martes, 24 de enero de 2017

Miércoles semana 3 de tiempo ordinario; año impar

Miércoles de la semana 3 de tiempo ordinario; año impar

El sembrador y la pedagogía de la parábola: siembra divina, hoy
“En aquel tiempo, Jesús se puso otra vez a enseñar a orillas del mar. Y se reunió tanta gente junto a Él que hubo de subir a una barca y, ya en el mar, se sentó; toda la gente estaba en tierra a la orilla del mar. Les enseñaba muchas cosas por medio de parábolas. Les decía en su instrucción: «Escuchad. Una vez salió un sembrador a sembrar. Y sucedió que, al sembrar, una parte cayó a lo largo del camino; vinieron las aves y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde no tenía mucha tierra, y brotó enseguida por no tener hondura de tierra; pero cuando salió el sol se agostó y, por no tener raíz, se secó. Otra parte cayó entre abrojos; crecieron los abrojos y la ahogaron, y no dio fruto. Otras partes cayeron en tierra buena y, creciendo y desarrollándose, dieron fruto; unas produjeron treinta, otras sesenta, otras ciento». Y decía: «Quien tenga oídos para oír, que oiga».Cuando quedó a solas, los que le seguían a una con los Doce le preguntaban sobre las parábolas. El les dijo: «A vosotros se os ha dado comprender el misterio del Reino de Dios, pero a los que están fuera todo se les presenta en parábolas, para que por mucho que miren no vean, por mucho que oigan no entiendan, no sea que se conviertan y se les perdone».Y les dice: «¿No entendéis esta parábola? ¿Cómo, entonces, comprenderéis todas las parábolas? El sembrador siembra la Palabra. Los que están a lo largo del camino donde se siembra la Palabra son aquellos que, en cuanto la oyen, viene Satanás y se lleva la Palabra sembrada en ellos. De igual modo, los sembrados en terreno pedregoso son los que, al oír la Palabra, al punto la reciben con alegría, pero no tienen raíz en sí mismos, sino que son inconstantes; y en cuanto se presenta una tribulación o persecución por causa de la Palabra, sucumben enseguida. Y otros son los sembrados entre los abrojos; son los que han oído la Palabra, pero las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás concupiscencias les invaden y ahogan la Palabra, y queda sin fruto. Y los sembrados en tierra buena son aquellos que oyen la Palabra, la acogen y dan fruto, unos treinta, otros sesenta, otros ciento»” (Marcos 4,1-20).
1. Comienza hoy la Iglesia a proponernos las grandes “parábolas” de Jesús. Son el corazón de la predicación de Jesús, que con el paso del tiempo no pierden su frescura y humanidad, y llegan al corazón. Tu estilo, Jesús, está ahí presente, y con ellas siento tu cercanía. Ayúdame a ver lo que querías decirnos, lo que nos dices “hoy” en ese lenguaje de imágenes, metáforas. Hoy, veo tus interpretaciones alegóricas, la semilla que cae parte en el camino, parte en terreno pedregoso, parte entre espinas y parte en suelo fértil. Siento que me hablan, pero nunca agotamos su significado, siguen siempre abiertas…
La palabra hebrea mashal (parábola, dicho enigmático) abarca los más diversos géneros: la parábola, la comparación, la alegoría, la fábula, el proverbio, el discurso apocalíptico, el enigma, el seudónimo, el símbolo, la figura ficticia, el ejemplo (el modelo), el motivo, la justificación, la disculpa, la objeción, la broma.
Nos hablan de tu Reino, Señor, de tu venida. Quiero aprender cuando les cuentas a los discípulos el significado de la parábola: «A vosotros os ha concedido Dios el secreto del Reino de Dios: pero para los de fuera todo resulta misterioso, para que (como está escrito) "miren y no vean, oigan y no entiendan, a no ser que se conviertan y Dios los perdone"». Quiero entender que tú sabías que el profeta que citas fracasa en su labor (tomo estas ideas de Ratzinger): tu mensaje, como aquel, contradice demasiado la opinión general, las costumbres corrientes. A través de su fracaso, las palabras resultan eficaces. Esto pasó con los profetas y la historia de Israel, y en cierto sentido se repite continuamente en la historia de la humanidad. Es tu destino, Señor: la cruz. Pero precisamente de la cruz se deriva una gran fecundidad.
La siembra de la semilla está presente en tu predicación, y es el «Reino de Dios» que crece, como el grano de mostaza. La semilla es presencia del futuro. En ella está escondido lo que va a venir: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Tú mismo eres el grano, Señor, y por tu «fracaso» vendrá la salvación: «Y cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).
Es un fracaso como camino para lograr «que se conviertan y Dios los perdone». Es el modo de conseguir, por fin, que todos los ojos y oídos se abran. En la cruz se descifran las parábolas. En los sermones de despedida dice el Señor: «Os he hablado de esto en comparaciones: viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que os hablaré del Padre claramente» (Jn 16,25). Ahora se entienden como estaciones de la vía hacia la cruz. En las parábolas, Jesús no es sólo el sembrador que siembra la semilla de la palabra de Dios, sino que es semilla que cae en la tierra para morir y así poder dar fruto (Ratzinger).
La parábola acerca lo que está lejos a los que la escuchan y meditan sobre ella; por otro, pone en camino al oyente mismo. La dinámica interna de la parábola, le invita a ir más allá de su horizonte actual, hasta lo antes desconocido y aprender a comprenderlo. Pero eso significa que la parábola requiere la colaboración de quien aprende, que no sólo recibe una enseñanza, sino que debe adoptar él mismo el movimiento de la parábola, ponerse en camino con ella. En este punto se plantea lo problemático de la parábola: puede darse la incapacidad de descubrir su dinámica y de dejarse guiar por ella; puede que, sobre todo cuando se trata de parábolas que afectan a la propia existencia y la modifican, no haya voluntad de dejarse llevar por el movimiento que la parábola exige. No obliga, señala el camino…
En las parábolas hay implícita una presencia de Dios, esa presencia tan necesaria en nuestro tiempo cuando se le rechaza por no ser “experimentable” según la ciencia moderna esa presencia.
 “Salió el sembrador a sembrar…” Parte de la semilla cae en el camino, o se lo comen los pájaros, o queda ahogado por el egoísmo o el miedo... Hoy se extiende la idea de que el egoísmo no es malo, que es una opción, que la libertad es hacer lo que quiera. Sí, pero es una pobre libertad esclava del egoísmo, y lleva a la tristeza. Es decir que somos libres y responsables, que según lo que sembremos recogeremos. Y según como sea nuestro corazón podremos o no acoger la simiente divina y dar fruto.
Vemos el peligro es pensar que no hemos sembrado bien, que no tenemos ni idea de hacer las cosas, el lamento pesimista del que se piensa culpable de que haya guerras en el otro lado del mundo: “A menudo os equivocáis cuando decís: me he engañado con la educación de mis hijos, o  no he sabido hacer el bien a mi alrededor. Lo que sucede es que aún no habéis conseguido el resultado que pretendíais, que todavía no veis el fruto que hubierais deseado, porque la mies no está madura. Lo que importa es que hayáis sembrado, que hayáis dado a Dios a las almas. Cuando Dios quiera, esas almas volverán a él. Puede que vosotros no estéis allí para verlo, pero habrá otros para recoger lo que habéis sembrado” (G. Chevrot).
Finalmente, vamos a la semilla que cayó en buena tierra y dio fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta: la fertilidad de la buena tierra compensó con creces a la simiente que dejó de dar el fruto debido. Nada quedó sin fruto. El gran error del sembrador sería no echar la simiente por temor a que una parte cayera en lugar poco propicio para fructificar, o por temor a que nos malinterpreten, etc.
“Jesús, os decía al comienzo, es el sembrador. Y, por medio de los cristianos, prosigue su siembra divina. Cristo aprieta el trigo en sus manos llagadas, lo empapa con su sangre, lo limpia, lo purifica y lo arroja en el surco, que es el mundo” (S. Josemaría). Su sangre vivifica a todo el mundo, a cada uno. Y así también, de formas muchas veces insospechada, hace fructificar nuestros esfuerzos: “Mis elegidos no trabajarán en vano” (Is. 65, 23), no se pierde nada de lo que se hace cuando estamos con el Señor. El apostolado es así tarea alegre y, a la vez, sacrificada: en la siembra y en la recolección: “Ante un panorama de hombres sin fe, sin esperanza; ante cerebros que se agitan, al borde de la angustia, buscando una razón de ser a la vida, te encontraste una meta: El /  Y este descubrimiento inyectará permanentemente en tu existencia una alegra nueva, te transformará, y te presentar una inmensidad diaria de cosas hermosas que te eran desconocidas, y que muestran la gozosa amplitud de ese camino ancho, que te conduce a Dios” (San Josemaría). En Santa María encontramos el mejor modelo de correspondencia a la siembra divina, a ella acudimos para dar fruto.
2. –“En la antigua alianza los sacerdotes estaban "de pie" en el Templo... Jesucristo empero se "sentó" para siempre a la diestra del Padre”. Es la diferencia entre el antiguo sacerdocio judío y el sacerdocio de Jesús. Ellos estaban atareados “ofreciendo reiteradamente los mismos sacrificios que nunca pueden borrar los pecados”, como quizá nosotros al multiplicar los ritos como si se tratara de querer doblegar a un Dios justiciero e inflexible. Jesús nos busca y reconduce como a la oveja perdida llevándola sobre sus hombros, es El quien ofrece incansablemente su perdón, es El quien ha hecho todo el camino de la reconciliación, Dios ha cargado con el peso de la sangre derramada, en Jesucristo.
-“Jesucristo, habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, se sentó a la diestra de Dios para siempre. Desde entonces espera que sus «enemigos sean puestos por escabel de sus pies»”. Señor, quiero yo también contemplarte, sentado junto a Dios, en esa hermosa actitud majestuosa esculpida en la piedra de muchos tímpanos de las catedrales (Noel Quesson).
-“Por su único sacrificio, Cristo condujo siempre a su perfección a aquellos que de Él reciben la santidad”. Gracias, Señor. Nos haces presente el único sacrificio de la cruz. ¿Qué conclusión debo sacar concretamente para mi vida de HOY?
-“El Señor declara: «Pondré mis leyes en sus corazones, las inscribiré en su mente y no me acordaré ya más de sus pecados y faltas»”. Estas preciosas palabras de Jeremías nos consuelan.
3. Quiero ver tu realeza, Jesús, con las palabras que canta el salmo: “Oráculo del Señor a mi Señor: / "Siéntate a mi derecha, / y haré de tus enemigos / estrado de tus pies."” Me gusta verte con tu cetro, someter en la batalla a tus enemigos: "Eres príncipe desde el día de tu nacimiento, / entre esplendores sagrados; / yo mismo te engendré, como rocío, / antes de la aurora." Te contemplo como el Camino, mediador eterno: "Tú eres sacerdote eterno, / según el rito de Melquisedec."”
Llucià Pou Sabaté
La Conversión del apóstol San Pablo

La Conversión de san Pablo, apóstol nos ayuda a considerar tres puntos: la unidad de los cristianos, la evangelización, nuestra conversión
“En aquel tiempo, Jesús se apareció a los once y les dijo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Éstas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien»” (Marcos 16,15-18).
1. Durante esta Semana de oración hemos pedido al Señor la unidad de los cristianos, para que se haga realidad que seamos un solo rebaño y un solo pastor, y podamos vivir la petición de Jesús: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación”. Proclamar el Evangelio: no sólo en tierras lejanas sino en nuestros territorios multi-étnicos y plurirreligiosos (cf. Mc 7,31). En diversas ocasiones, S. Pablo nos recuerda, también por experiencia propia, que lo primero es que todos puedan acceder a la predicación. A la escucha divina, a través de signos. Recuerda aquellas palabras del Maestro: "bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 11,28); y a Marta, preocupada por muchas cosas, le dice que "una sola cosa es necesaria" (Lc 10,42). La escucha de la palabra es importante para esa unidad con el Señor y con los demás que es la Iglesia, y la base del ecumenismo, pues “no somos nosotros quienes hacemos u organizamos la unidad de la Iglesia. La Iglesia no se hace a sí misma y no vive de sí misma, sino de la palabra creadora que sale de la boca de Dios. Escuchar juntos la palabra de Dios; practicar la ‘lectio’ divina de la Biblia, es decir, la lectura unida a la oración; dejarse sorprender por la novedad de la palabra de Dios, que nunca envejece y nunca se agota; superar nuestra sordera para escuchar las palabras que no coinciden con nuestros prejuicios y nuestras opiniones; escuchar y estudiar, en la comunión de los creyentes de todos los tiempos, todo lo que constituye un camino que es preciso recorrer para alcanzar la unidad en la fe, como respuesta a la escucha de la Palabra. Quien se pone a la escucha de la palabra de Dios, luego puede y debe hablar y transmitirla a los demás, a los que nunca la han escuchado o a los que la han olvidado y ahogado bajo las espinas de las preocupaciones o de los engaños del mundo (cf. Mt 13, 22)” (Benedicto XVI).
Te pedimos, Jesús, ayuda para vivir esta fuerte exigencia de escuchar la palabra de Dios y de hablar con valentía, para que tu Evangelio ilumine tantas situaciones humanas, y dé paz a una sociedad llena de conflictos.
Hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien”: son manifestaciones extraordinarias del reino de Dios. Quizá a veces nos quedamos mudos, hemos de hablar. "De este diálogo se obtendrá un conocimiento más claro aún de cuál es el verdadero carácter de la Iglesia católica" (Unitatis redintegratio, 9). La Virgen María es la gran promotora de la realización del ardiente anhelo de unidad de su Hijo divino: "Que todos sean uno..., para que el mundo crea" (Jn 17, 21).
2. Pablo cuenta su historia, cómo fue formado entre los fariseos por su maestro Gamaliel, y –añade- “yo perseguí a muerte este nuevo camino, metiendo en la cárcel, encadenados, a hombres y mujeres”. El evangelista san Lucas describe a Saulo entre aquellos que aprobaron la muerte de Esteban (cf Hch 8,1). Había pactado acabar con los cristianos, y pidió cartas para detener a los sectarios de Damasco, y mientras allí iba, se encuentra con Cristo que siempre sale a nuestro encuentro; y lo hace con Pablo: “de repente una gran luz del cielo me envolvió con su resplandor, caí por tierra y oí una voz que me decía: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Yo pregunté: ¿quién eres, Señor? Me respondió: soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues… yo pregunté: ¿Qué debo hacer, Señor? El Señor me respondió: ‘levántate, sigue hasta Damasco, y allí te dirán lo que tienes que hacer’” A nuestro lado está siempre Jesús que nos acompaña en el crecimiento de las virtudes, pero vemos que a veces da un empujón a algunas personas, y las transforma, algo así como un salto y crecen “de golpe”…
Como quedó ciego, Pablo se dejó llevar. Así, continúa el Apóstol, “un cierto Ananías… vino a verme, se puso a mi lado y me dijo: ‘Saulo, hermano, recobra la vista… el Dios de nuestros padres te ha elegido para que conozcas su voluntad, porque vas a ser testigo ante todos los  hombres, de lo que has visto y oído… Levántate, recibe el bautismo que por la invocación del nombre de Jesús lavará tus pecados”. Con agradecimiento, Pablo obedece, como escribe él mismo en su Primera Carta a Timoteo: "Doy gracias a Cristo Jesús nuestro Señor, que me ha fortalecido, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio; aun habiendo sido yo antes blasfemo, perseguidor y agresor. Sin embargo, se me mostró misericordia porque lo hice por ignorancia en mi incredulidad" (1 Tim 1,12-13). Dice que "lo hice por ignorancia". Muchos que hacen cosas malas, son ignorantes. El mismo Jesús pide en la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”… la misma ignorancia se convierte en motivo de salvación…
Cuando tenemos turbia la vista, cuando los ojos se nublan, necesitamos ir a la luz. Y Cristo ha dicho: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12): “el que me sigue no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida”. A veces, nos faltan respuestas como un chico que pensando, no encontraba respuesta: “¿es posible que si Dios me quería rápido, me haya creado lento?, ¿por qué no empezó por ahí?” En realidad, quizá no quiere el Señor que perdamos la paz, pues si él quiere ya sabe transformarnos de golpe, como a Pablo.
Otra veces estas luces son precisamente cambiar la manera de mirar nuestra vida, no pretender una realidad distinta sino ver que Jesús ilumina mi realidad, sólo se trata de mirarla de otro modo. Señalaba uno que pasarse la vida luchando “contra” los propios defectos, es tiempo perdido. “Cuando deje de ser egoísta, podré empezar a amar”, así no empezaré a amar nunca. Si me digo: “voy a empezar a amar…” entonces el amor irá pulverizando el egoísmo que me corroe. No es que tengamos muchos defectos; en realidad practicamos pocas virtudes, y así el horno interior está apagado. Y, claro, en un alma semivacía pronto empieza a multiplicarse la hojarasca.
Pasó Pablo tres días sin ver, sin comer y sin beber… para favorecer esa conversión de corazón. “La conversión es mucho más que un arrepentimiento o un clara conciencia de un mal hecho. La conversión es emprender un nuevo camino bajo la misericordia de Dios. Y sin dejar de ser uno mismo. Convertirse no es haber sido impetuoso y ser ahora una malva. Es ser ahora impetuoso bajo la misericordia de Dios. Por fortuna, San Pablo se convirtió de verdad; es decir, siguió siendo él mismo. Cambió de camino, pero no de alma” (Bernardino Herrando).
A San Pablo un día Dios le tiró “del caballo” y le explicó que toda esa violencia era agua desbocada. Pero no le convirtió en un muchachito bueno, dulce y pacífico. No le cambió el alma de fuego por otra de mantequilla. Su amor a la ley judaica se transmutó por unas ansias por la Ley de Cristo. Efectivamente, había cambiado de camino, pero no de alma. Este es el cambio que Dios espera del hombre: que luchemos por el espíritu, como hasta ahora hemos peleado por dominar; que nos empeñemos en ayudar a los demás, como deseábamos que todos nos sirvieran. No que echemos agua al moscatel de nuestro espíritu, sino que se convierta en vino que conforte y no emborrache.
Si San Pablo, al caer del caballo, no se hubiera enamorado de Cristo, a los pocos meses, habría acabado siendo un buen burgués mediocre montado en un burro. La resurrección es, como dice Bessiere, “un fuego que corre por la sangre de nuestra humanidad. Un fuego que nada ni nadie puede apagar”. Salvo nuestra propia mediocridad y aburrimiento. Los resucitados son los que tienen un “plus” de vida que les sale por los ojos y se convierte enseguida en algo contagioso. Algo que demuestra que el espíritu es más fuerte que el cuerpo.
Mucha gente sin ir a médicos especialistas viven resucitados: una ciega que reparte alegría en un hospital de cancerosos; un pianista ciego que toca para asilos de ancianos; jóvenes que gastan el tiempo que no tienen en despertar minusválidos… Dedícate a repartir resurrección… basta con chapuzarse en el río de tus propias esperanzas para salir de él chorreando amor a los demás.
Tomó Pablo alimento y recobró las fuerzas. Estuvo algunos días con los discípulos de Damasco, y en seguida se puso a predicar en las sinagogas que Jesús era el Hijo de Dios. Todos los que le oían quedaban atónitos y decían: «¿No es éste el que en Jerusalén perseguía encarnizadamente a los que invocaban ese nombre, y no ha venido aquí con el objeto de llevárselos atados a los sumos sacerdotes?»
¿Qué preparación tenía S. Pablo cuando Cristo lo derriba del caballo, lo deja ciego y le llama al apostolado? No lo sabemos. Jesucristo lo escoge para Apóstol. Luego en su humildad, Pablo dirá que es como un abortivo (1 Cor 15,8). «La vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado» (A.A. 2).
El día de su conversión Pablo entendió que si perseguía a los seguidores de Cristo estaba persiguiendo a Cristo, que está en los cristianos, pues le dice: "Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues". Pablo pasa de perseguidor a convertido. Quizá también nosotros hacemos de “perseguidores”: como a san Pablo, tenemos que convertirnos de “perseguidores” a servidores y defensores de Jesucristo.
La oración colecta de hoy, propia de la fiesta, nos dice: «Oh Dios, que con la predicación del Apóstol san Pablo llevaste a todos los pueblos al conocimiento de la verdad, concédenos, al celebrar hoy su conversión, que, siguiendo su ejemplo, caminemos hacia Ti como testigos de tu verdad». Tu verdad, Jesús, es prenda de salvación, y si la misión de propagarla es grande, no nos falta tu ayuda, pues nos has dicho: “yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos”. Con labor de Pablo y otros, el mundo pagano se convirtió a la luz y al amor de Cristo. Te pido, Señor, dejarme tocar por tu amor, responder con la generosidad de Pablo, siendo portador de tu evangelio en mi casa, empresa, escuela… «El verdadero cristiano busca ocasiones para anunciar a Cristo con la palabra ya a los no creyentes, para llevarlos a la fe; ya a los fieles, para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a mayor fervor de vida: “Porque la caridad de Cristo nos urge» (2 Corintios 5,14). En el corazón de todos deben resonar aquellas palabras del Apóstol “Ay de mí si no evangelizara”(1 Corintios 9,16)» (A.A.-3).
3. Alabemos al Señor con el salmo por todos sus beneficios: “alabad al Señor, todas las naciones, aclamadlo, todos los pueblos”. Todos estamos llamados a convertirnos en una continua alabanza de nuestro Dios y Padre, que “firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre”. Nadie puede decir que no ha sido amado por el Señor, pues Él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad. Nuestra vida debe convertirse en una continua alabanza de su Santo Nombre. Cristo es la clave, el centro y el fin de la historia humana, porque sólo Él manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, desvelando la grandeza de su dignidad y vocación(cf. GS 22.24).
Llucià Pou Sabaté 
HOMILÍA DE S.S. BENEDICTO XVI
Fiesta de la Conversión de San Pablo ApóstolBasílica de San Pablo Extramuros
Martes 25 de enero de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Siguiendo el ejemplo de Jesús, que en la víspera de su pasión oró al Padre por sus discípulos «para que todos sean uno» (Jn 17, 21), los cristianos siguen invocando incesantemente de Dios el don de la unidad. Esta petición se hace más intensa durante la Semana de oración que hoy concluye, cuando las Iglesias y comunidades eclesiales meditan y rezan juntas por la unidad de todos los cristianos. Este año el tema ofrecido a nuestra meditación ha sido propuesto por las comunidades cristianas de Jerusalén, a las que quiero expresar mi vivo agradecimiento, acompañado por la seguridad del afecto y de la oración tanto por mi parte como por parte de toda la Iglesia. Los cristianos de la ciudad santa nos invitan a renovar y reforzar nuestro compromiso por el restablecimiento de la unidad plena meditando sobre el modelo de vida de los primeros discípulos de Cristo reunidos en Jerusalén, los cuales —como leemos en los Hechos de los Apóstoles— «perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2, 42). Este es el retrato de la primera comunidad, nacida en Jerusalén el mismo día de Pentecostés, suscitada por la predicación que el apóstol san Pedro, lleno del Espíritu Santo, dirige a todos aquellos que habían llegado a la ciudad santa para la fiesta. Una comunidad no cerrada en sí misma, sino, desde su nacimiento, católica, universal, capaz de abrazar a gentes de lenguas y culturas distintas, como nos atestigua el mismo libro de los Hechos de los Apóstoles. Una comunidad no fundada sobre un pacto entre sus miembros, ni surgida simplemente de compartir un proyecto o un ideal, sino de la comunión profunda con Dios, que se reveló en su Hijo, del encuentro con Cristo muerto y resucitado.
En un breve sumario, que concluye el capítulo iniciado con la narración de la venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, el evangelista san Lucas presenta de modo sintético la vida de esta primera comunidad: quienes habían acogido la palabra predicada por san Pedro y habían sido bautizados, escuchaban la Palabra de Dios, transmitida por los Apóstoles; estaban juntos de buen grado, haciéndose cargo de los servicios necesarios y compartiendo libre y generosamente los bienes materiales; celebraban el sacrificio de Cristo en la cruz, su misterio de muerte y resurrección, en la Eucaristía, repitiendo el gesto del partir el pan; alababan y daban gracias continuamente al Señor, invocando su ayuda en las dificultades. Esta descripción, sin embargo, no es simplemente un recuerdo del pasado ni tampoco la presentación de un ejemplo a imitar o de una meta ideal por alcanzar. Es más bien la afirmación de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. Es un testimonio, lleno de confianza, de que el Espíritu Santo, uniendo a todos en Cristo, es el principio de la unidad de la Iglesia y hace que los fieles creyentes sean uno.
La enseñanza de los Apóstoles, la comunión fraterna, el partir el pan y la oración son las formas concretas de vida de la primera comunidad cristiana de Jerusalén reunida por la acción del Espíritu Santo, pero al mismo tiempo constituyen los rasgos esenciales de todas las comunidades cristianas, de todo tiempo y de todo lugar. En otras palabras, podríamos decir que representan también las dimensiones fundamentales de la unidad del Cuerpo visible de la Iglesia.
Debemos reconocer que, en el curso de las últimas décadas, el movimiento ecuménico, «surgido con la ayuda de la gracia del Espíritu Santo» (Unitatis redintegratio, 1), ha dado significativos pasos adelante, que han permitido alcanzar convergencias alentadoras y consensos sobre diversos puntos, desarrollando entre las Iglesias y las comunidades eclesiales relaciones de estima y respeto recíproco, así como de colaboración concreta frente a los desafíos del mundo contemporáneo. Con todo, sabemos bien que aún estamos lejos de la unidad por la que Cristo oró, y que encontramos reflejada en el retrato de la primera comunidad de Jerusalén. La unidad a la que Cristo, mediante su Espíritu, llama a la Iglesia no se realiza sólo en el plano de las estructuras organizativas, sino que se configura, en un nivel mucho más profundo, como unidad expresada «en la confesión de una sola fe, en la celebración común del culto divino y en la concordia fraterna de la familia de Dios» (ib., 2). La búsqueda del restablecimiento de la unidad entre los cristianos divididos, por tanto, no puede reducirse a un reconocimiento de las diferencias recíprocas y a la consecución de una convivencia pacífica: lo que anhelamos es la unidad por la que Cristo mismo oró y que por su naturaleza se manifiesta en la comunión de la fe, de los sacramentos, del ministerio. El camino hacia esta unidad se debe percibir como imperativo moral, respuesta a una llamada precisa del Señor. Por eso es necesario vencer la tentación de la resignación y del pesimismo, que es falta de confianza en el poder del Espíritu Santo. Nuestro deber es proseguir con pasión el camino hacia esta meta con un diálogo serio y riguroso para profundizar en el patrimonio teológico, litúrgico y espiritual común; con el conocimiento recíproco; con la formación ecuménica de las nuevas generaciones y, sobre todo, con la conversión del corazón y con la oración. De hecho, como declaró el concilio Vaticano ii, el «santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de una sola y única Iglesia de Cristo, supera las fuerzas y las capacidades humanas» y, por ello, nuestra esperanza debe ponerse en primer lugar «en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre por nosotros y en el poder del Espíritu Santo» (ib., 24).
En este camino de búsqueda de la unidad plena visible entre todos los cristianos nos acompaña y nos sostiene el apóstol san Pablo, de quien hoy celebramos solemnemente la fiesta de la Conversión. Antes de que se le apareciera Cristo resucitado en el camino de Damasco diciéndole: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9, 5), era uno de los más encarnizados adversarios de las primeras comunidades cristianas. El evangelista san Lucas describe a Saulo entre aquellos que aprobaron la muerte de Esteban, en los días en que estalló una violenta persecución contra los cristianos de Jerusalén (cf. Hch 8, 1). Saulo partió de la ciudad santa para extender la persecución de los cristianos hasta Siria y, después de su conversión, volvió allí para ser presentado a los Apóstoles por Bernabé, el cual se hizo garante de la autenticidad de su encuentro con el Señor. Desde entonces san Pablo fue admitido, no sólo como miembro de la Iglesia, sino también como predicador del Evangelio junto con los demás Apóstoles, habiendo recibido, como ellos, la manifestación del Señor resucitado y la llamada especial a ser «instrumento elegido» para llevar su nombre a los pueblos (cf. Hch 9, 15). En sus largos viajes misioneros, san Pablo, peregrinando por ciudades y regiones diversas, no olvidó nunca el vínculo de comunión con la Iglesia de Jerusalén. La colecta en favor de los cristianos de esa comunidad, los cuales, muy pronto, tuvieron necesidad de ayuda (cf. 1 Co 16, 1), ocupó un lugar importante entre las preocupaciones de san Pablo, que la consideraba no sólo una obra de caridad, sino el signo y la garantía de la unidad y de la comunión entre las Iglesias fundadas por él y la primitiva comunidad de la ciudad santa, un signo de la unidad de la única Iglesia de Cristo.
En este clima de intensa oración, dirijo mi cordial saludo a todos los presentes: al cardenal Francesco Monterisi, arcipreste de esta basílica, al cardenal Kurt Koch, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y a los demás cardenales, a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, al abad y a los monjes benedictinos de esta antigua comunidad, a los religiosos y las religiosas, a los laicos que representan a toda la comunidad diocesana de Roma. De modo especial quiero saludar a los hermanos y hermanas de las demás Iglesias y comunidades eclesiales aquí representadas esta tarde. Entre ellos me es particularmente grato dirigir mi saludo a los miembros de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias orientales ortodoxas, cuya reunión tiene lugar aquí en Roma en estos días. Encomendamos al Señor el éxito de vuestro encuentro, para que pueda representar un paso adelante hacia la unidad tan deseada.
Quiero dirigir un saludo particular también a los representantes de la Iglesia evangélica luterana alemana, que han llegado a Roma encabezados por el obispo de la Iglesia de Baviera.
Queridos hermanos y hermanas, confiando en la intercesión de la Virgen María, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, invocamos, por tanto, el don de la unidad. Unidos a María, que el día de Pentecostés estaba presente en el Cenáculo junto a los Apóstoles, nos dirigimos a Dios, fuente de todo bien, para que se renueve para nosotros hoy el milagro de Pentecostés y, guiados por el Espíritu Santo, todos los cristianos restablezcan la unidad plena en Cristo. Amén.

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