Jueves de la semana 12 de tiempo ordinario; año par
Frutos de la Misa
«No todo el que me dice: Señor, Señor entrará en el Reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los Cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor ¿pues no hemos profetizado en tu nombre, y arrojado los demonios en tu nombre, y hecho prodigios en tu nombre? Entonces yo les diré públicamente: Jamás os he conocido: apartaos de mí, los que habéis obrado la iniquidad. Por tanto, todo el que oye estas palabras mías y las pone en práctica, es como un hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, llegaron las riadas, soplaron los vientos e irrumpieron contra aquella casa, pero no se cayó porque estaba cimentada sobre roca. Pero todo el que oye estas palabras mías y no las pone en práctica es como un hombre necio que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, llegaron las riadas, soplaron los vientos e irrumpieron contra aquella casa, y cayó y fue tremenda su ruina. Y sucedió que, cuando terminó Jesús estos discursos, las multitudes quedaron admiradas de su doctrina, pues les enseñaba como quien tiene potestad y no como los escribas.» (Mateo 7, 21-29)
I. El Concilio Vaticano II «nos recuerda que el sacrificio de la cruz y su renovación sacramental en la Misa constituyen una misma y única realidad, excepción hecha del modo diverso de ofrecer (...) y que, consiguientemente, la Misa es al mismo tiempo sacrificio de alabanza, de acción de gracias, propiciatorio y satisfactorio». Suelen sintetizarse en estos cuatro los fines que el Salvador dio a su sacrificio en la Cruz.
Estos cuatro fines de la Santa Misa se logran en distinta medida y manera. Los fines que directamente se refieran a Dios, como son la adoración o alabanza, y la acción de gracias, se producen siempre infalible y plenamente con su infinito valor, aun sin nuestro concurso, aunque no asista a la celebración de la Misa ni un solo fiel, o asista distraído. Cada vez que se celebra el sacrificio eucarístico se alaba sin límites a Dios Nuestro Señor y se ofrece una acción de gracias que satisface plenamente a Dios. Esta oblación, dice Santo Tomás, agrada a Dios más de lo que le ofenden todos los pecados del mundo, pues Cristo mismo es el Sacerdote principal de cada Misa y también la Víctima que se ofrece en todas ellas.
Sin embargo, los otros dos fines del sacrificio eucarístico (propiación y petición), que revierten en favor de los hombres y que se llaman frutos de la Misa, no siempre alcanzan de hecho la plenitud que de suyo podrían conseguir. Los frutos de reconciliación con Dios y de obtención de lo que pedimos a su benevolencia podrían también ser infinitos, porque se basan en los méritos de Cristo, pero de hecho nunca los recibimos en tal grado porque se nos aplican según las disposiciones personales. Nuestra mejor participación en el Santo Sacrificio del Altar logra una mayor aplicación de estos frutos de propiciación y petición. La misma oración de Cristo multiplica el valor de nuestra oración en la medida en que, en la Misa, unimos nuestras peticiones y desagravios a los suyos.
Para recibir los frutos de la Misa, la Iglesia nos invita a unirnos al sacrificio de Cristo, a participar, por tanto, en la alabanza, acción de gracias, expiación e impetración de Jesucristo. El mismo rito externo de la Misa (las acciones y ceremonias), a la vez que significa el sacrificio interior de Jesucristo, es signo de la entrega y oblación de los fieles unidos a Él. Esta entrega de todo nuestro ser, del quehacer diario, es un motivo más para realizarlo con perfección humana y rectitud de intención. «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas -señala el Concilio Vaticano II-, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y del cuerpo, si se hacen en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cfr. 1 Pdr 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con el Cuerpo del Señor». Todas nuestras obras y la propia vida adquieren un nuevo valor, porque todo gira entonces alrededor de la Santa Misa, que es el centro del día, al que se dirigen todos nuestros pensamientos y acciones, y la fuente de la que manan todas las gracias necesarias para santificar nuestro paso por la tierra.
II. Para que obtengamos cada vez más fruto de la Santa Misa, nuestra Madre la Iglesia quiere que asistamos, no como «extraños y mudos espectadores», sino tratando de comprenderla cada vez mejor, a través de los ritos y oraciones, participando de la acción sagrada de modo consciente, piadoso y activo, con recta disposición de ánimo, poniendo el alma en consonancia con la voz y colaborando con la gracia divina. Prestaremos delicada atención a los diálogos, a las aclamaciones, haremos actos de fe y de amor en los silencios previstos: en la Consagración, en el momento de recibir al Señor... Lo principal es la participación interna, nuestra unión con Jesucristo que se ofrece a Sí mismo, pero nos será de gran provecho ayudarnos de esos elementos externos que también forman parte de la liturgia: las posturas (de rodillas, de pie, sentados), la recitación o canto de partes en común (el Gloria, el Credo, el Sanctus, el Padrenuestro...), etc.
En muchas ocasiones nos resultará de gran ayuda leer en el propio misal las oraciones del celebrante. El empeño por vivir la puntualidad -llegar al menos unos minutos antes del comienzo-, nos ayudará a prepararnos mejor y será una delicada atención con Cristo, con el sacerdote que celebra la Misa y con quienes van a participar de ella. El Señor agradece que también en esto seamos ejemplares. ¿Acaso no llegaríamos con la suficiente antelación si se tratase de una importante audiencia? Nada existe en el mundo más importante que la Santa Misa.
La participación interna consiste principalmente en el ejercicio de las virtudes: actos de fe, de esperanza y de amor. En el momento de la Consagración podemos repetir, con el Apóstol Tomás, aquellas palabras llenas de fe y de amor: Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás presente sobre el altar..., u otras que nuestra piedad nos sugiera.
Nuestra participación en la Santa Misa debe ser, ante todo, oración personal, en la que culmina nuestro diálogo habitual con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta oración, «en cuanto a cada uno es posible, es condición indispensable para una auténtica y consciente participación litúrgica. Y no sólo eso; ella es también el fruto, la consecuencia de tal participación (...). Es necesario hoy y siempre, pero hoy más que nunca, mantener un espíritu y una práctica de oración personal... Sin una propia íntima y continua vida interior de oración, de fe, de caridad, no podemos mantenernos cristianos; no se puede, de una manera útil y provechosa, participar en el renacimiento litúrgico; no se puede eficazmente dar testimonio de aquella autenticidad cristiana de que tanto se habla; no se puede pensar, respirar, actuar, sufrir y esperar plenamente con la Iglesia viva y peregrina... A todos os decimos: orad, hermanos: orate, fratres. No os canséis de intentar que surja del fondo de vuestro espíritu, con vuestra íntima voz, este ¡Tú! dirigido al Dios inefable, a ese misterioso Otro que os observa, os espera, os ama. Y ciertamente no quedaréis desilusionados o abandonados, sino que probaréis la alegría nueva de una respuesta embriagadora: Ecce adsum, he aquí que estoy contigo». De modo muy particular tenemos a Dios junto a nosotros y en nosotros en el momento de la Comunión, donde la participación en la Santa Misa llega a su momento culminante. «El efecto propio de ese sacramento -enseña Santo Tomás de Aquino- es la conversión del hombre en Cristo, para que diga con el Apóstol: Vivo, no yo, sino que Cristo vive en mí».
III. Antes de la Santa Misa hemos de disponer nuestra alma para acercarnos al acontecimiento más importante que cada día sucede en el mundo. La Misa celebrada por cualquier sacerdote, en el lugar más recóndito, es lo más grande que en ese momento está sucediendo sobre la tierra; aunque no asista ni una sola persona. Es lo más grato a Dios que podemos ofrecerle los hombres; es la ocasión por excelencia para darle gracias por los muchos beneficios que recibimos, para pedirle perdón por tantos pecados y faltas de amor... y tantas cosas (espirituales y materiales) como necesitamos. «¿Quién no tiene cosas que pedir? Señor, esa enfermedad... Señor, esta tristeza... Señor, aquella humillación que no sé soportar por tu amor... Queremos el bien, la felicidad y la alegría de las personas de nuestra casa; nos oprime el corazón la suerte de los que padecen hambre y sed de pan y de justicia; de los que experimentan la amargura de la soledad; de los que, al término de sus días, no reciben una mirada de cariño ni un gesto de ayuda.
»Pero la gran miseria que nos hace sufrir, la gran necesidad a la que queremos poner remedio es el pecado, el alejamiento de Dios, el riesgo de que las almas se pierdan para toda la eternidad. Llevar a los hombres a la gloria eterna en el amor de Dios: ésa es nuestra aspiración fundamental al celebrar la Misa, como fue la de Cristo al entregar su vida en el Calvario». De esta manera, nuestro apostolado se dirige hacia la Santa Misa y de ella sale fortalecido.
Los minutos de acción de gracias después de la Misa completarán esos momentos tan importantes del día, y tendrán una influencia directa en el trabajo, en la familia, en la alegría con que tratamos a todos, en la seguridad y confianza con que vivimos el resto de la jornada. La Misa así vivida nunca será un acto aislado; será alimento de todas nuestras acciones y les dará unas características peculiares...
Y en la Santa Misa encontramos siempre a nuestra Madre Santa María. «¿Cómo podríamos tomar parte en el sacrificio sin recordar e invocara la Madre del Soberano Sacerdote y de la Víctima? Nuestra Señora ha participado muy íntimamente en el sacerdocio de su Hijo durante su vida terrestre, para que esté ligada para siempre al ejercicio de su sacerdocio. Como estaba presente en el Calvario, está presente en la Misa, que es una prolongación del Calvario. En la Cruz asistía a su Hijo ofreciéndole al Padre; en el altar, asiste a la Iglesia que se ofrece a sí misma con su Cabeza, cuyo sacrificio renueva. Ofrezcámonos a Jesús por medio de Nuestra Señora». Procuremos tener presente en la Santa Misa a nuestra Madre Santa María, y Ella nos ayudará a estar con mayor piedad y recogimiento.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Ireneo, obispo y mártir
Benedicto XVI presenta a San Ireneo de Lyon
miércoles, 28 marzo 2007
miércoles, 28 marzo 2007
Queridos hermanos y hermanas:
En las catequesis sobre las grandes figuras de la Iglesia de los primeros siglos llegamos hoy a la personalidad eminente de san Ireneo de Lyon. Sus noticias biográficas nos vienen de su mismo testimonio, que nos ha llegado hasta nosotros gracias a Eusebio en el quinto libro de la «Historia eclesiástica».
Ireneo nació con toda probabilidad en Esmirna (hoy Izmir, en Turquía) entre los años 135 y 140, donde en su juventud fue alumno del obispo Policarpo, quien a su vez era discípulo del apóstol Juan. No sabemos cuándo se transfirió de Asia Menor a Galia, pero la mudanza debió coincidir con los primeros desarrollos de la comunidad cristiana de Lyon: allí, en el año 177, encontramos a Ireneo en el colegio de los presbíteros. Precisamente en ese año fue enviado a Roma para llevar una carta de la comunidad de Lyon al Papa Eleuterio. La misión romana evitó a Ireneo la persecución de Marco Aurelio, en la que cayeron al menos 48 mártires, entre los que se encontraba el mismo obispo de Lyon, Potino, de noventa años, fallecido a causa de los malos tratos en la cárcel. De este modo, a su regreso, Ireneo fue elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al ministerio episcopal, que se concluyó hacia el año 202- 203, quizá con el martirio.
Ireneo es ante todo un hombre de fe y un pastor. Del buen pastor tiene la prudencia, la riqueza de doctrina, el ardor misionero. Como escritor, busca un doble objetivo: defender la verdadera doctrina de los asaltos de los herejes, y exponer con claridad la verdad de la fe. A estos dos objetivos responden exactamente las dos obras que nos quedan de él: los cinco libros «Contra las herejías» y «La exposición de la predicación
apostólica», que puede ser considerada también como el «catecismo de la doctrina cristiana» más antiguo. En definitiva, Ireneo es el campeón de la lucha contra las herejías.
La Iglesia del siglo II estaba amenazada por la «gnosis», una doctrina que afirmaba que la fe enseñada por la Iglesia no era más que un simbolismo para los sencillos, pues no son capaces de comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los intelectuales --se llamaban «gnósticos»-- podrían comprender lo que se escondía detrás de estos símbolos y de este modo formarían un cristianismo de élite, intelectualista.
Obviamente este cristianismo intelectualista se fragmentaba cada vez más en diferentes corrientes con pensamientos con frecuencia extraños y extravagantes, pero atrayentes para muchas personas. Un elemento común de estas diferentes corrientes era el dualismo, es decir, se negaba la fe en el único Dios Padre de todos, creador y salvador del hombre y del mundo. Para explicar el mal en el mundo, afirmaban la existencia junto al Dios bueno de un principio negativo. Este principio negativo habría producido las cosas materiales, la materia.
Arraigándose firmemente en la doctrina bíblica de la creación, Ireneo refuta el dualismo y el pesimismo gnóstico que devalúan las realidades corporales. Reivindica con decisión la originaria santidad de la materia, del cuerpo, de la carne, al igual que del espíritu. Pero su obra va mucho más allá de la confutación de la herejía: se puede decir, de hecho, que se presenta como el primer gran teólogo de la Iglesia, que creó la teología sistemática; él mismo habla del sistema de la teología, es decir, de la coherencia interna de toda la fe. En el centro de su doctrina está la cuestión de la «regla de la fe» y de su transmisión. Para Ireneo la «regla de la fe» coincide en la práctica con el «Credo» de los apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio, para interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender lo que quiere decir, la manera en que tenemos que leer el mismo Evangelio.
De hecho, el Evangelio predicado por Ireneo es el que recibió de Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de Policarpo se remonta al apóstol Juan, de quien Policarpo era discípulo. De este modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los intelectuales, superando la fe sencilla de la Iglesia. El verdadero Evangelio es el impartido por los obispos que lo han recibido gracias a una cadena interrumpida que procede de los apóstoles. Éstos no han enseñado otra cosa que esta fe sencilla, que es también la verdadera profundidad de la revelación de Dios. De este modo, nos dice Ireneo, no hay una doctrina secreta detrás del Credo común de la Iglesia. No hay un cristianismo superior para intelectuales. La fe confesada públicamente por la Iglesia es la fe común de todos. Sólo es apostólica esta fe, procede de los apóstoles, es decir, de Jesús y de Dios.
Al adherir a esta fe transmitida públicamente por los apóstoles a sus sucesores, los cristianos tienen que observar lo que dicen los obispos, tienen que considerar específicamente la enseñanza de la Iglesia de Roma, preeminente y antiquísima. Esta Iglesia, a causa de su antigüedad, tiene la mayor apostolicidad: de hecho, tiene su origen en las columnas del colegio apostólico, Pedro y Pablo. Con la Iglesia de Roma tienen que estar en armonía todas las Iglesias, reconociendo en ella la medida de la verdadera tradición apostólica, de la única fe común de la Iglesia. Con estos argumentos, resumidos aquí de manera sumamente breve, Ireneo confuta en sus fundamentos las pretensiones de estos gnósticos, de estos intelectuales: ante todo, no poseen una verdad que sería superior a la de la fe común, pues lo que dicen no es de origen apostólico, se
lo han inventado ellos; en segundo lugar, la verdad y la salvación no son privilegio y monopolio de pocos, sino que todos las pueden alcanzar a través de la predicación de los sucesores de los apóstoles, y sobre todo del obispo de Roma. En particular, al polemizar con el carácter «secreto» de la tradición gnóstica, y al constatar sus múltiples conclusiones contradictorias entre sí, Ireneo se preocupa por ilustrar el concepto
genuino de Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos.
a) La Tradición apostólica es «pública», no privada o secreta. Para Ireneo no hay duda alguna de que el contenido de la fe transmitida por la Iglesia es el recibido de los apóstoles y de Jesús, el Hijo de Dios. No hay otra enseñanza. Por tanto, a quien quiere conocer la verdadera doctrina le basta conocer «la Tradición que procede de los apóstoles y la fe anunciada a los hombres»: tradición y fe que «nos han llegado a través de la sucesión de los obispos» («Contra las herejías» 3, 3 , 3-4). De este modo, coinciden sucesión de los obispos, principio personal, Tradición apostólica y principio doctrinal.
b) La Tradición apostólica es «única». Mientras el gnosticismo se divide en numerosas sectas, la Tradición de la Iglesia es única en sus contenidos fundamentales que, como hemos visto, Ireneo llama «regula fidei» o «veritatis»: y dado que es única, crea unidad a través de los pueblos, a través de las diferentes culturas, a través de pueblos diferentes; es un contenido común como la verdad, a pesar de las diferentes lenguas y culturas. Hay una expresión preciosa de san Ireneo en el libro «Contra las herejías»: «La Iglesia que recibe esta predicación y esta fe [de los apóstoles], a pesar de estar diseminada en el mundo entero, la guarda con cuidado, como si habitase en una casa única; cree igualmente a todo esto, como quien tiene una sola alma y un mismo corazón; y predica todo esto con una sola voz, y así lo enseña y trasmite como si tuviese una sola boca. Pues si bien las lenguas en el mundo son diversas, única y siempre la misma es la fuerza de la tradición. Las iglesias que están en las Germanias no creen diversamente, ni trasmiten otra cosa las iglesias de las Hiberias, ni las que existen entre los celtas, ni las de Oriente, ni las de Egipto ni las de Libia, ni las que están en el centro del mundo» (1, 10, 1-2). Ya en ese momento, nos encontramos en el año 200, se puede ver la universalidad de la Iglesia, su catolicidad y la fuerza unificadora de la verdad, que une estas realidades tan diferentes, de Alemania a España, de Italia a Egipto y Libia, en la común verdad que nos reveló Cristo.
c) Por último, la Tradición apostólica es como él dice en griego, la lengua en la que escribió su libro, «pneumática», es decir, espiritual, guiada por el Espíritu Santo: en griego, se dice «pneuma». No se trata de una transmisión confiada a la capacidad de los hombres más o menos instruidos, sino al Espíritu de Dios, que garantiza la fidelidad de la transmisión de la fe. Esta es la «vida» de la Iglesia, que la hace siempre joven, es decir, fecunda de muchos carismas. Iglesia y Espíritu para Ireneo son inseparables: «Esta fe», leemos en el tercer libro de «Contra las herejías», «la hemos recibido de la Iglesia y la custodiamos: la fe, por obra del Espíritu de Dios, como depósito precioso custodiado en una vasija de valor rejuvenece siempre y hace rejuvenecer también a la vasija que la contiene… Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia» (3, 24, 1).
Como se puede ver, Ireneo no se limita a definir el concepto de Tradición. Su tradición, la Tradición ininterrumpida, no es tradicionalismo, pues esta Tradición siempre está internamente vivificada por el Espíritu Santo, que la hace vivir de nuevo, hace que pueda ser interpretada y comprendida en la vitalidad de la Iglesia. Según su enseñanza, la fe de la Iglesia debe ser transmitida de manera que aparezca como tiene que ser, es decir, «pública», «única», «pneumática», «espiritual». A partir de cada una de estas características, se puede llegar a un fecundo discernimiento sobre la auténtica transmisión de la fe en el hoy de la Iglesia. Más en general, según la doctrina de Ireneo, la dignidad del hombre, cuerpo y alma, está firmemente anclada en la creación divina, en la imagen de Cristo y en la obra permanente de santificación de Espíritu. Esta doctrina es como una «senda maestra» para aclarar a todas las personas de buena voluntad el objeto y los confines del diálogo sobre los valores, y para dar un empuje siempre nuevo a la acción misionera de la Iglesia, a la fuerza de la verdad que es la fuente de todos los auténticos valores del mundo.
En las catequesis sobre las grandes figuras de la Iglesia de los primeros siglos llegamos hoy a la personalidad eminente de san Ireneo de Lyon. Sus noticias biográficas nos vienen de su mismo testimonio, que nos ha llegado hasta nosotros gracias a Eusebio en el quinto libro de la «Historia eclesiástica».
Ireneo nació con toda probabilidad en Esmirna (hoy Izmir, en Turquía) entre los años 135 y 140, donde en su juventud fue alumno del obispo Policarpo, quien a su vez era discípulo del apóstol Juan. No sabemos cuándo se transfirió de Asia Menor a Galia, pero la mudanza debió coincidir con los primeros desarrollos de la comunidad cristiana de Lyon: allí, en el año 177, encontramos a Ireneo en el colegio de los presbíteros. Precisamente en ese año fue enviado a Roma para llevar una carta de la comunidad de Lyon al Papa Eleuterio. La misión romana evitó a Ireneo la persecución de Marco Aurelio, en la que cayeron al menos 48 mártires, entre los que se encontraba el mismo obispo de Lyon, Potino, de noventa años, fallecido a causa de los malos tratos en la cárcel. De este modo, a su regreso, Ireneo fue elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al ministerio episcopal, que se concluyó hacia el año 202- 203, quizá con el martirio.
Ireneo es ante todo un hombre de fe y un pastor. Del buen pastor tiene la prudencia, la riqueza de doctrina, el ardor misionero. Como escritor, busca un doble objetivo: defender la verdadera doctrina de los asaltos de los herejes, y exponer con claridad la verdad de la fe. A estos dos objetivos responden exactamente las dos obras que nos quedan de él: los cinco libros «Contra las herejías» y «La exposición de la predicación
apostólica», que puede ser considerada también como el «catecismo de la doctrina cristiana» más antiguo. En definitiva, Ireneo es el campeón de la lucha contra las herejías.
La Iglesia del siglo II estaba amenazada por la «gnosis», una doctrina que afirmaba que la fe enseñada por la Iglesia no era más que un simbolismo para los sencillos, pues no son capaces de comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los intelectuales --se llamaban «gnósticos»-- podrían comprender lo que se escondía detrás de estos símbolos y de este modo formarían un cristianismo de élite, intelectualista.
Obviamente este cristianismo intelectualista se fragmentaba cada vez más en diferentes corrientes con pensamientos con frecuencia extraños y extravagantes, pero atrayentes para muchas personas. Un elemento común de estas diferentes corrientes era el dualismo, es decir, se negaba la fe en el único Dios Padre de todos, creador y salvador del hombre y del mundo. Para explicar el mal en el mundo, afirmaban la existencia junto al Dios bueno de un principio negativo. Este principio negativo habría producido las cosas materiales, la materia.
Arraigándose firmemente en la doctrina bíblica de la creación, Ireneo refuta el dualismo y el pesimismo gnóstico que devalúan las realidades corporales. Reivindica con decisión la originaria santidad de la materia, del cuerpo, de la carne, al igual que del espíritu. Pero su obra va mucho más allá de la confutación de la herejía: se puede decir, de hecho, que se presenta como el primer gran teólogo de la Iglesia, que creó la teología sistemática; él mismo habla del sistema de la teología, es decir, de la coherencia interna de toda la fe. En el centro de su doctrina está la cuestión de la «regla de la fe» y de su transmisión. Para Ireneo la «regla de la fe» coincide en la práctica con el «Credo» de los apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio, para interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender lo que quiere decir, la manera en que tenemos que leer el mismo Evangelio.
De hecho, el Evangelio predicado por Ireneo es el que recibió de Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de Policarpo se remonta al apóstol Juan, de quien Policarpo era discípulo. De este modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los intelectuales, superando la fe sencilla de la Iglesia. El verdadero Evangelio es el impartido por los obispos que lo han recibido gracias a una cadena interrumpida que procede de los apóstoles. Éstos no han enseñado otra cosa que esta fe sencilla, que es también la verdadera profundidad de la revelación de Dios. De este modo, nos dice Ireneo, no hay una doctrina secreta detrás del Credo común de la Iglesia. No hay un cristianismo superior para intelectuales. La fe confesada públicamente por la Iglesia es la fe común de todos. Sólo es apostólica esta fe, procede de los apóstoles, es decir, de Jesús y de Dios.
Al adherir a esta fe transmitida públicamente por los apóstoles a sus sucesores, los cristianos tienen que observar lo que dicen los obispos, tienen que considerar específicamente la enseñanza de la Iglesia de Roma, preeminente y antiquísima. Esta Iglesia, a causa de su antigüedad, tiene la mayor apostolicidad: de hecho, tiene su origen en las columnas del colegio apostólico, Pedro y Pablo. Con la Iglesia de Roma tienen que estar en armonía todas las Iglesias, reconociendo en ella la medida de la verdadera tradición apostólica, de la única fe común de la Iglesia. Con estos argumentos, resumidos aquí de manera sumamente breve, Ireneo confuta en sus fundamentos las pretensiones de estos gnósticos, de estos intelectuales: ante todo, no poseen una verdad que sería superior a la de la fe común, pues lo que dicen no es de origen apostólico, se
lo han inventado ellos; en segundo lugar, la verdad y la salvación no son privilegio y monopolio de pocos, sino que todos las pueden alcanzar a través de la predicación de los sucesores de los apóstoles, y sobre todo del obispo de Roma. En particular, al polemizar con el carácter «secreto» de la tradición gnóstica, y al constatar sus múltiples conclusiones contradictorias entre sí, Ireneo se preocupa por ilustrar el concepto
genuino de Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos.
a) La Tradición apostólica es «pública», no privada o secreta. Para Ireneo no hay duda alguna de que el contenido de la fe transmitida por la Iglesia es el recibido de los apóstoles y de Jesús, el Hijo de Dios. No hay otra enseñanza. Por tanto, a quien quiere conocer la verdadera doctrina le basta conocer «la Tradición que procede de los apóstoles y la fe anunciada a los hombres»: tradición y fe que «nos han llegado a través de la sucesión de los obispos» («Contra las herejías» 3, 3 , 3-4). De este modo, coinciden sucesión de los obispos, principio personal, Tradición apostólica y principio doctrinal.
b) La Tradición apostólica es «única». Mientras el gnosticismo se divide en numerosas sectas, la Tradición de la Iglesia es única en sus contenidos fundamentales que, como hemos visto, Ireneo llama «regula fidei» o «veritatis»: y dado que es única, crea unidad a través de los pueblos, a través de las diferentes culturas, a través de pueblos diferentes; es un contenido común como la verdad, a pesar de las diferentes lenguas y culturas. Hay una expresión preciosa de san Ireneo en el libro «Contra las herejías»: «La Iglesia que recibe esta predicación y esta fe [de los apóstoles], a pesar de estar diseminada en el mundo entero, la guarda con cuidado, como si habitase en una casa única; cree igualmente a todo esto, como quien tiene una sola alma y un mismo corazón; y predica todo esto con una sola voz, y así lo enseña y trasmite como si tuviese una sola boca. Pues si bien las lenguas en el mundo son diversas, única y siempre la misma es la fuerza de la tradición. Las iglesias que están en las Germanias no creen diversamente, ni trasmiten otra cosa las iglesias de las Hiberias, ni las que existen entre los celtas, ni las de Oriente, ni las de Egipto ni las de Libia, ni las que están en el centro del mundo» (1, 10, 1-2). Ya en ese momento, nos encontramos en el año 200, se puede ver la universalidad de la Iglesia, su catolicidad y la fuerza unificadora de la verdad, que une estas realidades tan diferentes, de Alemania a España, de Italia a Egipto y Libia, en la común verdad que nos reveló Cristo.
c) Por último, la Tradición apostólica es como él dice en griego, la lengua en la que escribió su libro, «pneumática», es decir, espiritual, guiada por el Espíritu Santo: en griego, se dice «pneuma». No se trata de una transmisión confiada a la capacidad de los hombres más o menos instruidos, sino al Espíritu de Dios, que garantiza la fidelidad de la transmisión de la fe. Esta es la «vida» de la Iglesia, que la hace siempre joven, es decir, fecunda de muchos carismas. Iglesia y Espíritu para Ireneo son inseparables: «Esta fe», leemos en el tercer libro de «Contra las herejías», «la hemos recibido de la Iglesia y la custodiamos: la fe, por obra del Espíritu de Dios, como depósito precioso custodiado en una vasija de valor rejuvenece siempre y hace rejuvenecer también a la vasija que la contiene… Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia» (3, 24, 1).
Como se puede ver, Ireneo no se limita a definir el concepto de Tradición. Su tradición, la Tradición ininterrumpida, no es tradicionalismo, pues esta Tradición siempre está internamente vivificada por el Espíritu Santo, que la hace vivir de nuevo, hace que pueda ser interpretada y comprendida en la vitalidad de la Iglesia. Según su enseñanza, la fe de la Iglesia debe ser transmitida de manera que aparezca como tiene que ser, es decir, «pública», «única», «pneumática», «espiritual». A partir de cada una de estas características, se puede llegar a un fecundo discernimiento sobre la auténtica transmisión de la fe en el hoy de la Iglesia. Más en general, según la doctrina de Ireneo, la dignidad del hombre, cuerpo y alma, está firmemente anclada en la creación divina, en la imagen de Cristo y en la obra permanente de santificación de Espíritu. Esta doctrina es como una «senda maestra» para aclarar a todas las personas de buena voluntad el objeto y los confines del diálogo sobre los valores, y para dar un empuje siempre nuevo a la acción misionera de la Iglesia, a la fuerza de la verdad que es la fuente de todos los auténticos valores del mundo.
28-Junio. San Pedro y San Pablo. Víspera
«Después de haber comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Apacienta mis corderos. De nuevo le preguntó por segunda vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Pastorea mis ovejas. Le preguntó por tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez si le amaba, y le respondió: Señor; tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo. Le dijo Jesús: Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te ceñías tú mismo e ibas a donde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará a donde no quieras. Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Y dicho esto, añadió: Sígueme.» (Juan 21, 15-19)
1º. Jesús, desde el primer momento has ido preparando a Pedro para ser la cabeza de tu Iglesia cuando Tú no estés.
Le has cambiado el nombre de Simón por el de Pedro -piedra- porque «sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mateo 16,18).
Que me dé cuenta de la misión tan fundamental que tiene el Papa, sea quien sea, como sucesor de Pedro: él ha de ser pastor de tus ovejas.
Toda la Iglesia se apoya en él, en su unión contigo, en su santidad.
«Jesús ha confiado a Pedro una autoridad específica: «A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». El poder de las llaves designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia. Jesús, «el Buen Pastor» confirmó este encargo después de su resurrección: «Apacienta mis ovejas». El poder de «atar y desatar» significa la autoridad para absolver los pecados, pronunciar sentencias doctrinales y tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el ministerio de los apóstoles y particularmente por el de Pedro, el único a quien Él confió explícitamente las llaves del Reino»(CEC.-553).
Jesús, pones a Pedro una condición antes de confiarle la Iglesia: «¿me amas más que éstos?»
No es que los demás te amen poco, sino que es tal la responsabilidad y el ejemplo que se le pide a Pedro, que es necesario que sea santo.
Por eso tengo el deber de pedir cada día por él.
Jesús, te pido por el Papa actual: por su persona; por sus intenciones; por sus necesidades espirituales y también corporales.
2º. «El Señor convirtió a Pedro -que le había negado tres veces- sin dirigirle ni siquiera un reproche: con una mirada de Amor
-Con esos mismos ojos nos mira Jesús, después de nuestras caídas. Ojalá podamos decirle, como Pedro: «¡Señor; Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo!», y cambiemos de vida»(Surco.-964).
«Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo.»
¡Qué buena jaculatoria para repetirla por dentro muchas veces!
Jesús, a pesar de mi fragilidad, a pesar de que a veces no puedo con mi carácter o con mis defectos, «Tú sabes que te amo. Tú lo sabes todo,» y ves que lucho, que me esfuerzo, que te pido perdón.
«Tú sabes que te amo,» pero todavía te amo poco, y por eso en ocasiones las tentaciones me vencen.
¡Aumenta mi capacidad de amar!
Y para ello, Jesús, aumenta mi capacidad de sacrificio, de entrega.
Jesús, veo que hay dos posibles móviles en la vida interior: hacer las cosas porque me siento bien cuando las hago, porque me interesan o me emocionan; o hacer lo que creo que Tú me pides simplemente por agradarte a Ti, tenga yo más o menos ganas de hacerlo.
El móvil que demuestra un amor más verdadero es el segundo, y es el que me pides tres y mil veces con la pregunta: ¿me amas?
Jesús, me estás mirando con una mirada de Amor; con ojos de Padre, de hermano mayor.
Que sepa descubrir siempre esa mirada, incluso cuando te haya traicionado, cuando te haya abandonado.
Que sepa mirarte a los ojos y decirte: «¡Tú sabes que te amo!...,» y cambie de vida.
Porque si no pusiera los medios para cambiar lo que hago mal, mi amor a Ti sería falso.
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