jueves, 2 de junio de 2016

Sagrado Corazón de Jesús; ciclo C

Sagrado Corazón de Jesús; ciclo C

El Señor es el buen Pastor que nos cuida, y nos pide que vivamos como Él, para los demás
«Jesús les dijo esta parábola: “Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: "¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido". Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lucas 15,3-7)
1.- Jesús nos da esta parábola: “Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra?” Señor, nos invitas a hacer experiencia de misericordia, en nosotros y con los demás. María Magdalena fue despreciada en su tiempo, como tantas personas, pero tú no juzgas por la situación social de esa mujer, sino que vas a su corazón, la salvas. Y me pides que yo haga lo mismo. Que te sienta presente en la historia, en mi vida, que te vea en la vida de cada persona especialmente de los más necesitados. Veo que tanto legalismo nos hace daño, como lo hizo en tiempo de fariseos. Veo, Señor, que participar de tu Eucaristía es convertirme a tu misericordia, y ser testimonio, hacer parte de tu misericordia con los demás. La meta de la búsqueda no es cubrir un expediente cara a la galería sino que es encontrar. Y hasta que eso se produzca no debe cesar la búsqueda. «Buscarla hasta que la encuentra». Y el «hasta que» no se detiene en el cansancio, ni en las dificultades, ni ante el paso del tiempo. El «hasta que» tiene una meta, una sola: encontrar la oveja perdida.
Aquel hijo perdido que, volviendo a sí mismo, se dijo: “Me levantaré e iré hacia mi padre” ahora soy yo, y tú Señor, con una inspiración interior y una llamada misteriosa me has buscado y resucitado: “había muerto y ha revivido, se había perdido y ha sido hallado” (Lc 15,18.24). El camino de la iniquidad se considera sin retorno por los expertos, como decían también los antiguos: “Los que caminan por él, no volverán” (Prov 2,19), no puede volver el hombre por sí mismo, pero sí por la gracia que vuelva a llamarlo, la gracia que hace volver.
“Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: "¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido"”. Tú nos aseguras, Señor, que«quien busca, encuentra». Nos pides rezar con paciencia, que todo lo alcanza. Buscad, y encontraréis, nos insistes. El éxito viene de esa confianza en ti, Señor, y no dice «Y si la encuentra...», admitiendo la posibilidad encontrarla, sino que dices: «Y cuando la encuentra...». Si uno busca de esa forma, con ansia, con amor, con confianza, con dolor, encuentra; y viene la alegría: «Cuando una mujer da a luz siente los dolores de parto, pero luego ya ni se acuerda del dolor: todo es alegría» (Juan 16,21). Después del dolor y de las  penas, viene la alegría que hace que todo mereciera la pena.
A la oveja perdida la toma sobre sus hombros. Hay en este gesto todo un mundo de misericordia. La misericordia del buen Pastor. El mundo del legalismo dice “el que la hace la paga”, “si se ha perdido allá la oveja”, y sabe liar fardos pesados en la conciencia de los demás. Los hombros de Cristo llevan la oveja perdida; llevan la Cruz. El cristiano está llamado a ser buen pastor. Como Cristo. No fariseo.
El pastor llama a sus amigos y vecinos y les dice: «Alegraos conmigo». Es la fiesta. Fiesta en la tierra por encontrar la oveja perdida. Fiesta en el cielo por el pecador que se convierte: «-Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse
Es la fiesta de la vuelta, pero también de la perseverancia: «Va tras la descarriada, hasta que la encuentra», de que en el amor no se calcula, no se piensa en el riesgo que supone dejar a la mayoría de las ovejas sin protección; únicamente se tiene ante los ojos el peligro que amenaza a una de ellas, como si sólo importara ésta. El Papa Francisco nos habla de ese ir “a las periferias” a buscar a esas ovejas, y nos dice que “prefiero una Iglesia accidentada a cerrada”, en el sentido de que no nos quedemos hablando del bien sin hacer el bien, aun con los riesgos que tiene ese comprometerse, riesgo a equivocarse.
2. “Así dice el Señor Dios: Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro..., y las libraré, sacándolas de todos los lugares donde se desperdigaron el día de los nubarrones y de la oscuridad”. Cristo habría muerto también en la cruz si sólo hubiera tenido que salvar a una única persona, dicen algunos santos. Cristo ha muerto por mí, dirá san Pablo, me quiere igual que a los demás, todos pecadores, todos amados por Dios hasta el extremo.
«Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas». En Jesús vemos a Dios, que quiere «buscar personalmente a sus ovejas», sacarlas de los lugares «donde se desperdigaron el día de los nubarrones y de la oscuridad». Esto nos muestra una última cosa: que el corazón humano de Jesús es la expresión del amor del Dios eterno, que experimenta desde siempre por sus criaturas (Hans Urs von Balthasar): “Las sacaré de entre los pueblos, las congregaré de los países... Las apacentaré en pastizales escogidos, tendrán sus dehesas en lo alto de los montes de Israel... 
Buscaré las ovejas perdidas, haré volver a las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas...” El amor busca, el amor llama, el amor escucha, el amor acoge. Dios es amor. Lo demás vale poco. Sea nuestra confianza estar y vivir en el corazón de Jesús.
«El Señor es mi pastor». Él se encarga de que llegue sano y salvo. Cristo tenía presente este salmo cuando contaba la parábola del buen pastor y ha cambiado a sabiendas las primeras palabras «el Señor es mi pastor» por «yo soy el buen pastor» (Jn 10, 14). “El Señor es mi pastor, nada me falta”: lo tengo todo. Estoy en buenas manos. Contigo, Señor, no tendré en mi corazón agresividad, envidia, rivalidad, y otras actitudes que amenazan siempre el convivir con los otros fraternalmente.
"Nada me falta... El Padre me conduce... Aunque tenga que pasar por un valle de muerte, no temo mal alguno... Mi copa desborda... Benevolencia y felicidad sin fin... Porque Tú, Oh Padre, estás conmigo...". ¿Quién mejor que Jesús, vivió una intimidad amorosa con el Padre, su alimento, su mesa (Jn 4,32.34)? la mesa servida: entraré en su casa para cenar con Él, yo cerca de Él y Él cerca de mí (cf Ap 3,20).
Me recuerda también el bautismo, donde los que salen de las "aguas tranquilas que los hicieron revivir"... se dirigían hacia el lugar de la Confirmación, en que se "derramaba el perfume sobre su cabeza"... antes de introducirlos a su primera Eucaristía, "mesa preparada para ellos".
El clima árido "de la sociedad de consumo" lleva a muchos jóvenes y menos jóvenes a la búsqueda de "fuentes frescas". El hombre no vive solamente de pan ni de supermercados, ni de placeres... Hoy descubre alegrías más profundas. La experiencia de la "vida con" Dios hace parte de estas alegrías secretas: "porque Tú estás conmigo"... "Nada me falta", cuando vivo esta experiencia. Vuelta a la naturaleza. Es esta una de las aspiraciones del hombre moderno. "Mirad las flores del campo", decía Jesús. Este salmo nos invita a mirar las praderas, las fuentes, los trabajos pastoriles, la mesa en que recibimos a los amigos, las casas que nos alojan. Muchas alegrías inocentes están a nuestro alcance. ¿Por qué no aprovecharlas? ¿Por qué no proporcionarlas a los demás? (Noel Quesson).
Frente a las dificultades y angustias de la vida, simbolizadas por las "cañadas oscuras", el salmista nada teme. Se fía de su pastor, de su Dios. Se encuentra en sus manos, y por tanto, ¿qué le puede suceder de malo?, ¿no le protegerá el amor y la solicitud de su pastor? "Tu vara y tu cayado me sosiegan": la vara contra los animales, chacales, lobos, y el cayado como una guía que encamina y endereza e impide descarriarse. Así el salmista se siente protegido, seguro, feliz.
Alegres y despreocupadas, las ovejas no calculan. ¿Cuánto tiempo queda? ¿Adónde iremos mañana? ¿Bastarán las lluvias de ahora para los pastos del año que viene? Las ovejas no se preocupan, porque hay alguien que lo hace por ellas. Las ovejas viven de día en día, de hora en hora. Y en eso está la felicidad. «El Señor es mi pastor». Sólo con que yo llegue a creer eso, cambiará mi vida. Se irá la ansiedad, se disolverán mis complejos y volverá la paz a mis atribulados nervios. Vivir de día en día, de 'hora en hora, porque él está ahí. El Señor de los pájaros del cielo y de los lirios del campo. El Pastor de sus ovejas. Si de veras creo en él, quedaré libre para gozar, amar y vivir. Libre para disfrutar de la vida. Cada instante es transparente, porque no está manchado con la preocupación del siguiente. El Pastor vigila, y eso me basta. Felicidad en los prados de la gracia.
3. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. En efecto, cuando nosotros estábamos todavía sin fuerza, Cristo, en el momento oportuno, murió por los impíos..., murió por nosotros... La oveja descarriada de la parábola es en realidad la persona que se aleja de Dios, la que lo rechaza y le es hostil. El amor del Buen Pastor no se basa por tanto en una reciprocidad: es un amor que sólo mediante su entrega plena y perfecta busca engendrar reciprocidad, correspondencia. La oveja salvada, cuando vuelve a casa sobre los hombros de su dueño, comienza a saber cuán preciosa es para el pastor y cuánto le debe. Pero la parábola no se pronunció con la intención de suscitar esta reciprocidad: el amor de Dios es «sin porqué»:«Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores».
Ahora estamos a salvo al amparo del amor divino, de que hemos obtenido la «reconciliación». Esta certeza nos obliga a cada uno de nosotros a dar una respuesta de amor, Dios la promueve espontáneamente en nosotros: Ahora, pues, que ya estamos justificados por su sangre, con más razón seremos salvados por él...”
El Sagrado Corazón de Jesús nos comunica esta enseñanza: Dios no nos ama porque seamos buenos o cuando somos buenos; nos ama porque él mismo es bueno, y lo es siempre. Su amor a todo hombre es incondicional y se manifiesta en el ofrecimiento de vida que le hace por medio de Jesús. Esta confianza absoluta en la bondad de Dios, manifestada en Jesús, es la paz del cristiano (Josep Rius-Camps).
Dios no ama lo malo que hay en nosotros, pero en nosotros ve lo que hemos de llegar a ser, y así nos ama sabedor que ese amor nos da fuerzas para ser lo que estamos llamados a ser, como rezamos en la Colecta: “¡Oh Dios!, tú has depositado en el corazón de tu Hijo, herido por nuestros pecados, infinitos tesoros de caridad. Te pedimos que, al rendirle hoy el homenaje de nuestro amor, le ofrezcamos también una cumplida reparación como hijos pródigos que vuelven al hogar paterno”.
Llucià Pou Sabaté
Santos Carlos Luanga y compañeros, mártires

SAN CARLOS LUANGA Y COMPAÑEROS MáRTIRES
Mártires de Uganda
(† 1886)
Memoria
Verdes colinas, frescos valles, feraces llanuras, una vegetación opulenta de variadas hierbas y árboles gigantescos, corrientes de agua bordeadas de sotos y praderas, hacen de Uganda una de las regiones más pintorescas que se extienden en el áfrica tropical. Más acá, Zanzíbar; más allá, el lago de Nyanza; arriba, un cielo claro, que nunca se olvida de dar la lluvia en el tiempo oportuno; abajo, el banano, don de Kintou, el rey fabuloso, fundador y legislador del reino de Uganda; el banano, que sirve a los hombres de la tierra, a los baganda, para construir sus chozas, para preparar su bebida y para recoger su mejor alimento.
El sucesor de Kintou en 1885 se llamaba Muanga. Su corte estaba en Mengo. Allí vive con sus pajes y sus guerreros; allí descansa después de sus partidas de caza y sus excursiones bélicas en reinos circundantes; allí da audiencia, en un salón rodeado de patios y jardines, recostado sobre un lecho deslumbrante de sedas y tapices, y sin más vestido que un manto de algodón galonado de oro y plata.
Es un joven de veinte años, que acaba de suceder a su padre, Mutesa, el que visitó Stanley en sus exploraciones africanas. Belleza negra, instintos sanguinarios y alma salvaje. Adora a los loubaté, les sacrifica sus cautivos de guerra, y consulta a los adivinos, vestidos de pieles de mono y de gato montés. Pero tanto como a los hechiceros admira a los Padres Blancos, que unos años antes llegaron de Europa. Les consulta en los problemas difíciles, acude a su ciencia para buscar remedio contra las enfermedades, escucha con curiosidad la exposición de su doctrina y hasta dice a sus gentes que no hay mejor oración que el Padrenuestro. A favor de la benevolencia real, el cristianismo se extiende en torno suyo: muchos de sus pajes acaban de abrazar el cristianismo y son ya miles los bagandas que han abandonado el culto sangriento de los espíritus invisibles.
No tarda en surgir la reacción, representada por los adivinos y un grupo numeroso de los grandes del reino. Unos y otros tienen interés en mantener las tradiciones patrias. Conjuran; resuelven suprimir al rey y poner en su lugar a un hermano suyo. Al frente de la conspiración se pone el primer ministro, Katikiro. Pero los cristianos velan por la vida de su señor. Dos de ellos, José Makasa y Andrés Kagwa, advierten a Muanga del peligro y ponen a su disposición un cuerpo de dos mil guerreros para defenderle. Al primer rumor, Katikiro corre al palacio, cae a los pies del rey, se echa a llorar como un niño y protesta de su fidelidad. Muanga le cree, le perdona y le mantiene en su puesto; y él comprende que la ruina de los cristianos es para él cuestión de vida o muerte. Sus pérfidas insinuaciones fueron transformando poco a poco el ánimo del soberano. La benevolencia da lugar al recelo, el recelo al odio. Con motivo de una indisposición, el rey toma una píldora que le receta el misionero, y poco después se siente peor. «Los extranjeros le han querido envenenar», se dice entre los grupos de la oposición pagana, y el primer ministro consigue explotar el rumor con toda la finura de un hombre civilizado. Además, aquella religión que condenaba los sacrificios humanos; la poligamia, la injusticia y la crueldad, se iba haciendo demasiado molesta. Muanga había advertido que algunos de sus pajes se negaban a satisfacer sus instintos bestiales, y eran precisamente los cristianos.
De pronto, empezó una de aquellas horribles matanzas tan frecuentes en las tierras africanas. En ella el heroísmo de aquellos pobres negros, que a veces despreciamos, rayó a tal altura, que no tienen nada que envidiar a los generosos martirios cosechados por la religión cristiana entre los pueblos civilizados. La primera víctima fue José Makasa, el que había descubierto la conspiración de los paganos. Era uno de los primeros oficiales del palacio; durante algún tiempo, Muanga había tenido tal confianza en él, que le mandó morar al lado de su misma habitación. Ahora, en cambio, aparecía como el primero de los envenenadores, y tenía, sobre todo, el crimen de impedir que los pajes se convirtiesen para el rey en instrumentos de placer. «En adelante—dijo Muanga—no habrá ya dos reyes en mi corte.» Y añadió, dirigiéndose a Mukajanga, que era el jefe de los verdugos: «Corre al tribunal, que se encuentra a la puerta de la villa, y haz reunir la leña necesaria para quemarlo.» Mkasa caminó sonriente al suplicio, limitándose a decir mientras le ataban las manos: «Advertid a Muanga que me ha condenado injustamente, pero que le perdono, y que estoy contento porque muero por la religión.»
El 25 de mayo, al anochecer, volvía Muanga de cazar junto al lago de Nyanza, cuando se le ocurrió preguntar por uno de los muchachos que vivían en la corte, Mwafu, hijo del primer ministro.
—Lo vi en la calle principal con Sebugwawo—dijo uno de los circunstantes.
—Entiendo—murmuró Muanga—; han ido a casa de mi armero Kisulé para aprender la religión.
Y habiendo visto que los dos entraban poco después en el palacio, tuvo con ellos este interrogatorio:
—¿Eres tú, Sebugwawo, el que lleva a Mwafu a aprender la religión?
—Sí.
—¿Y tu, Mwafu, aprendes la religión?
—Sí.
—¿Y te atreves—continuó el rey, dirigiéndose a Sebugwawo—, te atreves a llevar al hijo de mi primer ministro para que le enseñen la religión?
—Te he dicho que sí.
—¿Y no sabes que he prohibido enseñar la religión? ¿No entiendes mis órdenes?
Y, sin aguardar respuesta, tomó una lanza que había a su diestra, se arrojó sobre el cristiano y le dejó sangrante y palpitante a sus pies. Así murió el segundo mártir. Dionisio Sebugwawo era un adolescente de naturaleza delicada y enfermiza, que estaba emparentado con el primer ministro y contaba apenas diecisiete años.
Unas horas después, Muanga celebra Consejo con sus dignatarios. Está nervioso y congestionado; ruge, y sus grandes ojos lanzan llamas de venganza.
—Esto no se puede consentir—dice a sus magnates—; vuestros hijos son unos traidores, se han rebelado contra mí.
Humillados y confusos, aquellos hombres abyectos, acostumbrados a la servidumbre y a la adulación, responden:
—Si eso es verdad, si nuestros hijos son malvados, mátalos; ya te daremos otros que te sirvan mejor.
Alegre al oír estas palabras, seguro de que no peligra su trono, Muanga ordena entonces una matanza general de cuantos profesan la religión de los Padres Blancos. Ante todo, necesita vengar su autoridad ultrajada, castigar a sus pajes o ponerlos en razón. Un testimonio dirá más tarde: «El rey empezó a odiar a los cristianos porque algunos de ellos se opusieron a sus vergonzosas solicitaciones.» El grupo de aquellos jóvenes generosos tenía un jefe llamado Carlos Luanga. Bello y fuerte, Luanga era el maestro de ceremonias de la corte, y a pesar de sus veinte años, la guardia real obedecía a sus órdenes. Los mismos paganos le amaban por su bondad, y los fieles encontraban en él un dechado, un sostén y un consejero. Gracias a su entereza digna y respetuosa, logró salvar muchas veces la inocencia de los pajes de las agresiones del rey. Fue, sobre todo, el ángel de un niño que se llamaba Kizito y era hijo de uno de los más nobles señores de Uganda. Nunca en el jardín real se había abierto una flor tan graciosa. Kizito contaba trece años, era de una exquisita delicadeza y de costumbres purísimas. Simple catecúmeno, nada deseaba tanto en el mundo como recibir las aguas del bautismo. «Quiero ser hijo de Dios», decía con frecuencia. La vida del palacio le tenía en una inquietud continua. Cuando le invitaban a entrar en el departamento privado del monarca, se estremecía como una hoja, e iba a echarse en brazos de su protector.
Conociendo el peligro que se cernía sobre sus cabezas, los pajes cristianos fueron a consultar sobre la conducta que debían seguir al más respetado de todos los convertidos de Uganda, el armero Matías Kisulé. «Podéis huir—les dijo el anciano—y ocultaros entre vuestras familias; pero si tenéis valor para morir por nuestra santa religión cristiana, yo os aconsejo que volváis al lado del rey.» Y todos aquellos pequeños héroes, prefiriendo el sacrificio a la fuga, se reunieron en torno a su jefe y juraron morir con él. Al llegar la noche, Luanga los reunió a todos en una de las salas del palacio, los arengó y los preparó al combate con la oración. Kizito se acercó a él y le dijo que quería recibir el bautismo antes de morir; y el mismo ruego le hicieron otros tres catecúmenos. Carlos tomó un poco de agua y la derramó sobre las cabezas de sus compañeros, pronunciando las palabras rituales: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» Parecía una escena de las catacumbas, y, efectivamente, de allí iban a salir aquellos campeones para renovar las gestas gloriosas de los primeros héroes cristianos.
Al amanecer se corrió la noticia por la residencia real, y tras ella vino una orden inquietante: todos los pajes debían ser conducidos a presencia del rey. «Nosotros, los cristianos—dice uno de los que habían asistido a la ceremonia de aquella noche—, nos presentamos con Carlos Luanga a la cabeza. El rey estaba sentado sobre un trono, y a su lado estaba la princesa Nassiwa. Antes de sentarnos saludamos al monarca, diciéndole: « ¿Cómo estáis, señor?» Él se burlaba de nosotros, nos insultaba y decía: «Vaya con los cristianos. Mis perros valen más que vosotros.» Después de unos momentos, el rey preguntó: « ¿Han llegado todos?» «Todos», le respondieron. Entonces mandó que cerrasen todas las puertas, y añadió: «Bueno, que los que rezan vayan a aquel rincón, para que sepa a quiénes tengo que matar.» Al instante, Carlos Luanga se levantó y se dirigió al punto designado; los demás nos levantamos también y le seguimos con alegría. Nadie iba triste. Luego el rey dijo; «¿Han marchado ya todos los que rezan?» Y los que se habían quedado en su puesto, gritaron: «Aquí no reza nadie.» Desconfiando de esta respuesta, el rey dijo a uno de sus oficiales: «Mira a ver si queda alguno todavía.» El oficial descubrió entre ellos a Wasiva, y le dijo: «¿No eres tú también de los que rezan?» «Lo era—contestó él—, pero ya no lo soy.» «Ese engañador miente—gritó el rey desde su silla—. Matadlo; que no llegue vivo a la noche.» Inmediatamente el verdugo se arrojó sobre él y lo llevó. Nosotros nos reímos en nuestro rincón y decíamos: « ¡Desgraciado! ¿Qué cosa le habrá movido a renunciar a la fe?» Después el rey pronunció la sentencia y dijo: «Que todos los que rezan, que todos los que han abrazado la religión, sean atados y quemados.» Los verdugos nos ataron a todos. Serían las once de la mañana.»
Poco después se desarrollaba en el palacio real otra escena no menos admirable. Llamado por el rey, entró en su cámara uno de sus capitanes, Santiago Buzabaliawo, cristiano fervoroso, que en el entusiasmo de su celo propagandista había hecho esfuerzos para convertir a su señor. ¿Eres tú—le dijo Muanga—el jefe de los cristianos? «Soy cristiano—respondió él con dignidad—; pero ese título de jefe no me corresponde a mí.» «Este joven—replicó el rey—quiere hacerse el valiente; al verle, creeríamos que es el mismo Kintou.» «Muchas gracias por el honor que me haces.» «Este es el que se esforzaba por hacerme abrazar su religión.... Verdugos: llevadle de aquí y matadle.» «Adiós —dijo el soldado sin inmutarse—. Me voy al paraíso para rezar a Dios por ti.» Una carcajada inmensa acogió las últimas palabras: «Se ve—dijo el rey—que estos pobres cristianos han perdido la razón.»
Entre tanto, los valientes pajes eran conducidos desde la residencia del rey a la capital del reino, y de aquí a Namugongo. Llegaron al ponerse el sol, precedidos siempre por el prefecto de los suplicios, Mukajanga, que caminaba al son de los tambores, «íbamos uno tras otro—dice uno de los presos que luego salió con vida—. En el camino apalearon y alancearon a uno de nuestros compañeros. Atanasio Badzekuketta, cuyo cadáver abandonaron a las aves. Nosotros nos decíamos unos a otros: Nuestro amigo ha sido un héroe; no ha temido morir por la causa de Dios. Seamos nosotros fuertes como él. Después empezamos a hablar de Dios, manifestando nuestros sentimientos con estas palabras: Hacer la ofrenda de nuestra persona por cumplir una bella acción, y retirarla luego es cosa de cobardes. Para nosotros ha llegado el momento de cumplir lo que habíamos prometido; muramos por Dios.»
Antes de entrar en la cárcel se les juntaron otros dos condenados, el capitán Buzabaliawo y el soldado Bruno Serunkuma. Este último, fuerte muchacho de veinticinco años, había pasado durante el viaje por una granja de su hermano. Devorado por la sed y el calor, no pudo contenerse y gritó en dirección a la cabaña: « ¡Bosa, Bosa, tráeme un poco de vino de banano!» Y al verle venir, añadía: «Ya ves, nos llevan a la muerte; pero vamos al Cielo a coger puesto para vosotros. Una fuente que tiene muchos manantiales no puede agotarse; cuando nosotros hayamos desaparecido, otros rezarán en lugar nuestro.» Bosa, entre tanto, le alargaba el vaso, diciendo: «Toma el vino que pediste.» Entonces Bruno miró fijamente a su hermano, y volviéndose luego hacia el verdugo, le dijo: «Vamos.» Había recordado que Cristo no quiso beber en la cruz, y súbitamente le vino el deseo de imitarle. Y pasó adelante sin beber.
Durante una semana los héroes permanecieron en la cárcel, rezando desde la mañana hasta la noche y dirigiéndose unos a otros palabras de aliento: «Estemos firmes—se decían—; muramos por Jesucristo. Nuestro dolor será momentáneo. No moriremos dos veces.» Llegó, finalmente, el día 2 de junio. Por la tarde los verdugos se reunieron al son de los tambores y al canto de la melodía, que es el distintivo de su respectiva circunscripción. «Cuando vimos que se reunían—dice Dionisio Kamyuka—comprendimos que se acercaba nuestra última hora. No obstante, dormimos muy bien aquella noche. Y si alguno se despertaba, miraba al vecino y le decía: ¿Duermes? Ya sabes; el combate será mañana. Seamos fuertes. Y rezábamos el Padrenuestro y saludábamos a la Virgen.» Al amanecer del día siguiente se presentaron los verdugos, teñidos de arcilla roja y de carbón. Para inspirar más miedo, llevaban en la cabeza y en todo el cuerpo toda suerte de objetos extraños, como collares de azabache, pieles de pequeños animales, plumas de pájaros y amuletos. Los presos caminaban al lugar del suplicio con las manos sujetas a la espalda. Eran dieciséis. Sus conductores danzaban en torno de una manera vertiginosa, tocando panderetas y cantando canciones sanguinarias. Era un rito macabro. El estribillo decía: «Hoy, día de llanto para las madres que han parido a sus hijos.» No pudiendo abrazarse, los presos se miraban, sonreían y se dirigían las dulces palabras que les dictaba la comunidad en la fe y en el sacrificio. La hoguera estaba preparada en el fondo de un valle. Al llegar a ella, el prefecto de los verdugos se acercó a los reos y empezó a golpearles dulcemente la cabeza con un bastón. Este rito tenía por objeto impedir que las sombras de los ajusticiados molestasen al espíritu del rey. De los dieciséis, sólo trece fueron golpeados. Esto quería decir que a tres de ellos se les conservaba la vida. Así lo comprendieron, por lo cual se echaron a llorar, diciendo casi desesperados: « ¿Por qué no nos matáis? También nosotros somos cristianos. Ni hemos renunciado a nuestra religión, ni renunciaremos jamás.» Sordo a sus gritos, el verdugo dio las órdenes para proceder al suplicio de los demás. Entre los perdonados figuraba Dionisio Kamyuka, por quien conocemos muchos de los detalles de aquel drama sublime.
Cuando se encendía la leña, dijo el verdugo a los mártires: «Declarad simplemente que no volveréis a rezar y Muanga os perdonará.» « ¡Oh, no—respondieron ellos—, rezaremos mientras vivamos!» Y continuó el siniestro preparativo. Carlos Luanga fue quemado aparte, a fuego lento. Cuando le llevaban, se despidió de los demás con estas palabras: «Amigos, hasta más ver; nos encontraremos en el Cielo.» Empezaron a aplicarle el fuego en los pies, y poco a poco pasaban a las demás partes del cuerpo. Al mismo tiempo el verdugo le decía: «¡Que tu Dios venga a sacarte de las brasas!» « ¡Pobre insensato—respondía él—; no sabes lo que dices! Ahora no haces más que echar agua sobre mis miembros; cuida de que el Dios a quien insultas no te sumerja un día en el verdadero fuego.» Y añadía con un valor heroico: «Suéltame las manos para que yo mismo pueda atizar la llama.» Entre tanto, sus compañeros cantaban en medio de las llamas. «El fuego—decía Dionisio—se levantó como un torbellino, como cuando se quema una casa. Y cuando empezaron a alzarse las llamas yo oía salir de en medio de ellas el murmullo de las oraciones de los cristianos, que morían invocando a Dios.» El pequeño Kizito, el más joven de aquellos adolescentes, fue uno de los más valerosos. Cuando le arrojaron a la hoguera, seguía sonriendo y hablando a los ejecutores con la gracia de un apóstol y la altivez de un héroe. A sus palabras respondía el que le llevaba al suplicio: «Tú me llamas demonio; tu me dices que el fuego con que fumo el tabaco me abrasará. Ahora es a mí a quien toca quemarte a ti.» El pequeño atleta seguía sonriendo y provocando a sus asesinos.
Quedaba una víctima todavía: era el propio hijo de Mukajanga, el jefe de los verdugos. Se llamaba Mubaga Tuzindé, uno de los que habían recibido el bautismo la noche antes de la prisión. Desde aquel día se habían puesto en juego todos los medios para hacerle apostatar. Pero él respondía siempre: «No es posible; yo soy cristiano y permaneceré cristiano.» Y sus compañeros rezaban por él, para que no les abandonase en la última hora. El padre había esperado que la vista de los preparativos del suplicio quebrantaría su valor. Pero el muchacho permanecía firme. Él mismo se echó a las llamas, y cuando quedó rodeado de ellas: «Ueraba—dijo—; adiós, padre.» «Hijo mío—suplicó entonces el feroz verdugo—, ven, yo te ocultaré en mi choza; nadie pasa por allí y no te encontrarán.» «Padre—contestó él—, yo no quiero esconderme; yo quiero ser fiel a la oración. Por otra parte, tú eres esclavo del rey; si me escondes te matarán a ti; pero, padre mío, tengo miedo al fuego; mátame antes que se encienda más». Mukajanga hizo señas a uno de sus subalternos y volvió la vista. El ayudante levantó al niño y le rompió la nuca con un mazo. Entre los siniestros chisporroteos se oían aún las plegarias de los demás. ¡Ni un grito, ni una lágrima, ni un gemido! Tal fue la muerte de aquellos negros admirables. De repente, el salvaje se levantaba a la más alta gloria del hombre civilizado. No es menos noble la actitud de estos jóvenes africanos que la de los mártires civilizados del Imperio romano. Pertenecen a la misma familia de los mártires de Cristo, y en el Cielo llevan la misma corona. En pocos años el catecismo había despertado entre la barbarie el anhelo de todas las grandezas.

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