lunes, 28 de mayo de 2012

Lunes de la 8ª semana tiempo ordinario

Primera carta del apóstol san Pedro 1, 3-9. Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo. La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a manifestarse en el momento final. Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe -de más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego-llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo. No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación.

Salmo 110,1-2.5-6.9ab.10c. R. El Señor recuerda siempre su alianza.

Doy gracias al Señor de todo corazón, en compañía de los rectos, en la asamblea. Grandes son las obras del Señor, dignas de estudio para los que las aman.

Él da alimento a sus fieles, recordando siempre su alianza; mostró a su pueblo la fuerza de su obrar, dándoles la heredad de los gentiles.

Envió la redención a su pueblo, ratificó para siempre su alianza; la alabanza del Señor dura por siempre.

Evangelio según san Marcos 10,17-27. En aquel tiempo, cuando salta Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: -«Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» Jesús le contestó: -« ¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.» Él replicó: -«Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño.» Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: -«Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.» A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: -«¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!» Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: -«Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por todo.» el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.» Ellos se espantaron y comentaban: -«Entonces, ¿quién puede salvarse?» Jesús se les quedó mirando y les dijo: -«Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede.

Comentario: 1. 1P 1, 3-9. Empezamos hoy la lectura continua de la primera epístola de san Pedro. Escrita hacia el año 64, después de las Epístolas de san Pablo -que fueron escritas entre el 50 y el 64, pero antes de los evangelios que fueron escritos entre el 64 y el 90. Centrada sobre el tema del «bautismo», esta Epístola es quizá una homilía pronunciada en una vigilia pascual en la que tenían lugar los bautizos de adultos. Y el comienzo de esta homilía podría ser la repetición del Himno o Canto de Entrada que inauguraba la celebración. Himno primitivo que expresa a la perfección los sentimientos que debían de experimentar los hombres que recibían el bautismo: regeneración, renacimiento, renuevo de vida, esperanza. El signo y la causa de ese «nuevo nacimiento», residen en la Resurrección de Jesús, cuya fiesta se celebra esa noche. ¿Mi vida de bautizado? ¿Qué es para mí? ¿Soy capaz de dar gracias a Dios por mi bautismo? ¿Me apoyo en la gracia de mi bautismo para «renacer» de nuevo hoy, para marchar sin cesar como un ser nuevo, renovado. -Esta herencia es reservada en los cielos para vosotros a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada al final de los tiempos.

Los primeros cristianos, más que ahora nosotros, estaban a la espera y la esperanza de la realización escatológica: ¿tiendo yo también a ese futuro que Dios está preparándome, tiendo hacia ese término final?

-Rebosáis ya de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas.

La predicación de Pedro es realista. La vida no es divertida y sin embargo... el cristiano es un «hombre feliz», incluso en las pruebas.

¿Puede decirse de mí que «salto de gozo»? Y, en este caso, ¿en qué se apoya mi alegría?

-Esas pruebas verificarán la calidad de vuestra fe que es mucho más preciosa que el oro. La fuente de la alegría es la Fe. Pedro describe esa alegría de la fe con lirismo: «¡rebosáis ya de una alegría inefable que os transfigura!» Las pruebas mismas no destruyen la alegría porque profundizan la calidad de la Fe. Reflexiono detenida y pausadamente sobre mis pruebas, y las pruebas de la Iglesia... Para considerar de qué modo esas pruebas me acercan más a Dios.

-...Cuando se revelará Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto y en quien creéis aunque de momento no le veáis.

Estar bautizado es perdurar en un lazo de amor y de fe personal con Jesús... En la espera de verle un día (Noel Quesson).

2. catequesis de Juan Pablo II

Grandes son las obras del Señor

Queridos hermanos y hermanas:

1. Hoy sentimos un viento fuerte. El viento en la sagrada Escritura es símbolo del Espíritu Santo. Esperamos que el Espíritu Santo nos ilumine ahora en la meditación del salmo 110, que acabamos de escuchar. Este salmo encierra un himno de alabanza y acción de gracias por los numerosos beneficios que definen a Dios en sus atributos y en su obra de salvación: se habla de "misericordia", "clemencia", "justicia", "fuerza", "verdad", "rectitud", "fidelidad", "alianza", "obras", "maravillas", incluso de "alimento" que él da y, al final, de su "nombre" glorioso, es decir, de su persona. Así pues, la oración es contemplación del misterio de Dios y de las maravillas que realiza en la historia de la salvación.

2. Comenta Benedicto XVI: “El Salmo comienza con el verbo de acción de gracias que se eleva del corazón del orante, pero también de toda la asamblea litúrgica (cf. v. 1). El objeto de esta oración, que incluye también el rito de la acción de gracias, se expresa con la palabra "obras" (cf. vv. 2.3.6.7). Esas obras son las intervenciones salvíficas del Señor, manifestación de su "justicia" (cf. v. 3), término que en el lenguaje bíblico indica ante todo el amor que genera salvación.

Por tanto, el núcleo del Salmo se transforma en un himno a la alianza (cf. vv. 4-9), al vínculo íntimo que une a Dios con su pueblo y que comprende una serie de actitudes y gestos...

Este vínculo de amor incluye el don fundamental del alimento y, por tanto, de la vida (cf. Sal 110,5), que, en la relectura cristiana, se identificará con la Eucaristía, como dice san Jerónimo: "Como alimento dio el pan bajado del cielo; si somos dignos de él, alimentémonos". Luego viene el don de la tierra, "la heredad de los gentiles" (Sal 110,6), que alude al grandioso episodio del Éxodo, cuando el Señor se reveló como el Dios de la liberación. Por tanto, la síntesis del cuerpo central de este canto se ha de buscar en el tema del pacto especial entre el Señor y su pueblo, como declara de modo lapidario el versículo 9: "Ratificó para siempre su alianza".

El salmo 110 concluye con la contemplación del rostro divino, de la persona del Señor, expresada a través de su "nombre" santo y trascendente. Luego, citando un dicho sapiencial (cf. Pr 1,7; 9,10; 15,33), el salmista invita a todos los fieles a cultivar el "temor del Señor" (Sal 110,10), principio de la verdadera sabiduría. Este término no se refiere al miedo ni al terror, sino al respeto serio y sincero, que es fruto del amor, a la adhesión genuina y activa al Dios liberador. Y, si las primeras palabras del canto habían sido una acción de gracias, las últimas son una alabanza: del mismo modo que la justicia salvífica del Señor "dura por siempre" (v. 3), así la gratitud del orante no tiene pausa: "La alabanza del Señor dura por siempre" (v. 10). Para resumir, el Salmo nos invita al final a descubrir las muchas cosas buenas que el Señor nos da cada día. Nosotros vemos más fácilmente los aspectos negativos de nuestra vida. El Salmo nos invita a ver también las cosas positivas, los numerosos dones que recibimos, para sentir así la gratitud, porque sólo un corazón agradecido puede celebrar dignamente la gran liturgia de la gratitud, la Eucaristía.

Para concluir nuestra reflexión, quisiéramos meditar con la tradición eclesial de los primeros siglos cristianos el versículo final con su célebre declaración, reiterada en otros lugares de la Biblia (cf. Pr 1,7): "El principio de la sabiduría es el temor del Señor" (Sal 110,10). El escritor cristiano Barsanufio de Gaza, en la primera mitad del siglo VI, lo comenta así: "¿Qué es principio de la sabiduría sino abstenerse de todo lo que desagrada a Dios? ¿Y de qué modo uno puede abstenerse sino evitando hacer algo sin haber pedido consejo, o no diciendo nada que no se deba decir, y además considerándose a sí mismo loco, tonto, despreciable y totalmente inútil?". Con todo, Juan Casiano, que vivió entre los siglos IV y V, prefería precisar que "hay una gran diferencia entre el amor, al que nada le falta y que es el tesoro de la sabiduría y de la ciencia, y el amor imperfecto, denominado "principio de la sabiduría"; este, por contener en sí la idea del castigo, queda excluido del corazón de los perfectos al llegar la plenitud del amor". Así, en el camino de nuestra vida hacia Cristo, el temor servil que hay al inicio es sustituido por un temor perfecto, que es amor, don del Espíritu Santo”.

3. Así que salió Jesús para ponerse en camino... un hombre corrió hacia él y arrodillándose a sus pies... "Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?" Escena muy viva. Un hombre de deseo: corre... se lanza de rodillas a sus pies... sin aliento, le pregunta. Esta, su pregunta, es ¡la pregunta esencial!

-"¿Por qué me llamas "Bueno"? Nadie es "Bueno" sino solo Dios. Respuesta tajante ¡como una cuchilla! ¡Jesús es el hombre que tiene siempre a "Dios" en la boca! Es su referencia constante. Dios. Sólo Dios. Rezo a partir de esta frase de Jesús.

-Tú sabes los mandamientos... Maestro, los he observado desde mi juventud... He aquí a un hombre recto, concienzudo, que observa la Ley, que está en regla. Leyendo este relato, los primeros lectores de Marcos podían comprender que para ser un buen discípulo no basta con cumplir la Ley. La Ley, ese hombre la cumple... y sin embargo, ¡le falta algo para ser un discípulo!

-Jesús mirándolo le mostró afecto y le dijo... La mirada de Jesús. Trato de imaginar que se posa también sobre mí... sobre aquellos con los que convivo, con los que tengo a mi cargo... El afecto de Jesús. Jesús ama, Jesús afectuoso. Y todo lo que dirá después es una prueba de este amor.

-"Una sola cosa te falta: Vete, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego ¡ven y sígueme!" Encontramos de nuevo lo que Jesús no cesa de repetir.

-Fue la primera llamada (Mc 1, 18-19): "Venid y seguidme... dejando enseguida sus redes... dejando a su padre en la barca... -Fue la primera instrucción a los discípulos al enviarles en misión (Mc 6, 8): "les ordenó no tomar nada para el camino, ni pan, ni saco, ni dinero en el cinturón..."

-Fue la primera consecuencia que había que sacar del primer "anuncio de la Pasión" (Mc8, 34): "si alguno quiere venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo..." Jesús es coherente en sus ideas. Lo pide "todo o nada". Para seguirle a El, hay que abandonar todo lo restante. Exigencia infinita. El evangelio no es una buena recetita tranquilizadora, es la más formidable aventura, el riesgo, el "ahí-va-todo".

-Se marchó triste porque tenía mucha hacienda... Mirando en tomo suyo dijo a sus discípulos: "¡Cuán difícilmente entrarán en el Reino de Dios, los que poseen riquezas!" Los discípulos se quedaron espantados con estas palabras. Pero Jesús continuó: "Es más fácil a un camello pasar por el agujero de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios". Cada vez más desconcertados los discípulos decían entre sí:

"Entonces, ¿quién puede salvarse? "A los hombres sí les es imposible, mas no a Dios, porque a Dios todo le es posible". El "humor" de Jesús: esta comparación del "camello" y el agujero de la aguja. Lo serio de Jesús: esta "imposibilidad"… Incluso con las renuncias más extraordinarias, incluso dando todas nuestras riquezas a los pobres -dirá también san Pablo a los Corintios (13, 3), somos incapaces de entrar en el Reino de Dios. Dios solo... puede hacerlo. Hago mi oración sobre esta frase (Noel Quesson).

Aquel se marcho pesaroso, estropeando la mirada de ternura que había suscitado en Jesús y prefiriendo seguir en sus propias seguridades. Su búsqueda de la vida estaba subordinada a su propia seguridad. Ésta usurpaba el papel de Dios. Y también puede usurparla en nosotros, aunque no seamos ricos. Puede haber otras seguridades que son nuestro irrenunciable tesoro. No podemos olvidar que nuestro tesoro está, donde está nuestro corazón. Y, desde ahí, nos tenemos que preguntar: ¿nuestro corazón está en el Dios del Reino y en la búsqueda del Reino de Dios como algo irrenunciable u otras seguridades nos impiden el acceso a la vida en plenitud? ¿Cuáles son? ¿Estamos dispuestos a renunciar a estas falsas seguridades? ¿Si no lo estamos en este momento, esperamos que Dios nos cambie el corazón, puesto que para Él nada hay imposible? (José Vico Peinado).

El Papa Juan Pablo II nos ha regalado un espléndido comentario al evangelio de hoy. Se halla en su Encícilica "Veritatis Splendor", a partir del número 8 y hasta el 18, de donde entresacamos los textos siguientes. No podemos perderlos.

Desde la profundidad del corazón surge la pregunta que el joven rico dirige a Jesús de Nazaret: una pregunta esencial e ineludible para la vida de todo hombre, pues se refiere al bien moral que hay que practicar y a la vida eterna. El interlocutor de Jesús intuye que hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino. El es un israelita piadoso que ha crecido, diríamos, a la sombra de la Ley del Señor. Si plantea esta pregunta a Jesús, podemos imaginar que no lo hace porque ignora la respuesta contenida en la Ley. Es más probable que la fascinación por la persona de Jesús haya hecho que surgieran en él nuevos interrogantes en torno al bien moral. Siente la necesidad de confrontarse con aquel que había iniciado su predicación con este nuevo y decisivo anuncio: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15).

Es necesario que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para obtener de El la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo. El es el Maestro, el Resucitado que tiene en sí mismo la vida y que está siempre presente en su Iglesia y en el mundo. Es El quien desvela a los fieles el libro de las Escrituras y, revelando plenamente la voluntad del Padre, enseña la verdad sobre el obrar moral. Fuente y culmen de la economía de la salvación, Alfa y Omega de la historia humana (cf. Ap 1,8; 21,6; 22,13), Cristo revela la condición del hombre y su vocación integral. Por esto, "el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo -y no sólo según pautas y medidas de su propio ser. que son inmediatas, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes-, debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en El con todo su ser. Debe apropiarse y asimilar toda l a realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo".

Si queremos, pues, penetrar en el núcleo de la moral evangélica y comprender su contenido profundo e inmutable, debemos escrutar cuidadosamente el sentido de la pregunta hecha por el joven rico del Evangelio y, más aún, el sentido de la respuesta de Jesús, dejándonos guiar por El. En efecto, Jesús, con delicada solicitud pedagógica, responde llevando al joven como de la mano, paso a paso, hacia la verdad plena.

"Uno sólo es el Bueno" (Mt 19,17). Jesús dice: "¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos" (Mt 19,17). En las versiones de los evangelistas Marcos y Lucas la pregunta viene formulada así: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios" (Mc 10,18; cf Lc 18,19).

Antes de responder a la pregunta, Jesús quiere que el joven se aclare a sí mismo el motivo por el que lo interpela. El "Maestro bueno" indica a su interlocutor -y a todos nosotros- que la respuesta a la pregunta, "¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?", sólo puede encontrarse dirigiendo la mente y el corazón a Aquel que "solo es el Bueno": "Nadie es bueno sino sólo Dios" (Mc 10,18; cf. Lc 18,19). Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque El es el Bien.

En efecto, interrogarse sobre el bien significa en último término dirigirse a Dios, que es plenitud de la bondad. Jesús muestra que la pregunta del joven es en realidad una pregunta religiosa y que la bondad, que atrae y al mismo tiempo vincula al hombre, tiene su fuente en Dios, más aún, es Dios mismo: Aquél que sólo es digno de ser amado "con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente" (cf Mt 22,37), Aquel que es la fuente de la felicidad del hombre. Jesús relaciona la cuestión de la acción moralmente buena con sus raíces religiosas, con el reconocimiento de Dios, única bondad, plenitud de la vida, término último del obrar humano, felicidad perfecta.

La Iglesia, iluminada por las palabras del Maestro, cree que el hombre, hecho a imagen del Creador, redimido con la sangre de Cristo y santificado por la presencia del Espíritu Santo, tiene como fin último de su vida ser "alabanza de la gloria" de Dios (cf. Ef 1,12), haciendo así que cada una de sus acciones refleje su esplendor. "Conócete a ti misma, alma hermosa: tú eres la imagen de Dios -escribe san Ambrosio-. Conócete a ti mismo, hombre: tú eres la gloria de Dios (1 Cor 11,7). Escucha de qué modo eres su gloria. Dice el profeta: Tu ciencia es misteriosa para mí (Sal 138,6), es decir: tu majestad es más admirable en mi obra, tu sabiduría es exaltada en la mente del hombre. Mientras me considero a mí mismo, a quien tú escrutas en los secretos pensamientos y en los sentimientos íntimos, reconozco los misterios de tu ciencia. Por tanto, conócete a ti mismo, hombre, lo grande que eres y vigila sobre ti..." .

La afirmación de que "uno solo es el Bueno" nos remite así a la "primera tabla" de los mandamientos, que exige reconocer a Dios como Señor único y absoluto, y a darle culto solamente a El porque es infinitamente santo (cf. Ex 20,2-11). El bien es pertenecer a Dios, obedecerle, caminar humildemente con El practicando la justicia y amando la piedad (cf. Miq 6, 8). Reconocer al Señor como Dios es el núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del que derivan y al que se ordenan los preceptos particulares. Mediante la moral de los mandamientos se manifiesta la pertenencia del pueblo de Israel al Señor, porque Dios solo es Aquél que es bueno. Este es el testimonio de la Sagrada Escritura, cuyas páginas están penetradas por la viva percepción de la absoluta santidad de Dios: "Santo, santo, santo, Señor de los ejércitos" (Is 6, 3).

Pero si Dios es el Bien, ningún esfuerzo humano, ni siquiera la observancia más rigurosa de los mandamientos, logra "cumplir" la Ley, es decir, reconocer al Señor como Dios y tributarle la adoración que a El solo es debida (cf. Mt 4, 10). El "cumplimiento" puede lograrse sólo como un don de Dios: es el ofrecimiento de una participación en la Bondad divina que se revela y se comunica en Jesús, aquél que el joven rico llama con las palabras "Maestro bueno" (Mc 10,17; Lc 18,18). Lo que quizás en ese momento el joven logra solamente intuir será plenamente revelado al final por Jesús mismo con la invitación "ven, y sígueme" (Mt 19,21).

"Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos" (Mt 19,17). Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque El es el Bien. Pero Dios ya respondió a esta pregunta: lo hizo creando al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley inscrita en su corazón (cf. Rom 2, 15), la "ley natural" . Esta "no es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley en la creación" . Después lo hizo en la historia de Israel, particularmente con las "diez palabras", o sea, con los mandamientos del Sinaí, mediante los cuales El fundó el pueblo de la Alianza (cf. Ex 24) y lo llamó a ser su "propiedad personal entre todos los pueblos", "una nación santa" (Ex 19, 5-6), que hiciera resplandecer su santidad entre todas las naciones (cf. Sab 18, 4; Ez 20, 41). La entrega del Decálogo es promesa y signo de la Alianza Nueva, cuando la ley será escrita nuevamente y de modo definitivo en el corazón del hombre (cf . Jer 31, 31-34), para sustituir la ley del pecado, que había desfigurado aquel corazón (cf. Jer 17, 1). Entonces será dado "un corazón nuevo" porque en él habitará "un espíritu nuevo" , el Espíritu de Dios (cf. Ez 36, 24-28).

Por esto, y tras precisar que "uno solo es el Bueno", Jesús responde al joven [en la versión de san Mateo]: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos" (Mt 19, 17). De este modo, se enuncia una estrecha relación entre la vida eterna y la obediencia a los mandamientos de Dios: los mandamientos indican al hombre el camino de la vida eterna y a ella conducen. Por boca del mismo Jesús, nuevo Moisés, los mandamientos del Decálogo son nuevamente dados a los hombres; El mismo los confirma definitivamente y nos los propone como camino y condición de salvación. El mandamiento se vincula con una promesa: en la Antigua Alianza el objeto de la promesa era la posesión de la tierra en la que el pueblo gozaría de una existencia libre y según justicia (cf. Dt 6,20-25); en la Nueva Alianza el objeto de la promesa es el "reino de los cielos", tal como lo afirma Jesús al comienzo del "Sermón de la Montaña" -discurso que contiene la formulación más amplia y completa de la Ley Nueva (cf. Mt 5-7)-, en clara conexión con el Decálogo entregado por Dios a Moisés en el monte Sinaí. A esta misma realidad del Reino se refiere la expresión "vida eterna", que es participación en la vida misma de Dios; aquélla se realiza en toda su perfección sólo después de la muerte, pero, desde la fe, se convierte ya desde ahora en luz de la verdad, fuente de sentido para la vida, incipiente participación de una plenitud en el seguimiento de Cristo. En efecto, Jesús dice a sus discípulos después del encuentro con el joven rico: "Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna" (Mt 19, 29).

La respuesta de Jesús no le basta todavía al joven, que insiste preguntando al Maestro sobre los mandamientos que hay que observar: ""¿Cuáles?", le dice él" (Mt 19, 18). Le interpela sobre qué debe hacer en la vida para dar testimonio de la santidad de Dios. Tras haber dirigido la atención del joven hacia Dios, Jesús le recuerda los mandamientos del Decálogo que se refieren al prójimo: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre y amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 19, 18-19).

Por el contexto del coloquio y, especialmente, al comparar el texto de Mateo con las perícopas paralelas de Marcos y de Lucas, aparece que Jesús no pretende detallar todos y cada uno de los mandamientos necesarios para "entrar en la vida" sino, más bien, indicar al joven la "centralidad" del Decálogo respecto a cualquier otro precepto, como interpretación de lo que para el hombre significa "Yo soy el Señor tu Dios". Sin embargo, no nos pueden pasar desapercibidos los mandamientos de la Ley que el Señor recuerda al joven: son determinados preceptos que pertenecen a la llamada "segunda tabla" del Decálogo, cuyo compendio (cf. Rom 13,8-10) y fundamento es el mandamiento del amor al prójimo: "Ama a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 19, 19; cf. Mc 12, 31). En este precepto se expresa precisamente la singular dignidad de la persona humana, la cual es la "única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma". En efecto, los diversos mandamientos del Decálogo no son más que la refracción del único mandamiento que se refiere al bien de la persona, como compendio de los múltiples bienes que connotan su identidad de ser espiritual y corpóreo, en relación con Dios, con el prójimo y con el mundo material. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica, "los diez mandamientos pertenecen a la revelación de Dios. Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto, indirectamente, los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana".

Todo ello no significa que Cristo pretenda dar la precedencia al amor al prójimo o, más aún, separarlo del amor a Dios. Esto lo confirma su diálogo con el doctor de la Ley, el cual hace una pregunta muy parecida a la del joven. Jesús le remite a los dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo(cf. Lc 10, 25-27) y le invita a recordar que sólo su observancia lleva a la vida eterna: "Haz eso y vivirás" (Lc 10, 28). Es pues significativo que sea precisamente el segundo de estos mandamientos el que suscite la curiosidad y la pregunta del doctor de la ley: "¿Quién es mi prójimo?" (Lc 10, 29). El Maestro responde con la parábola del buen samaritano, la parábola-clave para la plena comprensión del mandamiento del amor al prójimo (cf. Lc 10, 30-37).

Los dos mandamientos, de los cuales "penden toda la Ley y los Profetas" (Mt 22,40), están profundamente unidos entre sí y se compenetran recíprocamente. De su unidad inseparable da testimonio Jesús con sus palabras y su vida: su misión culmina en la Cruz que redime (cf. Jn 3, 14-15), signo de su amor indivisible al Padre y a la humanidad (cf. Jn 13,1).

Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son explícitos en afirmar que sin el amor al prójimo, que se concreta en la observancia de los mandamientos, no es posible el auténtico amor a Dios. San Juan lo afirma con extraordinario vigor: "Si alguno dice:" Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve" (1 Jn 4,20). El evangelista se hace eco de la predicación moral de Cristo, expresada de modo admirable e inequívoco en la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,30-37) y en el "discurso" sobre el juicio final (cf. Mt 25, 3 1-46).

"Si quieres ser perfecto" (Mt. 19,21). La respuesta sobre los mandamientos no satisface al joven, que de nuevo pregunta a Jesús: ""Todo eso lo he guardado;¿qué más me falta?"" (Mt 19,20). No es fácil decir con la conciencia tranquila "todo eso lo he guardado", si se comprende todo el alcance de las exigencias contenidas en la Ley de Dios. Sin embargo, aunque el joven rico sea capaz de dar una respuesta tal; aunque de verdad haya puesto en práctica el ideal moral con seriedad y generosidad desde la infancia, él sabe que aún está lejos de la meta; en efecto, ante la persona de Jesús se da cuenta de que todavía le falta algo. Jesús, en su última respuesta, se refiere a esa conciencia de que aún falta algo: comprendiendo la nostalgia de una plenitud que supere la interpretación legalista de los mandamientos, el Maestro bueno invita al joven a emprender el camino de la perfección: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme" (Mt 19,21).

Al igual que el fragmento anterior, también éste debe ser leído e interpretado en el contexto de todo el mensaje moral del Evangelio y, especialmente, en el contexto del Sermón de la Montaña de las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-12), la primera de las cuales es precisamente la de los pobres, los "pobres de espíritu" , como precisa san Mateo (Mt 5, 3), esto es, los humildes. En este sentido, se puede decir que también las bienaventuranzas pueden ser encuadradas en el amplio espacio que se abre con la respuesta que da Jesús a la pregunta del joven "¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?" . En efecto, cada bienaventuranza, desde su propia perspectiva, promete precisamente aquel "bien" que abre al hombre a la vida eterna; más aún, que es la misma vida eterna.

Las bienaventuranzas no tienen propiamente como objeto unas normas particulares de comportamiento, sino que se refieren a actitudes y disposiciones básicas de la existencia y, por consiguiente, no coinciden exactamente con los mandamientos. Por otra parte, no hay separación o discrepancia entre las bienaventuranzas y los mandamientos: ambos se refieren al bien, a la vida eterna. El Sermón de la Montaña comienza con el anuncio de las bienaventuranzas, pero hace también referencia a los mandamientos (cf. Mt 5, 20-48). Además, el Sermón muestra la apertura y orientación de los mandamientos con la perspectiva de la perfección que es propia de las bienaventuranzas. Estas son ante todo promesas de las que también se derivan, de forma indirecta, indicaciones normativas para la vida moral. En su profundidad original son una especie de autorretrato de Cristo y, precisamente por esto, son invitaciones a su seguimiento y a la comunión de vida con El.

No sabemos hasta qué punto el joven del Evangelio comprendió el contenido profundo y exigente de la primera respuesta dada por Jesús: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos" ; sin embargo, es cierto que la afirmación manifestada por el joven de haber respetado todas las exigencias morales de los mandamientos constituye el terreno indispensable sobre el que puede brotar y madurar el deseo de la perfección, es decir, la realización de su significado mediante el seguimiento de Cristo. El coloquio de Jesús con el joven nos ayuda a comprender las condiciones para el crecimiento moral del hombre llamado a la perfección: el joven, que ha observado todos los mandamientos, se muestra incapaz de dar el paso siguiente sólo con sus fuerzas. Para hacerlo se necesita una libertad madura ("si quieres") y el don divino de la gracia ("ven, y sígueme").

La perfección exige aquella madurez en el darse a sí mismo, a que está llamada la libertad del hombre. Jesús indica al joven los mandamientos como la primera condición irrenunciable para conseguir la vida eterna; el abandono de todo lo que el joven posee y el seguimiento del Señor asumen, en cambio, el carácter de una propuesta: "Si quieres..." . La palabra de Jesús manifiesta la dinámica particular del crecimiento de la libertad hacia su madurez y, al mismo tiempo, atestigua la relación fundamental de la libertad con la ley divina. La libertad del hombre y la ley de Dios no se oponen, sino, al contrario, se reclaman mutuamente. El discípulo de Cristo sabe que la suya es una vocación a la libertad. "Hermanos, habéis sido llamados a la libertad" (Gál 5, 13), proclama con alegría y decisión el apóstol Pablo. Pero, a continuación, precisa: "No toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros" (ibid.). La firmeza con la cual el Apóstol se opone a quien confía la propia justificación a la Ley, no tiene nada que ver con la "liberación" del hombre con respecto a los preceptos, los cuales, en verdad, están al servicio del amor: "Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás, y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Rom 13, 8-9). El mismo san Agustín, después de haber hablado de la observancia de los mandamientos como de la primera libertad imperfecta, prosigue así: "¿Por qué, preguntará alguno, no perfecta todavía? Porque" siento en mis miembros otra ley en conflicto con la ley de mi razón"... Libertad parcial, parcial esclavitud: la libertad no es aún completa, aún no es pura ni plena porque todavía no estamos en la eternidad. Conservamos en parte la debilidad y en parte hemos alcanzado la libertad. Todos nuestros pecados han sido borrados en el bautismo, pero ¿acaso ha desaparec ido la debilidad después de que la iniquidad ha sido destruida? Si aquella hubiera desaparecido, se viviría sin pecado en la tierra.¿Quién osará afirmar esto sino el soberbio, el indigno de la misericordia del liberador?... Mas, como nos ha quedado alguna debilidad, me atrevo a decir que, en la medida en que sirvamos a Dios, somos libres, mientras que en la medida en que sigamos la ley del pecado somos esclavos".

Quien "vive según la carne" siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y "vive según el Espíritu" (Gál 5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia interior -una verdadera y propia "necesidad" , y no ya una constricción- de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley sino de vivirlas en su "plenitud" . Es un camino todavía incierto y frágil mientras estemos en la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena "libertad de los hijos de Dios" (cf. Rom 8, 21) y, consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral a la sublime vocación de ser "hijos en el Hijo".

Esta vocación al amor perfecto no está reservada de modo exclusivo a una élite de personas. La invitación, "anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres", junto con la promesa "tendrás un tesoro en los cielos", se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al prójimo. De la misma manera, la siguiente invitación "ven y sígueme" es la nueva forma concreta del mandamiento del amor a Dios. Los mandamientos y la invitación de Jesús al joven rico están al servicio de una única e indivisible caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo: "Vosotros pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48). En el evangelio de Lucas, Jesús precisa ulteriormente el sentido de esta perfección: "Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso" (Lc 6, 36)”.

domingo, 27 de mayo de 2012

Domingo de Pentecostes B

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 2,1-11. Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos preguntaban: -¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.

Salmo 103,1ab y 24ac.29bc-30.31 y 34. R/. Envía tu espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Bendice, alma mía, al Señor. / ¡Dios mío, qué grande eres! / Cuántas son tus obras, Señor; / la tierra está llena de tus criaturas. / Les retiras el aliento, y expiran, / y vuelven a ser polvo; / envías tu aliento y los creas, / y repueblas la faz de la tierra.

Gloria a Dios para siempre, / goce el Señor con sus obras. / Que le sea agradable mi poema, / y yo me alegraré con el Señor.

Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 12,3b-7.12-13. Hermanos: Nadie puede decir «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 20,19-23. Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Comentario: 1. Se trata de una descripción que utiliza esquemas y elementos de la literatura escatológica. El viento, el fuego, el ruido los utiliza el AT para describir la irrupción súbita de Dios, pero en esta descripción hay algo nuevo. Como en la mañana de la creación, pero en un estadio más avanzado de la historia de la salvación, Dios establece un nuevo principio, una nueva creación. En este texto hay frecuentes alusiones a la alianza y a la asamblea del Sinaí. Pentecostés, inauguración de la nueva alianza entre Dios y su pueblo reunido en asamblea. La fiesta judía de Pentecostés, Shavuot o Fiesta de las semanas, celebraba el don de la Ley recibida en el Sinaí cincuenta días después de la Pascua. Y también era la última de las tres fiestas judías anuales con peregrinación al Templo, tras Sucot (Tabernáculos) y Pesach (Pascua). Los judíos llamaban "pentecostés" a todo el tiempo festivo de la pascua, pero sobre todo a la conclusión solemne de este tiempo que culminaba a los cincuenta días de haber comenzado. Entonces se celebraba una de las tres grandes festividades ordenadas por la Ley (Ex 23,16). Esta era la "fiesta de la siega" o de la cosecha de los cereales (Lv 23,15-21; Dt 16, 9-12 El día de Pentecostés, precisamente a los cincuenta días de la resurrección del Señor, descendió sobre los apóstoles el Espíritu Santo que les había sido prometido (Jn 14,16). El grano de trigo caído en tierra, Jesús muerto y sepultado, ha dado mucho fruto y este fruto es el Espíritu Santo. En la actualidad, igual que entonces, el pueblo judío ha celebrado Shavuot el pasado viernes, al término de la cosecha de cebada y el comienzo de la de trigo. Esta fiesta es observada por los judíos ortodoxos con un estudio religioso maratoniano y, en Jerusalén, con una convocatoria masiva a la oración festiva ante el Muro. La fiesta de Shavuot, en los kibutzim, marca el clímax de la nueva cosecha de cereales y la maduración de los primeros frutos, incluidas las siete especies mencionadas en la Biblia (trigo, cebada, vid, higo, granada, olivo y dátil).

Ahora, cincuenta días después de la inmolación de Cristo y de su resurrección, se derrama el Espíritu sobre los apóstoles. El primer elemento de esta escena es el viento que en la tradición bíblica indicaba la presencia y la acción de Dios (Gn 1,2; 2.7) y era símbolo del Espíritu de Dios (1 R 19,11s) y lo asume Jesús en Jn 3,5-8. Las lenguas de fuego indican también el Espíritu de Dios (Mt 3,11) o la presencia eficaz de Dios (Ex 3,2; 19,18; Is 6,6; Ez 1,4). También aquí hay una relación con el Sinaí. Hablar lenguas. El fenómeno puede ser la glosolalia. Los apóstoles empiezan a expresarse al modo de los antiguos profetas (Nm 11,25-29; 1 S 10,5-6). Hablan en estado extático como en Hch 10,46; 19,6 y 1 Co 10-14. Puede también referirse a la capacidad que el Espíritu comunica a la comunidad de entenderse, de formar comunidad, a pesar de las diferencias personales. Según una tradición judía la voz de Dios en el Sinaí la oyeron todos los pueblos de la tierra. También ahora todos los pueblos son testigos de la acción del Espíritu en Pentecostés. La enumeración que nos ofrece Lucas va de este a oeste, con Judá-Jerusalén en el centro. Así Lucas simboliza la totalidad del mundo habitado y la universalidad del mensaje (Pere Franquesa).

Una primitiva tradición eclesial caracterizó al escritor Lucas como "pintor entre los evangelistas". Acertó en un rasgo esencial: muchas afirmaciones que los demás escritores neotestamentarios expresan sólo formalmente, en un lenguaje nada intuitivo, los presenta Lucas en cuadros impresionantes. La afirmación central "se llenaron todos del Espíritu Santo" no se nos da escuetamente, sino descrita con fenómenos sensibles que acompañan al acontecimiento. Un ruido, como de un viento fuerte, y lenguas de fuego sirven para presentarnos -al igual que lo hace el Antiguo Testamento con la zarza ardiente, la columna de fuego o la tempestad la cercanía de Dios. Un texto rabínico cuenta que la voz de Dios se dividió en el Sinaí en setenta lenguas, de suerte que la ley fue proclamada a todos los pueblos en sus propios idiomas. Lucas se sirve de los medios literarios que le ofrece el ambiente cultural de su tiempo para exponer de forma gráfica e intuitiva la venida del Espíritu Santo que no está al alcance de los sentidos.

Lucas piensa en un prodigio, no de oír, sino de hablar (v.4). No parece que se trate aquí de la "glosolalia" que se nos describe como ininteligible y necesitada de interpretación. El efecto del vino que hace actuar al borracho de una forma que normalmente no haría (no lo hace él, sino el vino que lleva dentro) puede servir para comprender la realidad del Espíritu Santo que hace obrar y hablar a los que lo poseen de forma diferente (v.15). Lucas mantiene en los Hechos que la misión entre los no judíos se impuso poco a poco en la comunidad primitiva. Previamente, ha puesto en boca del Resucitado el esquema de todo su libro: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo... y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra" (Hch 1,8). De donde resulta, para la adecuada inteligencia del relato de Pentecostés, que el Espíritu Santo es, sí, el principio básico de la Iglesia y de su misión universal, pero esta misión universal no comienza a realizarse de hecho el mismo día de Pentecostés. Aunque Lucas nombra grupos de todas las naciones, dice que se trata solamente de judíos de la diáspora. El texto no pretende constatar detalles históricos ocurridos en un lugar y día determinados ante millares de ojos, sino, sobre todo, hacer una afirmación teológica sobre la presencia del Espíritu Santo en la comunidad. Pedro, que es el único que toma la palabra, explica que el plan de Dios se ha cumplido en Jesucristo y en la infusión de su Espíritu. El éxito está en el bautismo de tres mil judíos (v.41), que prueba que la Iglesia crece por dentro y por fuera gracias al Espíritu Santo. En la medida que la Iglesia cumple su tarea, lo hace por virtud de este mismo Espíritu que es el motor y la fuerza de la Nueva Ley de cada discípulo de Jesús (“Eucaristía 1990”).

La venida del Espíritu fue un acontecimiento en la historia de la salvación, que es una historia de la fe y para la fe. Los signos externos con los que se describe aquí este misterio nos muestran la irrupción de la fuerza de Dios, el Espíritu, en el mundo de los hombres y presagian la expansión del evangelio entre todos los pueblos. Las "lenguas de fuego" que se distribuyen sobre las cabezas de los discípulos de Jesús revelan que todos participan en la comunión de un mismo Espíritu e interpretan el sentido de esa comunicación. Recordemos que ese mismo Espíritu descendió sobre la cabeza de Jesús en el Jordán y que, después, comenzó su vida pública. Ahora va a comenzar la misión de los apóstoles. El Espíritu hizo que aquellos hombres medrosos y asustados salieran a la calle y predicaran desde las azoteas y en las plazas lo que apenas se atrevían a decir al oído. Mejor que lenguas extranjeras, es decir, lenguas humanas conocidas, se trata aquí de lenguas extrañas o de un modo nuevo de hablar (cfr. Mc 16,17). Probablemente es una alusión a lo que Pablo llama "don de lenguas" (1 Cor 14,2;14-17). Esta manera de hablar bajo la acción del Espíritu sólo pueden comprenderla aquellos que reciben también el mismo Espíritu. Porque el que da capacidad de hablar a los testigos es el que da a los creyentes la posibilidad de escucharles. De ahí que muchos griegos y gentiles entendieran a Pedro no obstante la diversidad de idiomas, mientras que otros, incluidos muchos judíos, que se expresaban en el mismo idioma que Pedro, no comprendieran nada y fuera para ellos como si hablara en chino o estuviera borracho. En Pentecostés sucedió lo contrario de lo que se dice de Babel, donde los hombres que intentaron escalar el cielo terminaron sin entenderse los unos a los otros. Y es que los hombres sólo pueden entenderse entre sí cuando cada uno se abre a la sorprendente gracia de Dios y no cuando luchan como titanes para alzarse sobre las nubes. Si en Babel se dispersó la humanidad, el adviento del Espíritu y su acogida por los hombres significa el principio de una nueva y definitiva reunión. Sobre la diversidad conflictiva, sobre el caos lingüístico, se cierne el Espíritu de Dios. Cuando lo recibamos de verdad, cuando todos tengamos un mismo Espíritu, nos entenderemos aunque hablemos diferentes idiomas. Y surgirá la nueva creación. Porque el problema está en la división de los espíritus, en las mentalidades opuestas y en el enfrentamiento de los intereses (“Eucaristía 1986”).

La Pascua de Pentecostés es un nuevo matiz de la gran Pascua de Cristo resucitado. No hay más que una Pascua, que se prolonga durante cincuenta días. Un día festivo extraordinariamente grande: doce horas son muy pocas para tanta alegría; por eso, nuestro «gran Domingo» (San Atanasio) tiene mil doscientas horas. Un milenario exultante, anticipado. Pentecostés es el cumplimiento de todas las promesas. Se prendió por fin la hoguera que Cristo tanto deseaba. Se abrieron los surtidores y las fuentes inagotables que se habían anunciado. Ya pueden bañarse todos y bautizarse en las aguas del Espíritu. El vino bueno que sobriamente embriaga, ya se sirve en todas las mesas. Dones abundantes, frutos sabrosos y tesoros escondidos, se ofrecen gratuitamente para aquellos que los quieran. Ya todo es posible. Las visiones y los sueños de los profetas se hacen realidad. Es la era de la paz y del Espíritu. Los hombres han aprendido a hablar la misma lengua. Así comenta S. Agustín: “Hoy celebramos la llegada del Espíritu Santo. En efecto, el Señor envió desde el cielo el Espíritu Santo prometido ya en la tierra. De esta manera había prometido ya enviarlo desde el cielo: Él no puede venir en tanto no me vaya yo; mas, una vez que yo me haya ido, os lo enviaré (Jn 16,7). Por eso padeció, murió, resucitó y ascendió; sólo le quedaba cumplir la promesa. Era lo que esperaban sus discípulos, ciento veinte personas, según está escrito; es decir, diez veces el número de los apóstoles. Eligió, en efecto, a doce y envió el Espíritu sobre ciento veinte. A la espera de esta promesa, estaban reunidos en oración en una casa, puesto que deseaban ya con la fe lo mismo que con la oración y anhelo espiritual. Eran odres nuevos a la espera del vino nuevo del cielo, que llegó. Aquel gran racimo había sido ya pisado y glorificado. Leemos, en efecto, en el evangelio: Aún no se había dado el Espíritu, porque Jesús aún no había sido glorificado (Jn 7,39). Ya habéis escuchado cuál fue su respuesta: un gran milagro. Ninguno de los presentes había aprendido más de una lengua. Vino el Espíritu Santo, los llenó a todos, y comenzaron a hablar en las distintas lenguas de todos los pueblos, que ni conocían ni habían aprendido. Se las enseñaba, el que había venido; entró a ellos y los llenó hasta rebosar. Y ésta era entonces la señal: todo el que recibía el Espíritu, nada más sentirse lleno de él, hablaba en las lenguas de todos. Y esto no sólo los ciento veinte. Las mismas Escrituras nos informan de que luego creyeron otros hombres, que fueron bautizados, recibieron el Espíritu Santo y hablaron en las lenguas de todos los pueblos. Los presentes se asustaron, unos admirándose, otros burlándose, hasta el punto de decir: Esos están borrachos y llenos de vino (Hch 2,1-13). Lo decían en plan de burla, pero algo cierto decían: eran odres llenos de vino nuevo. Cuando se leyó el evangelio oísteis: Nadie echa el vino nuevo en odres viejos (Mt 9,17). El hombre carnal no comprende las cosas del Espíritu. La carne es vetustez, la gracia novedad. Cuanto más se renueve el hombre para mejor, tanto más comprenderá, porque gustará de lo verdadero. Borbotaba el mosto, y de este borboteo fluían las lenguas de los pueblos. ¿Acaso, hermanos, no se otorga ahora el Espíritu Santo? Quien así piense, no es digno de recibirlo. También ahora se da. «¿Por qué, entonces, nadie habla en las lenguas de todos los pueblos, como las hablaban los que entonces estaban llenos del Espíritu Santo? ¿Por qué? Porque se ha cumplido lo significado mediante aquel hecho. ¿Qué cosa? Recordad que cuando celebramos el día cuarenta después de Pascua, os indiqué que nuestro Señor Jesucristo nos confió la Iglesia, y luego ascendió a los cielos. Le preguntaron los discípulos cuándo tendría lugar el fin del mundo. Él les respondió: No os corresponde a vosotros conocer el tiempo, que el Padre se reservó en su poder. Entonces aún hacía la promesa que se cumplió hoy: Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, y en toda Judea, y Samaria, y hasta los confines de la tierra (Hch 1,7-8). La Iglesia, reunida entonces en una casa, recibió el Espíritu Santo: constaba de pocos hombres, pero estaba presente en las lenguas del mundo entero. He aquí lo que se buscaba entonces. En efecto, el que aquella minúscula Iglesia hablase las lenguas de todos los hombres, ¿qué significaba sino que esta gran Iglesia habla las lenguas de todos los hombres desde la salida del sol hasta su ocaso? Ahora se cumple lo que entonces era una promesa. Escuchamos la promesa y vemos su cumplimiento. Escucha, hija, mira. A la reina misma se dijo: Escucha, hija; mira (Sal 44,11). Escucha la promesa, mírala realizada. No te ha engañado Dios, no te ha engañado tu esposo, no te ha engañado quien dio como dote su propia sangre, no te ha engañado quien de fea te hizo hermosa, y de ramera, virgen. Tú has recibido una promesa que eres tú misma; promesa recibida cuando constabas de pocos y cumplida ahora que posees a tantos. Que nadie diga, pues: «He recibido el Espíritu Santo, ¿por qué no hablo las lenguas de todos los pueblos?». Si queréis poseer el Espíritu Santo, prestad atención, hermanos míos. Nuestro espíritu, gracias al cual vive todo hombre, se llama alma. Y ya veis cuál es la función del alma respecto al cuerpo. Da vigor a todos los miembros; ella ve por los ojos, oye por los oídos, huele por las narices, habla por la lengua, obra mediante las manos y camina sirviéndose de los pies; está presente en todos los miembros al mismo tiempo para mantenerlos en vida; da vida a todos y a cada uno su función. No oye el ojo, ni ve el oído ni la lengua, ni habla el oído o el ojo; pero, en todo caso, viven: vive el oído, vive la lengua: son diversas las funciones, pero una misma la vida. Así es la Iglesia de Dios: en unos santos hace milagros, en otros proclama la verdad, en otros guarda la virginidad, en otros la castidad conyugal; en unos una cosa y en otros otra; cada uno realiza su función propia, pero todos tienen la misma vida. Lo que es el alma respecto al cuerpo del hombre, eso mismo es el Espíritu Santo respecto al cuerpo de Cristo que es la Iglesia. El Espíritu Santo obra en la Iglesia lo mismo que el alma en todos los miembros de un único cuerpo. Mas ved de qué debéis guardaros, qué tenéis que cumplir y qué habéis de temer. Acontece que en un cuerpo humano, mejor, de un cuerpo humano, hay que amputar un miembro: una mano, un dedo, un pie. ¿Acaso el alma va tras el miembro cortado? Mientras estaba en el cuerpo vivía; una vez cortado, perdió la vida. De idéntica manera el cristiano es católico mientras vive en el cuerpo; el hacerse hereje equivale a ser amputado, y el alma no sigue a un miembro amputado. Por tanto, si queréis recibir la vida del Espíritu Santo, conservad la caridad, amad la verdad y desead la unidad para llegar a la eternidad. Amén”.

2. Salmo 103. Hay similitud con un himno egipcio en honor de Aton-Ra, el dios sol, compuesto por Amenofis IV. Vació, grosso modo, su lenguaje en el molde de los seis días del Génesis, introduciendo un gran optimismo ante la naturaleza... Poniendo en guardia finalmente ante el "mal" que la libertad humana puede hacer, y que finalmente debe desaparecer. Imaginemos a Jesús. "El hombre-Dios, que vino a vivir en medio de los seres que había creado, paseándose en sus dominios, en su obra maestra, mirando el mar, el sol, los animales, los seres vivientes. ¡Las parábolas nos hablan de muchos de ellos! La alusión al "pan" y al "vino", en la obra del hombre, nos recuerda la Cena, en la cual Jesús tomó en sus manos estos dos elementos para que lo representaran. La evocación del "soplo" de Dios que da vida, hizo que se seleccionara este salmo para la fiesta de Pentecostés: "Oh Señor, envía tu Espíritu para que renueve la faz de la tierra". Jesús, la tarde de Pascua, "sopló sobre sus apóstoles y les dijo: recibid el Espíritu Santo" (Juan 20,22).

La "creación" es un acto siempre actual "de Dios": Dios mantiene permanentemente el ser a cuanto existe... ¡Crea sin cesar, en este instante! Y el Génesis afirma que Dios no hace nada sin nosotros, claro está, bajo su dependencia: "¡dominad la tierra y sometedla!" Todas estas maravillas evocadas por el salmo, pueden ser destruidas por el hombre; de allí la petición final: "que desaparezcan de la tierra los malvados". El pensamiento cristiano es fundamentalmente optimista (la creación es buena: "ella alegra a Dios", ¡dice el salmo!... No se trata de un optimismo beato e ingenuo: el perfeccionamiento de la creación es un combate: "contra el mal".

Nada tan tenue como el aliento. Pero la fragilidad es inseparable de la condición de los vivientes. Es su manera —extrema— de hacerse presentes. Lo extremadamente tenue es lo extremadamente presente. Sin duda, lo sólido e inmóvil posee también la calidad de presente, como las grandes masas del cosmos. Quien dice «vida», dice «precariedad sostenida y mantenida», el «ahora» que es la «persistencia de un instante»: “escondes tu rostro, y se espantan; les retiras el aliento, y expiran, y vuelven a ser polvo (vv. 27-29). Nuestra fugacidad, nuestra misma mortalidad queda exactamente vinculada de este modo a lo íntimo de nuestra condición de imagen de Dios, que es su contrario. Dios hace su imagen como un presente fugaz, pues Dios es Dios y su imagen no puede subsistir sino en la medida en que se recibe a sí misma de Dios. No habrá imagen de Dios si ésta se recibe de sí misma; la imagen de Dios no pasa de ser una mentira si Dios no le está presente, si Dios no le ama. Vivir como precariedad mantenida es la única condición posible de la imagen. Porque eso es vivir del amor de Dios, pues no puede haber imagen de Dios sin el amor ni imagen de Dios aparte de Dios. Este nexo entre la precariedad y la esencia de la imagen se expresa en el hecho de que el aliento, que es la precariedad misma, es también lo divino esencial, si es verdad que la vida es aliento de Dios: “Envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra” (v. 30). En virtud del aliento, rostro de Dios e imagen de Dios (el ser vivo) hacen algo más que asemejarse: se tocan. Que la faz de la tierra «se renueva» significa, en el horizonte de nuestro salmo, esto: los vivientes pueden ser segados casi cada día, pero Dios no dejará de enviar a otros su aliento. La «creación» se manifiesta en el hecho de que hay incesantemente seres vivos, pues la vida tiene el poder de renovarse. Crear es aquí el término reservado (único caso en que aparece) a ese poder de mantener sobre la tierra la novedad de la vida, las jornadas siempre nuevas, los vivientes siempre nuevos (Paul Beauchand).

El salmo canta la grandeza de Dios en las obras maravillosas de la creación. Es un himno celebrativo que brota de un corazón ardiente de fe que sabe reconocer la presencia del creador en la naturaleza y su providencia en la asistencia que presta a las diferentes criaturas. Hay otros salmos que comparten con éste la labor de alabar al creador a partir de sus obras: 8,18 (v.2-7), 28 y 148. Pero este salmo, a diferencia de los demás, hace una presentación amplia y sistemática de las maravillas de la creación, lo que motiva que algún comentarista lo haya situado al lado de Gn 1 y Gn 2, como una tercera relación de la obra creadora de Dios. La liturgia le da un carácter marcadamente pascual. El domingo es el día de la resurrección pero lo es también de la creación; y en este marco lo reza la comunidad cristiana. En el v.30 la liturgia descubre una alusión al aliento de la nueva creación: el Espíritu pentecostal. Una clave de lectura y de interpretación cristiana del salmo la puede aportar Pablo en su carta a los Romanos: "Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (8,19-21). La visión de Pablo complementa la del salmista: el hombre nuevo, del que Jesucristo resucitado es ya la primicia, libre del pecado, aportará una nueva relación con la naturaleza (Jordi Latorre).

3. 1 Cor 12. Un solo Espíritu..., un solo Señor..., un solo Dios. Dios es la fuente de los diversos dones que tienen los creyentes, y es además el modelo de cómo la diversidad se compagina con la unidad. Una larga comparación con el cuerpo viviente permite entender lo que es la Iglesia y, al mismo tiempo, nos muestra cómo tenemos que complementarnos y respetarnos unos a otros. No hay comunidad auténtica, si cada uno no participa activamente en la vida de esa comunidad, poniendo su talento al servicio de todos. Hasta el cristiano más humilde, o más pobre, puede tener riquezas de orden moral, artístico, etc., con que puede servir a los demás. Cuando uno se compromete en la vida cristiana, el Espíritu despierta en él nuevas capacidades, muchas veces inesperadas. Si sabemos demostrar más atención a las riquezas propias de cada uno, y despertarle la conciencia de su dignidad y de su responsabilidad, veremos brotar en la Iglesia una multitud de iniciativas, fruto del Espíritu (“Eucaristía 1989”).

Pablo recuerda a los corintios los fenómenos religiosos del paganismo en su culto a los "ídolos mudos" (v.2). Para que aprendan a distinguir entre estos fenómenos y lo que es un verdadero don del Espíritu, les da este criterio: la confesión de que Jesús es el Señor. Porque ésta es la señal y el símbolo de la nueva vida, de la fe que nos salva (cfr. Rm 10,0; Hech 2,36; Flp 2,6-11). Donde se verifica esta fe actúa el Espíritu. Porque hace falta toda la fuerza de Dios para confesar, sobre todo en un mundo en el que los emperadores se hacían llamar "Dominus et Deus", que Jesús es el único Señor.

El autor pasa a hablar ahora de los "carismas" o gracias que edifican la comunidad. Siendo el amor que Dios nos tiene un amor personal es un amor que distingue a cada uno con su favor. Todos tienen su carisma, aunque todos lo tienen para bien de la comunidad. Por eso nadie debe ser marginado, o marginarse, de la comunidad de Jesús. Los que desprecian el carisma del hermano atentan contra la integridad del cuerpo de Cristo. Puede ocurrir que los carismáticos -y todos lo son en el sentido expuesto- se vean tentados a valorar cada cual sus propias dotes o dones, poniendo así en peligro la unidad. Pablo recuerda por eso que todos los carismas tienen un mismo destino, la comunidad, y un mismo principio. El Espíritu, el Señor (Jesús) y Dios (el Padre, en este contexto) no son tres causas independientes, son "uno" en la diversidad de personas. El misterio de Dios, uno y trino, está por encima de nuestras divisiones y de nuestras unidades. Lo que más se asemeja a este misterio es la unidad del amor, en la que todos somos "nosotros". Con esta imagen del cuerpo, usada ya en la literatura clásica de los estoicos para explicar tanto la unidad política como la del universo, se nos enseña que todos somos miembros vivos y, por lo tanto, activos de la iglesia, cuya cabeza es Cristo. Por encima de todas las diferencias nacionales, religiosas y sociales (Gá 3,28), el Espíritu construye y anima la unidad de la iglesia. En ese Espíritu hemos sido sumergidos (alusión al bautismo) y de ese Espíritu bebemos todos (alusión a la eucaristía) (“Eucaristía 1986”).

S. Agustín comenta: “Cuando se leyó el evangelio, oímos estas palabras del Señor: Si me amáis, guardad mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador para que esté con vosotros eternamente: el Espíritu de Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conoceréis porque morará con vosotros y estará dentro de vosotros (Jn 14,15-17). Muchas son las cosas que es preciso indagar en estas breves palabras del Señor; pero es mucho para nosotros buscar todo lo que hay que buscar en ellas o hallar todo lo que en ellas buscamos. No obstante, prestando atención a lo que yo debo decir y vosotros debéis oír, según lo que el Señor se digna concedernos y de acuerdo con mi capacidad y la vuestra, recibid, amadísimos, lo que yo os puedo decir, y pedidle a él lo que no puedo daros. Cristo prometió el Espíritu Santo a los apóstoles, pero debemos advertir de qué modo se lo prometió. Dice: Si me amáis, guardad mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador, que es el Espíritu de verdad, para que permanezca con vosotros eternamente. Éste es, sin duda, el Espíritu Santo de la Trinidad, al que la fe católica confiesa coeterno y consustancial al Padre y al Hijo, y el mismo de quien dice el Apóstol: El amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5,5).

¿Por qué, pues, dice el Señor: Si me amáis, guardad mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador, si afirma que, si no tenemos el Espíritu Santo, no podemos amar a Dios ni guardar sus mandamientos? ¿Cómo hemos de amar para recibirlo, si no podemos amar sin tenerlo? ¿O cómo guardaremos los mandamientos para recibirlo, si no es posible observarlos sin tenerle con nosotros? ¿Acaso debe preceder en nosotros el amor que tenemos a Cristo, para que, amándolo y observando sus preceptos, merezcamos recibir al Espíritu Santo, a fin de que no ya la caridad de Cristo, que ha precedido, sino la caridad del Padre se derrame en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado? Esta afirmación es perversa. Quien cree amar al Hijo y no ama al Padre, no ama verdaderamente al Hijo, sino lo que él se ha imaginado. Porque nadie -dice el Apóstol- dice Señor Jesús si no es en el Espíritu Santo (1 Cor 12,3). ¿Y quién dice «Jesús es el Señor» del modo que lo dio a entender el Apóstol sino aquel que le ama? Muchos lo pronuncian con la lengua y lo arrojan del corazón y de sus obras, según lo que afirma de ellos el Apóstol: Confiesan conocer a Dios, pero lo niegan con sus hechos (Tit 1,16). Por tanto, si con los hechos se puede negar, también con ellos se puede afirmar. Nadie, pues, puede decir Señor Jesús de forma provechosa con la mente, con la palabra, con la obra, con el corazón, con la boca, con los hechos, si no es en el Espíritu Santo; y de este modo sólo lo puede decir el que ama. De este modo decían ya los apóstoles: Señor Jesús. Y si lo decían sin fingimiento, confesándolo con su voz, con su corazón y con sus hechos, es decir, si lo decían con verdad, era porque amaban ciertamente. Y ¿cómo podían amar, sino por el Espíritu Santo? Con todo, a ellos se les mandaba amarle y guardar sus mandamientos para recibir al Espíritu Santo, sin cuya presencia en sus almas no podrían amar ni guardar sus mandamientos. No queda más que decir que quien ama tiene consigo al Espíritu Santo y que teniéndole, merece tenerle más abundantemente, y que teniéndole con mayor abundancia es más intenso su amor. Los discípulos tenían ya consigo el Espíritu Santo prometido por el Señor, sin el cual no podían llamarle «Señor»; pero no lo tenían aún con la plenitud que el Señor prometía. Lo tenían y no lo tenían, porque aún no lo tenían con la plenitud con que debían tenerlo. Lo tenían en pequeña cantidad, y había de serles dado con mayor abundancia. Lo tenían ocultamente, y debían recibirlo manifiestamente, porque es un don mayor del Espíritu Santo hacer que ellos se diesen cuenta de que lo tenían. De este don dice el Apóstol: Nosotros no hemos recibido el Espíritu de este mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, para conocer los dones que Dios nos ha dado (1 Cor 2,12). Y el Señor les infundió el Espíritu manifiestamente no una, sino dos veces. Poco después de haber resucitado, dijo soplando sobre ellos: Recibid el Espíritu Santo (Jn 20,22). ¿Acaso por habérselo dado entonces no les envió después también al que les había prometido? ¿O no es el mismo Espíritu Santo el que entonces les insufló y el que después les envió desde el cielo? De aquí nace otra cuestión: ¿Por qué esa donación manifiesta fue doble? Quizá en atención a los dos preceptos del amor: el amor de Dios y el amor del prójimo. Y para que entendamos que el amor pertenece al Espíritu hizo esa doble manifestación de su don. Y, si hay que buscar otra causa, no por eso hemos de alargar este sermón más de lo conveniente, con tal que tengamos bien presente que, sin el Espíritu Santo, nosotros no podemos amar a Cristo ni guardar sus mandamientos, y que tanto menos podremos hacerlo cuanto menor participación tengamos de él, y que lo haremos con tanta mayor plenitud cuanto más participemos de él. No sin motivo, por consiguiente, se promete, no sólo al que no lo tiene, sino también al que ya lo tiene: al que no lo tiene, para que lo tenga, y al que ya lo tiene, para que lo tenga con mayor abundancia. Porque si no pudiera uno tenerle más abundantemente que otro, no hubiera dicho Eliseo al santo profeta Elías: Duplíquese en mí el Espíritu que mora en ti (2 Re 2,9).

4. Jn 20,19-23. La resurrección señala el inicio de una nueva creación, se pasa del tiempo de Cristo al tiempo del Espíritu. El resucitado actúa en la comunidad con el poder y la actividad del Espíritu. En Pentecostés el Espíritu hace que el pequeño núcleo de discípulos se presente en público, asuma el lugar que le toca en la historia de la salvación y que no lo abandone hasta el retorno del Señor. La misión de los discípulos es anunciar el don de la reconciliación y de la paz. Hay cuatro hechos principales:

1. El saludo, el don de la paz, que ahora es la paz mesiánica prometida para los tiempos escatológicos. Paz que, para los discípulos reunidos, quiere decir perdón por la infidelidad durante la pasión, superación de la incredulidad y victoria sobre el miedo.

2. La identificación de Cristo. Es aquel con quien convivieron, al que crucificaron... sus manos y sus pies...

3. La misión. La paz y el perdón que ellos reciben deben transmitirlo a todos los hombres.

4. El "aliento" que indica la realidad y la naturaleza del don que se les ha hecho. "Recibid el Espíritu". Al principio de la creación el espíritu planeaba sobre las aguas -Gn 1. 2-, es el soplo de Dios que ha dado vida al hombre (Gn 2. 7). Así ahora el Espíritu plasma el hombre nuevo e inaugura la nueva creación (Pere Franquesa).

Viernes Santo, pascua de resurrección, ascensión y pentecostés: en esta secuencia temporal celebra la fe el único misterio pascual de la exaltación de Jesús y de la salvación del hombre. También el envío del Espíritu pertenece al acontecimiento pascual y se proclama en el evangelio de Juan el domingo de pascua. El saludo pascual del resucitado es "¡Paz!"; su don es la alegría. Ambas cosas son frutos del Espíritu Santo (cf. Gál 5,22); él es el gran don pascual que encierra en sí todos los demás dones. El Espíritu une para siempre a todos los discípulos con su Maestro, con su Señor resucitado; reúne a todos entre sí e inaugura un mundo nuevo por medio del perdón de los pecados. Lo dicho anteriormente se expresa en la narración de Juan con un gesto: el soplo de Jesús sobre sus discípulos. Esto evoca el episodio del Génesis (2,7), donde se dice que Dios exhaló su aliento sobre Adán y éste comenzó a vivir. Aquí también se trata de una creación, una nueva vida, que es posible al hombre después de la resurrección. La conversión y el perdón de los pecados aparecen siempre en la primera predicación apostólica impulsada por el Espíritu Santo (“Eucaristía 1989”).

Los discípulos tienen miedo a los judíos y se encierran a cal y canto en una casa. Allí permanecen hasta que la fuerza del Espíritu, como un viento impetuoso, los eche a la calle y los disperse por toda la tierra. También nosotros, no obstante creer que Jesús ha resucitado, seguimos teniendo miedo. Sobre todo, miedo a la vida y a la libertad. Se nos ha educado en el miedo. Se nos ha dicho muchas veces que la vida es un peligro, y nos hemos olvidado que el mayor peligro es renunciar a la vida... por miedo. Contra el miedo que guarda la ropa e inventa sistemas de seguridad, Jesús nos ofrece la paz verdadera en medio de los peligros del camino y aun en medio de las persecuciones. Nos ofrece la paz de los testigos, la paz y el coraje del que predica el evangelio y confiesa que el mundo no puede dar. Jesús les muestra las llagas para que comprueben que es Él mismo, el que fue crucificado y ahora sigue viviendo. Todo el evangelio es la gozosa proclamación de esa identidad: Jesús, el que padeció bajo Poncio Pilato y no otro, es el Señor. En esta alegría se cumple lo que Jesús les había prometido (Jn 16,20-22;17,13). Con esta alegría deberán anunciar a todo el mundo que han visto al Señor y que el Señor vive. Evangelizar es anunciar la buena noticia, la mejor de todas. Y esto sólo puede hacerse con inmensa alegría. Jesús los envía al mundo lo mismo que Él fue enviado por el Padre. La misión de los discípulos, la evangelización, no será posible sin la fuerza del Espíritu Santo. El gesto de Jesús encuentra su antecedente en Gn 2.7. donde se dice que Dios exhaló su aliento sobre el rostro de Adán y éste comenzó a vivir. También ahora comienza una nueva vida, una nueva creación. Esta nueva creación proclamada por el evangelio es obra del Espíritu. Pero la vida nueva no es posible sin el perdón de Dios como base de reconciliación entre todos los hombres. Predicar el evangelio es reconciliar con la fuerza del Espíritu Santo, es recrear todas las cosas (“Eucaristía 1986”).

S. Agustín comenta: “Grata es para Dios esta solemnidad en que la piedad recobra vigor y el amor ardor, como efecto de la presencia del Espíritu Santo, según enseña el Apóstol al decir: El amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom, 5,5). La llegada del Espíritu Santo significó que los ciento veinte hombres reunidos en el lugar se vieron llenos de él. En la lectura de los Hechos de los Apóstoles escuchamos que estaban reunidos en una sala ciento veinte personas a la espera de la promesa de Cristo. Se les había dicho que permaneciesen en la ciudad hasta que fuesen revestidos del poder de lo alto. Pues yo -les dijo el Señor- os enviaré mi promesa. Él es fiel prometiendo y bondadoso cumpliendo. Lo que prometió en la tierra, lo envió después de ascendido al cielo. Tenemos una prenda de la vida eterna futura y del reino de los cielos. Si no nos engañó en esta primera promesa, ¿va a defraudarnos en lo que esperamos para el futuro? Todos los hombres, cuando hacen un negocio y difieren el pagar, la mayor parte de las veces reciben o dan unas arras, que dan fe de que luego llegará aquello a lo que anteceden como garantía. Cristo nos dio las arras del Espíritu Santo; Él, que no podía engañarnos, nos otorgó la plena seguridad cuando nos entregó esas arras, aunque cumpliría lo prometido, aun sin habérnoslas dejado. ¿Qué prometió? La vida eterna, dejándonos las arras del Espíritu. La vida eterna es la posesión de los moradores, mientras que las arras son un consuelo para los peregrinos. Es más apropiado hablar de arras que de prenda. Estas dos cosas parecen idénticas, pero entre ellas hay diferencia no despreciable. Si se dan las arras o una prenda es con vistas a cumplir lo prometido; mas cuando se da una prenda, el hombre devuelve lo que se le dio; en cambio, cuando se dan las arras, no se las recupera, sino que se les añade lo necesario hasta llegar a lo convenido. Tenemos, pues, las arras; tengamos sed de la fuente misma de donde manan las arras. Tenemos como arras cierta rociada del Espíritu Santo en nuestros corazones, para que si alguien advierte este rocío, desee llegar hasta la fuente. ¿Para qué tenemos, pues, las arras sino para no desfallecer de hambre y sed en esta peregrinación? Si reconocemos ser peregrinos, sin duda sentiremos hambre y sed. Quien es peregrino y tiene conciencia de ello desea la patria y, mientras dura ese deseo, la peregrinación le resulta molesta. Si ama la peregrinación, olvida la patria y no quiere regresar a ella. Nuestra patria no es tal que pueda anteponérsele alguna otra cosa. Sucede a veces que los hombres se hacen ricos en el tiempo de la peregrinación. Quienes sufrían necesidad en su patria, se hacen ricos en el destierro y no quieren regresar. Nosotros hemos nacido como peregrinos lejos de nuestro Señor que inspiró el aliento de vida al primer hombre. Nuestra patria está en el cielo, donde los ciudadanos son los ángeles. Desde nuestra patria nos han llegado cartas invitándonos a regresar, cartas que se leen a diario en todos los pueblos. Resulte despreciable el mundo y ámese al autor del mundo.

Si sobre María desciende el Espíritu Santo y nace Cristo, por obra y gracia del Espíritu Santo, sobre el Cenáculo desciende el Espíritu Santo con los apóstoles reunidos con María y nace la Iglesia: una, santa, católica y apostólica. Pentecostés nos recuerda que, cuando la Iglesia vive en el Cenáculo y se abre a la acción del Espíritu Santo, Señor y dador de vida, es una permanente primavera donde florece la santidad. Pentecostés nos recuerda que es en el Cenáculo donde Cristo instituye la Eucaristía, donde nos lava los pies, donde se nos da el mandamiento nuevo del amor, donde la Iglesia vive unida por la paz y la gracia del Espíritu Santo, unida a María, desde donde se lanza la Iglesia sin miedo a evangelizar. Es el trampolín desde donde mirar al mundo tan necesitado de la ternura de Dios. En Pentecostés se realiza la perenne primavera de vivir en el amor de la Iglesia, porque se habla el lenguaje del amor, que es el lenguaje que todo el mundo entiende y que es el lenguaje que, cuando lo hablan los cristianos, florece una nueva vida. Hoy existen en la Iglesia muchos signos de que sigue siendo Pentecostés y primavera en la Iglesia. Se repite Pentecostés cuando vivimos desde Cristo, muerto y resucitado, y entregamos nuestra vida para que los hombres conozcan el amor de Dios. Pentecostés nos recuerda que toda la fecundidad de nuestra vida en la Iglesia nace del Cenáculo. Cuando vivimos en la docilidad al Espíritu Santo. Esto nos lleva a la verdadera evangelización. Si los apóstoles se hubieran dedicado a teorizar, a tratar de hacer sólo planes pastorales, seguramente que estarían todavía reunidos. Es necesario mirar al Señor de la vida. Con María, amar profundamente a la Iglesia y, sobre todo, la comunión se realiza cuando nos unimos todos en el mismo Corazón de Cristo y vivimos con sus sentimientos. No hay evangelización sin Cenáculo, es decir, sin la Iglesia, sin María, sin la Eucaristía, sin la oración, sin el Papa y los obispos reunidos en el Cenáculo, sin caridad. Hoy queremos evangelizar sin Cenáculo, y ocurre que no sólo no evangelizamos, es decir, no transmitimos a Cristo, sino que muchas veces transmitimos ideologías religiosas, que no salvan, porque sólo nos salva Cristo. ¿No será ésta una de las dificultades que tenemos hoy en la Iglesia? Queremos evangelizar sin la conversión que se realiza en el Cenáculo, y nos quedamos en palabras y no salimos al mundo a dar la vida para que nuestro mundo no se pierda a Cristo, que es lo mejor de la vida. Enfrentados en temas intraeclesiales, y el mundo se muere de sed, de frío, de amor. Pentecostés es la fiesta de la cosecha, como lo celebraba el pueblo de Israel. Nuestro fruto es Cristo y nos recuerda que hay que unir Cenáculo y Pentecostés, oración y vida, fe y obras, interioridad y evangelización, y entonces, de pronto, vuelve a estallar la vida, es siempre Pentecostés en la Iglesia (Francisco Cerro Chaves).

Ven, Espíritu divino, / manda tu luz desde el cielo. / Padre amoroso del pobre; / don, en tus dones, espléndido; / luz que penetra las almas; / fuente del mayor consuelo. / Ven, dulce huésped del alma, / descanso de nuestro esfuerzo, / tregua en el duro trabajo, / brisa en las horas de fuego, / gozo que enjuga las lágrimas / y reconforta en los duelos. / Entra hasta el fondo del alma, / divina luz, y enriquécenos. / Mira el vacío del hombre, / si Tú le faltas por dentro; / mira el poder del pecado, / cuando no envías tu aliento. / Riega la tierra en sequía, / sana el corazón enfermo, / lava las manchas, / infunde calor de vida en el hielo, / doma el espíritu indómito, / guía al que tuerce el sendero. / Reparte tus siete dones, / según la fe de tus siervos; / por tu bondad y tu gracia, / dale al esfuerzo su mérito; / salva al que busca salvarse / y danos tu gozo eterno. Amén

Hoy acabamos el himno pascual Aleluya, compuesto de dos voces hebreas: “Hallelu” (que significa “alabad”) y “Yah” (uno de los 10 nombres del Dios inefable). Es una palabra de fiesta que no se quiso traducir, sino conservarla como cantaban los primeros cristianos, con el sabor original de alabanza a Dios. Ya no era con motivo de la milagrosa liberación judía de Pesach, que conmemoraban la liberación de la servidumbre y angustia de la muerte, en que los hijos de Israel sacrificaban el cordero pascual y celebraban un banquete de acción de gracias durante el que cantaban el grande y pequeño hallel, ahora terminamos la fiesta por la que Jesús nos ha salvado y hecho hijos de Dios, nos da su Espíritu y nos espera en el cielo (Diethild Eickhoff). Esta es la paz anunciada una vez más hoy: "Con esto —comenta san Cirilo de Alejandría— quiere decir: os daré el Pneuma y estaré presente en los que por mí lo reciban. Que la paz de Cristo sea su Pneuma, no hacen falta largos discursos para probarlo" "Ahora, después que en la Pascua de Cristo se ha rasgado el velo de la carne, podemos ver con toda claridad la realidad de la promesa, la paz del Señor es su Pneuma, su vida divina, Él mismo en cuanto exaltado a Kyrios y convertido ya, incluso por lo que se refiere a su naturaleza humana, en Pneuma. En este saludo de paz de la Pascua, esa fuerza de vida divina se derrama sobre los Apóstoles. No sin profundo motivo narra el Evangelista: "Habiendo Jesús dicho esto (es decir, "la paz sea con vosotros"), sopló sobre ellos y dijo: Recibid el Pneuma Santo" (Juan, 20,22). Palabra y aliento, Logos y Pneuma, son, según la tradición de la Escritura, los instrumentos generadores y vivificantes de Dios. Dijo Dios —y el cosmos fue hecho. Y al hombre "le inspiró en el rostro aliento de vida, y así fue el hombre un ser viviente" (Génesis, 2,7). Lo que sucedió entonces en la creación primera, se repite ahora: tiene lugar una nueva creación. Los Padres dicen: "Adán debía ser convertido en nueva criatura, de igual modo que fue creado y formado en el paraíso". Al soplo vital del Cristo de Pascua, florece la nueva creación, la Ecclesia de Dios” (Diethild Eickhoff). Ha terminado el tiempo en que estuvo con los discípulos y comió con ellos, y mientras no caiga el velo de nuestra corporalidad ya no le vemos… pero está aquí, tenemos su Espíritu…

sábado, 26 de mayo de 2012


SÁBADO DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA: confiar en Jesús y seguirle, proclamar su Reino, es el camino de la felicidad: el Espíritu Santo viene a darnos esta alegría y abandono en el amor de Dios.

1ª: Hch 28, 16-20. 30-31: 16Cuando llegamos a Roma le fue permitido a Pablo vivir en casa particular con un soldado que le custodiara.
            17Tres días después convocó a los principales judíos, y una vez reunidos les dijo: Hermanos, sin haber hecho nada contra el pueblo ni contra las tradiciones de los padres fui apresado en Jerusalén y entregado en manos de los romanos, 18que después de interrogarme querían ponerme en libertad por no haber en mí ninguna causa de muerte. 19Pero ante la oposición de los judíos, me vi obligado a apelar al César, no para acusar de nada a los de mi nación. 20Por esta razón os he pedido veros y hablaros, pues llevo estas cadenas por la esperanza de Israel.
            30Pablo permaneció dos años completos en el lugar que había alquilado y recibía a todos los que acudían a él. 31Predicaba el Reino de Dios y enseñaba lo relativo al Señor Jesucristo con toda libertad y sin ningún estorbo

Salmo responsorial: 10,5-7: El Señor examina al justo y al impío, / y aborrece al que ama la violencia. / Hará llover ascuas y azufre sobre los impíos; / un viento abrasador será la porción de su copa. / El Señor es justo / y ama la justicia; / los rectos verán su rostro.

Jn 21, 20-25: Volviéndose Pedro vio que le seguía aquel discípulo que Jesús amaba, el que en la cena se había recostado en su pecho y le había preguntado: Señor, ¿quién es el que te entregará? Viéndole Pedro dijo a Jesús: Señor, ¿y éste qué? Jesús le respondió: Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú sígueme. Por eso surgió entre los hermanos el rumor de que aquel discípulo no moriría. Pero Jesús no le dijo que no moriría, sino: Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?
            Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y las ha escrito, y sabemos que su testimonio es verdadero. Hay, además, otras muchas cosas que hizo Jesús, y que si se escribieran una por una, pienso que ni aun el mundo podría contener los libros que se tendrían que escribir.

Comentario: 1. Nos encontramos delante del pasaje final del libro de los Hechos. En él se nos informa, sucesivamente de la llegada de Pablo a Roma acompañado desde el Foro de Apio y Tres Tabernas por los hermanos de la ciudad, que habían salido a su encuentro; de la situación de arresto domiciliario en que queda (vv 15-16), y del encuentro, alocución y reto final a los judíos (17-29). De pronto, el libro se cierra bruscamente indicando que, a pesar de todo, durante dos años siguió predicando Pablo el reino de Dios y enseñando lo que se refiere al Señor Jesús con toda libertad y sin estorbos.
-Cuando entramos en Roma, se le permitió a Pablo vivir en una casa particular con un soldado que le custodiara... Permaneció dos años enteros... en una casa que había alquilado. Mientras espera su juicio y su muerte. En sólo dos años la huella de Pablo quedará en Roma, lo mismo que la de Pedro que morirá allá también. Pablo se encuentra ahora en el centro. El centro de un inmenso Imperio pagano. Hoy todavía son dignos de contemplar la suntuosidad de las ruinas de los Foros y de los numerosos Templos. En esa civilización brillante y decadente a la vez y que aparece a la luz del día, segura de su fuerza... Pablo humildemente, obstinadamente, desde su casita particular desconocida, propaga el evangelio en el corazón de algunos hombres y mujeres, una «levadura que levantará toda la pasta». A menudo suelo pensar, Señor, que HOY todavía tu evangelio se encuentra frente a un mundo impermeable; masivamente alejado de las perspectivas de la fe. Concédenos, Señor, confiar en el progreso de tu evangelio, sin acciones ruidosas, por el apostolado humilde, por la oración perseverante de los cristianos que te han encontrado. San Pablo, tan sólo con algunas decenas de cristianos, en la Roma inmensa... ¡rogad por nosotros!
-Tres días después de nuestra llegada, convocó a los principales judíos... «Hermanos, no he hecho nada contra «nuestro» pueblo... pues precisamente por la esperanza de Israel, llevo yo esas cadenas.» Sin pérdida de tiempo, emprende la evangelización de Roma. Tres días después de su llegada convoca a cuantos puede. Y como de costumbre empieza por los de «su» pueblo, y se apoya en la escritura para poner de manifiesto que la fe en Jesús es la prolongación de toda la tradición de Israel. "Innovador" y a la vez «tradicionalista»... Tiene toda la novedad del evangelio, infusa en toda la fidelidad a la tradición recibida de las generaciones precedentes. El Antiguo Testamento era portador de una "esperanza", que Jesús ha realizado. El Antiguo Testamento era una preparación: Conservado violentamente como norma intangible, pasó a ser caduco... leído y releído en la perspectiva de la novedad de Jesucristo, conserva todo su valor.
-“Recibía a todos los que iban a verle, proclamando el Reino de Dios y enseñaba con toda valentía lo referente al Señor Jesús”. Ayúdanos, Señor, a que sepamos aprovechar toda ocasión para proclamar la «buena nueva». Y en primer lugar ayúdanos a conocer mejor ese «reino» de Dios, a conocer mejor «todo lo concerniente a Jesús». Ante todo, Señor, que yo te deje «reinar» en mí, que tu voluntad se haga en mi propia vida a fin de que pueda hablar válidamente de ti a todos aquellos que de algún modo se acerquen a mí, como lo hacía Pablo en su casa de Roma. Fue durante esos dos años de su presencia en Roma cuando Pablo escribió sus Epístolas a los Colosenses, a los Efesios y el breve escrito a Filemón.
Los Hechos de los Apóstoles terminan aquí. La historia final de Pablo acaba en algo vago, en la noche. Posiblemente al cabo de dos años sería liberado... emprendería un nuevo viaje misionero... Encarcelado otra vez, morirá en Roma, bajo la persecución de Nerón, hacia el año 67 (F. Casal/Noel Quesson). En ciertas ocasiones podemos sentirnos también nosotros en parte coartados por la sociedad o por sus leyes, o mal interpretados en nuestras intenciones. Pero si de veras creemos en el Resucitado, que sigue presente, y confiamos en su Espíritu, que sigue siendo vida, fuego, savia y alegría de la comunidad eclesial, la energía de la Pascua debería durarnos y notársenos a lo largo de todo el año en nuestro estilo de vida (J. Aldazábal).
Muchos autores se preguntan por qué Lucas no narra el destino final de Pablo, si fue liberado o muerto. Algunos piensan que el libro termina abruptamente, que posiblemente se perdió el final del libro, que el texto quedó truncado, que el libro fue terminado antes de que se produjera el desenlace final del juicio de Pablo. Estas afirmaciones nacen de una mala comprensión de Hch. Lucas no pretende escribir una biografía de Pablo. En ese caso era lógico que narrara su liberación final o su condenación. Tampoco Lucas quiere narrar la historia de la misión o de los orígenes del Cristianismo. En ese caso sería una muy mala historia, pues omite cantidad de datos fundamentales para dicha reconstrucción histórica. Lo que Lucas realmente nos narra es el triunfo de la misión, el triunfo de la Palabra de Dios, el triunfo del Espíritu Santo, desde Jerusalén hasta Roma como punto de partida para la misión hasta el extremo de tierra (1, 8). Lo que Lucas especialmente nos narra, al interior de esa historia de la misión, es la conversión al Espíritu de los personajes claves de la misión: Pedro, Esteban, Felipe, Bernabé, Marcos, y finalmente Pablo. Cuando estos personajes se convierten al Espíritu, ya no se habla más de ellos en Hch. Ahora que Pablo se convierte finalmente al Espíritu, Lucas puede ya terminar tranquilamente su obra. Ahora, al final de su obra, nos narra la conversión final de Pablo al Espíritu: su orientación misionera definitiva hacia los gentiles. Las dos últimas palabras de Hch son fundamentales y finales: "con toda valentía sin obstáculo alguno". La valentía (parresía) en relación al Espíritu Santo (cf.4, 29)  significa confianza, la de un niño que se abandona en su padre (la de la oración del Padrenuestro). Pablo está ahora totalmente en la estrategia del Espíritu. La ausencia total de obstáculos (akolutos) se refiere a los obstáculos que el mismo Pablo ponía a la misión. El principal obstáculo para la misión a los gentiles era el carácter prioritario y necesario que Pablo daba a la conversión del pueblo judío. Ahora que Pablo deja esta estrategia y da definitivamente razón al Espíritu Santo, desaparece el obstáculo que Pablo mismo colocaba a la misión. La fidelidad al Espíritu es la nota final con la cual termina el libro de Lucas. Es un final lógico y coherente. ¿Predicamos nosotros hoy el Reino de Dios y enseñamos todo lo referente al Señor Jesús con toda valentía y sin estorbo alguno? ¿Logramos nosotros hoy en la Iglesia esa plenitud espiritual a la cual llegó Pablo? Al terminar la lectura de los Hch podemos ya decir que tenemos este libro en nuestras manos, en nuestra mente y en nuestro corazón. Después de entender lo que Lucas, a través del relato de Hch, comunica a su Iglesia (representada por Teófilo), podemos también nosotros hoy discernir, a través del mismo relato de Hch, lo que el Espíritu comunica a nuestra Iglesia de hoy. Terminada la lectura del texto comienza el trabajo principal de descubrir el sentido espiritual del texto para nuestra Iglesia hoy (mercaba.org).
2. Sal. 10. Dios se deleita en los justos, a quienes ve como a sus hijos amados en quienes Él se complace. Pero no se olvida de los pecadores. Él no quiere castigar ni destruir al pecador sino que se convierta y viva. En su gran amor hacia nosotros nos envió a su propio Hijo, para el perdón de nuestros pecados y para hacernos participar de su Vida y de su Espíritu, haciéndonos así hijos suyos. Aprovechemos este tiempo de gracia del Señor, pues Él ha venido a buscar y a salvar todo lo que se había perdido; Él es el Buen Pastor que busca la oveja descarriada, hasta encontrarla para llevarla sobre sus hombros de vuelta al redil. Dejémonos encontrar, salvar y amar por el Señor de tal forma que, renovados en Cristo, seamos una continua alabanza del Nombre de nuestro Dios y Padre. “La alabanza conclusiva refleja la esperanza del justo. Ver el ‘rostro’ de Dios significa aquí tener libre y confiado acceso a Dios en el Templo, de modo parecido a como la expresión ‘ver el rostro del rey’ indica en otros pasajes del AT poder acceder a él libre y confiadamente (cf. Gn 43,3.5;44.23-26; 2 S 3,13). Jesús en las Bienaventuranzas promete asimismo a los limpios de corazón que verán a Dios (cf. Mt 5,8)” (Biblia de Navarra). Esta “promesa supera toda felicidad… en la Escritura, ver es poseer… el que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir” (S. Gregorio de Nisa).
3. Jn. 21, 20-25. Dice S. Ireneo que Juan vivió mucho tiempo, alcanzando el imperio de Trajano (98-117). Jesús nunca habla de manera curiosa o inútil del futuro, sino de lo que necesitamos para ser fieles.
Jesús acaba de anunciar a Pedro el "género de muerte" que va a tener: una muerte violenta, forzada, un martirio, una coerción. Pedro que sabe cómo murió Jesús, hace cincuenta días, podría tenerse por dichoso de "dar gloria a Dios" por una muerte parecida a la de Jesús. Pero, y es muy natural, tiene miedo. Y en su turbación hace una pregunta: "Y Juan, ¿morirá mártir?" Dame, Señor, la gracia de vivir mi destino personal, el que Tú has escogido para mí, sin compararme con los demás.
Lo que es precisamente sorprendente es que unos hombres frágiles, parecidos a la media de la humanidad, hubieran podido fundar una obra que perdura aún. Hay aquí una fuerza más que humana. En medio de sus errores han estado protegidos en lo esencial: podemos confiar en la Iglesia... ella tiene la verdad esencial y puede transmitirla a veces a través de expresiones aproximativas.
Y nosotros mismos, en el día de hoy, estamos "rodeados de flaqueza" (Hb 5, 2). Algunas de nuestras opiniones pueden falsearse por interpretaciones demasiado humanas. Resulta verdad ahora igual que entonces, que la Verdad de Dios pasa poco a poco a través de la Iglesia.
Es volviendo a meditar constantemente el evangelio, es decir, las palabras de Jesús, como la Iglesia verifica su Fe... en la humildad, en la docilidad a esta Palabra. Este relato ha sido probablemente compuesto después de la muerte de Pedro en Roma. ¿Quién debía sucederle? Algunos pensaban que Juan, único superviviente de los doce, debía ser el sucesor.
Sabemos, históricamente, que la Iglesia de aquel tiempo hizo otra elección: un humilde sucesor de Pedro en Roma, tomó de hecho la sucesión... ¡incluso en vida de otro apóstol, Juan! En lugar de un Apóstol "inmortal", designado para siempre y que regiría la Iglesia hasta el fin de los tiempos -utopía sostenida por los partidarios de Juan, apoyándose en una Palabra mal comprendida de Jesús-, la Iglesia, seguidora de Jesús prefirió la permanencia del Espíritu en una sucesión de distintos hombres... asegurando así a la Iglesia una mayor facultad de adaptación. Mañana celebramos la Pascua de Pentecostés. Te ruego, Señor, por esta Iglesia, tan humana y tan divina, testigo de tu Verdad, en medio incluso de sus balbuceos y de sus búsquedas de todos los tiempos.
La muerte de Pedro, hacia los años 64-67 en los jardines de Nerón debió de plantear a la Iglesia primitiva una engorrosa cuestión: su "primado" tan evidente en todos los relatos del evangelio, era una prerrogativa personal que se acababa con él... o debía pasar a sus sucesores... y ¿a quién elegir como sucesor...? Esta cuestión es central en el Ecumenismo. Mañana, es ¡Pentecostés! La Iglesia es incomprensible sin el Espíritu. Hoy todavía, así creo yo, este mismo Espíritu anima las decisiones aparentemente más humanas de tu Iglesia. Mi Fe es una inmensa confianza en tu obra: Tú estás siempre presente, tú trabajas siempre en el corazón del mundo (Noel Quesson).
El evangelio de Juan termina afirmando que Jesús «hizo muchas otras cosas», pero que no caben en los libros. Pero las palabras señaladas son las que necesitamos para –como Pedro- madurar por obra del Espíritu, y así él nos dio más tarde magníficos testimonios de su amor a Jesús. Irá a Roma como Pablo… Mientras tanto, el evangelio de Juan parece como si no acabara: hay muchas otras cosas de Cristo que no caben en los libros. Ahí estamos nosotros, los que creemos en Jesús dos mil años después, los que no le hemos visto pero le seguimos. Los que estamos desplegando la Pascua en la historia que nos toca vivir. Los que hemos celebrado estas siete semanas, que concluirán con el don mejor del Resucitado, su Espíritu. Nosotros, que estamos intentando vivir en cristiano y anunciar ante el mundo que Cristo Jesús es el que da sentido a toda la historia y a nuestra vida. Y que nos estamos dejando llevar por el Espíritu de Jesús a la verdad plena, a la verdad encarnada en cada generación. Porque la finalidad de todo el evangelio, como dice Juan en su primera conclusión, es que todos crean «que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre» (Jn 20,31) (J. Aldazábal).
El “discípulo amado”, el que ha estado firme al pie de la cruz y ha recibido de Jesús moribundo el encargo de velar por su madre, el que después de una noche infructuosa de pesca ha sido el primero en reconocer a Jesús en el hombre misterioso que les pregunta si tienen algo para comer, sigue a Pedro y a Jesús que dialogan (Pedro y Jesús siempre dialogan, y a los demás nos toca seguirles). Y es objeto de una extraña profecía: que si Jesús quiere que él permanezca hasta su vuelta, a Pedro no le debe importar. Es la gratuidad del amor: a Pedro se le anuncia el martirio, al discípulo amado un destino glorioso; no porque haya hecho cosas mejores que Pedro, sino simplemente porque también ha amado mucho al Señor, hasta merecer tan honroso título. Al final de la lectura nos enteramos de que este discípulo amado es el que ha dado testimonio de todo lo que contiene el evangelio y de que él mismo lo ha escrito. Y los primeros cristianos que leyeron el 4º evangelio estaban convencidos de la veracidad de su testimonio. Tal vez ellos mismos añadieron la nota según la cual los hechos y las palabras de Jesús fueron muchos más de los narrados; que de escribirse todos no habría lugar suficiente en el mundo para los libros que los contuvieran. Por el bautismo que nos asocia íntimamente a la muerte y resurrección de Jesús, también fuimos hechos apóstoles, fuimos enviados a predicar el Evangelio como Pedro, como Juan, Como Pablo. No podemos vivir nuestra fe de cristianos en el anonimato y en la pasividad. Debemos, al contrario, abrirnos a testimoniar nuestra fe, a difundir el evangelio, la alegre noticia del amor de Dios por todos nosotros (Diario Bíblico. Cicla). «Si quiero que se quede hasta que yo venga» (Jn 21,22) puede indicar más esta continuidad que un elemento cronológico en el espacio y el tiempo. S. Agustín interpreta este privilegio de Jesús para su íntimo amigo, diciendo: "Tú (Pedro) sígueme, sufriendo conmigo los males temporales; él (Juan), en cambio, quédese como está, hasta que Yo venga a darle los bienes eternos". La Iglesia celebra, además del 27 de diciembre, como fiesta de este gran Santo y modelo de suma perfección cristiana, el 6 de mayo como fecha del martirio en que S. Juan, sumergido en una caldera de aceite hirviente, salvó milagrosamente su vida. Durante mucho tiempo se creyó que sólo se había dormido en su sepulcro (Fillion). El discípulo amado se convierte en testigo de todo ello en la medida en que es consciente de que el Señor permanece con él en toda ocasión. Ésta es la razón por la que puede escribir y su palabra es verdadera, porque glosa con su pluma la experiencia continuada de aquellos que viven su misión en medio del mundo, experimentando la presencia de Jesucristo. Cada uno de nosotros puede ser el discípulo amado en la medida en que nos dejemos guiar por el Espíritu Santo, que nos ayuda a descubrir esta presencia (Fidel Catalán). Este texto nos prepara ya para celebrar mañana domingo la Solemnidad de Pentecostés, el Don del Espíritu: «Y el Paráclito vino del cielo: el custodio y santificador de la Iglesia, el administrador de las almas, el piloto de quienes naufragan, el faro de los errantes, el árbitro de quienes luchan y quien corona a los vencedores» (San Cirilo de Jerusalén). El pecado es el gran drama de este siglo XXI. Aunque volvamos la mirada al activismo que nos domina, o al placer en el que creemos encontrar consuelo, la muerte (¡la de verdad!), sonríe irónicamente ante los “imprescindibles”, los “necesarios”, los “indispensables”… y promueve, muy sutilmente, todo tipo de “urgencias” que habían de realizarse “ayer”. Un cristiano (¡el de verdad!), no sólo predica que Jesucristo ha vencido al pecado y a la muerte, sino que con su propia vida es capaz de decir “¡no!” a todo aquello que le aparte de su Señor.
“Señor, y éste ¿qué?”. A veces nos paramos en las comparaciones que no vienen a cuento. Hablamos de “mentiras piadosas”, “envidias buenas”… pero, en realidad, seguimos buscando el tesoro en el lugar inadecuado. Otros tienen cosas de las que nosotros carecemos, un buen motivo para dar gracias a Dios, sí, pero además es conveniente recordar las mismas palabras que dirigió Jesús a Pedro: “¿a ti qué? Tú sígueme”. ¿Es que somos tan torpes de “entendederas” para comprender que sólo Cristo es capaz de colmar todas mis ambiciones y deseos? ¡Mira que somos “cabezotas”! No sólo necesitamos tropezar doscientas veces en la misma piedra, porque aunque un ángel de Dios me recordara “en carne mortal” mis continuas torpezas, aún sería lo suficientemente hábil para razonarle lo contrario.
Mañana es Pentecostés. Es hora de ponernos en marcha, junto con toda la Iglesia, para anunciar los grandes dones de Dios. No nos importen los “dimes” y “diretes” de lo que opinen otros. Nosotros a lo nuestro: unidos a María, Madre de la Iglesia, y esposa del Espíritu Santo, somos reconocidos como predilectos de Dios: “El Señor está en su templo santo, el Señor tiene su trono en el cielo; sus ojos están observando, sus pupilas examinan a los hombres”.
Mientras dura la espera de la venida del Espíritu Santo, Nuestra Señora vive como un segundo Adviento, a la vez muy semejante y muy diferente al primero, el que preparó el nacimiento de Jesús. En ambos se da la oración, el recogimiento, la fe en la promesa, el deseo ardiente de que ésta se realice. En el primero, María llevaba a Jesús oculto en su seno, permanecía en el silencio de su contemplación. Ahora, Nuestra Señora vive profundamente unida a su Hijo glorificado, en compañía de los apóstoles y de las santas mujeres, todos en el cenáculo, animados de un mismo amor y de una sola esperanza. La tradición, al meditar esta escena, ha visto la maternidad espiritual de la Virgen sobre toda la Iglesia. Nosotros esperamos la llegada del Paráclito muy unidos a nuestra Señora rezando el Santo Rosario, contemplando sus misterios.
El Espíritu Santo, que ha habitado en María desde el misterio de su Concepción Inmaculada y la llenó de su gracia, que la cubrió con su sombra (Lc 1, 35) cuando concibió a su Hijo Jesús, ahora, en el día de Pentecostés vino a fijar en Ella su morada de una manera nueva, con una plenitud única. Su corazón era el más puro, el más desprendido, el que de modo incomparable amaba más a la Trinidad Beatísima. La Virgen es la criatura más amada de Dios. Pues si a nosotros, a pesar de tantas ofensas, nos recibe como el padre al hijo pródigo; si a nosotros siendo pecadores, nos ama con amor infinito y nos llena de bienes cada vez que correspondemos a sus gracias, ¿qué hará para honrar a su Madre Inmaculada, Virgo Fidelis, Virgen Santísima, siempre fiel? (J. Escrivá de Balaguer). Todo cuanto se ha hecho en la Iglesia desde su nacimiento hasta nuestros días, es obra del Espíritu Santo. “Lo que el alma es al cuerpo del hombre, eso es el Espíritu Santo en el Cuerpo de Jesucristo que es la Iglesia. El Espíritu Santo hace en la iglesia lo que el alma hace en los miembros de un cuerpo” (San Agustín). El Espíritu Santo es también el santificador de nuestra alma. Después de Pentecostés la Virgen es “como el corazón de la iglesia naciente” (R. Garrigou-Lagrange). El Espíritu Santo, que la había preparado para ser Madre de Dios, ahora, en Pentecostés, la dispone para ser Madre de la Iglesia y de cada uno de nosotros. Santa María, Madre de la Iglesia, ruega por nosotros y ayúdanos a preparar la venida del Paráclito en nuestra alma (F. Fernández Carvajal).
Esta semana entre la Ascensión y Pentecostés podemos meditar hasta saturarnos que Jesús es el Señor: ha resucitado (es más fuerte que la muerte y el pecado), ha subido a la gloria de Dios y allí nos prepara las habitaciones para nosotros, si nos portamos bien. Quiere que le ayudemos a decir a todos que hemos de ser felices en el cielo, después de creer, de rezar, de amar aquí en la tierra. ¡Qué pena, que mucha gente no conoce a Jesús! ¡Muchos no saben que somos hijos de Dios! Que las penas también sirven, para unirlas a la cruz de Jesús, y resucitar con Él. Nosotros no vemos a Jesús, pero tenemos la esperanza que ha puesto en nuestro corazón, vamos a decirle: "Jesús, quiero estar siempre contigo, aquí en la tierra y después en el cielo, y quiero ayudar a muchos a ser felices, a ir al cielo". Jesús nos dice: ... “que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo»" (Jn 16,33). Hoy vemos cómo el egoísmo parece que se hace más grande en las familias, en los amigos, en el mundo... la gente no es más feliz sino todo lo contrario, porque le falta Dios, no rezan y por eso la gente se enfada más, tiene más violencia, agresividad... pero Jesús nos dice que tengamos confianza: «¡Ánimo!» Él ha ido al cielo a prepararnos un lugar feliz, y está pendiente de que aquí no estemos solos, se ha quedado en la Eucaristía, ese maravilloso sacramento: Él está ahí, en la Misa, en el sagrario, para que podamos comerlo y hacernos como Él, para acompañarle como nuestro mejor amigo. Y nos manda el Espíritu Santo, el Amor, para poder seguir viviendo dentro de nosotros. Como es Dios, puede hacerlo.
 No queda aquí espacio para hablar del Decenario al Espíritu Santo, que en otro momento trataremos: estos 10 días antes de la fiesta del Espíritu Santo, podemos rezarle y pedirle sus dones, para poder vivir esta docilidad: seguir a Jesús.
“Sígueme”. Nuestro seguimiento del Señor debe ser consecuencia de haberlo conocido, de amarlo y de estar totalmente comprometidos con Él y con su Evangelio. Nosotros debemos ser los primeros en hacer nuestra la Vida nueva que Dios nos ha ofrecido en Cristo Jesús, su Hijo, Hermano y Señor nuestro. Pero esa vida que Dios nos ha comunicado no podemos encerrarla, sino que la hemos de proclamar al mundo entero para que a todos llegue la salvación de Dios. A través del tiempo la Iglesia de Cristo continuará escribiendo esa historia del amor de Dios no sólo mediante sus palabras, sino también mediante sus obras, sus actitudes y su vida misma. Esto nos debe llevar a no romper la unidad en la Iglesia, y a saber respetar los carismas que Dios ha derramado a manos llenas en su Iglesia para el bien de la misma. Son Pedro y los apóstoles, al igual que sus sucesores, quienes sabrán discernir esos carismas e impulsarlos para que cada uno, a la medida de la gracia recibida, pueda colaborar para que el Reino de Dios llegue cada día con mayor fuerza entre nosotros. Así, unidos en torno a Cristo, caminando tras sus huellas llegaremos, finalmente ahí donde Él, nuestra Cabeza y Principio, nos ha precedido.
Reunidos en torno a Cristo para celebrar la Eucaristía no venimos como extraños que sólo se dedican a rezar. Venimos como los amigos íntimos de Cristo para escucharlo y para ser testigos de su Muerte y Resurrección. Venimos a fortalecer nuestra unión en el amor fraterno. Venimos para alimentarnos en la Mesa en que el Señor mismo se convierte en nuestro Pan de Vida. En la Eucaristía resuena en nuestro corazón aquel mandato de Cristo: Ámense los unos a los otros como yo los he amado. Para el cumplimiento de esta misión el Señor nos comunica su Espíritu Santo, que no es un espíritu de cobardía sino de valentía y de fortaleza para que vayamos a dar testimonio de la verdad en el mundo.
La Iglesia, que somos nosotros, extendida hasta el último rincón de la tierra, debe hacer cercano a Cristo a todos los pueblos. Por medio de la Iglesia el mundo debe continuar escuchando a Cristo, debe seguirlo tocando, debe seguirlo contemplando. Nosotros tenemos esta altísima dignidad, pero también esa gravísima responsabilidad. Tal vez muchos traten de apagar la voz del enviado y acabar con la vida del testigo. Pero no tengamos miedo. No podemos, por querer ganarnos el aprecio de los malvados, que no quieren convertirse, hacer acomodos o relecturas de la Palabra de Dios. El Señor nos quiere como testigos de su amor, de su gracia, de su misericordia. Todo esto debe generar una auténtica conversión en aquellos que escuchan a Cristo por medio de su Iglesia. Si por dar testimonio de la verdad somos crucificados, no olvidemos que detrás de la cruz está la resurrección y la vida eterna. Roguémosle al Señor, por intercesión de