Domingo 3º de Adviento; ciclo C
La alegría del Adviento
“Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. Los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: —¿Tú quién eres? El confesó sin reservas: —Yo no soy el Mesías. Le preguntaron: —Entonces ¿qué? ¿Eres tú Elías? Él dijo: —No lo soy. —¿Eres tú el Profeta? Respondió: —No. Y le dijeron: —¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo? Él contestó: —Yo soy "la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor" (como dijo el Profeta Isaías). Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: —Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías ni Elías, ni el Profeta? Juan les respondió: —Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia. Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando” (Juan 1,6-8.19-28).
I. En la liturgia de la Misa, San Pablo nos da la razón fundamental para tener profunda alegría: el Señor está cerca. (Filipenses 4, 4) El Apóstol también nos da la clave para entender el origen de nuestras tristezas: nuestro alejamiento de Dios, por nuestros pecados o por la tibieza. Cuando para encontrar la felicidad se ensayan otros caminos fuera del que lleva a Dios, al final sólo se halla infelicidad y tristeza. La experiencia de todos lo que, de una forma u otra, volvieron la cara hacia otro lado (donde no estaba Dios), ha sido siempre la misma: han comprobado que fuera de Dios no hay alegría verdadera. Encontrar a Cristo, y volverlo a encontrar, supone una alegría profunda siempre nueva. La alegría es tener a Jesús, la tristeza es perderle.
II. El cristiano debe ser un hombre esencialmente alegre. Sin embargo, la nuestra no es una alegría cualquiera, es la alegría de Cristo, que trae la justicia y la paz, y sólo Él puede darla y conservarla, porque el mundo no posee su secreto. El cristiano lleva su gozo en sí mismo, porque encuentra a Dios en su alma en gracia. Esta es la fuente permanente de su alegría. Tener la certeza de que Dios es nuestro Padre y quiere lo mejor para nosotros nos lleva a una confianza serena y alegre, también ante la dureza, en ocasiones, de lo inesperado. No hay tristeza que Él no pueda curar: no temas, ten sólo fe (Lucas 8, 50), nos dice el Señor. Nos dirigimos a Él en un diálogo íntimo y profundo ante el Sagrario, y en cuanto abramos nuestra alma en la Confesión encontraremos la fuente de la alegría. Nuestro agradecimiento se manifestará en mayor fe y en una esperanza que alejen toda tristeza, y en preocupación por los demás.
III. Un alma triste está a merced de muchas tentaciones. La tristeza nace del egoísmo, de pensar en uno mismo con olvido de los demás, de la indolencia en el trabajo, de la falta de mortificación, de la búsqueda de compensaciones, del descuido en el trato con Dios. Para poder conocer a Cristo, poder servirle, y darlo a conocer a los demás, es imprescindible no andar excesivamente preocupados por nosotros mismos. Solamente así, con el corazón puesto en Cristo, podemos recuperar la alegría, si la hubiéramos perdido. Esta es una de las grandes misiones del cristiano: llevar alegría a un mundo que está triste porque se va alejando de Dios. Preparemos la Navidad junto a Santa María y en nuestro ambiente fomentando un clima de paz cristiana, brindaremos muchas pequeñas alegrías y muestras de afecto a quienes nos rodean. Los hombres necesitan pruebas de que Cristo ha nacido en Belén, nuestra alegría se las dará.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
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