártir) de Dios? ¿Estoy de parte de Dios? ¿Es Dios al que defiendo, o es a mí, mis opciones, mis ideas? Sé que tengo un Defensor. El Espíritu esta ahí conmigo. Gracias. Concédeme, Señor, el no tener nunca miedo (Noel Quesson). El encargo fundamental para los cristianos es que den testimonio de Jesús. El día de la Ascensión les dijo: «seréis mis testigos en Jerusalén y en Samaría y en toda la tierra, hasta el fin del mundo». Llucià Pou Sabaté

domingo, 29 de mayo de 2011

DOMINGO 6º DE PASCUA – CICLO A: Jesús anuncia el Espíritu Santo, que continúa su vida en nosotros, hemos de llevar su presencia amorosa y dar razón de

DOMINGO 6º DE PASCUA – CICLO A: Jesús anuncia el Espíritu Santo, que continúa su vida en nosotros, hemos de llevar su presencia amorosa y dar razón de nuestra esperanza

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 8,5-8. 14-17: En aquellos días, Felipe bajó a la ciudad de Samaría y predicaba allí a Cristo. El gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría.
Cuando los apóstoles, que estaban en Jerusalén, se enteraron de que Samaría había recibido la palabra de Dios, enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran el Espíritu Santo; aún no había bajado sobre ninguno, estaban sólo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo.

SALMO RESPONSORIAL 65,13a.4-5.6-7a.16.20: R/. Aclamad al Señor, tierra entera. [o Aleluya].
Aclamad al Señor, tierra entera; / tocad en honor de su nombre, / cantad himnos a su gloria. / Decid a ¡Dios: «Qué temibles son tus obras.»
Que se postre ante ti la tierra entera, / que toquen en tu honor, / que toquen para tu nombre. / Venid a ver las obras de Dios, / sus temibles proezas en favor de los hombres.
Transformó el mar en tierra firme, / a pie atravesaron el río. / Alegrémonos con Dios, / que con su poder gobierna eternamente.
Fieles de Dios, venid a escuchar; / os contaré lo que ha hecho conmigo. / Bendito sea Dios que no rechazó mi súplica.

Lectura de la primera carta del Apóstol San Pedro 3,15-18: Hermanos:
Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere; pero con mansedumbre y respeto y en buena conciencia, para que en aquello mismo en que sois calumniados queden confundidos los que denigran vuestra buena conducta en Cristo; que mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal.
Porque también Cristo murió una vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 14,15-21: En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque vive con vosotros y está con vosotros.
No os dejaré desamparados, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis, y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.

Comentario: En la entrada cantamos: «Con gritos de júbilo, anunciadlo y proclamadlo; publicadlo hasta el confín de la tierra. Decid: “El Señor ha redimido a su pueblo”. Aleluya» (Is 48,20). Y en estos últimos días antes de la Ascensión, pedimos «que nuestra oración, Señor, y nuestras ofrendas sean gratas en tu presencia, para que así, purificados por tu gracia, podamos participar más dignamente en los sacramentos de tu amor» (Ofertorio); «Dios todopoderoso y eterno, que en la resurrección de Jesucristo nos has hecho renacer a la vida eterna; haz que los sacramentos pascuales den en nosotros fruto abundante y que el alimento de salvación que acabamos de recibir fortalezca nuestras vidas» (Postcomunión).
En las lecturas de hoy hay una constante alusión al Espíritu Santo, prometido por Jesús. Viene a decirles que su "paso al Padre" no significa "vacío" ni "ausencia". Su presencia entre los suyos está asegurada aún después de su marcha: "No os dejaré desamparados, volveré... Yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros". Esta promesa viene a renglón seguido de la afirmación: "Yo pediré al Padre que os dé otro Defensor, que esté siempre con vosotros". Él asegura la presencia permanente de la Persona de Cristo en su Iglesia y de que su obra de salvación vaya siendo interiorizada y asimilada por sus seguidores. Gracias al Espíritu, la resurrección ha significado para Jesús la posibilidad de una forma nueva, más profunda y perfecta, de hacerse presente a los suyos. La primera lectura narra una Pentecostés en miniatura, que viene a sellar la fundación de la Iglesia en Samaría: el Espíritu que empuja a la misión a Felipe, que confirman Pedro y Juan con la imposición de las manos sobre los bautizados, por la que reciben el Espíritu Santo. Para san Pedro (segunda lectura) dar testimonio de la fe, "dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pidiere" y proclamar el misterio pascual vienen a ser casi sinónimos. El Señor resucitado es la única razón de vivir de los creyentes. En la colecta pedimos poder "manifestar en nuestras obras los misterios que estamos celebrando en estos días de alegría en honor de Cristo resucitado" (Ignacio Oñatibia).
En las dos semanas que quedan de Pascua, el Señor Resucitado nos prepara para vivir el misterio de su «ausencia». Nosotros pertenecemos a las generaciones que ya desde el principio merecieron la «bienaventuranza» de los que, como Cristo le dijo a Tomás, «creen sin haber visto».
Jesús promete enviar el Espíritu de la verdad. Ante la confusión de tanto discurso erróneo y el espejismo de valores mentirosos, es urgente defender la verdad y encontrar caminos para que brille. Muchos, como Pilatos, repiten la vieja pregunta: ¿qué es la verdad? La verdad es conocimiento y exactitud a las ambigüedades y el error. Es libertad interior frente a la dictadura de doctrinas fáciles. Es fortaleza serena al apresuramiento de la incertidumbre. Es sencillez espiritual frente al oropel de la falsa retórica. Es luz del bien frente a la ceguera de la malicia. Es principio de toda perfección, evidencia pacífica del misterio de lo eterno, alma de la historia individual y colectiva. Estamos invitados a participar en el “gaudium de veritate” (gozo en la Verdad) en lo que consiste la felicidad: “El Espíritu Santo, que procede de ti, Señor, / ilumine nuestras mentes / y nos dé a conocer toda la verdad / como lo prometió Jesucristo tu Hijo; / haciendo morada en nosotros / nos convierta en templos de su gloria; / nos haga ante el mundo / testigos valientes del Evangelio; / y nos lleve a la unidad de la fe / y nos fortalezca con su amor; / así contribuiremos a que la Iglesia, Cuerpo de Cristo, / alcance su plenitud” (Oraciones colecta de la Confirmación).
Si nos damos cuenta de la cantidad de miseria e injusticia que hoy se acumula en el mundo, una amarga pregunta surge en nosotros o, por lo menos, una secreta desconfianza: ¿Tiene Dios corazón para el hombre? Ésta es la verdadera pregunta que hacemos a Dios. Confesamos fácilmente que es santo, glorioso, poderoso y grande. Pero sólo le podemos amar, si tiene corazón para el hombre, si realmente nos ama. Y no sólo a los hombres en general, sino a cada uno en particular. La naturaleza revela la grandeza y gloria del Creador; pero también su terribilidad, su enigma y ocultamiento. Pero ¿qué es el hombre, qué es la humanidad entera dentro de la naturaleza y del universo? Menos que un gusanillo, que pisamos, sin notarlo, en nuestro camino.
“También en la historia descubrirnos, aunque oscuramente, un poder que la rige y dirige: pero ¿qué es la vida del individuo y aun la vida de pueblos enteros dentro de los milenios de la historia ante aquel que la dirige? Así hay grandes catástrofes, leyes férreas e inexorables, pero no corazón. La existencia de un Dios vivo que tenga corazón para los hombres, la conocemos sólo por la revelación y sobre todo por Jesucristo. En Él se hizo literalmente verdad que Dios tomó un corazón humano, un corazón de sangre cálida, palpitante, un corazón de hombre con temores y esperanzas, del que se dice haberse conmovido de compasión al ver a la madre que llevaba a enterrar a su hijo único; un corazón del que salió aquellas palabras: «Tengo lástima de esta muchedumbre. . .» Que temblaba y desfallecía, cuando tenía ante sí lo terrible, el dolor y la muerte. Un corazón que amaba a los pecadores. Un corazón, en fin, que se rompió en la cruz y que fue taladrado por la lanza. Cristo que vino no a dominar, ni siquiera solamente a. enseñar, sino a dar su vida en rescate por los muchos. Se ha hablado mucho y aún se habla actualmente de una fe en Dios sin Cristo, de una «credibilidad en Dios», que no necesita de Cristo. Un Dios sin Cristo, es algo así como quedarnos en manos del destino y el destino no tiene corazón ni entrañas. Acaso nos quedara el Dios ante quien los pueblos son como gotas de agua en el mar, pero no un Dios a quien podamos hablar y tratar de tú y en cuyas manos nos podamos entregar; un Dios de quien sabemos que nos oye y se cuida de nosotros. Gracias a Jesús podemos llamar a Dios Padre. Gracias a Jesús podemos conocer el corazón viviente de Dios” (I. Asensio Alvarez).
1. Vemos hoy al diácono Felipe mereció ser llamado "evangelista" por san Lucas (Hch 28,1). Lo vemos hoy en Samaría y comenzar allí la evangelización de los gentiles. La sangre de Esteban y la palabra de Felipe inauguran la misión de la Iglesia y la hacen efectiva más allá de las fronteras del judaísmo. Y en aquella primera hora de la evangelización de las naciones se demuestra ya lo que mucho más tarde reconocería san Agustín, que "la sangre de los mártires es semilla del cristianismo". Los judíos despreciaban a los samaritanos porque después de la cautividad de Babilonia se habían mezclado sin miramiento alguno con los asirios y desde antiguo hacían competencia a Jerusalén con otro santuario nacional en Siquén. Con todo, los samaritanos se mantenían fieles a las enseñanzas del Pentateuco y esperaban al "salvador del mundo" (Jn 4,42). La predicación del evangelio en Siquén significaba una condena del racismo religioso de los judíos y la superación de las enemistades entre judíos y samaritanos. El autor subraya con énfasis la alegría que produce entre las gentes el anuncio de la buena noticia. De momento los apóstoles no tenían nada que temer en Jerusalén, pues la persecución iba dirigida contra los cristianos helenistas. Por eso se quedaron en la ciudad, mientras Felipe huía a Samaría para escapar al control del sanedrín. Los apóstoles siguen de lejos la obra de Felipe, se sienten responsables de la marcha del cristianismo y están preocupados; envían a dos delegados, a Pedro y a Juan. Con la imposición de las manos, los apóstoles reconocen y confirman la obra de Felipe y celebran la unión de todos los cristianos en un mismo espíritu (“Eucaristía 1975”).
Los dos temas centrales de este relato son la evangelización y el don de Dios, que es el Espíritu Santo. La jerarquía eclesial es el órgano sacramental que nos garantiza la donación y la presencia del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. San Basilio afirma: «Hacia el Espíritu Santo dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación, hacia Él tiende el deseo de todos los que llevan una vida virtuosa y su soplo es para ellos una manga de riego que los ayuda en la consecución de su fin propio. Fuente de santificación, Luz de nuestra inteligencia, Él es quien da, de Sí mismo, una especie de claridad a nuestra razón natural para que conozca la verdad. Inaccesible por naturaleza, se hace accesible por su bondad; todo lo dirige con su poder, pero se comunica solamente a los que son dignos de ellos, y no a todos en la misma medida, sino que distribuye sus dones en proporción a la fe de cada uno.
2. Con el Salmo 65 proclamamos llenos de gozo: «Aclamad al Señor, tierra entera, tocad en honor de su nombre, cantad himnos a su gloria...». Como en muchos salmos de acción de gracias, se trata aquí de una oración ante todo "colectiva" (en las siete primeras estrofas aparece el "nosotros"): Israel recuerda las maravillas del Éxodo, en particular "el paso del agua", "la Pascua del Mar Rojo y del Jordán: obstáculos superados por la gracia de Dios... Pero ésta es también una oración "individual", de pronto se pasa al «yo" a partir de la estrofa 8: los actos "liberadores" que Dios hizo en la historia de Israel son "significativos" de todas las situaciones de prueba aun individuales en que Dios es siempre el mismo, el que libera.
Es un canto a la redención, Jesús ha hecho vida la pascua, paso de la muerte a la Resurrección. Jesús es el nuevo Israel, el hombre universal; así como el pueblo judío tuvo que atravesar el Mar Rojo y el Jordán, así también Jesús fue "purificado en el crisol de la Pasión". Nadie mejor que El ofreció un "sacrificio de acción de gracias". Nadie mejor que El invitó a todo el universo a asociarse a su eucaristía (Noel Quesson).
“Venid y ved”. La invitación a la experiencia. La oportunidad de estar presente. El reto de ser testigo. Ven y ve. Para mí, esas tres palabras son la esencia de la fe, el corazón de la mística, el meollo de la religión. Ven. Note quedes sentado esperando tranquilamente a que te sucedan cosas. Levántate y muévete y adéntrate y busca. Acércate, entra y mira cara a cara a la realidad que te llama. Abre los ojos y ve. Contempla con toda tu alma. No te contentes con escuchar o leer o estudiar. Te has pasado toda la vida estudiando y leyendo y abstrayendo y discutiendo. Todo eso está muy bien, pero es sólo evidencia de segunda mano. Hay que trascenderla en fe y en humildad valiente para buscar la evidencia de primera mano de la visión y la presencia. Ven y ve. Busca y encuentra. Entra y disfruta. El Señor te ha invitado a su corte. Y ahora tomo esas palabras sagradas como dichas por ti, Señor, a mí. “Ven y ve”. Me invitas a estar a tu lado y ver tu rostro. Tus palabras no dejan lugar a duda, y tu invitación es seria y deliberada. Sin embargo, yo me dejo llevar por la timidez, me resisto, me refugio en excusas. No soy digno, me han dicho que es más seguro permanecer en la oscuridad de la fe, y prefiero seguir el camino trillado, quedarme en mi sitio y guardar silencio. Dejo a almas más elevadas los derroteros místicos de tu visión cara a cara, y me contento con la espiritualidad rutinaria que espera pacientemente la plenitud que más tarde ha de venir. Tengo miedo, Señor. No quiero meterme en líos. Me encuentro a gusto donde estoy, y pido que se me deje en paz. Las alturas no se hicieron para mí. Me temo que, si de veras me encuentro contigo, mi vida habrá de cambiar, mis apegos habrán de soltarse y mi tranquilidad se acabará. Tengo miedo de tu presencia, y en eso me parezco al pueblo de Israel, que delegaba a Moisés la responsabilidad de reunirse contigo, porque tenían miedo de hacerlo ellos mismos. Sé que en mí es pereza, inercia y cobardía. A fin de cuentas, es falta de confianza en ti, y quizá en mí mismo. Reconozco mi pusilanimidad, y te ruego que no retires tu invitación. Sí, quiero venir y ver tus obras, venir y verte a ti haciéndolas, contemplarte, admirar el esplendor de tu rostro cuando gobiernas la amplitud del universo y las profundidades del espíritu humano. Quiero verte, Señor, en la luz de la fe y en la intimidad de la oración. Quiero la experiencia directa, el encuentro personal, la visión deslumbrante. Siervos tuyos hablan de la experiencia que cambia sus vidas, la visión que satisface sus aspiraciones, la iluminación que da sentido a toda su existencia. Yo, en mi humildad, deseo también esa iluminación, y la espero de tu rostro, que es lo único que puede dar luz sobre su propia existencia a ojos mortales. Quiero ver, y al decir eso quiero decir que quiero verte a ti, que eres la única realidad que merece verse; a ti, que con el resplandor de tu rostro das luz a la creación entera y a mi vida en ella. Ese es mi deseo y ésa es mi esperanza. «Venid y ved». Voy, Señor. Dame la gracia de ver (Carlos G. Vallés).
3. "Dar razón de vuestra esperanza". En la segunda lectura, Pedro nos exhorta a que si el mundo nos mira y espera de nosotros algo más, un signo, una señal para ver, hemos de transparentar a Jesús, dar razón de nuestra esperanza: que no es dar razones para atraer a los otros a nuestra causa, sino vivir con esperanza, esperando a pesar de todo, sin dejarnos embaucar por el dinero y las posibilidades que él abre, para que nuestra vida sea la mejor denuncia frente al egoísmo y la indiferencia del mundo. Para que nuestra solidaridad cuestione la insolidaridad y el rabioso individualismo que degrada la vida y desestabiliza la sociedad. No podemos dar razón de nuestra esperanza con buenas palabras. Sólo el testimonio, el compromiso con los que sufren y se ven marginados, puede hacer recapacitar a este mundo deshumanizado e insolidario. Para que el mundo crea, hace falta que los creyentes vivamos ejemplarmente de acuerdo con la fe que confesamos. Y según esa fe, todos los hombres somos hermanos, sobre todo los más débiles, los que sufren, los enfermos, los disminuidos, los deficientes, los toxicómanos, los olvidados de la sociedad (“Eucaristía 1990”).
También es importante lo que sigue: “con mansedumbre y respeto”: la verdad no se impone, se propone y ha de hablar no por ser aclamada con gritos y represión, sino por la fuerza de la misma verdad, así como yo la acepto: porque me da la gana, así hay que respetar la libertad de las conciencias. Ya sabemos que hoy apenas si se cree en el cielo; que hay moda de inventar cielos de ciencia ficción en lugar de entrar en el misterio de la esperanza del cielo. Pero es que –aparte de que es más fácil aparentemente vivir sin compromiso moral- la idea que se han hecho del cielo quizá no es muy bonita, es imprescindible que la esperanza del cielo tenga verosimilitud a partir de la vida de los creyentes. Quizá las palabras sobre el cielo no las pronunciamos encendidas, o despreciamos la unión de alma y cuerpo, espíritu y mundo, y sólo hablamos de un “más allá”, poniendo lo negativo de este mundo al que hemos de amar apasionadamente (en palabras de s. Josemaría) pues es un regalo de Dios, y la Redención se realiza en esta realidad, la Encarnación no sustituye la naturaleza sino que la perfecciona. Y nos hemos desinteresado de este mundo despreciado como material, en la perspectiva de otro mundo espiritual e increíble. Increíble es ese otro mundo, el cielo, cuando lo brindamos como revancha a los pobres, para que se conformen con su pobreza y no nos pidan cuentas de nuestras riquezas (como un opio del pueblo, o una religión de esclavos). Increíble es el cielo, cuando sólo sirve de pretexto para desentendernos del mundo y sumir en la desesperación a las víctimas de todas las injusticias. Increíble es el cielo con el que se justifican pingües negocios, se enerva la buena voluntad de la gente y se manipula a los hombres, distrayéndolos del mundo, que es el campo de su responsabilidad. El cielo un día desbordará todas nuestras fantasías; pero hoy para nosotros es sólo esperanza, utopía que nos hace entrever un mundo distinto del que estamos forjando, rebeldía que nos impide doblegarnos a las exigencias de este mundo, que no es bueno porque no lo es para todos; subversión que nos obliga a liberar el mundo de todos los poderes que tratan de enseñorearse de él. Hablar del cielo y dar largas a la causa de los otros, puede ser edificante para algunos, pero es desesperante para los otros. Lo esperanzador sería comprometernos en la causa de todos. Y lo que se nos pide, como creyentes, es que demos razón de nuestra esperanza. Y sólo en la medida que el creyente se compromete en la construcción de un mundo acorde con la voluntad de Dios, sólo en esa medida da razón de su esperanza y hace posible la esperanza de todos en el cielo.
No es lo mismo que dar razones para que los otros esperen lo que nosotros mismos no esperamos. Dar razón de la esperanza es esperar en realidad de verdad y esperar contra toda esperanza humana, es mostrar que nosotros esperamos con paciencia en situaciones desesperadas y en la misma muerte. Es poner en cuestión al mundo con el hecho de la esperanza y no con palabras sobre la esperanza. Es, por tanto, vivir de tal manera en el amor que nuestra esperanza tenga fundamento y no aparezca como presunción, pues creemos y confesamos que el que no ama no tiene nada que esperar. Sólo así la esperanza cristiana es en absoluto y es noticia, buena noticia para todos cuantos preguntan y la aceptan. El que quiera dar razón de la esperanza, lo ha de hacer siempre con mansedumbre, pues la agresividad no puede ser nunca señal de la esperanza, sino del miedo. Y lo ha de hacer con respeto, con todo el respeto que merecen los que preguntan y, sobre todo, con el respeto que debemos al Evangelio. Esto nos obliga a decirlo todo y a practicarlo todo, sin mutilar el evangelio, ni avergonzarse de él. Pues todo el evangelio es motivo de esperanza para el creyente. Pedro nos amonesta igualmente para que demos razón de nuestra esperanza con buena conciencia; esto es, que hablemos de la esperanza sin doblez ni segundas intenciones, que proclamemos la esperanza que vivimos y vivamos la esperanza que proclamamos, que seamos sinceros con nosotros mismos y con los demás, que seamos honestos delante de Dios y de los hombres.
Glorificar a Cristo en el corazón es reconocerlo personalmente como Señor, es creer en él sinceramente y no sólo con los labios. El corazón es el centro de la responsabilidad y decisión del hombre, es la persona. El que reconoce a Cristo de corazón y lo glorifica en el corazón, está dispuesto igualmente a confesarlo ante los hombres con coraje (“Eucaristía 1975”).
El cristianismo no se basa en el poder, ni en la fuerza. Ni siquiera en la fuerza de la razón o de la verdad tal como se suele entender. Los cristianos carecemos de ese haz de razones, de verdades apabullantes que desarman a cualquiera. No está ahí nuestra fuerza. Y cuando nos empeñamos en que esté perdemos la "elegancia" del vivir y del sufrir cristianos que nada tiene que ver con la impotencia pero mucho menos tiene que ver con la imposición autárquica o dictatorial. No somos los creyentes del Sinaí con su corte de rayos y truenos atemorizantes, sino los creyentes del Gólgota, con un crucificado que no nos "dejará desamparados". Tenemos el amparo de la Cruz que no está hecha precisamente para abrir brecha al frente de ejércitos de conquista. Las únicas conquistas que merecen nombre de cristianas son las que llevan el sello de la "mansedumbre, el respeto y la buena conciencia" (Bernardino M. Hernando).
Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu. El don del Espíritu Santo no es sino el mismo Espíritu de Cristo (Rm 8,9), que a Él lo glorificó en su Resurrección y a nosotros nos santifica y nos injerta en su Cuerpo místico. Toda nuestra vida ha de ser un himno de alabanza y de acción de gracias a Cristo, que nos otorga tantos bienes materiales y espirituales. Casiano dice: «Debemos expresarle nuestro agradecimiento, porque nos inspira secretamente la compunción de nuestras faltas y negligencias; porque se digna visitarnos con castigos saludables; por atraernos muchas veces, a pesar nuestro, al buen camino; por dirigir nuestro albedrío, a fin de que podamos cosechar mejores frutos, aunque nuestra tendencia hacia el mal sea tan acusada. Porque se digna, en fin, orientar esa tendencia y cambiarla, merced a saludables sugestiones, hacia la senda de la virtud».
4. La gran promesa que nos hizo Cristo fue el envío del Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad, don del Padre a los que por la fe y el amor se entregan a Cristo. Es también el Espíritu de Verdad, fuente de vida y de santidad para toda la Iglesia. “Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor”. Comenta San Basilio: «Se le llama Espíritu porque Dios es Espíritu (Jn 4, 24), y Cristo Señor es el espíritu de nuestro rostro. Le llamamos santo como el Padre es santo y santo el Hijo. La criatura recibe la santificación de otro, mas para el Espíritu la santidad es elemento esencial de su naturaleza. Él no es santificado, sino santificante. Lo llamamos bueno como el Padre es bueno y bueno aquel que ha nacido del Padre bueno; tiene la bondad por esencia. Él es, sin embargo, el Señor Dios, porque es verdad y justicia y no sabrá desviarse ni doblegarse, en razón de la inmutabilidad de su naturaleza. Es llamado Paráclito como el Unigénito, según la palabra de éste: “Yo rogaré al Padre y él os enviará otro Paráclito” (Jn 14,16).
¡Envíanos el Espíritu de fortaleza, a fin de combatir, en nosotros y en torno de nosotros, valerosamente contra el mal! ¡Envíanos el Espíritu de intrepidez, con el que los apóstoles comparecieron ante reyes y gobernantes y te confesaron! ¡Envíanos el Espíritu de paciencia, a fin de que en todas nuestras pruebas nos mostremos como fieles siervos tuyos! ¡Envíanos el Espíritu de alegría, a fin de sentimos dichosos de ser hijos del Padre del cielo! Y, finalmente, ¡envíanos el Espíritu Santo, Paráclito (consolador), a fin de no desfallecer en este mundo, sino que nos alegremos de tu divina cercanía! ¡Qué nos alegremos de tu divina cercanía!
"No os dejaré huérfanos". Yo estaré con vosotros de manera nueva y misteriosa; de una manera que es más que la presencia personal, limitada por tiempo y espacio, en que sólo puede obrarse desde fuera. Por eso os conviene que me vaya, pues entonces os podré mandar el nuevo consolador, que estará y obrará en vosotros, el Espíritu de la verdad, al que el mundo no ve ni conoce; pero vosotros lo conoceréis. Él permanecerá y morará en vosotros. El mundo no me verá ya más, pero vosotros me veréis, "porque yo vivo y vosotros viviréis". Una y otra cosa, profecía y promesa, son realidad y están estrechamente unidas. Ni una ni otra debemos perder de vista. ¿Qué se nos dice, acerca de este "estar con nosotros", acerca de esta presencia, este nuevo asistente y consolador?
Se trata, primeramente, de una presencia interior y personal que tal vez llamaríamos mejor presencia íntima. No es aquella presencia universal que llena cielo y tierra y en que piensa el apóstol cuando dice: "En Él vivimos, nos movemos y somos'. No es sólo aquella presencia (Sal 138) de la que no podemos apartarnos, sino otra presencia, totalmente personal e íntima. Una presencia personal de conocimiento y amor, como de amigo con amigo, un "morar" en medio de nuestro corazón, en el fondo de nuestra alma, en el hondón oculto de nuestro ser. Una presencia que nos hace en cuerpo y alma templos del Espíritu santo. Esta presencia no depende de nuestro sentimiento, ni de nuestro estado de salud ni de la temperatura o clima variable de nuestra alma. Es una realidad, aunque no nos percatemos de ella. Es desde luego objeto de fe. Mas cuando hoy nos dice la psicología, la ciencia del alma, que hay en el hombre profundidades ocultas, a que no llega ya la conciencia y que, no obstante, determinan con otros factores todo nuestro vivir, pensar y querer, las profundidades psíquicas inconscientes de que vivimos: cuando decimos, que tales cosas nos dice la psicología, ya no es tan difícil pasar de ahí a creer, que aún es más hondo y más íntimo el habitar y obrar del Espíritu divino en nosotros. A pesar de ser oculta, esta presencia es perceptible y experimentable. "Él permanecerá y obrará en vosotros". Aunque personalmente permanece oculta, como "el rey de la cámara oscura", sus efectos son perceptibles y verificables. Basta para ello que nos abramos y prestemos atención.
Estamos tan derramados y somos tan solicitados hacia lo exterior, tan fascinados por lo que hiere nuestros sentidos, que pensamos perder algo aun cuando se trate de mirar u oír dentro de nosotros mismos. Estamos tan aturdidos del ruido que reina en torno nuestro y dentro de nosotros, que no percibimos la voz suave, la llamada susurrante del Espíritu de Dios. Las luces chillonas nos deslumbran de forma que no vemos la luz fina y delicada que hay, para guiamos, dentro de nosotros mismos. El Espíritu de Dios en nosotros no obra justamente aquello a que estamos de ordinario acostumbrados y que, aun sin caer en la cuenta, esperamos también aquí: Que se nos subyugue, deslumbre y arrastre. No, el Espíritu de Dios nos deja intacta la libertad y con ella, también la responsabilidad de la determinación y del propio esfuerzo. No miremos en dirección falsa, no busquemos en lugar y de modo falsos, no aguardemos nada falso.
Y entonces podremos verificar que El está aquí, está con nosotros, obra en nosotros, como espíritu de fe en medio de la duda y confusión, como fuerza en la flaqueza, como espíritu de alegría en medio de las lágrimas y tristeza, como última seguridad secreta entre el desfallecimiento y congojas de todo linaje. Él nos consuela y fortalece y guía, nos sostiene y ayuda, ora dentro de nosotros con gemidos inenarrables, cuando nuestras palabras fallan; Él, consolador está allí ayudando a nuestra debilidad. ¡Gocemos de esta cercanía, de esta intimidad divina! (Jesús Corazón del Dios Viviente).
San Agustín comenta el Evangelio: “Dice el Señor: Todavía un poco y el mundo ya no me verá” (Jn 14,19). ¿Qué decir? ¿Es que entonces le veía el mundo? En efecto, con el nombre de «mundo» quiere indicar a aquellos de quienes habló antes, diciendo con referencia al Espíritu Santo: “A quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce” (Jn 14,17). El mundo, es verdad, veía con los ojos de la carne a quien se había hecho visible mediante la carne, pero no veía a la Palabra que se ocultaba en la carne; veía al hombre, pero no a Dios; veía el vestido, pero no al hombre vestido. Mas como después, de su resurrección mostró a los discípulos también su carne, no sólo para que la vieran, sino incluso para que la tocaran, pero no quiso manifestarla a los que no eran de los suyos, quizá haya que referir a esta realidad las palabras: “Todavía un poco y el mundo ya no me verá; pero vosotros me veréis, porque yo vivo, y también vosotros viviréis” (Jn 14,19).
¿Qué significa: Porque yo vivo, también vosotros viviréis? ¿Por qué se refiere a sí mismo en el presente y a ellos en futuro, sino porque les prometió que poseerían también la vida del cuerpo, pero un cuerpo resucitado, cual aquella en la que él les iba a preceder? Y como estaba tan próxima su resurrección, utilizó el presente para indicar esa inmediatez; refiriéndose a ellos, en cambio, no dijo: «vivís», sino viviréis, puesto que la suya se difiere hasta el fin del mundo.
De una manera breve y discreta, usando respectivamente el presente y el futuro, prometió las dos resurrecciones: la suya, que había de realizarse en breve, y la nuestra, que tendrá lugar al fin del mundo. Porque yo vivo -dice-, también vosotros viviréis: porque vive él, por eso viviremos nosotros también. Pues por un hombre entró la muerte y por un hombre entrará la resurrección de los muertos; y así como en Adán mueren todos, así todos volverán a la vida en Cristo. En efecto, nadie muere sino por Adán y nadie vive, sino por Cristo. Por haber vivido nosotros nos hallamos muertos; por vivir él, viviremos. Estamos muertos para él cuando vivimos para nosotros; pero dado que murió por nosotros, él vive para él y para nosotros. Y, por vivir él, viviremos nosotros también. Nosotros pudimos darnos la muerte, pero no podemos darnos de igual modo la vida.
“En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre y que vosotros estáis en mí y yo en vosotros” (Jn 14,20). ¿En qué día, sino aquel del que dice: También vosotros viviréis? Entonces podremos ver lo que ahora creemos. También ahora él está en nosotros y nosotros en él; mas ahora lo creemos, entonces lo conoceremos. Y aunque ahora lo conozcamos por la fe, entonces lo conoceremos por la contemplación. Mientras vivimos en este cuerpo actual corruptible, que apesga al alma, somos peregrinos lejos del Señor, porque caminamos en la fe, no en la visión (2 Cor 5,6). Entonces, pues, le veremos en su realidad, porque le veremos tal cual es (1 Jn 3,2). En verdad, si Cristo no estuviese también ahora en nosotros, no diría el Apóstol: Si Cristo está en nosotros, el cuerpo está ciertamente muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia (Rom 8,10). Que también ahora estamos nosotros en él, lo indica con claridad cuando dice: Yo soy la vid y vosotros los sarmientos (Jn 15,5). Por consiguiente, en aquel día en que vivamos con la Vida, que absorbe a la muerte, veremos que él está en el Padre, nosotros en él y él en nosotros, porque entonces llegará a la perfección lo que ahora ha comenzado ya él, es decir, su morada en nosotros y la nuestra en él.
“El que tiene mis mandatos y los observa es quien me ama” (Jn 14,21): el que los tiene en su memoria y los observa en su vida; el que los tiene presentes en sus palabras y los observa en sus costumbres; quien los tiene porque los escucha y los observa practicándolos, o quien los tiene porque los lleva a la práctica y los observa perseverando en ellos. Ése es -dice- quien me ama. El amor debe manifestarse en las obras para que no se quede en palabra estéril. Y a quien me ame, le amará mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a mí mismo (Jn 14,21). ¿Qué significa amaré? Deja entender que le ha de amar entonces, pero que no le ama ahora. No ha de entenderse así. Pues ¿cómo podría amarnos el Padre sin el Hijo o el Hijo sin el Padre? Si su obrar es inseparable, ¿cómo pueden amar de forma separada? Pero dijo: Yo le amaré, para añadir: Y me manifestaré a él. Le amaré y me manifestaré: es decir, le amaré, para manifestarme a él. Al presente nos ha amado para que creamos y guardemos el mandato de la fe; entonces nos amará para que le veamos y recibamos la visión misma como recompensa de la fe. También nosotros le amamos ahora creyendo lo que veremos, pero entonces le amaremos viendo lo que hemos creído”.
Según el evangelista Juan (Jn 16,27; 1 Jn 2,3-6; 3,23), Dios pide al hombre dos actitudes fundamentales: fe y amor. Esta respuesta del hombre al Evangelio comprende ya la plenitud de la nueva ley. Una fe vivida en el amor y un amor operante por la obediencia buscada a la Palabra del Señor constituyen aquella comunión de vida con Jesús que se presupone para que se cumplan las promesas que él hace a sus discípulos. Numerosos santos han subrayado en sus escritos este aspecto. "Ama y haz lo que quieras" (San Agustín). "Jesús no tiene necesidad de nuestras obras, sino solamente de nuestro amor" (Teresa de Lisieux; cf. “Eucaristía 1993).
La escena de hoy relaciona el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (la Trinidad) con los discípulos (la Iglesia). Por la intervención de Jesús, el Padre enviará a los discípulos el Espíritu Santo. El hecho de que el Padre dé el Espíritu Santo a los discípulos de su Hijo Jesús, implica que quiere estar en ellos, como ellos están en el Hijo y el Hijo está en él. El Espíritu une la Trinidad y los discípulos, y hace de la existencia de los discípulos una existencia de comunión con Dios y entre nosotros. Pero los discípulos sólo recibirán el don del Espíritu si se mantienen unidos a Jesús, si guardan su palabra, palabra que se ha hecho relación (1,14), comida y bebida (6,55), donación libre por amor (10,17-18). Jesús nos promete su presencia. No nos deja solos, porque quiere que vivamos la vida que vive desde siempre al lado del Padre, una vida de comunión, una vida de amor en plenitud, una vida libre y feliz para siempre. Por eso, el Padre nos dará el Espíritu, para que éste haga manar de los corazones de los creyentes ríos de agua viva (7,38-39). El Espíritu prometido transformará nuestros corazones para que sirvamos y amemos como Jesús, y nos acompañará siempre en nuestro camino hacia la comunión con Dios y entre nosotros.
“Se acercaba el momento en el que Jesús iba a ofrecer su vida por los hombres. Tan grande era su amor, que en su Sabiduría infinita encontró el modo de irse y de quedarse, al mismo tiempo. San Josemaría Escrivá, al considerar el comportamiento de los que se ven obligados a dejar su familia y su casa, para ganar el sustento en otra parte, comenta que el amor del hombre recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía... Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad” (Javier Echevarría).
Hoy Jesús se dirige directamente a los que buscamos la felicidad. (“¿Qué buscáis?” 1,38) y a los que buscamos hallarlo vivo (“¿A quién buscas?” 20,15), y nos dice: “Quien me ama, guarda mis mandamientos”. Amar a Jesús (= amar a Dios) y guardar sus mandamientos son una única y misma cosa, son inseparables; no amamos a Dios (= Jesús) si no guardamos sus mandamientos. Ahora bien, ¿cuáles son los mandamientos de Jesús? Son su palabra. Y su palabra es él mismo, su vida de servicio y su misión de amor, para que todos tengan vida y acojan la verdad (el amor de Dios). Por tanto, se trata de creer en Jesús y seguir su ejemplo en el servicio y en el amor desinteresados (Jaume Fontbona).