Viernes de la semana 32 de tiempo ordinario; año impar
El sentido cristiano de la muerte
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Como sucedió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del hombre: comían, bebían y se casaban, hasta el día que Noé entró en el arca; entonces llegó el diluvio y acabó con todos. Lo mismo sucedió en tiempos de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, sembraban, construían; pero el día que Lot salió de Sodoma, llovió fuego y azufre del cielo y acabó con todos. Así sucederá el día que se manifieste el Hijo del hombre. Aquel día, si uno está en la azotea y tiene sus cosas en casa, que no baje por ellas; si uno está en el campo, que no vuelva. Acordaos de la mujer de Lot. El que pretenda guardarse su vida la perderá; y el que la pierda la recobrará. Os digo esto: aquella noche estarán dos en una cama: a uno se lo llevarán y al otro lo dejarán; estarán dos moliendo juntas: a una se la llevarán y a la otra la dejarán.» Ellos le preguntaron: -«¿Dónde, Señor?» Él contestó: -«Donde se reúnen los buitres, allí está el cuerpo»” (Lucas, 17,26-37).
I. San Pablo escribe a los primeros cristianos de Tesalónica: Porque vosotros sabéis muy bien que como el ladrón en la noche, así vendrá el día del Señor (1 Tesalónica). Es una llamada más a la vigilancia, a no vivir de espaldas a esa jornada definitiva –el día del Señor- en la que por fin veremos cara a cara a Dios. En algunos ambientes no es fácil hoy hablar de la muerte. Sin embargo es el acontecimiento que ilumina la vida, y la Iglesia nos invita a meditarlo; precisamente para que no nos encuentre desprevenidos. El modo pagano de pensar y de vivir lleva a muchos a vivir de espaldas a esta realidad, en lugar de verla como lo que en realidad es, la llave de la felicidad plena; se la ve como el fin del bienestar que tanto cuesta amasar aquí abajo. Para el cristiano, la muerte es el final de una corta peregrinación y la llegada a la meta definitiva, para la que nos hemos preparado día a día (C. POZO, Teología del más allá), poniendo el alma en las tareas cotidianas. Con ellas y a través de ellas, nos hemos de ganar el Cielo.
II. Antes del pecado original no había muerte, tal y como hoy la conocemos con ese sentido doloroso y difícil con que tantas veces la hemos visto, quizá de cerca. Pero Jesucristo destruyó la muerte e iluminó la vida (2 Timoteo 1, 10), y gracias a Él, adquiere un sentido nuevo; se convierte en el paso a una Vida nueva. En Cristo se convierte en “amiga” y “hermana”. La muerte de los pecadores es pésima (Salmo 33, 22), afirma la Sagrada Escritura; en cambio, es preciosa, en la presencia de Dios, la muerte de los santos (Salmo 115, 15). Serán premiados por su fidelidad a Cristo, y hasta en lo más pequeño –hasta un vaso de agua dado por Cristo recibirá su recompensa (Mateo 10, 42). Sus buenas obras lo acompañan.
III. La muerte nos da grandes lecciones para la vida. Nos enseña a vivir con lo necesario, desprendidos de los bienes que usamos que habremos de dejar; a aprovechar bien cada día como si fuera el único; a decir muchas jaculatorias, a hacer muchos actos de amor al Señor y favores y pequeños servicios a los demás, a tratar a nuestro Ángel Custodio, a vencernos en el cumplimiento del deber, porque el Señor convertirá todos nuestros actos buenos en joyas preciosas para la eternidad (LEÓN X, Bula Exsurge Domine). Y después de haber dejado aquí frutos que perdurarán hasta la vida eterna, partiremos. Entonces podremos decir con el poeta: “-Dejó mi amor la orilla y en la corriente canta. –No volvió a la ribera que su amor era el agua” ( B. LLORENS, Secreta fuente).
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Santa Isabel de Hungría
Nació en 1207; los historiadores discuten sobre el lugar. Su padre era Andrés II, rico y poderoso rey de Hungría, el cual, para reforzar los vínculos políticos, se había casado con la condesa alemana Gertrudis de Andechs-Merano, hermana de santa Eduvigis, la cual era esposa del duque de Silesia. Isabel vivió en la corte húngara sólo los primeros cuatro años de su infancia, junto a una hermana y tres hermanos. Le gustaban los juegos, la música y la danza; rezaba con fidelidad sus oraciones y ya mostraba una atención especial por los pobres, a quienes ayudaba con una buena palabra o con un gesto afectuoso.
Su niñez feliz se interrumpió bruscamente cuando, de la lejana Turingia, llegaron unos caballeros para llevarla a su nueva sede en Alemania central. En efecto, según las costumbres de aquel tiempo, su padre había decidido que Isabel se convirtiera en princesa de Turingia. El landgrave o conde de aquella región era uno de los soberanos más ricos e influyentes de Europa a comienzos del siglo XIII, y su castillo era centro de magnificencia y de cultura. Pero detrás de las fiestas y de la aparente gloria se escondían las ambiciones de los príncipes feudales, con frecuencia en guerra entre sí y en conflicto con las autoridades reales e imperiales. En este contexto, el landgrave Hermann acogió de muy buen grado el noviazgo entre su hijo Luis y la princesa húngara. Isabel dejó su patria con una rica dote y un gran séquito, incluidas sus doncellas personales, dos de las cuales fueron amigas fieles hasta el final. Son ellas quienes nos han dejado valiosas informaciones sobre la infancia y la vida de la santa.
Tras un largo viaje llegaron a Eisenach, para subir después a la fortaleza de Wartburg, el recio castillo que domina la ciudad. Allí se celebró el compromiso entre Luis e Isabel. En los años sucesivos, mientras Luis aprendía el oficio de caballero, Isabel y sus compañeras estudiaban alemán, francés, latín, música, literatura y bordado. Pese a que el noviazgo se había decidido por motivos políticos, entre los dos jóvenes nació un amor sincero, animado por la fe y el deseo de hacer la voluntad de Dios. A la edad de 18 años, Luis, después de la muerte de su padre, comenzó a reinar en Turingia. Pero Isabel se convirtió en objeto de solapadas críticas, porque su modo de comportarse no correspondía a la vida de corte. Así, incluso la celebración del matrimonio no fue suntuosa y el dinero de los costes del banquete se dio en parte a los pobres. En su profunda sensibilidad, Isabel veía las contradicciones entre la fe profesada y la práctica cristiana. No soportaba componendas. Una vez, entrando en la iglesia en la fiesta de la Asunción, se quitó la corona, la puso ante la cruz y permaneció postrada en el suelo con el rostro cubierto. Cuando su suegra la reprendió por ese gesto, ella respondió: «¿Cómo puedo yo, criatura miserable, seguir llevando una corona de dignidad terrena, cuando veo a mi Rey Jesucristo coronado de espinas?». Se comportaba con sus súbditos del mismo modo que se comportaba delante de Dios. En las Declaraciones de las cuatro doncellas encontramos este testimonio: «No consumía alimentos si antes no estaba segura de que provenían de las propiedades y de los legítimos bienes de su marido. En cambio, se abstenía de los bienes conseguidos ilícitamente, y se preocupaba incluso por indemnizar a aquellos que habían sufrido violencia» (nn. 25 y 37). Un verdadero ejemplo para todos aquellos que ocupan cargos de mando: el ejercicio de la autoridad, a todos los niveles, debe vivirse como un servicio a la justicia y a la caridad, en la búsqueda constante del bien común.
Isabel practicaba asiduamente las obras de misericordia: daba de beber y de comer a quien llamaba a su puerta, proporcionaba vestidos, pagaba las deudas, se hacía cargo de los enfermos y enterraba a los muertos. Bajando de su castillo, a menudo iba con sus doncellas a las casas de los pobres, les llevaba pan, carne, harina y otros alimentos. Entregaba los alimentos personalmente y controlaba con atención los vestidos y las camas de los pobres. Cuando refirieron este comportamiento a su marido, este no sólo no se disgustó, sino que respondió a los acusadores: «Mientras no me venda el castillo, me alegro». En este contexto se sitúa el milagro del pan transformado en rosas: mientras Isabel iba por la calle con su delantal lleno de pan para los pobres, se encontró con su marido que le preguntó qué llevaba. Ella abrió el delantal y, en lugar de pan, aparecieron magníficas rosas. Este símbolo de caridad está presente muchas veces en las representaciones de santa Isabel.
Su matrimonio fue profundamente feliz: Isabel ayudaba a su esposo a elevar sus cualidades humanas a nivel sobrenatural, y él, en cambio, protegía a su mujer en su generosidad hacia los pobres y en sus prácticas religiosas. Cada vez más admirado de la gran fe de su esposa, Luis, refiriéndose a su atención por los pobres, le dijo: «Querida Isabel, es a Cristo a quien has lavado, alimentado y cuidado». Un testimonio claro de cómo la fe y el amor a Dios y al prójimo refuerzan la vida familiar y hacen todavía más profunda la unión matrimonial.
La joven pareja encontró apoyo espiritual en los Frailes Menores, que, desde 1222, se difundieron en Turingia. Entre ellos Isabel eligió a fray Rogelio (Rüdiger) como director espiritual. Cuando este le contó la historia de la conversión del joven y rico comerciante Francisco de Asís, Isabel se entusiasmó todavía más en su camino de vida cristiana. Desde aquel momento, siguió con más decisión aún a Cristo pobre y crucificado, presente en los pobres. Incluso cuando nació su primer hijo, al que siguieron después otros dos, nuestra santa no abandonó nunca sus obras de caridad. Además ayudó a los Frailes Menores a construir un convento en Halberstadt, del cual fray Rogelio se convirtió en superior. La dirección espiritual de Isabel pasó, así, a Conrado de Marburgo.
Una dura prueba fue el adiós a su marido, a finales de junio de 1227 cuando Luis IV se unió a la cruzada del emperador Federico II, recordando a su esposa que se trataba de una tradición para los soberanos de Turingia. Isabel respondió: «No te retendré. He entregado toda mi persona a Dios y ahora también tengo que darte a ti». Sin embargo, la fiebre diezmó las tropas y Luis cayó enfermo y murió en Otranto, antes de embarcarse, en septiembre de 1227, a la edad de veintisiete años. Isabel, al conocer la noticia, se afligió tanto que se retiró a la soledad, pero después, fortalecida por la oración y consolada por la esperanza de volver a verlo en el cielo, comenzó a interesarse de nuevo por los asuntos del reino. Pero la esperaba otra prueba: su cuñado usurpó el gobierno de Turingia, declarándose auténtico heredero de Luis y acusando a Isabel de ser una mujer devota incompetente para gobernar. La joven viuda, junto con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg y buscó un lugar donde refugiarse. Sólo dos de sus doncellas permanecieron a su lado, la acompañaron y confiaron a los tres hijos a los cuidados de los amigos de Luis. Peregrinando por las aldeas, Isabel trabajaba donde recibía acogida, asistía a los enfermos, hilaba y cosía. Durante este calvario, soportado con gran fe, con paciencia y entrega a Dios, algunos parientes, que le seguían siendo fieles y consideraban ilegítimo el gobierno de su cuñado, rehabilitaron su nombre. Así Isabel, a principios de 1228, pudo recibir una renta apropiada para retirarse en el castillo de la familia en Marburgo, donde vivía también su director espiritual Conrado. Fue él quien refirió al Papa Gregorio IX el siguiente hecho: «El viernes santo de 1228, poniendo las manos sobre el altar de la capilla de su ciudad, Eisenach, donde había acogido a los Frailes Menores, en presencia de algunos frailes y familiares, Isabel renunció a su propia voluntad y a todas las vanidades del mundo. Quería renunciar también a todas las posesiones, pero yo la disuadí por amor de los pobres. Poco después construyó un hospital, recogió a enfermos e inválidos y sirvió en su propia mesa a los más miserables y desamparados. Al reprenderla yo por estas cosas, Isabel respondió que de los pobres recibía una gracia especial y humildad» (Epistula magistri Conradi, 14-17).
Podemos descubrir en esta afirmación una cierta experiencia mística parecida a la que vivió san Francisco: en efecto, el Poverello de Asís declaró en su testamento que, sirviendo a los leprosos, lo que antes le resultaba amargo se transformó en dulzura del alma y del cuerpo (Testamentum, 1-3). Isabel pasó los últimos tres años de su vida en el hospital que ella misma había fundado, sirviendo a los enfermos, velando por los moribundos. Siempre trataba de realizar los servicios más humildes y los trabajos repugnantes. Se convirtió en lo que podríamos llamar una mujer consagrada en medio del mundo (soror in saeculo) y formó, con algunas de sus amigas, vestidas con hábitos grises, una comunidad religiosa. No es casualidad que sea patrona de la Tercera Orden Regular de San Francisco y de la Orden Franciscana Secular.
En noviembre de 1231 la atacaron fuertes fiebres. Cuando la noticia de su enfermedad se propagó, muchísima gente acudió a verla. Unos diez días después, pidió que se cerraran las puertas, para quedarse sola con Dios. En la noche del 17 de noviembre se durmió dulcemente en el Señor. Los testimonios de su santidad fueron tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde, el Papa Gregorio IX la proclamó santa y, el mismo año, fue consagrada la hermosa iglesia construida en su honor en Marburgo.
Queridos hermanos y hermanas, en la figura de santa Isabel vemos que la fe y la amistad con Cristo crean el sentido de la justicia, de la igualdad de todos, de los derechos de los demás, y crean el amor, la caridad. Y de esta caridad nace también la esperanza, la certeza de que Cristo nos ama y de que el amor de Cristo nos espera y así nos hace capaces de imitar a Cristo y de ver a Cristo en los demás. Santa Isabel nos invita a redescubrir a Cristo, a amarlo, a tener fe y de este modo a encontrar la verdadera justicia y el amor, así como la alegría de que un día estaremos inmersos en el amor divino, en el gozo de la eternidad con Dios.
Su niñez feliz se interrumpió bruscamente cuando, de la lejana Turingia, llegaron unos caballeros para llevarla a su nueva sede en Alemania central. En efecto, según las costumbres de aquel tiempo, su padre había decidido que Isabel se convirtiera en princesa de Turingia. El landgrave o conde de aquella región era uno de los soberanos más ricos e influyentes de Europa a comienzos del siglo XIII, y su castillo era centro de magnificencia y de cultura. Pero detrás de las fiestas y de la aparente gloria se escondían las ambiciones de los príncipes feudales, con frecuencia en guerra entre sí y en conflicto con las autoridades reales e imperiales. En este contexto, el landgrave Hermann acogió de muy buen grado el noviazgo entre su hijo Luis y la princesa húngara. Isabel dejó su patria con una rica dote y un gran séquito, incluidas sus doncellas personales, dos de las cuales fueron amigas fieles hasta el final. Son ellas quienes nos han dejado valiosas informaciones sobre la infancia y la vida de la santa.
Tras un largo viaje llegaron a Eisenach, para subir después a la fortaleza de Wartburg, el recio castillo que domina la ciudad. Allí se celebró el compromiso entre Luis e Isabel. En los años sucesivos, mientras Luis aprendía el oficio de caballero, Isabel y sus compañeras estudiaban alemán, francés, latín, música, literatura y bordado. Pese a que el noviazgo se había decidido por motivos políticos, entre los dos jóvenes nació un amor sincero, animado por la fe y el deseo de hacer la voluntad de Dios. A la edad de 18 años, Luis, después de la muerte de su padre, comenzó a reinar en Turingia. Pero Isabel se convirtió en objeto de solapadas críticas, porque su modo de comportarse no correspondía a la vida de corte. Así, incluso la celebración del matrimonio no fue suntuosa y el dinero de los costes del banquete se dio en parte a los pobres. En su profunda sensibilidad, Isabel veía las contradicciones entre la fe profesada y la práctica cristiana. No soportaba componendas. Una vez, entrando en la iglesia en la fiesta de la Asunción, se quitó la corona, la puso ante la cruz y permaneció postrada en el suelo con el rostro cubierto. Cuando su suegra la reprendió por ese gesto, ella respondió: «¿Cómo puedo yo, criatura miserable, seguir llevando una corona de dignidad terrena, cuando veo a mi Rey Jesucristo coronado de espinas?». Se comportaba con sus súbditos del mismo modo que se comportaba delante de Dios. En las Declaraciones de las cuatro doncellas encontramos este testimonio: «No consumía alimentos si antes no estaba segura de que provenían de las propiedades y de los legítimos bienes de su marido. En cambio, se abstenía de los bienes conseguidos ilícitamente, y se preocupaba incluso por indemnizar a aquellos que habían sufrido violencia» (nn. 25 y 37). Un verdadero ejemplo para todos aquellos que ocupan cargos de mando: el ejercicio de la autoridad, a todos los niveles, debe vivirse como un servicio a la justicia y a la caridad, en la búsqueda constante del bien común.
Isabel practicaba asiduamente las obras de misericordia: daba de beber y de comer a quien llamaba a su puerta, proporcionaba vestidos, pagaba las deudas, se hacía cargo de los enfermos y enterraba a los muertos. Bajando de su castillo, a menudo iba con sus doncellas a las casas de los pobres, les llevaba pan, carne, harina y otros alimentos. Entregaba los alimentos personalmente y controlaba con atención los vestidos y las camas de los pobres. Cuando refirieron este comportamiento a su marido, este no sólo no se disgustó, sino que respondió a los acusadores: «Mientras no me venda el castillo, me alegro». En este contexto se sitúa el milagro del pan transformado en rosas: mientras Isabel iba por la calle con su delantal lleno de pan para los pobres, se encontró con su marido que le preguntó qué llevaba. Ella abrió el delantal y, en lugar de pan, aparecieron magníficas rosas. Este símbolo de caridad está presente muchas veces en las representaciones de santa Isabel.
Su matrimonio fue profundamente feliz: Isabel ayudaba a su esposo a elevar sus cualidades humanas a nivel sobrenatural, y él, en cambio, protegía a su mujer en su generosidad hacia los pobres y en sus prácticas religiosas. Cada vez más admirado de la gran fe de su esposa, Luis, refiriéndose a su atención por los pobres, le dijo: «Querida Isabel, es a Cristo a quien has lavado, alimentado y cuidado». Un testimonio claro de cómo la fe y el amor a Dios y al prójimo refuerzan la vida familiar y hacen todavía más profunda la unión matrimonial.
La joven pareja encontró apoyo espiritual en los Frailes Menores, que, desde 1222, se difundieron en Turingia. Entre ellos Isabel eligió a fray Rogelio (Rüdiger) como director espiritual. Cuando este le contó la historia de la conversión del joven y rico comerciante Francisco de Asís, Isabel se entusiasmó todavía más en su camino de vida cristiana. Desde aquel momento, siguió con más decisión aún a Cristo pobre y crucificado, presente en los pobres. Incluso cuando nació su primer hijo, al que siguieron después otros dos, nuestra santa no abandonó nunca sus obras de caridad. Además ayudó a los Frailes Menores a construir un convento en Halberstadt, del cual fray Rogelio se convirtió en superior. La dirección espiritual de Isabel pasó, así, a Conrado de Marburgo.
Una dura prueba fue el adiós a su marido, a finales de junio de 1227 cuando Luis IV se unió a la cruzada del emperador Federico II, recordando a su esposa que se trataba de una tradición para los soberanos de Turingia. Isabel respondió: «No te retendré. He entregado toda mi persona a Dios y ahora también tengo que darte a ti». Sin embargo, la fiebre diezmó las tropas y Luis cayó enfermo y murió en Otranto, antes de embarcarse, en septiembre de 1227, a la edad de veintisiete años. Isabel, al conocer la noticia, se afligió tanto que se retiró a la soledad, pero después, fortalecida por la oración y consolada por la esperanza de volver a verlo en el cielo, comenzó a interesarse de nuevo por los asuntos del reino. Pero la esperaba otra prueba: su cuñado usurpó el gobierno de Turingia, declarándose auténtico heredero de Luis y acusando a Isabel de ser una mujer devota incompetente para gobernar. La joven viuda, junto con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg y buscó un lugar donde refugiarse. Sólo dos de sus doncellas permanecieron a su lado, la acompañaron y confiaron a los tres hijos a los cuidados de los amigos de Luis. Peregrinando por las aldeas, Isabel trabajaba donde recibía acogida, asistía a los enfermos, hilaba y cosía. Durante este calvario, soportado con gran fe, con paciencia y entrega a Dios, algunos parientes, que le seguían siendo fieles y consideraban ilegítimo el gobierno de su cuñado, rehabilitaron su nombre. Así Isabel, a principios de 1228, pudo recibir una renta apropiada para retirarse en el castillo de la familia en Marburgo, donde vivía también su director espiritual Conrado. Fue él quien refirió al Papa Gregorio IX el siguiente hecho: «El viernes santo de 1228, poniendo las manos sobre el altar de la capilla de su ciudad, Eisenach, donde había acogido a los Frailes Menores, en presencia de algunos frailes y familiares, Isabel renunció a su propia voluntad y a todas las vanidades del mundo. Quería renunciar también a todas las posesiones, pero yo la disuadí por amor de los pobres. Poco después construyó un hospital, recogió a enfermos e inválidos y sirvió en su propia mesa a los más miserables y desamparados. Al reprenderla yo por estas cosas, Isabel respondió que de los pobres recibía una gracia especial y humildad» (Epistula magistri Conradi, 14-17).
Podemos descubrir en esta afirmación una cierta experiencia mística parecida a la que vivió san Francisco: en efecto, el Poverello de Asís declaró en su testamento que, sirviendo a los leprosos, lo que antes le resultaba amargo se transformó en dulzura del alma y del cuerpo (Testamentum, 1-3). Isabel pasó los últimos tres años de su vida en el hospital que ella misma había fundado, sirviendo a los enfermos, velando por los moribundos. Siempre trataba de realizar los servicios más humildes y los trabajos repugnantes. Se convirtió en lo que podríamos llamar una mujer consagrada en medio del mundo (soror in saeculo) y formó, con algunas de sus amigas, vestidas con hábitos grises, una comunidad religiosa. No es casualidad que sea patrona de la Tercera Orden Regular de San Francisco y de la Orden Franciscana Secular.
En noviembre de 1231 la atacaron fuertes fiebres. Cuando la noticia de su enfermedad se propagó, muchísima gente acudió a verla. Unos diez días después, pidió que se cerraran las puertas, para quedarse sola con Dios. En la noche del 17 de noviembre se durmió dulcemente en el Señor. Los testimonios de su santidad fueron tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde, el Papa Gregorio IX la proclamó santa y, el mismo año, fue consagrada la hermosa iglesia construida en su honor en Marburgo.
Queridos hermanos y hermanas, en la figura de santa Isabel vemos que la fe y la amistad con Cristo crean el sentido de la justicia, de la igualdad de todos, de los derechos de los demás, y crean el amor, la caridad. Y de esta caridad nace también la esperanza, la certeza de que Cristo nos ama y de que el amor de Cristo nos espera y así nos hace capaces de imitar a Cristo y de ver a Cristo en los demás. Santa Isabel nos invita a redescubrir a Cristo, a amarlo, a tener fe y de este modo a encontrar la verdadera justicia y el amor, así como la alegría de que un día estaremos inmersos en el amor divino, en el gozo de la eternidad con Dios.
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