Domingo de la semana 11 de tiempo ordinario; ciclo C
Al contemplar el perdón que nos concede el Señor, nuestro amor crece y al amar más, al darnos a los demás, crecemos más en ese amor divino y por tanto en felicidad
Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa. Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume. Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume.Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: «Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!»Pero Jesús le dijo: «Simón, tengo algo que decirte.» «Di, Maestro», respondió él.«Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos lo amará más?»Simón contestó: «Pienso que aquel a quien perdonó más.»Jesús le dijo: «Has juzgado bien.» Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: « ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor.»Después dijo a la mujer: «Tus pecados te son perdonados.»Los invitados pensaron: «¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?» Pero Jesús dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz» (Lucas 7,36-8,3).
1. Sin palabras, entra una mujer con un frasco de aceite perfumado; se acurruca a los pies de Jesús, los empapa en lágrimas, los seca con sus cabellos y, besándolos, los unge con perfume. Se trata casi con certeza de una prostituta, porque esto significaba entonces el término «pecadora» referido a una mujer.
En ese momento, el objetivo se desplaza al fariseo que había invitado a Jesús a comer. La escena es aún callada, pero sólo en apariencia. El fariseo «habla para sí», pero habla: «Al verlo, el fariseo que le había invitado, se decía para sí: "Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora"».
En ese punto del Evangelio toma la palabra Jesús para dar su juicio sobre la acción de la mujer y sobre los pensamientos del fariseo, y lo hace con una parábola: «"Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?". Respondió Simón: "Supongo que aquél a quien perdonó más". Le dijo Jesús: "Has juzgado bien"». Jesús, sobre todo, da a Simón la posibilidad de convencerse de que Él es, de hecho, un profeta, visto que ha leído los pensamientos de su corazón; al mismo tiempo, con la parábola, prepara a todos para comprender lo que está a punto de decir en defensa de la mujer: «"Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. En cambio, a quien poco se le perdona, poco amor muestra". Y le dijo a ella: "Tus pecados quedan perdonados"».
Es un texto que nos habla de conversión, proceso descrito por Jesús en la parábola del tesoro escondido: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra y lo esconde de nuevo; después va, lleno de alegría, vende todo lo que tiene y compra ese campo». No se dice: «Un hombre vendió cuanto tenía y se puso a buscar un tesoro escondido». Sabemos cómo acaban las historias que empiezan así. Uno pierde lo que tenía y no encuentra ningún tesoro. Historias de ilusos, de visionarios. No: un hombre encontró un tesoro y por ello vendió todo lo que tenía para adquirirlo. En otras palabras: es necesario haber encontrado el tesoro para tener la fuerza y la alegría de vender todo. Fuera metáforas: primero hay que haber encontrado a Dios; después se tendrá la fuerza de vender todo. Y esto se hará «llenos de gozo», como el descubridor del que habla el Evangelio. Así aconteció en el caso de la pecadora del Evangelio, en el caso de Francisco de Asís y tantos otros... que han encontrado a Jesús y es esto lo que les ha dado la fuerza de cambiar. Estaban todos ellos en busca de la felicidad y se percataban de que la vida que llevaban no les hacía felices, dejaba una insatisfacción y un vacío profundo en sus corazones.
Leía estos días la historia de un famoso converso del siglo XIX, Hermann Cohen, un músico brillante idolatrado como niño prodigio de su tiempo en los salones de media Europa. Una especie de joven Francisco en versión moderna. Después de su conversión, escribía a un amigo: «He buscado la felicidad por todas partes: en la elegante vida de los salones, en el ensordecedor jaleo de bailes y fiestas, en la acumulación de dinero, en la excitación de los juegos de azar, en la gloria artística, en la amistad de personajes famosos, en el placer de los sentidos. Ahora he encontrado la felicidad, de ella tengo el corazón rebosante y querría compartirla contigo... Tu dices: "Pero yo no creo en Jesucristo". Te respondo: "Tampoco yo creía y es por eso que era infeliz"».
La conversión es el camino a la felicidad y a una vida plena. No es algo penoso, sino sumamente gozoso. Es el descubrimiento del tesoro escondido y de la perla preciosa (R. Cantalamessa).
A la pecadora que importuna en el convite del fariseo, se le perdonan sus muchos pecados porque tiene mucho amor. ¡Qué declaración más misteriosa! Ciertamente con el «mucho amor» no se está pensando en sus pecados eróticos. Y sin embargo, aunque la prostituta era una amante extraviada y pecaminosa, era y es una mujer de alguna manera amable y amada, no instalada en su propia justicia, y en su amor aún impuro encontrará la gracia divina del perdón un punto de contacto para impulsarla a este maravilloso testimonio de arrepentimiento. «Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios» (Mt 21,31). No es que el amor de la prostituta haya movido a la misericordia de Dios a perdonarla, para que ella pueda después demostrar al Señor un amor grande y puro. Pero el concurso de la gracia siempre preveniente y del principio de un amor auténtico en la mujer constituye un todo que no debemos intentar disociar. En el escaso amor del que se cree justo, el amor divino que perdona sólo puede arraigar difícil e insuficientemente. La parábola que Jesús cuenta a su anfitrión fariseo (la del prestamista que tenía dos deudores: uno que le debía quinientos y otro cincuenta denarios), es y seguirá siendo paradójica: pues en realidad el fariseo debe mucho más a Dios que la pecadora. La parábola se pronuncia desde el horizonte espiritual del fariseo. Pero quizá se pueda establecer un nexo con la historia de David, pues el gravísimo pecado de éste tampoco procede en último término de un corazón malvado y obstinado, sino de un amor extraviado por el pecado. Por eso se hunde enseguida cuando se le acusa, se arrepiente y confiesa su culpa (H. von Balthasar).
Jesús, perdonas los pecados de esa mujer pecadora porque ha demostrado su amor y su dolor con hechos concretos. Además, no tiene vergüenza para manifestar públicamente su conversión, como público era también su pecado. Tú conocías su arrepentimiento antes de que viniera a la casa de Simón, pero esperas a que lo manifieste en tu presencia antes de perdonarla. Jesús, sigues presente en tu Iglesia, en tus sacramentos… «Al hacer partícipes a los Apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que atares en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Catecismo 1444).
Jesús, Simón no es sincero contigo: está juzgando torcidamente en su interior, mientras por fuera te ofrece amablemente un banquete. Es la actitud propia del soberbio que se cree por encima, en posesión de la verdad. «No juzguéis y no seréis juzgados»(Lucas 6,37), me recuerdas. Si veo alguna falta, en vez de murmurar, lo que debo hacer es comentársela a esa persona con intención de ayudar, como Tú hiciste con Simón: le comentaste todas sus faltas de delicadeza sin amargura, sin enfado, con amabilidad. Jesús, no me puede extrañar que, si me decido a vivir en serio mi vida cristiana, alguna gente a mi alrededor pensará -y hablará- mal de mí (P. Cardona).
“Vete en paz”: como tú, Jesús, a esa mujer, así nos despide el sacerdote después de darnos la absolución de nuestros pecados. La fe y la humildad salvaron a aquella mujer de su hundimiento definitivo; con la contrición empezó una vida nueva. “En este torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas graves, si acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el sacramento de la Penitencia. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la inocencia y la fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece con su arrepentimiento. Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día. Nos busca, como buscó a los dos discípulos de Emaús, saliéndoles al encuentro; como buscó a Tomás y le enseñó, e hizo que las tocara con sus dedos, las llagas abiertas en las manos y en el costado. Jesucristo siempre está esperando que volvamos a Él, precisamente porque conoce nuestra debilidad” (J. Escrivá, Es Cristo que pasa75).
"Jesús me ha perdonado toda la muchedumbre de mis pecados —¡cuánta generosidad!—, a pesar de mi ingratitud. Y, si a María Magdalena le fueron perdonados muchos pecados, porque amó mucho, a mí, que todavía me ha perdonado más, ¡qué gran deuda de amor me queda!" / ¡Jesús, hasta la locura y el heroísmo! Con tu gracia, Señor, aunque me sea preciso morir por Ti, ya no te abandonaré” (ídem, Forja).
2. Rezamos hoy con la colecta: “Dios y Padre nuestro, te pedimos que Jesús, nuestro hermano nos ayude a amarte mucho para que podamos recibir siempre tu perdón”. En la primera lectura, el profeta Natán recrimina a David su pecado, y el Rey responde: “—He pecado contra el Señor”. Y Natán le dijo: —“Pues el Señor perdona tu pecado. No morirás”.
“¡Feliz el que fue perdonado de su pecado y liberado de su falta! ¡Feliz el hombre a quien el Señor no le tiene en cuenta las culpas, y lo ama con sinceridad!”, reza el salmo dando gracias a Dios.
Reconocemos también nosotros nuestras culpas: “Yo reconocí mi pecado, no te escondí mi culpa, y pensé: « Voy a confesar mis faltas al Señor.» ¡Y tú perdonaste mi culpa y mi pecado!”
Así queremos confiar totalmente en Dios, abandonarnos en sus manos: “Tú eres mi refugio, tú me libras de los peligros y me colmas con la alegría de la salvación”.
3. La enseñanza de Pablo en la segunda lectura puede entenderse como una explicación del evangelio. Pablo es un fariseo y un pecador que ha sido perdonado. Pero Jesús le ha convencido de su pecado («¿por qué me persigues?»), y su falso celo ha sido transformado por la gracia en un celo autentico: “Yo estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí”.
Por eso está «muerto para la ley, porque la ley me ha dado muerte»; con su perseverancia en el camino de la ley (que produce el pecado) ha llegado a su fin; no por sus propias luces sino por la gracia del que se le ha revelado como el Crucificado -por la ley, pero Crucificado por mí- y lo ha crucificado con él. Crucificado en el amor a Cristo, un amor que -Pablo lo sabe bien- es la única causa de mi conversión a la pura entrega. Ahora ya no están frente a frente mi yo y la ley que yo debo guardar, sino el Cristo que me ama y mi fe (es decir, mi entrega) en él, o mejor: esta relación ha quedado superada porque el Señor, que me ha tomado consigo, a mí y a mi pecado, me posee en sí, de manera que ya no vivo en mí mismo, sino en él; o mejor aún: «Es Cristo quien vive en mí» (H. von Balthasar). La vida en el Señor, con la única ley, la del amor, pues lo demás está caduco: “Yo no anulo la gracia de Dios: si la justicia viene de la Ley, Cristo ha muerto inútilmente”.
Llucià Pou Sabaté
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