lunes, 31 de octubre de 2011

Martes de la 31ª semana de Tiempo Ordinario. Cada miembro está al servicio de los otros miembros, y siempre en los brazos de Dios como un niño en braz

Martes de la 31ª semana de Tiempo Ordinario. Cada miembro está al servicio de los otros miembros, y siempre en los brazos de Dios como un niño en brazos de su madre; con la responsabilidad de ir por los caminos y senderos e insistir hasta que todos entren y se llene la Iglesia

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 12,5-16a. Hermanos: Nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros. Los dones que poseemos son diferentes, según la gracia que se nos ha dado, y se han de ejercer así: si es la profecía, teniendo en cuenta a los creyentes; si es el servicio, dedicándose a servir; el que enseña, aplicándose a enseñar; el que exhorta, a exhortar; el que se encarga de la distribución, hágalo con generosidad; el que preside, con empeño; el que reparte la limosna, con agrado. Que vuestra caridad no sea una farsa; aborreced lo malo y apegaos a lo bueno. Como buenos hermanos, sed cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo. En la actividad, no seáis descuidados; en el espíritu, manteneos ardientes. Servid constantemente al Señor, Que la esperanza os tenga alegres: estad firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración. Contribuid en las necesidades de los santos; practicad la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis. Con los que ríen, estad alegres; con los que lloran, llorad. Tened igualdad de trato unos con otros: no tengáis grandes pretensiones, sino poneos al nivel de la gente humilde.

Salmo 130,1.2.3. R. Guarda mi alma en la paz junto a ti, Señor.
Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad.
Sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre.
Espere Israel en el Señor ahora y por siempre.

Evangelio según san Lucas 14,15-24. En aquel tiempo, uno de los comensales dijo a Jesús: -«¡Dichoso el que coma en el banquete del reino de Dios!» Jesús le contestó: -«Un hombre daba un gran banquete y convidó a mucha gente; a la hora del banquete mandó un criado a avisar a los convidados: "Venid, que ya está preparado." Pero ellos se excusaron uno tras otro. El primero le dijo: "He comprado un campo y tengo que ir a verlo. Dispénsame, por favor. " Otro dijo: "He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Dispénsame, por favor." Otro dijo: "Me acabo de casar y, naturalmente, no puedo ir." El criado volvió a contárselo al amo. Entonces el dueño de casa, indignado, le dijo al criado: "Sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad y tráete a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos." El criado dijo: "Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía queda sitio." Entonces el amo le dijo: "Sal por los caminos y senderos e insísteles hasta que entren y se me llene la casa." Y os digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete.»

Comentario: 1.- Rm 12,5-16a. 1. Pablo ha terminado el tema del destino de Israel y, con él, la parte más teológica de su carta. Ahora, a partir del capítulo 12, se fija en algunos aspectos de la vida de la comunidad cristiana. Sobre todo es la unidad la que le preocupa. La Iglesia es como un cuerpo orgánicamente unido y diversificado en sus miembros. Cada miembro de este cuerpo tiene sus dones particulares: predicación, servicio, enseñanza, distribución, presidencia. Y todos ellos deben ser ejercitados en beneficio del único cuerpo: "somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros". Para que vaya bien la vida de comunidad, hace Pablo una enumeración de actitudes, a la vez sencillas y difíciles: caridad, cariño, diligencia en el trabajo, esperanza alegre, firmeza, acogida y hospitalidad, solidaridad con los que ríen y con los que lloran, humildad...
¡Vaya programa de vida comunitaria el que se nos propone también a nosotros, después de dos mil años! La imagen del cuerpo humano, diverso y uno, es una de las preferidas de Pablo para describir cómo debe ser la Iglesia de Jesús. Aquí sí que no nos podemos excusar en que han cambiado las circunstancias sociales, porque también ahora sigue siendo fundamental que nos sintamos un único cuerpo eclesial, el cuerpo de Cristo. Y que unos a otros nos apoyemos y ayudemos, como los miembros de un cuerpo trabajan parael bien del conjunto. Cada uno con lo que pueda. No todos presiden ni enseñan ni están encargados de la administración. Pero todos pueden aportar su granito de arena a la construcción unitaria de la comunidad. Habrán cambiado muchas cosas, pero sigue siendo muy actual que nos digan que "nuestra caridad no sea una farsa", que seamos "cariñosos unos con otros, como buenos hermanos", que nos mantengamos "firmes en la tribulación" y "asiduos en la oración", que "riamos con los que ríen y lloremos con los que lloran", que respetemos y amemos a todos, y que colaboremos sinceramente en la tarea común. En la base de toda esta fraternidad, Pablo nos urge a que no nos busquemos a nosotros mismos, que "no tengamos grandes pretensiones, sino que nos pongamos al nivel de la gente humilde". Es lo que el salmo nos hace decir: "guarda mi alma en la paz... mi corazón no es ambicioso, no pretendo grandezas que superan mi capacidad". Esta humildad nos ahorrará disgustos y nos pondrá en la debida actitud en la presencia de Dios y de nuestros hermanos de comunidad.
Terminada la exposición «doctrinal», he ahí la parte de «aplicaciones prácticas» de orden más moral: hay que sacar conclusiones concretas... ¿cómo viviremos, ahora que hemos comprendido mejor el designio de Dios? -Todos nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros. La primera consecuencia concreta es la «unidad» de la comunidad cristiana. Era uno de los grandes problemas de san Pablo. Los primeros cristianos venían de ambientes muy diferentes, con usos y costumbres diametralmente opuestos los unos a los otros. El peligro de cisma, de escisión, de secta, amenazaba siempre. También ocurre así HOY, en que los conflictos parecen exasperarse. San Pablo empieza dando el «principio» de la unidad, el «Cuerpo único que nosotros formamos». La frase es casi intraducible; en el texto griego, las palabras «oí polloi en soma esmen» son voluntariamente aproximativas... «los muchos un cuerpo somos»... La unidad de la Iglesia queda así establecida en su más profundo nivel: aquel a quien no acepto, aquel que me pone los nervios de punta, aquel que tiene opiniones enteramente opuestas a las mías, aquel que me hace sufrir... ¡es un «miembro de mí mismo»! somos «miembros los unos de los otros».
-Según la gracia de Dios, hemos recibido dones «diferentes». ¡No nos parecemos! Tanto mejor. Somos «diferentes». Tanto mejor. Ha sido hecho adrede. Dios lo ha querido así. Es un don de Dios. Pero, en conjunto, no nos gusta. No nos gustan las diferencias entre nosotros. Esto no es agradable. Las cosas serían mucho más fáciles si todo el mundo se pareciese a «mi» y pensara como «yo».
-Don de profecía... Don de servicio... Don de enseñar... Don de animar... Don de dirigir... Don de abnegación... Pablo insiste sobre la diversidad de los dones de Dios. Ningún orgullo, dice. Lo recibido no es para sí. Concédeme, Señor, no humillar los «dones» de los demás... Concédeme, Señor, no humillar a los demás con mis propios dones... Concédeme poner todos mis dones al servicio del conjunto. Ayúdanos, Señor, a descubrir y a valorar los dones de los demás... a ayudarlos a desplegar su personalidad, a ocupar su lugar en la comunidad. Dedico un rato a descubrir los «dones» de los que me rodean... Es una oración que ha de hacerse a menudo.
-Manteneos unidos los unos a los otros con afecto fraterno... Fraternidad... -Sed respetuosos, rivalizando en la estima mutua... Es el reconocimiento de los dones... -No frenéis el empuje de vuestra generosidad... dinamismo, empuje... -Dejad surgir el Espíritu... ¡Es extraordinaria esta fórmula audaz! -Manteneos siempre al servicio del Señor... Pablo nos lo dijo ya: «servidores». -Que la esperanza os mantenga alegres... Cuando viene la alegría, aceptarla. -En las tribulaciones sed enteros... No os rajéis. Aguantad. -Compartid... Que vuestra casa sea siempre acogedora... ¡Todo un programa!
-Bendecid a los que os persiguen. Desead el bien para ellos... No es nada fácil, Señor. -Alegraos con los que se alegran. Llorad con los que lloran... Adaptarse a los sentimientos de los demás: mantened relaciones interpersonales. -Estad de acuerdo entre vosotros... San Pablo es reiterativo ¡Las cosas no se arreglan en seguida! -No penséis en grandezas... No queráis dominar. Dejaos atraer por lo humilde... Así, las altas consideraciones doctrinales, teológicas. terminan en estos consejos sencillos y concretos que es preciso releer y a partir de los cuales hay que orar (Noel Quesson).
Se hace eco Pablo de ideas que había expresado en 1 Cor 12,8-10.28 y explica de nuevo diversos carismas con la imagen del cuerpo para resaltar su variedad en la unidad: cada uno coopera el bien de todos, a la vez ue busca su propio bien espiritual. “Después de haber hablado el apóstol de aquellos dones que no son comunes a todos, aquí enseña que la caridad es el don común a todos” (Santo Tomás de A.)

2. Sal 130. Decía Juan Pablo II: “Hemos escuchado sólo pocas palabras, cerca de treinta en el original hebreo del salmo 130. Sin embargo, son palabras intensas, que desarrollan un tema muy frecuente en toda la literatura religiosa: la infancia espiritual. De modo espontáneo el pensamiento se dirige inmediatamente a santa Teresa de Lisieux, a su "caminito", a su "permanecer pequeña" para "estar entre los brazos de Jesús". En efecto, en el centro del Salmo resalta la imagen de una madre con su hijo, signo del amor tierno y materno de Dios, como ya lo había presentado el profeta Oseas: "Cuando Israel era niño, yo lo amé (...). Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer" (11,1.4).
El Salmo comienza con la descripción de la actitud antitética a la de la infancia, la cual es consciente de su fragilidad, pero confía en la ayuda de los demás. En cambio, el Salmo habla de la ambición del corazón, la altanería de los ojos y "las grandezas y los prodigios" (v 1). Es la representación de la persona soberbia, descrita con términos hebreos que indican "altanería" y "exaltación", la actitud arrogante de quien mira a los demás con aires de superioridad, considerándolos inferiores a él. La gran tentación del soberbio, que quiere ser como Dios, árbitro del bien y del mal (cf Gn 3,5), es firmemente rechazada por el orante, que opta por la confianza humilde y espontánea en el único Señor.
Así, se pasa a la inolvidable imagen del niño y de la madre. El texto original hebreo no habla de un niño recién nacido, sino más bien de un "niño destetado" (v 2). Ahora bien, es sabido que en el antiguo Próximo Oriente el destete oficial se realizaba alrededor de los tres años y se celebraba con una fiesta (cf Gn 21,8; 1 S 1,20-23; 2 M 7,27). El niño al que alude el salmista está vinculado a su madre por una relación ya más personal e íntima y, por tanto, no por el mero contacto físico y la necesidad de alimento. Se trata de un vínculo más consciente, aunque siempre inmediato y espontáneo. Esta es la parábola ideal de la verdadera "infancia" del espíritu, que no se abandona a Dios de modo ciego y automático, sino sereno y responsable.
En este punto, la profesión de confianza del orante se extiende a toda la comunidad: "Espere Israel en el Señor ahora y por siempre" (v 3). Ahora la esperanza brota en todo el pueblo, que recibe de Dios seguridad, vida y paz, y se mantiene en el presente y en el futuro, "ahora y por siempre". Es fácil continuar la oración utilizando otras frases del Salterio inspiradas en la misma confianza en Dios: "Desde el seno pasé a tus manos, desde el vientre materno tú eres mi Dios" (Sal 21,11). "Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá" (Sal 26,10). "Tú, Dios mío, eres mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías" (Sal 70,5-6).
Como hemos visto, a la confianza humilde se contrapone la soberbia. Un escritor cristiano de los siglos IV y V, Juan Casiano, advierte a los fieles de la gravedad de este vicio, que "destruye todas las virtudes en su conjunto y no sólo ataca a los mediocres y a los débiles, sino principalmente a los que han logrado cargos de responsabilidad con el uso de la fuerza". Y prosigue: "Por este motivo el bienaventurado David custodia con tanta circunspección su corazón, hasta el punto de que se atreve a proclamar ante Aquel a quien ciertamente no se ocultaban los secretos de su conciencia: "Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad". (...) Y, sin embargo, conociendo bien cuán difícil es también para los perfectos esa custodia, no presume de apoyarse únicamente en sus fuerzas, sino que suplica con oraciones al Señor que le ayude a evitar los dardos del enemigo y a no ser herido: "Que el pie del orgullo no me alcance" (Sal 35,12)". De modo análogo, un antiguo texto anónimo de los Padres del desierto nos ha transmitido esta declaración, que se hace eco del Salmo 130: "No he superado nunca mi rango para subir más arriba, ni me he turbado jamás en caso de humillación, porque todos mis pensamientos se reducían a pedir al Señor que me despojara del hombre viejo"”.
El Catecismo intenta explicar el misterio: “Dios no es, en modo alguno, a imagen del hombre. No es ni hombre ni mujer. Dios es espíritu puro, en el cual no hay lugar para la diferencia de sexos. Pero las "perfecciones" del hombre y de la mujer reflejan algo de la infinita perfección de Dios: las de una madre (cf. Is 49,14-15; 66,13; Sal 131,2-3) y las de un padre y esposo (cf. Os 11,1-4; Jr 3,4-19)” (370).
“Al designar a Dios con el nombre de "Padre", el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef 3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios” (239).
A cada uno, Dios nos ha concedido su Gracia, su Espíritu y los carismas necesarios para que contribuyamos a la construcción del Reino de Dios entre nosotros. Hemos de aceptar con amor el lugar que nos corresponde en la Iglesia y cumplir, sin envidias ni rivalidades, aquello que el Señor nos haya confiado. No seamos siervos inútiles en el cumplimiento de lo que nos corresponda llevar a cabo en la Evangelización, que el Señor nos ha confiado. No claudiquemos, no seamos mediocres ni miedosos ante los retos que la vida nos presenta, ni nos detengamos ante la persecución de los poderosos que quisieran apagar la voz de los profetas. Seamos fieles al Señor sabiendo que Él velará siempre de nosotros. Que esa sea parte de nuestra fe y de nuestra confianza en los brazos de Dios.

3.- Lc 14,15-24. Sigue el clima de una comida (¡la de cosas que pasaban en las comidas en las que participaba Jesús!). Esta vez propone Jesús la parábola de los invitados al banquete del Reino. La alusión debía ser muy clara: los del pueblo de Israel eran los que antes que nadie recibieron la invitación para el "banquete del Reino de Dios". Pero, cuando llegó la hora, rehusaron asistir, poniendo excusas: la compra de un campo o de unos bueyes, la boda reciente. Pero Dios no cierra la puerta del convite: invita a otros, los que los israelitas consideraban "pobres, lisiados, ciegos y cojos". Dios quiere "que se le llene la casa". Ya que no han querido los titulares de la invitación, que la aprovechen otros.
¿Son sólo los israelitas los ingratos, que no saben aprovechar la invitación y se autoexcluyen del banquete? Cada uno de nosotros debería hacerse un chequeo -una ecografía de intenciones y de corazón- para ver si mereceríamos también la queja de Jesús por no haber sabido aprovechar su invitación. Si nos invitaran a hacer penitencia o a un trabajo enorme, se podría entender la negativa. Pero nos invita a un banquete. A la felicidad, a la alegría, a la salvación. ¿Cómo es que no sabemos aprovechar esa inmensa suerte, mientras que otros, mucho menos favorecidos que nosotros, saben responder mejor a Dios? Cuando Lucas escribía este evangelio, ya se veía que Israel, al menos en su mayoría, había rechazado al Mesías, mientras que otros muchos, procedentes del paganismo, sí lo aceptaban. La Palabra de Dios que escuchamos, su perdón, su gracia, la fe que nos ha dado, la comunidad eclesial a la que pertenecemos, los sacramentos, la Eucaristía, el ejemplo de tantos Santos y Santas, el ejemplo también de tantas personas que nos estimulan con su fidelidad: ¿no estamos desperdiciando las invitaciones que nos envía continuamente Dios? ¿qué excusas esgrimo para no darme por enterado? ¿hago como los niños que no aceptaban ni la música alegre ni la triste? ¿o como los que no acogieron ni al Bautista, por austero, ni a Jesús, por demasiado humano? Cuando llegue la hora del banquete, Irán delante de nosotros Zaqueo, y la Magdalena, y el buen ladrón, y la adúltera: ellos no eran oficialmente tan buenos como nosotros, pero aceptaron agradecidos y gozosos la invitación de Jesús. En cada Eucaristía somos invitados a participar de este banquete sacramental, que es anticipo del definitivo del cielo: "dichosos los invitados a la cena del Señor" (en latín, "a la cena de bodas del Cordero"). Celebrar la Eucaristía debe ser el signo diario de que celebramos también todos los demás bienes que Dios nos ofrece (J. Aldazábal).
-Jesús estaba a la mesa. Uno de los comensales le dijo: "¡Dichoso el que coma en el banquete del Reino de Dios!" Leeremos una serie de frases muy propias para cuando se está comiendo alrededor de la mesa. Con ellas tenemos un ejemplo de conversación de Jesús con los que le invitaban o con los que eran invitados con El. La hora de la comida es un momento importante de la vida humana. Los evangelios nos relatan muchas de las comidas de Jesús. Nuestras comidas de la tierra son una imagen y un anuncio del "banquete mesiánico" en el Reino de Dios. La eucaristía ha asumido ese simbolismo de la comida.
-Jesús dijo: "Un hombre daba un gran banquete y convidó a mucha gente. A la hora del banquete mandó al criado a decir a sus invitados: Venid que ya está preparado". Dios invita. Yo soy el invitado.
-Pero todos, en seguida, empezaron a excusarse. El primero dijo: He comprado un campo... otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes... otro dijo: Me acabo de casar, no puedo ir. ¿Cuáles son mis excusas habituales cuando rehúso la invitación de Dios? ¿Qué contrapongo a lo que Dios espera de mí? ¿Qué es lo que ocupa el lugar de Dios en mi vida?
-Entonces el dueño de la casa indignado dijo a su criado: sal corriendo a las calles y plazas de la ciudad y tráete a los "pobres", a los "lisiados", a los "ciegos" y a los "cojos". ¡Y la cosa vuelve a empezar! Decididamente Jesús está muy empeñado en favor de todos los desafortunados. ¡Ellos son los invitados a la "mesa de Dios"! Los ricos estaban embarazados en sus propiedades -"mi campo"-; sus asuntos -"mis bueyes"-; o su felicidad familiar -"mi esposa"-. Cuando se está satisfecho con lo que uno tiene, no se siente necesidad de nada más. ¡Ser pobre, estar insatisfecho! ¡Señor, que "mis asuntos" no me impidan estar disponible! Ayúdame a estar siempre a punto de responder a tus invitaciones.
-El criado dijo: "Señor, todavía queda sitio". El dueño le dijo: "Sal por los caminos y senderos e insísteles hasta que entren y se me llene la casa". ¡Qué amasijo más heteróclito! Cuando se miraron los unos a los otros, vieron un conjunto inverosímil de "lisiados, cojos, algunos con los ojos enfermos, pobres"... aumentado con los "transeúntes" recogidos tal cual por la calle, sin el traje adecuado. ¡Vaya festín elegante! Tal es la voluntad de Dios. Tal es la "comida" que Dios nos ofrece. Tal debería de ser la Iglesia; abierta a todos los desgraciados de la tierra, a todos los que sufren, y salvadora de todas las miserias. El mundo moderno no cree que sea siempre posible reunir gente de razas distintas, de todos los niveles sociales, de todas las mentalidades. Ciertamente, Jesús, en nombre mismo del Padre de todos esos hombres, nos pide aquí, una fraternidad muy difícil. Pero, para ese mundo desgarrado, es urgente que los cristianos tomen conciencia de la originalidad del evangelio y de las responsabilidades que supone el estar bautizados. Hoy a veces se pregunta ¿qué tienen los cristianos de más que los que no lo son", en qué "se diferencian": pues bien, la diferencia se halla ¡en esta exigencia extraordinaria de amor universal! (Noel Quesson).
Dios es como un rey que ha preparado las bodas de su hijo, con la fiebre característica de los días que preceden a esa fiesta. El Rey ha mandado a decir: "Ya está todo preparado para el festín". Pero aunque salga de la cocina un olor apetitoso y esté la mesa bien preparada y las lámparas encendidas y las flores llenando con su aroma la sala del banquete, falta lo esencial al festín: ¡los invitados, que no han venido; ¡imaginaos la gran mesa del rey sin convidados! Todos lo que él esperaba, los viejos amigos, los conocidos, los parientes, se han mostrado sordos a su invitación. Y Dios se encuentra solo, con la mesa puesta... ¿Va a apagar las lámparas? No. Dios manda a buscar a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos. Nadie está excluido de la fiesta: en la casa de Dios la mesa estará siempre puesta para todo el mundo.
Dios invita a las bodas de su Hijo con la humanidad. No va a casarle con una humanidad de ensueño, santa y pura. La novia ha mancillado su inocencia y se ha ensuciado en las peripecias de la historia. Lleva los estigmas de muchos amores adúlteros... El Hijo del Rey será un "mal casado": la novia no es digna de El, pensarán los invitados que se excusaron. Pero los pobres, los marginados, se alegraron: Dios no ha retrocedido ante el pecado. No alimenta espejismos acerca de la humanidad, y su cariño tiene unas veces los acentos del amor decepcionado; otras, los de los celos, la amenaza, la pasión loca. Pero Dios -y nada ni nadie podrá cambiarlo- mantiene su promesa increíble: "Te desposaré conmigo para siempre". Se sentarán a su mesa los Zaqueos, los Mateos, las Magdalenas, los ciegos de Siloé y los paralíticos de Cafarnaúm, las samaritanas y las adúlteras perdonadas. Dios celebrará las bodas de sangre entre su Hijo y la humanidad.
Dios invita al pueblo de Israel a participar en su pueblo, pero cuando estaba todo preparado y viene Jesús, el esposo… tiene que ir a los paganos, a los caminos… “Responsables ante Dios: Dios hizo al hombre desde el principio y lo dejó en manos de su libre albedrío (Ecclo XV, 14). Esto no sucedería si no tuviese libre elección (Santo Tomás de Aquino). Somos responsables ante Dios de todas las acciones que realizamos libremente. No caben aquí anonimatos; el hombre se encuentra frente a su Señor, y en su voluntad está resolverse a vivir como amigo o como enemigo. Así empieza el camino de la lucha interior, que es empresa para toda la vida, porque mientras dura nuestro paso por la tierra ninguno ha alcanzado la plenitud de su libertad.
Nuestra fe cristiana, además, nos lleva a asegurar a todos un clima de libertad, comenzando por alejar cualquier tipo de engañosas coacciones en la presentación de la fe. Si somos arrastrados a Cristo, creemos sin querer; se usa entonces la violencia, no la libertad. Sin que uno quiera se puede entrar en la Iglesia; sin que uno quiera se puede acercar al altar; puede, sin quererlo, recibir el Sacramento. Pero sólo puede creer el que quiere (san Agustín). Y resulta evidente que, habiendo llegado a la edad de la razón, se requiere la libertad personal para entrar en la Iglesia, y para corresponder a las continuas llamadas que el Señor nos dirige.
En la parábola de los invitados a la cena, el padre de familia, después de enterarse de que algunos de los que debían acudir a la fiesta se han excusado con razonadas sinrazones, ordena al criado: sal a los caminos y cercados e impele -compelle intrare- a los que halles a que vengan. ¿No es esto coacción? ¿No es usar violencia contra la legítima libertad de cada conciencia?
Si meditamos el Evangelio y ponderamos las enseñanzas de Jesús, no confundiremos esas órdenes con la coacción. Ved de qué modo Cristo insinúa siempre: si quieres ser perfecto…, si alguno quiere venir en pos de mí… Ese compelle intrare no entraña violencia física ni moral: refleja el ímpetu del ejemplo cristiano, que muestra en su proceder la fuerza de Dios: mirad cómo atrae el Padre: deleita enseñando, no imponiendo la necesidad. Así atrae hacia El (san Agustín).
Cuando se respira ese ambiente de libertad, se entiende claramente que el obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud. El que peca contra Dios conserva el libre albedrío en cuanto a la libertad de coacción, pero lo ha perdido en cuanto a la libertad de culpa (santo Tomás de A.). Manifestará quizá que se ha comportado conforme a sus preferencias, pero no logrará pronunciar la voz de la verdadera libertad: porque se ha hecho esclavo de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la ausencia de Dios, y allí no hay libertad.
Os lo repito: no acepto otra esclavitud que la del Amor de Dios. Y esto porque, como ya os he comentado en otros momentos, la religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma -no se aquieta- si no trata y conoce al Creador. Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero -¡nos quiere Cristo!- hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse.
El Amor de Dios marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas. Y la libertad -tesoro incalculable, perla maravillosa que sería triste arrojar a las bestias- se emplea entera en aprender a hacer el bien.
Esta es la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Los cristianos amilanados -cohibidos o envidiosos- en su conducta, ante el libertinaje de los que no han acogido la Palabra de Dios, demostrarían tener un concepto miserable de nuestra fe. Si cumplimos de verdad la Ley de Cristo -si nos esforzamos por cumplirla, porque no siempre lo conseguiremos-, nos descubriremos dotados de esa maravillosa gallardía de espíritu, que no necesita ir a buscar en otro sitio el sentido de la más plena dignidad humana.
Nuestra fe no es una carga, ni una limitación. ¡Qué pobre idea de la verdad cristiana manifestaría quien razonase así! Al decidirnos por Dios, no perdemos nada, lo ganamos todo: quien a costa de su alma conserva su vida, la perderá; y quien perdiere su vida por amor mío, la volverá a hallar (Mt 10,39).
Hemos sacado la carta que gana, el primer premio. Cuando algo nos impida ver esto con claridad, examinemos el interior de nuestra alma: quizá exista poca fe, poco trato personal con Dios, poca vida de oración. Hemos de rogar al Señor -a través de su Madre y Madre nuestra- que nos aumente su amor, que nos conceda probar la dulzura de su presencia; porque sólo cuando se ama se llega a la libertad más plena: la de no querer abandonar nunca, por toda la eternidad, el objeto de nuestros amores (J. Escrivá de Balaguer)”
Hoy Dios sigue recorriendo las plazas. ¿Es verdad, entonces, que estamos invitados a la cena real de Dios, a las bodas del hijo del rey, a la mesa pascual? ¡No penséis en ello! ¡Más vale que busquéis un pretexto aparente para no acudir! ¡Ah, si la humanidad supiera la ambición de Dios sobre ella! Humanidad coja, lisiada, ciega; es a esa humanidad a la que Dios invita a las bodas, ¡no a una humanidad de ensueño! Y la alegría no será la exuberancia ficticia y sin futuro de las cenas de negocios y sin alma. La alegría será a la medida del asombro de encontrarse ahí en la sala de bodas, a pesar de nuestros defectos y de nuestras miserias (“Dios cada día, Sal Terrae”).
Dios sigue invitando sin cansarse. Junto a esta parábola fundamental de llamada, podemos enumerar otras que, aun sin tener la misma estructura, tocan el mismo argumento:
- Mt 20, 1-16: el reclutamiento de los obreros para la viña en distintas horas. Está el patrón que llama y después, al pagar el salario, mira más a su liberalidad que al trabajo realizado: el acento, pues, está en la magnanimidad del patrón y en la gracia de la llamada.
- Mt 21, 28-32: la breve parábola de los dos hijos (¡se usa poco porque es muy peligrosa!). Un hijo dice: Voy, y no va; el otro dice: No voy, y va. Son distintas respuestas a la llamada del padre que formula una invitación, una orden, una petición. ¿Quién escucha en realidad la llamada? El que de hecho va, no el que solamente dice sí.
Lc 14, 12-14: es un dicho sapiencial, pero que se cita por su afinidad con nuestro tema. Si nos colocamos de parte de quien invita y de su liberalidad, estamos en el cuadro de la llamada, de una llamada gratuita, que no espera ninguna recompensa: espera la respuesta, pero no para sacar provecho.
- Mt 13, 44-46: las parábolas del tesoro escondido y de la perla. El descubrimiento del tesoro y de la perla es una ocasión única, providencial, y responsabiliza ante una llamada: ¿qué hago ahora, cómo respondo? ¡Muévete, vende lo que tienes!
- Lc 14, 28-33: en este contexto yo añadiría la construcción de la torre y la guerra. Quien quiere construir una torre, debe primero hacer sus cuentas. Quien quiere hacer la guerra, tenga cuidado de no ir con pocos hombres. ¿Qué quiere decir? Que quien quiera seguir a Jesús tiene que renunciar a todo, tiene que hacer sus cuentas con la secuela. Son dos parábolas que indican la decisión total con que es necesario seguir la invitación de Jesús y, por tanto, ponen en parábola la narración histórica de la invitación del joven rico. El joven rico representa una típica escena de invitación con las condiciones de la secuela: "Ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres". Tiene un paralelo muy estrecho con el tesoro escondido en el campo, la perla preciosa, la construcción de la torre y la guerra. La llamada parte de un corazón gratuito, pero compromete al hombre en su totalidad, exige que lo deje todo. Por esto, el hombre se defiende instintivamente: me casé, compré campos, bueyes... Solamente acepta gustoso quien es pobre de espíritu: "Dichosos los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos".
- Lc 10,29-37: la parábola del buen samaritano: es una narración aparte, precisamente por su grandiosidad… el encuentro con el herido es una llamada, una ocasión de invitación. ¿Quieres ser prójimo? Uno responde que no, el otro también dice que no, y otro responde que sí. Y ser prójimo quiere decir olvidar el propio camino, dejar el propio camino, bajarse de la cabalgadura, ocuparse del hermano, tener misericordia. Aunque con distintas palabras, están presentes las condiciones de la secuela para vivir el mandamiento del amor.
Estas son las parábolas de la llamada: nueve en total.
CARACTERÍSTICAS DE LA INVITACIÓN: ¿Qué dicen las parábolas de la llamada? Partiendo de la más importante, la del banquete, enumero algunas características que nos ayuden a comprender mejor el pensamiento de Jesús:
1. El reino de Dios es festivo, precioso, alegre: en efecto, es semejante a un banquete, a un tesoro, a una perla maravillosa.
2. La entrada al banquete no es libre, se requiere una invitación. Un patrón llama, un rey invita; se coloca a los invitados ante una situación de responsabilidad, de elección. La invitación es un acto de gracia y quien invita quiere difundir su alegría, manifestarla, participarla.
3. La invitación es seria, empeñativa. El acento es muy fuerte sobre este aspecto. Es una invitación de amor que compromete la vida, que la empeña seriamente. Es evidente el salto de cualidad entre lo humano y lo divino. Una invitación humana se puede aceptar o rechazar. Si se rechaza, no hay ningún perjuicio serio; si se la acepta, no queda uno comprometido existencialmente. En cambio, Dios es tan misterioso, maravilloso, que, al invitar, compromete, y es un compromiso que cambia totalmente la vida, la transfigura, la hace nueva.
4. Quien rechaza la invitación es insensato e irrazonable. Quien no va al banquete del rey presenta pretextos, porque sabe que ofende al rey, sabe que se equivoca y, por tanto, no razona bien, se comporta como insensato.
5. Quien rechaza legitima su respuesta. El hombre tiende a legitimar su rechazo a la palabra de Dios, a su llamada. Aun cuando se trata de llamadas sencillas, que expresan el reino en los acontecimientos cotidianos, quien rechaza encuentra siempre excusas que parecen buenas. El hombre se avergüenza de decir: Dije no a la palabra de Dios. Prefiere más bien imputar su no a las circunstancias externas, a la inoportunidad del momento: Después, ahora no, hay una cosa importante por hacer... La parábola escruta aquí las profundidades tenebrosas de la sique que racionaliza siempre lo que hace para demostrar que por lo menos tenía alguna razón.
6. La invitación se hace libremente. Se necesita la invitación, porque la entrada no es libre, pero no está reservada a una élite: está dirigida a los pobres, a los tullidos, a los cojos, a todos. Ya lo vimos en la búsqueda de los perdidos y aquí lo vemos bajo el tema de la invitación: están invitados todos los desgraciados, los pobres, y no solamente los doctos, los sabios, los inteligentes, los nobles. La parábola parte de estos precisamente porque tiene un fondo humano, luego lo supera y revela que el rey, el amo quiere a todos, hasta a los más miserables.
No hay, pues, una Iglesia de élite, hay una Iglesia para todos indistintamente y la invitación se hace a la primera hora, a las horas intermedias y a la última hora, a todas las horas, en todos los tiempos.
Con liberalidad. El salario que el dueño de la viña da a los trabajadores de la última hora indica que, en el fondo, al dueño no le importaba tanto el trabajo, sino más bien que la persona respondiera y que se fuera contenta. Como ya lo decíamos, la liberalidad del dueño, la falta de la justicia distributiva nos crea siempre dificultades, cuando tenemos que explicar esta parábola.
7. La invitación exige obediencia y desapego. Es una característica que recuerda la del tercer punto: invitación seria y empeñativa. Pero aquí se profundiza: no basta decir sí con las palabras, y obedece el hijo que con las palabras había dicho que no, pero después va. Fuera del lenguaje parabólico está la palabra de Jesús: "No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre" (Mt 7,21). La invitación exige totalidad, porque quien encuentra el tesoro vende todo lo que tiene, para comprarlo, y el que encuentra la perla vende todo para comprarla. Exige seriedad, porque no se puede construir un casa sin seriedad, no se puede ir a la guerra sin la debida preparación. Responder a la invitación supone exigencias que tocan de lleno a la vida.
8. La invitación está a tu lado, imprevista, en la esquina de la calle. El samaritano no esperaba encontrar aquella invitación. A un cierto momento interviene la llamada: ¿Quieres ser prójimo, quieres amar al prójimo? Entonces tienes que hacer así y así, pues de lo contrario no amas al prójimo. No es sólo una invitación genérica a la fe: evidentemente también está este aspecto, pero se especifica en todas las situaciones de responsabilidad seria ante la que se pone la vida y que son oportunidades y al mismo tiempo posibilidades de fallar.
EL NEGOCIO DEL REINO: ¿Qué clase de personas tiene ante sí quien dice estas parábolas?
1. Personas que saben qué es un negocio, saben qué es una buena ocasión en la vida. Pero creen que "negocio" son sólo los asuntos cotidianos: dinero, casas, bienes de consumo, realidades de la vida común y corriente. Y creen que el negocio del reino no es tan importante. Es, pues, gente que tiene que ser sacudida, que debe comprender: Pongan mucha atención porque ustedes por los negocios pierden el "negocio", pierden el "chance" fundamental de su vida, la ocasión única e irrepetible de su plenitud humana, de su salvación. Es un auditorio que necesita quedar comprometido en el discurso parabólico: Estos hombres que rechazaron la invitación al banquete del rey son unos maleducados, se ¡equivocaron! ¿Y tú?
Hubieran podido perfectamente ir a ver los bueyes el día siguiente, sin preferir la compra de los animales a una invitación tan importante y tan gentil! ¿Y tú?
2. Personas que creen que la vocación cristiana es una cosa junto a otras, que se puede mezclar con las otras. La vocación no es para ellos "la cosa", el "negocio", que no sufre y no admite mezclas. De aquí la necesidad de insistir sobre la seriedad de las exigencias: la fe compromete toda la vida, a todo el hombre, a la persona en su totalidad: "Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con todo el alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas".
El reino compromete al hombre en su totalidad y, a partir de esta intuición fundamental, se colocan las otras realidades. No basta un poco de religión, un poco de honestidad humana, la misa del domingo, un poco de oración, un poco de diversión, en el sentido de una medida.
Entonces comprendemos cuán actual es el público de las parábolas de la llamada ¡y cuán dentro está de nosotros! Nosotros somos los destinatarios de estas parábolas, debemos sentirnos comprometidos, porque fácilmente hay en nuestra vida y en nuestra jornada muchas cosas que no van con la seriedad de las exigencias de Jesús.
"Concédenos, Señor, comprender que somos nosotros, aquí, los destinatarios de estas parábolas y que el tema de la llamada es sobre todo para nosotros. Señor, tú que nos llamas, haznos conocer la seriedad, la univocidad, lo unívoco, la exigencia, la totalidad de la llamada bautismal y de esta llamada vocacional que no es sino la explicitación histórica, personal, ministerial de la llamada bautismal en la Iglesia".
LA INVITACIÓN A LAS BODAS: ¿Qué tiene en el corazón Jesús que habla, que narra las parábolas de la llamada? Me parece que pueden leer en su corazón sobre todo tres convicciones:
1. Quien habla así está convencido de que el Evangelio es una ocasión preciosísima para el hombre, no comparable con nada. Jesús está convencido de que el Evangelio y la adhesión al Evangelio, la fe, la justicia, la santidad que son consecuencias del mismo, son una oferta a la libertad del hombre que no debe dejar perder por ningún motivo, porque es el verdadero bien del hombre.
2. Quien habla así tiene un gran sentido de que Dios es todo para el hombre y, por tanto, a Dios que llama no se le puede decir que no. Jesús sabe que el Dios amor es quien hace al hombre, quien lo realiza, quien constituye su plenitud.
3. Hay otra verdad que me parece se deba leer en el corazón de Jesús, aunque no se la diga muy directamente en las parábolas, porque hablan sobre todo del Padre. Quien pronuncia estas parábolas tiene la autoridad divina y mesiánica para decir: ¡Sígueme!, ven detrás de mí. Y para poner las condiciones: el que viene detrás de mí y no reniega la propia vida no puede ser mi discípulo. En el ámbito de todo el Evangelio es claro que aquí Jesús es Mesías, Hijo del hombre e Hijo de Dios, Señor de la historia humana, capaz de llamar en la historia humana. Para nosotros hay algo más. Las parábolas presentan el tema del banquete y también del banquete nupcial, de las bodas; entonces tenemos que decir que en el contexto neotestamentario no solamente el Señor puede llamar y llama en la historia, me ha llamado y me llama, sino que es el Esposo que invita a las bodas, me invita a la intimidad: "He aquí que estoy a la puerta y llamo (...) el que me abre cenará conmigo y yo con él" (Ap 3,20).
"Concédenos, Señor, saberte leer así en mi vida y comprender ese "chance", esa ocasión providencial, formidable, que es para mi vida la llamada, la vocación, en la que se expresa tu apelación histórica, irrepetible y poderosa hacia mí, en el ámbito de la Iglesia y de su posibilidad de llamar".
MISIÓN Y ACCIÓN VOCACIONAL. Podemos sacar de la meditación dos consecuencias.
1. La primera es sobre la misión de la Iglesia y de cada uno en la Iglesia. ¿De dónde nace el impulso misionero que caracteriza a la Iglesia, que es parte esencial de la Iglesia?
a) En las personas nace, ante todo, del sentido de la preciosidad del "bonum fidei", del bien de la fe, de la certeza de que la fe vale más que cualquier otra cosa. Vale más que cualquier otra cosa para mí, y más que cualquier otra cosa para los demás. La fe es el bien supremo para mí y para los demás porque es fundamento y raíz de la salvación plena y total del hombre. El impulso misionero nace, pues, de la profundidad de la fe, de la viveza de la fe, de la alegría de la fe, de la fatiga de la fe, del sufrimiento por la fe. Es la proclamación de la fe.
b) En segundo lugar, considerando la fe en sí misma, no las personas, podemos decir que el impulso misionero nace del hecho de que siendo la fe un "bien", pide por su naturaleza misma ser difundido, sobre todo la fe vivida en la caridad, en el amor. Si la Iglesia es amor y amor que nace de la fe, este amor no puede menos de difundirse, no puede no comunicarse: la comunicatividad intrínseca de la fe como bien, si las personas la viven, es la que se convierte en ellos en deseo de comunicarla. Por eso la misma Iglesia, en cuanto comunidad de fe, es misionera, lugar abierto y difusivo. Una comunidad cristiana no puede contentarse con decir: a nosotros se nos ha dado el don de la fe y por esto ¡demos gracias al Señor! Si es verdadera comunidad cristiana tiene que vivir la necesidad de difundir siempre la fe, en todas partes, en todo.
Ya antes del Vaticano II, Pío XI, en su encíclica sobre las misiones, escribía: "Para todos los que, por gran don misericordioso de Dios, tienen la fe, y no hay obra de caridad más agradable a Dios y obra de amor más insigne para con el prójimo, ni hay deber más grave y urgente que el de propagar el don de la fe según sus propias fuerzas". Propagar la fe es el primer deber del cristianismo, es la caridad más grande; todas las otras obras de caridad están unidas y subordinadas a esta obra suma. Entonces nosotros somos tanto más misioneros, cuanto más profunda es nuestra fe, cuanto está más radicada en nosotros y expresada en el amor. Profundidad de la fe no quiere decir necesariamente fe pacífica o fe que no nos pone problemas: más bien quiere decir lucha por la fe, amor por la fe, oscuridad en la fe, desierto de la fe, desierto en donde el hombre siente cada vez más que la fe es su salvación, su plenitud, la totalidad de sí, y se hace incapaz de definirse sin ella.
2. La segunda consecuencia es sobre la actividad vocacional. ¿De dónde nace el impulso vocacional? Como para la fe, nace de la conciencia profunda, personal y comunitaria, que es el bien supremo, en el que se realiza para cada uno el don de la fe. Se realiza para mí y para los demás. El impulso vocacional no tiene, pues, nada que ver con el sentido de propaganda humana, con el sentido de ambición de aumentar el número de los miembros de la Congregación, con el deseo de no morir solos, sino viendo el rostro de nuevos hermanos de religión. Lo que vale es la vocación para mí, es el lugar en donde he encontrado la plenitud de la cruz y de la vida y por este deseo que valga para los demás. Entonces la vocación se propondrá como bien sumo, a la luz de Dios, no como empujón, como trampa (ven y verás que te vas a encontrar bien, que hay muchas cosas que te gustarán...). Tal vez podemos responder a la pregunta tan frecuente hoy: ¿Por qué hay pocas vocaciones? Evidentemente porque hay quien se va a casar, quien ha comprado un campo, quien tiene que ir a ver los bueyes: por tanto, la excusa, la legitimación, el rechazo por parte de quien recibe la llamada. Y también, quizás, porque la llamada es flaca, débil. Hay estos dos elementos. No basta decir que los jóvenes son poco generosos. Hay que añadir que, tal vez, nuestra vida -religiosa y sacerdotal- no se vive con alegría, con el entusiasmo y con la plenitud del amor a la cruz, con la totalidad de la donación, con la luminosidad del ejemplo, con la fuerza de la unidad y del amor, con la convicción de que en la comunidad uno se santifica realmente.
Reflexionemos seriamente y pidámosle al Señor que sepamos traducir para nosotros, para mí, la parábola de la llamada. No debemos temer preguntarnos: ¿Por qué mi llamada es débil? Cumplo bien con mi deber, trato de servir con generosidad y, sin embargo, me siento incómodo al tener que llamar a otros: ¿por qué? Si ponemos toda nuestra buena voluntad para aclarar en nosotros todos estos motivos, el Señor nos concederá una luz nueva para nosotros y para los demás (Carlo M. Martini).
La comida, la cena festiva, es en todas las culturas uno de los símbolos más grandes de unidad comunitaria y familiar. En la cultura semita era símbolo de la máxima comunión. Participar de la mesa de otra persona comprometía a los invitados con el oferente de la cena. Jesús aprovecha este valor cultural para resaltar los valores del Reino. Pues, éste no es una realidad ajena a nuestra cotidianidad, al devenir histórico, a los valores humanos. El Reino de Dios es precisamente la máxima realización de los ideales humanos de fraternidad, solidaridad y justicia. Y, precisamente, en la comida comunitaria se viven los signos que muestran como posible o realizable el Reino entre los seres humanos. La parábola del banquete del Reino muestra cómo los que están empeñados exclusivamente en sus negocios ("Compré un campo y es necesario que me disculpes"), en el frenesí de su trabajo ("Compré cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas") o en la exclusividad del círculo familiar, no pueden entrar a participar plena y gozosamente en la vida comunitaria. Ésta exige, una disponibilidad generosa y la aspiración de construir algo más grande que los pequeños negocios y trabajos familiares. Por estas razones, aquellos que están empeñados en sus propias preocupaciones sin mirar el horizonte de los pueblos, sin valorar las utopías históricas no están aptos para participar del banquete del Reino. Éste necesita de una apertura a todos los seres humanos y a todos los ideales de humanización. Por esto, los invitados son aquellos que realmente tienen esperanza histórica y confían en que pueden construir la nueva casa del Señor. Ésta es un proyecto alternativo, un mundo donde no hay excluidos y donde lo importante no es la productividad ni el lucro, sino la máxima expresión de la creación: el ser humano (servicio bíblico latinoamericano).
Dios, por medio de su Hijo Jesús, se acerca como Salvador a todo hombre de buena voluntad. Muchos le han aceptado; pero muchos también lo han rechazado. En verdad que los publicanos y las prostitutas se han adelantado a muchos en el Reino de los cielos. Por eso, hemos de reflexionar con seriedad acerca de la sinceridad no sólo con que le damos culto a Dios, sino de nuestra respuesta vital a Él, siendo fieles a su Palabra y a su invitación a ir tras de Él cargando nuestra propia cruz. A quienes se nos confió el anuncio del Evangelio, no podemos vivir tranquilos porque algunos han dado su respuesta de fe a Dios y perseveran en ella, renovando día a día su Vida en el Espíritu de Dios. Hemos de abrir los ojos ante tantos que viven lejos del Señor y de la salvación que Él nos ofrece y no darnos descanso hasta que Cristo logre, por medio de su Iglesia, que todos participen de su Banquete, mediante el cual quiere hacer una alianza de amor, nueva y eterna con todos y cada uno de nosotros.
Cristo Jesús nos invita a participar de su Banquete Eucarístico mediante el cual Él continúa comunicándonos su Vida y su Espíritu. Él no se fija en nuestras pobrezas y limitaciones, sino sólo en que no rechacemos la invitación que nos hace. Si acudimos a su llamado, su Palabra nos santifica; su Muerte en la cruz nos purifica de nuestros pecados, y su gloriosa Resurrección nos da nueva vida. Entrar en comunión de vida con el Señor nos hace participar de su amor salvífico, que nos impulsa a vivir como criaturas nuevas, revestidas de Cristo y liberados de la carga de nuestros pecados. Permitámosle al Señor que por medio de su Eucaristía nos haga vivir unidos a Él y, fortalecidos con su Espíritu, nos convierta en miembros, no inútiles, sino activos en su Iglesia, capaces de esforzarnos continuamente por hacer el bien a todos.
Alimentados de Cristo, unidos a Él, seamos portadores de su vida para todos. No hagamos de nuestro trabajo un esfuerzo de grupos cerrados. No tengamos una Iglesia "de los nuestros", "de nuestro grupo". Abramos los ojos ante quienes viven entre necesidades y angustias, limitaciones y pobrezas; interesémonos por ellos en la misma forma en que en un cuerpo los miembros se preocupan unos de otros. Tratemos así hacer de la Iglesia una comunidad de hermanos, unidos por el amor. Entonces podremos alimentar la fe, la esperanza y el amor de todos los hombres; entonces, rompiendo nuestros grupos cerrados, saldremos a los cruces del camino para hacer llegar la salvación a todos, incluso a quienes han sido despreciados a causa de su pobreza, de sus limitaciones, de su cultura o de su edad avanzada. Cristo nos ha llamado para hacernos comprender que Él ha sido enviado a todos sin excepción, para que, quienes creemos en Él sepamos que hemos sido enviados para continuar su obra de salvación en la misma forma en que Él la realizó en favor de todos los hombres (www.homiliacatolica.com).

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