Lunes de la 20º semana: Dios ha sido muchas veces traicionado por el hombre, que prefiere seguir señuelos de felicidad más a corto plazo, pero su misericordia se vuelca en la historia, y se encarna en Jesús, que nos ofrece continuamente dejarlo todo y seguirle
Jueces 2,11-19. 11 Entonces los hijos de Israel hicieron lo que desagradaba a Yahveh y sirvieron a los Baales. 12 Abandonaron a Yahveh, el Dios de sus padres, que los había sacado de la tierra de Egipto, y siguieron a otros dioses de los pueblos de alrededor; se postraron ante ellos, irritaron a Yahveh; 13 dejaron a Yahveh y sirvieron a Baal y a las Astartés. 14 Entonces se encendió la ira de Yahveh contra Israel. Los puso en manos de salteadores que los despojaron, los dejó vendidos en manos de los enemigos de alrededor y no pudieron ya sostenerse ante sus enemigos. 15 En todas sus campañas la mano de Yahveh intervenía contra ellos para hacerles daño, como Yahveh se lo tenía dicho y jurado. Los puso así en gran aprieto. 16 Entonces Yahveh suscitó jueces que los salvaron de la mano de los que los saqueaban. 17 Pero tampoco a sus jueces los escuchaban. Se prostituyeron siguiendo a otros dioses, y se postraron ante ellos. Se desviaron muy pronto del camino que habían seguido sus padres, que atendían a los mandamientos de Yahveh; no los imitaron. 18 Cuando Yahveh les suscitaba jueces, Yahveh estaba con el juez y los salvaba de la mano de sus enemigos mientras vivía el juez, porque Yahveh se conmovía de los gemidos que proferían ante los que los maltrataban y oprimían. 19 Pero cuando moría el juez, volvían a corromperse más todavía que sus padres, yéndose tras de otros dioses, sirviéndoles y postrándose ante ellos, sin renunciar en nada a las prácticas y a la conducta obstinada de sus padres.
Salmo 106,34-37, 39-40,43-44. 34 No exterminaron a los pueblos que Yahveh les había señalado, 35 sino que se mezclaron con las gentes, aprendieron sus prácticas. 36 Sirvieron a sus ídolos que fueron un lazo para ellos; 37 sacrificaban sus hijos y sus hijas a demonios. 39 Así se manchaban con sus obras, y se prostituían con sus prácticas. 40 Entonces se inflamó la cólera de Yahveh contra su pueblo, y abominó de su heredad. 43 Muchas veces los libró aunque ellos, en su propósito obstinados, se hundían en su culpa; 44 y los miró cuando estaban en apuros, escuchando su clamor.
Mateo 19,16-22. 16 En esto se le acercó uno y le dijo: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?» 17 El le dijo: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.» 18 «¿Cuáles?» - le dice él. Y Jesús dijo: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, 19 honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo.» 20 Dícele el joven: «Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?» 21 Jesús le dijo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme.» 22 Al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes.
Comentario: 1.- Jc 2,11-19. De hoy al jueves leeremos el Libro de los Jueces, siguiendo la historia del pueblo de Israel. Va a ser el último de la serie de libros del AT que hemos ido leyendo durante nueve semanas, a partir del Génesis y la historia de Abrahán, para pasar, desde el lunes que viene, al NT. El Libro de los Jueces nos cuenta la historia desde la muerte de Josué, cuando ya se estaba completando la entrada en la tierra de Canaán, hasta que unos dos siglos más tarde, se estableció la monarquía, con Saúl como primer rey. Más o menos, desde el 1200 al 1000 antes de Cristo. Es un período difícil, porque la instalación de las doce tribus en esta nueva tierra, aunque fuera la prometida a Abrahán, no les resultó nada fácil: como es natural, los pueblos allí residentes no aceptaban de buen grado a los nuevos vecinos. Además, los israelitas se habían acostumbrado a una vida nómada, por el desierto, y les costaba adaptarse a una cultura más sedentaria y agrícola. Dios les guió durante estos dos siglos suscitando a los Jueces, personas carismáticas que les ayudaban a defenderse del continuo acoso de los enemigos y les transmitían la voluntad de Dios. No vamos a leer la actuación de todos los Jueces (por ejemplo de Sansón o de Débora): sólo de dos de ellos, Gedeón y Jefté.
Es el «tiempo de los Jueces». Los hebreos se van instalando poco a poco en Palestina: las tribus, aún muy individualistas, son acechadas sin cesar por la hostilidad de las poblaciones locales y se dejan llevar fácilmente a adoptar los cultos idolátricos de esas poblaciones de Canaán. Entonces, «bajo la inspiración del Espíritu de Yavéh», surgen los jueces, es decir, unos héroes que vienen a restablecer la situación política comprometida... Una vez muerto Josué, las diversas tribus continuaron instalándose en la tierra prometida. No faltaron los conflictos con los pueblos allí establecidos, mientras los israelitas intentaban hacerse un lugar entre los pueblos cananeos. Durante este tiempo los recién venidos iban asimilando una cultura sedentaria y agrícola, iban obrando una integración que, de hecho, ponía a prueba la antigua fe en Yahvé. Leyendo el libro de los Jueces, vemos que los altibajos de apostasía y de conversión fueron constantes. Seducidos por los dioses de la fertilidad, por los dioses del éxito, abandonaban una y otra vez al Dios misterioso pero liberador de sus padres.
El libro de los Jueces, después de hacer una introducción histórica (c. 1), continúa con una segunda introducción, de carácter marcadamente deuteronómico, en la que anticipa a grandes rasgos las etapas teológicas del drama: o Israel tiene presentes las grandes gestas libertadoras de Yahvé (2,7.10) o Israel se desintegra. Según la visión del autor, el Dios único no se queda pasivo. Los éxitos o fracasos históricos son interpretados como un efecto de la acción de Yahvé, que toma una actitud severa, que se indigna, que les es contrario, que hasta los «vende» a los enemigos (14), pero que por medio de unos hombres escogidos los libera, cuando el pueblo con su clamor manifiesta un inicio de conversión. Es la historia de la fe de un pueblo, una historia no siempre edificante, una historia que es lugar de encuentro entre Dios y su pueblo, una historia que es en todo caso motivo de reflexión.
Es también la historia del amor de Dios. Un amor que, visto en una perspectiva deuteronómica, es apasionado y celoso (Dt 6,15ss), que no soporta la infidelidad (Dt 7). La responsabilidad del hombre y su obediencia a los preceptos del Señor son indispensables si el hombre quiere vivir feliz en la tierra prometida (Dt 28).
Pero este amor del Señor es fundamentalmente gratuito. Los simples gemidos del pueblo oprimido (18) bastan para mover al Señor a actuar. Entonces suscita "jueces", que en este caso son jefes carismáticos, los cuales saben aglutinar una o más tribus en torno de la fe en Yahvé y pueden hacer frente victoriosamente a los adversarios.
En esta segunda introducción hallamos anticipado el esquema teológico de muchos episodios del libro, esquema que se puede resumir en cuatro momentos: pecado de los israelitas, caída en manos de los enemigos, conversión y liberación (D. Roure).
La página que meditamos hoy es un prólogo doctrinal, una especie de teología de la historia en cuatro tiempos: 1. El pueblo de Israel abandona al verdadero Dios para seguir a los falsos dioses. 2. El castigo divino llega en forma de fracasos militares. 3. El pueblo suplica a Dios que le salve y hace penitencia. 4. Dios perdona y envía a un Juez para librarlos...
1. Después de la muerte de Josué, los hijos de Israel hicieron lo que desagradaba al Señor y dieron culto a los Baales... Siguieron a otros dioses de los pueblos de alrededor... No nos quedemos en la situación de "aquella época", evocada aquí. Nuestra época, nuestra Iglesia, nosotros los cristianos de HOY ¿no caemos también en esa misma infidelidad? que, como entonces, consiste precisamente en dejarse contaminar por el paganismo materialista que nos envuelve. ¿No adoptamos, también nosotros, la mentalidad del ateísmo del dejarse llevar, del culto del dinero y del confort? Me detengo a considerar mi vida y a descubrir como me dejo intoxicar... quizá sin darme cuenta de ello.
2. Entonces se encendió la ira del Señor contra Israel. Los puso en manos de salteadores, los abandonó a los enemigos del alrededor y fueron incapaces de resistirles... Fueron sumidos en un gran desamparo. Notemos que el castigo viene del mal mismo: se es castigado por donde se ha pecado. Los vecinos, a los que se ha imitado, son los que se encargan de hacer sufrir a los israelitas. Así puede ocurrir que la desacralización misma produzca como una especie de vacío: un estar abandonado a una vida sin Dios, a la angustia metafísica de la condición humana... En el fondo no hay peor castigo.
3. El Señor se conmovió por los gemidos que proferían los israelitas bajo la violencia de sus opresores. Es una verdad permanente: si no hay fidelidad, no hay tampoco Alianza posible con Dios. No puede contar con ser amigo de Dios aquel que hace el mal voluntariamente; porque no existe medida común entre Dios santo y justo y nuestras injusticias y bajezas. Pero, por parte de Dios, la Alianza hecha con la humanidad sigue en pie. Esta es otra verdad permanente: la fidelidad incansable de Dios no renuncia nunca a querer salvar y perdonar. Pero es preciso consentir en aceptar esa gracia.
4. Entonces el Señor suscitó jueces que les salvaran de los salteadores... Cuando el Señor hacia surgir para ellos un juez, les salvaba de la mano de sus enemigos. La liberación de los enemigos temporales es una primera aproximación de una «salvación, cuya verdadera naturaleza se irá revelando a lo largo de la historia sagrada: ¡Dios salva! La salvación definitiva será Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte. Gracias, Señor. ¡Sálvanos! (Noel Quesson). Los judíos tenían la impresión de que Dios los ayudaba con su misericordia, pero que los pecados eran causa del castigo de la deportación… la idolatría no determina un destino histórico, pero sí que se puede sacar experiencia del mal, como recordaba S. Josemaría: "En cierta ocasión, oí comentar a un desaprensivo que la experiencia de los tropiezos sirve para volver a caer, en el mismo error, cien veces. Yo os digo, en cambio, que una persona prudente aprovecha esos reveses para escarmentar, para aprender a obrar el bien, para renovarse en la decisión de ser más santo. De la experiencia de vuestros fracasos y triunfos en el servicio de Dios, sacad siempre, con el crecimiento del amor, una ilusión más firme de proseguir en el cumplimiento de vuestros deberes y derechos de ciudadanos cristianos, cueste lo que cueste: sin cobardías, sin rehuir ni el honor ni la responsabilidad, sin asustarnos ante las reacciones que se alcen a nuestro alrededor -quizá provenientes de falsos hermanos-, cuando noble y lealmente tratamos de buscar la gloria de Dios y el bien de los demás".
2. El peor pecado del pueblo de Israel, precisamente en la época de los Jueces y de los Reyes, desemboca en el castigo del desierto (vv 40-42), pero en el texto de la Misa se hace hincapié en la misericordia y el perdón.
En la página de hoy se nos dice cuál va a ser el «esquema» de esta historia esquema que repite, de forma más poética, el salmo: - el pueblo peca contra Dios, cayendo en la idolatría a la que le tientan los dioses de los pueblos cananeos (antes habían sido los de Egipto y los del desierto); «se fueron tras otros dioses, irritando al Señor»; ahora eran Baal y Astarté, los dioses de la fecundidad; - viene el castigo medicinal de Dios: «los entregó a bandos de saqueadores, los vendió a los enemigos... llegando a una situación desesperada»; - el pueblo recapacita, se arrepiente y se dirige a Dios para pedirle perdón y ayuda - Dios, con un corazón siempre lleno de misericordia y amor, «escucha sus gritos», como dice el salmo, y «hace surgir Jueces, que los libran de las bandas de salteadores». Con esto parecía que la cosa se remediaba, pero el mismo libro nos anuncia que «ni a los Jueces hacían caso», sino que, al cabo de poco, «en cuanto moría el Juez», volvían a las andadas, «recaían y se portaban peor que sus padres», «prostituyéndose con otros dioses».
La historia se repite. La humanidad no aprende. Nosotros, tampoco. En la vida de la Iglesia hay períodos difíciles de adaptación a los cambios culturales, que han ido acompañados de desviaciones y han necesitado correcciones posteriores. En nuestra vida personal también se dan altibajos notorios.
Adorar a otros dioses no se refiere sólo a un culto litúrgico de fiestas o sacrificios. Conlleva otras cosas: «emparentaron con los gentiles, imitaron sus costumbres... se mancharon con sus acciones y se prostituyeron con sus maldades», como dice el salmo. Adorar a Baal suponía un género de vida que no era precisamente el que Israel había pactado con Yahvé, ni en el terreno de la vida sexual ni, sobre todo, en el de la justicia social. La dialéctica es la misma. Somos débiles y volvemos a las andadas, por más voces proféticas que oímos y por más escarmientos que nos hacen recapacitar. A un período más o menos floreciente, sigue otro de deterioro, en que volvemos a dejarnos contaminar por la mentalidad de los dioses circundantes. ¿Cuántas veces ha habido que acometer reformas en la historia de la Iglesia, porque las cosas no podían continuar como estaban? ¿no ha sido el Concilio Vaticano una revisión a fondo de nuestras comprensiones teológicas y de nuestras actitudes vitales? ¿no han tenido que reflexionar seriamente las familias religiosas sobre el camino que han seguido hasta ahora y el que se espera que sigan en el futuro, purificándose de adherencias que las empobrecían y desviaban? Algo parecido debemos hacer cada uno de nosotros, sobre todo en días de retiro o de ejercicios, o en los tiempos fuertes de la liturgia: examinar la marcha de nuestra vida, para que no se desvíe de los caminos de Dios. Menos mal que, por encima de nuestros fallos, está la bondad de Dios, que no se cansa de amar y de perdonar: «él miró su angustia y escuchó sus gritos» como nos ha dicho el salmo (J. Aldazábal).
3.- Mt 19, 16-22 (paralelo Mc 10,17-30: domingo 28, ciclo B). La escena del joven que se acerca a Jesús porque quiere ser perfecto, se ha convertido en el prototipo de la llamada vocacional a una vida de seguimiento más cercano de Jesús. Ese joven estaba bien dispuesto. No se conformaba con lo común, sino que buscaba un sentido más profundo para su vida. Los mandamientos los cumplía ya (por cierto, Jesús le recuerda, no los que se refieren a Dios, sino los que miran al prójimo). Pero, cuando oyó la respuesta de Jesús sobre lo que le faltaba -«vende... dalo a los pobres... vente conmigo»-, se asustó y no se atrevió a dar el paso. Se marchó triste. Era rico. Jesús también se quedó triste, lo mismo que los apóstoles que habían oído el diálogo.
Muchos cristianos no se conforman con cumplir los mandamientos. Quieren un ritmo de vida más significativo y generoso. Y, en efecto, Jesús nos ha propuesto un estilo de vida más exigente: vende lo que tienes, sígueme. Muchos lo han hecho y han decidido servir a Dios y a sus hermanos en la vida religiosa o consagrada o desde el ministerio ordenado. No siempre tuvo éxito Jesús a la hora de llamar a sus seguidores. Algunos, como Pedro y los demás apóstoles, lo dejaron todo -redes, barca, casa, familia, la mesa de los impuestos- y le siguieron. Pero otros creyeron que el precio era excesivo.
Sea cual sea nuestra vocación especifica -también la de tantos laicos comprometidos en trabajos apostólicos y misioneros-, hoy nos sentimos interpelados por las palabras de Jesús y animados a renovar nuestro propósito de entregar nuestras mejores energías a colaborar con él en la mejora de este mundo.
Ya sabemos que, para conseguirlo, hemos de renunciar a ciertas cosas. A Jesús no se le puede seguir con demasiado equipaje. El joven se marchó triste: no logró vencer el apego al dinero. ¿A qué hemos renunciado nosotros?. «Vende lo que tienes, dalo... sígueme». Es la aventura de la pobreza o del desapego. Renunciar a algo por una causa noble es lo que más alegría interior nos produce, también en la vida humana (J. Aldazábal).
Ante todo, reflexionemos juntos sobre el episodio de Jesús con el joven rico, exegéticamente lleno de problemas; sólo me referiré a alguno. Esta narración, hasta el Vaticano II, se la consideraba como el pasaje típico de la vocación religiosa. Sobre la base de esta narración se distinguía la doble vocación: la observancia de los mandamientos, la aceptación de los consejos evangélicos, sobre todo de la pobreza. En cambio, si leen a los exégetas de los últimos años, se darán cuenta que casi nadie considera esta pasaje como típico de la distinción entre vocación común y vocación a la perfección. En esto, me parece, nos hemos alineado con la opinión, común desde hace siglos entre los protestantes, los cuales siempre han negado la distinción entre los dos estados.
Ahora nosotros, sin negar la realidad de esta llamada a la perfección en la Iglesia, reconocemos que en este trozo se habla del hombre, no se tiende a dividir a la gente en dos categorías: hasta aquí para todos, después sigue la elección. Es un pasaje que habla de la existencia humana, de la situación existencial, como se dice, de la vida de cada día, por tanto, de cada uno de nosotros. Por eso en cierto modo nos vemos en él, aunque se trata de un trozo difícil de explicar en todos sus particulares.
Les propongo una explicación, que me parece corresponde al conjunto y que encuentro muy clara en los comentarios exegéticos. Vemos, pues, que Jesús se dirige hacia Jerusalén, y cerca de la ciudad se tratan dos grandes problemas de la existencia humana que se encuentran en este capítulo: el problema del matrimonio, del divorcio y del celibato, en la primera parte, y después el problema de la riqueza. Entre los dos, como intermedio y punto de referencia, encontramos la frase de Jesús respecto de los pequeños: "El que no se haga como estos pequeños no entrará en el reino".
Leámoslo así, con sencillez, sin profundizar demasiado el contexto, sino tratando de comprender, palabra por palabra, lo que nos dice. Pidámosle al Señor que nos haga entrar en esta situación, que también esta vez la leamos desde adentro.
-La confianza en el "poseer" y en el "hacer".
He aquí que uno viene y dice: Maestro, ¿qué tengo que hacer para poseer la vida eterna? Si reflexionamos bien, esta pregunta es de por sí muy significativa, porque ninguno de nosotros, como nos enseña la sicología moderna, abre la boca sin revelarse a sí mismo, sin revelar su mundo interior.
Este hombre pregunta: "¿Qué tengo que hacer?" Aquí ya nos parece un hombre muy preocupado del "hacer": qué tengo que hacer yo, qué bienes tengo que emplear. Después sabremos que es rico: es un hombre acostumbrado a comprar, sabe que todo tiene un precio, que el hombre rico puede hacer muchas cosas. Cree que tiene mucha confianza en la eficiencia: Señor, ponme una meta, aunque sea alta, de modo que yo pueda intentar. Un hombre que dice inmediatamente cuánto cuesta, estoy dispuesto a pagar. Es, pues, un hombre práctico.
"Para poseer la vida". Aquí también el verbo significa: para que yo la tenga en mano, esté seguro de tenerla. Es un hombre acostumbrado a comprar y a poseer mediante el dinero, por tanto hasta la vida eterna la quiere con seguridad.
Jesús, con mucha amabilidad, no lo rechaza, me parece, aunque hago una lectura que no es muy evidente por las palabras. Supongo que este hombre se presenta con un poco de vanidad, porque se necesita una cierta seguridad de sí para hacer semejante pregunta delante de toda la gente que escuchaba. Jesús se presta al juego, ve que este hombre en el fondo tiene buena voluntad (Marcos añade nada menos que Jesús "lo amó"), aunque probablemente es un poco pretencioso y quiere hacer buena figura delante de toda la gente. Jesús le contesta comenzando a corregirlo con amabilidad. La frase es muy misteriosa, y los exégeta se ponen también aquí sus problemas. Dice: "¿Qué me preguntas acerca de lo que es bueno? Uno sólo es el bueno". ¿Qué quiere decir? Se entiende Marcos, en donde el joven pregunta: "Maestro bueno" y Jesús contesta: "Uno sólo es bueno: Dios". Pero aquí, ¿en qué sentido lo entendió Mateo?
Yo lo leo así, precisamente según la hipótesis sicológica que he hecho: este es un hombre bastante preocupado de las cosas y Jesús le dice: cuidado, el bien no es una cosa, sino una persona. Tú te preocupas por hacer una cierta cantidad, en cambio estamos en el mundo de las relaciones, de las cualidades. No se trata de un bien, sino de una persona buena. Jesús no continúa, se limita a hacer benévola corrección a esta actitud demasiado mercantil de quien lo ha interrogado; vuelve sobre la pregunta, corrigiéndola también, no "si quieres poseer la vida", sino "si quieres entrar en la vida". Dios te ofrece la vida, por tanto, no es que tú puedas poseerla; sino, si quieres participar en ella, observa los mandamientos.
Jesús no se desconcertó, no dijo absolutamente nada de nuevo, se quedó en el terreno de la pregunta, corrigiéndola suavemente, de modo que la persona comprenda que no está en la justa posición, de preguntar partiendo de una cierta presunción, tal vez inconsciente, pero de la que Jesús trata de revelarle la existencia. Jesús le da una respuesta que se encuentra en el libro del Levítico, en toda la tradición Vetero-testamentaria. Para tener una respuesta del género, tan evidente, no había necesidad de hacer una pregunta tan solemne, en medio de la muchedumbre.
¿Qué edad tendría? Claro que no era un muchachito; el término "rico" indica un hombre joven, de unos 25 a 30 años, un hombre que ya tiene algo propio, tiene un porvenir por delante. Todavía no se ha casado, por eso está reflexionando sobre sí mismo, tiene ambiciones, aun de carácter filantrópico y moral, un hombre que sabe que la vida no se juega con poco, sino que hay que gastarla en cosas grandes.
Este hombre añade: "¿Cuáles mandamientos?". Aquí también Jesús sigue en su terreno, le da una respuesta evidente: "No matar, no robar, no fornicar, no decir falsos testimonios, honrar al padre y a la madre, amar al prójimo como a sí mismo". Como notan muy bien los exégetas, y como lo pueden ver ustedes también, aquí Jesús habla de la segunda Tabla de los mandamientos, es decir, de las relaciones con el prójimo: ten buenas relaciones con el prójimo, dice Jesús, no lo engañes en nada, da a cada uno lo que le pertenece: las cosas, la esposa, el honor al padre y a la madre, la verdad a todos.
Solamente Mateo añade una cosa que disturba un poco a los exégetas, es decir, el mandamiento general: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Es bastante indicativo, porque con esta palabra de Jesús Mateo hace referencia exactamente al juicio final.
Prácticamente Jesús le contesta: ten buenas relaciones con todos, más aun, ámalos a todos.
-La exigencia de "algo más". Así lo decía Juan Pablo II: ""Ven, y sígueme" (Mt 19,21). El camino y, a la vez, el contenido de esta perfección consiste en la sequela Christi, en el seguimiento de Jesús, después de haber renunciado a los propios bienes y a sí mismos. Precisamente ésta es la conclusión del coloquio de Jesús con el joven: "luego ven, y sígueme" (Mt 19,21). Es una invitación cuya profundidad maravillosa será entendida plenamente por los discípulos después de la resurrección de Cristo cuando el Espíritu Santo los guiará hasta la verdad completa (cf Jn 16,13).
Es Jesús mismo quién toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está dirigida sobre todo a aquellos a quienes confía una misión particular, empezando por los Doce; pero también es cierto que la condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (cf Act 6,1). Por esto seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf Ex 13,21), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf Jn 6,44). No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a aquél que es la Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios (cf Jn 6,45). En efecto Jesús es la luz del mundo, la luz de la vida (cf Jn 8,12); es el pasto; que guía y alimenta a las ovejas (cf Jn 10,11-16), es el camino, la verdad y la vida (cf Jn 14,6), es aquel que lleva hacia el Padre, de tal manera que verle a él, el Hijo, es ver al Padre (cf Jn 14,6-10). Por tanto imitar al Hijo, que es "imagen de Dios invisible" (Col 1,15), significa imitar al Padre.
Jesús pide que le sigan y le imiten en el camino del amor, de un amor que se da totalmente a los hermanos por amor de Dios: "Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15,12). Este "como" exige la imitación de Jesús, la imitación de su amor cuyo signo es el lavatorio de los pies: "Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros" (Jn 13, 14-15). El modo de actuar de Jesús y sus palabras, sus acciones y sus preceptos constituyen la regla moral de la vida cristiana. En efecto, estas acciones suyas y, de modo particular, el acto supremo de su pasión y muerte en la cruz, son la revelación viva de su amor al Padre y a los hombres. Este es el amor que Jesús pide que imiten cuantos le siguen. Es el mandamiento "nuevo": "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos á los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13,34-35).
Este "como" indica también la medida con la que Jesús ha amado y con la que deben amarse sus discípulos entre sí. Después de haber dicho: "Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15,12), Jesús prosigue con las palabras que indican el don sacrificial de su vida en la cruz, como testimonio de un amor "hasta el extremo" (Jn 13,1): "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15,13).
Jesús, al llamar al joven a seguirle en el camino de la perfección, le pide que sea perfecto en el mandamiento del amor en "su" mandamiento: que se inserte en el movimiento de su donación total, que imite y reviva el mismo amor del Maestro "bueno", de aquél que ha amado "hasta el extremo". Esto es lo que Jesús pide a todo hombre que quiere seguirlo: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24)".
El diálogo debería haber terminado aquí, pero llega la sorpresa, pues el discurso continúa, como si Mateo quisiera contestar a una pregunta implícita: ¿cómo se pueden hacer obras de caridad sin cambiar el corazón? O también: ¿cómo es posible querer hacer estas obras de caridad y sin embargo no hacerlas, no ser capaces ni siquiera de verlas cuando se presentan? Hay algo más, pues, que el ejercicio material de las obras de caridad, hay algo más profundo.
En efecto, el joven dice: "Todo esto lo he observado". Por tanto, este joven no sólo ha sido honesto en la administración de su patrimonio, no ha robado, no ha mentido, ha honrado a sus padres, sino que también ha amado: ha dado limosnas, ha sido generoso con los pobres, se ha preocupado de los enfermos... E insiste: "¿Qué me falta todavía?".
Aquí me detengo un momento, pues quisiera preguntarle a este joven: ¿pero qué te pasa, por qué sigues preguntando? Por qué no dices: gracias, Señor, todo esto lo he observado y me voy para mi casa contento; ¿por qué te pones en problemas, haciendo todavía una pregunta que te hará quedar mal? El joven podría contestar: sentía que a pesar de todo no estaba satisfecho. Mi pregunta era una pregunta sincera. Había hecho todo bien, tenía amigos, administraba bien mis riquezas, me consideraban una persona honesta, pero yo soy joven, me siento llamado a hacer cosas grandes en la vida, yo quiero saber...
En el fondo de nosotros mismos se encuentra esta exigencia de algo más: nos damos cuenta que no es suficiente hacer "razonablemente" bien las cosas. O mejor, ya lo hemos visto y volveremos a verlo, hacer razonablemente bien las cosas es imposible, a menos que nos abramos a algo más.
Este joven ha comprendido perfectamente que el hombre, que es deseo infinito, de profundidad, de relaciones sin límites, no se detiene en las cosas ordinarias, a menos que acepte una existencia superficial y vana. En nosotros hay algo que exige más, que exige profundidad de relaciones, relaciones personales que van hasta el fondo, y esto se verifica principalmente con Dios. Por eso, este joven pregunta todavía: ¿qué me falta? También aquí encontramos esa presunción: quiero llegar a la plenitud.
-Una petición paradójica. Ahora la respuesta se hace solemne: "Le dijo Jesús". Al principio Jesús se había quedado en la superficie, pero al ver que la persona salió con algo mejor, esto es, en el fondo se ha demostrado verdadera, expresando el deseo de aquel "más" que hace ver que la pregunta no era sólo conveniencia humana, sino auténtica sed de saber, entonces también Jesús va a la profundidad, destapa las cartas: "Si quieres ser perfecto, anda, vende cuanto tienes y dalo a los pobres; y tendrás un tesoro en los cielos; después, ven y sígueme".
Fijémonos en el modo como se formula esta respuesta: "Si quieres ser perfecto". Aquí Jesús no habla de una acción supererogatoria, sino que dice: si verdaderamente quieres ser lo que como hombre estás llamado a ser, haz este acto paradójico que hasta ahora no te ha venido ni siquiera a la mente, es decir, libérate de todo lo que es la vida habitual, de todo lo que es la rutina de tu existencia, de todo aquello sobre lo que te apoyas, sin saberlo, y que hace tu vida tan inmóvil, tan estática, tan carente de sorpresas, tan burguesamente honesta.
Tienes que aceptar hacer aquel gesto paradójico que nadie hace casi nunca, en tu situación, que la gente considera loco: ¿qué le ha pasado, ahora, que le dio por vender todos sus bienes? ¡Se ha vuelto loco! Probablemente tenía deudas secretas, jugaba, no lo sabíamos, pero ahora finalmente se descubre todo; lo creíamos quién sabe quién... Así la gente comienza a maliciar.
A este joven le disgusta no sólo dejar todo, sino también el qué dirá la gente, el ser tenido por loco o que quién sabe qué se propone, porque en el fondo la gente no cree nunca que uno haga las cosas porque quiere hacerlas, por generosidad. Este hombre se siente llevado por Jesús a una situación que para él es verdaderamente absurda.
Jesús le explica amablemente el porqué de esta paradoja que se le pide: "Tendrás un tesoro en los cielos". Habitualmente, ¿por qué no logras equilibrar tu vida? Porque tu tesoro está en las cosas que posees. Probablemente ni siquiera te das cuenta, porque hasta ahora te has apoyado en ellas como en una evidencia; pero cuando te falten, verás realmente cómo te maniataban; verás cómo llegarás a ser libre, si pones tu punto de equilibrio fuera de ti, en los cielos, es decir, en Dios: verás cómo llegarás a una relación con Dios.
Hasta ahora era una relación de comodidad, de quien se siente seguro y entonces le ofrece a Dios su vida, su fidelidad, la observancia de los mandamientos, pensando: en todo caso estoy tranquilo, tengo las cosas que me sostienen. En cambio, así te colocas en una relación de enemistad con la sociedad que te rodea, que, como mínimo, por lo menos no te comprenderá; así te pones en una situación de dependencia total delante de Dios, te la jugaste toda por él. Hasta ahora podías jugar en dos ruletas distintas, apuntabas a veces aquí y a veces allá; ahora lo haces sobre una sola, por tanto tienes que perder el equilibrio por la fuerza. ¿Ves la racionalidad de esta paradoja? Tendrás un tesoro en los cielos. Sólo entonces podrás seguirme.
Nos encontramos aquí ante un concepto muy importante para Mateo; para él es necesario seguir a Jesús. En cambio, este hombre no podía seguirlo porque no había perdido el equilibrio. Sólo entonces, continúa Jesús, serás lo que verdaderamente debes ser, tendrás la plenitud de la vida y la autenticidad a la que aspiras secretamente, habrás vencido ese sutil descontento que te corroe, que está presente en todas las cosas que haces bien, en todas las alabanzas que recibes, en todos los honores que te brinda la gente a quien sirves. Entonces serás auténtico. Esta es la propuesta de verdad.
-La imposibilidad de salir de la propia esclavitud. Conocemos la respuesta que Mateo transmite con toda solemnidad. "Al oír esto, el joven se fue entristecido". Estas palabras se pueden entender como la Palabra de salvación definitiva, clara, la que necesitabas. Tú insististe por tenerla, la pediste repetidamente, tres veces: ahora se te ha dado, ahora ya conoces la verdad, sabes que en el fondo estás apegado a tus cosas, a tu mundo, a tus costumbres: comprendes que los demás te han marcado como rico y tú no te puedes liberar de esta marca, estás condenado a seguir así marcado, muy a pesar tuyo.
"Y el joven se fue entristecido". ¿Por qué triste?. Porque se dio cuenta que era esclavo. Extraña condición la de este joven que llegó libre, orgulloso, seguro de sí, y se va reconociendo su esclavitud, reconociéndose estancado en su vida, esclavo del juicio ajeno y de lo que posee y con un porvenir cerrado. "Se fue porque tenía muchas riquezas", o mejor muchas cosas que lo poseían.
En esta meditación les sugiero que no se queden aquí, sino que vayan a casa con este joven, que lo acompañen y vean lo que hace. Ciertamente comenzará a dar órdenes, se presentará airoso, tratará de olvidar, pero por la noche estará inquieto: ¿por qué me metí en esto? ¿Por qué hice esa pregunta? ¿No había sido mejor estar en casa? ¿Y mañana qué voy a hacer? Ahora voy a hacer cosas grandes, trabajaré...
Pero siempre vivirá con ese descontento: se fue entristecido, porque se dio cuenta que no es auténtico, no es verdadero. Podemos seguirlo durante los días siguientes, aparentemente contento, lleno de alegría, airoso. Tal vez se vuelva más piadoso, más devoto, trate de rezar más, para demostrarse a sí mismo que es una persona honesta, justa, recta. Va al Templo, da grandes ofertas a la sinagoga, limosnas a los pobres, todos lo consideran una persona verdaderamente devota, religiosa, pero no se siente satisfecho.
Podemos seguir adelante con la fantasía, para luego regresar al Evangelio, aunque no nos estemos alejando demasiado. Yo creo que a un cierto punto este joven debió de pensar: quiero otra vez hablar con Jesús, no me basta con la primera vez, no me doy por vencido. Lo busca, se informa y decide, porque no puede ya vivir sin ir a buscarlo.
Supongamos que nos pide consejo a cada uno de nosotros para saber, cuando volverá donde Jesús, qué decir, cómo comportarse.
Tal vez le diremos: toma una póliza y escribe: "todas mis riquezas las doy a los pobres" y la entregas a Jesús. ¿Sería el comportamiento justo? O, ¿qué otro consejo le podremos dar? ¿Cómo podríamos decirle que se presente a Jesús siendo auténtico, no haciéndose lo que no es?
Si este joven es honesto, como lo presenta el Evangelio, al final elegirá el camino justo. Es decir, probablemente se acerca a Jesús en un momento en el que estaba un poco solo (ya no se atreve a hablar delante de la gente, porque la otra vez había quedado impresionado con una respuesta pública) y le dirá: Señor, tú dijiste la verdad. Tienes razón, soy muy malo, pero ya no puedo más. No tengo nada que traerte, todas mis riquezas están allá, pero no sirven. No entiendo por qué no logro moverme. Te pido, Señor, que me expliques qué es lo que está sucediendo en mí. Haz que yo entienda mejor.
Señor, comprendo que no soy un héroe. Veo mi incapacidad, mi pobreza; no soy nada, pero ahora te lo digo, y al decírtelo me siento más tranquilo. Te pido una sola cosa: hazme comprender por qué no he sido capaz, por qué no he aceptado, por qué todavía me siento pesado, tan dividido internamente...
Y volvamos al Evangelio. Jesús le dirá: mira, tú no podías menos de comportarte así. Tal vez nos parezca extraño, pero empezaría precisamente por excusarlo: no podías obrar de otro modo, porque tu tesoro estaba allá y tú no podías cambiar el lugar de tu tesoro (Carlo M. Martini).
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