Martes de la semana 12 de tiempo ordinario; año par
La senda estrecha
«No deis las cosas santas a los perros, ni echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas y revolviéndose os despedacen. Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos: Esta es la Ley y los Profetas. Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y ancho el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran!» (Mateo 7, 6, 12-14)
I. Mientras iban de camino hacia Jerusalén, uno le preguntó: Señor, ¿son pocos los que se salvan?. Jesús no le contestó directamente, sino que le dijo: Esforzaos por entrar por la puerta estrecha, porque muchos, os digo, intentarán entrar y no podrán. Y en el Evangelio de la Misa de hoy San Mateo nos ha dejado esta exclamación del Señor: ¡Qué angosta es la puerta, y qué estrecha la senda que conduce a la vida, y qué pocos son los que atinan con ella!.
La vida es como un camino que acaba en Dios, un camino corto. Importa sobre todo que, al llegar, se nos abra la puerta y podamos entrar: «caminamos peregrinos hacia la consumación de la historia humana. Dice el Señor: Vengo presto y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras... (Apoc 22, 12-13)».
Dos sendas, dos actitudes en la vida. Buscar lo más cómodo y placentero, regalar el cuerpo y huir del sacrificio y de la penitencia; o bien, buscar la voluntad de Dios aunque cueste, tener los sentidos guardados y el cuerpo sujeto. Vivir como peregrinos que llevan lo justo y se entretienen poco en las cosas porque van de paso, o quedar anclados en la comodidad, el placer o los bienes temporales utilizados como fines y no como simples medios.
Un camino conduce al Cielo; el otro, a la perdición, y son muchos los que andan por él. Con frecuencia nos hemos de preguntar por dónde caminamos nosotros y a dónde vamos. ¿Nos dirigimos derechamente al Cielo, aunque no falten derrotas y flaquezas? ¿Es el camino estrecho por el que andamos? ¿Vivimos habitualmente la templanza y la mortificación, pequeños sacrificios, pequeños pero reales? ¿A dónde vamos nosotros? ¿Cuál es realmente el fin de nuestros actos? «Si miramos las cosas, no como una pura teoría, sino con referencia a la vida, quizá sea posible entenderlo mejor. Si un universitario quiere ser médico no se matricula en Filología Románica... En realidad, si un estudiante se matricula en Filología Románica está demostrando que lo que de verdad quiere ser es filólogo, no médico, a pesar de cuanto se diga (...). Y ello es así porque cuando se quiere algo hay que elegir los medios adecuados (...). Si uno quiere ir a su propio hogar y deliberadamente elige el camino que conduce a la casa de su enemigo, lo que sin duda está queriendo es ir a donde, según dice, no desea». Y si diera la razón de que ha elegido ese determinado camino porque es más cómodo, entonces lo que de verdad le importa es el camino, no el fin al que éste le conduce.
Muchos viven persiguiendo fines inmediatos, sin orientar su vida al fin último, Dios, que debe determinarlo todo. Pero no olvidemos que, para conseguirlo, «cada día un poco más -igual que al tallar una piedra o una madera-, hay que ir limando asperezas, quitando defectos de nuestra vida personal, con espíritu de penitencia, con pequeñas mortificaciones (...)».
II. El hombre tiende a ir por la senda ancha, aunque posea pocos bienes, y por el camino cómodo de la vida. Prefiere también una puerta ancha, que no conduce al Cielo: con frecuencia se abalanza sin medida sobre las cosas, sin regla ni templanza.
La senda que nos señala el Señor es alegre, pero es, a la vez, de cruz y sacrificio, de templanza y de mortificación. Si alguno quiere venir en pos de mí, que tome su cruz, cada día, y me siga. Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere lleva mucho fruto.
Nos es necesaria la templanza en esta vida para poder estar en la otra. Se nos pide a los cristianos estar desprendidos de los bienes que tenemos y usamos, evitar la solicitud desmedida, prescindir de lo superfluo y, en lo necesario, poner mortificación, que garantiza la rectitud de intención. No podemos ser como esos hombres que «parecen guiarse por la economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está como teñida de cierto espíritu materialista». Ponen los medios materiales como fin de sus vidas; piensan que su felicidad está en ellos y se llenan de ansiedad por adquirirlos, olvidando fácilmente que su vida es un camino hacia Dios. Sólo eso: un camino hacia Dios. Estad vigilantes, nos previene el Señor, no sea que se emboten vuestros corazones por la crápula, la embriaguez y las preocupaciones de la vida. Tened ceñidos vuestros lomos y encendidas las lámparas y sed como hombres que esperan a su amo de vuelta de las bodas.
En la senda ancha de la comodidad, el confort y la falta de mortificación, las gracias que Dios nos da quedan agostadas y sin fruto. Ocurre como con la semilla caída entre espinas: se ahoga a causa de las preocupaciones, riquezas y placeres y no llega a dar fruto. La sobriedad, por el contrario, facilita el trato con Dios, pues «con el cuerpo pesado y harto de mantenimiento, muy mal aparejado está el ánimo para volar a lo alto».
Nos dirigimos a Dios deprisa, y lo único verdaderamente importante es no equivocar el camino. ¿Estamos nosotros en el camino bueno, el del sacrificio y la penitencia, el de la alegría y la entrega a los demás? ¿Luchamos decididamente, con obras, contra los deseos de comodidad que continuamente nos acechan?
III. En medio de un ambiente con frecuencia materialista, la templanza es de gran eficacia apostólica. Es uno de los ejemplos más atrayentes de la vida cristiana. Donde quiera que nos encontremos debemos de esforzarnos para dar siempre ese ejemplo, que se manifestará con sencillez en nuestro comportamiento. Para muchos, la ejemplaridad de un cristiano ha sido el comienzo de un verdadero encuentro con el Señor.
Una vida sobria es una vida mortificada y alegre. La mortificación la encontraremos frecuentemente en cosas pequeñas que mantienen el cuerpo sujeto a la razón y disponen al alma para entender las cosas de Dios. Así, la mortificación interior, por una parte, lleva al control de la imaginación y de la memoria, alejando pensamientos y recuerdos inútiles o inconvenientes; y se manifiesta también en la mortificación de la lengua: evitando, por ejemplo, conversaciones inútiles y frívolas, murmuraciones, etc.
Para caminar por la senda estrecha de la templanza hemos de practicar también la mortificación de los sentidos externos: la vista, el oído, el gusto... «Al cuerpo hay que darle un poco menos de lo justo. Si no, hace traición». Un poco menos de lo justo en comodidad, en caprichos, etc. Mortificaciones, en fin, en nuestra vida de cada día: «en el trabajo intenso, constante y ordenado; sabiendo que el mejor espíritu de sacrificio es la perseverancia por acabar con perfección la labor comenzada; en la puntualidad, llenando de minutos heroicos el día; en el cuidado de las cosas, que tenemos y usamos; en el afán de servicio, que nos hace cumplir con exactitud los deberes más pequeños; y en los detalles de caridad, para hacer amable a todos el camino de santidad en el mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra de nuestro espíritu de penitencia...».
La senda estrecha pasa por todas las actividades del cristiano: desde las comodidades del hogar, hasta el uso de los instrumentos de trabajo y el modo de divertirse. En el descanso, por ejemplo, no es preciso realizar grandes gastos, ni dedicar excesivas horas al deporte en perjuicio de otros quehaceres. También da ejemplo de austeridad y de templanza quien sabe hacer uso moderado de la televisión y, en general, de los instrumentos de confort que ofrece la técnica.
El camino estrecho es seguro y es amable. Y en medio de esa vida, que tiene un cierto tono austero y sacrificado, encontramos la alegría, porque la «Cruz ya no es un patíbulo, sino el trono desde el que reina Cristo. Y a su lado, su Madre, Madre nuestra también. La Virgen Santa te alcanzará la fortaleza que necesitas para marchar con decisión tras los pasos de su Hijo».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Josemaría Escrivá, presbítero
Jesús nos llama a ser santos en medio del mundo, que es como un mar en el que Él nos toma para darnos la misión apostólica de ser pescadores
“En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret; y vio dos barcas que estaban junto a la orilla: los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: -Rema mar adentro y echad las redes para pescar. Simón contestó: Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes. Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande, que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: -Apártate de mí, Señor, que soy un pecador. Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: -No temas: desde ahora, serás pescador de hombres. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron” (Lucas 5, 1-11).
1. “Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó”, decía san Josemaría. Vive: “Iesus Christus heri et hodie ipse et in saecula”, le gustaba repetir con la Escritura: “Jesucristo, el mismo que fue ayer, es hoy y será para siempre”. Ésta es nuestra fe. Cristo está en medio de nosotros, y hoy como entonces “la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret; y vio dos barcas que estaban junto a la orilla”... Se agolpaban, es decir, querían todos estar muy cerca, muy pegados a El. Otras veces, Jesús, subes a un monte para hablar de modo que te oigan. Aquí, en la orilla del mar, piensas que el mejor modo es meterte en el agua con una barca: “la barca de Simón es la Iglesia y en ella es Cristo quien sigue enseñando. Desde la Iglesia llega a todos la Palabra de Dios, esa Palabra de la que los hombres tienen tanta necesidad. La Iglesia es la cátedra de Jesucristo, la cátedra de las enseñanzas de Cristo a través de los tiempos” (P. Cardona).
Tú nos dices, como a Pedro: «-Rema mar adentro y echad las redes para pescar». Y aunque hay dificultades -«nos hemos pasado toda la noche bregando y no hemos cogido nada»- más fuerte es la fe que nos inspiras, Jesús. Pedro, con humildad echa las redes. Obedece. Ante la sorpresa de la captura, quiero decirte también yo, con él: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.» Quiero oír cómo me dices también a mí: «No temas: desde ahora serás pescador de hombres.»
Las personas necesitan tu voz, Señor, que les llevemos tu salvación: “Convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y aunque no lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor” (J. Escrivá, Amigos de Dios 260).
Jesús, quiero notar que pasas a nuestro lado y nos convoca, como en la ribera del lago de Genesaret. Al iniciar este nuevo milenio, nos encontramos también nosotros agolpados junto a Ti, con Pedro y aquellos discípulos, y oímos hoy el murmullo de las olas del lago de Genesaret, el chapoteo de las barcas junto a la orilla, y el eco de tu voz amabilísima, Jesús, que nos hablas. Ahora igual que entonces. Nos gustaría estar en esta tierra santa tan maltratada, pero desde que tú Jesús pasaste por la tierra toda la tierra es sagrada, santa, como indicaste a la samaritana junto al pozo de Sicar: es una religión no de la montaña o del templo, sino del Espíritu y de la Verdad, del amor. De todas formas, la tierra de Palestina forma como un icono de tu paso por la tierra, Jesús, y fomenta nuestra devoción, como también otros muchos lugares de peregrinación, y las tumbas, reliquias de los santos, como el altar que en Roma contiene el cuerpo del que hoy celebramos.
Jesús Nuestro Señor, con la vida de san Josemaría, con su predicación incansable por todo el mundo, con su labor fundacional que tuvo que romper moldes, con su trabajo apostólico que hoy palpita en tantos corazones de diversas razas y lenguas, con sus escritos, está pasando de nuevo y nos enseña, como hacía desde la barca a la orilla del lago; nos habla a cada uno, y nos dice, como a Pedro: “Rema mar a dentro -duc in altum-,y echad las redes para pescar”. La barca con Cristo es sentirnos hijos de Dios muy queridos y de que hemos de vivir y comportarnos como tales; que estamos llamados a un encuentro personalísimo con Él y a tener así una vida contemplativa en medio de los quehaceres materiales de nuestro día; que nos quiere libres, con la libertad de los hijos, abandonados alegremente en las manos de su Padre Dios, y al mismo tiempo empeñados en agradarle; que nos pide que seamos muy humanos precisamente por ser cristianos; que disfruta viéndonos distintos, y sin embargo unidos, sabiendo convivir, ir del brazo con todos; que nos espera cada día en el trabajo abnegado, hecho con deseos sinceros de servir y con la mayor competencia que podamos, por amor; que debemos ejercer, heroicamente si es necesario, nuestros derechos ciudadanos -que son deberes- sin involucrar a la Iglesia y sí, en cambio, empeñando la propia responsabilidad personal; en fin, que nos anima a que demos a conocer a todas las personas que nos rodean la razón de nuestra alegría...
Pescar es dar la vida y entregarnos como lo hizo Pedro y los demás, y lo sintió en su llamada san Josemaría, para hacer apostolado y provocar en muchos un nuevo encuentro con cada uno, que dé lugar a una entrega y a una correspondencia mutuas ya para siempre. Todo pasa por ese encuentro personal con Dios: estar frente a frente, cara a cara, delante de Dios; diálogo de Tú a Tú, sencillo, directo, confiado, con Dios Nuestro Padre, con Jesús en la Eucaristía, que se entrega totalmente y que se nos queda en esa cárcel de amor que es el Sagrario. ¡Cómo le enamoraba a san Josemaría! ¡Cómo lo cortejó siempre! Lo hizo desde muy joven, cuando, allá en Logroño, siendo todavía adolescente, se acercaba a la iglesia que llaman la Redonda, para acompañarle. Enseguida, en aquellos años, cuando intuyó que Dios podía querer algo, aun en medio de la incertidumbre y de la duda, su respuesta fue: Domine, Ut sit!; Domine, Ut videam¡, Señor que sea esto que Tú quieres! Que vea tu Voluntad, para hacerla, porque la quiero por encima de todo... sentirse interpelado como Pedro, y corresponder así a lo que Cristo hizo en su vida y culminó en la Cruz y en la Resurrección. Vivir de este modo no sólo es posible, sino que es el secreto de la felicidad: dándolo todo, sin poner condiciones, y vivir cada día con esta vibración de amor en el fondo de la conciencia: Dios me llama hoy y ahora, en el trabajo, en la familia, entre mis amigos, en mi juventud y en mi vejez; a pesar de mis debilidades; en todas las circunstancias que Él me envía; con sacrificio, con dolores, con sequedades -si Dios las quiere-, con un poco de Cruz, que no hemos de exagerar, pero entregados a Él, a su Voluntad.
Vale la pena. Se lo pediremos en la oración después de la Comunión: “Señor, (...) que cumpliendo tu voluntad en todo, recorramos con alegría el camino de nuestra vocación”. Los apóstoles dicen “sí”… “Ellos (...), dejándolo todo, le siguieron”. Santa María es modelo de respuesta generosa, ella nos llevará a escuchar las palabras que inspiran confianza que Jesús contestó a Pedro: “No temas: desde ahora, serás pescador de hombres”. Así podemos estar seguros.
2. El Génesis (2,4-9.15) nos cuenta que Dios pone al hombre sobre la tierra “para que lo guardara y lo cultivara”, y así el hombre colabora con Dios en la creación, a través de su trabajo.
Tú, Señor, nos invitas a hacer contigo esa obra de tu providencia, pues “si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas”… (Salmo126).
3. La carta de los Romanos (8) nos recuerda otro aspecto que impulsó san Josemaría, la filiación divina, y el mismo Espíritu nos sugiere que llamemos a Dios “Padre”, y nos lleva con ese dinamismo de hijos: “los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios”.
Llucià Pou Sabaté
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