jueves, 20 de febrero de 2014

Viernes de la 6ª semana (par): la fe sin las obras está muerta… a veces cuesta. Y Jesús nos dice que hemos de subir al cielo con la escalera de la Cruz, de su mano, a la resurrección
«Y llamando a la muchedumbre junto con sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio, la salvará. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida? O, ¿qué dará el hombre a cambio de su vida? Porque si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre también se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre acompañado de sus santos ángeles» (Marcos 8, 34-38).
1. Marcos  nos dice que Jesús, llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Seguir a Cristo comporta consecuencias. Por ejemplo, tomar la cruz e ir tras él. Después de la reprimenda que Jesús tuvo que dirigir a Pedro, como leíamos ayer, porque no entendía el dolor y el sacrificio, hoy anuncia Jesús con claridad, para que nadie se lleve a engaño, que el que quiera seguirle tiene que negarse a sí mismo y tomar la cruz.
¿Qué es negarme a mí mismo?; ¿negarme qué? Negar todo aquello que signifique buscar mi comodidad, mi gusto, mi afirmación por encima de todo. Negarse, perder la vida, parecen términos negativos. Parece que es fastidiarse continuamente, fiado en que, al final, obtendré el Cielo. Pero no es así. Señor, veo que negarme a mí es afirmar que Tú eres Dios, que Tú sabes mejor que yo lo que me hace feliz. Negarme es el camino de la verdadera alegría. Pero hay que probarlo de verdad: es decir; he de intentar que mi regla de conducta sea: Señor, ¿Tú lo quieres? Entonces yo también lo quiero.
Negarme a mí mismo es aprender a contar con los demás: con las necesidades de los demás, con lo que le gusta a los demás; es desaparecer de todo lo que sea recibir honores y enhorabuenas; es servir silenciosamente a los que me rodean.
La vida ordinaria ofrece muchas ocasiones de renunciar a uno mismo y tomar con alegría la cruz: el dolor de cabeza o de muelas; las extravagancias del marido o de la mujer; el quebrarse un brazo; aquel desprecio o gesto; el perderse los guantes, la sortija o el pañuelo; aquella tal cual incomodidad de recogerse temprano y madrugar para la oración o para ir a comulgar; aquella vergüenza que causa hacer en público ciertos actos de devoción; en suma, todas estas pequeñas molestias, sufridas y abrazadas con amor, son agradabilísimas a la divina Bondad, que por solo un vaso de agua ha prometido a sus fieles el mar inagotable de una bienaventuranza cumplida (Pablo Cardona).
Nos pides, Señor, «perder su vida» y no avergonzarnos de ti ante este mundo: “porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”. Jesús, ayúdame a ver que si entierro mi vida bajo tierra, si busco sólo tu gloria y no la mía, entonces viviré. Viviré una vida dichosísima aquí en la tierra, con una alegría que nadie me podrá arrebatar; y después, no te avergonzarás de mí cuando te pida entrar «en la gloria de tu Padre, acompañado de tus santos ángeles». Porque el Cielo está reservado para aquellos que han aprendido a amar, a darse y a ser felices en la tierra.
“Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” San Ignacio guiaba a san Francisco Javier con estas palabras. Hay que estar atentos para que no sea que por vivir preocupados por tener, acumular y enriquecernos, nos empobrezcamos en el ser, perdiendo así la capacidad dar y recibir la vida. Esta exigencia pide una fe a toda prueba, una fe que no se avergüence ni de Jesús ni de su Palabra. Seguir a Jesús y su proyecto del Reino se convierten en el único camino que conduce con certeza a la casa del padre. La escena del juicio nos presenta a un Hijo del Hombre identificado plenamente con Jesús, el Hijo de Dios, que participa totalmente de su gloria. Los otros actores en este juicio son los ángeles, que tienen como tarea reunir a los elegidos de Dios, que según el evangelio de hoy, son los que siguen a Jesús, por caminos de pasión y muerte, con la convicción que estamos apoyados por el Dios de la vida.
“Pues ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? Porque quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles.» Es una opción radical la que pide el ser discípulos de Jesús. Creer en él es algo más que saber cosas o responder a las preguntas del catecismo o de la teología. Es seguirle existencialmente. Jesús no nos promete éxitos ni seguridades. Nos advierte que su Reino exigirá un estilo de vida difícil, con renuncias, con cruz. Igual que él no busca el prestigio social o las riquezas o el propio gusto, sino la solidaridad con la humanidad para salvarla, lo que le llevará a la cruz, del mismo modo tendrán que programar su vida los que le sigan. Si uno intenta seguir a Jesús con cálculos humanos y comerciales se llevará un desengaño. Porque los valores que nos ofrece Jesús son como el tesoro escondido, por el que vale la pena venderlo todo para adquirirlo. Pero es un tesoro que no es de este mundo. Las actitudes que nos anuncia Jesús como verdaderamente sabias y productivas a la larga son más bien paradójicas: «que se niegue a sí mismo... que cargue con su cruz... que pierda su vida». ¡Paradoja del evangelio! Quien "gana" pierde. Quien "pierde" gana. Verdaderamente lo que hay aquí es la cruz para Jesús. Y lo evocado es la persecución para los cristianos. "Perder su vida"… no es una vida fácil. "Salvar su vida". Quiero confiar en ti y creer en tu palabra, Señor. Mis renuncias, mis opciones, mis fidelidades, y mis cobardías... comprometen mi vida eterna: esto es algo muy grande, muy serio, algo que vale la pena. Les decía también: «Yo os aseguro que entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean venir con poder el Reino de Dios.»” 
2. –“¿De qué sirve que alguien diga: «Tengo fe», si no tiene obras?” «No son los que dicen 'Señor, Señor', los que entrarán en el Reino de los cielos, sino los que hacen la voluntad de mi Padre», decía Jesús. No hay que engañarse. Dios no se contenta con hermosos sentimientos. La fe lleva las obras, el amor también. Imaginémonos que el amador le dice al amante: "Yo te amo, pero no te lo probaré nunca con obras?"
La «creencia», la «fe» que no se expresa nunca con obras es una fe muerta. El amor que no se expresa nunca está a punto de morir si no está muerto ya.
-“Si un hermano o hermana no tienen de qué vestirse y carecen del sustento diario; y alguno de vosotros les dice: «Id en paz, calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?” Exigencia de realismo, de eficacia. Y esto aclara en profundidad la máxima precedente. Insensiblemente y sin advertirlo Santiago ha pasado de la fe a la caridad. ¡Y no lo ha hecho por azar! La «práctica» de la Fe, no consiste sólo en la misa del domingo, consiste también y ante todo en «la verdadera caridad en nuestra vida cotidiana». En este sentido puede decirse que hay «creyentes no-practicantes» entre los habituales de la misa del domingo. Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta. Señor, ayúdanos a ser lógicos con nuestras convicciones profundas. ¡Que mi fe abrace toda mi vida concreta y transforme cada uno de los minutos de mi semana!
-“Por mis obras muestro mi fe”. Santiago, como hemos observado a menudo, parece reaccionar aquí contra una interpretación inexacta de san Pablo, cuando éste afirma: «El hombre es justificado por la fe, independientemente de la observancia de la Ley» (Romanos 3, 2-8). Es verdad que no son nuestras obras las que nos salvan. El hombre no conquista su salvación, la recibe por un don gratuito de Dios. Y sin embargo la fe no puede ser una adhesión teórica a unas verdades abstractas, debe expresarse por obras. Hay que mantener firmes los dos extremos de la cadena. Dios da la gracia, pero el hombre ha de cooperar y corresponder a ella.
-“Resumiendo, así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta”. La comparación es en extremo esclarecedora. La fe y la vida están en relación biológica la una con la otra. ¿Es mi Fe el alma de mi vida cotidiana? Mi vida cotidiana ¿es el cuerpo de mi Fe? (Noel Quesson).
3. No es que las obras salven. El que salva es Dios. Pero la salvación que él nos da exige una acogida activa. En el salmo se nos hace repetir: «dichoso quien ama de corazón los mandatos del Señor», pero luego eso tiene una traducción práctica: «dichoso el que se apiada y presta y administra rectamente sus asuntos».
San Juan dirá también: «Hijos, no amemos de palabra ni de lengua, sino con obras y de verdad» (I Juan 3,18).
Llucià Pou Sabaté


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