Viernes de la semana 31 de tiempo ordinario; año impar
Rezar por los difuntos
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Un hombre rico tenía un administrador y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: "¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido." El administrador se puso a echar sus cálculos: "¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa." Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero: "¿Cuánto debes a mi amo?" Éste respondió: "Cien barriles de aceite." El le dijo: "Aquí está tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta." Luego dijo a otro: "Y tú, ¿cuánto debes?" Él contestó: "Cien fanegas de trigo." Le dijo: "Aquí está tu recibo, escribe ochenta." Y el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que habla procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz» (Lucas 16,1-8).
I. En este mes de Noviembre, la Iglesia, como buena Madre, multiplica los sufragios por las almas del Purgatorio y nos invita a meditar sobre el sentido de la vida a la luz de nuestro fin último: la vida eterna, a la que nos encaminamos deprisa. La liturgia nos recuerda que a las almas que se purifican en el Purgatorio llega el amor de sus hermanos de la tierra, que se puede merecer por ellas, y acortar esa espera del Cielo. La muerte no destruye la comunidad fundada por el Señor, sino que la perfecciona. La unión en Cristo es más fuerte que la separación corporal, porque el Espíritu Santo es un poderoso vínculo de unión entre los cristianos. En la Santa Misa hay un lugar fijo para recomendar a Dios nuestros difuntos. Esta verdad –la de poder interceder por quienes nos precedieron-, fue declarada solemnemente como verdad de fe en el II CONCILIO DE LYON (Profesión de fe de Miguel Paleólogo, Dezinger 464). Examinemos hoy cómo es nuestra oración por los difuntos: es una gran obra de misericordia muy grata al Señor.
II. Aunque nuestros pecados se perdonan en la Confesión sacramental, subsiste un reato, o resto, de pena, que ha de repararse en esta vida con el cumplimiento de la penitencia impuesta en la Confesión, de otras buenas obras, o mediante las indulgencias concedidas por la Iglesia. El alma que sale de este mundo sin la debida reparación, o con pecados veniales y faltas de amor a Dios, deberá purificarse en el Purgatorio (S.C. PARA A DOCTRINA DE LA FE, Carta a los Obispos sobre algunas cuestiones referentes a la escatología), pues en el Cielo no puede entrar nada sucio (Apocalipsis 21, 27). Allí ya no se puede merecer y no pueden aumentar su amor a Dios, y solamente satisfacen por sus manchas o culpas. Y aunque hay un dolor inimaginable, existe la gran alegría de saberse confirmadas en gracia y destinadas a la felicidad eterna. Nosotros podemos merecer y ayudar a las almas que se preparan para entrar en el Cielo, principalmente con la Santa Misa, y con el Santo Rosario, el ofrecimiento de nuestras buenas obras, la enfermedad y el dolor.
III. Particular importancia en la ayuda que podemos prestar a las almas del Purgatorio tienen las indulgencias, plenarias o parciales, que pueden aplicarse como sufragio. Santo Tomás de Aquino (Suma Teológica) y otros teólogos nos enseñan que las almas del Purgatorio pueden acordarse de las personas queridas que dejaron en la tierra e interceder por ellas. No dejemos de acudir a ellas y seamos generosos con los sufragios que ofrecemos para acortar su entrada al Cielo.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San León Magno, papa y doctor de la Iglesia
La soberana personalidad de San León Magno es, en realidad, tan grandiosa, que apenas sabemos de él más datos —olvidados los de su infancia, educación y juventud— que los gigantes de su pontificado.
Debió nacer en los primeros años del siglo V o finales del anterior, época crucial y erizada de problemas, donde habían de brillar sus dotes excepcionales.
Parece que fue romano, (tusco le llama el Liber Pontificalis), y bien lo manifiesta el fervor con el que habla en sus discursos de aquella Roma imperial sublimada por el cristianismo, que llama su patria:
"La que era maestra del error se hizo discípula de la verdad... Y aunque, acumulando victorias, extendió por mar y tierra los derechos de su imperio, menos es lo que las bélicas empresas le conquistaron, que cuanto la paz cristiana le sometió. Y cuanto más tenazmente el demonio la tenía esclavizada, tanto es más admirable la libertad que le donó Jesucristo."
En el año 430 era ya arcediano de la iglesia papal, cargo que solía llevar la sucesión en el Pontificado. Y ya para entonces eran admiradas su sabiduría teológica, su elocuencia magnificente y su diplomacia habilísima.
En una legación a las Galias donde se preparaba la infecunda victoria de los Campos Cataláunicos sobre las hordas de Atila, le sorprendió la muerte del papa San Sixto III y su elevación al trono pontificio, acogida con grandes aclamaciones por el pueblo romano. Era el 29 de septiembre del 440.
Puso mano inmediatamente a la restauración de la disciplina eclesiástica, al fomento del culto católico y la liturgia, y a la enseñanza de los dogmas y su defensa, con tanta elocuencia y sabiduría como nos lo demuestran los discursos y cartas que de él conservamos.
La carta XV fue escrita a Santo Toribio de Astorga, que le consultó el modo de obrar con los herejes priscilianistas.
Aquellos días de San León Magno eran tan agitados y trágicos en la cristiandad, con violentas polémicas y herejías internas, como en el exterior, combatidos ambos imperios de Oriente y Occidente por las terribles invasiones de los bárbaros del Norte. En ambas situaciones la figura del Pontífice es soberana, grandiosa y eficaz.
Ecos de las herejías que desembocaron en Nestorio y fueron condenadas en Efeso, eran las de Eutiques, que sucumbían al error contrario. Si Nestorio afirmaba que en Cristo había dos personas distintas, la humana y la del Verbo divino, que habitaba en el hombre como en un templo, y la unidad divina y humana no era mayor, según él, que la del esposo y la esposa unidos en una carne, Eutiques ponía en Jesucristo tal unidad que la persona humana estaba absorbida, fundida, convertida en la divina, quedando después de la unión solamente una naturaleza: es lo que se llamaba el monofisitismo.
Agriando polémicas y rivalidades de Alejandría y Constantinopla, la disputa se envenenó, y por añadidura se hizo intervenir en ella a las potestades civiles de los emperadores, entonces ya no poco entremetidos en los asuntos eclesiásticos.
Estalló violenta la cuestión en un sínodo celebrado en Efeso el año 449. Ya el año anterior, en un sínodo regional convocado por Dióscoro, patriarca de Alejandría, hizo una razonada acusación contra Eutiques el docto y bravo obispo Eusebio de Dorilea. Un poco rezagado se presentó al fin Eutiques. Era archimandrita o superior de un gran monasterio cercano a la metrópoli: vino rodeado de muchos de sus 300 monjes y de soldados de la corte imperial.
Fue condenado, pero no se sometió: promovieron algaradas, llenaron la ciudad de pasquines y apelaron al Papa, primero Eutiques con Dióscoro, sucesor de San Cirilo de Alejandría, que con su ciencia y prestigio pudiera haber zanjado la cuestión. Luego se les une el eunuco Crisafio, favorito del emperador, y destierran al patriarca Flaviano, que a duras penas logró enviar también su informe al Papa, que hábilmente demoraba la respuesta para ganar tiempo e informarse. Escribió muy hábiles cartas a Eutiques, al mismo emperador, prometiendo un dictamen, que al fin fue la famosa Carta dogmática a Flaviano, de 13 de junio de 449, Magnífico y definitivo estudio teológico, que dejaba definida la cuestión y condenado el monofisitismo y afirmada la unión hipostática de las dos naturalezas en una sola persona divina.
No se aquietan los herejes ni los políticos. Convocan un nuevo sínodo en Efeso a los dos meses. El emperador impone la presidencia de Dióscoro y tiene como guardias armados a los monjes que acaudilla el fanático Bársumas. No se deja intervenir a los legados pontificios ni se lee la Epístola dogmática; son excluidos Flaviano y Eusebio, y, aterrados, votan la absolución de Eutiques 135 Padres conciliares.
Y aún no les basta: convocan nuevo Sínodo con mayores violencias: deponen al patriarca Flaviano y a Teodoreto de Ciro y Eusebio de Dorilea, defensores de la ortodoxia. Los ánimos se exaltan: alborotan los monjes, dan alaridos los herejes, arrastran los soldados al patriarca, llévanlo al destierro: a duras penas pueden huir los legados pontificios. Uno de ellos corre a San León Magno y le informa. También, antes de morir, Flaviano protesta ante el Pontífice.
León Magno escribe su epístola 93, en la que condena lo ocurrido y califica al sínodo de latrocinio efesiano, frase enérgica con la que pasó a la historia el inválido conciliábulo.
Intenta el Papa sosegar los ánimos; escribe a Teodosio II y a Pulqueria, emperadores de Oriente; procura la intervención de Valentiniano III, emperador de Occidente.
Pero con valor declara nulo cuanto se hiciera en los pasados sínodos, defiende a Flaviano y condena nuevamente las violencias de Dióscoro, que se apoyaba en Crisafio, favorito dominante del emperador.
La Providencia quiso remediar la situación y se vio clara la tragedia de los perseguidores de la recta doctrina. Crisafio, el eunuco, cayó en desgracia y fue ajusticiado, el emperador tuvo una caída mortal de su caballo. La emperatriz se casó con Marciano, hombre de paz que reprimió la audacia y violencias de los heresiarcas y llamó del destierro a los obispos perseguidos.
Inmediatamente escriben a San León Magno, haciéndole homenaje de admiración y obediencia, y le piden la convocación de un concilio ecuménico.
Realmente no hacía falta, respondió el Papa, puesto que ya la fe estaba definida en su Epístola dogmática. Pero accedió para mayor esplendor de la fe y solemne ratificación de sus definiciones: designó a sus legados, dos obispos y dos presbíteros, Lucencio, Pascasio, Basilio y Bonifacio. No admitió la legitimidad del patriarca Anatolio, entronizado en Constantinopla a la muerte de Flaviano, si antes no firmaba la sumisión a las decisiones papales; y dejó una presidencia subsidiaria a los emperadores para mantener el orden y prevenir los alborotos de los herejes. Se sometió el patriarca nuevo y asistió en la presidencia a los legados pontificios.
El concilio, IV de los ecuménicos, se congregó en Calcedonia en octubre del 451. Asistieron 630 padres conciliares, de ellos cinco occidentales, dos africanos y los demás orientales. Más los representantes del Pontífice.
Ya en la primera sesión se presentó altanero Dióscoro con quince egipcios de su herejía, y tuvo la audacia de acusar al Papa: latravit, dicen expresivamente las actas, ladró contra San León Magno, pidiendo su excomunión. Se levanta Eusebio de Dorilea y con enérgica y documentada elocuencia venera al Papa, acusa a Dióscoro, que, viéndose en evidencia y rechazado por la inmensa mayoría, prorrumpe con los suyos en denuestos e injurias y acusa de nestorianos a los mejores paladines de la fe. Y al momento la asamblea propone el enjuiciamiento de Dióscoro y sus adeptos.
Magnífica la segunda sesión, confesó la fe de Nicea, ratificó los doce anatemas de San Cirilo y, al terminar la lectura aclamada de la Epístola dogmática de San León Magno, prorrumpió en la famosa profesión de fe todo el Concilio.
—Esta es la fe católica. Pedro habló por boca de León: Petrus per Leonem locutus est.
Frase lapidaria que ha quedado como aclamación de la infalibilidad pontificia y acatamiento a su autoridad apostólica.
En las siguientes sesiones se condenó la herejía y la violencia de Dióscoro: el emperador le condenó al destierro, lo mismo que a Eutiques y los suyos.
Solemnísima fue la sesión sexta, con la presencia de los emperadores Marciano y Pulqueria. Se hizo solemne profesión de fe y de acatamiento al Papa. Marciano pronunció un discurso que había de emular al del emperador Constantino en el primer concilio universal, que fue el de Nicea: con elocuencia habló de la paz y de poner término a las discusiones y polémicas doctrinales. Con ello se daba por terminado el concilio y los legados papales se retiraban, Pero quiso Marciano que se aclararan algunos puntos personales y de disciplina. En mal hora, pues subrepticiamente se incluyó entre los 28 cánones uno que, indudablemente, parecía igualar las sedes de Roma y de Constantinopla. Llegadas las actas a Roma, protestaron los legados, y San León Magno solamente aprobó las decisiones dogmáticas y doctrinales.
Había salvado la fe ortodoxa con su autoridad, ciencia y prestigio San León Magno. Ahora le tocaba salvar a Roma.
Mientras acaba con sus aclamaciones el concilio de Calcedonia, ya por el norte de Italia avanzaban, entre incendios, matanzas y desolación, los bárbaros hunos acaudillados por el feroz Atila; las frases consabidas de que "donde pisaba su caballo no renacía la hierba" y de que era "el azote de Dios" vengador de la disolución y pecados del imperio lascivo y decadente, encierran una realidad absoluta.
Vencida la barrera del Rhin, atravesados los Alpes, cruzando el Po, ya acampaban junto a Mantua las hordas bárbaras. En Roma todo era confusión, terrores y gritos de pánico. Sólo había una esperanza: la elocuencia y valor del Papa.
Se puso en camino hacia el Norte: algún senador y cónsul le acompañaban, tímidos, a retaguardia.
Y el Pontífice intrépido, revestido de pontifical y llevando el cruzado báculo en sus manos, se presenta en el campamento mismo de Atila: le pide piedad y, más, le intima la paz. Estupefacto el bárbaro caudillo le escucha y le atiende y hasta ordena la retirada, ante el pasmo de bárbaros y romanos.
Apoteósico fue el recibimiento del liberador en Roma. Grandes solemnidades y pompas triunfales lo celebraron.
Y para memoria perenne hizo San León fundir la broncínea estatua de Júpiter que señoreaba el Capitolio y labrar con sus metales una estatua de San Pedro, que es la que hoy se venera con ósculos en su pie a la entrada de la basílica principal del Vaticano.
Pero Roma no había escarmentado: seguía la corrupción, los juegos lúbricos, los espectáculos indecorosos, los desmanes de lujo y de procacidad hasta en las mismas aulas imperiales.
San León se quejaba y auguraba nuevos castigos vindicadores de la divinal justicia.
En un sermón del día de San Pedro, que siempre lo predicaba con un imponente estilo, noble y elegante, se quejaba de que, aun en aquella romana solemnidad, asistían más gentes a las termas y anfiteatros que a la basílica pontifical. Y les aplicaba la execración amenazadora del profeta: "Señor, le habéis herido y no quiso enterarse; le habéis triturado a tribulaciones, y no entiende la advertencia del castigo".
Y no se hizo esperar la nueva y más tremenda catástrofe.
Ahora venía del Sur: eran los vándalos terribles, cuyo nombre aún se repite como expresión de bárbaras mortandades y humeantes ruinas. Devastada el Africa de San Agustín, ocupadas las islas periféricas, desembarcados en la misma Italia, avanzaban sembrando la desolación y la muerte.
Pánico en Roma: desbandadas fugitivas encabezadas por el emperador Patronio Máximo, que asesinó a Valentiniano III y forzó a su viuda Eudoxia a unirse con él en apresurado matrimonio. Nada extraño que ella, desesperada, llamara al vándalo Genserico, ofreciéndole a Roma con sus puertas desguarnecidas.
No dio tiempo al Pontífice a salirle al encuentro como a Atila; pero aún pudo presentarse al invasor y rogarle que, al menos, respetara las vidas y no incendiara la urbe. Así lo concedió; pero en quince días que duró la invasión es incalculable el número de atropellos, saqueos, depredaciones y desmanes que saciaron la voracidad y fiereza de aquellos vándalos. Era la primavera del 455: en su retirada se llevó cautivas a la emperatriz y sus hijas.
Los seis años que aún le quedaban de vida y pontificado los empleó el gran Papa en restaurar las ruinas y continuar su obra de disciplina y apostolado. Primeramente aún tuvo el rasgo de enviar sus presbíteros y limosnas al Africa desolada. Y en Roma predicó la caridad, más aún con sus crecidas limosnas que con sus sermones apremiantes.
Luego su labor de restauración de las tres grandes basílicas romanas y la erección de nuevos templos, dotándolos de vasos y ornamentos sagrados, y puso guardas fijos en los sepulcros de San Pedro y de San Pablo, que la ferocidad de los tiempos profanaba y saqueaba.
Celebraba con mayestática devoción las funciones litúrgicas y dejó su impronta en la misa, según recuerda el Liber Pontificalis, añadiendo palabras venerandas, como el Hostiam sanctam... rationabile sacrificium, y, sobre todo, no pocas oraciones, que, aun hoy, revelan en grandes festividades su intervención, estilo y sapiencia teológica.
Predicaba en las solemnes festividades, y aún se recuerdan, intercalados en el Breviario que diariamente rezan los sacerdotes, fragmentos de sus homilías y panegíricos, que admiran por el cursus o ritmo cadencioso y sonoro de su retórica prosa, siempre densa de majestad y doctrina. Sus 96 sermones y 143 cartas que nos han quedado son el broncíneo monumento que se erigió como Pontífice máximo.
El 10 de noviembre del 461 murió santamente. Había amplificado el culto, definido la fe, exaltado el primado pontificio en la universal Iglesia, hasta reconocido en las más famosas del Oriente, salvado a Roma incólume una vez, sin sangre y llamas otra. Subía el gran doctor a la Iglesia celestial, mientras la terrena iba a sufrir los desgarramientos e incursiones que abrían los tiempos de la más fervorosa cristiandad del Medievo.
JOSÉ ARTERO
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