Sábado de la semana 10 de tiempo ordinario; año impar
Somos auténticos, cuando estamos con la Verdad, el Señor nos llama y podemos decirle que sí
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No jurarás en falso” y “Cumplirás tus votos al Señor”. Pues yo os digo que no juréis en absoluto: ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es estrado de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del Gran Rey. Ni jures por tu cabeza, pues no puedes volver blanco o negro un solo pelo. A vosotros os basta decir “sí” o “no”. Lo que pasa de ahí viene del Maligno” (Mateo 5,33-37).
1. Hoy, Jesús, nos muestras tu tercera antítesis del sermón de la montaña relativa a la ley del juramento y a la del talión. Vas más allá que la ley judía cuando prohíbe la mentira en todas las circunstancias, haciendo así inútil el juramento. En realidad, el juramento sacraliza la palabra humana relacionándola con un poder exterior, en la mayoría de los casos divino. Cuando recomiendas la renuncia al juramento, tú Señor nos hablas de lealtad y objetividad en sí misma sin tener que someterse a tutelas exteriores. Y si Dios está presente en la palabra humana, no lo es tanto por la invocación de su nombre como por la fuente misma de la sinceridad del hombre. No quieres un hombre esclavizado; lo quiere erguido y fiel a sí mismo (Maertens-Frisque).
Se ha dicho: -"No jurarás en falso" y "cumplirás tus votos al Señor". Es el "¡no dirás falso testimonio, ni mentirás!" La Ley antigua prohibía los juramentos falsos, esto es "tomar a Dios por testigo" para sostener falsedades. Y tú, Señor, dices: “-Pues bien, Yo os digo ¡que no juréis en absoluto!” La ley, interiorizada, nos manda decir siempre la verdad.
-“Que vuestro "sí" sea un sí y vuestro "no" un no, lo que pasa de ahí es cosa del Maligno”. Dios es verdad. Satán es mentira. ¡He aquí lo que ve Jesús! (Noel Quesson). Jesús, nos invitas a vivir la veracidad en toda ocasión, a conformar nuestro pensamiento, nuestras palabras y nuestras obras a la verdad. “Y la verdad, ¿qué es? Es la gran pregunta, que ya vemos formulada en el Evangelio por boca de Pilato, en el juicio contra Jesús, y a la que tantos pensadores a lo largo de los tiempos han procurado dar respuesta. Dios es la Verdad” (Jordi Pascual). Quien vive agradando a Dios, cumpliendo sus Mandamientos, vive en la Verdad. Dice el santo Cura de Ars: «La razón de que tan pocos cristianos obren con la exclusiva intención de agradar a Dios es porque la mayor parte de ellos se encuentran sometidos a la más espantosa ignorancia. Dios mío, ¡cuántas buenas obras se pierden para el Cielo!». Hay que pensar en ello.
Nos conviene formarnos, leer el Evangelio y el Catecismo. Después, vivir según lo que hemos aprendido.
2. –“Hermanos, el amor de Cristo nos apremia, cuando pensamos que uno solo murió por todos”. Todo empieza y termina aquí: amar a alguien, amar apasionadamente a Cristo. La imagen es fuerte: Pablo se acuerda a menudo del camino de Damasco, donde fue literalmente «atrapado». ¡Cuán lejos estoy, yo, de esta pasión! ¡Cuán fría es mi fe! ¡Haznos descubrirte, Señor! ¡Apodérate de nosotros! Que comprenda al fin que «has muerto por mí», que has «dado tu vida» porque nos amas.
La urgencia de la caridad de Cristo es como un arranque que abarca tanto el amor que Cristo nos tiene como el de la correspondencia a Cristo. Es un amor profundo, que tiene "urgencia" y que no quitar la libertad, y ayuda a no vivir según la "carne", sino como "criatura nueva".
-“Cristo murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven sino para aquel que murió y resucitó por ellos”. Estas palabras han sido incluidas en una de las nuevas «plegarias eucarísticas» de la misa. Es una de las verdades esenciales de nuestra Fe. Es uno de los sentidos esenciales de la misa y cada vez, una de sus funciones en nosotros. El hombre no es un ser para vivir «para sí»... el hombre es un ser «para los demás». Así lo hizo Cristo. Muerto por amor. Muerto para todos. Cristo murió para liberarnos de «vivir para nosotros mismos»: para que «no vivan para sí los que viven»... a fin de permitirnos que nosotros amemos así y entreguemos nuestra vida. ¿Qué haré HOY en ese sentido?
El hombre no fue hecho solamente para amar a sus hermanos de la tierra, fue hecho también para amar a Dios, para amar «a aquel que murió y resucitó por él». ¿Has muerto por mí, Señor? ¿Cómo permanecería yo indiferente?
-“En adelante, no conocemos ya a nadie de una manera exclusivamente humana”. El texto griego dice: «no conocemos ya a nadie según la carne». «La carne», para Pablo, es «el hombre-sin-Dios», el hombre encerrado en su humanidad, el hombre encarcelado, seccionado de Dios. Dicho de otro modo, para nosotros cristianos todo ha cambiado en nuestras relaciones con los demás: no conocemos ya a nadie como si Dios no existiera... los vínculos humanos son diferentes, ya no son dictados solamente «según la carne». Adoptando el corazón infinito de Dios, se establece un nuevo estilo de relaciones. Conocen a los demás «a la manera de Dios». Amar como El.
-“Si alguien está "en Cristo Jesús", es una nueva criatura. El mundo viejo pasó, un mundo nuevo ha nacido ya”. Podemos saborear esas palabras divinas. Todo es nuevo. Dios rejuvenece todas las cosas, lo renueva todo. Gracias.
Se tiene la impresión de que san Pablo es consciente de estar participando en el «alba de un mundo nuevo»: es una nueva creación del hombre, ¡como si Dios creara de nuevo al hombre! Y el apóstol trabaja con Dios en esa re-«creación». Desde mi lugar, ¿participaré también en ella?
Proclama Pablo el ministerio de la reconciliación, que parte de la nueva creación que Cristo ha hecho, fruto de su muerte sacrificial, alianza nueva del Cordero pascual, Siervo doliente que hace el "sacrificio por el pecado", con valor expiatorio, acto litúrgico que sustituye definitivamente a la economía del templo. La Eucaristía es el punto en donde la embajada de la reconciliación realiza su misión (liturgia de la Palabra), el punto en que la reconciliación del mundo con Dios está incluida en el memorial de la cruz, el punto, en fin, en que cada uno de los participantes se apropia, a través de una aceptación significada, en la comunión, la reconciliación operada en beneficio de todos (Maertens-Frisque):
-“Todo esto proviene de Dios, que nos reconcilió consigo, y nos confió el ministerio de trabajar para esa reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo. Somos pues embajadores de Cristo, como si Dios mismo os exhortara por medio de nosotros diciendo: dejaos reconciliar con Dios”. Creación nueva. Alianza nueva. Reconciliación universal. Amor. ¡Ah Señor, queda mucho trabajo a hacer en el taller del mundo! ¡Cuántos seres destrozados, cuántas rupturas, cuántas relaciones insatisfactorias, cuántas «reconciliaciones» a llevar a cabo: de hombre a hombre, de grupo a grupo... y de hombre a Dios! (Noel Quesson).
Es el papel hermoso de la Iglesia en el mundo: reconciliar a los hombres con Dios y entre sí. Los cristianos estamos agradecidos por haber sido reconciliados por Cristo y haber sido hechos, por tanto, «criaturas nuevas», para que -como dice la Plegaria Eucarística IV del Misal, copiando el pensamiento de Pablo- «no vivamos ya para nosotros mismos, sino para él, que por nosotros murió y resucitó».
Al mismo tiempo, nos sentimos convocados a servir de mediadores en la reconciliación de todos con Dios. Aunque esta mediación la ejerce la Iglesia sobre todo por sus ministros y pastores, es toda la comunidad la reconciliadora: «Toda la Iglesia, como pueblo sacerdotal, actúa de diversas maneras al ejercer la tarea de reconciliación que le ha sido confiada por Dios:
- no sólo llama a la penitencia por la predicación de la Palabra de Dios,
- sino que también intercede por los pecadores
- y ayuda al penitente con atención y solicitud maternal, para que reconozca y confiese sus pecados y así alcance la misericordia de Dios, ya que sólo él puede perdonar los pecados.
- Pero, además, la misma Iglesia ha sido constituida instrumento de conversión y absolución del penitente
- por el ministerio entregado por Cristo a los apóstoles y a sus sucesores» (Ritual de la Penitencia, n.8).
La Iglesia va repitiendo desde hace dos mil años: «en nombre de Cristo, os pedimos que os reconciliéis con Dios». Deberíamos sentirnos orgullosos de este encargo como Pablo: «nosotros actuamos como enviados de Cristo y es como si Dios mismo os exhortara por medio nuestro». Y eso, tanto a la hora de aprovechar nosotros mismos este don de Cristo -sobre todo en el sacramento de la Penitencia-, como a la de comunicar a los demás la buena noticia del amor misericordioso de Dios.
Después de participar en la Eucaristía, que es comunión con el Cristo que quita el pecado del mundo y se ha entregado para reconciliarnos con Dios, ¿somos signos creíbles de su amor en la vida de cada día?, ¿somos personas que concilian y reconcilian, que ayudan a otros a conectar con Dios?, ¿de veras «nos apremia el amor de Cristo»?
3. Después de la comunión, podríamos rezar lentamente, por nuestra cuenta, el salmo de hoy, un canto entrañable al amor de Dios (uno de los que más veces aparece en nuestras Eucaristías como responsorial): «el Señor es compasivo y misericordioso... él perdona todas tus culpas...».
“Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios”: Es la acción de gracias porque el Señor ha devuelto la salud y librado de la muerte. La manifestación de los sentimientos más íntimos del salmista y el amor de Dios a su pueblo volvemos a encontrarlos en el sal 108, y es esta bendición por tantos motivos (por lo que Dios ha hecho con el salmista, cómo ha manifestado su justicia, perdonando a su pueblo, actuando como un padre con sus fieles, reinando desde el cielo)… “Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura”. Es la paz de la reconciliación que nos ganó Jesús: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; no está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo”. Queremos proclamar hoy su bondad: “Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos”. En el himno bendición del comienzo de la carta a los Efesios, donde se alaba a Dios en Cristo, se completa cuanto aquí proféticamente está anunciado.
Llucià Pou Sabaté
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