Lunes de la semana 11 de tiempo ordinario; año impar
Frente a la venganza, Jesús propone la misericordia y el perdón con los enemigos, pues se vence siempre con el amor y no con la violencia
“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: "Sabéis que está mandado: "Ojo por ojo, diente por diente". Pues yo os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñalo dos; a quien te pide, dale; y al que te pide prestado, no lo rehúyas"” (Mateo 5,38-42).
1. La ley del talión fue un avance en la antigüedad, pues limitaba las venganzas. Pero tú, Jesús, nos hablas de otra dimensión. Tiene que haber justicia, pero tu solución, Jesús, no es nunca la violencia. Te entendió Gandhi, cuando dijo: “ojo por ojo... y todos acabaríamos tuertos”. Nos hablas de otra visión en la que no hay apego a las cosas materiales. Hace poco una persona superó un cáncer, y miraba atónita a sus parientes, envueltos en envidias por cosas de dinero. Ella ya había madurado, entendía lo de “poner la otra mejilla” y “dar la capa”, “acompañar dos millas al que pide una”, “dar al que pide prestado”.
Leí esta noticia: “Cuatro años habían pasado desde la muerte de mi padre, por un accidente de coche, y aquella era la última audiencia del juicio. Mientras el juez leía la sentencia –seis meses de reclusión, con la condicional- el chico que lo mató, su mujer y el padre parecían muy deprimidos: se les veía sufrir mucho. Salimos todos de la sala, pero yo no podía irme así como así… junto a mi hermana alcancé aquellas personas y nos presentamos. Noté una actitud defensiva hacia nosotros, pero me apresuré a tranquilizarles: ‘si esto les puede alegrar los ánimos, sepa que no le guardamos rencor’, dije al que lo había atropellado, y nos dimos la mano con fuerza. Había aprendido de alguien que hemos de aprovechar la ocasión, para oír la voz de Dios dentro de nosotros. La felicidad que sentía en aquel momento ciertamente me venía de haber sabido, en aquel preciso instante, ‘aprovechar la ocasión’ para mirar al dolor del otro olvidándome de mí”.
La vida es como un eco, recibimos lo que damos, y si volvemos bien por mal, nuestro corazón recibe ya el pago de las buenas obras. Según lo que plantamos cosechamos: quién planta flores, cosecha perfume; quién siembra trigo, cosecha pan; quién planta amor, lo recoge; quién siembra alegría, cosecha felicidad. Ser positivo vale la pena en todos los sentidos, tanto en bienestar espiritual, como también en lo corporal que es la base de lo demás, pues alarga la vida: la ciencia está trabajando en una posible relación directa entre el bienestar psicológico y la salud. Las emociones negativas, como la ira y el estrés, roban años. En cambio, las emociones positivas, como la satisfacción vital, el placer de vivir o el disfrute cotidiano... el bienestar mental es algo tan esencial que incluso alarga la vida. El sufrimiento mata; el dolor moral y las preocupaciones perjudican el organismo; la alegría de vivir, una cierta despreocupación por los problemas a base del sentido del humor, ayuda a vivir bien y más. Y la clave está en el amor.
Jesús, pienso que en este Evangelio nos planteas un tema muy actual: nos encontramos con un pariente que tiene problemas por causa de una herencia, un colega que sufre acoso moral, por ejemplo el mobbing en el trabajo, una mujer que está oprimida por un marido machista pero quiere permanecer ahí por el bien de sus hijos... nos sirvió de ejemplo Juan Pablo II al abrazar a quien le disparó una bala para matarle, aunque no interfirió en los mecanismos de justicia. Nos sirves de ejemplo sobre todo Tú, Señor, cuando en la cruz rezas por los que te matan: “Padre, perdónales, que no saben lo que hacen”. El amor no está reñido con la misericordia y la justicia, cada uno tiene su lugar. “Queridos, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque DIOS ES AMOR. En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados” (1 Juan 4,7-19).
2. Pablocita de Isaías: es el “tiempo favorable” que durará hasta el día que Cristo vuelva, pues cada día es día de salvación: “éste es el tiempo oportuno, que puede ser el día de la salvación. Otra vez se oyen los silbidos del buen Pastor, con esa llamada cariñosa: ego vocavi te nomine tuo (Is 43,1). Nos llama a cada uno por nuestro nombre, con el apelativo familiar con el que nos llaman las personas que nos quieren. La ternura de Jesús, por nosotros, no cabe en palabras… Ecce nunc dies salutis, aquí está frente a nosotros, este día de salvación. La llamada del buen Pastor llega hasta nosotros: ego vocavi te nomine tuo, te he llamado a ti, por tu nombre. Hay que contestar — amor con amor se paga— diciendo: me has llamado y aquí estoy. Estoy decidido a que no pase este tiempo (…) como pasa el agua sobre las piedras, sin dejar rastro. Me dejaré empapar, transformar; me convertiré, me dirigiré de nuevo al Señor, queriéndole como El desea ser querido” (san Josemaría Escrivá).
Vienen a la memoria los versos de santa Teresa: “Nada te turbe, / nada te espante, / todo se pasa. / Dios no se muda, / la paciencia / todo lo alcanza. / Quien a Dios tiene, / nada le falta. / Sólo Dios basta”. Es famosa la versión de Taizè en canción de estas palabras, que me llegó por Internet con los siguientes comentarios, muy suculentos: “Hay demasiados ruidos en ti... escucha en lo profundo de tu ser... Hay demasiadas preocupaciones en tu mente... y demasiado peso en tu corazón... quédate a solas... entra en tu aposento… El Señor está aquí y te llama… te ama y te espera... Quédate en silencio delante del Señor… Olvida tus palabras, olvida tus recuerdos, tus peticiones, tus proyectos; mírale, escúchale sin que tus voces interiores te distraigan. Quédate en paz ante Él, abandona en Él toda turbación, todo cuidado, toda preocupación, olvídalo todo. Quédate sin ataduras, libre de tus deseos, pobre como la madera muerta en invierno, vacío de todo cuanto no sea Él. Quédate solo, sin nadie más en tu corazón, que ninguna criatura se interponga entre vuestras miradas. Quédate sin quejas, sin estorbos, sin huéspedes extraños, sin nada que no sea Él. Quédate entero, sin más recuerdo que Dios, sin buscar consuelos humanos, sepultado con Él y en Él, desapareciendo tú para hacerte don en su corazón. Quédate sin tristezas, sin resentimientos, sin orgullo, sin falsas imágenes de ti mismo. Quédate a la escucha de su Palabra, hazte Palabra y Voluntad suya. Quédate sin poderes, sin privilegios, sin honores, sin ídolos, y deja a Dios ser Dios. Quédate en adoración tan profunda que nada altere esa atención, que ni penas ni goces quebranten ese abandono... Quédate en silencio delante del Señor, desaparece tú y que sólo Él sea en ti. Quédate en silencio... Quédate... “Quédate en silencio delante del Señor...” (Salmo 37, 7)”.
Así lo dice también El peregrino ruso cuando le aconsejan: “—Siéntate solo y en silencio. Inclina la cabeza, cierra los ojos, respira dulcemente e imagínate que estás mirando a tu corazón. Dirige al corazón todos los pensamientos de tu alma. Respira y di: Jesús mío, ten misericordia de mí. Dilo moviendo dulcemente los labios y dilo en el fondo de tu alma. Procura alejar todo otro pensamiento. Permanece tranquilo, ten paciencia y repítelo con la mayor frecuencia que te sea posible…”. Él lo hace, pero señala: “comencé a aburrirme… una densa nube de extraños pensamientos me envolvió”, y se le dice que insista pues en esta “guerra del mundo de las tinieblas contra ti, nada aborrece tanto como el recogimiento interior, por eso procura distraerte e impedir que aprendas a orar interiormente. Pero el enemigo sólo puede hacer lo que Dios le permite y Dios sólo le permite lo que es necesario... —repite sólo…: Jesús mío, ten misericordia de mí... después de cierto tiempo también tu corazón se abrirá a la oración…” Y el peregrino es paciente y encuentra esa paz inalterable de quien no vive de fatuidades: “desde entonces camino sin cesar y rezo ininterrumpidamente la oración de Jesús, que es para mí más preciosa y más dulce que todas las cosas del mundo. A veces ando hasta 70 km en un día y no me siento cansado… si alguno me hiere, me basta pensar: ‘¡qué dulce es la oración de Jesús!’, para que la ofensa y el resentimiento se alejen y sean olvidados. He llegado casi a la insensibilidad; no tengo preocupaciones, no tengo deseos…”, quien vive de amor desea sólo sembrar de paz y alegría los corazones.
-“Como cooperadores de Dios os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios”... Debió de ser para Pablo un gran gozo, una muy útil certeza el pensar que cooperaba con Dios. Mi experiencia ni coincide a menudo con la de Pablo, y, sin embargo... Pensando en mis trabajos de HOY, trato de considerarlos como una cooperación, como un «trabajo con» alguien, contigo, Señor. ¿Es verdad, Señor, que la gracia que nos otorgas puede resultar vana? Aplico esta consideración a mi vida... Y concretamente te pido perdón. -Ahora bien, éste es ahora el momento favorable. Los profetas del Antiguo Testamento hablaban así. Anunciaban el momento de la prueba «decisiva», la que no se volverá a presentar: una ocasión única que hay que saber aprovechar para convertirse. ¿Cuál es esta llamada para mí? Lo que nos permite presentarnos como verdaderos ministros de Dios es nuestra vida entera: perseverancia... angustias... dificultades... cárcel... refriegas.. fatigas... noches sin sueño... días sin comer... castidad... conocimiento de Dios... paciencia... bondad... dones del Espíritu... amor sincero... lealtad en la palabra... poder que procede de Dios... Estos son los signos que nos presenta Pablo de la verdad de su ministerio, de su fidelidad a Dios. Es la imagen que nos da Isaías del Servidor sufriente. Es también la imagen de Jesús. Es la imagen de la vida de Pablo. ¿Es algo la mía? ¿Cuál es mi grado de fidelidad a Dios? ¿Cuál es mi capacidad de superar las pruebas? En gloria y en desprecio... en calumnia y en buena fama...
-“Tenidos por impostores, siendo veraces... Como desconocidos aunque bien conocidos.. Tenidos por muertos, estando vivos... Castigados, pero no condenados a muerte... Como tristes, pero siempre alegres... Como pobres, aunque enriquecemos a muchos... Como los que nada tienen, aunque todo lo poseemos”. Esas antítesis ponen de manifiesto el contraste entre el aspecto exterior del apóstol y la realidad interior. Aparentemente ¡todo parece perdido! Pero, ¡qué confianza en lo hondo de sí mismo! ¡Qué alegría! Es una especie de re-edición de las Bienaventuranzas: Jesús había dicho ya: «Felices... los que lloran», «Felices... los pobres». Y Pablo lo repite a su manera mediante su propia vida. No, no puede decirse que la vida cristiana sea una vida fácil. Pero no es una vida triste. La insistencia está claramente puesta en la segunda parte de cada una de esas frases, la parte positiva: «estamos vivos... estamos siempre alegres... lo poseemos todo...». De igual manera que la insistencia de Jesús en las Bienaventuranzas, se ponía sobre la primera palabra: «felices»... Quizá el sentido profundo de la cruz es ser el triunfo del valor, del amor, sobre todo lo que puede afectar nuestras fuerzas vivas (Noel Quesson).
3. “Cantad a Yahveh un canto nuevo, porque ha hecho maravillas; victoria le ha dado su diestra y su brazo santo”. El salmo es un himno al Señor rey del universo y de la historia, "cántico nuevo" (perfecto, pleno, solemne, acompañado con música de fiesta) alabando a Dios porque su "diestra" nos proteje, su "santo brazo" (recuerdo del éxodo, liberación de la esclavitud de Egipto).
“Yahveh ha dado a conocer su salvación, a los ojos de las naciones ha revelado su justicia; se ha acordado de su amor y su lealtad para con la casa de Israel. Todos los confines de la tierra han visto la salvación de nuestro Dios”: alabamos las perfecciones divinas de la "misericordia" y "fidelidad", signos de salvación para todos sin distinción. Dios salva a su pueblo y todas las naciones se admiran. Dios realiza la salvación en Cristo, hijo de Israel, el Evangelio "es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree: del judío primeramente y también del griego", es decir del pagano (Rm 1,16). Ahora "todos los confines de la tierra" no sólo "han contemplado la salvación de nuestro Dios", sino que la han recibido: “¡Aclamad a Yahveh, toda la tierra, estallad, gritad de gozo y salmodiad!”
Llucià Pou Sabaté
San Romualdo, abad
San Romualdo, como fundador de la Orden contemplativa de los Camaldulenses, es uno de los mejores representantes de la tendencia reformadora de fines del siglo X y del siglo XI, como reacción contra el deplorable estado de relajación en que se hallaba la Iglesia católica y gran parte de la vida monástica del tiempo. El movimiento renovador más conocido y más eficaz para toda la Iglesia en este tiempo fue el cluniacense, iniciado a principios del siglo x en el monasterio de Cluny. Pero en Italia tuvo manifestaciones características de un ascetismo más intenso, que tendía a una vida mixta, en que se unía la más absoluta soledad y contemplación con la obediencia y vida de comunidad cenobítica. El resultado fueron las nuevas Ordenes de Valleumbrosa y de los Camaldulenses y los núcleos organizados por San Nilo y San Pedro Damiano.
San Romualdo, de la familia de los Onesti, duques de Ravena, nació probablemente en torno al año 950 y murió en 1027. Es cierto que su biógrafo San Pedro Diamiano atestigua que murió a la edad de ciento veinte años; pero ya los bolandistas corrigieron este testimonio, que, como resultado de modernos estudios, no puede mantenerse. Educado conforme a las máximas del mundo, su vida fue durante algunos años bastante libre y descuidada, dejándose llevar de los placeres y siendo víctima de sus pasiones. Sin embargo, según parece, aun en este tiempo, experimentaba fuertes inquietudes, a las que seguían aspiraciones y propósitos de alta perfección. Así se refiere que, yendo cierto día de caza, mientras perseguía una pieza, se paró en medio del bosque y exclamó: "¡Felices aquellos antiguos eremitas que elegían por morada lugares solitarios como éste! ¡Con qué tranquilidad podían servir a Dios, apartados por completo del mundo!"
Un hecho trágico le dió ocasión para abandonar el mundo. En efecto, su padre, llamado Sergio y hombre imbuído en los principios mundanos, se lanzó a un duelo con un pariente, obligando a Romualdo a asistir como testigo. Terminado el duelo con la muerte del adversario, Romualdo sintió tal remordimiento por aquella muerte y tal repugnancia por el mundo, que se retiró al monasterio benedictino de Classe, cerca de Ravena, con el fin de hacer penitencia. Tres años pasó allí entregado a las mayores austeridades, y al fin se decidió a suplicar su admisión en el monasterio. El abad tuvo especial dificultad por no contrariar a su padre Sergio; mas, por intercesión del arzobispo de Ravena, antiguo abad de Classe, le permitió al fin vestir el hábito benedictino, en aquel célebre monasterio.
Pero entonces comenzó un nuevo género de dificultades. La vida de observancia y penitencia del nuevo monje constituía una tácita reprensión para muchos religiosos de aquel monasterio, más o menos relajados. Por esto, se fue formando tal oposición contra Romualdo que, en inteligencia con el abad, se vió obligado a retirarse a un lugar solitario cerca de Venecia, donde se puso bajo la dirección de un tal Marino. Este, con sus formas rudas y su austera ascética, contribuyó eficazmente al adelantamiento de Romualdo en la perfección religiosa, y tal fue el ascendiente de santidad que ambos llegaron a alcanzar, que el mismo dux de Venecia, San Pedro Orseolo, se sintió impulsado a abandonar el mundo y entregarse a la vida solitaria. Así pues, ambos, juntamente con Pedro Orseolo, se dirigieran a San Miguel de Cusan, donde se entregaron a las más rigurosa vida solitaria. Movido por el ejemplo de su hijo, también el duque Sergio se retiró al monasterio de San Severo, cerca de Ravena, para expiar sus pecados. Sin embargo, después de algún tiempo, vencido por la tentación, intentaba volver a su antigua vida; pero entonces su hijo Romualdo, abandonando su retiro, acudió a su lado y consiguió mantenerlo en aquella vida de penitencia, en la que perseveró hasta su muerte.
La vida de San Romualdo durante los treinta años siguientes constituye un verdadero prodigio de ascetismo cristiano. En el monasterio de Cusan se puso bajo la dirección del abad Guérin, de quien obtuvo el permiso de retirarse a un lugar solitario, próximo a la abadía, donde se entregó durante tres años a las mayores austeridades.
Ponía ante sus ojos la vida de los santos y procuraba imitar los excesos de penitencia que ellos habían practicado. Como los antiguos anacoretas del desierto se habían impuesto ayunos rigurosísimos, Romualdo quiso también seguir su ejemplo. Durante estos años, Romualdo no comía más que el domingo, y aun entonces, una comida sumamente frugal.
En medio de todo esto, lo acometió el enemigo con las más molestas tentaciones. Poníale ante los ojos con la mayor viveza los atractivos de la vida del mundo, mientras, por otra parte, la representaba la inutilidad de los esfuerzos que realizaba y de la vida que llevaba. Frente a los repetidos asaltos del enemigo, Romualdo se entregó más de lleno a la oración, de donde sacaba la fuerza necesaria para mantenerse firme en la lucha. Según se refiere, el enemigo llegó a maltratar cruelmente su cuerpo, con el objeto de apartarlo de aquella vida de austeridad. Más aún, excitando en su imaginación durante la noche imágenes feas y espantosas, trataba de amedrentarlo con el ejercicio de la vida de perfección.
Pero Romualdo, fiel a la oración y puesta su confianza en Dios, salió victorioso de todas estas batallas. Hacia el año 999 volvió a Italia y se incorporó de nuevo al monasterio de Classe, donde, en una celda solitaria, continuó la vida de penitencia y de retiro que había comenzado. Allí se renovaron los asaltos del enemigo. Las crónicas antiguas refieren que, habiéndolo el demonio fiagelado cruelmente un día en el interior de su celda, Romualdo se dirigió al Señor con estas palabras: "Dulcísimo Jesús mío, ¿me habéis abandonado por completo en manos de mis enemigos?" Al oír el demonio el nombre de Jesús, huyó rápidamente, a lo que siguió una gran tranquilidad y dulzura del alma.
Pero Romualdo tuvo que superar otras muchas dificultades, con las que se fue purificando su alma y aquilatando su virtud, hasta disponerlo definitivamente a la fundación de la nueva Orden de los Camaldulenses. Estas dificultades le vinieron de sus mismos monjes. Viviendo él en su retiro, no lejos del monasterio de Classe, un rico caballero le envió una limosna de siete libras para que las distribuyera entre los monjes pobres. Así lo hizo él inmediatamente, repartiéndolo entre otros monasterios más pobres que el suyo, por lo cual los de su monasterio se enfurecieron contra él, y como ya estaban resentidos por sus grandes austeridades, lo tomaron aparte y, después de azotarlo bárbaramente, le obligaron a retirarse.
Pero, precisamente entonces, quiso el Señor valerse de él para la reforma de aquel monasterio de Classe. En efecto, hallándose a la sazón en Ravena el emperador Otón III, lleno siempre de los más elevados ideales de reforma eclesiástica, trabajó eficazmente para la reforma del monasterio de Classe, y para ello obtuvo de sus monjes que eligieran como abad a Romualdo. El mismo en persona fue en busca del solitario y lo introdujo como abad y reformador en la célebre abadía. Efectivamente, durante dos años entregóse con toda su alma a la importante obra de la reforma del monasterio; pero, viendo que no lograba su intento, acudió al arzobispo de Ravena y al mismo Otón III, y puso en sus manos su báculo, renunciando a la dignidad de abad.
Tal fue el momento preparado por la Providencia para que iniciara su obra de fundador. En efecto, con toda la experiencia adquirida durante los largos años dedicados a la vida solitaria, e impulsado siempre por sus ansias de vida. contemplativa y de la más absoluta soledad, pidió entonces a Otón III le concediera los terrenos y los medios para la construcción de un monasterio, donde pudieran entregarse a una vida mixta de contemplación, soledad y obediencia, y, efectivamente, el emperador le hizo construir uno en el lugar denominado Isla de Perea dedicado a San Adalberto, a donde se retiró Romualdo con algunos caballeros del séquito de Otón III, que se decidieron a seguirle. Poco después organizó otros centros de vida eremítica en Italia y en la Istria, y concibió el plan de construir uno en Val de Castro, consistente en un conjunto de celdas separadas, cuyos moradores debían llevar una vida de rigurosa soledad, entregados a la oración y penitencia, pero manteniendo la unión y vida de comunidad. Con esto debía realizarse su ideal de consagración a Dios.
Entre tanto, movido del ansia de derramar la sangre por Cristo, que siempre había sentido, obtuvo del Papa el permiso de predicar el Evangelio en Hungría. Púsose, en efecto, en marcha; pero, cuando estaba a punto de llegar a la meta de sus aspiraciones, se sintió atacado por una enfermedad, y como esto se repitiera cada vez que intentaba continuar su empresa, comprendió que no era aquélla la Voluntad de Dios, y así volvió a Italia.
Entonces, pues, se entregó con toda su alma a la realización definitiva de su ideal monástico. Afianzóse la fundación de Val de Castro; continuó organizando otros centros semejantes. Llamado a Roma por el Romano Pontífice, dedicóse algún tiempo al apostolado y, con la santidad de su vida y sus ardientes exhortaciones, logró la conversión de muchos pecadores; mas, volviendo a su ideal monástico, fundó diversos centros en las proximidades de Roma, entre los que sobresale el de Sasso Ferrato, donde permaneció algún tiempo. Precisamente en este lugar quiso el Señor que resplandecieran de un modo especial sus virtudes. En efecto, según refieren sus biógrafos, un señor, a quien Romualdo había tratado de convertir de su desordenada vida de impureza, lanzó contra Romualdo la más inicua calumnia. Dios permitió que los monjes, demasiado crédulos, se dejaran convencer, y así, impusieron al Santo una severa penitencia y le prohibieron celebrar la santa misa. Romualdo sobrellevó aquella deshonra con el más absoluto silencio durante seis meses; pero, transcurrido este tiempo, Dios mismo le ordenó que no se sometiera por más tiempo a una sentencia abiertamente injusta, pronunciada contra él sin autoridad y sin ninguna sombra de verdad. La primera vez que celebró la santa misa después de esta prueba apareció, según se refiere, arrobado en éxtasis.
Después de esto, ya iniciado el siglo XI, pasó seis años en Monte-Sitrio, donde había organizado un nuevo centro de vida ascética conforme a su ideal. El mismo era un ejemplo viviente de la vida de consagración a Dios: guardaba el más absoluto silencio; observaba las más rigurosas austeridades; rehusaba a sus sentidos todo lo que pudiera darles alguna satisfacción. El emperador Enrique I, sucesor de Otón III, en su primer viaje a Italia, quiso visitar a Romualdo, de cuya santidad y austeridades estaba ínformado. El resultado de la entrevista fue entregarle el monasterio de Monte-Amiato, en Toscana, para que introdujera en él algunos de sus discípulos. Así lo realizó él, en efecto, durante los años siguientes. A este tiempo se refieren diversos hechos milagrosos, que las crónicas le atribuyen; pero estas mismas observan que Romualdo procuraba siempre obrar los milagros de tal manera que no se le pudieran atribuir a él. Así se refiere que, cuando enviaba a sus discípulos a alguna misión, les daba pan y diversos frutos benditos, con los que Dios quiso obrar algunos milagros. Durante un sueño que tuvo por este tiempo al pie de los Apeninos, mientras andaba en busca de un lugar apropiado para sus monjes, según refieren las crónicas, vió en sueños una escala que subía de la tierra al cielo, por donde subían muchos religiosos en hábitos blancos.
Con esto, dió la forma definitiva a sus fundaciones. Así, al fundar en 1012 el monasterio de Campo Maldoli (que se abreviaba Camaldoli) puso en práctica el ideal de vida en celdas independientes, del más riguroso silencio, gran austeridad de vida, pero bajo la obediencia a su superior, vida común y demás obligaciones impuestas por la regla, a lo que se añadió el hábito blanco. En realidad, pues, la obra del fundador de los Camaldulenses, San Romualdo, no comienza en 1012 con el establecimiento del monasterio de Campo Maldolo o Camaldolo. Esta fundación, significa más bien el complemento final de San Romualdo. Su obra se prepara con la práctica de sus largos años de vida sol¡taria en los monasterios de Classe, Cusan y otros lugares en que vivió vida solitaria, y se realiza, desde principios del siglo XI, en la Isla de Perea, en Val de Castro, Sasso Ferrato, Monte-Sitrio, Monte-Amiato y, finalmente, en Camaldolo.
El motivo de haber tomado la Orden por él fundada el nombre de Camaldulense fue, como se interpreta comúnmente en nuestros días, porque en Camaldolo se realizó plenamente el ideal de San Romualdo. Por lo demás, es conocida la explicación que se ha dado tradicionalmente a esta denominación. Se supone que aquel monasterio se llamó Campo Maldolo por ser donativo de un caballero llamado Maldoli. Pero frente a esta explicación, se ha averiguado que la donación fue hecha por Teobaldo, obispo de Arezzo. En todo caso, consta que el nombre del monasterio fue Campo Maldolo o Camaldolo.
Tal fue la obra de San Romualdo, que halló en este monasterio su más perfecta realización, con lo cual se consolidó definitivamente este nuevo tipo de vida, mezcla ideal de la vida anacorética y cenobítica, que luego imitaron los cartujos y otras órdenes. Una vez establecido y bien organizado este monasterio, Romualdo volvió a su vida ambulante, visitando y afianzando los demás centros por él fundados. Finalmente, sintiendo que se aproximaba su fin, se retiró a Val de Castro, donde expiró el 7 de febrero de 1027, estando enteramente solo en su celda. Según se atestigua, veinte años antes había profetizado que moriría en este lugar, en esta fecha y en esta forma en que moría,
La Orden de los Camaldulenses fue aprobada definitivamente por Alejandro II (1061-1073) en 1072. Contaba entonces solamente nueve monasterios. El cuarto General, Beato Rodolfo, redactó en 1102 las constituciones definitivas, en las que se mitiga un poco el extremado rigor primitivo.
BERNARDINO LLORCA, S. I.