martes, 10 de julio de 2018

Miércoles semana 14 de tiempo ordinario;n año par

Miércoles de la semana 14 de tiempo ordinario; año par

Id a José
“En aquel tiempo, Jesús, llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia. Éstos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo, el publicano; Santiago el Alfeo, y Tadeo; Simón el Celote, y Judas Iscariote, el que lo entregó. A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: -«No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca»” (Mateo 10,1-7).
I. Muchos cristianos a lo largo de los siglos, conscientes de la misión excepcional de San José en la vida de Jesús y de María, han buscado en la historia del pueblo hebreo hechos e imágenes que prefiguran al esposo virginal de María, pues el Antiguo Testamento anuncia al Nuevo. Numerosos Padres de la Iglesia han visto un anuncio profético en el personaje del mismo nombre, hijo del Patriarca Jacob. El Papa Pío IX, al proclamar a San José patrono de la Iglesia universal, recogía estos testimonios antiguos. También la Liturgia muestra este mismo paralelismo. No sólo tenían el mismo nombre, sino que también es posible encontrar en ellos virtudes y actitudes, en una vida entretejida de pruebas y alegrías, de grandes coincidencias.
José, hijo de Jacob, y el esposo virginal de María, por una serie de circunstancias providenciales, fueron a Egipto: el primero, perseguido por sus hermanos y entregado por envidia que prefigura la traición que se habría de cometer con Cristo; el segundo, huyendo de Herodes para salvar a Aquel que traía la salvación al mundo.
José, hijo de Jacob, recibió de Dios el don de interpretar los sueños del faraón, siendo advertido así de lo que sucedería más tarde. El nuevo José recibió también en sueños los mensajes de Dios. A aquél -señala San Bernardo- le fue dada la inteligencia de los misterios de los sueños; éste mereció conocer y participar de los misterios soberanos.
Parece como si los sueños del primero, aunque verificados en su persona, hubieran tenido su plena realización en el segundo. Tuvo también José un sueño que contó a sus hermanos... Díjoles... Estábamos nosotros en el campo atando gavillas y vi que se levantaba mi gavilla y se tenía de pie, y las vuestras la rodeaban y se inclinaban ante la mía, adorándola... Tuvo José otro sueño, que contó también a sus hermanos, diciendo: ... He visto que el sol, la luna y once estrellas me adoraban... Estos sueños se cumplieron cuando Jacob, su padre, se trasladó a Egipto con toda su familia y se prosternó efectivamente ante José, convertido en virrey del país. Pero, a la vez, podemos pensar que su sueño prefiguraba el misterio de la casa de Nazaret, en la que Jesús, Sol de justicia, y María, alabada en la Liturgia como una brillante Luna blanca y bella, se someterían a la autoridad del jefe de familia, y cuando tantos cristianos acudiesen a él con devoción a solicitar toda clase de ayudas.
El primer José obtuvo la confianza y el favor del faraón y se convirtió en intendente de los graneros de Egipto, y cuando el hambre asolaba los pueblos vecinos y acudían al faraón en demanda de trigo para subsistir, éste les decía: Id a José y haced lo que él os diga. Cuando el hambre cubrió toda la tierra, José abrió los graneros y repartió raciones a los egipcios... Y de todos los países venían a comprar a José, porque el hambre arreciaba en todas partes. Y ahora que también el hambre asola la tierra -hambre principalmente de doctrina, de piedad, de amor-, la Iglesia nos recomienda: Id a José. Ante tantas necesidades que personalmente padecemos, nos dice: acudid al Santo Patriarca de Nazaret.
Tenemos en nuestra vida momentos de grandes indecisiones, de incertidumbres, de necesidades urgentes. ¡Id a José!, nos dice Jesús: el que en la vida tuvo la misión tan grande de cuidar de Mí y de mi Madre en nuestras necesidades corporales, el que amparó nuestras vidas en tantos momentos difíciles, continuará cuidando de Mí en mis miembros, que son todos los hombres necesitados. Id a José, él os dará todo cuanto os sea necesario.
II. Éste es el criado fiel y solícito a quien el Señor ha puesto al frente de su familia. Son palabras que la Liturgia aplica a San José: padre fiel y solícito, que atiende con prontitud las necesidades de esa gran familia del Señor, que es la Iglesia.
A Jesús le es muy grato que tratemos y pidamos ayuda al que tanto amó Él en la tierra y ahora en el Cielo, del que tantas cosas aprendió, con quien conversó desde que pudo pronunciar las primeras palabras.
José gobernó la casa de Nazaret con autoridad de padre, y la Sagrada Familia no sólo simboliza la Iglesia sino que en cierto modo la contenía, como la semilla al árbol, como la fuente al río. La santa casa de Nazaret llevaba las premisas de la Iglesia naciente. Es ésta la razón por la que el santo Patriarca «considera particularmente confiada a sí la multitud de los cristianos que componen la Iglesia, es decir, esta inmensa familia esparcida por toda la tierra, sobre la que -por ser Esposo de María y Padre de Jesucristo- posee, por así decir, una autoridad de padre. Por tanto, es cosa natural y dignísima del bienaventurado José que, así como una vez sostuvo todas las necesidades de la familia de Nazaret y la rodeó santamente de su protección, así ahora cubra con su celestial protección y defensa a la Iglesia de Jesucristo».
Este patrocinio del santo Patriarca sobre la Iglesia universal es principalmente de orden espiritual; pero se extiende también al orden temporal, como la del otro José, hijo de Jacob, llamado por el rey de Egipto «salvador del mundo».
A él han acudido los santos y los buenos cristianos de todos los tiempos. Santa Teresa relata la gran devoción que tenía a San José y la experiencia de su patrocinio: «No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes queme ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo, de los peligros que me ha librado, ansí del cuerpo como de alma; que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad, a este glorioso santo tengo experiencia que socorre en todas y que quiere el Señor darnos a entender que ansí como le fue sujeto en tierra -que como tenía nombre de padre siendo ayo, le podía mandar- ansí en el cielo hace cuanto le pide (... ).
»Si fuera persona que tuviera autoridad de escribir, de buena gana me alargara en decir muy por menudo las mercedes que ha hecho este glorioso santo a mí y a otras personas (... ). Sólo pido, por amor de Dios, que lo pruebe quien no me creyere, y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso Patriarca y tenerle devoción; en especial personas de oración siempre le habían de ser aficionadas, que no sé cómo se puede pensar en la Reina de los Angeles, en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no den gracias a San José por lo bien que les ayudó en ellos».
III. A San José debemos acudir pidiendo que ampare y proteja a la Iglesia, pues es su defensor y protector. Le pedimos su ayuda en las necesidades de la familia, en las espirituales y en las materiales: Sancte Ioseph, ora pro eis, ora pro me... Ruega por ellos, ruega por mí.
Para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, como para los de cualquier época, constituye San José una figura entrañable, venerable, cuya vocación y dignidad admiramos, y cuya fidelidad en servicio de Jesús y de María agradecemos; «por San José vamos directamente a María, y por María, a la fuente de toda santidad, Jesucristo». Él nos enseña a tratar a Jesús con piedad, con respeto y amor: Oh, feliz varón, bienaventurado José -le decimos con una antigua oración de la Iglesia-, a quien fue dado no sólo ver y oír al Dios, a quien muchos reyes quisieron ver y no vieron, oír y no oyeron, sino también abrazarlo, besarlo, vestirlo y custodiarlo..., enséñanos a recibirlo con amor y reverencia en la Sagrada Comunión, danos una mayor finura de alma. «San José, Padre y Señor nuestro, castísimo, limpísimo, que has merecido llevar a Jesús Niño en tus brazos, y lavarle y abrazarle: enséñanos a tratar a nuestro Dios, a ser limpios, dignos de ser otros Cristos.
»Y ayúdanos a hacer y a enseñar, como Cristo, los caminos divinos -ocultos y luminosos-, diciendo a los hombres que pueden, en la tierra, tener de continuo una eficacia espiritual extraordinaria».
San José nos proporciona, además, un modelo, cuya enseñanza callada podemos y debemos empeñarnos en seguir. «José ha sido, en lo humano, maestro de Jesús; le ha tratado diariamente, con cariño delicado, y ha cuidado de Él con abnegación alegre. ¿No será ésta una buena razón para que consideremos a este varón justo, a este Santo Patriarca en quien culmina la fe de la Antigua Alianza, como Maestro de vida interior? La vida interior no es otra cosa que el trato asiduo e íntimo con Cristo, para identificarnos con Él. Y José sabrá decirnos muchas cosas sobre Jesús. Por eso, no dejéis nunca su devoción, ite ad Ioseph, como ha dicho la tradición cristiana con una frase tomada del Antiguo Testamento (Gen 41, 55).
»Maestro de vida interior, trabajador empeñado en su tarea, servidor fiel de Dios en relación continua con Jesús: éste es José. Ite ad Ioseph. Con San José, el cristiano aprende lo que es ser de Dios y estar plenamente entre los hombres, santificando el mundo. Tratad a José y encontraréis a Jesús. Tratad a José y encontraréis a María, que llenó siempre de paz el amable taller de Nazaret».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Benito, abad

San Benito nació de familia rica en Nursia, región de Umbría, Italia, en el año 480. Su hermana gemela, Escolástica, también alcanzó la santidad. Después de haber recibido en Roma una adecuada formación, estudiando la retórica y la filosofía. Se retiró de la ciudad a Enfide (la actual Affile), para dedicarse al estudio y practicar una vida de rigurosa disciplina ascética. No satisfecho de esa relativa soledad, a los 20 años se fue al monte Subiaco bajo la guía de un ermitaño y viviendo en una cueva. Tres años después se fue con los monjes de Vicovaro. No duró allí mucho ya que lo eligieron prior pero después trataron de envenenarlo por la disciplina que les exigía. Con un grupo de jóvenes, entre ellos Plácido y Mauro, fundo su primer monasterio en en la montaña de Cassino en 529 y escribió la Regla, cuya difusión le valió el título de patriarca del monaquismo occidental. Fundó numerosos monasterios, centros de formación y cultura capaces de propagar la fe en tiempos de crisis.
Vida de oración disciplina y trabajo
Se levantaba a las dos de la madrugada a rezar los salmos. Pasaba horas rezando y meditando. Hacia también horas de trabajo manual, imitando a Jesucristo. Veía el trabajo como algo honroso. Su dieta era vegetariana y ayunaba diariamente, sin comer nada hasta la tarde. Recibía a muchos para dirección espiritual. Algunas veces acudía a los pueblos con sus monjes a predicar. Era famoso por su trato amable con todos.
Su gran amor y su fuerza fueron la Santa Cruz con la que hizo muchos milagros. Fue un poderoso exorcista. Este don para someter a los espíritus malignos lo ejerció utilizando como sacramental la famosa Cruz de San Benito.
San Benito predijo el día de su propia muerte, que ocurrió el 21 de marzo del 547, pocos días después de la muerte de su hermana, santa Escolástica. Desde finales del siglo VIII muchos lugares comenzaron a celebrar su fiesta el 11 de julio.
Si atendemos a la enorme influencia ejercida en Europa por los seguidores de San Benito, es desalentador comprobar que no tenemos biografías contemporáneas del padre del monasticismo occidental. Lo poco que conocemos acerca de sus primeros años, proviene de los "Diálogos" de San Gregorio, quien no proporciona una historia completa, sino solamente una serie de escenas para ilustrar los milagrosos incidentes de su carrera.
Benito nació y creció en la noble familia Anicia, en el antiguo pueblo de Sabino en Nurcia, en la Umbría en el año 480. Esta región de Italia es quizás la que mas santos ha dado a la Iglesia. Cuatro años antes de su nacimiento, el bárbaro rey de los Hérculos mató al último emperador romano poniendo fin a siglos de dominio de Roma sobre todo el mundo civilizado. Ante aquella crisis, Dios tenía planes para que la fe cristiana y la cultura no se apagasen ante aquella crisis. San Benito sería el que comienza el monasticismo en occidente.  Los monasterios se convertirán en centros de fe y cultura.
De su hermana gemela, Escolástica, leemos que desde su infancia se había consagrado a Dios, pero no volvemos a saber nada de ella hasta el final de la vida de su hermano.  El fue enviado a Roma para su "educación liberal", acompañado de una "nodriza", que había de ser, probablemente, su ama de casa.  Tenía entonces entre 13 y 15 años, o quizá un poco más.  Invadido por los paganos de las tribus arias, el mundo civilizado parecía declinar rápidamente hacia la barbarie, durante los últimos años del siglo V: la Iglesia estaba agrietada por los cismas, ciudades y países desolados por la guerra y el pillaje, vergonzosos pecados campeaban tanto entre cristianos como entre gentiles y  se ha hecho notar que no existía un solo soberano o legislador que no fuera ateo, pagano o hereje.  En las escuelas y en los colegios, los jóvenes imitaban los vicios de sus mayores y Benito, asqueado por la vida licenciosa de sus compañeros y temiendo llegar a contaminarse con su ejemplo, decidió abandonar Roma.  Se fugó, sin que nadie lo supiera, excepto su nodriza, que lo acompañó.  Existe una considerable diferencia de opinión en lo que respecta a la edad en que abandonó la ciudad, pero puede haber sido aproximadamente a los veinte años.  Se dirigieron al poblado de Enfide, en las montañas, a treinta millas de Roma.  No sabemos cuanto duró su estancia, pero fue suficiente para capacitarlo a determinar su siguiente paso.  Pronto se dio cuenta de que no era suficiente haberse retirado de las tentaciones de Roma;  Dios lo llamaba para ser un ermitaño y para abandonar el mundo y, en el pueblo lo mismo que en la ciudad, el joven no podía llevar una vida escondida, especialmente después de haber restaurado milagrosamente un objeto de barro que su nodriza había pedido prestado y accidentalmente roto.
En busca de completa soledad, Benito partió una vez más, solo, para remontar las colinas hasta que llegó a un lugar conocido como Subiaco (llamado así por el lago artificial formado en tiempos de Claudio, gracias a la represión de las aguas del Anio).  En esta región rocosa y agreste se encontró con un monje llamado Romano, al que abrió su corazón, explicándole su intención de llevar la vida de un ermitaño.  Romano mismo vivía en un monasterio a corta distancia de ahí; con gran celo sirvió al joven, vistiéndolo con un hábito de piel y conduciéndolo a una cueva en una montaña rematada por una roca alta de la que no podía descenderse y cuyo ascenso era peligroso, tanto por los precipicios como por los tupidos bosques y malezas que la circundaban.  En la desolada caverna, Benito pasó los siguientes tres años de su vida, ignorado por todos, menos por Romano, quien guardó su secreto y diariamente llevaba pan al joven recluso, quien lo subía en un canastillo que izaba mediante una cuerda.  San Gregorio dice que el primer forastero que encontró el camino hacia la cueva fue un sacerdote quien, mientras preparaba su comida un domingo de Resurrección, oyó una voz que le decía: "Estás preparándote un delicioso platillo, mientras mi siervo Benito padece hambre".  El sacerdote, inmediatamente, se puso a buscar al ermitaño, al que encontró al fin con gran dificultad.  Después de haber conversado durante un tiempo sobre Dios y las cosas celestiales, el sacerdote lo invitó a comer, diciéndole que era el día de Pascua, en el que no hay razón para ayunar.  Benito, quien sin duda había perdido el sentido del tiempo y ciertamente no tenía medios de calcular los ciclos lunares, repuso que no sabía que era el día de tan grande solemnidad.  Comieron juntos y el sacerdote volvió a casa.  Poco tiempo después, el santo fue descubierto por algunos pastores, quienes al principio lo tomaron por un animal salvaje, porque estaba cubierto con una piel 9de bestia y porque no se imaginaban que un ser humano viviera entre las rocas.  Cuando descubrieron que se trataba de un siervo de Dios, quedaron gratamente impresionados y sacaron algún fruto de sus enseñanzas.  A partir de ese momento, empezó a ser conocido y mucha gente lo visitaba, proveyéndolo de alimentos y recibiendo de él instrucciones y consejos.
Aunque vivía apartado del mundo, San Benito, como los padres del desierto, tuvo que padecer las tentaciones de la carne y del demonio, algunas de las cuales han sido descritas por San Gregorio.  "Cierto día, cuando estaba solo, se presentó el tentador.  Un pequeño pájaro negro, vulgarmente llamado mirlo, empezó a volar alrededor de su cabeza y se le acercó tanto que, si hubiese querido, habría podido cogerlo con la mano, pero al hacer la señal de la cruz el pájaro se alejó.  Una violenta tentación carnal, como nunca antes había experimentado, siguió después.  El espíritu maligno le puso ante su imaginación el recuerdo de cierta mujer que él había visto hacía tiempo, e inflamó su corazón con un deseo tan vehemente, que tuvo una gran dificultad para reprimirlo.  Casi vencido, pensó en abandonar la soledad; de repente, sin embargo, ayudado por la gracia divina, encontró la fuerza que necesitaba y, viendo cerca de ahí un tupido matorral de espinas y zarzas, se quitó sus vestiduras y se arrojó entre ellos.  Ahí se revolcó hasta que todo su cuerpo quedó lastimado.  Así, mediante aquellas heridas corporales, curó las heridas de su alma", y nunca volvió a verse turbado en aquella forma.
En Vicovaro, en Tívoli y en Subiaco, sobre la cumbre de un farallón que domina Anio, residía por aquel tiempo una comunidad de monjes, cuyo abad había muerto y por lo tanto decidieron pedir a San Benito que tomara su lugar.  Al principio rehusó, asegurando a la delegación que había venido a visitarle que sus modos de vida no coincidían --quizá él había oído hablar de ellos--.  Sin embargo, los monjes le importunaron tanto, que acabó por ceder y regresó con ellos para hacerse cargo del gobierno.  Pronto se puso en evidencia que sus estrictas nociones de disciplina monástica no se ajustaban a ellos, porque quería que todos vivieran en celdas horadadas en las rocas y, a fin de deshacerse de él, llegaron hasta poner veneno en su vino.  Cuando hizo el signo de la cruz sobre el vaso, como era su costumbre, éste se rompió en pedazos como si una piedra hubiera caído sobre él.  "Dios os perdone, hermanos", dijo el abad con tristeza.  "¿Por qué habéis maquinado esta perversa acción contra mí?  ¿No os dije que mis costumbres no estaban de acuerdo con las vuestras?  Id y encontrad un abad a vuestro gusto, porque después de esto yo no puedo quedarme por más tiempo entre vosotros".  El mismo día retornó a Subiaco, no para llevar por más tiempo una vida de retiro, sino con el propósito de empezar la gran obra para la que Dios lo había preparado durante estos años de vida oculta.
Empezaron a reunirse a su alrededor los discípulos atraídos por su santidad y por sus poderes milagrosos, tanto seglares que huían del mundo, como solitarios que vivían en las montañas.  San Benito se encontró en posición de empezar aquel gran plan, quizás revelado a él en la retirada cueva, de "reunir en aquel lugar, como en un aprisco del Señor, a muchas y diferentes familias de santos monjes dispersos en varios monasterios y regiones, a fin de hacer de ellos un sólo rebaño según su propio corazón, para unirlos más y ligarlos con los fraternales lazos, en una casa de Dios bajo una observancia regular y en permanente alabanza al nombre de Dios".  Por lo tanto, colocó a todos los que querían obedecerle en los doce monasterios hechos de madera, cada uno con su prior.  El tenía la suprema dirección sobre todos, desde donde vivía con algunos monjes escogidos, a los que deseaba formar con especial cuidado.  Hasta ahí, no tenía escrita una regla propia, pero según un antiguo documento, los monjes de los doce monasterios aprendieron la vida religiosa, "siguiendo no una regla escrita, sino solamente el ejemplo de los actos de San Benito".  Romanos y bárbaros, ricos y pobres, se ponían a disposición del santo, quien no hacía distinción de categoría social o nacionalidad.  Después de un tiempo, los padres venían para confiarles a sus hijos a fin de que fueran educados y preparados para la vida monástica.  San Gregorio nos habla de dos nobles romanos, Tértulo, el patricio y Equitius, quienes trajeron a sus hijos, Plácido, de siete años y Mauro de doce, y dedica varias páginas a estos jóvenes novicios.  (Véase San Mauro, 15 de enero y San Plácido, 5 de octubre).
En contraste con estos aristocráticos jóvenes romanos, San Gregorio habla de un rudo e inculto godo que acudió a San Benito, fue recibido con alegría y vistió el hábito monástico.  Enviado con una hoz para que quitara las tupidas malezas del terreno desde donde se dominaba el lago, trabajó tan vigorosamente, que la cuchilla de la hoz se salió del mango y desapareció en el lago.  El pobre hombre estaba abrumado de tristeza, pero tan pronto como San Benito tuvo conocimiento del accidente, condujo al culpable a la orilla de las aguas, le arrebató el mango y lo arrojó al lago.  Inmediatamente, desde el fondo, surgió la cuchilla de hierro y se ajustó automáticamente al mango.  El abad devolvió la herramienta, diciendo: "¡Toma!  Prosigue tu trabajo y no te preocupes".  No fue el menor de los milagros que San Benito hizo para acabar con el arraigado prejuicio contra el trabajo manual, considerado como degradante y servil.  Creía que el trabajo no solamente dignificaba, sino que conducía a la santidad y, por lo tanto, lo hizo obligatorio para todos los que ingresaban a su comunidad, nobles y plebeyos por igual.  No sabemos cuanto tiempo permaneció el santo en Subiaco, pero fue lo suficiente para establecer su monasterio sobre una base firme y fuerte.  Su partida fue repentina y parece haber sido impremeditada.  Vivía en las cercanías un indigno sacerdote llamado Florencio quien, viendo el éxito que alcanzaba San Benito y la gran cantidad de gente que se reunía en torno suyo, sintió envidia y trató de arruinarlo.  Pero como fracasó en todas sus tentativas para desprestigiarlo mediante la calumnia y para matarlo con un pastel envenenado que le envió (que según San Gregorio fue arrebatado milagrosamente por un cuervo), trató de seducir a sus monjes, introduciendo una mujer de mala vida en el convento.  El abad, dándose perfecta cuenta de que los malvados planes de Florencio estaban dirigidos contra él personalmente, resolvió abandonar Subiaco por miedo de que las almas de sus hijos espirituales continuaran siendo asaltadas y puestas en peligro.  Dejando todas sus cosas en orden, se encaminó desde Subiaco al territorio de Monte Cassino.  Es esta una colina solitaria en los límites de Campania, que domina por tres lados estrechos valles que corren hacia las montañas y, por el cuarto, hasta el Mediterráneo, una planicie ondulante que fue alguna vez rica y fértil, pero que, carente de cultivos por las repetidas irrupciones de los bárbaros, se había convertido en pantanosa y malsana.  La población de Monte Cassino, en otro tiempo lugar importante, había sido aniquilada por los godos y los pocos habitantes que quedaban, habían vuelto al paganismo o mejor dicho, nunca lo habían dejado.  Estaban acostumbrados a ofrecer sacrificios en un templo dedicado a Apolo, sobre la cuesta del monte.  Después de cuarenta días de ayuno, el santo se dedicó, en primer lugar, a predicar a la gente y a llevarla a Cristo.  Sus curaciones y milagros obtuvieron muchos conversos, con cuya ayuda procedió a destruir el templo, su ídolo y su bosque sagrado.  Sobre las ruinas del templo, construyó dos capillas y alrededor de estos santuarios se levantó, poco a poco, el gran edificio que estaba destinado a convertirse en la más famosa abadía que el mundo haya conocido.  Los cimientos de este edificio parecen haber sido echados por San Benito, alrededor del año 530.  De ahí partió la influencia que iba a jugar un papel tan importante en la cristianización y civilización de la Europa post-romana.  No fue solamente un museo eclesiástico lo que se destruyó durante la segunda Guerra Mundial, cuando se bombardeó Monte Cassino.
Es probable que Benito, de edad madura, en aquel entonces, pasara nuevamente algún tiempo como ermitaño; pero sus discípulos pronto acudieron también a Monte Cassino.  Aleccionado sin duda por su experiencia en Sabiaco, no los mandó a casas separadas, sino que los colocó juntos en un edificio gobernado por un prior y decanos, bajo su supervisión general.  Casi inmediatamente después, se hizo necesario añadir cuartos para huéspedes, porque Monte Cassino, a diferencia de Subiaco, era fácilmente accesible desde Roma y Cápua.  No solamente los laicos, sino también los dignatarios de la Iglesia iban para cambiar impresiones con el fundador, cuya reputación de santidad, sabiduría y milagros habíase extendido por todas partes.  Tal vez fue durante ese período cuando comenzó su "Regla", de la que San Gregorio dice que da a entender "todo su método de vida y disciplina, porque no es posible que el santo hombre pudiera enseñar algo distinto de lo que practicaba".  Aunque primordialmente la regla está dirigida a los monjes de Monte Cassino, como señala el abad Chapman, parece que hay alguna razón para creer que fue escrita para todos los monjes del occidente, según deseos del Papa San Hormisdas.  Está dirigida a todos aquellos que, renunciando a su propia voluntad, tomen sobre sí "la fuerte y brillante armadura de la obediencia para luchar bajo las banderas de Cristo, nuestro verdadero Rey", y prescribe una vida de oración litúrgica, estudio, ("lectura sacra") y trabajo llevado socialmente, en una comunidad y bajo un padre común.  Entonces y durante mucho tiempo después, sólo en raras ocasiones un monje recibía las órdenes sagradas y no existe evidencia de que el mismo San Benito haya sido alguna vez sacerdote.  Pensó en proporcionar "una escuela para el servicio del Señor", proyectada para principiantes, por lo que el ascetismo de la regla es notablemente moderado.  No se alentaban austeridades anormales ni escogidas por uno mismo y, cuando un ermitaño que ocupaba una cueva cerca de Monte Cassino encadenó sus pies a la roca, San Benito le envió un mensaje que decía:  "Si eres verdaderamente un siervo de Dios, no te encadenes con hierro, sino con la cadena de Cristo".  La gran visión en la que Benito contempló, como en un rayo de sol, a todo el mundo alumbrado por la luz de Dios, resume la inspiración de su vida y de su regla.  El santo abad, lejos de limitar sus servicios a los que querían seguir su regla, extendió sus cuidados a la población de las regiones vecinas: curaba a los enfermos, consolaba a los tristes, distribuía limosnas y alimentó a los pobres y se dice que en más de una ocasión resucitó a los muertos.  Cuando la Campania sufría un hambre terrible, donó todas las provisiones de la abadía, con excepción de cinco panes.  "No tenéis bastante ahora", dijo a sus monjes, notando su consternación, "pero mañana tendréis de sobra".  A la mañana siguiente, doscientos sacos de harina fueron depositados por manos desconocidas en la puerta del monasterio.  Otros ejemplos se han proporcionado para ilustrar el poder profético de San Benito, al que se añadía el don de leer los pensamientos de los hombres.  Un noble al que convirtió, lo encontró cierta vez llorando e inquirió la causa de su pena.  El abad repuso: "este monasterio que yo he construido y todo lo que he preparado para mis hermanos, ha sido entregado a los gentiles por un designio del Todopoderoso.  Con dificultad he logrado obtener misericordia para sus vidas".  La profecía se cumplió cuarenta años después, cuando la abadía de Monte Cassino fue destruida por los lombardos.
Cuando el godo Totila avanzaba trinfante a través del centro de Italia, concibió el deseo de visitar a San Benito, porque había oído hablar mucho de él.  Por lo tanto, envió aviso de su llegada al abad, quien accedió a verlo.  Para descubrir si en realidad el santo poseía los poderes que se le atribuían, Totila ordenó que se le dieran a Riggo, capitán de su guardia, sus propias ropas de púrpura y lo envió a Monte Cassino con tres condes que acostumbraban asistirlo.  La suplantación no engañó a San Benito, quien saludó a Riggo con estas palabras: "hijo mío, quítate las ropas que vistes; no son tuyas".  Su visitante se apresuró a partir para informar a su amo que había sido descubierto.  Entonces, Totila, fue en persona hacia el hombre de Dios y, se dice que se atemorizó tanto, que cayó postrado.  Pero Benito lo levantó del suelo, le recriminó por sus malas acciones y le predijo, en pocas palabras, todas las cosas que le sucederían.  Al punto, el rey imploró sus oraciones y partió, pero desde aquella ocasión fue menos cruel.  Esta entrevista tuvo lugar en 542 y San Benito difícilmente pudo vivir lo suficiente para ver el cumplimiento total de su propia profecía.
Anuncia su muerteEl santo que había vaticinado tantas cosas a otros, fue advertido con anterioridad acerca de su próxima muerte.  Lo notificó a sus discípulos y, seis días antes del fin, les pidió que cavaran su tumba.  Tan pronto como estuvo hecha fue atacado por la fiebre.  El 21 de marzo del año 543, durante las ceremonias del Jueves Santo, recibió la Eucaristía.  Después, junto a sus monjes, murmuró unas pocas palabras de oración y murió de pie en la capilla, con las manos levantadas al cielo. Sus últimas palabras fueron: "Hay que tener un deseo inmenso de ir al cielo".  Fue enterrado junto a Santa Escolástica, su hermana, en el sitio donde antes se levantaba el altar de Apolo, que él había destruido. 
Dos de sus monjes estaban lejos de allí rezando, y de pronto vieron una luz esplendorosa que subía hacia los cielos y exclamaron: "Seguramente es nuestro Padre Benito, que ha volado a la eternidad".  Era el momento preciso en el que moría el santo.
Que Dios nos envíe muchos maestros como San Benito, y que nosotros también amemos con todo el corazón a Jesús.
En 1964 Pablo VI declara a san Benito patrono principal de Europa.

«Comenzó Pedro a decirle: Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. Jesús respondió: En verdad os digo que no hay nadie que habiendo dejado casa, hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, no reciba en esta vida cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna. Porque muchos primeros serán últimos, y muchos últimos serán primeros.» (Marcos 10, 28-31)
1º. Jesús, hoy les haces a los apóstoles una gran promesa: quien te dé algo por amor a Ti y al Evangelio, recibirá «cien veces más» en esta vida, y, en el siglo venidero, la vida eterna.
No es que les prometas esto para que se entreguen.
Ellos ya se habían entregado antes: «Ya ves que nosotros lo hemos entregado todo y te hemos seguido.»
La verdadera entrega no va en busca del beneficio personal, no espera recibir nada a cambio.
Pero Tú quieres que tus discípulos de todos los tiempos sepan que serán las personas más felices en la tierra -con persecuciones- y también en el Cielo.
La felicidad en esta tierra es una felicidad «con persecuciones.»
¿Qué significa esto?
Significa que, aquí abajo, la verdadera alegría va unida a la Cruz.
El que se busca a si mismo, el que no es capaz de hacer ningún sacrificio por Dios o por los demás, el que huye del dolor o de lo que le cuesta, no encuentra más que vacío; y como tampoco puede evitar las cruces habituales de este mundo, se desespera y se amarga.
Por el contrario, el que sabe darse a los demás aprende a amar de verdad y, aunque ese amor implique renuncia, es un amor que llena de paz y de alegría.
En concreto, amarte a Ti, Jesús, cuesta.
Mis pasiones, mis intereses personales, mi comodidad y mi orgullo me impulsan en sentido contrario al que me pides.
Y para vencer esas tendencias, necesito fortaleza, virtud.
El camino cristiano consiste precisamente en la adquisición y desarrollo de las virtudes.
«Este es el índice para que el alma pueda conocer con claridad si ama a Dios o no, con amor puro. Si le ama, su corazón no se centrará en sí misma, ni estará atenta a conseguir sus gustos y conveniencias. Se dedicará por completo a buscar la honra y gloria de Dios y a darle gusto a El. Cuanto más tiene corazón para si misma menos lo tiene para Dios» (San Juan de la Cruz).
2º. «Es bueno dar gloria a Dios, sin tomarse anticipos (mujer hijos, honores...) de esa gloria, que gozaremos plenamente con Él en la Vida...
Además, Él es generoso... Da el ciento por uno: y esto es verdad hasta en los hijos. -Muchos se privan de ellos por su gloria, y tienen miles de hijos de su espíritu. -Hijos, como nosotros lo somos del Padre nuestro, que está en los cielos» (Camino.- 779).
Jesús, es bueno dar gloria a Dios, hacerlo todo por Ti y por el Evangelio.
Qué ridículo sería el árbol que quisiera crecer para abajo, o el caballo que quisiera volar.
Por suerte, no pueden hacer el ridículo.
La única criatura capaz de hacerlo -además de los demonios, que lo hacen por toda la eternidad- es el hombre cuando, en vez de actuar dando gloria a Dios, «va a la suya», como si fuera independiente de su Creador.
Además, El es generoso... Da el ciento por uno.
A veces, Jesús, no me entero de esto porque no lo pruebo de verdad; y aunque te doy cosas, mis planes y mi tiempo son intocables.
O te pongo límites que parecen -desde la estrecha perspectiva humana- razonables: mis hijos, mi familia, mi profesión...
No acabo de enterarme.
«Ya ves que nosotros lo hemos entregado todo y te hemos seguido.»
Jesús, ayúdame a enterarme de lo que significa ser cristiano: buscar en mis circunstancias concretas, según mi vocación específica, la gloria de Dios; no quedarme con nada que me impida seguirte de cerca y amarte sobre todas las cosas.

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