sábado, 30 de junio de 2018

Domingo semana 13 de tiempo ordinario; ciclo B

Domingo de la semana 13 de tiempo ordinario; ciclo B

La muerte y la vida
«Y una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido por parte de muchos médicos, y gas­tado todos sus bienes sin aprovecharle nada, sino que iba de mal en peor; cuando oyó hablar de Jesús, vino por detrás entre la muchedumbre y tocó su vestido; porque decía: Si pudiera to­car, aun que sólo fuera su manto, quedaré sana. En el mismo instante se secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que es­taba curada de la enfermedad. Y al momento Jesús, conocien­do en sí mismo la virtud salida de él, vuelto hacia la muchedumbre, decía: ¿Quién ha tocado mis vestidos? Y le decían sus discípulos: Ves que la muchedumbre te oprime y dices ¿quién me ha tocado? Y miraba a su alrededor para ver a la que había hecho esto. La mujer; asustada y temblorosa, sabiendo lo que le había ocurrido, se acercó, se postró ante él y le confesó toda la verdad. Entonces le dijo: Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu dolencia. Por el camino, te toca la mujer de los Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: -Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro? Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: -No temas; basta que tengas fe. No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos, que eran unas mujeres que se contrataban para llorar por los que morían, entre los judíos: las plañideras. Entró y les dijo: -¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida. Se reían de Él. Pero Él los echó fuera a todos, y con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: -Talitha qumi (que significa: “contigo hablo, niña, levántate”, en arameo, dialecto del hebreo). La niña se puso en pie inmediatamente  y echó a andar -tenía doce años-. Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña”» (Marcos 5, 25-34).
I. La Liturgia de este Domingo nos habla de la muerte y de la vida. La Primera lectura nos enseña que la muerte no entraba en el plan inicial del Creador: Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; es consecuencia del pecado. Jesucristo la aceptó «como necesidad de la naturaleza, como parte inevitable de la suerte del hombre sobre la tierra. Jesucristo la aceptó (...) para vencer al pecado». La muerte angustia el corazón humano, pero nos conforta saber que Jesús aniquiló la muerte. No es ya el acontecimiento que el hombre debe temer ante todo. Es más, para el creyente es el paso obligado de este mundo al Padre.
El Evangelio de la Misa nos presenta a Jesús que llega de nuevo a Cafarnaún, donde le espera una gran muchedumbre. Con especial necesidad y fe le aguardan el jefe de la sinagoga, Jairo, que tiene una hija a punto de morir, y una mujer con una larga enfermedad en la que había gastado toda su fortuna; ambos sienten una especial urgencia de Él. Por el camino hacia la casa de Jairo tiene lugar la curación de esta enferma, que ha depositado toda su esperanza en Cristo.
Jesús se ha detenido para confortar a esta mujer. En esto, le comunican al jefe de la sinagoga: Tu hija ha muerto; ¿para qué molestar ya al Maestro? Pero Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan para que fueran testigos del milagro que realizará a continuación. Llegan a casa de Jairo, y ve el alboroto, y a los que lloran y a las plañideras. Y al entrar, les dice: ¿Por qué alborotáis y estáis llorando? La niña no ha muerto, sino que duerme. Y se reían de Él... No comprenden que para Dios la verdadera muerte es el pecado, que mata la vida divina en el alma. La muerte terrena es, para el creyente, como un sueño del que despierta en Dios. Así la consideraban los primeros cristianos. No quiero que estéis ignorantes -exhortaba San Pablo a los cristianos de Tesalónica- acerca de los que durmieron, para que no os entristezcáis como los que no tienen esperanza. No podemos afligirnos como quienes nada esperan después de esta vida, porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios a los que se durmieron con Él los llevará consigo. Hará con nosotros lo que hizo con Lázaro: Nuestro amigo Lázaro duerme, pero voy a despertarlo. Y cuando los discípulos piensan que se trataba del sueño natural, el Señor claramente afirma: Lázaro ha muerto. Cuando llegue la muerte cerraremos los ojos a esta vida y nos despertaremos en la Vida auténtica, la que dura por toda la eternidad: al atardecer nos visita el llanto, por la mañana, el júbilo, rezamos con el Salmo responsorial. El pecado es la auténtica muerte, pues es la tremenda separación -el hombre rompe con Dios-, junto a la cual la otra separación, la del cuerpo y el alma, es cosa más liviana y provisional. Quien crea en Mí, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en Mí no morirá jamás. La muerte, que era la suprema enemiga, es nuestra aliada, se ha convertido en el último paso tras el cual encontramos el abrazo definitivo con nuestro Padre, que nos espera desde siempre y que nos destinó para permanecer con Él. «Cuando pienses en la muerte, a pesar de tus pecados, no tengas miedo... Porque Él ya sabe que le amas..., y de qué pasta estás hecho.
»-Si tú le buscas, te acogerá como el padre al hijo pródigo: ¡pero has de buscarle!». Tú sabes, Señor, que te busco día y noche.
II. Dice Jesús a Jairo: No ha muerto, sino que duerme. «Estaba muerta para los hombres, que no podían despertarla; para Dios, dormía, porque su alma vivía sometida al poder divino, y la carne descansaba para la resurrección. De aquí se introdujo entre los cristianos la costumbre de llamar a los muertos, que sabemos que resucitarán, con el nombre de durmientes».
No es la muerte corporal un mal absoluto. «No olvides, hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado», pues «muerte del alma es no tener a Dios». Cuando el hombre peca gravemente se pierde para sí mismo y para Dios: es la mayor tragedia que puede sucederle. Se aparta radicalmente de Dios, por la muerte de la vida divina en su alma; pierde los méritos adquiridos a lo largo de su vida y se incapacita para adquirir otros nuevos; queda sujeto de algún modo a la esclavitud del demonio, y disminuye en él la inclinación natural a la virtud. Tan grave es que «todos los pecados mortales, aun los de pensamiento, hacen a los hombres hijos de la ira (Ef 2, 3) y enemigos de Dios». Por la fe conocemos que un solo pecado -sobre todo el mortal, pero también los pecados veniales- constituye un desorden peor que el mayor cataclismo que asolara toda la tierra, porque «el bien de gracia de un solo hombre es mayor que el bien natural del universo entero».
El pecado no sólo perjudica a quien lo comete: también daña a la familia, a los amigos, a toda la Iglesia, y «se puede hablar de una comunión en el pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño, en todo el conjunto eclesial y en toda la familia humana».
Pidamos con frecuencia al Señor tener siempre presente el sentido del pecado y su gravedad, no poner jamás el alma en peligro, no acostumbrarnos a ver el pecado a nuestro alrededor como algo de poca importancia, y saber desagraviar por las faltas propias y por las de todos los hombres. Que el Señor pueda decir al final de nuestra vida: No ha muerto, sino que duerme. Él nos despertará entonces a la Vida.
III. Jesús no hace el menor caso a aquellos que se reían de Él; por el contrario, haciendo salir a todos, toma consigo al padre y a la madre y a los que le acompañaban, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña, le dice: Talita qum, que significa: Niña, a ti te lo digo, levántate. Y enseguida la niña se levantó y se puso a andar, pues tenía doce años; y quedaron llenos de asombro.
Los Evangelistas nos han transmitido este detalle humano de Jesús: y dijo que dieran de comer a la niña. A Jesús -perfecto Dios y hombre perfecto- también le preocupan los asuntos relativos a la vida aquí en la tierra, pero muchísimo más todo aquello que hace relación a nuestro destino eterno. San Jerónimo, comentando estas palabras del Señor: no está muerta, sino dormida, señala que «ambas cosas son verdad, porque es como si dijera: está muerta para vosotros, y para mí dormida». Si amamos la vida corporal, ¡cuánto más hemos de apreciar la vida del alma! El cristiano que trata de seguir de cerca a Cristo, detesta el pecado mortal y habitualmente no incurre en faltas graves, aunque nadie está confirmado en la gracia. Y esa convicción de la propia debilidad nos llevará a evitar las ocasiones de pecado mortal, aun las más remotas. ¡Vale mucho la vida del alma! Y ese amor a la vida de la gracia nos moverá a la práctica asidua de la mortificación de los sentidos, a no fiarnos de nosotros mismos, ni de una larga experiencia, ni del tiempo que quizá llevamos siguiendo al Señor...; nos facilitará el amar la Confesión frecuente y la sinceridad plena en la dirección espiritual.
Para asegurar esa vida del alma debemos mantener la lucha lejos de las situaciones límite de lo grave y lo leve, de lo permitido o prohibido. Los pecados veniales deliberados producen un tremendo daño en las almas que no luchan decididamente para evitarlos. Sin impedir la vida de la gracia en el alma, la debilitan, porque hacen más difícil el ejercicio de las virtudes y menos eficaces los suaves impulsos del Espíritu Santo, y disponen -si no se reacciona con energía- para caídas más graves.
Pidamos a la Virgen nuestra Madre que nos otorgue el don de apreciar, por encima de todos los bienes humanos, incluso de la misma vida corporal, la vida del alma, y que nos haga reaccionar con contrición verdadera ante las flaquezas y errores; que podamos decir con el Salmista: ríos de lágrimas derramaron mis ojos, porque no observaron tu ley. No importa tanto la muerte corporal como mantener y aumentar la vida del alma.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

viernes, 29 de junio de 2018

Sábado semana 12 de tiempo ordinario; año par

Sábado de la semana 12 de tiempo ordinario; año par

María, corredentora con Cristo
«Al entrar en Cafarnaún se le acercó un centurión y, rogándole, dijo: Señor, mi criado yace paralítico en casa con dolores muy fuertes. Jesús le dijo: Yo iré y lo curaré. Pero el centurión le respondió: Señor; no soy digno de que entres en mi casa; basta que lo mandes de palabra y mi criado quedará sano. Pues yo, que soy un hombre subalterno con soldados a mis órdenes, digo a uno: ve, y va; y a otro: ven, y viene; y a mi siervo: haz esto, y lo hace. Al oírlo Jesús se admiró, y dijo a los que le se guían: En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande. Y os digo que muchos de Oriente y Occidente vendrán y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán arrojados a las tinieblas exteriores: allí será el llanto y el rechinar de dientes. Y dijo Jesús al centurión: Vete y que se haga conforme has creído. Y en aquel momento quedó sano el criado.» (Mateo 8, 5-13)
I. A lo largo de la vida terrena de Jesús, su Madre Santa María cumplió la voluntad divina de atenderle con amorosa solicitud: en Belén, en Egipto, en Nazaret. Tuvo con Él todos los cuidados normales que necesitó, iguales a los de cualquier otro niño, y también los desvelos extraordinarios que fueron necesarios para proteger su vida. El Niño creció, entre María y José, en un ambiente lleno de amor sacrificado y alegre, de protección firme y de trabajo.
Más tarde, durante su vida pública, María pocas veces le sigue físicamente de cerca, pero Ella sabía en cada momento dónde se encontraba, y le llegaba el eco de sus milagros y de su predicación. Algunas veces Jesús fue a Nazaret, y estaba entonces más tiempo con su Madre; la mayoría de sus discípulos ya la conocían desde aquella boda en Caná de Galilea. Salvo el milagro de la conversión del agua en vino, en el que tuvo una parte tan importante, los Evangelistas no señalan que estuviera presente en ningún otro milagro. Tampoco estuvo presente en los momentos en que las gentes desbordaban entusiasmo por su Hijo. «No la veréis entre las palmas de Jerusalén, ni -fuera de las primicias de Caná- a la hora de los grandes milagros.
»-Pero no huye del desprecio del Gólgota: allí está, "juxta crucem Jesu" -junto a la cruz de Jesús, su Madre». Ella se encuentra normalmente en Nazaret, en perfecta unión con su Hijo, ponderando en su corazón todo lo que iba ocurriendo; pero en la hora del dolor y del abandono, allí se encuentra María.
Dios la amó de un modo singular y único. Sin embargo, no la dispensó del trance del Calvario, haciéndola participar en el dolor como nadie, excepto su Hijo, haya jamás sufrido. Podría quizá haberse retirado a la intimidad de su casa, lejos del Calvario, en la compañía amable de las mujeres: «al fin y al cabo, nada podía hacer, y su presencia no evitaba ni aliviaba los dolores de su Hijo ni su humillación. Y no lo hizo por la misma razón por la que una madre permanece junto al lecho de su hijo agonizante en lugar de marcharse a distraerse, en vista de que no puede hacer nada para que siga viviendo o deje de sufrir. La Virgen se solidarizó con su Hijo; su amor la llevó a sufrir con Él». Poco a poco se fue aproximando a la Cruz; al final, los soldados le permitieron estar muy cerca. Mira a Jesús, y su Hijo la mira. En una estrechísima unión, ofrece a su Hijo a Dios Padre, corredimiendo con Él. En comunión con su HIjo doliente y agonizante, soportó el dolor y casi la muerte; «abdicó de los derechos de madre sobre su Hijo, para conseguir la salvación de los hombres; y para apaciguar la justicia divina, en cuanto dependía de Ella, inmoló a su Hijo, de suerte que se puede afirmar con razón que redimió con Cristo al linaje humano».
La Virgen no sólo «acompañaba» a Jesús, sino que estaba unida activa e íntimamente al sacrificio que se le ofrecía en aquel primer altar. De modo voluntario participaba en la redención de la humanidad, consumando su fiat, que años antes había pronunciado en Nazaret. Por eso, podemos pensar que en cada Misa, centro y corazón de la Iglesia, se encuentra María. En muchas ocasiones nos ayudará esta realidad a vivir mejor el sacrificio eucarístico -uniendo a la entrega de Cristo la nuestra, que también ha de ser holocausto-, sintiéndonos en el Calvario, muy cerca de Nuestra Señora.
II. Desde la Cruz, Jesús confía su Cuerpo Místico, la Iglesia, a Santa María, en la persona de San Juan. Sabía que constantemente necesitaríamos de una Madre que nos protegiera, que nos levantara y que intercediera por nosotros. A partir de ese momento, «Ella lo custodia y custodiará con la misma fidelidad y la misma fuerza con que custodió a su Primogénito: desde el portal de Belén, a través del Calvario, hasta el Cenáculo de Pentecostés, donde tuvo lugar el nacimiento de la Iglesia. María está presente en todas las vicisitudes de la Iglesia (...). De modo muy particular está unida a la Iglesia en los momentos más difíciles de su historia (...). María aparece particularmente cercana a la Iglesia, porque la Iglesia es siempre como su Cristo, primero Niño, y después Crucificado y Resucitado».
La Virgen Santa María intercede para que Dios imprima en las almas de los cristianos el mismo afán que puso en la suya, el deseo corredentor de que vuelvan a ser amigos de Dios todos los hombres. «La fe, la esperanza y la ardiente caridad de la Virgen en la cima del Gólgota, que la hacen Corredentora con Cristo de modo eminente, son también una invitación a crecernos, a ser fuertes humana y sobrenaturalmente ante las dificultades externas; a insistir, sin desanimarnos, en la acción apostólica, aunque en alguna ocasión parezca que no hay frutos, o el horizonte aparezca oscurecido por la potencia del mal.
»Luchemos -¡lucha tú!- contra ese acostumbramiento, contra ese ir tirando monótonamente, contra ese conformismo que equivale a la inacción. Mira a Cristo en la Cruz, mira a Santa María junto a la Cruz: ante su mirada se abren cauce, con seguridad pasmosa, la traición, la burla, los insultos...; pero Cristo, y secundando esa acción redentora, María, siguen fuertes, perseverantes, llenos de paz, con optimismo en el dolor, cumpliento la misión que la Trinidad les ha confiado. Es un aldabonazo para cada uno de nosotros, recordándonos que a la hora del dolor, de la fatiga y de la contradicción más horrenda. Cristo -y tú y yo hemos de ser otros Cristos- da cumplimiento a su misión (...). Me decido a aconsejarte que vuelvas tus ojos a la Virgen, y le pidas, para ti y para todos: Madre, que tengamos confianza absoluta en la acción redentora de Jesús, y que -como tú, Madre- queramos ser corredentores...». Participar en la Redención, cooperar en la santificación del mundo, salvar almas para la eternidad: ¿cabe un ideal más grande para llenar toda una vida? La Virgen corredime ahora junto a su Hijo en el Calvario, pero también lo hizo cuando pronunció su fiat al recibir la embajada del Angel, y en Belén, y en el tiempo que permaneció en Egipto, y en su vida corriente de Nazaret... Como Ella, podemos ser corredentores todas las horas del día, si las llenamos de oración, si trabajamos a conciencia, si vivimos una amable caridad con quienes encontremos en nuestras tareas, en la familia..., si ofrecemos con serenidad las contrariedades que cada día lleva consigo.
III. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Era la última donación de Jesús antes de su Muerte: nos dio a su Madre como Madre nuestra.
Desde entonces el discípulo de Cristo tiene algo que le es propio: tiene a María como Madre suya. Su puesto de Madre en la Iglesia será para siempre: Desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa. Aquélla es la hora de Jesús, que inaugura con su Muerte redentora una era nueva hasta el fin de los tiempos. Desde entonces, «si queremos ser cristianos, debemos ser marianos»; para ser buen cristiano es preciso tener un gran amor a María. La obra de Jesús se puede resumir en dos maravillosas realidades: nos ha dado la filiación divina, haciéndonos hijos de Dios, y nos ha hecho hijos de Santa María.
Un autor del siglo III, Orígenes, hace notar que Jesús no dijo a María «ése es también tu hijo», sino «he ahí a tu hijo»; y como María no tuvo más hijo que Jesús, sus palabras equivalen a decirle: «ése será para ti en adelante Jesús». La Virgen ve en cada cristiano a su hijo Jesús. Nos trata como si en nuestro lugar estuviera Cristo mismo. ¿Cómo se olvidará de nosotros cuando nos vea necesitados? ¿Qué no conseguirá de su Hijo en favor nuestro? Nunca podremos imaginar, ni de lejos, el amor de María por cada uno.
Acostumbrémonos a encontrar a Santa María mientras celebramos o participamos en la Santa Misa. Allí, «en el sacrificio del Altar, la participación de Nuestra Señora nos evoca el silencioso recato con que acompañó la vida de su Hijo, cuando andaba por la tierra de Palestina. La Santa Misa es una acción de la Trinidad; por voluntad del Padre, cooperando con el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora. En ese insondable misterio, se advierte, como entre velos, el rostro purísimo de María: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo.
»El trato con Jesús, en el Sacrificio del Altar, trae consigo necesariamente el trato con María, su Madre. Quien encuentra a Jesús, encuentra también a la Virgen sin mancilla, como sucedió a aquellos santos personajes -los Reyes Magos- que fueron a adorar a Cristo: entrando en la casa, hallaron al Niño con María, su Madre (Mt 2, 11)». Con Ella podemos ofrecer toda nuestra vida -todos los pensamientos, afanes, trabajos, afectos, acciones, amores- identificándonos con los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: ¡Padre Santo!, le decimos en la intimidad de nuestro corazón, y lo podemos repetir interiormente durante la Santa Misa, por el corazón Inmaculado de María os ofrezco a Jesús vuestro Hijo muy amado y me ofrezco yo mismo en Él, con Él y por Él a todas sus intenciones y en nombre de todas las criaturas.
Celebrar o asistir como conviene al Santo Sacrificio del Altar es el mejor servicio que podemos prestar a Jesús, a su Cuerpo Místico y a toda la humanidad. Junto a María, en la Santa Misa estamos particularmente unidos a toda la Iglesia.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Santos Protomártires de la santa Iglesia Romana

Acta del Martirio de los protomártires romanos
En el año 64, la cristiandad romana va a pasar literalmente por la prueba del fuego. Una clara noche de julio de dicho año, sentado en el trono imperial Nerón, un terrible incendio, propagado con inusitada violencia, destruyó durante seis días los principales barrios de la vieja Roma.
La descripción que del siniestro nos ha dejado Tácito en sus Anales, escritos unos cincuenta años después del suceso, pertenece a las páginas justamente más célebres de la literatura universal; celebridad enormemente acrecida por ser en esa página donde por primera vez una pluma pagana (y nada menos que la del historiador romano más importante) deja constancia del hecho más grande de la historia universal: el cristianismo y la muerte violenta de su fundador, Cristo:
El incendio de Roma y los mártires (Tácito, Ann., XV, 38-44)
“Siguióse un desastre, no se sabe si por obra del azar o por maquinación del emperador (pues una y otra versión tuvieron autoridad), pero sí más grave y espantoso de cuantos acontecieron a esta ciudad por violencia del fuego.
[…]
Añadióse a todo esto los gritos de las mujeres despavoridas, los ancianos y los niños; unos arrastraban a los enfermos, otros los aguardaban; gentes que se detenían, otras que se apresuraban, todo se tornaba impedimento. Y a menudo sucedía que, volviendo la vista atrás, se hallaban atacados por el fuego de lado o de frente; o que, al escapar a los barrios vecinos, alcanzados también estos por el siniestro, daban con la misma calamidad aun en parajes que creyeran alejados.
[…]
Por otra parte, nadie se atrevía a tajar el incendio, pues había fuertes grupos de hombres que, con repetidas amenazas, prohibían apagarlo, a lo que se añadían que otros, a cara descubierta, lanzaban tizones, y a gritos proclamaban estar autorizados para ello, fuera para llevar a cabo más libremente sus rapiñas, fuera que, efectivamente, se les hubiera dado semejante orden.
Nerón, que a la sazón tenía su residencia en Ancio, no volvió a la ciudad hasta que el fuego se fue acercando a su casa, por la que había unido el Palatino y los jardines de Mecenas.
[…]
Todo ello, si bien encaminado al favor popular, caía en el vacío, pues se había esparcido el rumor de que, en el momento mismo en que se abrasaba la ciudad, había él subido a la escena de su palacio y había recitado la ruina de Troya, buscando semejanza a las calamidades presentes en los desastres antiguos.
Por fin, a los seis días, se logró poner término al incendio al pie mismo del Esquilino, derribando en un vasto espacio los edificios, a fin de oponer a su continua violencia un campo raso y, por así decir, el vacío del cielo.
Aun no se había ido el miedo y vuelto la esperanza al pueblo, cuando de nuevo estalló el incendio, si bien en lugares más deshabitados de la ciudad, por lo que fueron menos las víctimas humanas, derruyéndose, en cambio, más ampliamente templos de dioses y galerías dedicadas a esparcimiento y recreo. Sobre este nuevo incendio corrieron aún peores voces, por haber estallado en los campos aurelianos de Tigelino y creerse que, por lo visto, Nerón buscaba la gloria de fundar una nueva ciudad y llamarla con su nombre.
[…]
Sea de ello lo que fuere, Nerón se aprovechó de la ruina de su ciudad y se construyó un palacio, en que no eran tanto de admirar las piedras preciosas y el oro, cosas gastadas de antiguo y hechas vulgares por el lujo, cuanto de campos y estanques, y, al modo de los desiertos, acá unos bosques, allá espacios descubiertos y panoramas.
[…]   
Tales fueron las medidas aconsejadas por la humana prudencia. Seguidamente se celebraron expiaciones a los dioses y se consultaron los libros sibilinos. Siguiendo sus indicaciones, se hicieron públicas rogativas a Vulcano, a Ceres y a Proserpina; se ofreció por las matronas un sacrificio de propiciación a Juno, primero en el Capitolio, luego junto al próximo mar, de donde se sacó agua para rociar el templo e imagen de la diosa.
Sin embargo, ni por industria humana, ni por larguezas del emperador, ni por sacrificios a los dioses, se lograba alejar la mala fama de que el incendio había sido mandado. Así pues, con el fin de extirpar el rumor, Nerón se inventó unos culpables, y ejecutó con refinadísimos tormentos a los que, aborrecidos por sus infamias, llamaba el vulgo cristianos. El autor de este nombre, Cristo, fue mandado ejecutar con el último suplicio por el procurador Poncio Pilatos durante el Imperio de Tiberio y, reprimida, por de pronto, la perniciosa superstición, irrumpió de nuevo no sólo por Judea, origen de este mal, sino por la urbe misma, a donde confluye y se celebra cuanto de atroz y vergonzoso hay por dondequiera.
Así pues, se empezó por detener a los que confesaban su fe; luego, por las indicaciones que éstos dieron, toda una ingente muchedumbre quedó convicta, no tanto del crimen del incendio, cuanto de odio al género humano. Su ejecución fue acompañada de escarnios, y así unos, cubiertos de pieles de animales, eran desgarrados por los dientes de los perros; otros, clavados en cruces, eran quemados al caer el día, a guisa de luminarias nocturnas.
Para este espectáculo, Nerón había cedido sus propios jardines y celebró unos juegos en el circo, mezclado en atuendo de auriga entre la plebe o guiando él mismo su coche. De ahí que, aun castigando a culpables y merecedores de los últimos suplicios, se les tenía lástima, pues se tenía la impresión de que no se los eliminaba por motivo de pública autoridad, sino por satisfacer la crueldad de uno solo.”
El incendio de Roma, según Suetonio  (Nero, XXXVIII)
“Mas ni a su pueblo ni a las murallas de su patria perdonó Nerón. En efecto, con achaque de serle molesta la deformidad de los viejos edificios y la estrechez y tortuosidad de las calles, prendió fuego a la ciudad tan al descubierto que varios consulares que sorprendieron a camareros suyos con estopa y teas en sus propias fincas, no se atrevieron ni a tocarlos, y algunos graneros, situados en el solar de la Casa de Oro, qué él codiciaba sobre toda ponderación, fueron derribados con máquinas de guerra y abrasados, por estar hechos con piedra de sillería. Durante seis días con sus noches duró en todo su furor el estrago, obligando a la muchedumbre a buscar cobijo en los públicos monumentos y sepulcros.
Entonces, aparte un número inmenso de casas particulares, se quemaron los palacios de los antiguos generales, adornados todavía con los trofeos e los enemigos; los templos de los dioses, que se remontaban a la época de los reyes, y otros consagrados en las guerras gálicas y púnicas, y, en fin, cuanto de precioso y memorable había sobrevivido al tiempo.
Nerón contempló el incendio desde la torre de Mecenas, y arrebatado “por la belleza”, como él decía, “de las llamas”, recitó, vestido de su famoso traje de teatro, la “Toma de Ilión”. Y para que no se le escapara tampoco esta ocasión de coger la mayor presa y botín posible, prometió retirar por su cuenta los escombros y cadáveres, con cuyo pretexto no permitió a nadie acercarse a los restos de sus bienes; y con las tributaciones, no ya sólo voluntarias, sino exigidas, dejó casi exhaustas a las provincias y a los particulares.” 
(BAC, D. RUIZ BUENO, ACTAS DE LOS MÁRTIRES, 212-225)

jueves, 28 de junio de 2018

Viernes semana 12 de tiempo ordinario; año par

Viernes de la semana 12 de tiempo ordinario; año par

La virtud de la fidelidad
«Cuando bajó del monte le seguía una gran multitud. En esto, se le acercó un leproso, se postró ante él y dijo: Señor si quieres, puedes limpiarme. Y extendiendo Jesús la mano, le tocó diciendo: Quiero, queda limpio. Y al instante quedó limpio de la lepra. Entonces le dijo Jesús: Mira, no lo digas a nadie, sino anda, preséntate al sacerdote y lleva la ofrenda prescrita por Moisés, para que les sirva de testimonio.» (Mateo 8, 1-4).
I. La Sagrada Escritura nos habla con frecuencia de la virtud de la fidelidad, de la necesidad de mantener la promesa, el compromiso libremente aceptado, el empeño en acabar una misión en la que uno se ha comprometido. Le dijo el Señor a Abrahán: Camina en mi presencia con fidelidad. Tú guarda mi pacto que hago contigo y con tus descendientes por generaciones. La firmeza de la alianza con el Patriarca y con sus descendientes será fuente continua de bendiciones y de felicidad; y, por el contrario, el quebrantamiento de este pacto por Israel será la causa de sus males.
Dios pide fidelidad a los hombres a los que mira con predilección porque Él mismo es siempre fiel, por encima de nuestras flaquezas y debilidades. Yahvé es el Dios de la lealtad, rico en amor y fidelidad, fiel en todas sus palabras, y su fidelidad permanece para siempre. Quienes son fieles le son muy gratos, y les promete un don definitivo: el que sea fiel hasta la muerte, recibirá la corona de la vida.
Jesús habla muchas veces de esta virtud a lo largo del Evangelio: pone ante nuestros ojos el ejemplo del siervo fiel y prudente, del criado bueno y leal en lo pequeño, del administrador honrado... La idea de la fidelidad penetra tan hondo en la vida del cristiano que el título de fieles bastará para designar a los discípulos de Cristo. San Pablo, que había dirigido múltiples exhortaciones a aquella generación de primeros cristianos para que viviera esta virtud, cuando siente cercana su muerte entona un canto a la fidelidad, resumen de su vida. Le escribe a Timoteo: He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe. Por lo demás, ya me está preparada la corona de la justicia que me otorgará aquel día el Señor, justo juez, y no sólo a mí, sino a todos los que esperan su manifestación.
La fidelidad consiste en cumplir lo prometido, conformando de este modo las palabras con los hechos. Somos fieles si guardamos la palabra dada, si nos mantenemos firmes, a pesar de los obstáculos y dificultades, a los compromisos adquiridos. La perseverancia está íntimamente unida a esta virtud, y con frecuencia se identifica con ella.
El ámbito de la fidelidad es muy amplio: con Dios, entre cónyuges, entre amigos... Es una virtud esencial: sin ella es imposible la convivencia. Referida a la vida espiritual, se relaciona estrechamente con el amor, la fe y la vocación. «Me hace temblar aquel pasaje de la segunda epístola a Timoteo, cuando el Apóstol se duele de que Demas escapó a Tesalónica tras los encantos de este mundo... Por una bagatela, y por miedo a las persecuciones, traicionó la empresa divina un hombre, a quien San Pablo cita en otras epístolas entre los santos.
»Me hace temblar, al conocer mi pequeñez; y me lleva a exigirme fidelidad al Señor hasta en los sucesos que pueden parecer como indiferentes, porque, si no me sirven para unirme más a Él, ¡no los quiero!». ¿Para qué nos habrían de servir si no nos llevan a Cristo? Camina en mi presencia con fidelidad. Guarda el pacto que hago contigo, nos está diciendo Dios continuamente en la intimidad de nuestro corazón.
II. La nuestra no es una época que se caracterice por el florecimiento de esta virtud de la fidelidad. Quizá por eso el Señor nos pide que sepamos apreciarla más, tanto en nuestros compromisos de entrega libremente adquiridos con Él como en la vida humana, en las relaciones con otros. Muchos se preguntan: ¿cómo puede el hombre, que es mudable, débil y cambiante, comprometerse para toda la vida? Puede, porque su fidelidad está sostenida por quien no es mudable, ni débil, ni cambiante, por Dios: Fiel es Yahvé en todas sus palabras. El Señor sostiene esa disposición del hombre que quiere ser leal a sus compromisos y, sobre todo, al más importante de ellos: al que se refiere a Dios -y a los hombres por Dios-, como en la vocación a una entrega plena, a la santidad. Toda dádiva y todo don perfecto de arriba viene, como que desciende del Padre de las luces, en quien no cabe mudanza, ni cambio, ni variación. «Cristo necesita de vosotros y os llama para ayudar a millones de hermanos vuestros a ser plenamente hombres y a salvarse. Vivid con esos nobles ideales en vuestra alma (...). Abrid vuestro corazón a Cristo, a su ley de amor; sin condicionar vuestra disponibilidad, sin miedo a respuestas definitivas, porque el amor y la amistad no tienen ocaso», permanecen siempre en plenitud, porque el amor no envejece.
Enseña Santo Tomás que amamos a alguien cuando queremos el bien para él; si, en cambio, intentamos sacar provecho del otro porque nos agrada o nos es útil para algo, entonces propiamente no lo amamos: lo deseamos. Cuando amamos, cuando queremos el bien para el otro, toda nuestra persona se entrega a ese amor, con independencia de gustos y de estados de ánimo: «la paga y el jornal del amor es recibir más amor». Hemos de pedir al Señor la persuasión firme de que lo principal del amor no es el sentimiento, sino la voluntad y las obras; y exige esfuerzo, sacrificio y entrega. El sentimiento y los estados de ánimo son mudables y sobre ellos no se puede construir algo tan fundamental como es la felicidad. Esta virtud adquiere su firmeza del amor, del amor verdadero. Por eso, cuando el amor -el humano y el divino- ha pasado ya por el período de mayor sentimiento, lo que queda no es lo menos importante, sino lo esencial, lo que da sentido a todo.
El Señor tiene para cada hombre, para cada uno en concreto, una llamada, un designio, una vocación. Él ha prometido que no fallará a ese llamamiento y lo sostendrá en medio de las tentaciones y dificultades diversas por las que puede pasar una vida. Y para demostrarnos esa permanencia emplea una comparación que todos entendemos bien: la del amor y los cuidados que una madre tiene con sus hijos. Imaginad, nos dice, a una madre profundamente madre, no ‑si pudiera darse- a la madre egoísta que anda metida en sus cosas. ¿Cómo puede una madre así olvidarse de su hijo?. Nos parece imposible, pero imaginemos, con todo, que se olvidara del hijo, que no le tuviera en cuenta. Yo, nos dice el Señor, jamás me olvidaría de ti, de tu cometido en la vida, de mi designio sobre ti, de tu vocación. La fidelidad es la correspondencia amorosa a ese amor de Dios. Sin amor, pronto aparecen las grietas y las fisuras a todo compromiso.
III. ¿Qué podré dar yo a Yahvé por todos los beneficios que me ha hecho?. Todos podemos poner lo que está de nuestra parte en esta tarea de la fidelidad. La perseverancia hasta el final de la vida se hace posible con la fidelidad a lo pequeño de cada jornada y el recomenzar cuando, por debilidad, hubo algún paso fuera del camino; fidelidad es corresponder a ese amor de Dios, dejarse amar por Él, quitar los obstáculos que impiden que ese Amor misericordioso penetre en lo más profundo del alma. En muchos momentos de la vida, la fidelidad a Dios se concretará en la fidelidad a la vida de oración, a esas devociones y costumbres que cada día nos mantienen cerca del Señor. La perseverancia propia y ajena está en dependencia de nuestra unión y de nuestro amor filial a Dios. Perseveran los que aman, porque sienten la fortaleza de su Padre Dios en la aparente monotonía de la lucha diaria.
El amor «es el peso que me arrastra», el centro de gravedad, la dirección de nuestra alma en la tarea de la fidelidad. Por eso, el amor a Dios, que no permite muros ni tabiques entre el hombre y su Dios, lleva a la sinceridad, seguro soporte de la fidelidad. Sinceridad, en primer lugar, con uno mismo: reconocer y llamar por su nombre incluso a los deseos, pensamientos, aspiraciones y ensueños cuando todavía ni siquiera han tomado cuerpo, pero que dirigen fuera del propio camino. Y, enseguida, sinceridad con el Señor, que es rectitud de intención, limpieza interior; y sinceridad con quien orienta espiritualmente el alma, manifestándole esos síntomas del egoísmo que, en sus diversas formas, trata de anidar en el corazón. Así contaremos siempre con una poderosa ayuda.
Las virtudes de la fidelidad y lealtad deben informar todas las manifestaciones de la vida del cristiano: relaciones con Dios, con la Iglesia, con el prójimo, en el trabajo, en los deberes de estado... Y se vive la fidelidad en todas sus formas cuando se es fiel a la propia vocación, porque en ella están integrados todos los demás valores a los que debemos lealtad y fidelidad. Si faltara la fidelidad a Dios, todo quedaría desunido y roto.
«El Corazón de Jesús, el Corazón humano de Dios Hombre, está abrasado por la llama viva del Amor trinitario, que jamás se extingue» y es fiel en su amor por los hombres. Nosotros debemos aprender de este amor fiel. Y también nos dirigimos a María: Virgo fidelis, ora pro nobis, ora pro me.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Pedro y San Pablo, apóstoles

San Pedro y san Pablo
En aquel tiempo, llegó Jesús a la región de Cesarea de Felipe y preguntaba a sus discípulos: -¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre? Ellos contestaron: -Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas. Él les preguntó: -Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro tomó la palabra y dijo: -Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Jesús le respondió: -¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: -Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mateo 16,13-19).
I. Simón Pedro, como la mayor parte de los primeros seguidores de Jesús, era de Betsaida, ciudad de Galilea, en la ribera del lago de Genesaret. Era pescador, como el resto de su familia. Conoció a Jesús a través de su hermano Andrés, quien poco tiempo antes, quizá el mismo día, había estado con Juan toda una tarde en su compañía. Andrés no guardó para sí el inmenso tesoro que había encontrado, «sino que lleno de alegría corrió a contar a su hermano el bien que había recibido».
Llegó Pedro ante el Maestro. Intuitus eum Iesus..., mirándolo Jesús... El Maestro clavó su mirada en el recién llegado y penetró hasta lo más hondo de su corazón. ¡Cuánto nos hubiera gustado contemplar esa mirada de Cristo, que es capaz de cambiar la vida de una persona! Jesús miró a Pedro de un modo imperioso y entrañable. Más allá de este pescador galileo, Jesús veía toda su Iglesia hasta el fin de los tiempos. El Señor muestra conocerle desde siempre: ¡Tú eres Simón, el hijo de Juan! Y también conoce su porvenir: Tú te llamarás Cefas, que quiere decir Piedra. En estas pocas palabras estaban definidos la vocación y el destino de Pedro, su quehacer en el mundo.
Desde los comienzos, «la situación de Pedro en la Iglesia es la de roca sobre la que está construido un edificio». La Iglesia entera, y nuestra propia fidelidad a la gracia, tiene como piedra angular, como fundamento firme, el amor, la obediencia y la unión con el Romano Pontífice; «en Pedro se robustece la fortaleza de todos», enseña San León Magno. Mirando a Pedro y a la Iglesia en su peregrinar terreno, se le pueden aplicar las palabras del mismo Jesús: cayeron las lluvias y los ríos salieron de madre, y soplaron los vientos y dieron con ímpetu sobre aquella casa, pero no fue destruida porque estaba edificada sobre roca, la roca que, con sus debilidades y defectos, eligió un día el Señor: un pobre pescador de Galilea, y quienes después habían de sucederle.
El encuentro de Pedro con Jesús debió de impresionar hondamente a los testigos presentes, familiarizados con las escenas del Antiguo Testamento. Dios mismo había cambiado el nombre del primer Patriarca: Te llamarás Abrahán, es decir, Padre de una muchedumbre. También cambió el nombre de Jacob por el de Israel, es decir, Fuerte ante Dios. Ahora, el cambio de nombre de Simón no deja de estar revestido de cierta solemnidad, en medio de la sencillez del encuentro. «Yo tengo otros designios sobre ti», viene a decirle Jesús.
Cambiar el nombre equivalía a tomar posesión de una persona, a la vez que le era señalada su misión divina en el mundo. Cefas no era nombre propio, pero el Señor lo impone a Pedro para indicarla función de Vicario suyo, que le será revelada más adelante con plenitud. Nosotros podemos examinar hoy en la oración cómo es nuestro amor con obras al que hace las veces de Cristo en la tierra: si pedimos cada día por él, si difundimos sus enseñanzas, si nos hacemos eco de sus intenciones, si salimos con prontitud en su defensa cuando es atacado o menospreciado. ¡Qué alegría damos a Dios cuando nos ve que amamos, con obras, a su Vicario aquí en la tierra!
II. Este primer encuentro con el Maestro no fue la llamada definitiva. Pero desde aquel instante, Pedro se sintió prendido por la mirada de Jesús y por su Persona toda. No abandona su oficio de pescador, escucha las enseñanzas de Jesús, le acompaña en ocasiones diversas y presencia muchos de sus milagros. Es del todo probable que asistiera al primer milagro de Jesús en Caná, donde conoció a María, la Madre de Jesús, y después bajó con Él a Cafarnaún. Un día, a orillas del lago, después de una pesca excepcional y milagrosa, Jesús le invitó a seguirle definitivamente. Pedro obedeció inmediatamente -su corazón ha sido preparado poco a poco por la gracia- y, dejándolo todo -relictis omnibus-, siguió a Cristo, como el discípulo que está dispuesto a compartir en todo la suerte del Maestro.
Un día, en Cesarea de Filipo, mientras caminaban, Jesús preguntó a los suyos: Vosotros, ¿quién decís que soy Yo? Respondió Simón Pedro y dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. A continuación, Cristo le promete solemnemente el primado sobre toda la Iglesia. ¡Cómo recordaría entonces Pedro las palabras de Jesús unos años antes, el día en que le llevó hasta Él su hermano Andrés: Tú te llamarás Cefas ...! Pedro no cambió tan rápidamente como había cambiado de nombre. No manifestó de la noche a la mañana la firmeza que indicaba su nuevo apelativo. Junto a una fe firme como la piedra, vemos en Pedro un carácter a veces vacilante. Incluso en una ocasión Jesús reprocha al que va a ser el cimiento de su Iglesia que es para él motivo de escándalo. Dios cuenta con el tiempo en la formación de cada uno de sus instrumentos y con la buena voluntad de éstos. Nosotros, si tenemos la buena voluntad de Pedro, si somos dóciles a la gracia, nos iremos convirtiendo en los instrumentos idóneos para servir al Maestro y llevar a cabo la misión que nos ha encomendado. Hasta los acontecimientos que parecen más adversos, nuestros mismos errores y vacilaciones, si recomenzamos una y otra vez, si acudimos a Jesús, si abrimos el corazón en la dirección espiritual, todo nos ayudará a estar más cerca de Jesús, que no se cansa de suavizar nuestra tosquedad. Y quizá, en momentos difíciles, oiremos como Pedro: hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?. Y veremos junto a nosotros a Jesús, que nos tiende la mano.
III. El Maestro tuvo con Pedro particulares manifestaciones de aprecio; no obstante, más tarde, cuando Jesús más le necesitaba en momentos particularmente dramáticos, Pedro renegó de Él, que estaba solo y abandonado. Después de la Resurrección, cuando Pedro y otros discípulos han vuelto a su antiguo oficio de pescadores, Jesús va especialmente en busca de él, y se manifiesta a través de una segunda pesca milagrosa, que recordaría en el alma de Simón aquella otra en la que el Maestro le invitó definitivamente a seguirle y le prometió que sería pescador de hombres. Jesús les espera ahora en la orilla y usa los medios materiales -las brasas, el pez...- que resaltan el realismo de su presencia y continúan dando el tono familiar acostumbrado en la convivencia con sus discípulos. Después de haber comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?...
Después, el Señor anunció a Simón: En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven te ceñías tú mismo e ibas a donde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará a donde no quieras. Cuando escribe San Juan su Evangelio esta profecía ya se había cumplido; por eso añade el Evangelista: Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Después, Jesús recordó a Pedro aquellas palabras memorables que un día, años atrás, en la ribera de aquel mismo lago, cambiaron para siempre la vida de Simón: Sígueme.
Una piadosa tradición cuenta que, durante la cruenta persecución de Nerón, Pedro salía, a instancias de la misma comunidad cristiana, para buscar un lugar más seguro. Junto a las puertas de la ciudad se encontró a Jesús cargado con la Cruz, y habiéndole preguntado Pedro: «¿A dónde vas, Señor?» (Quo vadis, Domine?), le contestó el Maestro: «A Roma, a dejarme crucificar de nuevo». Pedro entendió la lección y volvió a la ciudad, donde le esperaba su cruz. Esta leyenda parece ser un eco último de aquella protesta de Pedro contra la cruz la primera vez que Jesús le anunció su Pasión. Pedro murió poco tiempo después. Un historiador antiguo refiere que pidió ser crucificado con la cabeza abajo por creerse indigno de morir, como su Maestro, con la cabeza en alto. Este martirio es recordado por San Clemente, sucesor de Pedro en el gobierno de la Iglesia romana. Al menos desde el siglo III, la Iglesia conmemora en este día, 29 de junio, el martirio de Pedro y de Pablo, el dies natalis, el día en que de nuevo vieron la Faz de su Señor y Maestro.
Pedro, a pesar de sus debilidades, fue fiel a Cristo, hasta dar la vida por Él. Esto es lo que le pedimos nosotros al terminar esta meditación: fidelidad, a pesar de las contrariedades y de todo lo que nos sea adverso por el hecho de ser cristianos. Le pedimos la fortaleza en la fe, fortes in fide, como el mismo Pedro pedía a los primeros cristianos de su generación. «¿Qué podríamos nosotros pedir a Pedro para provecho nuestro, qué podríamos ofrecer en su honor sino esta fe, de donde toma sus orígenes nuestra salud espiritual y nuestra promesa, por él exigida, de ser fuertes en la fe?».
Esta fortaleza es la que pedimos también a Nuestra Madre Santa María para mantener nuestra fe sin ambigüedades, con serena firmeza, cualquiera que sea el ambiente en que hayamos de vivir.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

Jueves semana 12 de tiempo ordinario; año par

Jueves de la semana 12 de tiempo ordinario; año par

Frutos de la Misa
«No todo el que me dice: Señor, Señor entrará en el Reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los Cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor ¿pues no hemos profetizado en tu nombre, y arrojado los demonios en tu nombre, y hecho prodigios en tu nombre? Entonces yo les diré públicamente: Jamás os he conocido: apartaos de mí, los que habéis obrado la iniquidad. Por tanto, todo el que oye estas palabras mías y las pone en práctica, es como un hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, llegaron las riadas, soplaron los vientos e irrumpieron contra aquella casa, pero no se cayó porque estaba cimentada sobre roca. Pero todo el que oye estas palabras mías y no las pone en práctica es como un hombre necio que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, llegaron las riadas, soplaron los vientos e irrumpieron contra aquella casa, y cayó y fue tremenda su ruina. Y sucedió que, cuando terminó Jesús estos discursos, las multitudes quedaron admiradas de su doctrina, pues les enseñaba como quien tiene potestad y no como los escribas.» (Mateo 7, 21-29)
I. El Concilio Vaticano II «nos recuerda que el sacrificio de la cruz y su renovación sacramental en la Misa constituyen una misma y única realidad, excepción hecha del modo diverso de ofrecer (...) y que, consiguientemente, la Misa es al mismo tiempo sacrificio de alabanza, de acción de gracias, propiciatorio y satisfactorio». Suelen sintetizarse en estos cuatro los fines que el Salvador dio a su sacrificio en la Cruz.
Estos cuatro fines de la Santa Misa se logran en distinta medida y manera. Los fines que directamente se refieran a Dios, como son la adoración o alabanza, y la acción de gracias, se producen siempre infalible y plenamente con su infinito valor, aun sin nuestro concurso, aunque no asista a la celebración de la Misa ni un solo fiel, o asista distraído. Cada vez que se celebra el sacrificio eucarístico se alaba sin límites a Dios Nuestro Señor y se ofrece una acción de gracias que satisface plenamente a Dios. Esta oblación, dice Santo Tomás, agrada a Dios más de lo que le ofenden todos los pecados del mundo, pues Cristo mismo es el Sacerdote principal de cada Misa y también la Víctima que se ofrece en todas ellas.
Sin embargo, los otros dos fines del sacrificio eucarístico (propiación y petición), que revierten en favor de los hombres y que se llaman frutos de la Misa, no siempre alcanzan de hecho la plenitud que de suyo podrían conseguir. Los frutos de reconciliación con Dios y de obtención de lo que pedimos a su benevolencia podrían también ser infinitos, porque se basan en los méritos de Cristo, pero de hecho nunca los recibimos en tal grado porque se nos aplican según las disposiciones personales. Nuestra mejor participación en el Santo Sacrificio del Altar logra una mayor aplicación de estos frutos de propiciación y petición. La misma oración de Cristo multiplica el valor de nuestra oración en la medida en que, en la Misa, unimos nuestras peticiones y desagravios a los suyos.
Para recibir los frutos de la Misa, la Iglesia nos invita a unirnos al sacrificio de Cristo, a participar, por tanto, en la alabanza, acción de gracias, expiación e impetración de Jesucristo. El mismo rito externo de la Misa (las acciones y ceremonias), a la vez que significa el sacrificio interior de Jesucristo, es signo de la entrega y oblación de los fieles unidos a Él. Esta entrega de todo nuestro ser, del quehacer diario, es un motivo más para realizarlo con perfección humana y rectitud de intención. «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas -señala el Concilio Vaticano II-, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y del cuerpo, si se hacen en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cfr. 1 Pdr 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con el Cuerpo del Señor». Todas nuestras obras y la propia vida adquieren un nuevo valor, porque todo gira entonces alrededor de la Santa Misa, que es el centro del día, al que se dirigen todos nuestros pensamientos y acciones, y la fuente de la que manan todas las gracias necesarias para santificar nuestro paso por la tierra.
II. Para que obtengamos cada vez más fruto de la Santa Misa, nuestra Madre la Iglesia quiere que asistamos, no como «extraños y mudos espectadores», sino tratando de comprenderla cada vez mejor, a través de los ritos y oraciones, participando de la acción sagrada de modo consciente, piadoso y activo, con recta disposición de ánimo, poniendo el alma en consonancia con la voz y colaborando con la gracia divina. Prestaremos delicada atención a los diálogos, a las aclamaciones, haremos actos de fe y de amor en los silencios previstos: en la Consagración, en el momento de recibir al Señor... Lo principal es la participación interna, nuestra unión con Jesucristo que se ofrece a Sí mismo, pero nos será de gran provecho ayudarnos de esos elementos externos que también forman parte de la liturgia: las posturas (de rodillas, de pie, sentados), la recitación o canto de partes en común (el Gloria, el Credo, el Sanctus, el Padrenuestro...), etc.
En muchas ocasiones nos resultará de gran ayuda leer en el propio misal las oraciones del celebrante. El empeño por vivir la puntualidad -llegar al menos unos minutos antes del comienzo-, nos ayudará a prepararnos mejor y será una delicada atención con Cristo, con el sacerdote que celebra la Misa y con quienes van a participar de ella. El Señor agradece que también en esto seamos ejemplares. ¿Acaso no llegaríamos con la suficiente antelación si se tratase de una importante audiencia? Nada existe en el mundo más importante que la Santa Misa.
La participación interna consiste principalmente en el ejercicio de las virtudes: actos de fe, de esperanza y de amor. En el momento de la Consagración podemos repetir, con el Apóstol Tomás, aquellas palabras llenas de fe y de amor: Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás presente sobre el altar..., u otras que nuestra piedad nos sugiera.
Nuestra participación en la Santa Misa debe ser, ante todo, oración personal, en la que culmina nuestro diálogo habitual con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta oración, «en cuanto a cada uno es posible, es condición indispensable para una auténtica y consciente participación litúrgica. Y no sólo eso; ella es también el fruto, la consecuencia de tal participación (...). Es necesario hoy y siempre, pero hoy más que nunca, mantener un espíritu y una práctica de oración personal... Sin una propia íntima y continua vida interior de oración, de fe, de caridad, no podemos mantenernos cristianos; no se puede, de una manera útil y provechosa, participar en el renacimiento litúrgico; no se puede eficazmente dar testimonio de aquella autenticidad cristiana de que tanto se habla; no se puede pensar, respirar, actuar, sufrir y esperar plenamente con la Iglesia viva y peregrina... A todos os decimos: orad, hermanos: orate, fratres. No os canséis de intentar que surja del fondo de vuestro espíritu, con vuestra íntima voz, este ¡Tú! dirigido al Dios inefable, a ese misterioso Otro que os observa, os espera, os ama. Y ciertamente no quedaréis desilusionados o abandonados, sino que probaréis la alegría nueva de una respuesta embriagadora: Ecce adsum, he aquí que estoy contigo». De modo muy particular tenemos a Dios junto a nosotros y en nosotros en el momento de la Comunión, donde la participación en la Santa Misa llega a su momento culminante. «El efecto propio de ese sacramento -enseña Santo Tomás de Aquino- es la conversión del hombre en Cristo, para que diga con el Apóstol: Vivo, no yo, sino que Cristo vive en mí».
III. Antes de la Santa Misa hemos de disponer nuestra alma para acercarnos al acontecimiento más importante que cada día sucede en el mundo. La Misa celebrada por cualquier sacerdote, en el lugar más recóndito, es lo más grande que en ese momento está sucediendo sobre la tierra; aunque no asista ni una sola persona. Es lo más grato a Dios que podemos ofrecerle los hombres; es la ocasión por excelencia para darle gracias por los muchos beneficios que recibimos, para pedirle perdón por tantos pecados y faltas de amor... y tantas cosas (espirituales y materiales) como necesitamos. «¿Quién no tiene cosas que pedir? Señor, esa enfermedad... Señor, esta tristeza... Señor, aquella humillación que no sé soportar por tu amor... Queremos el bien, la felicidad y la alegría de las personas de nuestra casa; nos oprime el corazón la suerte de los que padecen hambre y sed de pan y de justicia; de los que experimentan la amargura de la soledad; de los que, al término de sus días, no reciben una mirada de cariño ni un gesto de ayuda.
»Pero la gran miseria que nos hace sufrir, la gran necesidad a la que queremos poner remedio es el pecado, el alejamiento de Dios, el riesgo de que las almas se pierdan para toda la eternidad. Llevar a los hombres a la gloria eterna en el amor de Dios: ésa es nuestra aspiración fundamental al celebrar la Misa, como fue la de Cristo al entregar su vida en el Calvario». De esta manera, nuestro apostolado se dirige hacia la Santa Misa y de ella sale fortalecido.
Los minutos de acción de gracias después de la Misa completarán esos momentos tan importantes del día, y tendrán una influencia directa en el trabajo, en la familia, en la alegría con que tratamos a todos, en la seguridad y confianza con que vivimos el resto de la jornada. La Misa así vivida nunca será un acto aislado; será alimento de todas nuestras acciones y les dará unas características peculiares...
Y en la Santa Misa encontramos siempre a nuestra Madre Santa María. «¿Cómo podríamos tomar parte en el sacrificio sin recordar e invocara la Madre del Soberano Sacerdote y de la Víctima? Nuestra Señora ha participado muy íntimamente en el sacerdocio de su Hijo durante su vida terrestre, para que esté ligada para siempre al ejercicio de su sacerdocio. Como estaba presente en el Calvario, está presente en la Misa, que es una prolongación del Calvario. En la Cruz asistía a su Hijo ofreciéndole al Padre; en el altar, asiste a la Iglesia que se ofrece a sí misma con su Cabeza, cuyo sacrificio renueva. Ofrezcámonos a Jesús por medio de Nuestra Señora». Procuremos tener presente en la Santa Misa a nuestra Madre Santa María, y Ella nos ayudará a estar con mayor piedad y recogimiento.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Ireneo, obispo y mártir

Benedicto XVI presenta a San Ireneo de Lyon
miércoles, 28 marzo 2007
Queridos hermanos y hermanas:
En las catequesis sobre las grandes figuras de la Iglesia de los primeros siglos llegamos hoy a la personalidad eminente de san Ireneo de Lyon. Sus noticias biográficas nos vienen de su mismo testimonio, que nos ha llegado hasta nosotros gracias a Eusebio en el quinto libro de la «Historia eclesiástica».
Ireneo nació con toda probabilidad en Esmirna (hoy Izmir, en Turquía) entre los años 135 y 140, donde en su juventud fue alumno del obispo Policarpo, quien a su vez era discípulo del apóstol Juan. No sabemos cuándo se transfirió de Asia Menor a Galia, pero la mudanza debió coincidir con los primeros desarrollos de la comunidad cristiana de Lyon: allí, en el año 177, encontramos a Ireneo en el colegio de los presbíteros. Precisamente en ese año fue enviado a Roma para llevar una carta de la comunidad de Lyon al Papa Eleuterio. La misión romana evitó a Ireneo la persecución de Marco Aurelio, en la que cayeron al menos 48 mártires, entre los que se encontraba el mismo obispo de Lyon, Potino, de noventa años, fallecido a causa de los malos tratos en la cárcel. De este modo, a su regreso, Ireneo fue elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al ministerio episcopal, que se concluyó hacia el año 202- 203, quizá con el martirio.
Ireneo es ante todo un hombre de fe y un pastor. Del buen pastor tiene la prudencia, la riqueza de doctrina, el ardor misionero. Como escritor, busca un doble objetivo: defender la verdadera doctrina de los asaltos de los herejes, y exponer con claridad la verdad de la fe. A estos dos objetivos responden exactamente las dos obras que nos quedan de él: los cinco libros «Contra las herejías» y «La exposición de la predicación
apostólica», que puede ser considerada también como el «catecismo de la doctrina cristiana» más antiguo. En definitiva, Ireneo es el campeón de la lucha contra las herejías.
La Iglesia del siglo II estaba amenazada por la «gnosis», una doctrina que afirmaba que la fe enseñada por la Iglesia no era más que un simbolismo para los sencillos, pues no son capaces de comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los intelectuales --se llamaban «gnósticos»-- podrían comprender lo que se escondía detrás de estos símbolos y de este modo formarían un cristianismo de élite, intelectualista.
Obviamente este cristianismo intelectualista se fragmentaba cada vez más en diferentes corrientes con pensamientos con frecuencia extraños y extravagantes, pero atrayentes para muchas personas. Un elemento común de estas diferentes corrientes era el dualismo, es decir, se negaba la fe en el único Dios Padre de todos, creador y salvador del hombre y del mundo. Para explicar el mal en el mundo, afirmaban la existencia junto al Dios bueno de un principio negativo. Este principio negativo habría producido las cosas materiales, la materia.
Arraigándose firmemente en la doctrina bíblica de la creación, Ireneo refuta el dualismo y el pesimismo gnóstico que devalúan las realidades corporales. Reivindica con decisión la originaria santidad de la materia, del cuerpo, de la carne, al igual que del espíritu. Pero su obra va mucho más allá de la confutación de la herejía: se puede decir, de hecho, que se presenta como el primer gran teólogo de la Iglesia, que creó la teología sistemática; él mismo habla del sistema de la teología, es decir, de la coherencia interna de toda la fe. En el centro de su doctrina está la cuestión de la «regla de la fe» y de su transmisión. Para Ireneo la «regla de la fe» coincide en la práctica con el «Credo» de los apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio, para interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender lo que quiere decir, la manera en que tenemos que leer el mismo Evangelio.
De hecho, el Evangelio predicado por Ireneo es el que recibió de Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de Policarpo se remonta al apóstol Juan, de quien Policarpo era discípulo. De este modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los intelectuales, superando la fe sencilla de la Iglesia. El verdadero Evangelio es el impartido por los obispos que lo han recibido gracias a una cadena interrumpida que procede de los apóstoles. Éstos no han enseñado otra cosa que esta fe sencilla, que es también la verdadera profundidad de la revelación de Dios. De este modo, nos dice Ireneo, no hay una doctrina secreta detrás del Credo común de la Iglesia. No hay un cristianismo superior para intelectuales. La fe confesada públicamente por la Iglesia es la fe común de todos. Sólo es apostólica esta fe, procede de los apóstoles, es decir, de Jesús y de Dios.
Al adherir a esta fe transmitida públicamente por los apóstoles a sus sucesores, los cristianos tienen que observar lo que dicen los obispos, tienen que considerar específicamente la enseñanza de la Iglesia de Roma, preeminente y antiquísima. Esta Iglesia, a causa de su antigüedad, tiene la mayor apostolicidad: de hecho, tiene su origen en las columnas del colegio apostólico, Pedro y Pablo. Con la Iglesia de Roma tienen que estar en armonía todas las Iglesias, reconociendo en ella la medida de la verdadera tradición apostólica, de la única fe común de la Iglesia. Con estos argumentos, resumidos aquí de manera sumamente breve, Ireneo confuta en sus fundamentos las pretensiones de estos gnósticos, de estos intelectuales: ante todo, no poseen una verdad que sería superior a la de la fe común, pues lo que dicen no es de origen apostólico, se
lo han inventado ellos; en segundo lugar, la verdad y la salvación no son privilegio y monopolio de pocos, sino que todos las pueden alcanzar a través de la predicación de los sucesores de los apóstoles, y sobre todo del obispo de Roma. En particular, al polemizar con el carácter «secreto» de la tradición gnóstica, y al constatar sus múltiples conclusiones contradictorias entre sí, Ireneo se preocupa por ilustrar el concepto
genuino de Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos.
a) La Tradición apostólica es «pública», no privada o secreta. Para Ireneo no hay duda alguna de que el contenido de la fe transmitida por la Iglesia es el recibido de los apóstoles y de Jesús, el Hijo de Dios. No hay otra enseñanza. Por tanto, a quien quiere conocer la verdadera doctrina le basta conocer «la Tradición que procede de los apóstoles y la fe anunciada a los hombres»: tradición y fe que «nos han llegado a través de la sucesión de los obispos» («Contra las herejías» 3, 3 , 3-4). De este modo, coinciden sucesión de los obispos, principio personal, Tradición apostólica y principio doctrinal.
b) La Tradición apostólica es «única». Mientras el gnosticismo se divide en numerosas sectas, la Tradición de la Iglesia es única en sus contenidos fundamentales que, como hemos visto, Ireneo llama «regula fidei» o «veritatis»: y dado que es única, crea unidad a través de los pueblos, a través de las diferentes culturas, a través de pueblos diferentes; es un contenido común como la verdad, a pesar de las diferentes lenguas y culturas. Hay una expresión preciosa de san Ireneo en el libro «Contra las herejías»: «La Iglesia que recibe esta predicación y esta fe [de los apóstoles], a pesar de estar diseminada en el mundo entero, la guarda con cuidado, como si habitase en una casa única; cree igualmente a todo esto, como quien tiene una sola alma y un mismo corazón; y predica todo esto con una sola voz, y así lo enseña y trasmite como si tuviese una sola boca. Pues si bien las lenguas en el mundo son diversas, única y siempre la misma es la fuerza de la tradición. Las iglesias que están en las Germanias no creen diversamente, ni trasmiten otra cosa las iglesias de las Hiberias, ni las que existen entre los celtas, ni las de Oriente, ni las de Egipto ni las de Libia, ni las que están en el centro del mundo» (1, 10, 1-2). Ya en ese momento, nos encontramos en el año 200, se puede ver la universalidad de la Iglesia, su catolicidad y la fuerza unificadora de la verdad, que une estas realidades tan diferentes, de Alemania a España, de Italia a Egipto y Libia, en la común verdad que nos reveló Cristo.
c) Por último, la Tradición apostólica es como él dice en griego, la lengua en la que escribió su libro, «pneumática», es decir, espiritual, guiada por el Espíritu Santo: en griego, se dice «pneuma». No se trata de una transmisión confiada a la capacidad de los hombres más o menos instruidos, sino al Espíritu de Dios, que garantiza la fidelidad de la transmisión de la fe. Esta es la «vida» de la Iglesia, que la hace siempre joven, es decir, fecunda de muchos carismas. Iglesia y Espíritu para Ireneo son inseparables: «Esta fe», leemos en el tercer libro de «Contra las herejías», «la hemos recibido de la Iglesia y la custodiamos: la fe, por obra del Espíritu de Dios, como depósito precioso custodiado en una vasija de valor rejuvenece siempre y hace rejuvenecer también a la vasija que la contiene… Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia» (3, 24, 1).
Como se puede ver, Ireneo no se limita a definir el concepto de Tradición. Su tradición, la Tradición ininterrumpida, no es tradicionalismo, pues esta Tradición siempre está internamente vivificada por el Espíritu Santo, que la hace vivir de nuevo, hace que pueda ser interpretada y comprendida en la vitalidad de la Iglesia. Según su enseñanza, la fe de la Iglesia debe ser transmitida de manera que aparezca como tiene que ser, es decir, «pública», «única», «pneumática», «espiritual». A partir de cada una de estas características, se puede llegar a un fecundo discernimiento sobre la auténtica transmisión de la fe en el hoy de la Iglesia. Más en general, según la doctrina de Ireneo, la dignidad del hombre, cuerpo y alma, está firmemente anclada en la creación divina, en la imagen de Cristo y en la obra permanente de santificación de Espíritu. Esta doctrina es como una «senda maestra» para aclarar a todas las personas de buena voluntad el objeto y los confines del diálogo sobre los valores, y para dar un empuje siempre nuevo a la acción misionera de la Iglesia, a la fuerza de la verdad que es la fuente de todos los auténticos valores del mundo.


28-Junio. San Pedro y San Pablo. Víspera
«Después de haber comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Apacienta mis corderos. De nuevo le preguntó por segunda vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Pastorea mis ovejas. Le preguntó por tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez si le amaba, y le respondió: Señor; tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo. Le dijo Jesús: Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te ceñías tú mismo e ibas a donde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará a donde no quieras. Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Y dicho esto, añadió: Sígueme.» (Juan 21, 15-19)

1º. Jesús, desde el primer momento has ido preparando a Pedro para ser la cabeza de tu Iglesia cuando Tú no estés.
Le has cambiado el nombre de Simón por el de Pedro -piedra- porque «sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mateo 16,18).
Que me dé cuenta de la misión tan fundamental que tiene el Papa, sea quien sea, como sucesor de Pedro: él ha de ser pastor de tus ovejas.
Toda la Iglesia se apoya en él, en su unión contigo, en su santidad.
«Jesús ha confiado a Pedro una autoridad específica: «A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». El poder de las llaves designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia. Jesús, «el Buen Pastor» confirmó este encargo después de su resurrección: «Apacienta mis ovejas». El poder de «atar y desatar» significa la autoridad para absolver los pecados, pronunciar sentencias doctrinales y tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el ministerio de los apóstoles y particularmente por el de Pedro, el único a quien Él confió explícitamente las llaves del Reino»(CEC.-553).
Jesús, pones a Pedro una condición antes de confiarle la Iglesia: «¿me amas más que éstos?»
No es que los demás te amen poco, sino que es tal la responsabilidad y el ejemplo que se le pide a Pedro, que es necesario que sea santo.
Por eso tengo el deber de pedir cada día por él.
Jesús, te pido por el Papa actual: por su persona; por sus intenciones; por sus necesidades espirituales y también corporales.
2º. «El Señor convirtió a Pedro -que le había negado tres veces- sin dirigirle ni siquiera un reproche: con una mirada de Amor
-Con esos mismos ojos nos mira Jesús, después de nuestras caídas. Ojalá podamos decirle, como Pedro: «¡Señor; Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo!», y cambiemos de vida»(Surco.-964).
«Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo.»
¡Qué buena jaculatoria para repetirla por dentro muchas veces!
Jesús, a pesar de mi fragilidad, a pesar de que a veces no puedo con mi carácter o con mis defectos, «Tú sabes que te amo. Tú lo sabes todo,» y ves que lucho, que me esfuerzo, que te pido perdón.
«Tú sabes que te amo,» pero todavía te amo poco, y por eso en ocasiones las tentaciones me vencen.
¡Aumenta mi capacidad de amar!
Y para ello, Jesús, aumenta mi capacidad de sacrificio, de entrega.
Jesús, veo que hay dos posibles móviles en la vida interior: hacer las cosas porque me siento bien cuando las hago, porque me interesan o me emocionan; o hacer lo que creo que Tú me pides simplemente por agradarte a Ti, tenga yo más o menos ganas de hacerlo.
El móvil que demuestra un amor más verdadero es el segundo, y es el que me pides tres y mil veces con la pregunta: ¿me amas?
Jesús, me estás mirando con una mirada de Amor; con ojos de Padre, de hermano mayor.
Que sepa descubrir siempre esa mirada, incluso cuando te haya traicionado, cuando te haya abandonado.
Que sepa mirarte a los ojos y decirte: «¡Tú sabes que te amo!...,» y cambie de vida.
Porque si no pusiera los medios para cambiar lo que hago mal, mi amor a Ti sería falso.

martes, 26 de junio de 2018

Miércoles semana 12 de tiempo ordinario; año par

Miércoles de la semana 12 de tiempo ordinario; año par

Por sus frutos los conocereis
«Guardaos bien de los falsos profetas, que vienen a vosotros disfrazados de oveja, pero por dentro son lobos voraces. Por sus frutos los conoceréis: ¿acaso se cosechan uvas de los espinos o higos de las zarzas? Así todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da fruto bueno es cortado y arrojado al fuego. Por tanto, por sus frutos los conoceréis.» (Mateo 7, 15-20)
I. El Señor insiste en repetidas ocasiones en el peligro de los falsos profetas, que llevarán a muchos a su ruina espiritual. En el Antiguo Testamento también se hace referencia a estos malos pastores que causan estragos en el pueblo de Dios. Así, el Profeta Jeremías denuncia la impiedad de aquellos que profetizan por Baal y desorientan a mi pueblo Israel, lo engañan y le cuentan sus propias fantasías y no las palabras de Yahvé..., descarrían a mi pueblo con sus mentiras y sus jactancias, siendo así que yo no les he enviado, ni les he dado misión alguna, ni han hecho a mi pueblo ningún bien. Pronto aparecieron también en el seno de la Iglesia. San Pablo los llama falsos hermanos y falsos apóstoles, y advierte a los primeros cristianos que se guarden de ellos; San Pedro los llama falsos doctores. En nuestros días también han proliferado los maestros del error; ha sido abundante la siembra de malas semillas, y han sido causa de desconcierto y de ruina para muchos.
En el Evangelio de la Misa nos advierte el Señor: Tened cuidado con los falsos profetas; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Mucho es el daño que causan en las almas, pues los que se acercan a ellos en busca de luz encuentran oscuridad, buscan fortaleza y hallan incertidumbre y debilidad. El mismo Señor nos señala que tanto los verdaderos como los falsos enviados de Dios se conocerán por sus frutos; los predicadores de falsas reformas y doctrinas no acarrearán más que la desunión del tronco fecundo de la Iglesia y la turbación y perdición de las almas: por sus frutos los conoceréis, nos dice Jesús. ¿Acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. En este pasaje del Evangelio nos advierte el Señor para que estemos vigilantes y seamos prudentes con los doctores falsarios y con sus doctrinas engañosas, pues no siempre será fácil distinguirlas, ya que la mala doctrina se presenta muchas veces con apariencia de bondad y de bien.
II. Los árboles sanos dan frutos buenos. Y el árbol está sano cuando corre por él savia buena. La savia del cristiano es la misma vida de Cristo, la santidad personal, que no se puede suplir con ninguna otra cosa. Por eso no debemos separarnos nunca de Él: quien está unido conmigo, y yo con él -nos dice-, ése da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer. En el trato con Jesús aprendemos a ser eficaces, a estar alegres, a comprender, a querer de verdad, a ser, en definitiva, buenos cristianos.
La vida de unión con Cristo necesariamente trasciende el ámbito individual del cristiano en beneficio de los demás: de ahí brota la fecundidad apostólica, ya que «el apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de vida interior», de la unión vital con el Señor. «Esta vida de unión íntima con Cristo en la Iglesia se nutre con los auxilios espirituales comunes a todos los fieles, muy especialmente con la participación activa en la sagrada liturgia. Los seglares deben servirse de estos auxilios de tal forma que, al cumplir debidamente sus obligaciones en medio del mundo, en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen la unión con Cristo de su vida privada, sino que crezcan intensamente en esa unión realizando sus tareas en conformidad con la Voluntad de Dios». El trato con el Señor en la Sagrada Eucaristía, la participación en la Santa Misa -verdadero centro de la vida del cristiano-, la oración personal y la mortificación, que permite ese trato con Dios, tendrá unas manifestaciones concretas a la hora de realizar nuestros quehaceres, al relacionarnos con otras personas, creyentes o no, y al cumplir nuestros deberes cívicos y sociales. La savia no se ve, pero los frutos sí, y por el modo de comportarnos deberán reconocer a Cristo en nosotros: por la alegría, por la serenidad ante el dolor y las contrariedades, por la facilidad para disculpar los errores ajenos, por la exigencia en los propios deberes, por la sobriedad ejemplar en el uso de los bienes materiales, por el agradecimiento sincero ante los pequeños servicios de la convivencia diaria...
Si se descuidara esa honda unión con Dios, la eficacia apostólica con quienes nos relacionamos habitualmente se iría reduciendo hasta ser nula, y los frutos se tornarían amargos, indignos de ser presentados al Señor. «Entre aquellos mismos -señalaba San Pío X- a quienes les resulta una carga recogerse en su corazón (Jer 12, 11) o no quieren hacerlo, no faltan los que reconocen la consiguiente pobreza de su alma, y se excusan con el pretexto de que se entregaron totalmente al servicio de las almas. Pero se engañan. Habiendo perdido la costumbre de tratar con Dios, cuando hablan de Él a los hombres o dan consejos de vida cristiana, están totalmente vacíos del espíritu de Dios, de manera que la palabra del Evangelio parece como muerta en ellos». No es infrecuente entonces que -en el mejor de los casos- se den sólo consejos a ras de tierra, sin contenido sobrenatural, o doctrinas propias, cuando tenía que haberse dado la doctrina del Evangelio. Si se descuida el trato con Dios, la piedad personal, no se producen las obras que el Señor espera de cada cristiano. De la abundancia del corazón habla la boca; y si en el corazón no está Dios, ¿cómo podrán comunicar las palabras y la vida que de Él proceden? Examinemos hoy cómo es nuestra oración: la puntualidad en la hora fijada, el empeño por rechazarlas distracciones, el hacerla en el lugar más oportuno, la petición a la Virgen, a San José, al Angel Custodio para que nos ayuden a mantener un diálogo vivo y personal con el Señor, cómo nos concretamos algún propósito cada día, aunque sea pequeño... Examinemos también cómo es nuestro interés por vivir la presencia de Dios mientras caminamos por la calle, mientras trabajamos, en la familia..., y puntualicemos qué debemos rectificar, mejorar. Formulemos un propósito, quizá pequeño, pero concreto.
III. Así como el hombre que excluye de su vida a Dios se convierte en árbol enfermo con malos frutos, la sociedad que pretende desalojar a Dios de sus costumbres y de sus leyes produce males sin cuento y gravísimos daños para los ciudadanos que la integran. «Sin religión es imposible que sean buenas las costumbres de un Estado». Surge al mismo tiempo el fenómeno del laicismo, que quiere suplantar el honor debido a Dios y la moral basada en principios trascendentes, por ideales y normas de conducta meramente humanos, que acaban siendo infrahumanos. A la vez, tratan de relegar a Dios y a la Iglesia al interior de las conciencias y se ataca, con agresividad, a la Iglesia y al Papa, bien directamente o en personas o instituciones que son fieles a su Magisterio.
No es raro entonces que «donde el laicismo logra sustraer al hombre, a la familia y al Estado del influjo regenerador de Dios y de la Iglesia, aparezcan señales cada vez más evidentes y terribles de la corruptora falsedad del viejo paganismo. Cosa que sucede también en aquellas regiones en las que durante siglos brillaron los fulgores de la civilización cristiana». Esas señales producidas por la secularización son evidentes en muchos países, incluso de gran tradición y raigambre cristiana, donde progresa este proceso de secularización: divorcio, aborto, aumento alarmante del consumo de droga, incluso en niños y menores de edad, agresividad, desprecio de la moralidad pública... El hombre y la sociedad se deshumanizan y degradan cuando no tienen a Dios como Padre, lleno de amor, que sabe dar leyes para la misma conservación de la naturaleza humana y para que las personas encuentren su propia dignidad y alcancen el fin para el que fueron creadas.
Ante frutos tan amargos, los cristianos debemos responder con generosidad a la llamada recibida de Dios para ser sal y luz allí donde estamos, por pequeño que pueda ser o parecer el ámbito donde se desenvuelve nuestra vida. Debemos mostrar con hechos que el mundo es más humano, más alegre, más honesto, más limpio, cuando está más cerca de Dios. La vida más merece la pena ser vivida cuanto más informada esté por la luz de Cristo.
Jesús nos mueve continuamente a no permanecer inactivos, a no perder la más pequeña ocasión de dar un sentido más cristiano, más humano, a las personas y al ambiente en el que nos movemos. Al terminar nuestra oración nos preguntamos hoy: ¿qué puedo hacer yo en mi familia, en mi escuela, en la Universidad, en la oficina..., para que el Señor esté presente en esos lugares? Y pedimos a San José la firmeza de espíritu para llevar a Cristo a todas las realidades humanas. Miremos con fe el ejemplo de su vida, de la que se «desprende la gran personalidad humana de José: en ningún momento se nos aparece como un hombre apocado o asustado ante la vida; al contrario, sabe enfrentarse con los problemas, salir adelante en las situaciones difíciles, asumir con responsabilidad e iniciativa las tareas que se le encomiendan».
Con la gracia de Dios y la intercesión del Santo Patriarca, nos esforzaremos con constancia para dar fruto abundante, en el lugar donde Dios nos ha puesto.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Cirilo de Alejandría, obispo y doctor de la Iglesia

BENEDICTO XVI   AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 3 de octubre de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
También hoy, continuando nuestro camino siguiendo las huellas de los Padres de la Iglesia, nos encontramos con una gran figura:  san Cirilo de Alejandría. Vinculado a la controversia cristológica que llevó al concilio de Éfeso del año 431 y último representante de relieve de la tradición alejandrina, san Cirilo fue definido más tarde en el Oriente griego como "custodio de la exactitud" —que quiere decir custodio de la verdadera fe— e incluso como "sello de los Padres". Estas antiguas expresiones manifiestan muy bien un dato que, de hecho, es característico de Cirilo, es decir, la constante referencia del obispo de Alejandría a los autores eclesiásticos precedentes (entre éstos sobre todo a Atanasio) con el objetivo de mostrar la continuidad de la propia teología con la tradición. Se insertó voluntaria y explícitamente en la tradición de la Iglesia, en la que reconocía la garantía de continuidad con los Apóstoles y con Cristo mismo.
Venerado como santo tanto en Oriente como en Occidente, en 1882 san Cirilo fue proclamado doctor de la Iglesia por el Papa León XIII, quien al mismo tiempo atribuyó el mismo título a otro importante representante de la patrística griega:  san Cirilo de Jerusalén. Se revelaron así la atención y el amor por las tradiciones cristianas orientales de aquel Papa, que después proclamó también doctor de la Iglesia a san Juan Damasceno, mostrando así que tanto la tradición oriental como la occidental expresan la doctrina de la única Iglesia de Cristo.
Nos han llegado muy pocas noticias sobre la vida de san Cirilo antes de su elección a la importante sede de Alejandría. Cirilo, sobrino de Teófilo, que desde el año 385 rigió como obispo, con mano firme y prestigio, la diócesis de Alejandría, nació probablemente en esa misma metrópoli egipcia entre el año 370 y el 380. Pronto se encaminó hacia la vida eclesiástica y recibió una buena educación, tanto cultural como teológica. En el año 403 se encontraba en Constantinopla siguiendo a su poderoso tío y allí participó en el Sínodo conocido con el nombre de la Encina, que depuso al obispo de la ciudad, Juan (después conocido como Crisóstomo), registrando así el triunfo de la sede de Alejandría sobre su rival tradicional, Constantinopla, donde residía el emperador. Tras la muerte de su tío Teófilo, Cirilo, que aún era joven, fue elegido en el año 412 obispo de la influyente Iglesia de Alejandría, gobernándola con gran firmeza durante treinta y dos años, tratando siempre de afirmar el primado en todo el Oriente, fortalecido asimismo por los vínculos tradicionales con Roma.
Dos o tres años después, en el 417 ó 418, el obispo de Alejandría dio pruebas de realismo al recomponer la ruptura de la comunión con Constantinopla, que persistía ya desde el año 406 tras la deposición de san Juan Crisóstomo. Pero el antiguo contraste con la sede de Constantinopla volvió a encenderse diez años después, cuando en el año 428 fue elegido obispo Nestorio, un prestigioso y severo monje de formación antioquena. El nuevo obispo de Constantinopla suscitó pronto oposiciones, pues en su predicación prefería para María el título de "Madre de Cristo" (Christotokos), en lugar del de "Madre de Dios" (Theotokos), ya entonces muy querido por la devoción popular.
El motivo de esta decisión del obispo Nestorio era su adhesión a la cristología de la tradición antioquena que, para salvaguardar la importancia de la humanidad de Cristo, acababa afirmando su separación de la divinidad. De este modo no era ya verdadera la unión entre Dios y el hombre en Cristo y, por tanto, ya no se podía hablar de "Madre de Dios".
La reacción de Cirilo —entonces máximo exponente de la cristología de Alejandría, que subrayaba con fuerza la unidad de la persona de Cristo— fue casi inmediata y se desplegó con todos los medios ya a partir del año 429, enviando también algunas cartas al mismo Nestorio. En la segunda misiva (PG 77, 44-49) que le envió Cirilo, en febrero del 430, leemos una clara afirmación del deber de los pastores de preservar la fe del pueblo de Dios. Este era su criterio, por lo demás válido también para hoy:  la fe del pueblo de Dios es expresión de la tradición, es garantía de la sana doctrina. Escribe estas líneas a Nestorio:  "Es necesario exponer al pueblo la enseñanza y la interpretación de la fe de la manera más irreprensible y recordar que quien escandaliza aunque sea a uno solo de los pequeños que creen en Cristo padecerá un castigo intolerable".
En la misma carta a Nestorio —misiva que más tarde, en el año 451, sería aprobada por el concilio de Calcedonia, cuarto concilio ecuménico—, Cirilo describe con claridad su fe cristológica:  "Siendo distintas las naturalezas que se unieron en esta unidad verdadera, de ambas resultó un solo Cristo, un solo Hijo:  no en el sentido de que la diversidad de las naturalezas quedara eliminada por esta unión, sino que la divinidad y la humanidad completaron para nosotros al único Señor Jesucristo e Hijo con su inefable e inexpresable conjunción en la unidad".
Y esto es importante:  realmente la verdadera humanidad y la verdadera divinidad se unen en una sola Persona, nuestro Señor Jesucristo. Por ello, sigue diciendo el obispo de Alejandría, "profesamos un solo Cristo y Señor, no en el sentido de que adoramos al hombre junto con el Logos, para no insinuar la idea de la separación diciendo "junto", sino en el sentido de que adoramos a uno solo y al mismo, pues su cuerpo no es algo ajeno al Logos, con el que está sentado a la diestra del Padre. No están sentados a su lado dos hijos, sino uno solo unido con la propia carne".
Muy pronto el obispo de Alejandría, gracias a agudas alianzas, logró que Nestorio fuera condenado repetidamente:  por parte de la sede romana con una serie de doce anatematismos redactados por él mismo y, finalmente, por el concilio de Éfeso, en el año 431, el tercer concilio ecuménico. La asamblea, que se desarrolló con vicisitudes tumultuosas, concluyó con el primer gran triunfo de la devoción a María y con el exilio del obispo de Constantinopla que no quería reconocer a la Virgen el título de "Madre de Dios", a causa de una cristología equivocada, que ponía división en el mismo Cristo. Ahora bien, después de haber prevalecido de este modo sobre el rival y su doctrina, san Cirilo supo alcanzar ya en el año 433 una fórmula teológica de compromiso y de reconciliación con los de Antioquía. Y esto también es significativo:  por una parte se da la claridad de la doctrina de la fe, pero, por otra, la intensa búsqueda de la unidad y de la reconciliación. En los años siguientes se dedicó con todos los medios a defender y aclarar su posición teológica hasta la muerte, acaecida el 27 de junio del año 444.
Los escritos de san Cirilo —verdaderamente muy numerosos y difundidos ampliamente incluso en diferentes traducciones latinas y orientales ya durante su vida, prueba de su éxito inmediato—, son de importancia primaria para la historia del cristianismo. Son importantes sus comentarios a muchos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, entre los que destaca todo el Pentateuco, Isaías, los Salmos y los evangelios de san Juan y de san Lucas. Son de gran importancia también sus muchas obras doctrinales, en las que aparece continuamente la defensa de la fe trinitaria contra las tesis arrianas y contra las de Nestorio. La base de la enseñanza de san Cirilo es la tradición eclesiástica y, en particular, como he mencionado, los escritos de san Atanasio, su gran predecesor en la sede de Alejandría. Entre los otros escritos de san Cirilo hay que recordar finalmente los libros Contra Juliano, última gran respuesta a las polémicas anticristianas, dictada por el obispo de Alejandría probablemente en los últimos años de su vida para replicar a la obra Contra los galileos, compuesta muchos años antes, en el año 363, por el emperador que fue llamado el Apóstata por haber abandonado el cristianismo en el que había sido educado.
La fe cristiana es ante todo encuentro con Jesús, "una Persona que da un nuevo horizonte a la vida" (Deus caritas est, 1). San Cirilo de Alejandría fue un incansable y firme testigo de Jesucristo, Verbo de Dios encarnado, subrayando sobre todo la unidad, como repite en el año 433, en la primera carta (PG 77, 228-237) al obispo Sucenso:  "Uno solo es el Hijo, uno solo el Señor Jesucristo, ya sea antes de la encarnación ya después de la encarnación. En efecto, no era un Hijo el Logos nacido de Dios Padre, y otro el nacido de la santísima Virgen; sino que creemos que precisamente Aquel que existe antes de los tiempos nació también según la carne de una mujer". Esta afirmación, más allá de su significado doctrinal, muestra que la fe en Jesús Logos nacido del Padre está también muy arraigada en la historia, pues, como afirma san Cirilo, este mismo Jesús entró en el tiempo al nacer de María, la Theotokos, y estará siempre con nosotros, según su promesa. Y esto es importante:  Dios es eterno, nació de una mujer y sigue con nosotros cada día. En esta confianza vivimos, en esta confianza encontramos el camino de nuestra vida.