Sábado de la semana 29 de tiempo ordinario; año impar
La higuera estéril
“En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.» Y les dijo esta parábola: -«Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: "Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde? Pero el viñador contestó: "Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas"»” (Lucas 13,1-9).
I. En el Evangelio de la Misa de hoy (Lucas 13, 6-9) se habla de la higuera que año tras año no daba fruto a pesar de los cuidados que le prodigaba su dueño. La higuera representa a aquel que permanece improductivo (Jeremías 8, 13) de cara a Dios. El Señor nos ha colocado en el mejor lugar, donde podemos dar frutos según las propias condiciones y gracias recibidas, y hemos sido objeto de los mayores cuidados del más experto viñador desde el mismo momento de nuestra concepción: Nos dio un Ángel Custodio para que nos protegiera, la gracia inmensa del Bautismo, se nos dio Él mismo como alimento en la Sagrada Comunión, incontables gracias y favores del Espíritu Santo. Sin embargo es posible que el Señor encuentre en nuestra vida pocos frutos, y a pesar de todo, vuelve una y otra vez con nuevos cuidados: Es la paciencia de Dios (2 Pedro 3, 9). El Señor no da nunca a nadie por perdido, confía en nosotros, aunque no siempre hayamos respondido a sus esperanzas.
II. Cada persona tiene una vocación particular, y toda vida que no responde a ese designio divino se pierde. El Señor espera correspondencia a tantos desvelos, a tantas gracias concedidas, aunque nunca podrá haber paridad entre lo que damos y lo que recibimos. Sin embargo, con la gracia sí que podemos ofrecerle cada día muchos frutos de amor: de caridad, de apostolado, de trabajo bien hecho. Examinemos en nuestra oración: si tuviéramos que presentarnos ahora delante de Dios, ¿nos encontraríamos alegres, con las manos llenas de frutos para ofrecer a nuestro Padre? Aprovechemos hoy para hacer propósitos firmes. “Dios nos concede quizá un año más para servirle. No pienses en cinco, ni en dos. Fíjate sólo en éste: en uno, en el que hemos comenzado...” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios), en el que está por terminar.
III. Dios quiere de nosotros no apariencias de frutos, sino realidades que permanecerán más allá de este mundo: personas que hemos acercado a la Confesión, horas de trabajo terminadas con hondura profesional y rectitud de intención, pequeñas mortificaciones, vencimientos en el estado de ánimo, orden, alegría, pequeños servicios a los demás. También invoquemos la paciencia divina que el Señor ha tenido con nosotros, para otras personas que quizá, con una constancia de años, pretendemos que se acerquen a Jesús. Nuestra Madre nos alcanzará la gracia abundante que necesita nuestra alma para dar más frutos y la que precisan nuestros familiares y amigos para que aceleren el paso hacia su Hijo, que los espera.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Santos Simón y Judas, apóstoles
Pocas cosas sabemos con certeza de estos dos Apóstoles que hoy celebra la Iglesia.
El nombre de Simón figura en el undécimo lugar en la lista de los Apóstoles. Lo único que sabemos de él es que era de Caná y que se le daba el apodo de «Zelotes» o «Celoso».
Judas, por sobrenombre Tadeo, es aquel Apóstol que en la última Cena preguntó al Señor por qué se manifestaba a los discípulos y no al mundo. (Juan 14, 22).
La liturgia romana, a diferencia de la de los orientales, conmemora el mismo día, juntamente, a estos dos Apóstoles.
En tiempos de Jesucristo había muchos grupos de matiz religioso-político y uno de éstos era el de Simón, de aquí el sobrenombre con que se le conoce. Simón ardía de celo por la religión judía y luchaba con todas sus fuerzas por echar de encima el yugo del dominio extranjero. Quizá era un poco parecido a Saulo en su celo por las leyes y costumbres de Israel.
Parece que era de temperamento fogoso, ardiente y que deseaba que todos pensaran como él. Pero llegó un día la gracia hasta él y el Maestro lo llamó a que le siguiera y, él, dejándolo todo, le siguió incondicionalmente. Desde entonces para distinguirlo de Simón Pedro le llamarán Simón el Zelotes. Es del Apóstol que menos datos fideldignos conservamos.
Simón el Zelotes ha entrado en el camino de la humildad. Su nombre y los rastros de su vida se pierden ya. Seguro que estuvo presente en todos los grandes acontecimientos de nuestra fe. Jesucristo lo amó entrañablemente y siguió la misma suerte que los demás Apóstoles. Estaba presente el día de Pentecostés y quedó lleno del Espíritu Santo. Lleno de aquel fuego abrasador salió por los mundos para predicar a Jesucristo. La tradición dice que recorrió varios países, especialmente Mesopotamia y Persia, donde murió mártir de Jesucristo.
De San Judas ya sabemos algo más, aunque sea poco. Era pariente del Señor y se le denomina siempre con el nombre de Tadeo «o no el traidor» para distinguirlo del Iscariote o el traidor.
Tadeo significa «el firme», «el valiente», «el esforzado». Como familiar de Cristo, le conoce a fondo. Quizá ya vivía con Jesús antes de comenzar el apostolado. En el corazón de Judas arde el fuego apostólico ya antes de ser enviado por el Maestro a predicar el Evangelio y antes de que venga sobre ellos la fuerza del Espíritu Santo el día de Pentecostés. Por ello él sentirá que aquellas maravillas que les dice a ellos, que el Mensaje de salvación que les predica Cristo, no llegue a todos los hombres. Judas posee, pues, un corazón ecuménico y universal. Por ello quiere que el Maestro alargue su misión. Esto ya lo hará por medio de ellos cuando sean su brazo largo, y hagan de voz, de pies y manos para llevar el Evangelio a toda criatura.
A Judas debemos una de las Cartas canónicas. Él escribe ya contra los primeros herejes a los que hay que atajar: «Hombres impíos -les llama- que cambian la gracia de nuestro Dios en lujuria, y niegan a Jesucristo, desprecian la sujeción y se corrompen». La Carta va dirigida a los que quieren seguir la verdadera fe y esperan a Jesucristo en su venida. San Judas se presenta humildemente en su Carta llamándose «un siervo de Jesucristo», quizá lo haga para no distinguirse ante los demás por los lazos de sangre y carne que le unían con el Maestro.
La tradición también une a Judas con Simón en su martirio en Persia. Esta noticia la trae San Jerónimo y algunos otros autores antiguos.
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