sábado, 15 de enero de 2011

Navidad, 7 de Enero: hemos de examinar los espíritus para reconocer los que vienen de Dios, es decir el amor: es Luz que nos trae Jesús para recorrer

Navidad, 7 de Enero: hemos de examinar los espíritus para reconocer los que vienen de Dios, es decir el amor: es Luz que nos trae Jesús para recorrer este año nuevo con magnanimidad

Primera carta del apóstol san Juan 3,22-4,6. Queridos hermanos: Cuanto pidamos lo recibimos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio. Queridos: no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo. Podréis conocer en esto el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios: es del Anticristo. El cual habéis oído que iba a venir; pues bien, ya está en el mundo. Vosotros, hijos míos, sois de Dios y lo habéis vencido. Pues el que está en vosotros es más que el que está en el mundo. Ellos son del mundo; por eso hablan según el mundo y el mundo los escucha. Nosotros somos de Dios. Quien conoce a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error.

Salmo 2,7-8.10-12a. R. Te daré en herencia las naciones
Voy a proclamar el decreto del Señor; él me ha dicho: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy. Pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión, los confines de la tierra.»
Y ahora, reyes, sed sensatos; escarmentad, los que regís la tierra: servid al Señor con temor, rendidle homenaje temblando.

Texto del Evangelio (Mt 4,12-17.23-25): En aquel tiempo, cuando Jesús oyó que Juan estaba preso, se retiró a Galilea. Y dejando la ciudad de Nazaret, fue a morar en Cafarnaún, ciudad marítima, en los confines de Zabulón y de Neftalí. Para que se cumpliese lo que dijo Isaías el profeta: «Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino de la mar, de la otra parte del Jordán, Galilea de los gentiles. Pueblo que estaba sentado en tinieblas, vio una gran luz, y a los que moraban en tierra de sombra de muerte les nació una luz».
Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir: «Haced penitencia, porque el Reino de los cielos está cerca». Y andaba Jesús rodeando toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos y predicando el Evangelio del Reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia del pueblo. Y corrió su fama por toda Siria, y le trajeron todos los que tenían algún mal, poseídos de varios achaques y dolores, y los endemoniados, y los lunáticos y los paralíticos, y los sanó. Y le fueron siguiendo muchas gentes de Galilea y de Decápolis y de Jerusalén y de Judea, y de la otra ribera del Jordán.

Comentario: 1. 1 Jn 3,22-4,6. Durante las ferias que pueda haber desde la Epifanía del día 6 hasta el domingo siguiente, la fiesta del Bautismo del Señor (que puede caer desde el día 7 hasta el 13), la primera lectura seguirá siendo la de la carta de Juan, que da unidad a todo el Tiempo de Navidad. En la página de hoy, Juan insiste en varias de las direcciones de su carta que ya hemos escuchado los últimos días. Ante todo, la doble dirección del mandamiento de Dios: la fe y el amor, la recta doctrina y la práctica del amor fraterno. Creer en Cristo Jesús y amarnos los unos a los otros. Quien guarda esos mandamientos permanece en Dios y Dios en él. Y podrá orar confiadamente, porque será escuchado. Aparece también el tema del discernimiento de espíritus y de la vigilancia contra los falsos profetas, los anticristos, que no aceptaban a Cristo venido como hombre, encarnado seriamente en nuestra condición humana. El Espíritu Santo nos ayudará a saber distinguir los maestros buenos y los malos. Finalmente insiste en nuestra lucha contra el mundo, en la tensión entre la verdad y el error, entre la luz y la tiniebla. Los cristianos estamos destinados a vencer al mundo en cuanto contrario a Cristo Jesús. Y como Dios es más fuerte que el anticristo, nuestra victoria está asegurada si nos apoyamos en él.
Si la verdadera comunión con Dios está reservada para la eternidad (1 Jn 3,2), si esa comunión está ya actuando en la vida presente, aunque de manera misteriosa, que se sustrae a las miradas del mundo (1 Jn 3,1), ¿de qué criterios disponemos para saber si esa comunión nos acompaña realmente en esta tierra; qué seguridad podemos tener ante Dios sobre si esa presencia no es incluso percibida por nosotros mismos? A esta preguntas viene a contestar este pasaje. Podemos conocer experimentalmente que Dios mora en nosotros (v. 24) por la manera en que guardamos los mandamientos. Esa observancia de los mandamiento hará que nuestro corazón no nos acuse (v 21), que estemos seguros ante Dios hasta el punto de poder pedirle con la seguridad de ser escuchados (v 21); la misma doctrina encontramos en Jn 15,15-17. El mandamiento que nos dará la seguridad delante de Dios y nos garantiza su estancia entre nosotros es doble: creer en el nombre de Jesucristo y amarnos los unos a los otros (v 23). Estos dos preceptos nos los presenta Juan de tal manera que no parecen constituir sino uno. Juan estima, en efecto, que no hay dos virtudes distintas: la fe por una parte y la caridad por otra, sino que esas dos virtudes no son más que las dimensiones trascendente e inmanente de una sola actitud (cf Jn 13,34-36; 15,12-17): somos hijos de Dios por nuestra fe y la caridad entre hermanos deriva de esa filiación (1 Jn 2,3-11).
Atenerse al mismo tiempo a la dimensión horizontal y a la dimensión vertical del mandamiento de Dios no es fácil. Hoy, en particular, la tentación del cristiano es la de buscar un amor fraterno más auténtico y más universal, pero sin referencia necesaria a Dios, olvidando que la salvación del hombre depende de una sola palabra: el amor, pero un amor que hunde sus raíces en la vida misma de Dios.
Creer en Jesucristo como pide San Juan, es creer que el Padre ama a todos los hombres a través de su propio Hijo y querer participar en esa mediación del amor. Creer en Jesucristo es admitir igualmente que Jesús es la mejor réplica humana al amor del Padre y querer imitarle en su renuncia total a sí mismo y en su filiación obediente a su Padre.
Cada Eucaristía sitúa al cristiano en relación simultánea con Dios y con todos los hombres; nos reúne para dar gracias a Dios y después volverse hacia los hombres: la simultaneidad de ambas misiones es su misterio por excelencia (Maertens-Frisque).
-Dios nos concede cualquier cosa que le pedimos confiadamente porque somos fieles a sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. ¿Cómo podemos saber que «Dios está con nosotros»? ¿Qué seguridad tenemos de estar «en comunión con Dios» y de que nuestras oraciones sean atendidas? San Juan contesta: Estamos en comunión con Dios si «hacemos lo que le agrada... si permanecemos fieles a lo que nos manda...». Es lo mismo que sucede con las personas que amamos: la verdadera unión, la verdadera prueba de amor consiste en hacer lo que agrada al otro. Se da entonces la comunión de pensamientos y de voluntades. Si dos se aman son sólo uno: Todo lo mío es tuyo. Agradarte, Señor. Hacer tu voluntad. Mis proyectos, mis actividades, mi jornada entera, todo según tu propio proyecto divino. Está claro entonces que mi plegaria será atendida, porque correspondo con todo mi ser a «lo que Tú quieres», a "lo que te agrada".
-Y este es "su" mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo... Y que nos amemos unos a otros... Son dos aspectos de un solo mandamiento: creer y amar. No son dos preceptos, son el mismo, "su" mandamiento. Para san Juan, según parece, la fe y la caridad no son dos vIrtudes distintas, sino una sola virtud: "ser hijo de Dios". ¿Constituye esto el fondo de mi vida?
-Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él. Procuro que esas palabras penetren profundamente en mí. Permanecer en Dios... ¿"Permanezco yo en Dios"? o bien ¿me aparto de El con frecuencia? ¿tal vez, por el pecado, me sitúo fuera de Dios? Conocemos que permanece en nosotros por el Espíritu que nos dio. El Espíritu de Dios no es algo material, un regalo, un don inerte. Es un Impulso, es un Pensamiento, es un Querer, es un Proyecto, es una Persona... Es el Espíritu de Dios en nosotros. ¿Correspondo yo a ello? ¿Dejo que ese espíritu me vivifique?
-No os fiéis de cualquier «inspirado». Con esa doctrina a la que san Juan da tanta importancia, un cierto «subjetivismo» muy individualista sería de temer: ¡cada uno podría creerse «inspirado» por el Espíritu! En tiempo de san Juan no faltaban los falsos profetas de ese tipo. En nuestro tiempo tampoco faltan los por así decir profetas que, muy «concienzudamente» seguros de sí mismos, afirman saber lo que conviene a la Iglesia. Hoy se insiste, en particular y con razón, en la «dimensión horizontal»: el amor fraterno, el compromiso en la promoción de los hermanos... y san Juan no deja nunca de insistir en ese aspecto. Pero no podemos olvidar que su fuente, su origen se halla en una «dimensión vertical» igualmente esencial: el amor de Dios, la fe en Cristo, la oración...
-Mirad como podréis conocer si el espíritu de Dios les inspira: Todo «inspirado» que confiesa que Jesucristo es el Mesías venido ya en carne mortal, procede de Dios. Jesucristo vuelto, a la vez, hacia Dios y hacia los hombres (Noel Quesson).

2. Sal. 2. Tú eres mi Hijo amado en quien tengo puestas mis complacencias. Hoy, el hoy de la eternidad, el eterno presente en el que es engendrado el Hijo de Dios por el Padre Dios, lo hace igual a Él en el ser y en la perfección, de tal forma que quien contempla al Hijo contempla al Padre, pues el Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo. A nosotros corresponde reconocer al Hijo de Dios, encarnado, como Señor de nuestra vida siéndole fieles al escuchar su Palabra y ponerla en práctica; postrándonos de rodillas ante Él para estar atentos a su voluntad y permitirle que Él lleve a efecto su obra salvadora en nosotros. Aquel que vive en la rebeldía a Jesucristo, aquel que va por caminos de pecado y de muerte, a pesar de que acuda a dar culto a Dios, no le pertenece a Dios, pues sus obras son malas. Manifestemos nuestra fe no sólo con palabras, sino con una vida íntegra entregada a realizar el bien conforme a las enseñanzas del Señor. Entonces estaremos demostrando, con la vida misma, que en realidad pertenecemos al Reino y familia de Dios.

3. A. Comentario mío de 2008. Jesús comienza a predicar con palabras de Isaías: «El pueblo que estaba sentado en tinieblas, vio una gran luz» (Mt 4,16). “La esperanza que salva”, ha titulado Benedicto XVI su nueva Encíclica, siguiendo el surco que dejó Juan Pablo II con su doctrina y su acción social, pues ayudó no poco a la reconversión de los países comunistas hacia la libertad. Pero Occidente necesita aquella esperanza que ha va perdiendo, agostado por la engañosa llamarada del consumismo. En una escuela de inspiración cristiana, un día de reunión de padres, una madre se me acercó contenta: “estamos muy alegres, desde que venimos por aquí, y nos hemos decidido a tener otro hijo, lo estoy esperando...” el pequeño de la familia tenía ya 14 años, otro ya tenía 18, y después de ese largo período de tiempo se animaron a tener otro más; me gustó eso de que la paternidad fuera fruto de esa alegría de vivir que se respira en un ambiente esperanzado, que estuviera unida esta alegría a la ilusión de dar la vida. (Ya sabemos que los índices de nacimientos de algunos países de Europa, por ejemplo España, son los más bajos del mundo). Como recordaba hace poco J. Magraner, el filósofo danés S. Kierkegard vio con extraordinaria lucidez que el hombre que no cree en Dios es un hombre profundamente desesperado, aunque viva en medio de un progreso material nunca visto. También él comprendió que el cristiano que flojea en la fe, aunque tenga muchas esperanzas , va perdiendo la verdadera esperanza que sólo en Dios tiene su fundamento.
“La fe -nos dice Hebreos 11,1- es la sustancia de lo que esperamos, prueba de aquello que no vemos”. Y por la fe –dirá Benedicto XVI siguiendo al Santo de Aquino- ya están presentes en nosotros, si bien de manera incipiente, las realidades que esperamos: la vida eterna. Porque la vida eterna –que no es otra cosa que Cristo mismo- ya está presente en nosotros por el bautismo y los otros sacramentos que junto con la oración nos permiten mantener, acrecentar, y transmitir esa vida nueva que es divina sin dejar de ser muy humana. Es la vida enamorada de un hijo de Dios que lo espera todo de su Padre y al mismo tiempo no deja de luchar para cooperar con sus pobres fuerzas humanas para que se cumpla el mensaje navideño por excelencia: ¡Gloria a Dios en Cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!
* Esta es la gran luz que vino Jesús a traernos, como dice mi amigo Jordi Castellet: “Hoy comienza el tiempo en que Dios nos da una vez más su tiempo para que lo santifiquemos, para que estemos cerca de Él y hagamos de nuestra vida un servicio de cara a los otros. La Navidad se acaba, lo hará el próximo domingo —si Dios quiere— con la fiesta del Bautismo del Señor, y con ella se da el pistoletazo de salida para el nuevo año, para el tiempo ordinario —tal y como decimos en la liturgia cristiana— para vivir in extenso el misterio de la Navidad. La Encarnación del Verbo nos ha visitado en estos días y ha sembrado en nuestros corazones, de manera infalible, su Gracia salvadora que nos encamina, nuevamente, hacia el Reino del Cielo, el Reino de Dios que Cristo vino a inaugurar entre nosotros, gracias a su acción y compromiso en el seno de nuestra humanidad. / Por esto, nos dice san León Magno que «la providencia y misericordia de Dios, que ya tenía pensado ayudar —en los tiempos recientes— al mundo que se hundía, determinó la salvación de todos los pueblos por medio de Cristo». / Ahora es el tiempo favorable. No pensemos que Dios actuaba más antes que ahora, que era más fácil creer cerca de Jesús —físicamente, quiero decir— que ahora que no le vemos tal como es. Los sacramentos de la Iglesia y la oración comunitaria nos otorgan el perdón y la paz y la oportunidad de participar, nuevamente, en la obra de Dios en el mundo, a través de nuestro trabajo, estudio, familia, amigos, diversión o convivencia con los hermanos. ¡Que el Señor, fuente de todo don y de todo bien, nos lo haga posible!”
Se suele decir: año nuevo, vida nueva. Será verdad en el sentido de que, si renovamos nuestra confianza en Dios, será una vida de conversión en algo más alto, en vivir de fe y de amor, arrostrando dificultades, eso sí, como Juan Pablo II recordaba a los jóvenes: “La fe incluye siempre un desafío. Nunca ha sido de otro modo. Hoy existen ciertas dificultades para el que quiere ser cristiano. Pero ayer había otras. Y mañana -es una profecía que se puede arriesgar sin temor de ser desmentidos-, mañana las nuevas generaciones de jóvenes tendrán que afrontar nuevas dificultades. Ser cristianos nunca ha sido, ni lo será jamás, una opción "tranquila"”. Esto implica lucha, para mejorar cada día un poco:”si dijeses: ¡ya basta!, has perecido. Añade siempre, camina siempre, adelanta siempre; no te pares en el camino, no vuelvas atrás, no te desvíes. Se detiene el que no adelanta; vuelve atrás el que vuelve a pensar en el punto de donde había partido (...). Mejor es el cojo en el camino, que el que corre fuera del camino” (San Agustín, Sermón 169). Por tanto, ante las dificultades la gracia nos da fuerzas para evitar el derrotismo y el pesimismo. No sólo ante la soberbia y la sensualidad, expresiones del egoísmo que llevamos dentro, sino también ante los ataques de la cultura en sus formas equivocadas de expresarse contra la libertad religiosa, incomprensiones que no suelen faltar en todas las épocas hacia los inconformistas.
Ahora que empieza el año, pensemos que lo importante no será lo que hagamos con nuestra fuerza, aunque hemos de poner buena voluntad en nuestra lucha, sino que lo que más cuenta es lo que hace Dios en nosotros: vamos a dejarle “espacio vital”, dejarle hacer. Para ello, ayuda la magnanimidad, ánimo grande, que el alma sea amplia en la que quepan muchos. “Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar; se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios” (san Josemaría Escrivá).
** “Tras de un amoroso lance, / y no de esperanza falto, / volé tan alto, tan alto / que le di a la caza alcance”. La aventura de tener un vuelo así, hasta mirar el sol de hito en hito, es majestuosa. La experiencia de “pájaro solitario” viene del salmo 101: "Recordé y fui hecho semejante al pájaro solitario en el tejado": abrí los ojos y me hallé sobre todas las inteligencias naturales, solitario sin ellas en el tejado, por encima de todas las cosas de abajo. Así es, por ejemplo, el celibato de amor, entendido como un voluntario estar solitario de otros amores, incluso del amor propio, para adquirir las alas célibes del ceibe, del libre: la envergadura voladora de una poderosa libertad, como leí no sé donde: Vaciamiento y libertad, pues, como ingeniería del alma para llegar a las cumbres más altas del amor divino. Vaciamiento, que es desnudez y es oquedad, capacidad de resonancia, para la escucha sabrosa de la música callada, la soledad sonora.
Hay como 5 notas de la contemplación: I: El ave solitaria se pone en lo más alto. Siempre por encima del suelo. Siempre en trato con Dios. Siempre buscando la perspectiva cimera de lo sobrenatural. Siempre desafiando el vuelo rasante, gallináceo y timorato. “No vueles como un ave de corral, cuando puedes subir como las águilas”, decía S. Josemaría Escrivá, quien a los comienzos del Opus Dei se reúne con mujeres de la Obra para mostrarles algunas labores apostólicas que soñaba para el futuro: granjas escuelas para campesinas; residencias universitarias; clínicas de maternidad; centros de capacitación profesional de la mujer en distintos ámbitos: hostelería, secretariado, enfermería, docencia, idiomas; actividades en el campo de la moda; bibliotecas ambulantes. Quedaron pasmadas, entre el asombro y el vértigo. Les dice: "Ante esto se pueden tener dos reacciones. Una, la de pensar que es algo muy bonito pero quimérico, irrealizable. Y otra, de confianza en el Señor que, si nos ha pedido todo esto, nos ayudará a sacarlo adelante".
II: A toda hora tiene el pájaro vuelto el pico donde viene el aire. Vuelta la atención y vuelto el afecto hacia donde sopla el Espíritu. Pendiente en todo momento de lo que Dios quiera decir, señalar, sugerir, dar o pedir.
III: Está sólo y no consiente otra ave junto a sí, sino que, cuando alguna se posa a su lado, luego se va, emprende el vuelo. El pájaro quiere estar solitario, en soledad de todas las cosas, desnudo de todas ellas, porque no consiente en sí otra cosa que su soledad en Dios.
IV: Canta muy suavemente. Así en voz baja y perfumando con fragancia suave, “in odorem suavitatis”, como los gramos de incienso que se queman despacio, sin grandes humaredas, lentamente, sube hasta Dios su tenue canto, nada vocinglero: la sencilla canción de un pájaro pequeño. Canta muy suavemente, porque no canta para ser oído y aplaudido por los hombres. No desea llamar la atención de ninguno. Su espectador y su escuchador es Dios sólo. Y a Dios se le habla mejor sin grandes ruidos, sin muchas palabras. Dios entiende, como nadie, ese hablar suave que sólo se pronuncia con el corazón. Y entonces, cuando se llega a hacer la música callada, se empieza a saborear la soledad sonora, la cena que recrea y enamora.
V: El pájaro solitario no luce en sus plumas algún determinado color. No tiene ningún color de efecto particular, ni hacia otros ni hacia sí. No es que no quiera a nadie. Es que a todos quiere sin discriminación, sin acepción y sin distingos de una especial coloración. Reparte su amor con liberalidad, sin particularismos, sin predilecciones, sin dejarse llevar admiración, debilidades o simpatía…
“Tras de un amoroso lance, / y no de esperanza falto, / volé tan alto, tan alto, / que le di a la caza alcance”. S. Juan de la Cruz nos da pensamientos para volar este año con magnanimidad, como el pájaro solitario, vacío de riquezas y de querencias, libre de arrimos y ligaduras: porque es abismo de noticia de Dios, la que posee. No le cuesta nada comportarse así, porque no necesita otro desahogadero que el del Dios de sus secretos, porque -sellada su alma y sellados sus labios con el sello del Amor más excelente-, todo suceso de acá abajo es bagatela de poca monta que no puede trabarle, ni distraerle, ni deslumbrarle: es abismo de noticia de Dios, la que posee. De todo lo demás, es hombre ceibe, libre y vaciado, su vida es para Dios y los demás.

B. comentario de 2010, con textos de mercaba.org- Mt 4,12-17.23-25 (ver domingo 3 A). Los evangelios serán una selección de pasajes de los cuatro evangelistas, en que leemos unas manifestaciones de Jesús Mesías, como la multiplicación de los panes y la calma de la tempestad, a modo de prolongación de la epifanía a los magos de Oriente y de preparación a la fiesta del Bautismo. El milagro de las bodas de Caná, tan propio de este tiempo, se ha guardado para el domingo segundo del Tiempo Ordinario. Esta es la semana de los "signos", de las "epifanías": la Iglesia nos propone un cierto número de gestos que "manifiestan" a Cristo. Jesús inicia su ministerio mesiánico en Cafarnaúm. El que ha sido revelado a los magos con una intención universalista, en efecto empieza a actuar como Mesías en una población de Galilea muy cercana a los paganos. Desde el principio de su predicación se empiezan a cumplir los anuncios proféticos que tantas veces oímos durante el Adviento: «el pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande». Jesús anuncia la cercanía del Reino de los cielos, los tiempos mesiánicos que Dios preparaba a su pueblo y a toda la humanidad.
El Niño de Belén, adorado por los magos de Oriente, ahora ya se manifiesta como el Mesías y el Maestro enviado por Dios. Enseña, proclama el Reino, cura a los enfermos, libera a los posesos. Y, de momento. el éxito le acompaña: una gran multitud cree en él y le sigue.
Algunos dan mayor importancia a la ortodoxia de la doctrina, por ejemplo, sobre la persona de Cristo. Otros, a la ortopraxis de la caridad fraterna. La carta de Juan nos ha dicho claramente que los dos mandamientos van unidos y son inseparables. Por una parte, debemos discernir las muchas voces que escuchamos, guiados por el Espíritu de Dios, sabiéndonos defender de la seducción de otros espíritus, que pueden obedecer al egoísmo, la facilidad o el materialismo ambiente. Por otra debemos fortalecer en nuestra vida la actitud de caridad fraterna. Es la lección que también nos da ese Jesús que empieza su vida misionera y andariega por los caminos de Palestina, totalmente dedicado a los demás. Sus destinatarios primeros y preferidos son los pobres, los marginados, los enfermos, los que sufren las mil dolencias que la vida nos depara.
Imitando el estilo de actuación de Cristo Jesús es como mejor permanecemos en la recta doctrina y como mejor cumplimos su mandamiento del amor a los hermanos. Ojalá al final de este año que ahora estamos empezando se pueda decir que lo hemos vivido «haciendo el bien», como se pudo resumir de Cristo Jesús: ayudando, curando heridas, liberando de angustias y miedos, anunciando la buena noticia del amor de Dios. Se trata de ver a Dios en los demás, sobre todo en los pobres y los débiles, en los marginados de cerca y de lejos. Se trata de que este amor que aprendemos de Cristo lo traduzcamos en obras concretas de comprensión y ayuda. El Bautista daba como consigna de la preparación al tiempo mesiánico una muy concreta: el que tenga dos túnicas, que dé una. El amor no es decir palabras solemnes, sino imitar los mil detalles diarios de un Cristo entregado por los demás (J. Aldazábal).
-Habiendo oído que Juan había sido preso, Jesús se retiró a Galilea. Dejando Nazaret, se fue a morar en Cafarnaúm, ciudad situada a orillas del mar, en los términos de Zabulón y Neftalí. Jesús cambia de domicilio; deja el pueblo donde había vivido hasta ahora y va a habitar a una ciudad más importante. En nuestro siglo de tanta movilidad, me gusta pensar que Jesús, El también, debió acostumbrarse a una nueva vecindad, a hacer nuevas relaciones, a cambiar de medio.
-Así se cumplió lo que el Señor había dicho por el profeta Isaías ¡Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles! El pueblo que habita en tinieblas vio una gran luz. Jesús no cambia de domicilio sin una razón. Es un signo. Este gesto tiene una significación misionera. Galilea era una provincia en la que convivían varias razas, una "feria de gentiles", un camino de invasión, un país abierto por donde pasaban las caravanas que iban hacia el mar. Jesús va a vivir en ese cruce de caminos, en ese lugar de trasiego de pueblos: allí es donde piensa que podrá evangelizar a muchos de aquellos que viven aún "en las tinieblas" y que esperan la luz. Durante toda su infancia, Jesús ha vivido en un pueblo bien protegido, Nazaret, al margen de las grandes corrientes humanas de su época: aquel día escogió habitar en Cafarnaúm, donde hay gentes ansiosas y que buscan... Señor, ¿tengo yo recelo de entrar en contacto con el paganismo, o el ateísmo? ¿Qué cualidad tienen mis reflejos misioneros?
-Y para los que habitan en la región de sombras y de muerte, una luz se levantó. He ahí lo que viene a hacer Jesús. Dejo resonar estas palabras en mí. Las prolongo en la oración.
-Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir: "Arrepentíos porque se acerca el reino de Dios". Recorría Galilea, enseñando en las sinagogas, predicando la buena nueva del Reino... Te contemplo, Señor, avanzando por los caminos, de pueblo en pueblo, predicador ambulante. ¿De qué trataban tus homilías? ¿De qué les hablabas? ¿En qué consistía tu "enseñanza? La totalidad del evangelio nos lo dirá. Pero, por el momento, ya sabemos una cosa: que el reino de los cielos ha llegado... ¡esto es! Dios está ahí, con nosotros, si queremos acogerle. Y precisamente, el clamor de Jesús, su "proclamación" es que nos dispongamos a acoger a Dios: "¡convertíos! ¡Cambiad de corazón! ¡Cambiad de vida!" Todo puede llegar a ser hermoso y bueno: es un "algo bueno', una buena nueva. No transformemos la predicación de Jesús exclusivamente en predicación moralizante: hay que hacer esto; no hay que hacer aquello. Es ante todo un nuevo estado de espíritu -que lo cambia todo, evidentemente, también nuestros comportamientos morales- ¡El evangelio, es "bueno"!
-Y curaba en el pueblo toda enfermedad, toda dolencia... Le traían todos los que sufrían... y El los curaba... He ahí la epifanía de Dios; el signo de que ¡Dios está obrando allí! Muy simplemente, me imagino estas escenas: toda la desventura de los hombres, todo el mal que como una ola humana afluye hacia ti, Señor. Sálvanos, hoy también. Salva a los que están en "la sombra de la muerte (Noel Quesson)… Sin duda hay una variada presencia eclesial en lugares de tinieblas y muerte: el 25 % de las instituciones dedicadas a los enfermos de SIDA son eclesiales; misioneras y misioneros están diariamente en el filo entre la vida y la muerte, y rondan la treintena los que mueren al año de forma violenta (en el año 2001, el número exacto ha sido de 33); sacerdotes, laicos y religiosos se infiltran en instituciones penitenciarias. El sacerdote francés Léon Burdin acaba de publicar un libro titulado "Decir la muerte", habla de cóm hemos de ayudar, ser “barqueros” del más allá... ayudar a los moribundos a “pasar” a la otra orilla, recoger su último aliento o su última palabra, prodigar los últimos consuelos, acompañarlos en su postrer viaje...
Todos somos testigos de la gran luz que nos ha iluminado. Cristo niño se ha hecho hombre por amor a nosotros para convertirse en la luz que guiará nuestros pasos. Se dice que cuando la noche es más oscura es cuando más brillan las estrellas. Podríamos decir también que cuando más oscuro es nuestro peregrinar por este mundo es cuando más brilla la luz de Cristo en nuestros corazones. Cuando más solos nos sentimos es cuando Cristo está más cerca de nosotros. Porque como dice el profeta Isaías: “este mundo camina en tinieblas pero ya ha visto una gran luz que viene a salvarle”. No permitamos que la ceguera de nuestro egoísmo entenebrezca la luz de Cristo en nuestros corazones. Tengamos bien abiertos los ojos de la fe en Dios para caminar por la senda del verdadero amor y de la verdadera esperanza. Sabemos por el evangelio de hoy que el Reino de los cielos ha llegado, pero ¿cómo le hemos recibido? ¿Nos hemos dado cuenta de su llegada? O por el contrario, ¿hemos permitido que otras luces que no es la de Cristo guíen nuestra vida? No gastemos nuestro fuego en otros infiernillos. Confiemos en que Jesús es la verdadera luz que nos traerá aquella felicidad que buscamos en las cosas de este mundo. Porque sólo Cristo llenará las ansias de felicidad que buscamos (José Rodrigo Escorza).
San León Magno (hacia 461) papa, doctor de la Iglesia en su Tercer sermón para Epifanía (SC 22, pag. 209-211) habla de que “El pueblo que habita en las tinieblas vio una gran luz”… dice así: “Instruidos en estos misterios de la gracia divina, queridos míos, celebremos con gozo espiritual el día que es el de nuestras primicias y aquél en que comenzó la salvación de lo paganos. Demos gracias al Dio misericordioso, quien, según palabras del Apóstol, “nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz; él nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido” (Col 1,12-13). Porque, como profetizó Isaías, “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban en tierra de sombras, y una luz les brilló” (Is 9,1). También a propósito de ello dice el propio Isaías al Señor: “Naciones que no te conocían te invocarán, un pueblo que no te conocía correrá hacia ti” (Is 55,5).
Abrahán vio este día y se llenó de alegría, cuando supo que sus hijos según la fe serían benditos en su descendencia, a saber, en Cristo, y él se vio a sí mismo, por su fe, como futuro padre de todos los pueblo “dando gloria a Dios, al persuadirse de que Dios es capaz de hacer lo que promete” (Rm 4,21). También David anunciaba este día en los salmos cuando decía: “Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor; bendecirán tu nombre (Sal 85,9); y también: El Señor da a conocer su victoria, revela a la naciones su justicia” (Sal 97,2).
Esto se ha realizado, lo sabemos, en el hecho de que tres magos, llamados de su lejano país, fueron conducidos por una estrella para conocer y adorar al Rey del cielo y de la tierra. La docilidad de los magos a esta estrella nos indica el modo de nuestra obediencia, para que, en la medida de nuestras posibilidades, seamos servidores de esa gracia que llama a todos los hombres a Cristo. Todos los que en la Iglesia viven en la piedad y la castidad, todos los que aprecian las realidades del cielo más que las de la tierra, se parecen a esta luz celestial. Mientras mantienen en su vida el esplendor de una luz santa, muestran ante el mundo, como una estrella, el camino que lleva a Dios. Tened todos este deseo. Así brillaréis como hijos de la luz e el reino de Dios”. Llucià Pou Sabaté

Navidad, 5 de Enero: con el amor a los hermanos pasamos de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Un ejemplo de seguimiento de Jesús es Na

Navidad, 5 de Enero: con el amor a los hermanos pasamos de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Un ejemplo de seguimiento de Jesús es Natanael con su sencillez

Primera carta del apóstol san Juan 3,11-21. Queridos hermanos: Este es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros. No seamos como Caín, que procedía del Maligno y asesinó a su hermano. ¿Y por qué lo asesinó? Porque sus obras eran malas, mientras que las de su hermano eran buenas. No os sorprenda, hermanos, que el mundo os odie; nosotros hemos pasado de la muerte a la vida: lo sabemos porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte. El que odia a su hermano es un homicida. Y sabéis que ningún homicida lleva en sí vida eterna. En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos. Pero si uno tiene de qué vivir y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. En esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo. Queridos, si la conciencia no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios.

Salmo 99,1-2.3.4.5. R. Aclama al Señor, tierra entera.
Aclama al Señor, tierra entera, servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores.
Sabed que el Señor es Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño.
Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre.
«El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades.»

Texto del Evangelio (Jn 1,43-51): En aquel tiempo, Jesús quiso partir para Galilea. Se encuentra con Felipe y le dice: «Sígueme». Felipe era de Bestsaida, de la ciudad de Andrés y Pedro. Felipe se encuentra con Natanael y le dice: «Ése del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús el hijo de José, el de Nazaret». Le respondió Natanael: «¿De Nazaret puede haber cosa buena?». Le dice Felipe: «Ven y lo verás».
Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño». Le dice Natanael: «¿De qué me conoces?». Le respondió Jesús: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi». Le respondió Natanael: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel». Jesús le contestó: «¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores». Y le añadió: «En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre».

Comentario: 1. 1 Jn 3,11-21. «Éste es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros». Después de haber insistido ayer en que nuestra condición de hijos de Dios nos debe hacer huir del pecado, hoy la carta de Juan se centra en la actitud del amor fraterno, y por el mismo motivo: porque todos somos nacidos de Dios y por tanto hermanos los unos de los otros. La iniciativa la ha tenido Dios. Hemos experimentado su amor a la humanidad enviándonos a su Hijo, y en la entrega del Hijo hasta la muerte en cruz por los demás. Ahora nos toca a nosotros orientar nuestra vida en una respuesta de amor. «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestras vidas por los hermanos». El que ama, vive. El que no ama, permanece en la muerte. «Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos». Según el evangelio de Mateo, el juicio final para el cristiano versará sobre si ha amado o no a su prójimo, sobre todo a los que estaban necesitados, hambrientos. Aquí Juan plantea el mismo interrogante: «si uno tiene de qué vivir y viendo a su hermano en necesidad le cierra sus entrañas, ¿cómo a va estar en él el amor de Dios?» El argumento de Juan se hace todavía más dramático: «no seamos como Caín, que procedía del maligno y asesinó a su hermano». «El que odia a su hermano es un homicida».
Continuando con su análisis de la condición de hijo de Dios, Juan ha subrayado que esa filiación lleva consigo la separación de un mundo que se niega a tomar en consideración la iniciativa de Dios. La humanidad se divide, pues, entre hijos de Dios e hijos del diablo o del pecado (vv. 9-10). Pero esta separación se convierte muchas veces en oposición: los corresponsales de Juan lo saben seguramente, pues ya están sufriendo muchas persecuciones.
La caridad mutua es el criterio de los cristianos, es el mandamiento que conocen desde el comienzo de su conversión (v 11). En contraposición a la caridad: el odio (v 18). Esta oposición señala el ritmo de la vida del mundo desde los orígenes del hombre: ya Abel era el justo y Caín el impío y el segundo odiaba al primero (v 12). Cristo fue después el justo odiado por el mundo hasta la muerte. Nada extraña entonces que les suceda lo mismo a los cristianos. En la medida en que son signos del amor, son el blanco del odio del mundo (v 13).
El odio puede terminar ciertamente en la muerte del cristiano: lleva en germen la muerte física (v 15). Pero ¿cómo podría afectar a quienes han pasado ya de la muerte a la vida eterna (v 14) y que así lo prueban por medio del amor que irradian? Ya en el Evangelio había afirmado Juan que quien recibía la palabra de Jesús había pasado de la muerte a la vida (Jn 5,24). Aquí precisa que esa palabra no es otra que el mandamiento del amor (v 11). Para conocer su estado espiritual y saber si posee la vida, el fiel no tiene más que preguntarse si posee la caridad. Entonces, incluso si se le arrebata la vida física, no se podrá nada para quitarle la vida eterna.
Juan ha visto el amor actualizado en Jesucristo (v 16a) que ha ofrecido su vida por los hombres. El amor no es, pues, una teoría, sino un ejemplo a imitar (v 16b). Encontramos aquí el alcance experimental que Juan atribuye siempre a la noción de conocimiento. El apóstol, por otra parte, pasa a una aplicación concreta: si nosotros debemos reproducir el amor de Cristo que da su vida por los demás, a fortiori debemos imitarle cuando se trata de dar nuestros bienes a los pobres (v 17) Y termina Juan: no hay conocimiento abstracto de Cristo, como tampoco existe el amor al prójimo de sólo palabras (v 18).
El sacrificio de la cruz ha sido la victoria del amor sobre el odio. El reparto del Pan y de la Palabra en la Eucaristía establece a cada participante en la obediencia al amor incondicional que constituye el misterio de la cruz. Pero el cristiano sabe que un testigo del amor universal encuentra oposiciones, sabe que el pecado constituye -en él y en los demás- un obstáculo a ese amor y contrarresta ese testimonio.
Cada Eucaristía permite, sin embargo, al cristiano salir victorioso del odio, no sólo por la gracia de valor y de paciencia que saca de ella, sino, sobre todo por los lazos de amor fraterno que en ella se tejen (Maertens-Frisque).
"Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos". Pero vosotros os preguntáis y os decís: ¿cuándo vamos a poder poseer semejante caridad? No desesperes enseguida de ti: quizás ha nacido ya. Pero no ha alcanzado aún su perfección; aliméntala, no sea que se ahogue.
Por aquí es por donde comienza el amor. Si todavía no te sientes en disposición de morir por tu hermano disponte al menos a darle algo de lo que tienes. Que la caridad comience ya a conmover tus entrañas, de modo que no lo hagas por jactancia, sino en nombre de la abundancia de tu misericordia, que esa sea la causa de fijarte en el pobre. Porque si no puedes dar a tu hermano algo de lo superfluo ¿cómo podrías entregar tu vida por él? (San Agustín; Tract 5,12-13).
-Queridos míos, es preciso que nos amemos unos a otros... Porque amamos a los hermanos, sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida. No amar es quedarse en la muerte. Esas expresiones tienen una fuerza sorprendente. El amor es la vida. El que no ama es como si no existiera: está muerto. Un día sin amor es un día vacío, insustancial, inexistente, un día muerto. Una vida profesional sin amor, es viento, no es nada o mejor es la nada. Una familia, un matrimonio sin amor es triste, como la muerte. Señor, ¡concédenos el don de amar! No seamos como Caín: estaba de la parte del «Malo» y asesinó a su hermano.
-No os extrañéis hermanos si el mundo os odia... Todo el que odia a su hermano es un asesino... Aquéllos a los que Juan se dirigía, sus corresponsales sufrían entonces la persecución. ¡Odio!... ¡Amor!... Hay que desconfiar. Es menester buscar qué aspecto toma el odio en mi propio corazón. La palabra es dura y hay el riesgo de que nos engañe: ¡Vamos a ver! ¡Yo no odio a nadie, no soy un asesino! ¿Por quién me tomáis? Sin embargo, ¿no hay quizás en mi vida personas que quisiera ver a cien leguas de mí, a las que suprimiría de mi vida si fuera posible? «Pero, Yo os digo: amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os persiguen.»
-Todo el que odia a su hermano es un asesino y sabéis que ningún asesino conserva dentro la vida eterna. Señor, haz que conserve yo en mí tu vida eterna. Señor, ayúdame a soportar a aquéllos hacia los que siento la tentación de no amar. Señor, ayúdame a amar a los que, con mis solas fuerzas, tengo dificultad de amar.
-Hemos comprendido lo que es el amor porque Jesús dio su vida por nosotros. Siempre la misma, la única referencia. Muy bien se acuerda Juan, de cuando estaba al pie de la cruz, donde Jesús daba su vida y amaba a todos los hombres con amor universal: «Perdónalos, Padre, no saben lo que hacen».
-También nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos; debemos amar no de boquilla ni con discursos, sino con obras y en verdad. Nos preguntamos a veces «si amamos realmente». No debemos tener miedo de hacernos esa pregunta. Escuchemos lo que dice san Juan: El amor no es forzosamente algo sensible, sentimental, experimentado... ¡el amor consiste en «actos»! ¿Amo realmente a todos mis compañeros de trabajo, a todos mis familiares? ¡Mirad lo que hacéis! No solamente vuestras intenciones; no os contentéis con buenas palabras. Mirad los hechos, lo que hacéis.
-Si uno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios? Podemos confiar... si en nuestras jornadas abundan los gestos concretos de «servicio» a los demás. Entonces, el amor de Dios habita en nosotros, aunque a menudo no lo experimentemos. Te ofrezco, Señor, mis actos del día de hoy (Noel Quesson).
El fragmento de hoy está enmarcado en el dualismo escatológico que preside este escrito de la escuela joánica. Por una parte, Dios, que nos ama en Jesús y que da la vida por los hermanos (vv 16-17). De aquí el amor del cristiano, que le hace vivir una vida nueva (14), le hace superar la muerte y vive en la comunión con Dios (17). Pero, por otra parte, el Maligno, que encuentra su inspiración en el odio: por eso, su manera sensible de manifestarse es el homicidio (15). Ahora bien: "el que no ama, permanece en la muerte" (14) y «no tiene en sí la vida eterna» (15). Son dos mundos contrapuestos, antagónicos e irreducibles. Y el autor, ante esta realidad, nos exhorta a amarnos, como signo de la presencia en nosotros de la caridad de Dios (11 y 17). No deja de ser muy interesante el enlace de todo esto con otros puntos de la escuela joánica. Nos dice el evangelio: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo cae en tierra y no muere, queda infecundo; en cambio, si muere, da fruto abundante» (Jn 12,24-25). La aplicación a Jesús es muy clara. Pero incluso aquí conviene señalar: el grano de trigo que pasa por la muerte, que quiere la muerte y la quiere por los amigos, es el que da fruto abundante, el que dura para siempre. La muerte consentida, la desaparición aceptada, el sufrimiento asumido son olvido de sí mismo: la caridad. En cambio, el grano de trigo que no muere queda infecundo: es la figura del odio hacia las demás, fruto del amor mal entendido por uno mismo. Por eso dice el cuarto Evangelio a continuación: «Quien ama su vida, la pierde; y quien no ama su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna» (Jn 12,25).
Tal vez la afirmación «sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos» diga mucho más de lo que parece. En realidad, el amor no nos ahorra la muerte, sino que pasa por la muerte: pasa por la desaparición de uno mismo, pasa por el olvido y por el aparente fracaso de la propia realización. Es entonces cuando surge la vida, cuando surge el fruto abundante. Pero en el proceso ha habido dolor, ha habido muerte. El amor de Dios no ha sido una donación ideal y romántica. La nuestra tampoco puede serlo (Oriol Tuñí).

2. El salmo 99, "Salmo para la todáh", es decir, para la acción de gracias en el canto litúrgico, y dice Juan Pablo II: “En los pocos versículos de este himno gozoso pueden identificarse tres elementos tan significativos, que su uso por parte de la comunidad orante cristiana resulta espiritualmente provechoso.
Está, ante todo, la exhortación apremiante a la oración, descrita claramente en dimensión litúrgica. Basta enumerar los verbos en imperativo que marcan el ritmo del salmo y a los que se unen indicaciones de orden cultual: "Aclamad..., servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores. Sabed que el Señor es Dios... Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre" (vv 2-4). Se trata de una serie de invitaciones no sólo a entrar en el área sagrada del templo a través de puertas y atrios (cf. Sal 14,1; 23,3.7-10), sino también a aclamar a Dios con alegría. Es una especie de hilo constante de alabanza que no se rompe jamás, expresándose en una profesión continua de fe y amor. Es una alabanza que desde la tierra sube a Dios, pero que, al mismo tiempo, sostiene el ánimo del creyente.
Quisiera reservar una segunda y breve nota al comienzo mismo del canto, donde el salmista exhorta a toda la tierra a aclamar al Señor (cf v 1). Ciertamente, el salmo fijará luego su atención en el pueblo elegido, pero el horizonte implicado en la alabanza es universal, como sucede a menudo en el Salterio, en particular en los así llamados "himnos al Señor, rey" (cf Sal 95-98). El mundo y la historia no están a merced del destino, del caos o de una necesidad ciega. Por el contrario, están gobernados por un Dios misterioso, sí, pero a la vez deseoso de que la humanidad viva establemente según relaciones justas y auténticas: él "afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente. (...) Regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad" (Sal 95,10.13).
Por tanto, todos estamos en las manos de Dios, Señor y Rey, y todos lo celebramos, con la confianza de que no nos dejará caer de sus manos de Creador y Padre. Con esta luz se puede apreciar mejor el tercer elemento significativo del salmo. En efecto, en el centro de la alabanza que el salmista pone en nuestros labios hay una especie de profesión de fe, expresada a través de una serie de atributos que definen la realidad íntima de Dios. Este credo esencial contiene las siguientes afirmaciones: el Señor es Dios, el Señor es nuestro creador, nosotros somos su pueblo, el Señor es bueno, su misericordia es eterna y su fidelidad no tiene fin (cf vv 3-5).
Tenemos, ante todo, una renovada confesión de fe en el único Dios, como exige el primer mandamiento del Decálogo: "Yo soy el Señor, tu Dios. (...) No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Ex 20,2.3). Y como se repite a menudo en la Biblia: "Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro" (Dt 4,39). Se proclama después la fe en el Dios creador, fuente del ser y de la vida. Sigue la afirmación, expresada a través de la así llamada "fórmula del pacto", de la certeza que Israel tiene de la elección divina: "Somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño" (v 3). Es una certeza que los fieles del nuevo pueblo de Dios hacen suya, con la conciencia de constituir el rebaño que el Pastor supremo de las almas conduce a las praderas eternas del cielo (cf 1 Pe 2,25).
Después de la proclamación de Dios uno, creador y fuente de la alianza, el retrato del Señor cantado por nuestro salmo prosigue con la meditación de tres cualidades divinas exaltadas con frecuencia en el Salterio: la bondad, el amor misericordioso (hésed) y la fidelidad. Son las tres virtudes que caracterizan la alianza de Dios con su pueblo; expresan un vínculo que no se romperá jamás, dentro del flujo de las generaciones y a pesar del río fangoso de los pecados, las rebeliones y las infidelidades humanas. Con serena confianza en el amor divino, que no faltará jamás, el pueblo de Dios se encamina a lo largo de la historia con sus tentaciones y debilidades diarias. Y esta confianza se transforma en canto, al que a veces las palabras ya no bastan, como observa san Agustín: "Cuanto más aumente la caridad, tanto más te darás cuenta de que decías y no decías. En efecto, antes de saborear ciertas cosas creías poder utilizar palabras para mostrar a Dios; al contrario, cuando has comenzado a sentir su gusto, te has dado cuenta de que no eres capaz de explicar adecuadamente lo que pruebas. Pero si te das cuenta de que no sabes expresar con palabras lo que experimentas, ¿acaso deberás por eso callarte y no alabar? (...) No, en absoluto. No serás tan ingrato. A él se deben el honor, el respeto y la mayor alabanza. (...) Escucha el salmo: "Aclama al Señor, tierra entera". Comprenderás el júbilo de toda la tierra, si tú mismo aclamas al Señor" (Exposiciones sobre los Salmos III, 1”.
Volvió sobre el tema, hablando de la Alegría de los que entran en el templo: “En el clima de alegría y de fiesta que se prolonga durante esta última semana del tiempo navideño, queremos reanudar nuestra meditación… sobre el salmo 99, que se acaba de proclamar y que constituye una jubilosa invitación a alabar al Señor, pastor de su pueblo. Siete imperativos marcan toda la composición e impulsan a la comunidad fiel a celebrar, en el culto, al Dios del amor y de la alianza: aclamad, servid, entrad en su presencia, reconoced, entrad por sus puertas, dadle gracias, bendecid su nombre. Se puede pensar en una procesión litúrgica, que está a punto de entrar en el templo de Sión para realizar un rito en honor del Señor (cf Sal 14; 23; 94). En el salmo se utilizan algunas palabras características para exaltar el vínculo de alianza que existe entre Dios e Israel. Destaca ante todo la afirmación de una plena pertenencia a Dios: "somos suyos, su pueblo" (Sal 99,3), una afirmación impregnada de orgullo y a la vez de humildad, ya que Israel se presenta como "ovejas de su rebaño" (ib.). En otros textos encontramos la expresión de la relación correspondiente: "El Señor es nuestro Dios" (cf Sal 94,7). Luego vienen las palabras que expresan la relación de amor, la "misericordia" y "fidelidad", unidas a la "bondad" (cf Sal 99,5), que en el original hebreo se formulan precisamente con los términos típicos del pacto que une a Israel con su Dios.
Aparecen también las coordenadas del espacio y del tiempo. En efecto, por una parte, se presenta ante nosotros la tierra entera, con sus habitantes, alabando a Dios (cf v 2); luego, el horizonte se reduce al área sagrada del templo de Jerusalén con sus atrios y sus puertas (cf v 4), donde se congrega la comunidad orante. Por otra parte, se hace referencia al tiempo en sus tres dimensiones fundamentales: el pasado de la creación ("él nos hizo", v 3), el presente de la alianza y del culto ("somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño", v 3) y, por último, el futuro, en el que la fidelidad misericordiosa del Señor se extiende "por todas las edades", mostrándose "eterna" (v 5).
Consideremos ahora brevemente los siete imperativos que constituyen la larga invitación a alabar al Señor y ocupan casi todo el Salmo (cf vv 2-4), antes de encontrar, en el último versículo, su motivación en la exaltación de Dios, contemplado en su identidad íntima y profunda. La primera invitación es a la aclamación jubilosa, que implica a la tierra entera en el canto de alabanza al Creador. Cuando oramos, debemos sentirnos en sintonía con todos los orantes que, en lenguas y formas diversas, ensalzan al único Señor. "Pues -como dice el profeta Malaquías- desde el sol levante hasta el poniente, grande es mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura. Pues grande es mi nombre entre las naciones, dice el Señor de los ejércitos" (Ml 1,11).
Luego vienen algunas invitaciones de índole litúrgica y ritual: "servir", "entrar en su presencia", "entrar por las puertas" del templo. Son verbos que, aludiendo también a las audiencias reales, describen los diversos gestos que los fieles realizan cuando entran en el santuario de Sión para participar en la oración comunitaria. Después del canto cósmico, el pueblo de Dios, "las ovejas de su rebaño", su "propiedad entre todos los pueblos" (Ex 19,5), celebra la liturgia.
La invitación a "entrar por sus puertas con acción de gracias", "por sus atrios con himnos", nos recuerda un pasaje del libro Los misterios, de san Ambrosio, donde se describe a los bautizados que se acercan al altar: "El pueblo purificado se acerca al altar de Cristo, diciendo: "Entraré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud" (Sal 42,4). En efecto, abandonando los despojos del error inveterado, el pueblo, renovado en su juventud como águila, se apresura a participar en este banquete celestial. Por ello, viene y, al ver el altar sacrosanto preparado convenientemente, exclama: "El Señor es mi pastor; nada me falta; en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas" (Sal 22,1-2)" (Opere dogmatiche III, Saemo 17).
Los otros imperativos contenidos en el salmo proponen actitudes religiosas fundamentales del orante: reconocer, dar gracias, bendecir. El verbo reconocer expresa el contenido de la profesión de fe en el único Dios. En efecto, debemos proclamar que sólo "el Señor es Dios" (Sal 99,3), luchando contra toda idolatría y contra toda soberbia y poder humanos opuestos a él. El término de los otros verbos, es decir, dar gracias y bendecir, es también "el nombre" del Señor (cf v 4), o sea, su persona, su presencia eficaz y salvadora. A esta luz, el salmo concluye con una solemne exaltación de Dios, que es una especie de profesión de fe: el Señor es bueno y su fidelidad no nos abandona nunca, porque él está siempre dispuesto a sostenernos con su amor misericordioso. Con esta confianza el orante se abandona al abrazo de su Dios: "Gustad y ved qué bueno es el Señor -dice en otro lugar el salmista-; dichoso el que se acoge a él" (Sal 33,9; cf. 1 P 2,3)”.

3. A. Comentario mío de 2007. «Ven y lo verás» es la frase que ahora pronuncia Felipe ante Natanael, eco de la que les dijo a Jesús a los primeros que le siguieron aquellos días: “venid y veréis”. Se ve que las palabras de Jesús calaban hondo, y las repetían en su apostolado.
Fueron los primeros en seguir a Cristo: Andrés y Juan, Pedro y Santiago, Felipe y Bartolomé. “He visto a aquellos cinco hombres que seguían a Jesús hacia Galilea.. Y me he quedado siguiéndoles con los ojos... y pensando en esa gesta trascendentalmente gloriosa que, aunque olvidada de los hombres, esos varones de Dios van a realizar. Y con qué sencillez... Yo estaba a un lado del camino, arreglando una de las ruedas de mi carro, cuando vi venir hacia mí a Jesús con Juan, con Andrés y con su hermano Pedro, y, sin querer, escuché la conversación...
Pedro y Andrés dijeron al Señor:
-Mira, Jesús, por ahí viene Felipe, que es, como nosotros, de Betsaida; le conocemos desde la infancia, juntos hemos jugado en la tierra de las calles de nuestro pueblo; es muy noble y generoso, y tiene un gran corazón. Creemos que podría ser uno de los primeros.
Yo miré hacia atrás y vi a un hombre joven que venía de camino, con una especie de saco medio lleno a la espalda. Frente despejada, ojos claros y vivos, alegre semblante, que se acerca sonriendo al grupo que, parado, le esperaba cerca de donde yo estaba distraído con una de las cosas de siempre. Ellos no se fijaron en mí. Cambiaron alegres saludos de amistad y muchas palabras en arameo salieron de sus labios, pero una se quedó grabada en mis oídos, cuyos ecos no se me olvidaron en la vida, y desde entonces todas las cosas me repiten sin cesar:
-Sígueme.
Fue Jesús de Nazaret quien la pronunció. Vi que Felipe arrojó lejos el saco que traía y en seguida, pidiendo permiso, se marchó presuroso, corriendo, por aquella senda que va a Caná.
Yo me quedé pensando, mientras aquellos hombres aguardaban, si Felipe habría ido a despedirse de su casa...; pero no, la senda que cogió no iba en la dirección que traía; además Felipe no tiene la familia en Caná, la tiene en Betsaida.
Yo seguía arreglando la rueda de mi carro mientras ellos esperaban conversando, y no sabía contestarme a mi curiosa pregunta:
-¿Adónde había ido Felipe?
Al mediodía vi que Felipe volvía corriendo al grupo que aguardaba; pero no venía solo. Un hombre, amigo suyo, corría con él, un poco atrás. Llegó Felipe y dijo al Mesías:
-¡Es mi amigo Bartolomé!
-He aquí un verdadero israelita -dijo Jesús cuando se acercaba Natanael- en él que no hay doblez ni engaño.
-¿De dónde me conoces? -preguntó el recién llegado.
-Antes que Felipe te llamara, yo te vi cuando estabas debajo de la higuera.
Natanael se arroja al suelo, y con las rodillas clavadas en el polvo del camino, los ojos abiertos, muy abiertos, dice a Jesús:
-Tú eres el Hijo de Dios.
Entonces fue cuando yo vi claro: comprendí en un momento todo lo que aquel grupo de hombres, que se reunían junto a un camino de Galilea, podía significar para el mundo, para ese mundo distraído, ignorante de que, en aquellos momentos, en uno de los caminos de la tierra, se reunían unos hombres, a campo descubierto, para algo sencillamente trascendental.
Presté más mis oídos, pero no pude escuchar nada. Comenzaron en seguida a andar, y yo me quedé junto a mi carro, viendo alejarse a Jesús, el carpintero, con cinco hombres que se le han reunido... Van hacia Galilea. ¡Cinco hombres se le suman!
Felipe no fue a despedirse, no. Fue, y fue corriendo, a llamar a un amigo, a traerle a ese camino seguro, como son todos los caminos cuando por ellos se sigue muy de cerca al Señor. No fue a despedirse, empleó el tiempo de la despedida en avisar a un nuevo apóstol, en ganar a un hombre para la revolución sobrenatural, hacia la que se dirigen aquellos hombres por el camino de Galilea (cf. Camino, no. 806: J. A. González Lobato: "Caminando con Jesús").
Vemos a Natanael y nos sorprendemos, por el diálogo secreto que mantiene con Jesús. No sabemos a qué se refería Jesús cuando le dice que le vio debajo de la higuera, pero bien podría él estar desengañado de la vida, pensando en que si había un sentido, una vocación, un Dios que le llamara para algo, que le diera un signo, y Jesús al referirse a aquel “ya te vi…” le hace ver el signo que esperaba, por eso le llama “Maestro” y proclama su fe: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel». También alaba Jesús la sencillez del nuevo apóstol. Son muchos los momentos de su predicación en los que el Señor se refiere a esta virtud; aquí admira la ausencia de doblez en Natanael.
Vemos también hoy la amistad firme de Felipe, sin la que su amigo no hubiera encontrado a Jesús. “Nadie como Él puede llenar el corazón del hombre de paz y felicidad. Si Jesús vive en tu corazón, el deseo de compartirlo se convertirá en una necesidad. De aquí nace el sentido del apostolado cristiano. Cuando Jesús, más tarde, nos invite a tirar las redes nos dirá a cada uno de nosotros que debemos ser pescadores de hombres, que son muchos los que necesitan a Dios, que el hambre de trascendencia, de verdad, de felicidad... hay Alguien que puede colmarla por completo: Jesucristo” (Rafael Felipe).
«Solamente Jesucristo es para nosotros todas las cosas (…). ¡Dichoso el hombre que espera en Él!» (San Ambrosio). Nadie puede dar lo que no tiene, por eso necesitamos tratar a Jesús para poder mostrarlo a otros, así han hecho los santos. El mejor modo de tratarlo es en el pan y la palabra, la Eucaristía y la oración.

B. Comentario de textos que tomo de mercaba.org en 2009. Jn 1, 43-51. Otros dos discípulos siguen a Jesús. Primero es Felipe, del mismo pueblo que Andrés y Pedro. Y Felipe se lo va a decir a su amigo Natanael. Se va extendiendo la buena noticia. Los familiares y los amigos se comunican la llamada. Natanael es el representante de tantas buenas personas que sin embargo son víctimas de algún prejuicio: «¿de Nazaret puede salir algo bueno?» Pero tiene buenas disposiciones. Hace caso a Felipe, «ven y lo verás», y pronto se deja ganar por Jesús, hasta llegar a la hermosa confesión de fe: «Maestro, tú eres el Hijo de Dios». Del aprecio hacia una persona que habla bien y hace milagros, llega hasta la revelación de Jesús como el Hijo del Hombre, acompañado, como en la escala de Jacob, de ángeles que suben y bajan del cielo abierto.
El amor al prójimo es el resumen de todas las enseñanzas de Jesús en el Evangelio. Es también, siguiendo la carta de Juan, el fruto coherente de nuestra celebración de Navidad. Hubiera sido mucho más cómodo que la ley cristiana más característica fuera la oración, o la ofrenda de un sacrificio a Dios, en agradecimiento por el amor que nos ha mostrado. Pero el encargo de Jesús es el amor. Hubiera resultado mucho más tranquilizante que la Eucaristía terminara en el «podéis ir en paz». Pero tiene una continuidad, que abarca el resto del día o de la semana. Porque el mismo que nos ha dicho «este pan es mi Cuerpo, tomad y comed», nos ha dicho también: «lo que hiciereis a uno de esos lo hacéis a mí... estuve enfermo y me visitasteis».
Ya que al atardecer de la vida nos examinarán del amor, vale la pena que nos adelantemos a este examen nosotros mismos, por ejemplo sacando conclusiones de esta Navidad y en el comienzo de un nuevo año: ¿amamos a los hermanos, hasta las últimas consecuencias, como Cristo, que dio su vida por los demás? ¿o al contrario, los odiamos, y así puede aplicársenos a nosotros la acusación de homicidio, como a Caín? Hay maneras y maneras de asesinar al hermano: también con nuestros juicios y condenas, con nuestras palabras y actitudes, con nuestros silencios y rencores. Si no amamos, no sólo de palabra sino de obra, ha sido vana nuestra fe. Han sido falsas nuestras fiestas. No hemos acogido al Hijo enviado por Dios. No podemos decir que creemos en Jesús, ni que nos mantenemos en comunión de vida con Dios. Estamos en la oscuridad y en la muerte.
El episodio de Felipe y Natanael nos puede interpelar también a cada uno de nosotros. Felipe, como ayer Andrés a su hermano Simón, comunica a Natanael la noticia. No se desanima por la respuesta un tanto despectiva que recibe, y juntos van a donde está Jesús. Felipe ha sido el colaborador de una vocación apostólica. ¿Aprovechamos nosotros la ocasión oportuna para transmitir nuestra fe, nuestra convicción, con palabras o con hechos, a tantas personas de buena voluntad que tal vez lo único que necesitan es una palabra de orientación o de ánimo o superar algún prejuicio?
Un momento de la Eucaristía que cada vez nos recuerda el mandamiento del amor fraterno es el gesto de la paz. Antes de ir juntos a recibir a Cristo, cada uno en unión con él, se nos invita a que nos demos la paz unos a otros, o sea, que hagamos un gesto simbólico con los más cercanos de que queremos progresar en fraternidad, que acudimos a la mesa común con ánimo de reconciliación. Es una lección diaria, que intenta corregir nuestro egoísmo, y nos hace entender la Eucaristía en toda la profundidad de su lección: recibimos al Cristo «entregado por», y por tanto debemos ir aprendiendo de él a ser nosotros también «entregados por» nuestros hermanos a lo largo de nuestra jornada y semana (J. Aldazábal).
El relato de la vocación de los primeros discípulos, iniciado el 3 de enero, continúa hoy con el llamamiento de Felipe y el de Natanael (algunos no lo identifican con Bartolomé necesariamente). Pero esos llamamientos son superados por la promesa misteriosa que Cristo hace de una nueva escala de Jacob (v. 51).
a) Natanael estaba probablemente bastante versado en las Escrituras, hasta el punto de ser conocido como un doctor de la ley. Quizá por esa razón se dirigiera a él Felipe haciendo alusión "a aquel de quien se ha hablado en la ley y los profetas" (v. 45), estuviera sentado debajo de una higuera, costumbre peculiar de los sabios de la época (v. 49) y compartiera el desprecio de los sabios por todo lo que pudiera proceder de Nazareth (v 46; cf Jn 7,52; 7,41-42). Ya he dicho mi opinión, de su búsqueda personal… no comparto que fuera solo algo intelectual, como dice aquí este comentario. El origen humano del Mesías choca a sus conciudadanos. Pero a Natanael, demasiado implicado en su visión rabínica de las cosas, Felipe le propone una conversión: "ven y ve" (v. 46). Se trata, en efecto, realmente de un llamamiento a la conversión, puesto que se puede decir que el relato de Jn 1 está enteramente dominado por la idea de ver (cf Jn 1, 39). Esta palabra no designa para Juan tan solo una mirada simplemente material sobre la humanidad de Cristo, sino una contemplación de su gloria y de su divinidad. En ese sentido es como ha "visto" el Bautista al Espíritu descender sobre Cristo.
b) Ahora bien, Cristo llama precisamente a Natanael para realizar esa "conversión de la vista" y para pasar de la mirada sobre la humanidad de Jesús a la contemplación de su gloria. Para impulsarle a ese cambio, Cristo actúa con habilidad comenzando por hacer el elogio del discípulo: es "verdaderamente Israel", o "verdaderamente hijo de Israel" (v. 47); en otras palabra, va a poder realizar en plenitud lo que el patriarca Israel (o Jacob) no pudo más que entrever: ese es el sentido habitual de "verdadero" o "verdaderamente" en San Juan. En efecto, lo mismo que Jacob tuvo la clara visión de Yahvé en Betel (Gén 28, 10-17), Natanael verá así a Dios en la persona de Cristo (v 51). Pero la conversión de Natanael se realiza gradualmente. En la primera etapa ha visto a Jesús hijo de José (v 45), la segunda le lleva ya a profesar la mesianidad de ese Jesús (v 49); nos queda la tercera, en la que reconocerá a la vez su divinidad (cielo abierto, ángeles, etc....) y su humillación (Hijo del hombre: v 51; cf Jn 3,14; 8,28; 12,22-34; 13,31).
En cierto modo es un itinerario catecuménico lo que Juan propone al analizar la conversión progresiva de Natanael: de la humanidad de Cristo a su mesianidad; de la mesianidad al misterio pascual de la humillación y de la exaltación.
La mirada humana basta para ver la humanidad de Cristo y esa mirada originará muchas veces desprecio y falta de comprensión. Se necesita ya cierta fe para leer la mesianidad de Cristo en determinados signos como el que se describe en el versículo 48 y los que irán apareciendo a lo largo de la vida de Cristo (cf Jn 2,11; 2,23; 4,54). Pero sólo la verdadera fe puede leer el signo por excelencia, la humillación y la glorificación del Hijo del hombre en su misterio pascual (Jn 2,18-21; 8,28; 3,12-15).
Los ángeles suben y bajan sobre el Hijo del hombre (v.51), sin duda para indicar el doble movimiento del misterio pascual: en efecto, ¿quién puede subir a los cielos sino Aquel que ha bajado de allí? (Jn 3,13).
Un pasaje como el que leemos hoy impele al cristiano a verificar el grado de su fe. ¿Se trata tan sólo de una concepción del Cristo-hombre, como sería el caso si su piedad de Navidad se dejara impresionar tan sólo por la pobreza y la debilidad del Niño de Belén? La religión se vería expuesta entonces a perderse en el sentimentalismo. ¿Se trata ya de la inteligencia de los "signos" y de los "milagros" de Cristo, reconociendo en El un auténtico enviado de Dios? ¡Entonces la religión se expondría a perderse en la apologética! Ojalá pudiera consistir en "ver", en el sentido joánico de la palabra, la humillación-exaltación de Cristo en su Pascua y en aceptar modestamente seguirla para caminar con El y saber al fin dónde mora (Maertens-Frisque; en mi opinión, como he apuntado antes, si el texto no es solo un comentario teológico sino un apunte de un encuentro con Jesús, falla algo en este tipo de exégesis: el impacto de Jesús que cala hondo en la necesidad de Natanael: “te vi cuando estabas en la higuera” significa algo como “sé en lo que pensabas, y aquí estoy yo que te llamo”, pienso que hay algo de eso para entender el contexto de la respuesta de “tú eres el hijo de Dios”, es decir que hay dotes adivinatorias en Jesús, discernimiento del corazón, de los espíritus).
¡Natanael! Un hombre recto, un modelo en su género... Un escriba. Bajo su higuera, escudriña minuciosa y fielmente el bien y el mal. Ciertamente, no es un espíritu abierto a lo inesperado, sino que tiene muy claras sus propias ideas, aunque, eso sí, no sabe mentir. ¡Cuántos "profesionales! de la religión se le parecen... ¡Pero al menos Natanael se fía de Felipe. ¿Y otra vez la historia de la mirada...! "Te vi", dice Jesús... El escriba se siente subyugado. Un poco aprisa, la verdad, lo cual demuestra que Jesús es un consumado seductor. Pero hay que ir más allá de la primera manifestación: "¡Has de ver cosas aún mayores!". Natanael, vas a ver lo que sólo la fe puede contemplar... Donde escrutabas la palabra como una tupida red, descubrirás el cielo abierto y una palabra que no esperabas. Donde te apresurabas a exclamar: "Tú eres el Hijo de Dios", verás a un Hijo de hombre al que Dios resucitó a pesar de la muerte. Eras escriba: ¡en adelante serás testigo del amor! ¡Pues así son nuestras vidas! Escudriñamos el bien y el mal para saber hasta dónde llegará el amor, para definir sus límites y sus exigencias. Somos honrados y, sin embargo, nos sentimos incómodos en nuestro corazón, que tarde o temprano nos acusa. Por querer vivir el amor sin dejar que su fuente nos vivifique, ya no nos atrevemos a estar confiadamente delante de Dios. Y es preciso que un día alguien nos mire y nos diga: "¡Te conozco!". El nos conoce con su corazón y nos lleva más allá, hasta la visión de la fuente, donde todo se vuelve posible, porque todo está bañado en Dios (Sal terrae).
Es interesante destacar la exclusividad con que hay que afrontar el seguimiento de Jesús. Para Juan no es "el evangelio del reino de Dios" con sus exigencias de conversión y de fe en la buena nueva (Mc 1, 14) lo que ha de despertar a los hombres y moverlos a que se adhieran a Jesús, en Juan ni siquiera hay un mensaje que se pueda distinguir y separar de él; de lo que se trata es de la persona y figura de Jesús, a quien los hombres se adhieren y lo reconocen o cuya aceptación rechazan.
Jesús encuentra a Felipe y le invita a seguirle. Felipe encuentra por su parte a Natanael, al que se ha considerado como su amigo o conocido y le dice: "aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los Profetas lo hemos encontrado", a Jesús, hijo de José, de Nazaret.
El evangelista se interesa por la "reaccción en cadena" por la cual debió formarse el círculo de los doce según sus ideas. De hombre a hombre. De amigo a amigo. Andrés da la noticia a su hermano Pedro. Felipe a Natanael. ¿Tú sabes hablar con naturalidad de Jesús a tus amigos y vecinos?
-"Natanael le replicó: "¿De Nazaret puede salir algo bueno?" Contestación que indica que en tiempos de Jesús aquella gente no gozaba de buena reputación. Natanael se queda con su primera impresión, una impresión muy humana. A Natanael le costó mucho descubrir al Hijo de Dios en los signos pobres de Jesús de Nazaret. Pero dio el paso definitivo tomando una opción fundamental por Cristo. También nosotros, a menudo, colocamos una etiqueta sobre las personas a quienes creemos conocer bien. Quedamos con frecuencia prisioneros de juicios a priori, de prejuicios. Reflejamos incontroladamente opiniones que están en nuestro ambiente... Jesús por el momento es considerado solamente como "alguien de Nazaret" y se desprecia todo lo que viene de Nazaret. ¿De quién siento la tentación de decir: de esta persona. de este grupo, de este movimiento, de este ambiente, no puede salir nada bueno?
-"Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño". Una afirmación de Jesús que supone lógicamente que Natanael acaba superando el obstáculo que suponía el origen de Jesús de Nazaret. Es también una afirmación de Jesús que está por encima de los prejuicios que los demás puedan tener. Nosotros nos limitamos la mayoría de las veces a contradecir enseguida a los que no piensan como nosotros, en vez de ayudar a los demás a expresarse y a decir todo lo que tengan que decir, aunque sea en contra nuestra.
-"Natanael le contesta ¿De qué me conoces?" La llamada de Jesús es mirada hasta el fondo del corazón, como llamándonos por el nombre, que sólo Dios ha podido grabar en la profundidad de nuestro ser. La revelación que Jesús trae es algo que sorprende al hombre, porque de inmediato le descubre la verdad sobre sí mismo. Dice S. Agustín: "Lo que hoy es cada uno, apenas si uno mismo lo sabe".
-Déjarme mirar por Jesús
-Al día siguiente Jesús decidió salir hacia Galilea. Me alegro de descubrir hoy esta palabra: "Jesús decidió." La decisión, acto humano por excelencia. Entre todas las cosas posibles, después de haber sopesado el pro y el contra, se escoge una, se decide. Jesús ha tomado decisiones. Ayúdame, Señor, en las decisiones que tenga que tomar.
-Encontró a Felipe y le dijo: "Sígueme". Felipe era de Betsaida, como Andrés y Pedro. Encontramos de nuevo la doble constatación de ayer: 1º Iniciativa de Dios. Es Jesús quien toma la delantera. Misterio de la elección: ¿por qué él, Felipe, y no otro? ¿Por qué Tú me has escogido, Señor? Ayuda, Señor, a cada hombre a responder precisamente a lo que Tú esperas de el. 2º Respeto a los condicionamientos humanos. Importancia de las relaciones: eran conciudadanos, de la misma localidad, se conocían ya humanamente.
-Felipe inmediatamente, habla de Jesús a uno de sus amigos, Natanael. Reacción en cadena, de hombre a hombre, de amigo a amigo. Andrés da la noticia a su hermano Pedro. Felipe la da a Natanael. ¿Tengo la suficiente familiaridad contigo, Señor, para saber hablar de ti con naturalidad a mis amigos? como se habla de un amigo... y para compartir esta amistad.
-Díjole Natanael: "¿De Nazaret puede salir algo bueno?" Por el momento Natanael se queda con su primera impresión, una impresión muy humana. También nosotros, a menudo, colocamos una etiqueta sobre las personas a quienes creemos conocer bien. Quedamos con frecuencia prisioneros de juicios a priori, de prejuicios. Reflejamos incontroladamente opiniones que están en nuestro ambiente... que llevamos al ambiente de los demás. Jesús por el momento es considerado solamente como "alguien de Nazaret" y se desprecia todo lo que viene de Nazaret. Trato de detenerme unos momentos para analizar mis propios desprecios. ¿De quién siento también la tentación de decir: de este grupo, de este movimiento, de este ambiente, no puede salir nada bueno?...
-He aquí un verdadero hijo de Israel, en quien no hay engaño. Lejos de incomodar a Jesús, esta franqueza le place. Cuando hay un conflicto escondido, una mentalidad inconsciente, una reacción afectiva interna, reprimida... conviene a veces airearla, que salga a pleno día. Señor, ayúdanos a escucharnos los unos a los otros. Ayúdanos a no contradecir enseguida a los que no piensan como nosotros. Haz de nosotros, Señor, personas que favorezcan el verdadero dialogo, que ayuden a los demás a expresarse y a decir todo lo que tengan que decir. Y sobre todo, Señor danos la gracias de la lealtad, de la verdad, del valor... para decir todo lo que en el fondo pensamos... en lugar de cerrarnos por miedo a lo que los demás piensen de nosotros.
-"Antes que Felipe te llamase, cuando estabas debajo de la higuera, te vi". Jesús lee el interior del corazón. Señor, dejo que Tú me mires. Tu mirada en este momento está vuelta hacia mí. ¿Qué observas en mí?
-Rabbí, Tú eres el Hijo de Dios".--"Sí, en verdad os digo que veréis abrirse el cielo, y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre. En verdad aquí hay una conversión de la mirada. Es una revisión, una nueva visión, una manera más profunda de mirar. Natanael ha pasado de un mirar simplemente humano cargado de prejuicios y centrado en la humanidad de Jesús... a un mirar de fe que va más allá de las apariencias y que se sumerge en las realidades profundas de la persona de Jesús... el cielo se ha abierto sobre El (Noel Quesson).
Una estampa muy cotidiana: amigos que se marchan para un lugar conocido. Felipe es invitado y a su vez invita a Natanael, a quien le hace saber que se han encontrado con alguien conocido de quien habla la tradición. Cuando llega a sabe que aquel de quien le hablan es de Nazaret, se burla, como acostumbraban los judíos que se creían auténticos, frente a los del norte. No creen que de un lugar marginal, e impuro según ellos, venga alguien con valores que puedan decir algo a la humanidad. Como se puede apreciar, Natanael, hombre del pueblo, predispuesto para el cambio, se deja invadir por los prejuicios aprendidos en la sociedad que le ha tocado vivir. Como él son muchos los judíos dispuestos a dar el paso, pero se detienen como si les faltara algo: una fe renovada y de mayores compromisos. Jesús entiende todos los inconvenientes que tienen que afrontar sus seguidores, y en ningún momento les censura. El hecho de recordarle a Natanael cuál es su origen lo coloca en frente de la verdad judía según la cual el advenimiento del Mesías debería estar rodeado de acciones extraordinarias jamás conocidas por los seres humanos. En la mentalidad judía era "lógico" que el Mesías debía tener un poder parecido al de un Dios o al de un rey; no les cabía en la mente que una persona nacida en una humilde y marginada aldea pudiera ser "el Ungido", el Cristo.
Aunque Natanael reconoce emocionadamente en Jesús al "Hijo de Dios" y rey de Israel, Jesús sabe que esa emoción, con la que se es capaz de hacer las más fervientes demostraciones de fe, puede ser pasajera, y por eso le advierte sobre "lo poco que ha visto" todavía (servicio bíblico latinoamericano).
San Efrén (hacia 306-373) diácono en Siria, doctor de la Iglesia, en su Himno I sobre la Resurrección problama “El pueblo que habita en las tinieblas ha visto una gran luz”: Jesús, Señor nuestro, Cristo / Se nos ha manifestado desde el seno del Padre / Ha venido a sacarnos de las tinieblas / Y nos ha iluminado con su luz admirable / Ha amanecido el gran día para la humanidad / El poder de las tinieblas ha sido vencido / De su luz nos ha nacido una luz / Que ilumina nuestros ojos entenebrecidos // Ha hecho brillar la gloria en el mundo / Ha iluminado los abismos oscuros / La muerte ha sido aniquilada, las tinieblas ya no existen / Las puertas del infierno han sido abatidas // El ha iluminado a toda criatura / Tinieblas desde los tiempos antiguos / Ha realizado la salvación y nos ha dado la vida; / Volverá en gloria e iluminará los ojos de los que le esperan // Nuestro Rey viene en su esplendor / Salgamos a su encuentro con las lámparas encendidas / Alegrémonos en él como el se regocija con nosotros / Y nos alegra con su gloriosa luz // Hermanos míos, levantaos, preparaos / A dar gracias a nuestro Rey y Salvador / Que vendrá en su gloria y nos alegrará / Con su gozosa luz en el Reino”. Llucià Pou Sabaté

Navidad: 4 de Enero: llamada a seguir a Jesús, el Cordero de Dios, para participar de su obra

Navidad: 4 de Enero: llamada a seguir a Jesús, el Cordero de Dios, para participar de su obra

Primera carta del apóstol san Juan 3,7-10. Hijos míos, que nadie os engañe. Quien obra la justicia justo, como él es justo. Quien comete el pecado es del diablo, pues el diablo pe desde el principio. El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo. Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado, porque germen permanece en él, y no puede pecar, porque ha nacido Dios. En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano.

Salmo 97,1-2ab.7-8a.8b-9. R. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.
Cantad al Señor un cántico nuevo, por e ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.
Retumbe el mar y cuanto contiene, la tierra y cuantos la habitan; aplaudan los ríos, aclamen los montes.
Al Señor, que llega para regir la tierra. Regirá e orbe con Justicia y los pueblos con rectitud.

Texto del Evangelio (Jn 1,35-42): En aquel tiempo, Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos. Fijándose en Jesús que pasaba, dice: «He ahí el Cordero de Dios». Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús. Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: «¿Qué buscáis?». Ellos le respondieron: «Rabbí —que quiere decir, “Maestro”— ¿dónde vives?». Les respondió: «Venid y lo veréis». Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día. Era más o menos la hora décima. Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús. Éste se encuentra primeramente con su hermano Simón y le dice: «Hemos encontrado al Mesías» —que quiere decir, Cristo—. Y le llevó donde Jesús. Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas» —que quiere decir, “Piedra”.

Comentario: 1.- 1 Jn 3,7-10. -«Hijos de Dios»... «Hijos del diablo»... Juan acaba de descubrir a los hijos de Dios. Ahora los contrapone a los "hijos del diablo". Esa expresión hace estremecerse. Del mismo modo que se puede vivir «en comunión con Dios», se puede también «vivir con el diablo». Podemos estar unidos a Dios y podemos encadenarnos al mal. Pero no olvidemos que esto no determina ante todo dos categorías de hombres -resultaría demasiado fácil clasificarse en la primera-; en realidad la frontera que separa a los hijos de Dios de los hijos del diablo, pasa por nuestro propio corazón. Por algunos aspectos de mi vida, soy «de Dios» ¡Gracias, Señor!... Por otros, soy «del diablo»... Perdón, Señor! -Mirad como se distingue a los hijos de Dios de los hijos del diablo: 1. El que no practica la justicia, no pertenece a Dios... 2. Tampoco el que no ama a su hermano es de Dios... Dos signos sencillos. Dos criterios. Es nuestro género de vida cotidiano el que nos hace pertenecer a Dios o al Diablo. La justicia. El Amor. Yo me dejo investir por esas dos palabras. Yo miro mi vida bajo esas dos luces: Ser justo... amar... Sin embargo, confío que son muchos los que «pertenecen a Dios». Pienso en todos los gestos de justicia y de amor verdadero, en todos los deseos de justicia y de fraternidad que surgen en el mundo por doquier. Evidentemente, ¡Ahí está Dios!
-Hijitos míos, que nadie os extravíe. Juan se preocupa mucho de preservar a sus cristianos de posibles desviaciones. El mal, el error pueden infiltrarse. Muy pronto empezaron las herejías. Los falsos doctores, los falsos conductores, los falsos profetas existen hoy como siempre existieron. «¡Que nadie os extravíe!»
-Quien vive según la justicia es justo, como El, Jesús, es justo. El punto de referencia es siempre la persona de Jesús. ¿En qué se basa mi juicio?... ¿En un código, en principios, en una moral, en una ideología, en una mentalidad inconsciente, en unos hábitos? «¡Jesús es justo!» Esta debería ser mi referencia constante. Exigencia infinita.
-Quien comete el pecado es del diablo, que ha sido pecador desde el Principio. Precisamente para esto se manifestó el Hijo de Dios, para destruir las obras del Diablo. El mundo es el teatro donde se libra ese gran combate. Jesucristo está en el corazón del mundo, como en la arena, en un cuerpo a cuerpo, luchando contra el pecado. Señor, hazme participar en tu combate. Señor, concédeme lucidez suficiente para descubrir a mi alrededor el pecado del mundo y mi propia participación en él.
-Quien ha nacido de Dios no comete pecado, porque permanece en él la semilla sembrada por Dios: por lo tanto no puede pecar. Hay que entender eso bien. En otros pasajes (1 Juan 1, 8-1O) Juan nos dice que tenemos pecados. ¡Eso es evidente! Aquí Juan afirma que «el hombre nacido de Dios» está colocado en una especie de estado fundamental que no es ya el mal; se trata de esa orientación global que marca la dirección principal de una vida. Gracias, Señor, por esa explicación. A pesar de los desvíos y los resbalones pasajeros, a pesar de las caídas ocasionales, es también mucha verdad, Señor, que te pertenezco y que voy a Ti. «Tu divina simiente permanece en mí» ¡Gracias. Quédate conmigo! (Noel Quesson).
«El que ha nacido de Dios no comete pecado». Si ayer nos alegrábamos de la gran afirmación de que somos hijos, hoy la carta de Juan insiste en las consecuencias de esta filiación: el que se sabe hijo de Dios no debe pecar. Se contraponen los hijos de Dios y los hijos del diablo. Los que nacen de Dios y los que nacen del maligno. El criterio para distinguirlos está en su estilo de vida, en sus obras.
«Quien comete el pecado es del diablo», porque el pecado es la marca del maligno, ya desde el principio. Mientras que «el que ha nacido de Dios no comete pecado, porque su germen permanece en él: no puede pecar porque ha nacido de Dios». Es totalmente incompatible el pecado con la fe y la comunión con Jesús. ¿Cómo puede reinar en nosotros el pecado si hemos nacido de Dios y su semilla permanece en nosotros? Los nacidos de Dios han de obrar justamente, como él es justo, y como Jesús es el Justo, mientras que «el que no obra la justicia no es de Dios». Añade también el amor al hermano, que será lo que desarrollará en las páginas siguientes de su carta.

2. El salmo 97 habla del triunfo del Señor en su venida final, dice Juan Pablo II: “se trata de un himno al Señor rey del universo y de la historia (cf v 6). Se define como "cántico nuevo" (v 1), que en el lenguaje bíblico significa un canto perfecto, pleno, solemne, acompañado con música de fiesta. En efecto, además del canto coral, se evocan "el son melodioso" de la cítara (cf. v 5), los clarines y las trompetas (cf v 6), pero también una especie de aplauso cósmico (cf v 8). Luego, resuena repetidamente el nombre del "Señor" (seis veces), invocado como "nuestro Dios" (v 3). Por tanto, Dios está en el centro de la escena con toda su majestad, mientras realiza la salvación en la historia y se le espera para "juzgar" al mundo y a los pueblos (cf v 9). El verbo hebreo que indica el "juicio" significa también "regir": por eso, se espera la acción eficaz del Soberano de toda la tierra, que traerá paz y justicia.
El salmo comienza con la proclamación de la intervención divina dentro de la historia de Israel (cf vv 1-3). Las imágenes de la "diestra" y del "santo brazo" remiten al éxodo, a la liberación de la esclavitud de Egipto (cf v 1). En cambio, la alianza con el pueblo elegido se recuerda mediante dos grandes perfecciones divinas: "misericordia" y "fidelidad" (cf v 3). Estos signos de salvación se revelan "a las naciones", hasta "los confines de la tierra" (vv 2 y 3), para que la humanidad entera sea atraída hacia Dios salvador y se abra a su palabra y a su obra salvífica…
Son cuatro los cantores de este inmenso coro de alabanza. El primero es el mar, con su fragor, que parece actuar de contrabajo continuo en ese himno grandioso (cf v 7). Lo siguen la tierra y el mundo entero (cf vv 4 y 7), con todos sus habitantes, unidos en una armonía solemne. La tercera personificación es la de los ríos, que, al ser considerados como brazos del mar, parecen aplaudir con su flujo rítmico (cf v 8). Por último, vienen las montañas, que parecen danzar de alegría ante el Señor, aun siendo las criaturas más sólidas e imponentes (cf v 8; Sal 28,6; 113,6). Así pues, se trata de un coro colosal, que tiene como única finalidad exaltar al Señor, rey y juez justo. En su parte final, el salmo, como decíamos, presenta a Dios "que llega para regir (juzgar) la tierra (...) con justicia y (...) con rectitud" (Sal 97,9). Esta es la gran esperanza y nuestra invocación: "¡Venga tu reino!", un reino de paz, de justicia y de serenidad, que restablezca la armonía originaria de la creación.
En este salmo, el apóstol san Pablo reconoció con profunda alegría una profecía de la obra de Dios en el misterio de Cristo. San Pablo se sirvió del versículo 2 para expresar el tema de su gran carta a los Romanos: en el Evangelio "se ha revelado la justicia de Dios" (cf Rm 1,17), "se ha manifestado" (cf Rm 3,21). La interpretación que hace san Pablo confiere al salmo una mayor plenitud de sentido. Leído desde la perspectiva del Antiguo Testamento, el salmo proclama que Dios salva a su pueblo y que todas las naciones, al contemplarlo, se admiran. En cambio, desde la perspectiva cristiana, Dios realiza la salvación en Cristo, hijo de Israel; todas las naciones lo contemplan y son invitadas a beneficiarse de esa salvación, ya que el Evangelio "es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree: del judío primeramente y también del griego", es decir del pagano (Rm 1,16). Ahora "todos los confines de la tierra" no sólo "han contemplado la salvación de nuestro Dios" (Sal 97,3), sino que la han recibido.
Desde esta perspectiva, Orígenes, escritor cristiano del siglo III, en un texto recogido después por san Jerónimo, interpreta el "cántico nuevo" del salmo como una celebración anticipada de la novedad cristiana del Redentor crucificado. Por eso, sigamos su comentario, que entrelaza el cántico del salmista con el anuncio evangélico: "Cántico nuevo es el Hijo de Dios que fue crucificado, algo hasta entonces inaudito. Una realidad nueva debe tener un cántico nuevo. "Cantad al Señor un cántico nuevo". En realidad, el que sufrió la pasión es un hombre; pero vosotros cantad al Señor. Sufrió la pasión como hombre, pero salvó como Dios". Prosigue Orígenes: Cristo "hizo milagros en medio de los judíos: curó paralíticos, limpió leprosos, resucitó muertos. Pero también otros profetas lo hicieron. Multiplicó unos pocos panes en un número enorme, y dio de comer a un pueblo innumerable. Pero también Eliseo lo hizo. Entonces, ¿qué hizo de nuevo para merecer un cántico nuevo? ¿Queréis saber lo que hizo de nuevo? Dios murió como hombre, para que los hombres tuvieran la vida; el Hijo de Dios fue crucificado, para elevarnos hasta el cielo"”.

3. A. Comentario mío de 2008. “¿Es éste el cordero de Dios?”, quizá sería la pregunta que dirigieron a Juan Bautista los discípulos que él previamente había preparado para seguir a Jesús: Andrés y Juan, Pedro y Santiago. Son de Galilea, y están aprendiendo al lado del maestro Juan, en Judea, como de campamento, lejos de su tierra. Jesús llama por entero su atención, nos lo imaginamos –como lo pinta la NASA, en sus estudios sobre la sábana santa- alto, de 1.75-1.80 m.; unos 80 kg. de peso, largo cabello, espalda ancha, andar firme y seguro. "Maestro, ¿dónde vives?" Le preguntan. "Venid conmigo y así vosotros mismos lo veréis", y van con el galileo, hechizados por su presencia, están a gusto, con sus corazones que arden en ideales, en encontrar la verdad, un amor para dar la vida. Se acuerdan de la hora: “hacia las cuatro de la tarde”… Comenzarían un diálogo maravilloso, como indicaba Juan Pablo II para todo diálogo: "descubro también que mi persona se enriquece por medio de la conversación. Porque poseer sólidas convicciones es hermoso; pero más hermoso todavía es poderlas comunicar y verlas compartidas y apreciadas por otros"; cuando este diálogo afecta a las cosas nucleares, es más rico aún, como dirá más tarde Jesús (Mt 12, 35): "el hombre de bien, de su buen fondo saca cosas buenas; y el hombre malo, de su mal fondo saca cosas malas". Vemos en este Evangelio la formación del primer núcleo de discípulos, del que el Señor dará una llamada como apóstoles para confiarles la Iglesia más tarde.
Hoy también hay muchos que van sin rumbo, buscando la verdad, lo indicaba Benedicto XVI: «hay personas que se comprometen con la paz y con el bien de la comunidad, a pesar de que no comparten la fe bíblica, a pesar de que no conocen la esperanza de la Ciudad eterna a la que nosotros aspiramos. Tienen una chispa de deseo de lo desconocido, de lo más grande, del trascendente, de una auténtica redención». Siguiendo a San Agustín, ante el cual aparece un mundo también pagano, añade: “Dios no permitirá que perezcan con Babilonia, al estar predestinados para ser ciudadanos de Jerusalén… Si se dedican con conciencia pura a estas tareas». Para esto ha venido Dios a la tierra como Cordero: “quiere que todos los hombres se salven y que lleguen al conocimiento de la verdad”, como dice Pablo. Queda mucho trabajo, y para ello el Señor sigue llamando: “venid y veréis”… A los que tenemos fe, ser fieles va unido a la llamada al apostolado. La Iglesia es misionera, como se ha recordado estos días. Y la eficacia llega a todos, en una solidaridad nueva traída por Cristo.
Pío IX en 1854 dijo que los que ignoran la verdadera religión, cuando su ignorancia es invencible, no son culpables de este hecho ante los ojos de Dios; y añadió en 1863: «Es sabido que los que observan con celo la ley natural y sus preceptos esculpidos por Dios en el corazón de todo hombre, pueden alcanzar la vida eterna si están dispuestos a obedecer a Dios y si conducen una vida recta». Quizá hoy muchos están apartados de la fe por una cierta desilusión, resentimientos, condicionamientos culturales y sociales… Jesús ha venido a quitar el pecado, a ofrecer la salvación a todos. A los que no conocen, para que conozcan. La doctora Morali, citando «Lumen Gentium» 16 (los que «buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna») subraya en el texto que esa búsqueda del bien, el empeño y la voluntad de llevarlo son efectos de la acción de la gracia. Jesús está implicado en cada persona, unido a ella; de manera que «la divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida recta». Y ser apóstol es ayudar como instrumentos divinos a que este camino sea más fácil, como dice «Ad Gentes» (n. 7) sobre la necesidad de la fe: «Pues aunque el Señor puede conducir por caminos que Él sabe a los hombres, que ignoran el Evangelio inculpablemente, a la fe, sin la cual es imposible agradarle, la Iglesia tiene el deber, a la par que el derecho sagrado de evangelizar».
Tertuliano afirmaba: «alma naturaliter christiana» [el alma es naturalmente cristiana]. Este anhelo está inscrito en el corazón de la persona, somos imagen de Dios en Jesucristo, que es la Imagen de Dios. Con la Encarnación, Jesús se ha unido en cierto modo a cada persona, nos decía Juan Pablo II, está a nuestro lado en el camino de la vida, como en el camino de Emaus, y para ello nos pide colaboración, pues él actúa de una manera especial con el bautismo y los otros medios que perfeccionan a lo largo de su vida al cristiano.
* Para ello Jesús entra en esta historia, la expresión de cordero indica también que entra en las tentaciones de Moisés, como dice Ratzinger: “como Moisés, ofreció el sagrado canje: ser borrado del libro de la vida para salvar a su pueblo. De este modo, Jesús será el Cordero de Dios que carga sobre sí los pecados del mundo, el nuevo Moisés que está verdaderamente «en el seno del Padre» y, cara a cara con El, nos lo revela. El es verdadera fuente de agua viva en los desiertos del mundo; El, que no sólo habla, sino que es la palabra de la vida: camino, verdad y vida. Desde lo alto de la cruz, nos da la nueva alianza. Con la resurrección, el verdadero Moisés entra en la Tierra Prometida, cerrada para Moisés, y con la llave de la cruz nos abre las puertas del Paraíso.
Jesús, por tanto, asume y concentra en sí toda la historia de Israel. Esta historia es su historia: Moisés y Elías no sólo hablaron con El, sino de El. Convertirse al Señor es entrar en la historia de la salvación, volver con Jesús a los orígenes, a la cumbre del Sinaí, rehacer el camino de Moisés y de Elías, que es la vía que conduce hacia Jesús y hacia el Padre, tal como nos la describe Gregorio de Nisa en su Ascensus Moysis”.
Esto se ve en las tentaciones de Jesús; ser Cordero quiere decir también participar “en las tentaciones de su pueblo y del mundo, sobrellevar nuestra miseria, vencer al enemigo y abrirnos así el camino que lleva a la Tierra Prometida”. De una manera especial es modelo del sacerdote: “mantenerse en primera línea, expuesto a las tentaciones y a las necesidades de una época concreta, soportar el sufrimiento de la fe en un determinado tiempo, con los demás y para los demás”. En las épocas de crisis en el campo de las ideas o de la vida social o política, “es normal que los sacerdotes y los religiosos sientan su impacto antes incluso que los laicos; arraigados en la firmeza y en el sufrimiento de su fe y de su oración, deben ellos construir el camino del Señor en los nuevos desiertos de la historia. El camino de Moisés y de Elías se repite siempre, y así la vida humana entra en todo tiempo en la única senda y en la única historia del Señor Jesús”.
** Todo ello está presente en ese primer encuentro de Jesús con los que serán “suyos”. Fray Josep Mª Massana, al contemplar esta escena, señala aquella pregunta de los jóvenes: «‘Maestro, ¿dónde vives?’. Les respondió: ‘Venid y lo veréis’» . “Van, y lo contemplan escuchándolo. Y conviven con Él aquel atardecer, aquella noche. Es la hora de la intimidad y de las confidencias. La hora del amor compartido. Se quedan con Él hasta el día siguiente, cuando el sol se alza por encima del mundo.
Encendidos con la llama de aquel «Sol que viene del cielo, para iluminar a los que yacen en las tinieblas» (cf. Lc 1,78-79), marchan a irradiarlo. Enardecidos, sienten la necesidad de comunicar lo que han contemplado y vivido a los primeros que encuentran a su paso: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). Los santos también lo han hecho así. San Francisco, herido de amor, iba por las calles y plazas, por las villas y bosques gritando: «El Amor no está siendo amado».
Lo esencial en la vida cristiana es dejarse mirar por Jesús, ir y ver dónde se aloja, estar con Él y compartir. Y, después, anunciarlo. Es el camino y el proceso que han seguido los discípulos y los santos. Es nuestro camino”.

B. Comentario que tomo de textos de mercaba.org en 2010. Jn 1,35-42 (ver domingo 2B). -Juan Bautista, fijando su vista sobre Jesús que pasaba... dijo: He aquí el Cordero de Dios. Fijar los ojos en Jesús. Impregnarme de esta contemplación.
-Los dos discípulos que oyeron esta Palabra, siguieron a Jesús. Me imagino esta escena. Jesús va por un sendero. Dos hombres se deciden a seguirle, tímidamente, con el corazón saltante... Es el primer encuentro. ¿Qué va a hacer Jesús? ¿Qué pensará? Por el momento basta "seguirle".
-Volvióse Jesús a ellos, viendo que le seguían y les dijo: "¿Qué buscáis?" Primera palabra de Jesús. Se da cuenta de que le buscan... El les hace una pregunta. "Maestro (Rabí) ¿dónde moras?" Buscar. Seguir. Quedarse con. Tres actitudes esenciales. ¿Busco yo a Dios? ¿Le sigo? ¿Me quedo con El?
-"Venid y ved" Es una respuesta a su deseo. Respetuosa con su libertad. "Venid a ver".
-Y permanecieron con El aquel día. Era como las cuatro de la tarde. Juan lo recuerda con precisión. Anota la hora. Esto es normal, pues era su primera conversación con Jesús ¿Qué se dijeron? Ambos debieron de contarle su vida, sus deseos, sus asuntos. El, debió de decirles sus proyectos, sus propios deseos.
-Era Andrés uno de los dos... Encontró luego a su hermano Simón y le dijo: "Hemos hallado al Mesías". Andrés condujo a su hermano a Jesús. La aventura divina, se realiza en las relaciones humanas: Juan y Andrés eran amigos, pertenecían al mismo equipo de pesca sobre el lago (Lucas, 5, 10)... Además estaban unidos por el mismo ideal, en torno a Juan Bautista que habían seguido primero. Y he aquí que ahora también los lazos de la sangre entran en juego: Andrés conduce a su hermano Simón. Es pues un grupo natural el que se halla "embarcado" en la aventura apostólica: cuatro hombres que se conocían, Andrés, Simón, Juan, Santiago. Una vocación no nace en las nubes: todo un contexto humano la favorece o la estorba. Trataré de estar más atento a los fenómenos de grupos, a las comunidades naturales, a la solidaridad que enlaza a las gentes. La buena nueva del evangelio no atañe a individuos aislados, sino a personas, en relación con otras... y es por medio de esas relaciones que se propaga un cierto encuentro con Jesús. Crear lazos. ¿Cuál es mi ambiente, mi comunidad real? Vivir en primer lugar, en mí, los lazos naturales. ¿Qué personas se relacionan conmigo? No vivir solo. Participar. Estar con. Desarrollar las amistades.
-Jesús, fijando la vista en Simón, dijo: "Tú eres Simón el hijo de Juan; tú serás llamado "Cefas", que quiere decir Pedro. Importancia del "nombre" entre los semitas... Jesús cambia el nombre de uno de los que formaban ese grupo de amigos. Es un tomar, un contar con él, un confiarle un papel a desempeñar: piedra, roca. Si toda vocación divina arraiga en lo humano, como acabamos de constatar, continúa siendo, no obstante, una llamada de Dios, una iniciativa divina. A través de nuestras relaciones humanas, si sabemos mirarlas en profundidad, con fe, veremos que se juega allí un designio de Dios: no es por azar que he encontrado a tal persona, que trabajo o habito cerca de "tal"; Dios cuenta con ello, y El tiene algo que ver en este encuentro o en estas relaciones (Noel Quesson).
El testimonio que Juan el Bautista ha dado de Jesús hace que algunos de sus discípulos pasen a seguir al Mesías. Que era lo que quería Juan: «que yo mengüe y que él crezca». Seguimos leyendo la primera página del ministerio mesiánico de Jesús. Andrés y el otro discípulo le siguen, le preguntan dónde vive, conviven con él ese día, y así serán luego testigos suyos y la Buena Noticia se irá difundiendo. Andrés corre a decírselo a su hermano Simón: «hemos encontrado al Mesías», y propicia de este modo el primer encuentro de Simón con Jesús, que le mira fijamente y le anuncia ya que su verdadero nombre va a ser Cefas, Piedra. Pedro.
La Navidad -el Dios hecho hombre- nos ha traído la gran noticia de que somos hijos en el Hijo, y hermanos los unos de los otros. Pero también nos recuerda que los hijos deben abandonar el estilo del mundo o del diablo, renunciar al pecado y vivir como vivió Jesús. Si en días anteriores las lecturas nos invitaban con una metáfora a vivir en la luz, ahora más directamente nos dicen que desterremos el pecado de nuestra vida. El pecado no hace falta que sean fallos enormes y escandalosos. También son pecado las pequeñas infidelidades en nuestra vida de cada día, nuestra pobre generosidad, la poca claridad en nuestro estilo de vida. Navidad nos invita a un mayor amor en nuestro seguimiento de Jesús. Empezamos el año con un programa ambicioso. No quiere decir que nunca más pecaremos, sino que nuestra actitud no puede ser de conformidad con el pecado. Que debemos rechazarlo y desear vivir como Cristo, en la luz y en la santidad de Dios. Por desgracia todos tenemos la experiencia del pecado en nosotros mismos, que siempre de alguna manera es negación de Dios, ruptura con el hermano y daño contra nuestra propia persona, porque nos debilita y oscurece. Cuando en nuestras opciones prevalece el pecado, por dejadez propia o por tentación del ambiente que nos rodea, no estamos siendo hijos de Dios.
Fallamos a su amor. La Plegaria Eucarística IV del Misal describe el pecado de nuestros primeros padres así: «cuando por desobediencia perdió tu amistad...». Y al contrario: cuando renunciamos a nuestros intereses e instintos para seguir a Cristo, entonces sí estamos actuando como hijos, y estamos celebrando bien la Navidad. En la bendición solemne de la Navidad el presidente nos desea esta gracia: «el Dios de bondad infinita que disipó las tinieblas del mundo con la encarnación de su Hijo... aleje de vosotros las tinieblas del pecado y alumbre vuestros corazones con la luz de la gracia».
Como los discípulos del Bautista en el evangelio, los cristianos somos llamados, a seguir a Cristo Jesús. Seguir es ver, experimentar, estar con, convivir con Jesús, conocer su voz, imitar su género de vida, y dar así testimonio de él ante todos. Ese «venid y veréis» ha debido ser para nosotros la experiencia de la Navidad, si la estamos celebrando bien. ¿Salimos de ella más convencidos de que vale la pena ser seguidores y apóstoles de Jesús?, ¿tenemos dentro una buena noticia para comunicar?, ¿la transmitiremos a otros, como Andrés a su hermano Pedro?
La Eucaristía la celebramos con una humilde conciencia de que somos pecadores. Al inicio de la misa decimos a veces la hermosa oración penitencial: «yo confieso... por mi culpa, por mi culpa». Reconocemos que somos débiles pero le pedimos a Dios su ayuda y su perdón. En el Padrenuestro pedimos cada día: «mas líbranos del mal», que también puede significar «mas líbranos del maligno». Y somos invitados a la comunión asegurándonos que el Señor que se ha querido hacer nuestro alimento es ese Jesús que vino para «quitar el pecado del mundo» (J. Aldazábal).
San Agustín, que fue un discípulo y un maestro en el arte de la búsqueda, nos enseñó que sólo buscamos aquello que previamente nos ha atraído. Toda búsqueda nace de una seducción inicial. Busca quien se siente interiormente llamado. Si hoy nos cuesta buscar con ahínco, tal vez sea porque hemos cerrado las fuentes de la seducción. ¿Dónde experimentamos la seducción de Jesús?
A menudo, en el seno de la iglesia, se oyen voces que hablan de la pérdida de atracción. Se dice que las misas no son "atractivas" para los jóvenes. Muchos piensan que ser religioso o sacerdote ha dejado de atraer. Y así otras muchas cosas. ¿Qué es lo que hace que una realidad sea atractiva o atrayente? ¡Su magnetismo, su fuerza de gravedad! Una realidad es atractiva cuando nos arrastra hacia el fondo de nosotros mismos, no cuando nos aleja de él. Jesús debió de resultar extraordinariamente atractivo porque su sola mirada era una invitación a vivir en verdad. Y, claro, cuando uno se sitúa en ese nivel, inmediatamente comienza a hacer preguntas y a buscar. Creo que sólo así podemos comprender bien por qué las primeras palabras de Jesús son una pregunta (gonzalo@claret.org).
En la lectura evangélica Juan Bautista vuelve a llamar a Jesús "cordero de Dios", y los dos discípulos que lo acompañan comprenden el mensaje: se van si guiendo a Jesús. Es un hermoso relato de vocación, Jesús se da cuenta de que lo siguen y les pregunta "¿qué buscan?". Todos buscamos algo, máxime si vamos tras Je sús, y hemos de responderle como los discípulos de Juan, que ahora comienzan a ser sus discípulos: "¿Maestro, dónde vives?". Porque se trata de vivir con Jesús, de estar con Él, de llegar a conocerle íntimamente, hasta descubrir quién es, qué quiere de noso tros, cuál es la enseñanza que nos trae.
El evangelista nos dice que los discípulos vieron dónde vivía Jesús y que se quedaron con Él ese día. En el evangelio de Juan las palabras tienen siempre un significado secreto, misterioso, una especie de do ble sentido. "Ver" dónde vive Jesús significa mucho más que conocer su dirección; "quedarse" con El, es mucho más que pasar un rato conversando de cualquier cosa. Ver dónde vive Jesús y quedarse con Él es hacer una profunda experiencia de discipulado, es estar sentado a sus pies bebiendo sus palabras, aco giendo su enseñanza, dejándose iluminar por su luz. Hasta el punto de quedar transformado en verdadero discípulo suyo, no ya de Juan Bautista. La prueba de esta transformación es que el discípulo llama a otros discípulos; quien ya sabe don de vive Jesús y se ha quedado con El, quiere llamar a otros a seguirle también. Como lo hace Andrés, lleno de júbilo, con su hermano Simón: "¡hemos encontra do al Mesías!" (Juan Mateos).
Hoy, el Evangelio nos recuerda las circunstancias de la vocación de los primeros discípulos de Jesús. Para prepararse ante la venida del Mesías, Juan y su compañero Andrés habían escuchado y seguido durante un tiempo al Bautista. Un buen día, éste señala a Jesús con el dedo, llamándolo Cordero de Dios. Inmediatamente, Juan y Andrés lo entienden: ¡el Mesías esperado es Él! Y, dejando al Bautista, empiezan a seguir a Jesús. Jesús oye los pasos tras Él. Se gira y fija la mirada en los que le seguían. Las miradas se cruzan entre Jesús y aquellos hombres sencillos. Éstos quedan prendados. Esta mirada remueve sus corazones y sienten el deseo de estar con Él: «Dónde vives?» (Jn 1,38), le preguntan. «Venid y lo veréis» (Jn 1,39), les responde Jesús. Los invita a ir con Él y a mirar, contemplar. Van, y lo contemplan escuchándolo. Y conviven con Él aquel atardecer, aquella noche. Es la hora de la intimidad y de las confidencias. La hora del amor compartido. Se quedan con Él hasta el día siguiente, cuando el sol se alza por encima del mundo. Encendidos con la llama de aquel «Sol que viene del cielo, para iluminar a los que yacen en las tinieblas» (cf. Lc 1,78-79), marchan a irradiarlo. Enardecidos, sienten la necesidad de comunicar lo que han contemplado y vivido a los primeros que encuentran a su paso: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). Los santos también lo han hecho así. San Francisco, herido de amor, iba por las calles y plazas, por las villas y bosques gritando: «El Amor no está siendo amado». Lo esencial en la vida cristiana es dejarse mirar por Jesús, ir y ver dónde se aloja, estar con Él y compartir. Y, después, anunciarlo. Es el camino y el proceso que han seguido los discípulos y los santos. Es nuestro camino (Josep Mª Massana).
“Es tan manso como un cordero”, solemos decir con cierta frecuencia. Y, en efecto, el cordero es como el símbolo de la mansedumbre, de la bondad y de la paz. Es un animalito inocuo y totalmente indefenso; más aún, cuando es todavía pequeño, nos despierta sentimientos de viva simpatía por su candor e inocencia. Pues Jesucristo nuestro Señor no rehusó adjudicarse a sí mismo el título de “Cordero de Dios”. Es verdad que fue Juan Bautista el que se lo aplicó, pero Jesús no lo rechaza. Es más, lo acepta de buen grado.
Fue el Papa san Sergio I quien introdujo el “Agnus Dei” en el rito de la Misa, justo antes de la Comunión. Y, desde entonces, todos los fieles cristianos recordamos diariamente aquellas palabras del Bautista: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Desde los primerísimos siglos de la Iglesia, la imagen del cordero ha sido un símbolo tradicional en la iconografía y en la liturgia católica. Con frecuencia lo vemos grabado o pintado en los lugares y objetos de culto, bordado en los ornamentos sagrados o esculpido en el arte sacro. Pronto esta figura, junto con la del pez, fue un signo común entre los cristianos. Y, para comprenderlo mejor, tratemos de ver brevemente la rica simbología bíblica que está detrás.
El profeta Jeremías, perseguido por sus enemigos por predicar en el nombre de Dios, se compara a sí mismo como “a un cordero llevado al matadero” (Jer 11,19). Poco más tarde, el profeta Isaías retoma esta misma imagen en el famoso cuarto canto del Siervo de Yahvé, que debe morir por los pecados del mundo y que no abre la boca para protestar, a pesar de todas las injurias e injusticias que se cometen contra él, manso e indefenso como un “cordero llevado al matadero” (Is 53,7). En el libro de los Hechos de los Apóstoles se narra que el eunuco de Etiopía iba leyendo este texto en su carroza y que el apóstol Felipe le explicó quién era ese Siervo doliente de Yahvé descrito por el profeta: Jesús, nuestro Mesías, que nos redimió con los dolores y quebrantos de su pasión.
Pero, además, el tema del cordero se remonta hasta la época de Moisés y a la liberación de Israel de manos del faraón. El libro del Éxodo nos narra que, cuando Dios decidió liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto, ordenó que cada familia sacrificase un cordero sin defecto, macho, de un año, que lo comiesen por la noche y que con su sangre untaran las jambas de las puertas en donde se encontraban. Con este gesto fueron salvados todos los israelitas de la plaga exterminadora que asoló aquella noche al país de Egipto, matando a todos sus primogénitos (Ex 12,1-14). Unos días más tarde, en el monte Sinaí, Dios consumía su alianza con Israel sellando su pacto con la sangre del cordero pascual (Ex 24,1-11). Es entonces cuando Israel queda convertido en el pueblo de la alianza, de la propiedad de Dios, en pueblo sacerdotal, elegido y consagrado a Dios con un vínculo del todo singular (Ex 19,5-6).
En el Nuevo Testamento, la tradición cristiana ha visto en el cordero, con toda razón, la imagen de Cristo mismo. San Pablo, escribiendo a los fieles de Corinto, les dice que les transmite una tradición que él, a su vez, ha recibido y procede de manos del Señor: “Que el Señor Jesús, en la noche que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía’. Y lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía’. Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva” (I Cor 11,23-26).
Cristo, “nuestro Cordero pascual, ha sido inmolado”, decía Pablo a la comunidad de Corinto (I Cor 5,7). Y Pedro, en su primera epístola, invitaba a los fieles a recordar que “habían sido rescatados de su vano vivir no con oro o plata, que son bienes corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, Cordero sin defecto ni mancha” (I Pe 1,18-19).
Y también en el libro del Apocalipsis encontraremos esta imagen en diversos momentos. Aparece con tonos solemnes y dramáticos un cordero, como degollado, rodeado de los cuatro vivientes y de los veinticuatro ancianos, y es el único capaz de presentarse ante el trono de la Majestad de Dios y abrir los sellos del libro sagrado. Entonces todos los ancianos y miles y miles de la corte celestial se postran delante del cordero para tributarle honor, gloria y adoración por los siglos (Ap 5,2-9.13).
Y al final del Apocalipsis –que es también la conclusión de toda la Biblia— se nos presentan, en todo su espendor y belleza, las bodas místicas del Cordero con su Iglesia, que aparece toda hermosa y ricamente ataviada, como una novia que se engalana para su esposo (Ap 19, 6-9;21, 9).
A esta luz, el símbolo del cordero se nos ha llenado de sentido y de una riqueza teológica y espiritual fuera de serie. Ese cordero pascual es Jesucristo mismo. Es el verdadero cordero que quita el pecado del mundo, el Cordero pascual de nuestra redención, que se inmoló como sacrificio perfecto en su Sangre e instituyó como sacramento la noche del Jueves Santo. Así, su Iglesia puede celebrar todos los días, en la Santa Misa y en los demás sacramentos, el memorial de la pasión, muerte y gloriosa resurrección del Señor, para prolongar su presencia entre nosotros y su acción salvadora hasta el final de los tiempos.
Gracias a esto, hoy todos los católicos del mundo repetimos diariamente en el santo sacrificio eucarístico esas mismas palabras, por labios del sacerdote: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. ¡Dichosos los invitados al banquete del Señor!”.
Ojalá que, a partir de hoy, cada vez que digamos estas palabras, lo hagamos con todo el fervor de nuestra fe, de nuestro amor y adoración, pidiendo a Dios por la salvación de toda la humanidad. ¡Éstos son los deseos de Jesucristo, el gran Cordero y Pastor de nuestras almas! (Sergio Córdova). Llucià Pou Sabaté

Navidad: 3 de Enero. Jesús, el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo

Navidad: 3 de Enero. Jesús, el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo

Texto del Evangelio (Jn 1,29-34): Al día siguiente Juan ve a Jesús venir hacia él y dice: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es por quien yo dije: ‘Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo’. Y yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel». Y Juan dio testimonio diciendo: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre Él. Y yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: ‘Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo’. Y yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios».

Comentario: Celebramos hoy la fiesta del "Santísimo Nombre de Jesús" –que significa Salvador– e indica su misión, según había el ángel anunciado a la Virgen: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús”. También el ángel lo anunciará a su tiempo a su esposo: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. Jesu-Cristo tiene ahí asociada la misión (Jesús=Salvador) a su persona (Cristo=Mesías, el ungido, el hijo de Dios). También es inseparable del verdadero cristiano la actitud apostólica, al participar de la filiación divina en Cristo participamos también de su misión redentora.
Juan el Bautista, al ver a Jesús, pronunció estas palabras: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (1, 29). Es la primera vez que sale esta expresión en el Nuevo Testamento, la primera vez que se aplica a Jesús. Benedicto XVI se plantea qué significan estas palabras, que en la liturgia romana se pronuncian antes de comulgar. ¿En qué sentido Jesús es «cordero» y cómo quita los pecados del mundo, los vence hasta dejarlos sin sustancia ni realidad? Cita a Joachim Jeremías, un protestante que ha profundizado mucho en la Escritura, por ejemplo sus ideas sobre el Padrenuestro coinciden mucho con lo que ha recogido el Catecismo; también aquí ha aportado elementos decisivos para entender esta palabra y poder considerarla como verdadera palabra del Bautista. En primer lugar, hay alusiones al Antiguo Testamento: Así proclama el canto del siervo de Dios (Isaías 53,7): «Como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca». La segunda alusión es aún más importante: la Pascua y el sacrificio del cordero pascual (memoria de la salida de Egipto, de la libertad de la tierra prometida). Jesús es el Cordero Pascual, según explica san Pablo (cf. 1 Co 5, 7), san Juan (cf. 19, 36), la Primera Carta de Pedro (cf. 1,19) y el Apocalipsis (cf. por ejemplo, 5,6).
La palabra hebrea significa tanto «cordero» como «mozo», «siervo» de Dios que «carga» con los pecados; puede verse el verdadero cordero pascual, que con su expiación borra los pecados del mundo: «Paciente como un cordero ofrecido en sacrificio, el Salvador se ha encaminado hacia la muerte por nosotros en la cruz; con la fuerza expiatoria de su muerte inocente ha borrado la culpa de toda la humanidad» (ThWNT 1343s). En las penas de la opresión egipcia el cordero pascual era el signo de la salvación por su sangre, ahora Jesús es el pastor que se ha convertido en cordero que quita los pecados del «mundo», ya no es sólo Israel sino la humanidad. Insiste el Papa: “Con ello se introduce el gran tema de la universalidad de la misión de Jesús. Israel no existe sólo para sí mismo: su elección es el camino por el que Dios quiere llegar a todos. Encontraremos repetidamente el tema de la universalidad como verdadero centro de la misión de Jesús. Aparece ya al comienzo del camino de Jesús, en el cuarto Evangelio, con la frase del cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
La expresión «cordero de Dios» interpreta, si podemos decirlo así, la teología de la cruz que hay en el bautismo de Jesús, de su descenso a las profundidades de la muerte”. Por eso recitamos esta oración antes de comulgar, en el contexto de la renovación del sacrificio de la Cruz, cuando Jesús se nos da como alimento.
Llucià Pou Sabaté