24 de agosto, fiesta de San Bartolomé, apóstol: descubre en Jesús la respuesta a las inquietudes de su corazón, la Verdad que buscaba.
Lectura del libro del Apocalipsis 21,9b-14. El ángel me habló así: -«Ven acá, voy a mostrarte a la novia, a la esposa del Cordero.» Me transportó en éxtasis a un monte altísimo, y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios. Brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido. Tenía una muralla grande y alta y doce puertas custodiadas por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las tribus de Israel. A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y a occidente tres puertas. La muralla tenía doce basamentos que llevaban doce nombres: los nombres de los apóstoles del Cordero.
Salmo 144,10-11.12-13ab.17-18. R. Que tus fieles, Señor, proclamen la gloria de tu reinado.
Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles; que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas.
Explicando tus hazañas a los hombres, la gloria y la majestad de tu reinado. Tu reinado es un reinado perpetuo, tu gobierno va de edad en edad.
El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente.
Santo Evangelio según san Juan 1,45-51. En aquel tiempo, Felipe encuentra a Natanael y le dice: -«Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret.» Natanael le replicó: -«¿De Nazaret puede salir algo bueno?» Felipe le contestó: -«Ven y verás.» Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: -«Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño.» Natanael le contesta: -«¿De qué me conoces?» Jesús le responde: -«Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.» Natanael respondió: -«Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.» Jesús le contestó: -« ¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores.» Y le añadió: -«Yo os aseguro: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre.»
Comentario: 1. La 1ª lectura corresponde a la visión final del libro del Apocalipsis: la visión de la Jerusalén futura, escatológica, ciudad-virgen-esposa, que baja del cielo para celebrar sus bodas divinas con el Cordero. Después de las terribles visiones de las plagas con que la cólera divina juzga la tierra, y de las luchas titánicas de la Bestia y el Dragón contra los ejércitos celestiales, la visión de la Jerusalén celeste es un anticipo de la victoria definitiva de Cristo, resucitado y glorioso, sobre todas las potencias del mal. Esta Jerusalén transfigurada, presentada con las imágenes de una hermosa utopía, es la misma Iglesia de Jesucristo llevada a su plenitud. Las doce puertas en la muralla, los doce nombres sobre ellas, los doce basamentos de la muralla, los doce nombres de los basamentos, nos están hablando del pueblo de Israel, por una parte, y del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia de Cristo, edificada "sobre el cimiento de los apóstoles".
Doce puertas, doce ángeles, doce tribus, doce apóstoles.
En honor al apóstol Bartolomé, del que tenemos muy pocas noticias, la liturgia eclesial toma un párrafo del capítulo 21 del Apocalipsis dedicado a la declaración solemne de que los apóstoles del Señor son columnas o fundamento de la Iglesia, por derivación del poder de Cristo Jesús. Para nosotros, como creyentes, cuanto se refiere en la Escritura al grupo de apóstoles es de enorme importancia, pues ellos fueron las personas más cercanas y mejor instruidas por Jesús, y ellos principalmente -haciendo vida misional, evangelizadora- recibieron el encargo de cumplir la voluntad del Maestro: implantar el Reino en el mundo. Honrémonos, pues, en ellos y con ellos. Son maestros de nuestra fe. Y tengamos muy presente que, como apóstoles, y a imagen de Natanael, en nosotros no debe haber ni engaño ni doblez. Hoy, como ayer, es grato ante los ojos de Dios el corazón humano sencillo, ingenuo, pronto, servicial, disponible....
La ciudad era una institución cultural y política en la época del NT. Los habitantes del Imperio Romano vivían de buena gana en las grandes y hermosas ciudades esparcidas a todo lo largo y ancho del territorio. Para el pueblo judío, Jerusalén con su templo era el paradigma de la santidad. En ella estaba asegurada la presencia protectora de Dios sobre su pueblo. Esta es la razón de que una ciudad celestial se convierta en el símbolo más perfecto de la Iglesia, fundada por la predicación de los apóstoles. Si leemos todo el capítulo 21 del Apocalipsis, al que pertenece nuestro texto, encontramos las maravillosas características de esta ciudad divina, parábola de lo que como cristianos esperamos de Dios para el futuro definitivo: en ella no habrá llanto, ni enfermedad alguna, ni muerte, ni dolor. Porque Dios habrá renovado el mundo. Tampoco habrá pecado alguno en la ciudad celestial, porque Dios mismo asegura su santidad excluyendo de ella a los que obran el mal. Un elemento fundamental de las antiguas ciudades grecorromanas, y de la misma Jerusalén, eran los templos levantados en honor de los dioses. Pues bien, en la Jerusalén celestial no habrá templo alguno: "porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su santuario". Es decir, que se supera la distancia abismal entre Dios y los seres humanos, distancia que tratamos de colmar y de salvar rindiendo culto en los santuarios de la tierra, esperando que nuestras alabanzas y peticiones alcancen hasta el Cielo. Ahora no: se realizará plenamente aquello de que "En Dios vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17,28), sin necesidad de ningún intermediario. Finalmente, la luz que es símbolo de la verdad, la justicia y la paz, no provendrá de otra fuente distinta del mismo Dios y del Cordero.
¿Una hermosa utopía? Sí, porque el Señor nos concede, leyendo el libro del Apocalipsis, soñar con una humanidad reconciliada consigo misma y con Dios, en la que todos los seres humanos podamos ser plenamente felices. Es la utopía del evangelio que predicaron y por el que derramaron su sangre los apóstoles, como san Bartolomé.
Después de la lectura del Apocalipsis, la del pasaje del evangelio de san Juan nos pone con los pies en la tierra: se trata del seguimiento. Dos discípulos de Juan Bautista han seguido a Jesús por propia iniciativa, Jesús los ha aceptado en su compañía (Jn 1,35-39). Andrés, uno de ellos, va en busca de su hermano Simón y lo lleva ante Jesús, quien lo toma también como discípulo, imponiéndole un nombre significativo (Jn 1,40-42). Luego, Jesús, camino de Galilea, llama en su seguimiento a Felipe, paisano de Andrés y Pedro según san Juan, originarios de la pequeña ciudad de Betsaida en el litoral norte del mar de Galilea (los sinópticos dicen que Pedro y Andrés eran de Cafarnaún, no dan más datos de Felipe). Ahora, en nuestra lectura de hoy, Felipe habla de Jesús a Natanael, un apóstol no mencionado en los sinópticos, pero identificado por la tradición con el apóstol Bartolomé cuya fiesta estamos celebrando. El proceso vocacional de este discípulo resulta más complicado, Natanael duda, al escuchar al entusiasmado Felipe hablándole de Jesús, el hijo de José, de que de la oscura y desconocida Nazaret pueda salir algo bueno. Esto manifiesta, tal vez, su carácter franco y exigente. El elogio de Jesús, que lo llama "Israelita de verdad", no lo conmueve, simplemente pregunta por qué razón es conocido. Cuando Jesús le muestra su poder mesiánico, su sabiduría divina, su conocimiento sobrenatural de las cosas y de los seres humanos, Natanael rendidamente reconoce: "Rabbí (maestro en arameo), tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel". Luego Jesús anuncia al nuevo apóstol que verá cosas más grandes que el conocimiento sobrenatural del Mesías, que lo verá glorioso, resucitado de entre los muertos, sentado a la derecha del Padre.
La memoria de los apóstoles nos habla de nuestra propia vocación. También nosotros fuimos llamados por Cristo, alguien nos lo presentó o nos introdujo en su presencia, o simplemente fuimos llamados: "sígueme". Y a nosotros también, como a cada uno de los apóstoles, nos ha sido confiada una misión en la Iglesia. Según nuestras capacidades, según nuestras responsabilidades. No podemos dejar que nuestra vocación se duerma inactiva en cualquier rincón de nuestra vida. Confesemos a Jesús como lo hizo el apóstol Natanael-Bartolomé, y abracémonos a nuestra responsabilidad de testimoniar y anunciar el mensaje cristiano (Juan Mateos).
Cuando sea la consumación entonces se llevará a efecto el Matrimonio eterno del Cordero con la Novia, la Ciudad Santa que descenderá del cielo, resplandeciente con la Gloria de Dios. Será algo totalmente nuevo; hacia esa ciudad, de sólidos cimientos, se encamina la Iglesia como peregrina por este mundo. No puede detenerse a contemplar la obra realizada. Constantemente debe vivir en el amor hecho servicio, pues sólo al final del tiempo podremos decir que Dios será en nosotros y nosotros en Dios. Nuestra fidelidad a la doctrina que recibieron los apóstoles será lo que le dé firmeza a nuestra fe. Pero esa fidelidad no puede centrarse sólo en la escucha de sus enseñanzas sino en la puesta en práctica de todo aquello que ellos experimentaron en su vida. Entonces, al igual que ellos, nos encaminaremos hacia las bodas eternas con el Cordero Inmaculado a través del camino, tal vez arduo, que nos lleva tras las huellas de Cristo, cargando nuestra cruz de cada día, sabiendo que jamás podremos decir que somos lo suficientemente perfectos, sino que necesitamos de una continua conversión y del ser conformados, día a día, por el Espíritu Santo, en una imagen cada vez más perfecta del Hijo de Dios.
Los apóstoles son las perlas preciosas que San Juan dice haber visto en el Apocalipsis y que constituyen las puertas de la Jerusalén celestial (Ap 21,21)... En efecto, cuando los apóstoles, por sus signos y prodigios hacen brillar la luz divina, abren las puertas de la gloria de la Jerusalén celestial a todos los pueblos convertidos a la fe cristiana. Y todos los que se salvan, gracias a ellos, entran en la vida, como un viajero entra por una puerta... De ellos dice el profeta: "¿Quiénes son ésos que vuelan como nubes...?" (Is 60,8) Estas nubes se condensan en agua cuando riegan la tierra de nuestro corazón con la lluvia de su doctrina para hacerla fértil y portadora de gérmenes de buenas obras... Bartolomé, cuya fiesta celebramos hoy, quiere decir en arameo: "hijo del portador de agua". Es hijo de este Dios que levanta el espíritu de sus predicadores a la contemplación de las verdades de arriba, de manera que puedan regar con eficacia y en abundancia, con la lluvia de la palabra de Dios, el campo de nuestros corazones. Ellos beben el agua de la fuente con el fin de podernos saciar a nosotros de esta misma agua.
Este paso de las 12 tribus de Israel a los 12 Apóstoles, del Antiguo pueblo a la Iglesia, de la Antigua a la Nueva Alianza, se ve muy bien en esta lectura. La Gaudium et spes 39 dice, al hablar de la Tierra nueva y el Cielo nuevo: "Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas, que Dios creó pensando en el hombre.
Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios. Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: "reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz". El Reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección".
2. Sal 145(144). Quien ha experimentado el amor de Dios no puede sino convertirse en testigo alegre del mismo para toda la humanidad. La Iglesia de Cristo proclama las maravillas de su Señor porque Él la amó y se entregó por ella para purificarla de todos sus pecados. Aun cuando a veces nos sucedan algunos acontecimientos incomprensibles, tal vez incluso dolorosos, el Señor jamás nos abandonará, sino que estará siempre a nuestro lado como poderoso protector, pues Él es nuestro Padre, lleno de amor y de ternura por nosotros, y no enemigo a la puerta. Él no está lejos de aquellos que lo buscan, y está muy cerca de quien lo invoca. Dejémonos amar por el Señor. Pero no sólo busquemos su protección; busquemos también vivir comprometidos con la Misión salvadora que Él confió a su Iglesia.
El tema central de este salmo es la providencia amorosa de Dios sobre los que sufren y sobre todas las criaturas y la universalidad del reinado de Dios mediante su bondad, que recoge especialmente la liturgia de hoy y que se realiza especialmente en la persona de Jesús y la Parusía, como hemos leído en el Ap. Comenta S. Juan de la Cruz: "para alcanzar las peticiones que tenemos en nuestro corazón, no hay mejor medio que poner la fuerza de nuestra oración en aquella cosa que es más gusto de Dios; porque entonces no sólo dará lo que le pedimos, que es la salvación, sino aun lo que Él ve que nos conviene y nos es bueno, aunque no se lo pidamos, según lo da bien a entender David en un salmo (144, 18), diciendo: Cerca está el Señor de los que le llaman en la verdad, que le piden las cosas que son de más altas veras, como son las de la salvación; porque de éstos dice luego (Ps 144,19): La voluntad de los que le temen cumplirá, y sus ruegos oirá, y salvarlos ha. Porque es Dios guarda de los que bien le quieren. Y así, este estar tan cerca que aquí dice David, no es otra cosa que estar a satisfacerlos y concederlos aun lo que no les pasa por pensamiento pedir".
3. Hoy celebramos la fiesta del apóstol san Bartolomé. El evangelista san Juan relata su primer encuentro con el Señor con tanta viveza que nos resulta fácil meternos en la escena. Son diálogos de corazones jóvenes, directos, francos... ¡divinos!
Jesús encuentra a Felipe casualmente y le dice «sígueme» (Jn 1,43). Poco después, Felipe, entusiasmado por el encuentro con Jesucristo, busca a su amigo Natanael para comunicarle que —por fin— han encontrado a quien Moisés y los profetas esperaban: «Jesús el hijo de José, el de Nazaret» (Jn 1,45). La contestación que recibe no es entusiasta, sino escéptica: «¿De Nazaret puede haber cosa buena?» (Jn 1,46). En casi todo el mundo ocurre algo parecido. Es corriente que en cada ciudad, en cada pueblo se piense que de la ciudad, del pueblo vecino no puede salir nada que valga la pena... allí son casi todos ineptos...
Pero Felipe no se desanima. Y, como son amigos, no da más explicaciones, sino dice: «Ven y lo verás» (Jn 1,46). Va, y su primer encuentro con Jesús es el momento de su vocación. Lo que aparentemente es una casualidad, en los planes de Dios estaba largamente preparado. Para Jesús, Natanael no es un desconocido: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Jn 1,48). ¿De qué higuera? Quizá era un lugar preferido de Natanael a donde solía dirigirse cuando quería descansar, pensar, estar solo... Aunque siempre bajo la amorosa mirada de Dios. Como todos los hombres, en todo momento. Pero para darse cuenta de este amor infinito de Dios a cada uno, para ser consciente de que está a mi puerta y llama necesito una voz externa, un amigo, un "Felipe" que me diga: «Ven y verás». Alguien que me lleve al camino que san Josemaría describe así: Buscar a Cristo; encontrar a Cristo; amar a Cristo (Christoph Bockamp).
Jesús retrata a la perfección su personalidad atractiva en muy pocas palabras ante todos: Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez. Y, a continuación, en respuesta a la natural extrañeza del futuro apóstol, dice Jesús de modo implícito el motivo de su infinita sabiduría. Manifiesta abiertamente que sus capacidades son sobrenaturales: Antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi. A partir de ese momento, y para el resto de su vida, no hubo ya para Bartolomé otro interés que servir a la causa de Jesús. La condición divina, de quien había podido conocerle por dentro y también su quehacer de unos momentos antes, debía ser, en justicia, confesada. Su hombría de bien le impulsa a no callar: Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel. Lo demás, en la vida de san Bartolomé, fue una consecuencia lógica de quien, en efecto, no tiene doblez. Este apóstol procuró ser coherente en lo sucesivo con lo que tuvo ocasión de comprobar, con la asistencia eficaz de Felipe: que Jesús de Nazaret era el Cristo prometido por Dios como Salvador del mundo. Y ese mismo Hijo Dios lo admitía entre los suyos. Dios encarnado contaba con su colaboración y le prometía contemplar y participar en su gloria sobrenatural.
Ante la figura sencilla, franca y recia de Natanael, consecuente con sus convicciones por mucho que se deba rectificar: humilde, ¿qué conclusiones, que propósitos nos brotan en el silencio sincero de nuestra meditación? Posiblemente debemos aprender también de este apóstol su fe. Una fe en la divinidad de Jesucristo que se desborda en confesión pública y en conducta de vida leal a Quien se le ha manifestado de modo tan gratuito y le ha enriquecido para siempre. La promesa de Jesús: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo de el Hombre, es, desde luego, un animante estímulo para siempre, capaz de hacer reemprender el trabajo apostólico en momentos de aridez, o cuando una pesada soledad parece agostar las joviales energías de otro tiempo.
Dios no sabe abandonar a sus hijos. A cada uno nos basta ser como somos, coherentes con las capacidades que hemos recibido por familia, por cultura, por medios materiales, por salud... Dios nos conoce y quiere difundir en nuestros ambientes su Gracia y el tesoro de una Vida Eterna usando nuestras manos, nuestra boca, nuestro trabajo, nuestra sonrisa.
La Madre Dios, Reina de los Apóstoles, nos protege maternalmente, como protegió a los doce discípulos de su Hijo, hasta que se vieron llenos del Espíritu Santo.
Todos nosotros, nos hemos encontrado con Jesús desde pequeños, en casa desde niños nuestros mayores nos enseñaron a rezar. En la catequesis y en el colegio hemos aprendido cosas de Jesús. En la misa del domingo escuchamos la Palabra de Dios que nos habla de Jesús. En muchas ocasiones tenemos la posibilidad de conocer y de saber cosas de su vida. Pero de alguna manera nos pasa que no acabamos de entusiasmarnos con él. A diferencia de San Bartolomé la fe en Jesús no marca el rumbo de nuestra vida. Para nosotros la fe en Jesús no siempre es un descubrimiento, sino que más bien nos parece algo normal, y por parecernos algo normal podemos acabar por restarle importancia. Nos puede pasar que estemos acostumbrados a tener fe igual que podemos estar acostumbrados a tener agua potable (cuando solo una de cada tres personas la tiene en el mundo), o igual que podemos estar acostumbrados a vivir rodeados de un paisaje privilegiado y no valorarlo. La costumbre, en ocasiones, nos hace no valorar las cosas que tenemos a nuestro alrededor. Pues bien por eso al comenzar la Misa decíamos.- Afianza Señor en nosotros aquella fe con la que Bartolomé, tu apóstol, se entregó sinceramente a Cristo. Pedíamos al Señor que nos afiance la fe, y también debemos de pedir que nos la fortalezca, y que nos la aumente. Y debemos de pedir al Señor que nos ayude a valorar el tesoro que nos ha concedido. Que S. Bartolomé nos ayude a afianzar nuestra fe, y a compartirla con todos los que nos rodean para que crezca, y se fortalezca (Paco Artime).
Está en relación con la felicidad: ¿Qué nos llena por entero? ¿Tú, Cristo, puedes llenar siempre el corazón humano, infinito por su propia capacidad? Jesús no sólo fue un hombre perfecto, sino que era por antonomasia Dios Perfecto. En su condición de Dios, Jesús puede garantizarnos a los seres humanos su capacidad infinita en el tiempo y en la eternidad de llenar el corazón humano. ¿Quién en esta vida nos puede asegurar que nos querrá siempre? Mucha gente se jura amor eterno, pero luego dice que era en aquel momento, bajo aquellas circunstancias… que aquello se pasa… ¿Qué en esta vida nos podrá certificar que nos agradará siempre? ¿Qué en esta vida nos podrá vender la mentira de que siempre nos llenará de satisfacción? Todo, y todo lo que no sea Dios, es caduco, no podrá nunca asegurarnos un estado de felicidad infinita. Basta ver cómo se derrumban las esperanzas que tantos seres humanos han construido esperándolo todo de ellas. Sólo Cristo permanece.
Finalmente, ¿Tú, Cristo, eres capaz de llenar de alegría mi vida, de gozo mi corazón, de ilusión mi caminar con ese Evangelio en donde sólo los pobres, los mansos, los misericordiosos, los perseguidos van a ser felices? Y Cristo nos asegura que sí, que Él es capaz de llenar nuestras vidas con todo esto que el mundo desprecia y rechaza, porque los bienaventurados del mundo moderno son los poderosos, los dominadores, los ricos, los vengativos, los iracundos, los reconocidos, los que ríen. Es tremendo ver cómo se puede concebir de forma tan distinta la felicidad, pero ya la historia va dando de sobra la razón al Evangelio. Porque del Evangelio han salido los hombres felices, en paz, llenos de ilusión y esperanza. De las teorías del mundo moderno han salido las depresiones, las ansiedades, las angustias, la tristeza.
En conclusión, aceptemos a Cristo con ilusión, como la esperanza que se coloca por encima de cualquier otra esperanza, como la promesa que hace realidad lo más apetecido por el ser humano, como la certeza de un futuro lleno de sentido y de gozo. Cristo, Hijo de Dios, Perfecto Dios y Perfecto Hombre es la medida del corazón humano.
Tras el encuentro con Jesús, Natanael exclama con ilusión y fuera de sí: "Rabbi, Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres el Rey de Israel", y todo porque el Maestro le había dicho que lo había visto debajo de la higuera. Parece una escena surrealista, pero encierra una gran verdad, que vamos a comentar.
¿De Nazaret puede haber cosa buena? (Jn 1,46). Natanael, tal vez acostumbrado ya a tantos falsos mesías que habían salido como estrellas fugaces en la historia del pueblo de Israel, se extraña de aquellas palabras tan encendidas de Felipe en las que le comunica que un tal Jesús, de Nazaret, hijo de José, es el anunciado por Moisés y los profetas. No es rara esta experiencia para el hombre de hoy y de siempre, que lo ha esperado todo de todo y de todos y casi siempre se ha visto a sí mismo sorprendido por la inconsistencia de las cosas. Por eso, Natanael se sorprende y responde con esa pregunta: ¿De Nazaret puede haber cosa buena? Este tipo de repuestas se encuentran en los labios de muchos hombres de hoy a propósito de cualquier nueva proposición de dicha ofrecida por la sociedad o por un amigo. La desilusión y la desconfianza se han instalado en ese corazón ya un poco seco y pasota del hombre moderno. Él estaba harto de respuestas falsas, quizá hastiado de no encontrar sentido a la vida había hecho una petición al cielo, desesperado, había pedido una señal: "si hay algo serio, si hay un sentido a todo esto, que alguien me diga algo y haga referencia a este momento de la higuera"…
"Rabbí, Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres el Rey de Israel" (Jn 1,49). Después de que Felipe le invite a acercarse a Cristo y de que Cristo hable de su honradez y rectitud, son esas palabras de Cristo: "Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi", (Jn 1,48), las que mueven de una forma terrible el interior de Natanael y en un grito de admiración y de reconocimiento llama a Jesús "Hijo de Dios". Para Natanael, tal vez un inquieto rabino o estudioso de las Escrituras, de repente la vida se ha iluminado con la presencia de aquel hombre que le ha presentado su amigo Felipe. En él ha encontrado de repente y de golpe a quien buscaba y lo que buscaba en una armoniosa síntesis. Es como si una vida ya al borde del desencanto se encontrara de repente con esa verdad que lo explica todo y llena de paz y felicidad el corazón. Todavía no sabe cómo, pero Natanael intuye que aquel hombre va a colmar todas sus expectativas.
"Has de ver cosas mayores" (Jn 1,50). Jesús le anuncia que aquella primera experiencia se va a multiplicar. Es como si le dijese: si dejas a Dios de veras entrar en tu corazón, todo lo que anhelabas, esperabas, deseabas, se convertirá en realidad. Y es que Dios es mucho más de lo que el hombre puede imaginarse. En realidad la felicidad que el hombre busca no es nada al lado de lo que Dios le ofrece. Dios siempre supera toda expectativa, todo deseo, toda esperanza. Natanael, el desconfiado, de repente ha quedado cogido por Cristo y un sentimiento de entusiasmo se apodera de él. En adelante será un don, una gracia, un privilegio servir a aquel Maestro que ya le había visto cuando estaba debajo de la higuera. Si nosotros dejáramos a Dios entrar en nuestro corazón a fondo, si nosotros hiciéramos una experiencia auténtica de Dios, si nosotros nos liberáramos del miedo a abrir las puertas del corazón a Dios, también diríamos, llenos de entusiasmo y gozo, "Rabbí, Tú eres el Hijo de Dios".
Este Apóstol, con su admiración por Cristo, nos puede enseñar a nosotros, hombres de hoy, una serie de actitudes muy necesarias frente a las cosas de Dios, pues a lo mejor es posible que nuestra vida espiritual y religiosa esté impregnada de modos fríos, racionalistas, calculadores, lejanos todos ellos de ese talante alegre, cordial y humano que debe caracterizarnos como hijos de Dios. Hay que decir que a veces el debilitamiento en la fe de muchos hermanos nuestros ha sido culpa de no ver en la religión a una persona, sino sólo un conjunto de principios y normas. Si nuestra religión no es Cristo, si el porqué de nuestra fidelidad no es su Persona, si en cada mandamiento no vemos el rostro de Jesús, la religión terminará agobiándonos, porque se convertirá en un montón de deberes, sin relación a Aquél a quien nosotros queremos servir. Vamos, pues, a exponer algunas de las características que deben brillar en la vivencia de nuestra fe y de nuestros deberes religiosos.
Si Cristo, don de Dios al mundo, es lo mejor para el hombre, entonces es imposible no vivir con gozo y alegría profunda la fe, es decir, la relación personal del hombre con Dios. Muchas veces los cristianos con nuestro estilo de vivir la fe, marcado por la tristeza, la indiferencia, el cansancio, estamos demostrando a quienes buscan en nosotros un signo de vida una profunda contradicción. El cristianismo es la religión de la alegría y no puede producir hombres insatisfechos. Al revés, la religión vivida de veras, como fe en Jesucristo, confiere al hombre plenitud, gozo, ilusión. Frente a todas las propuestas de felicidad, que terminan con el hombre en la desesperación, Cristo es la respuesta verdadera que no sólo no engaña sino que colma mucho más de lo esperado. Esta certeza debe reflejarse en nuestro rostro, rostro de resucitados, rostro de hombres salvados.
Si Cristo está vivo y es Hijo de Dios, mi relación con él tiene que ser mucho más personal, cercana e íntima. Tal vez ha faltado en muchas educaciones religiosas ese acercamiento humano a la figura de Cristo, un acercamiento que nos permite establecer con él una relación más cordial y sincera, como la que se tiene con un amigo. Es fácil comprender por qué con frecuencia la vida de oración de muchos creyentes es árida, seca, distraída. No se entra en contacto con la Persona, sino sólo tal vez con una idea de Dios, aun dentro del respeto y de la veneración. De ahí el peligro para muchos hombres de racionalizar la misma oración, convirtiéndola en reflexión religiosa, pero no en experiencia de Dios. Lógicamente la fe se empobrece mucho así. Y no debe ser así. La fe ha de ser vivida como experiencia personal de Cristo, y por tanto en un clima de cordialidad y de cercanía (ver las obras de santa Teresa de Jesús, santa Teresita de Jesús, san Josemaría Escrivá, el santo Cura de Ars, san Francisco de Sales…).
Si Cristo es, en fin, la esperanza del mundo, de la que hablaron Moisés y los profetas, entonces hay que vivir en la práctica la fe con seguridad y convencimiento. Podemos dar la impresión los cristianos de que creemos en Cristo, pero no lo suficiente como para abandonar otros caminos de felicidad al margen de él, de su Evangelio, de su Persona. Y esto en la vida se convierte en una contradicción práctica. Aparentamos tener lo mejor, pero nos cuidamos las espaldas teniendo reemplazos. Es como si afirmáramos que tal vez la fe en Cristo no es del todo segura y cierta, que tal vez Él nos puede fallar. El mundo necesita de nosotros hoy la certeza de nuestra fe, una certeza que nos lleve a quemar los barcos, porque ya no los necesitamos, seguros como estamos de que hemos elegido la mejor parte.
Conclusión. Cómo se necesita en estos momentos en nuestra vida de cristianos y creyentes estas características en nuestra relación con Dios: un estilo de fe lleno de gozo y de entusiasmo, una relación con Dios cercana y cordial, una certeza absoluta de Dios como lo mejor para el hombre de hoy. En esta sociedad en que por desgracia la fe se ha convertido en una carga, hacen falta testigos vivos de un Evangelio moderno y verdadero. En este mundo en que falta alegría en muchos cristianos que viven un poco a la fuerza su fe, hacen falta rostros alegres porque saben vivir su religión en la libertad. Y en este peregrinar hacia la eternidad en el que muchos creyentes miran hacia atrás acordándose de lo que dejan, hacen falta hombres que caminen con seguridad y certeza, sin volver los ojos atrás, hacia el futuro que Dios nos promete.
Ser verdaderos hombres de fe, en quienes no haya doblez. Eso es lo que espera Dios de nosotros, que decimos haber depositado en Él nuestra fe y nuestra confianza. Jesús conoce hasta lo más profundo de nuestro ser. Ante sus ojos nada hay oculto. Pero el que Él nos conozca y nos ame no tendrá para nosotros ningún significado si no aceptamos ese amor que nos tiene, y si no nos dejamos conducir por Él. Confesar a Cristo como el Hijo de Dios y Rey de Israel no debe llevarnos a verlo como alguien lejano a nosotros. En Cristo, Dios se acercó a nosotros para liberarnos de nuestra esclavitud al pecado y hacernos hijos de Dios. Jesús es no sólo el Hijo de Dios; Él mismo le recuerda a Natanael que es el Hijo del hombre, que se convierte en nuestro camino para llegar hasta Dios. Mayores cosas habrá de ver Natanael: La glorificación de Jesús, que, pasando por la muerte, se sentará en su trono de Gloria eternamente y nos abrirá el cielo para que, llegado el momento, también nosotros participemos de su Gloria. Sea Él bendito por siempre.
Somos tan frágiles que no podemos negar que muchas veces el pecado nos ha dominado, y hemos vivido infieles a la Alianza que Dios ha sellado con nosotros mediante la Sangre del Cordero Inmaculado. Pero Dios no nos ha abandonado, sino que espera nuestro retorno, para revestirnos nuevamente de su propio Hijo, con todos los derechos que a Él le corresponden. ¿Acaso podrá salir algo bueno de nosotros? No tengamos miedo ni nos desanimemos. Basta que tengamos fe, pues el Señor hará grandes cosas por nosotros. Si confiamos en el Señor veremos maravillas, pues Dios hará que nuestra vida de pecado quede atrás y que en adelante vivamos como hijos suyos. Confiemos en Él. Veamos a los Apóstoles. Veamos sus fragilidades, defectos y traiciones. Pero contemplemos también la obra que la gracia realizó en ellos. Dios puede hacerlo también con nosotros, si no lo abandonamos ni desconfiamos de su amor ni de su misericordia.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de saber vivir en plenitud nuestro compromiso de fe en Cristo Jesús, no sólo para disfrutar sus dones, sino también para trabajar intensamente por su Reino. Que podamos algún día, ya desde aquí, entonar el Magníficat con Ella: reconociendo las maravillas que el Señor hace en nosotros, si le dejamos por la fe. Amén (Homiliacatolica.com).
Llucià Pou Sabaté
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