Viernes de la 6ª semana (par): la fe sin las
obras está muerta… a veces cuesta. Y Jesús nos dice que hemos de subir al cielo
con la escalera de la Cruz, de su mano, a la resurrección
«Y llamando a la muchedumbre junto con sus
discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el
que pierda su vida por mí y por el evangelio, la salvará. ¿De qué le sirve al
hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida? O, ¿qué dará el hombre a
cambio de su vida? Porque si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras en
esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre también se avergonzará
de él cuando venga en la gloria de su Padre acompañado de sus santos ángeles»
(Marcos 8, 34-38).
1. Marcos nos dice que Jesús, llamando
a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz
y sígame”. Seguir a Cristo comporta consecuencias. Por ejemplo, tomar la
cruz e ir tras él. Después de la reprimenda que Jesús tuvo que dirigir a Pedro,
como leíamos ayer, porque no entendía el dolor y el sacrificio, hoy anuncia
Jesús con claridad, para que nadie se lleve a engaño, que el que quiera
seguirle tiene que negarse a sí mismo y tomar la cruz.
¿Qué es negarme a mí mismo?; ¿negarme qué?
Negar todo aquello que signifique buscar mi comodidad, mi gusto, mi afirmación
por encima de todo. Negarse, perder la vida, parecen términos negativos. Parece
que es fastidiarse continuamente, fiado en que, al final, obtendré el Cielo.
Pero no es así. Señor, veo que negarme a mí es afirmar que Tú eres Dios, que Tú
sabes mejor que yo lo que me hace feliz. Negarme es el camino de la verdadera
alegría. Pero hay que probarlo de verdad: es decir; he de intentar que mi regla
de conducta sea: Señor, ¿Tú lo quieres? Entonces yo también lo quiero.
Negarme a mí mismo es aprender a contar
con los demás: con las necesidades de los demás, con lo que le gusta a los
demás; es desaparecer de todo lo que sea recibir honores y enhorabuenas; es
servir silenciosamente a los que me rodean.
La vida ordinaria ofrece muchas ocasiones
de renunciar a uno mismo y tomar con alegría la cruz: el dolor de cabeza o de
muelas; las extravagancias del marido o de la mujer; el quebrarse un brazo;
aquel desprecio o gesto; el perderse los guantes, la sortija o el pañuelo;
aquella tal cual incomodidad de recogerse temprano y madrugar para la oración o
para ir a comulgar; aquella vergüenza que causa hacer en público ciertos actos
de devoción; en suma, todas estas pequeñas molestias, sufridas y abrazadas con
amor, son agradabilísimas a la divina Bondad, que por solo un vaso de agua ha
prometido a sus fieles el mar inagotable de una bienaventuranza cumplida (Pablo
Cardona).
Nos
pides, Señor, «perder su vida» y no avergonzarnos de ti ante este mundo: “porque quien quiera salvar su vida, la
perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”. Jesús, ayúdame
a ver que si entierro mi vida bajo tierra, si busco sólo tu gloria y no la mía,
entonces viviré. Viviré
una vida dichosísima aquí en la tierra, con una alegría que nadie me podrá
arrebatar; y después, no te avergonzarás de mí cuando te pida entrar «en
la gloria de tu Padre, acompañado de tus santos ángeles». Porque el Cielo está reservado para
aquellos que han aprendido a amar, a darse y a ser felices en la tierra.
“Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar
el mundo entero si arruina su vida?” San Ignacio guiaba a san Francisco
Javier con estas palabras. Hay que estar atentos para que no sea que por vivir
preocupados por tener, acumular y enriquecernos, nos empobrezcamos en el ser,
perdiendo así la capacidad dar y recibir la vida. Esta exigencia pide una fe a
toda prueba, una fe que no se avergüence ni de Jesús ni de su Palabra. Seguir a
Jesús y su proyecto del Reino se convierten en el único camino que conduce con
certeza a la casa del padre. La escena del juicio nos presenta a un Hijo del
Hombre identificado plenamente con Jesús, el Hijo de Dios, que participa totalmente
de su gloria. Los otros actores en este juicio son los ángeles, que tienen como
tarea reunir a los elegidos de Dios, que según el evangelio de hoy, son los que
siguen a Jesús, por caminos de pasión y muerte, con la convicción que estamos
apoyados por el Dios de la vida.
“Pues ¿qué puede dar el hombre a cambio
de su vida? Porque quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta
generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él
cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles.» Es una
opción radical la que pide el ser discípulos de Jesús. Creer en él es algo más
que saber cosas o responder a las preguntas del catecismo o de la teología. Es
seguirle existencialmente. Jesús no nos promete éxitos ni seguridades. Nos
advierte que su Reino exigirá un estilo de vida difícil, con renuncias, con
cruz. Igual que él no busca el prestigio social o las riquezas o el propio
gusto, sino la solidaridad con la humanidad para salvarla, lo que le llevará a
la cruz, del mismo modo tendrán que programar su vida los que le sigan. Si uno
intenta seguir a Jesús con cálculos humanos y comerciales se llevará un
desengaño. Porque los valores que nos ofrece Jesús son como el tesoro
escondido, por el que vale la pena venderlo todo para adquirirlo. Pero es un
tesoro que no es de este mundo. Las actitudes que nos anuncia Jesús como
verdaderamente sabias y productivas a la larga son más bien paradójicas: «que
se niegue a sí mismo... que cargue con su cruz... que pierda su vida».
¡Paradoja del evangelio! Quien "gana" pierde. Quien
"pierde" gana. Verdaderamente lo que hay aquí es la cruz para Jesús.
Y lo evocado es la persecución para los cristianos. "Perder su vida"…
no es una vida fácil. "Salvar su vida". Quiero confiar en ti y creer
en tu palabra, Señor. Mis renuncias, mis opciones, mis fidelidades, y mis
cobardías... comprometen mi vida eterna: esto es algo muy grande, muy serio,
algo que vale la pena. Les decía también: «Yo
os aseguro que entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte
hasta que vean venir con poder el Reino de Dios.»”
2. –“¿De qué sirve que alguien diga:
«Tengo fe», si no tiene obras?” «No son los que dicen 'Señor, Señor', los
que entrarán en el Reino de los cielos, sino los que hacen la voluntad de mi
Padre», decía Jesús.
No hay que engañarse.
Dios no se contenta con hermosos sentimientos. La fe lleva las obras,
el amor también. Imaginémonos que el amador le dice al amante: "Yo te amo,
pero no te lo probaré nunca con obras?"
La «creencia», la «fe» que no se expresa nunca con obras es una fe muerta. El amor que no se
expresa nunca está a punto de morir si no está muerto ya.
-“Si un hermano o hermana no tienen
de qué vestirse y carecen del sustento diario; y alguno de vosotros les dice:
«Id en paz, calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para el cuerpo,
¿de qué sirve?” Exigencia de realismo, de eficacia. Y esto aclara en
profundidad la máxima precedente. Insensiblemente y sin advertirlo Santiago ha
pasado de la fe a la caridad. ¡Y no lo ha hecho por azar! La «práctica» de la
Fe, no consiste sólo en la misa del domingo, consiste también y ante todo en
«la verdadera caridad en nuestra vida cotidiana». En este sentido puede decirse
que hay «creyentes no-practicantes» entre los habituales de la misa del
domingo. Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta. Señor,
ayúdanos a ser lógicos con nuestras convicciones profundas. ¡Que mi fe abrace
toda mi vida concreta y transforme cada uno de los minutos de mi semana!
-“Por mis obras muestro mi fe”. Santiago,
como hemos observado a menudo, parece reaccionar aquí contra una interpretación
inexacta de san Pablo, cuando éste afirma: «El hombre es justificado por la fe,
independientemente de la observancia de la Ley» (Romanos 3, 2-8). Es verdad que
no son nuestras obras las que nos salvan. El hombre no conquista su salvación,
la recibe por un don gratuito de Dios. Y sin embargo la fe no puede ser una
adhesión teórica a unas verdades abstractas, debe expresarse por obras. Hay que
mantener firmes los dos extremos de la cadena. Dios da la gracia, pero el
hombre ha de cooperar y corresponder a ella.
-“Resumiendo, así como el cuerpo sin
espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta”. La comparación es en
extremo esclarecedora. La fe y la vida están en relación biológica la una con
la otra. ¿Es mi Fe el alma de mi vida cotidiana? Mi vida cotidiana ¿es el
cuerpo de mi Fe? (Noel Quesson).
3. No es que las obras salven.
El que salva es Dios. Pero la salvación que él nos da exige una acogida activa.
En el salmo se nos hace repetir: «dichoso
quien ama de corazón los mandatos del Señor», pero luego eso tiene una
traducción práctica: «dichoso el que se
apiada y presta y administra rectamente sus asuntos».
San Juan dirá también: «Hijos, no amemos de palabra ni de lengua,
sino con obras y de verdad» (I Juan 3,18).
Llucià Pou
Sabaté
No hay comentarios:
Publicar un comentario