viernes, 24 de febrero de 2012

viernes después de cuaresma

Día 3º. VIERNES 19 de Febrero: el sacrificio, necesario para la vida cristiana
El Señor dice que no quiere sacrificios de gente que reza y luego
maltrata a los demás, que quiere que la gente se quiera. No quiere que
nos pongamos piedras en los zapatos sino el amor a los demás. Cuando
le preguntan a Jesús por qué no ayunan los suyos, les contesta:
«Pueden acaso los invitados a la boda ponerse tristes mientras el
novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el
novio; entonces ayunarán». Habla de fiesta. Por eso, lo que decíamos
ayer de pensar en sacrificios va unido a la alegría, que decía S.
Josemaría que es un árbol "que tiene las raíces en forma de cruz",
esta cruz que nos encontramos cada día unidos a la de Jesús.
Hay una historia que une las tres armas que nos dice la Iglesia para
estos días. Había una vez un ermitaño, que vivía solo en la montaña,
en lo alto había una antigua iglesia con su casita donde vivía,
trabajando, buscando alimento. Durante el día, bajaba al pueblo a
vender sus productos, y luego subía otra vez hacia su ermita. Cuando
hacía calor, al subir tenía muchísima sed y sudaba. Pasaba por una
fuente y… no bebía, le ofrecía a la Virgen aquel sacrificio y
proseguía su camino. Al anochecer, el ermitaño miraba al cielo y veía
una estrella, regalo de la Virgen, en recompensa a su sacrificio…
Pero, un jovencito, al ver la vida del ermitaño, llegó a admirarlo y
quiso ser como él. Entonces hacía lo que el ermitaño hacía… Cuando
subían acalorados, con mucha sed, el ermitaño pensó que el chico tenía
sed, y que si él no bebía el muchacho tampoco lo haría. Pero, que si
bebía, no tendría el lucero por la noche como premio, porque no habría
hecho el sacrificio. Al final, venció el corazón y bebió, y también el
chico. Pensó al subir que no había podido ofrecer a la Virgen su
sacrificio, y quién sabe si tendría recompensa aquel día, si vería su
estrella en el firmamento. Pero, al tener al jovencito a su lado
éstaba contento y pensó que valía la pena. Al anochecer miró al cielo
con miedo y vio que no había una estrella… aquel día la Virgen le
había hecho un regalo distinto… había dos estrellas en el firmamento.
¿Se encienden de verdad las estrellas?, No sé en el cielo, pero en
nuestro corazón seguro que sí, el Señor enciende una luz mágica, como
nos dicen las lecturas de hoy: "Entonces brotará tu luz como la
aurora", tendrás una fuerza especial, divina, serás hijo de Dios, y es
lo que pedimos en la Misa de hoy: «Confírmanos, Señor, en el espíritu
de penitencia con que hemos empezado la Cuaresma" para tener "la
sinceridad de corazón" de la mano de Jesús: «Señor, enséñame tus
caminos e instrúyeme en tus sendas». ¿Dónde poner estos sacrificios?
• al dejar cada cosa en su sitio
• ponerme a estudiar, hacer los deberes puntualmente
• estar atento a clase sin irme "de aventuras" con al imaginación,
puedo imaginar en cambio cosas con lo que explican, la historia, la
geografía, y hacerme una "película" para aprenderlo mejor
• no escoger lo mejor en la comida, ceder el sitio…
• obedecer a la primera
• rezar por la noche aunque tenga sueño
• levantarme a la primera por la mañana –minuto heroico
• limpiarme los zapatos, bajar la basura
• no decir motes que molestan a los demás
• "ayunar" de tele sobre todo cuando no toca
• Sonreír cuando me cuesta
• Dominar el mal humor cuando las cosas cuestan o no salen como esperaba
• Dominar la curiosidad
• Aprender a comer de todo, así me preparo para la vida: cada día un
poco más de lo que no me gusta
• -
• -
• -
Puedes tachar, cambiar y añadir alguna, y repasarlas de vez en cuando,
para ver cómo va ese "entrenamiento"… (Josep Maria Torras).

Nos puede ayudar el testimonio de los mártires. El cardenal Mindszenty
de Hungría cuando entraron los comunistas lo metieron en la cárcel,
donde pasó muchos años (salió de la cárcel cuando Hungría se
independizó de la Rusia comunista; era ya muy mayor y murió al poco
tiempo). Fue un ejemplo como cristiano por su fortaleza y fidelidad a
Dios y a la Iglesia. Una muestra, es, por ejemplo, su firmeza en vivir
la abstinencia, que es el mandamiento de la Iglesia que nos manda a
los cristianos mayores de 14 años, que vivamos la mortificación de no
comer carne los viernes de todo el año. Como sabes, fuera de la
Cuaresma la abstinencia de carne se puede sustituir por otro acto
penitencial (oración, mortificación o limosna); pero durante la
cuaresma no.
Todos los viernes, y sólo los viernes, le daban carne para comer y
cenar. El cardenal sabía que en sus circunstancias no le obligaba esa
ley de la Iglesia, pero jamás tomaba aquella carne. Quería libremente
vivir aquella mortificación. En sus "memorias" escribe este diálogo
con el Comandante de la prisión, un día en que el policía no pudo
aguantar más aquella actitud:
- ¿Cree usted que son los presos quienes dictan el reglamento en la cárcel?
- No; no creo semejante cosa.
- Pues entonces coma lo que se le da.
- Los viernes no como carne.
- No le daré otra cosa.
- Tampoco pido que me dé otra comida. Pero si me da carne no la comeré
los viernes.
- En tal caso, le castigaré.
- Estoy dispuesto a aceptar cualquier castigo.
Aquel día la comida se quedó sobre la mesa. Se la llevaron poco antes
de la cena, que también consistió en un poco de carne, La escena se
repitió en los sucesivos viernes, hasta que acabaron por dársela los
domingos.
Señor, cuántas veces yo tengo compasión de mí mismo, y me busco
excusas para no mortificarme, o no obedecer a mi madre la iglesia. A
veces, por el deporte o por el estudio soy capaz de esforzarme y
sufrir, y sin embargo cuando lo tengo que hacer por ti me echo para
atrás. Si te amase más, sería más generoso y fuerte. Te amo, Señor,
pero quiero amarte más. La próxima vez que ante una mortificación me
venga a la cabeza una excusa, la rechazaré "porque te quiero". Y, en
concreto, tomaré la comida que me pongan porque te quiero...


--
Llucià Pou Sabaté
www.e-aprender.net
http://alhambra1492.blogspot.com/

jueves, 23 de febrero de 2012

Viernes después de Ceniza: el ayuno, necesario para la vida cristiana

Viernes después de Ceniza: el ayuno, necesario para la vida cristiana

Libro de Isaías 58,1-9. ¡Grita a voz en cuello, no te contengas, alza tu voz como una trompeta: denúnciale a mi pueblo su rebeldía y sus pecados a la casa de Jacob! Ellos me consultan día tras día y quieren conocer mis caminos, como lo haría una nación que practica la justicia y no abandona el derecho de su Dios; reclaman de mí sentencias justas, les gusta estar cerca de Dios: "¿Por qué ayunamos y tú no lo ves, nos afligimos y tú no lo reconoces?" Porque ustedes, el mismo día en que ayunan, se ocupan de negocios y maltratan a su servidumbre. Ayunan para entregarse a pleitos y querellas y para golpear perversamente con el puño. No ayunen como en esos días, si quieren hacer oír su voz en las alturas. ¿Es este acaso el ayuno que yo amo, el día en que el hombre se aflige a sí mismo? Doblar la cabeza como un junco, tenderse sobre el cilicio y la ceniza: ¿a eso lo llamas ayuno y día aceptable al Señor? Este es el ayuno que yo amo -oráculo del Señor-: soltar las cadenas injustas, desatar los lazos del yugo, dejar en libertad a los oprimidos y romper todos los yugos; compartir tu pan con el hambriento y albergar a los pobres sin techo; cubrir al que veas desnudo y no despreocuparte de tu propia carne. Entonces despuntará tu luz como la aurora y tu llaga no tardará en cicatrizar; delante de ti avanzará tu justicia y detrás de ti irá la gloria del Señor. Entonces llamarás, y el Señor responderá; pedirás auxilio, y él dirá: "¡Aquí estoy!". Si eliminas de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la palabra maligna.

Salmo 51,3-6.18-19. ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! Porque yo reconozco mis faltas y mi pecado está siempre ante mí. Contra ti, contra ti solo pequé e hice lo que es malo a tus ojos. Por eso, será justa tu sentencia y tu juicio será irreprochable. Los sacrificios no te satisfacen; si ofrezco un holocausto, no lo aceptas:
mi sacrificio es un espíritu contrito, tú no desprecias el corazón contrito y humillado.

Texto del Evangelio (Mt 9,14-15): En aquel tiempo, se le acercan los discípulos de Juan y le dicen: «¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos, y tus discípulos no ayunan?». Jesús les dijo: «Pueden acaso los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán».

Comentario: 1. Is. 58, 1-9. El camino del auténtico profeta no es sólo denunciar la maldad que hay en el mundo, sino proponer, además, caminos que lleven a dar solución a toda esta problemática. El profeta Isaías es enviado a clamar a voz en cuello y a alzar la voz como trompeta para denunciar los delitos y pecados del pueblo de Dios. Pero al mismo tiempo se le envía a invitar al pueblo a romper los yugos opresores, a compartir el pan con los hambrientos, a abrir la casa al pobre sin techo, a vestir al desnudo y a no dar la espalda al propio hermano. El Señor nos hace un fuerte llamado a reconocer a profundidad nuestros propios pecados. Muchos hay que, en nombre de Dios, levantan la voz para hacernos recapacitar sobre nuestra propia maldad, especialmente en este tiempo de gracia. Pero no basta con reconocernos pecadores, y tal vez arrepentidos, o sólo por costumbre, acercarnos a confesar nuestros pecados para recibir el perdón de Dios. El camino de conversión, además de unirnos con Dios, debe unirnos a nuestro prójimo para rectificar, ante él, nuestras actitudes y dejar de causarle mal. Pero no basta dejar de causarle mal, hay que hacerle el bien, hay que extender hacia él nuestras manos para socorrerle en sus necesidades. Entonces seremos realmente imagen de Jesucristo para los demás, pues el Señor no vino a compadecerse de nosotros sólo con palabras, sino a remediar nuestros males, incluso a costa de la entrega de su propia vida. Ese es el mismo camino que ha de recorrer la Iglesia de Cristo.
En el Evangelio de hoy, Jesús insiste en que la «alegría» sea primero. Antes del «ayuno», antes del sacrificio, hay la alegría de estar «con el Esposo», con Dios. "Los compañeros del Esposo ¿deben ayunar mientras el Esposo está con ellos?" -Me buscan, según parece... Les agrada mi vecindad... Dicen: nosotros ayunamos y Tú, Señor, ¿no lo ves? Emocionante confesión de Dios: reconoce nuestras pobres tentativas humanas. Efectivamente, es verdad, la humanidad busca a Dios. Se le quisiera cercano y favorable a nuestros proyectos; y para ello uno es incluso capaz de ayunar, de hacer alguna penitencia.
-Pero mientras ayunáis sabéis buscar vuestro negocio, explotáis a vuestros trabajadores, continuáis las querellas, las disputas, los puñetazos. Ayunar es bueno, dice Dios, pero no es lo esencial. Lo esencial es respetar al prójimo, no explotarle, no considerarlo como un objeto que ponemos a nuestro provecho. Ayúdanos, Señor, a no buscar con avidez nuestra ventaja y menos si hay detrimento para los demás. ¡Ayuda a cada hombre a no explotar a otro hombre! En nuestras vidas de familia, en nuestro trabajo, en nuestras relaciones, ayúdanos a no ser exigentes ni duros, ni atropelladores, ni tajantes; que renunciemos a las «disputas y a las querellas» y, como dice el Señor, que nuestro ayuno sea «desatar los lazos de maldad». Privarse de suscitar disputas y atropellos es más necesario que privarse de alimento o de golosinas. La Cuaresma que me agrada es: -Aflojar las cadenas injustas... -Liberar a los oprimidos... -Compartir el pan con el hambriento... -Dar acogida al desgraciado... -Cubrir al que veas sin vestido... -No esquivar a tu semejante... Esas frases deberían pasar sin comentario. Es preciso llevar a la oración esas palabras que nos queman como brasas. Eso es lo que Tú esperas de mí, Señor. ¡Ah, si todos los cristianos pudieran oír esas llamadas. Si tu pueblo aceptara dejarse interrogar sobre esas cuestiones, durante cuarenta días al año! ¡Cuál sería la renovación de la sociedad humana, con esa levadura! ¡Qué revolución sin violencia sería la Iglesia en medio del mundo! Pero, cuidado, no he de aplicar esas palabras a mis vecinos. Van dirigidas a mí. Concédeme, Señor, no andar soñando en sacrificios y en «ayunos» excepcionales; te pido saber aceptar francamente los que me imponen mis relaciones humanas, cotidianas. «¡Comparte!» «¡Acoge!» «¡Da!».
-Un día agradable al Señor... Lo significativo de ese día no es el «ayuno», sino el amor a los semejantes.
-Entonces brotará tu luz como la aurora. Entonces clamarás al Señor y te contestará: "Aquí estoy". Si la búsqueda de Dios, el deseo de su cercanía parece a menudo tan inoperante, es porque no ponemos los medios adecuados. El encuentro con Dios está condicionado por nuestras conductas humanas fraternas o no (Noel Quesson).
La denuncia del profeta Isaías contra un ayuno mal entendido es enérgica . El pueblo de Israel -o sus dirigentes- cree poder aplacar a Dios y reparar sus pecados con un ayuno que el profeta tacha de falso e hipócrita. El fallo está en que la abstinencia de alimentos no va acompañada de lo que Dios considera prioritario, el amor, la justicia, la misericordia con los demás: «el día del ayuno buscáis vuestro interés... ayunáis entre riñas y disputas». El ayuno se queda en unos formalismos exteriores: «os mortificáis elevando vuestras voces... movéis la cabeza como un junco... os acostáis sobre saco y ceniza: ¿a eso le llamáis ayuno?». Lo que quiere Dios, el día del ayuno -que no se desautoriza, naturalmente-, es «abrir las prisiones injustas... partir el pan con el hambriento... no cerrarte a tu propia carne (a tu familia)». Entonces sí escuchará Dios las oraciones y ofrendas.
Dice la Colecta: «Confírmanos, Señor, en el espíritu de penitencia con que hemos empezado la Cuaresma; y que la austeridad exterior que practicamos vaya siempre acompañada por la sinceridad de corazón». Y la antífona de Comunión: «Señor, enséñame tus caminos e instrúyeme en tus sendas» (Sal 24,4). Y la Postcomunión: «Te pedimos, Señor Todopoderoso, que la participación en tus sacramentos nos purifique de todos nuestros pecados y nos disponga a recibir los dones de tu bondad». Y refiriéndose a este ayuno que el Señor desea, principalmente en no cometer pecados y hacer actos de caridad, dice San León Magno: «No hay cosa más útil que unir los ayunos santos y razonables con la limosna. Ésta, bajo la única denominación de misericordia, contiene muchas y laudables acciones de piedad; de modo que, aunque las situaciones de fortuna sean desiguales, pueden ser iguales las disposiciones de ánimo de todos los fieles. Porque el amor que debemos tanto a Dios como a los hombres no se ve nunca impedido hasta tal punto que no pueda querer lo que es bueno... El que se compadece caritativamente de quienes sufren cualquier calamidad es bienaventurado no solo en virtud de su benevolencia, sino por el bien de la paz. Las realizaciones del amor pueden ser muy diversas, y así, en razón de la misma diversidad, todos los buenos cristianos pueden ejercitarse en ellas, no solo los ricos y pudientes, sino incluso los de posición media y aun los pobres. De este modo, quienes son desiguales por su capacidad de hacer la limosna, son semejantes en el amor y en el afecto con que la hacen». Y San Agustín: «Vuestros ayunos no sean como los que condena el profeta (Is 58,5). Él fustiga el ayuno de la gente pendenciera; aprueba el de los piadosos; condena a quienes aprietan y busca a quien aflojan; acusa a los cizañeros, aprecia a los pacificadores. Éste es el motivo por el que en estos días refrenáis vuestros deseos de cosas lícitas, para no sucumbir ante lo ilícito. De esta forma, nuestra oración, hecha con humildad y caridad, con ayuno y limosnas, templanza y perdón, practicando el bien y no devolviendo mal por mal..., busca la paz y la consigue».

2. Lo dice también el salmo 50, el «Miserere», que se vuelve a cantar hoy como responsorial. Cuando la conversión es interior y se muestra en obras, no sólo en ritos o palabras, es cuando agrada a Dios. No valen los ritos exteriores si no van acompañados de un amor desde dentro: «los sacrificios no te satisfacen... mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias». El tema del corazón contrito, de la conversión del corazón es el tema que debería de recorrer nuestra Cuaresma. Es el tema que debería recorrer toda nuestra preparación para la Pascua. La liturgia nos insiste que son importantes las formas externas, pero más importantes son los contenidos del corazón. La Iglesia nos pide en este tiempo de Cuaresma, que tengamos una serie de formas externas que manifiesten al mundo lo que hay en nuestro corazón, y nos pide que el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo hagamos ayuno, y que todos los viernes de Cuaresma sacrifiquemos el comer carne. Pero esta forma externa no puede ir sola, necesita para tener valor, ir acompañada con un corazón también pleno. Así explicaba Juan Pablo II en su catequesis: “La invocación inicial se eleva a Dios para obtener el don de la purificación que vuelva -como decía el profeta Isaías- "blancos como la nieve" y "como la lana" los pecados, en sí mismos "como la grana", "rojos como la púrpura" (cf. Is 1, 18). El salmista confiesa su pecado de modo neto y sin vacilar: "Reconozco mi culpa (...). Contra ti, contra ti solo pequé; cometí la maldad que aborreces" (Sal 50, 5-6). Así pues, entra en escena la conciencia personal del pecador, dispuesto a percibir claramente el mal cometido. Es una experiencia que implica libertad y responsabilidad, y lo lleva a admitir que rompió un vínculo para construir una opción de vida alternativa respecto de la palabra de Dios. De ahí se sigue una decisión radical de cambio. Todo esto se halla incluido en aquel "reconocer", un verbo que en hebreo no sólo entraña una adhesión intelectual, sino también una opción vital. Es lo que, por desgracia, muchos no realizan, como nos advierte Orígenes: "Hay algunos que, después de pecar, se quedan totalmente tranquilos, no se preocupan para nada de su pecado y no toman conciencia de haber obrado mal, sino que viven como si no hubieran hecho nada malo. Estos no pueden decir: "Tengo siempre presente mi pecado". En cambio, una persona que, después de pecar, se consume y aflige por su pecado, le remuerde la conciencia, y se entabla en su interior una lucha continua, puede decir con razón: "no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados" (Sal 37, 4)... Así, cuando ponemos ante los ojos de nuestro corazón los pecados que hemos cometido, los repasamos uno a uno, los reconocemos, nos avergonzamos y arrepentimos de ellos, entonces desconcertados y aterrados podemos decir con razón: "no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados". Por consiguiente, el reconocimiento y la conciencia del pecado son fruto de una sensibilidad adquirida gracias a la luz de la palabra de Dios.
En la confesión del Miserere se pone de relieve un aspecto muy importante: el pecado no se ve sólo en su dimensión personal y "psicológica", sino que se presenta sobre todo en su índole teológica. "Contra ti, contra ti solo pequé" (Sal 50, 6), exclama el pecador, al que la tradición ha identificado con David, consciente de su adulterio cometido con Betsabé tras la denuncia del profeta Natán contra ese crimen y el del asesinato del marido de ella, Urías (cf. v. 2; 2 Sm 11-12). Por tanto, el pecado no es una mera cuestión psicológica o social; es un acontecimiento que afecta a la relación con Dios, violando su ley, rechazando su proyecto en la historia, alterando la escala de valores y "confundiendo las tinieblas con la luz y la luz con las tinieblas", es decir, "llamando bien al mal y mal al bien" (cf. Is 5,20). El pecado, antes de ser una posible injusticia contra el hombre, es una traición a Dios. Son emblemáticas las palabras que el hijo pródigo de bienes pronuncia ante su padre pródigo de amor: "Padre, he pecado contra el cielo -es decir, contra Dios- y contra ti" (Lc 15,21).
En este punto el salmista introduce otro aspecto, vinculado más directamente con la realidad humana. Es una frase que ha suscitado muchas interpretaciones y que se ha relacionado también con la doctrina del pecado original: "Mira, en la culpa nací; pecador me concibió mi madre" (Sal 50, 7). El orante quiere indicar la presencia del mal en todo nuestro ser, como es evidente por la mención de la concepción y del nacimiento, un modo de expresar toda la existencia partiendo de su fuente. Sin embargo, el salmista no vincula formalmente esta situación al pecado de Adán y Eva, es decir, no habla de modo explícito de pecado original. En cualquier caso, queda claro que, según el texto del Salmo, el mal anida en el corazón mismo del hombre, es inherente a su realidad histórica y por esto es decisiva la petición de la intervención de la gracia divina. El poder del amor de Dios es superior al del pecado, el río impetuoso del mal tiene menos fuerza que el agua fecunda del perdón. "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm 5, 20).
Por este camino la teología del pecado original y toda la visión bíblica del hombre pecador son evocadas indirectamente con palabras que permiten vislumbrar al mismo tiempo la luz de la gracia y de la salvación… La confesión de la culpa y la conciencia de la propia miseria no desembocan en el terror o en la pesadilla del juicio, sino en la esperanza de la purificación, de la liberación y de la nueva creación. En efecto, Dios nos salva "no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador" (Tt 3, 5-6)”. Y el salmo expresa de maravilla nuestra súplica de perdón, como dice San León Magno: «Porque es propio de la festividad pascual que toda la Iglesia goce del perdón de los pecados, no sólo aquellos que renacen en el santo bautismo, sino también aquellos que, desde hace tiempo, se encuentran ya en el número de los hijos adoptivos. Pues, si bien los hombres renacen a la vida nueva principalmente por el bautismo, como a todos nos es necesario renovarnos cada día de las manchas de nuestra condición pecadora, y no hay quien no tenga que ser mejor en la escala de la perfección, debemos esforzarnos para que nadie se encuentre bajo el efecto de viejos vicios el día de la Redención».
3. Estos días de Cuaresma rezamos especialmente por la paz, que falta en tantas partes del mundo. Podemos poner esta intención sobre todo la Misa, y también con el rezo del Rosario: la paz, tanto en la vida de las naciones como también en las conciencias.
Jesús aparece como el esposo que perfecciona el alma, preparándola para esta unión esponsal. "Todos los fieles... son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (LG 40). Nos dice el Catecismo (n. 2015): "El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas: "El que asciende nunca cesa de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce (S. Gregorio de Nisa)".
El miércoles escuchamos cuáles son las condiciones para seguir a Jesús, y nos damos cuenta que no son fáciles: “Negarse a sí mismo”, es decir renunciar a nuestros gustos, deseos y aficiones para acomodarse a las de Jesús y su evangelio; y “tomar la cruz de cada día”, lo cual implica hacer con amor todo lo que se nos presente a lo largo de la jornada: Lo bueno y lo que no nos agrada. El ejercicio de la renuncia será muy difícil que logremos renunciar a nosotros mismos, si no somos capaces de renunciar a un poco de comida, a una golosina, a un rato de televisión. Pensemos bien de que manera utilizaremos nuestra Cuaresma para que la Pascua sea verdaderamente una “Pascua de Resurrección” (Ernesto María).
"Jesús se entregó a Sí mismo, hecho holocausto por amor. Y tú, discípulo de Cristo; tú, hijo predilecto de Dios; tú también debes estar dispuesto a negarte a ti mismo. Por lo tanto, sean cuales fueren las circunstancias concretas por las que atravesemos, ni tú ni yo podemos llevar una conducta egoísta, aburguesada, cómoda, disipada..., -perdóname mi sinceridad- ¡necia! (...). Es necesario que te decidas voluntariamente a cargar con la cruz. Si no, dirás con la lengua que imitas a Cristo, pero tus hechos lo desmentirán; así no lograrás tratar con intimidad al Maestro, ni lo amarás de veras. Urge que los cristianos nos convenzamos bien de esta realidad: no marchamos creca del Señor, cuando no sabemos privarnos espontáneamente de tantas cosas que reclaman el capricho, la vanidad, el regalo, el interés... No debe pasar una jornada sin que la hayas condimentado con la gracia y la sal de la mortificación. Y desecha esa idea de que estás, entonces, reducido a ser un desgraciado. Pobre felicidad será la tuya, si no aprendes a vencerte a ti mismo, si te dejas aplastar y dominar por tus pasiones y veleidades, en vez de tomar tu cruz gallardamente" (J. Escrivá, Amigos de Dios, n.129).
La Cuaresma es tiempo que la Iglesia dedica a la purificación y a la penitencia, recordando los cuarenta días de oración y ayuno con que Jesucristo se preparó para su ministerio público. Es decir, la oración y el ayuno preparan para la caridad. En un mundo que se olvida a Dios y el destino eterno, en el que una ola de hedonismo se extiende entre pobres y ricos, nuestro testimonio y sacrificios importa y mucho para influir, con el ejemplo y por la comunión de los santos, en la nueva evangelización: a través del cultivo la templanza, de la mortificación de los sentidos como por ejemplo la vista, con naturalidad; contra la tendencia a la comodidad; evitando crearme necesidades; en el comer: poniendo el “ingrediente” de la mortificación. Es además un modo de vivir el “bonus odor Christi” –el buen olor de Cristo, que atrae a gente con afán noble, con corazón sincero, con deseos de generosidad.
2. Sal. 50. Sabemos que somos pecadores; ante el Señor nos tapamos la boca, pues Él conoce lo más profundo de nuestro corazón y sabe que hemos fallado a la Alianza que pactó con nosotros, de que Él sería nuestro Padre siempre fiel en el amor, y nosotros sus hijos, también siempre fieles en el amor. Pero nuestros caminos se desviaron de esa Alianza nueva y eterna. Por eso, citados a juicio, ¿quién podrá permanecer de pie ante el Señor? Que Él tenga compasión y misericordia de nosotros; que Él lave nuestros delitos y nos purifique de nuestros pecados mediante la Sangre de su Hijo, derramada por nosotros. Entonces, libres de la maldad y perdonados de nuestros pecados, no sólo le ofreceremos al Señor un sacrificio agradable, sino que nosotros mismos nos ofreceremos como ofrenda de suave aroma al Señor. Que Él tenga compasión de nosotros, pecadores, que con humildad volvemos hacia Él.
Nuestro Señor Jesucristo para liberarnos del pecado eligió el camino del calvario que conduce a la Cruz en la que entregó su vida por nosotros. La liturgia nos invita a purificar nuestra alma y a recomenzar de nuevo. “Dice el Señor Todopoderoso: Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto con luto. Rasgad los corazones, no las vestiduras, convertíos al Señor Dios nuestro porque es compasivo y misericordioso” (Joel 2, 12). Nos dirige una invitación imperiosa, porque le apremia la salvación eterna de sus hijos: “Renovémonos y reparemos los males que por ignorancia hemos cometido; no sea que, sorprendidos por el día de la muerte, busquemos, sin poder encontrarlo, tiempo de hacer penitencia” (Bendición cenizas, cf. Bar 3, 2)”. La práctica penitencial se hace especialmente viva en los momentos fuertes como la Cuaresma. El Catecismo nos dice (n. 1438): “Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia. Estos tiempos son particularmente apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y misioneras)”. Por eso, el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo se observa el ayuno y la abstinencia de carne. Obliga el ayuno a los mayores de 18 años hasta los 59 años cumplidos; la abstinencia a los mayores de 14 años. Los demás viernes del año que no coincidan con una solemnidad, los fieles mayores de 14 años pueden cumplir el precepto de la abstinencia privándose de carne o de otro alimento habitual de especial agrado para la persona; la abstinencia puede suplirse, con excepción de los Viernes de Cuaresma, por un acto determinado de mortificación, de piedad, de caridad, de limosna o de apostolado (Ordo 1998, p. 91).
3. Mt. 9, 14. 15. El ayuno era para entristecerse, llorar, gemir. Pero cuando está Cristo el Esposo los invitados de bodas no podían estar tristes, sino alegres, era un tiempo de regocijo de alegría. Cristo el Mesías había llegado y el reino de Dios se había acercado. Pero vendrán días cuando el esposo será quitado de ellos y entonces ayunarán. ¿A qué se refiere el Señor? Hemos visto como la Iglesia concreta los ayunos en determinados tiempos, pero Jesús más bien hizo lo contrario en su tiempo: simplificar la multiplicidad de ayunos que hacían los judíos. Da el auténtico sentido al ayuno, como muestra de penitencia: “En el Antiguo Testamento se descubre el sentido religioso de la penitencia, como un acto religioso, personal, que tiene como término de amor el abandono en Dios” (Pablo VI). Acompañado de oración, sirve para manifestar la humildad delante de Dios (Levítico, 16, 29-31): el que ayuna se vuelve hacia el Señor en una actitud de dependencia y abandono totales. En la Sagrada escritura vemos ayunar y realizar otras obras de penitencia antes de emprender un quehacer difícil (Jueces 20, 26; Ester 4, 16), para implorar el perdón de una culpa (1 Reyes 21, 27), obtener el cese de una calamidad (Judit 4, 9-13), conseguir la gracia necesaria en el cumplimiento de una misión (Hechos 13, 2). La Iglesia en los primeros tiempos conservó las prácticas penitenciales, en el espíritu definido por Jesús, y siempre ha permanecido fiel a esta práctica penitencial, recomendando esta práctica piadosa.
Además de las mortificaciones llamadas pasivas, que se presentan sin buscarlas, las mortificaciones que nos proponemos y buscamos se llaman activas. Son especialmente importantes para el progreso interior y para lograr la pureza de corazón: mortificación de la imaginación, evitando el monólogo interior en el que se desborda la fantasía y procurando convertirlo en diálogo con Dios. Mortificación de la memoria, evitando recuerdos inútiles, que nos hacen perder el tiempo y quizá nos podrían acarrear otras tentaciones más importantes. Mortificación de la inteligencia, para tenerla puesta en aquello que es nuestro deber en ese momento, y rindiendo el juicio para vivir mejor la humildad y la caridad con los demás. Podemos vivir la compañía del Señor en estos días, de la mano de la Virgen, que espiritualmente estaba unida como nadie a Jesús (F. Fernández Carvajal).
Dios ha concertado con la humanidad una Alianza Nueva y definitiva, eterna. Cristo entregó su vida para poder presentar la humanidad ante su Padre Dios como a su esposa inmaculada, bella y resplandeciente con la Gloria del mismo Dios. Esto ciertamente nos llena de alegría y nos hace gozar constantemente de este magnífico don. Pero sabemos que muchas veces hemos sido infieles a esa Alianza que Dios pactó con nosotros. Por eso, habiendo perdido al Esposo, hemos de reconocernos pecadores, ayunar y pedir perdón, sabiendo que Dios siempre está dispuesto a perdonar a quienes se acerquen a Él con un corazón sincero. Por eso, este tiempo especial de gracia, debe ayudarnos a reflexionar en el gran amor que Dios nos ha tenido para que volvamos a Él y podamos, algún día, sentarnos en el banquete eterno, donde ya no habrá ni luto, ni llanto, sino alegría y gozo eternos. El Señor se ha manifestado a nosotros con todo su amor. Él no es primero un sí y luego un no. Lo que Él nos ha dado jamás nos lo quitará. Su amor por nosotros es un amor eterno. La celebración de la Eucaristía nos habla del Señor, tres veces Santo, que se ha acercado a nosotros, no para castigarnos por nuestras culpas, sino para perdonarnos y hacernos partícipes de su propia Vida, de su dignidad de Hijo de Dios y de la Gloria que, como a Hijo unigénito del Padre, le corresponde. Nuestra oración se eleva como un cántico lleno de nostalgia por Aquel que nos ha amado y que esperamos vuelva, lleno de Gloria, al final del tiempo. ¡Ven, Señor Jesús! Mientras, llenos de fe, celebramos este Memorial de su Pascua, sabiendo que Él viene a nosotros, lleno de misericordia, para renovarnos y convertirnos en un signo de su amor salvador en el mundo. Por eso, quienes hemos unido nuestra vida a Jesucristo, no podemos continuar viviendo bajo el signo del pecado. No podemos llamarnos auténticamente personas de fe en Cristo cuando oprimimos a los demás, o cuando cerramos nuestro corazón ante las necesidades de nuestro prójimo. Con humildad hemos de reconocer nuestros pecados y saber pedir perdón a Dios. Este tiempo especial de gracia, mediante el cual nos encaminamos a la celebración de la Pascua de Cristo, debe llevarnos a celebrar nuestra propia pascua, muriendo al pecado y resucitando a una vida nueva. El Señor hoy nos ha dado un auténtico programa de vida por medio del profeta Isaías. Él nos quiere fraternalmente unidos; Él quiere que no sólo busquemos nuestro propio bien y nuestros propios intereses, sino que abramos los ojos ante el dolor, el sufrimiento y la pobreza de quienes nos rodean y que no les demos la espalda. Quien se preocupa de su prójimo y vela por Él podrá experimentar el perdón de Dios. Entonces, siendo justos ya desde este mundo, al final de nuestra marcha nos encontraremos con la Gloria de Dios para disfrutar de Él eternamente. Pero esto no será posible mientras no reconozcamos que, a causa del pecado, hemos perdido de vista al Señor de nuestra vida, y que necesitamos arrepentirnos, orar, ayunar para tener el corazón dispuesto a recibirlo. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de buscar, con un corazón sincero, al Señor, para poder realizar nuestra vida a imagen del Buen Samaritano que se detuvo ante el hombre golpeado y dejado medio muerto por los salteadores, y que se ocupó de él hasta verlo libre de sus males. Que ese sea el camino de nosotros, que somos su Iglesia, de tal forma que, por medio nuestro, el Señor continúe haciendo el bien a todos. Amén (www.homiliacatolica.com; muchos de estos textos encontrados en mercaba.org).

miércoles, 22 de febrero de 2012

Jueves después de Ceniza: primer anuncio de la Pasión para Jesús y sus discípulos

Jueves después de Ceniza: primer anuncio de la Pasión para Jesús y sus discípulos

Deuteronomio 30,15-20. Hoy pongo delante de ti la vida y la felicidad, la muerte y la desdicha. Si escuchas los mandamientos del Señor, tu Dios, que hoy te prescribo, si amas al Señor, tu Dios, y cumples sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos, entonces vivirás, te multiplicarás, y el Señor, tu Dios, te bendecirá en la tierra donde ahora vas a entrar para tomar posesión de ella. Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar y vas a postrarte ante otros dioses para servirlos, yo les anuncio hoy que ustedes se perderán irremediablemente, y no vivirán mucho tiempo en la tierra que vas a poseer después de cruzar el Jordán. Hoy tomo por testigos contra ustedes al cielo y a la tierra; yo he puesto delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, y vivirás, tú y tus descendientes, con tal que ames al Señor, tu Dios, escuches su voz y le seas fiel. Porque de ello depende tu vida y tu larga permanencia en la tierra que el Señor juró dar a tus padres, a Abraham, a Isaac y a Jacob.

Salmo 1,1-4.6. ¡Feliz el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni se detiene en el camino de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los impíos, sino que se complace en la ley del Señor y la medita de día y de noche! El es como un árbol plantado al borde de las aguas, que produce fruto a su debido tiempo, y cuyas hojas nunca se marchitan: todo lo que haga le saldrá bien. No sucede así con los malvados: ellos son como paja que se lleva el viento, porque el Señor cuida el camino de los justos, pero el camino de los malvados termina mal.

Texto del Evangelio (Lc 9,22-25; paralelos: Mt 16,21-27; Mc 8,31-38): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día». Decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?».
Comentario: 1. Moisés dirige a su pueblo un discurso, cuyo resumen leemos hoy. Les dice que les vendrá toda clase de bendiciones si son fieles a Dios. Pero si no lo son les esperan desgracias de las que ellos mismos tendrán la culpa. Se lo plantea como una alternativa ante una encrucijada en el camino. Si siguen la voluntad de Dios, van hacia la vida; si se dejan arrastrar por las tentaciones y adoran a dioses extraños, están eligiendo la muerte. Es lo mismo que dice el salmo responsorial, esta vez con la comparación de un árbol que florece y prospera si sabe estar cerca del agua: «dichoso el que ha puesto su confianza en el Señor, que no entra por la senda de los pecadores... será como árbol plantado al borde de la acequia», «no así los impíos, no así: serán paja que arrebata el viento; porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal».
La Cuaresma es tiempo de opciones. Nos invita a revisar cada año nuestra dirección en la vida. Desde la Pascua anterior seguro que nos ha crecido más el hombre viejo que el nuevo. Tendemos más a desviarnos que a seguir por el recto camino. En el camino de la Pascua no podemos conformarnos con lo que ya somos y cómo vivimos. Esa palabrita «hoy», que la la lectura repite varias veces, nos sitúa bien: para nosotros el «hoy» es esta Cuaresma que acabamos de iniciar. Nosotros hoy, este año concreto, somos invitados a hacer la opción: el camino del bien o el de la dejadez, la marcha contra corriente o la cuesta abajo. Si Moisés podía urgir a los israelitas ante esta alternativa, mucho más nosotros, que hemos experimentado la salvación de Cristo Jesús, tenemos que reavivar una y otra vez -cada año, en la Pascua- la opción que hemos hecho por él y decidirnos a seguir sus caminos. También a nosotros nos va en ello la vida o la muerte, nuestro crecimiento espiritual o nuestra debilidad creciente. Ahí está nuestra libertad ante la encrucijada, una libertad responsable, siempre a renovar: como los religiosos renuevan cada año sus votos, como los cristianos renuevan cada año en Pascua sus compromisos bautismales. Todos tenemos la experiencia de que el bien nos llena a la larga de felicidad, nos conduce a la vida y nos hace sentir las bendiciones de Dios. Y de que cuando hemos sido flojos y hemos cedido a las varias idolatrías que nos acechan, a la corta o a la larga nos tenemos que arrepentir, nos queda el regusto del remordimiento y padecemos muchas veces en nuestra propia piel el empobrecimiento que supone abandonar a Dios.
El tema de los dos caminos, el de la vida y el de la muerte, es muy típico de las literaturas religiosas de la antigüedad. La vida y la felicidad dependen de la obediencia a los mandamientos del Señor. El camino de la muerte y de la desgracia parte del corazón desviado, de la idolatría. La llamada de Dios es una opción que coloca al hombre ante el dilema de la bendición o la maldición divinas. El Señor exhorta amablemente a escoger la senda buena (Misa dominical 1990).
En el evangelio de hoy, Jesús propone la cruz como un camino, una vía hacia la plenitud de la "vida": es preciso que el Hijo del hombre padezca mucho para entrar en su gloria: "muerte» que conduce a "resurrección".
–“Yo te propongo HOY vida y felicidad, muerte y desgracia”. Escucho, Señor, tu palabra, pronunciada ya por Moisés. La repito en mi interior, como si la oyera directamente de Ti, HOY. Tú respetas mi libertad. Propones la vida y la felicidad... o bien me abandonas a mi muerte y a mi desgracia. No te impones. Pero queda claro que lo que Tú deseas para nosotros es la vida y la felicidad. Estoy ante mi jornada de HOY. Que no deje para mañana esa decisión, esa elección por hacer. ¿Escojo la vida y la felicidad, sí o no?
-“Si escuchas... al Señor, vivirás”. Si amas... Si tu corazón se desvía... perecerás. Si no escuchas... Escuchar a Dios, será el esfuerzo de toda mi cuaresma, será la elección de la vida y la felicidad. De ese modo, la cuaresma, a pesar de ciertas apariencias y de ciertos hábitos, no está orientada primordialmente hacia el sacrificio... sino hacia "la vida y la felicidad". Es un tiempo de vitalidad, de expansión humana y cristiana... y de ningún modo es un tiempo de morosidad y de tristeza. Pascua está ya al final del camino: ¡vivirás!
Pero, Señor, escucho también la segunda frase, la frase de amenaza. Sé que nos tomas en serio, y que tendrás en cuenta mi elección. Me pedirás cuentas de mi rechazo: «Si no me escuchas, perecerás». Más allá del castigo exterior, en el hecho mismo del rechazo de Dios está inscrito una especie de castigo. Ayúdame, ayúdanos, Señor, a nunca jamás desviarnos voluntariamente de ti. Sería perecer.
-“Te propongo la vida o la muerte, la bendición o la maldición: ¡escoge pues la vida! a fin que vivas amando al Señor, tu Dios”. Lo que Dios quiere, lo que preferiría que eligiéramos... está muy claro: ¡es la vida! Te doy gracias, Señor, por repetirme tan a menudo, y tan fuertemente esas cosas, la Salvación, la Liberación, la Redención... Tu voluntad es darnos la vida y la felicidad. Jesús ha venido sólo para esto. ¿Qué debo hacer, para que así sea? Escuchar los mandamientos de Dios, vivir unido a El, caminar según sus sendas, amar al Señor.
-“Dichoso el hombre que medita la Ley del Señor. Es como un árbol cuyo follaje no se mustia jamás y que da el fruto a su tiempo”. Son palabras del Salmo 1 que leemos hoy. Hay que leerlo entero, y llevarlo a la oración. Dios hizo al hombre para la "vida", para «no mustiarse», para «dar fruto sabroso». La cuaresma también... (Noel Quesson).
2. Sal. 1. El salterio, dedicado especialmente a exaltar la Ley del Señor y a alabar a quienes la cumplen, y a maldecir a quienes la transgreden, se abre con este Salmo en el que se nos habla del camino del justo y del camino del malvado. Para el que ama la Ley de Dios y se goza en cumplir sus mandamientos: la dicha y el éxito; para el malvado la maldición que lo hará desaparecer como la paja barrida por el viento. Por medio de Cristo Jesús se nos ha abierto el Camino que nos conduce al Padre. Vamos hacia Él no como esclavos, sino como hijos. Tratemos de corregir nuestros caminos, que muchas veces pudieron desviarse hacia la maldad. Aprovechemos este tiempo de gracia para humillarnos ante el Señor y pedirle perdón; y Él tendrá compasión de nosotros.
3. También Jesús nos pone ante la alternativa. El camino que propone es el mismo que él va a seguir. Ya desde el inicio de la Cuaresma se nos propone la Pascua completa: la muerte y la nueva vida de Jesús. Ese es el camino que lleva a la salvación. Jesús va poniendo unas antítesis dialécticas que son en verdad paradójicas: el discípulo que quiera «salvar su vida» ya sabe qué tiene que hacer, «que se niegue a si mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo». Mientras que si alguien se distrae por el camino con otras apetencias, «se pierde y se perjudica a sí mismo». «El que quiera salvar su vida, la perderá. El que pierda su vida por mi causa, la salvará».No olvidemos que la Cuaresma es camino hacia la Pascua. Este misterio de muerte y vida llega a la existencia íntima del cristiano. El discípulo de JC debe abrazarse a la cruz para encontrar la vida. De nada sirve ganar el mundo si uno se pierde. Únicamente muriendo a nosotros mismos tendremos la senda de la libertad y de la alegría verdaderas (Misa dominical 1990).
“Si alguno quiere venir en pos de mi…” Jesús no es masoquista, no le gusta el dolor, no propone la mortificación como fin en sí mismo. Juan Pablo II nos indicaba pistas para entender mejor el mensaje: “En realidad, «negarse a sí mismo» y «tomar la cruz» equivale a asumir hasta el fondo la propia responsabilidad ante Dios y el prójimo. El Hijo de Dios ha sido fiel a la misión que le confió el Padre hasta derramar su propia sangre por nuestra salvación. A sus seguidores, les pide que hagan lo mismo, entregándose sin reservas a Dios y a los hermanos. Al acoger estas palabras, descubrimos cómo la Cuaresma es un tiempo de fecunda profundización en la fe. La Cuaresma tiene un elevado valor educativo, de manera particular, para los jóvenes, llamados a orientar con claridad su vida. A cada uno, Cristo les repite: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame». Cristo es exigente: “Quienes se ponen a la escucha del divino Maestro abrazan con amor su Cruz, que conduce a la plenitud de la vida y de la felicidad”.
Claro que el camino que nos propone Jesús -el que siguió él- no es precisamente fácil. Es más bien paradójico: la vida a través de la muerte. Es un camino exigente, que incluye la subida a Jerusalén, la cruz y la negación de sí mismo: saber amar, perdonar, ofrecerse servicialmente a los demás, crucificar nuestra propia voluntad: «los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias» (Ga 5,24). Pero es el camino que vale la pena, el que siguió él. La Pascua está llena de alegría, pero también está muy arriba: es una subida hasta la cruz de Jerusalén. Lo que vale, cuesta. Todo amor supone renuncias. En el fondo, para nosotros Cristo mismo es el camino: «yo soy el camino y la verdad y la vida». Celebrar la Eucaristía es una de las mejores maneras, no sólo de expresar nuestra opción por Cristo Jesús, sino de alimentarnos para el camino que hemos elegido. La Eucaristía nos da fuerza para nuestra lucha contra el mal. Es auténtico «viático», alimento para el camino. Y nos recuerda continuamente cuál es la opción que hemos hecho y la meta a la que nos dirigimos. «Que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras» (oración)… «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renúevame por dentro» (comunión; J. Aldazábal).
La salvación del género humano culmina en la Cruz, hacia la que Cristo encamina toda su vida en la tierra. Y es en la Cruz donde el alma alcanza la plenitud de la identificación con Cristo. Ese es el sentido más profundo que tienen los actos de mortificación y penitencia. Para ser discípulo del Señor es preciso seguir su consejo. No es posible seguir al Señor sin la Cruz. Unida al Señor, la mortificación voluntaria y las mortificaciones pasivas adquieren su más hondo sentido. No son algo dirigido a la propia perfección, o una manera de sobrellevar con paciencia las contrariedades de esta vida, sino participación en el misterio de la Redención. La mortificación puede parecer a algunos locura o necedad, y también puede ser signo de contradicción o piedra de escándalo para aquellos olvidados de Dios. Pero no nos debe extrañar, pues ni los mismos Apóstoles no siguen a Cristo hasta el Calvario, pues aún, por no haber recibido al Espíritu Santo, eran débiles.
En este primer anuncio de la pasión choca con un mundo que pretende bienestar y no sacrificio, rosas y no espinas; pero el camino cristiano no es de satisfacción casi animal, como aquella a la que aspiraba el necio de la parábola que se decía: descansa, come, bebe, pásalo bien (Lc. 12,19). Jesús nos convoca en el Calvario, para que nos entreguemos con El. Este es el único camino para alcanzar la felicidad en el Cielo y en la tierra, pues el que pierda su vida por mí -promete el Señor-, la encontrará (Mt. 16, 25). La mortificación está muy relacionada con la alegría, y cuando el corazón se purifica se torna más humilde para tratar a Dios y a los demás. La Cruz del Señor, con la que hemos de cargar cada día, no es ciertamente la que producen nuestros egoísmos, envidias o pereza. Esto no es del Señor, no santifica. En alguna ocasión encontraremos la Cruz en una gran dificultad, en una enfermedad grave y dolorosa, en un desastre económico, en la muerte de un ser querido. Sin embargo, lo normal será que encontremos la cruz de cada día en pequeñas contrariedades en el trabajo, en la convivencia; en un imprevisto que no contábamos, planes que debemos cambiar, instrumentos de trabajo que se estropean, molestias por el frío o calor, o el carácter difícil de una persona con la que convivimos. Hemos de recibir estas contrariedades con ánimo grande, ofreciéndolas al Señor con espíritu de reparación, sin quejarnos: nos ayudará a mejorar en la virtud de la paciencia, en caridad, en comprensión: es decir, en santidad. Además experimentaremos una profunda paz y gozo. Además de aceptar la cruz que sale a nuestro encuentro, muchas veces sin esperarla, debemos buscar otras pequeñas mortificaciones para mantener vivo el espíritu de penitencia que nos pide el Señor. Unas nos facilitarán el trabajo, otras nos ayudarán a vivir la caridad. No es preciso que sean cosas más grandes, sino que se adquiera el hábito de hacerlas con constancia y por amor de Dios. Digámosle a Jesús que estamos dispuestos a seguirle cargando con la Cruz, hoy y todos los días.
Decía San Josemaría, después de experiencias duras, al meditarlas al cabo de los años: “Tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón -lo veo con más claridad que nunca- es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios (...). Vale la pena clavarse en la Cruz, porque es entrar en la Vida, embriagarse en la Vida de Cristo”. Y escribía en su epacta: “in laetitia, nulla dies sine cruce! –¡con alegría, ningún día sin cruz!”. Rezan unos versos: "Corazón de Jesús, que me iluminas, / hoy digo que mi Amor y mi Bien eres, / hoy me has dado tu Cruz y tus espinas / hoy digo que me quieres". Jesús bendice con su cruz, pero la ayuda a llevar: "Me has dicho: Padre, lo estoy pasando muy mal. Y te he respondido al oído: toma sobre tus hombros una partecica de esa cruz, sólo una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella... déjala toda entera sobre los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite conmigo: Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno. Y quédate tranquilo".
Antes de cargar con nuestra “cruz”, lo primero, es seguir a Cristo. No se sufre y luego se sigue a Cristo... A Cristo se le sigue desde el Amor, y es desde ahí desde donde se comprende el sacrificio, la negación personal: «Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 25). Es el amor y la misericordia lo que conduce al sacrificio. Todo amor verdadero engendra sacrificio de una u otra forma, pero no todo sacrificio engendra amor. Dios no es sacrificio; Dios es Amor, y sólo desde esta perspectiva cobra sentido el dolor, el cansancio y las cruces de nuestra existencia tras el modelo de hombre que el Padre nos revela en Cristo. San Agustín sentenció: «En aquello que se ama, o no se sufre, o el mismo sufrimiento es amado».
En el devenir de nuestra vida, no busquemos un origen divino para los sacrificios y las penurias: «¿Por qué Dios me manda esto?», sino que tratemos de encontrar un “uso divino” para ello: «¿Cómo podré hacer de esto un acto de fe y de amor?». Es desde esta posición como seguimos a Cristo y como —a buen seguro— nos hacemos merecedores de la mirada misericordiosa del Padre. La misma mirada con la que contemplaba a su Hijo en la Cruz.
“Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará”. Como a san Pedro –a quien el Señor tuvo que reprender por no entender estas palabras- también a nosotros nos cuesta entender esta paradoja de la cruz, de perder la vida: los planes de salvación muchas veces aparecen oscuros a nuestra inteligencia, son planes subversivos a nuestro podo de pensar, a la lógica del mundo y de la vida a la que tendemos en nuestra comodidad, pero es necesaria esta reacción sobrenatural, esta corrección del ángulo, de la perspectiva de todo lo creado, para alcanzar el corazón de Dios, no son anti-naturales los planes divinos sino pobres nuestros esquemas humanos, es un riesgo acogernos a la fe en Jesús, pero él vuelca la situación: ese morir es en realidad un camino a la vida auténtica, aquí en la tierra, y también camino a la a la felicidad del cielo para siempre. ¡Cuántos calvarios hay en el mundo, por no querer tomar el suave yugo de la cruz! Seguir a Cristo no es fácil, pues es encontrarse con su cruz, su propuesta pide entrega, correspondencia, sacrificios…
Como siempre, son los ejemplos los que mejor muestran el misterio, como el de Tomás Moro. En determinadas ocasiones ser coherente con la propia conciencia puede ser algo heroico. La etapa histórica que le tocó vivir en la Inglaterra del siglo XVI fue dura: someterse a las presiones del rey Enrique VIII (respecto a la aprobación del divorcio con su mujer Catalina de Aragón y aceptar un nuevo matrimonio real con Ana Bolena), o morir. Muchos eclesiásticos ingleses cedieron. La propia familia de Tomás Moro intentó persuadirle de que diera su consentimiento para salvar la vida. Moro, ex- Lord Canciller de Inglaterra, intentó primero no opinar, pero su silencio era acusación para el rey, por eso le pusieron entre la espada y la pared, hasta que dijera su pensamiento. Su palabra era más fuerte que la de todos, querían doblegarle o matarle. Es una imagen de Jesús, un mártir. En la película “Un hombre para la eternidad” se relata bien la grandeza de su conciencia, que no se doblega ante ningún poder humano, siempre abierta a Dios. Hemos podido ver también al Papa Juan Pablo II como un heraldo de la Verdad, el que Dios ha puesto en un mundo fracturado y atribulado, para hacer resplandecer el sentido de Dios, como quien da auténtico sentido al hombre.
La paradoja del seguimiento de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?» (Lc 9,25). Palabras que hicieron santo a Francisco Javier, «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame». Lo confiamos al Señor desde la antífona e entrada: «Cuando invoqué al Señor, Él escuchó mi voz, rescató mi alma de la guerra que me hacían. Encomienda a Dios tus afanes, que Él te sustentará» (cf. Sal 54,17-20.23). Colecta (del Misal anterior, antes Gregoriano): «Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en Ti como en su fuente, y tienda siempre a Ti como a su fin». Postcomunión: «Favorecidos con el don del Cielo te pedimos, Dios Todopoderoso, que esta Eucaristía se haga viva realidad en nosotros y nos alcance la salvación».
San León Magno nos dice: «Es necesario, amadísimos, para adherirnos inseparablemente a este misterio [el de la cruz de Cristo] hacer los mayores esfuerzos del alma y del cuerpo; porque, si es malo permanecer ajeno a la solemnidad pascual, es aún peor asociarse a la comunidad de los fieles sin haber participado antes en los sufrimientos de Cristo. El Señor ha dicho: “quien no toma su cruz y me sigue no es digno de Mí” (Mt 10,38). «Y añade San Pablo: “si participamos en sus sufrimientos, también participaremos en su Reino” (Rom 8,17; 1 Tim 2,12). Así, pues, el mejor modo de honrar la pasión, muerte y resurrección de Cristo es sufrir, morir y resucitar con Él... Por eso, cuando alguien se da cuenta que sobrepasa los límites de las disciplina cristiana y que sus deseos van hacia lo que le haría desviar del camino recto, que recurra a la cruz del Señor y clave en ella lo que le lleva a la perdición».
La cercanía del amor a la cruz es esencial a la vida cristiana. Jesús amor, en medio de un mundo de pecado, origina la oposición y el rechazo. Toda la razón de ser de Jesús es amar, su misión es amar y dar la vida a los hombres. Pero el pecado de los hombres unirá esta misión a la muerte. Dios quiere que su Hijo sufra; pues quiere que ame y dé la vida por todos (Is 53.) La muerte de Jesús no es la meta, es sólo el paso para la "Vida". Como Jesús, los discípulos deben amar, vivir para los demás, en medio del egoísmo del mundo. Esto es dar la vida, enterrarse cada día en el don teniendo como apoyo la esperanza. Dar la vida, morir, es vivir para el cristiano. Es realizarse en el don total, enterrarse en el surco, en la esperanza de una primavera que está más allá de nuestra muerte. Este vivir en la muerte es duro cuando se piensa en el camino de los triunfalismos. Es más fácil destruir a los otros que construirlos, cuando la condición para ello es la propia muerte. El vivir cristiano es una continua cercanía a la cruz. Morir es vivir, ganar el mundo es perderlo, amar la propia vida es odiarse. Sólo el que se abraza con la muerte por el amor a los otros pasa más allá de la muerte y entra en la vida de Aquél que venció a la muerte (“Comentarios bíblicos).
Este pasaje, íntimamente ligado al anuncio de la Pasión, contiene el enunciado de las condiciones para seguir a Jesús por el nuevo camino que se prepara a recorrer. Jesús no se ha limitado a mostrar la necesidad escatológica de sus propios sufrimientos; ha preparado también a los discípulos para aceptar de la misma forma una vida de pruebas. Para ilustrar estas enseñanzas, Lucas ha compuesto en torno a este tema una especie de antología, un tanto artificial, de sentencias de Cristo. Los verbos renunciar, cargar con la cruz, seguir a Cristo son sinónimos. Designan, cada uno a su manera, en qué consiste lo esencial de la vida cristiana. Hay que renunciar a toda seguridad personal y aceptar los consejos del Maestro (sentido rabínico de la expresión: "seguir a alguien"), no sólo en teoría sino en la práctica de la vida ("llevar su cruz"). Esa solidaridad con Jesús implicará una participación activa en su resurrección y en su reino escatológico. Así termina para todo cristiano el misterio pascual: lo que Cristo vive muriendo y resucitando se convierte en condición de todos sus discípulos, que han de portar su cruz para vivir con Él en la gloria (Maertens-Frisque).
Seguir a Jesús se identifica con perder la vida. En un lenguaje evidentemente cristiano, la iglesia representa simbólicamente esa actitud con la exigencia de cargar la cruz de cada día. El gesto de Jesús que sube con su cruz hacia el Calvario y muere aplastado por su peso se convierte en la verdad universal, el principio de interpretación en que se basa toda nuestra historia. Los modelos de las viejas religiones de la tierra ya no sirven. Por eso la grandeza del hombre no consiste en trascender la finitud de la materia, subiendo hasta la altura del ser de lo divino (mística oriental) ni consiste en identificarnos sacramentalmente con las fuerzas de la vida que laten en la hondura radical del cosmos (religión de los misterios) ni es perfecto quien cumple la ley hasta el final (fariseísmo) ni el que pretende escaparse del abismo de miseria del mundo, en la esperanza de la meta que se acerca (apocalíptica)... Frente a todos los posibles caminos de la historia de los hombres, Jesús nos ha trazado su camino: "El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo". Cargar la cruz de Jesús significa escuchar su mensaje del reino, adoptar su manera de ser y cumplir hasta el final la urgencia de su ejemplo: ofrecer siempre el perdón, amar sin limitaciones, vivir abiertos al misterio de Dios y mantenerse fieles, aunque eso signifique un riesgo que nos pone en camino de la muerte. Desde esta exigencia, la iglesia se definirá como el conjunto de los hombres que se mantienen unidos en el recuerdo de Jesús y han tomado su gesto personal como la norma de conducta. En esta perspectiva es imposible dictar unas leyes de moral objetiva a la que todos deban someterse. La verdadera ley (la norma final) es siempre el Cristo: su mensaje de evangelio y su camino de amor hasta la muerte. Sobre ese fondo, la ley de Jesús se puede traducir de la siguiente forma: se gana en realidad aquello que se pierde, es decir, lo que se ofrece a los demás, aquello que se sacrifica en bien del otro. Por el contrario, todo aquello que los hombres retienen para sí de una manera cerrada y egoísta lo han perdido. La concreción de esta manera de vida es el "Calvario": resucita lo que ha muerto en bien del otro. No olvidemos que toda esta ley de la existencia cristiana se formula y tiene sentido como expansión de la verdad de Cristo. Sin su muerte y resurrección todas estas palabras no serían más que un sueño sin sentido (Edic. Marova).
La cruz es el camino hacia la plenitud de la vida, y la condición indispensable para seguir a Jesús. -Jesús decía a sus discípulos: "Es preciso que el Hijo del Hombre padezca mucho y que sea rechazado por los ancianos, y por los príncipes de los sacerdotes, y por los escribas y sea muerto y resucite al tercer día. Desde el segundo día de cuaresma, la liturgia nos sitúa delante de lo esencial de la cuaresma: es una subida hacia la Pascua... una marcha hacia la vida en plenitud... una ascensión hacia las cumbres de la alegría, del gozo... Dios se propone que tengamos vida, felicidad... Pascua está al final del camino. Yo voy hacia la Pascua. Pero el camino es la cruz, es el sufrimiento y la renuncia. Un solo modelo, un solo principio, un solo esfuerzo cuaresmal: imitar a Jesús, seguir el camino que El siguió. De ahí la importancia primordial de la oración, de la meditación, para poner realmente a Cristo ante nuestros ojos, en nuestros corazones y en nuestras vidas.
-“Si alguno quiere venir en pos de mí...” Tú has sido el primero en pasar por ello, Señor. Quisiera vivir esos cuarenta días a tu lado, contigo "siguiéndote". Imagino que me dies: -"En verdad ¿quieres acompañarme? -Bien lo quisiera, Señor. Dame ánimo y valor para ello. -Niéguese a sí mismo... -Es verdad, paso demasiado tiempo "pensando en mí"; y sin embargo sé muy bien que esa postura es contraria al amor. Amar es olvidarse... no pensar más en sí mismo... ser y vivir para los demás. Dios es amor. Por esto renunció a sí mismo, por amor nuestro. "No hay amor mayor que el de dar la vida por aquellos que ama". "Siendo de condición divina no quiso ávidamente mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó...". Jesús es el hombre que de una manera total, definitiva e infinitamente, ha renunciado a sí mismo... para estar total, definitiva e infinitamente vuelto hacia los demás.
Jesús vuelto hacia el Padre. Jesús vuelto hacia sus hermanos. -Tome cada día su cruz... Amar es crucificante... pero es también expansionante. Paradoja de la cruz. Vivir según el evangelio no es una vida "en agua de rosas": es una vida que requiere valentía, energía, vigor, ascesis. -Y me siga..¡Tú caminas delante, Señor! Tú, el primero, has renunciado a ti mismo. -Tú me dices: "No es en broma que Yo te he amado." -Lo sé. Y yo ¿qué seré capaz de hacer, en cambio? -Quien quisiere salvar su vida la perderá; Pero quien perdiere su vida por amor a mí, la salvará. ¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si él se pierde y se condena? El sacrificio no es pues un valor en sí mismo. No se trata de renunciar por el placer de renunciarse. La renuncia es negativa. Su finalidad es positiva: se trata de "salvarse"...El hombre no se expansiona sino dándose, renunciando a sí mismo, pero la renuncia conduce a la expansión, en plenitud (Noel Quesson).
Hemos comenzado el tiempo de gracia que es la Cuaresma. La Iglesia, Madre y Maestra, nos va preparando para la Pascua. Con el Evangelio de hoy nos habla de dos temas complementarios: nuestra cruz de cada día y su fruto, es decir, la Vida en mayúscula, sobrenatural y eterna.
Nos ponemos de pie para escuchar el Santo Evangelio, como signo de querer seguir sus enseñanzas. Jesús nos dice que nos neguemos a nosotros mismos, expresión clara de no seguir «el gusto de los caprichos» —como menciona el salmo— o de apartar «las riquezas engañosas», como dice san Pablo. Tomar la propia cruz es aceptar las pequeñas mortificaciones que cada día encontramos por el camino.
Nos puede ayudar a ello la frase que Jesús dijo en el sermón sacerdotal en el Cenáculo: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta; y todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto» (Jn 15,1-2). ¡Un labrador ilusionado mimando el racimo para que alcance mucho grado! ¡Sí, queremos seguir al Señor! Sí, somos conscientes de que el Padre nos puede ayudar para dar fruto abundante en nuestra vida terrenal y después gozar en la vida eterna.
Jesús, el Mesías e Hijo de Dios, no es reconocido como tal sino cuando, después de padecer por nosotros, se levantó victorioso sobre la muerte. Sólo hasta entonces hemos conocido el amor que Dios nos tiene, pues, siendo pecadores, nos envió a su propio Hijo para que, quienes creamos en Él, en Él obtengamos la reconciliación que nos salva. Pero no basta reconocer con la mente que Jesús es nuestro Dios y Salvador. Es necesario tomar nuestra cruz de cada día e ir tras sus huellas. El Señor quiere hacernos partícipes de la Gloria que, como a Hijo unigénito, le pertenece. Pero no podemos quedarnos sentados gozando egoístamente la Salvación que de Dios hemos recibido. El Señor nos ha enviado a proclamar la Buena Nueva de salvación a todos los pueblos; y para eso es necesario hacer nuestras las angustias, tristezas, miserias, pobrezas y pecados de los demás para esforzarnos, con la Fuerza del Espíritu Santo que habita en nosotros, en trabajar para que el Reino de Dios vaya haciendo de nuestro mundo un mundo más libre de todas esas esclavitudes, y, por tanto, un verdadero inicio del Reino de Dios entre nosotros. Dios no nos llamó para la muerte, sino para la vida. Sabiendo que el salario del pecado es la muerte, Dios nos envió a su propio Hijo para rescatarnos del pecado y de la muerte. En esto se ha manifestado el gran amor que Dios nos tiene. Hoy nos reunimos para celebrar este misterio de su amor por nosotros. El Memorial de su Muerte y Resurrección nos recuerda que el Señor con su muerte nos perdonó nuestros pecados, y con su resurrección nos dio nueva vida. Participar de la Eucaristía nos debe llevar a aceptar, con gran amor, esta oferta de salvación que Dios nos hace. Quienes hemos venido a entrar en comunión de vida con el Señor no podremos volver a nuestras actividades diarias cargados de pecado, ni generando signos de muerte. Si el Espíritu de Dios está con nosotros, si su Vida es nuestra vida, seamos portadores de vida y trabajemos esforzadamente para que el amor de Dios llegue a todos y para que también en ellos se haga realidad el Plan de Salvación de Dios. En la vida nos encontramos con dos realidades bien definidas: El camino de la vida, por el que todos aspiramos; y el camino de la muerte, contra el que todos luchamos. Contemplamos nuestra realidad, tal vez con algunos, o con muchos lados oscuros a causa del egoísmo del ser humano. Contemplamos nuestro futuro realizado como un lugar de paz, de fraternidad, de luz nacida de un auténtico amor. Queremos encaminar hacia él nuestros pasos. Sin embargo, ante el deseo de paz y de felicidad, somos conscientes de que mentes guiadas por ansias de un mayor poder económico, han tratado de trastocar el auténtico anhelo de felicidad que anida en el corazón del hombre. Muchos han confundido, así, la felicidad con el poseer lo pasajero, y se han vuelto en compradores compulsivos de cosas que, finalmente les continúan dejando el corazón vacío. Jesucristo nos ha enseñado, no sólo con palabras, sino con su propio ejemplo, que el camino de la felicidad, el camino de la vida se encuentra en la capacidad de relacionarnos con los demás y de vivir fraternalmente unidos por el amor. Por eso hemos de aprender a ir tras las huellas de Cristo, cargando nuestra cruz de cada día. Quien vaya por un camino diferente al del amor que Cristo nos ha mostrado, en lugar de dar vida dará muerte; se convertirá en un destructor, a pesar de que ore al Señor, pues una oración sin compromiso con la realidad, es una oración inútil. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de vivir con amor la fe que en Él hemos depositado. Que nos fortalezca para que, guiados por su Espíritu, nuestros pasos se encaminen siempre por el camino del bien, de la verdad, del amor y de la paz (www.homiliacatolica.com). San Ignacio guiaba a san Francisco Javier con las palabras del texto de hoy: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mc 8,36). Así llegó a ser el patrón de las Misiones. Con la misma tónica, leemos el último canon del Código de Derecho Canónico (n. 1752): «(...) teniendo en cuenta la salvación de las almas, que ha de ser siempre la ley suprema de la Iglesia». San Agustín tiene la famosa lección: «Animam salvasti tuam predestinasti», que el adagio popular ha traducido así: «Quien la salvación de un alma procura, ya tiene la suya segura». La invitación es evidente. María, la Madre de la Divina Gracia, nos da la mano para avanzar en este camino (muchos textos están tomados de mercaba.org).

sábado, 28 de enero de 2012

Domingo IV del Tiempo ordinario, ciclo B: Jesús es el profeta que nos trae la Palabra de Dios, para poderla hacer vida en nosotros y participar de est

Domingo IV del Tiempo ordinario, ciclo B: Jesús es el profeta que nos trae la Palabra de Dios, para poderla hacer vida en nosotros y participar de esta nueva Vida

Deuteronomio 18,15-20: Habló Moisés al pueblo diciendo: El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo, de entre tus hermanos. A él le escucharéis. Es lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb, el día de la asamblea: «No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios, ni quiero ver más ese terrible incendio; no quiero morir.»
El Señor me respondió: «Tienen razón; suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande. A quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas. Y el profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, es reo de muerte..»

Salmo 94,1-2.6-7.8-9: R/. Ojalá escuchéis hoy su voz; no endurezcáis vuestros corazones.
Venid, aclamemos al Señor, / demos vítores a la Roca que nos salva; / entremos en su presencia dándole gracias, / vitoreándole al son de instrumentos.
Entrad, postrémonos por tierra, / bendiciendo al Señor, creador nuestro. / Porque él es nuestro Dios / y nosotros su pueblo, / el rebaño que él guía.
Ojalá escuchéis hoy su voz: / «No endurezcáis el corazón como en Meribá, / como el día de Masá en el desierto: / cuando vuestros padres me pusieron a prueba / y me tentaron, aunque habían visto mis obras.»

Primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 7,32-35. Hermanos: Quiero que os ahorréis preocupaciones: el célibe se preocupa de los asuntos del Señor, buscando contentar al Señor; en cambio, el casado se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su mujer, y anda dividido. Lo mismo, la mujer sin marido y la soltera se preocupan de los asuntos del Señor, consagrándose a ellos en cuerpo y alma; en cambio, la casada se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su marido. Os digo todo esto para vuestro bien, no para poneros una trampa, sino para induciros a una cosa noble y al trato con el Señor sin preocupaciones.

Evangelio según San Marcos 1,21-28: Llegó Jesús a Cafarnaún y, cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad. Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios». Jesús lo increpó: «Cállate y sal de él». El espíritu inmundo se retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundo les manda y le obedecen». Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.

Comentario: 1. Dt 18, 15-20: Después de haber hablado sobre el rey y sobre el sacerdote, pasa a hablar sobre el profeta. Este tema está introducido por una prescripción que prohíbe a Israel recurrir a la adivinación, como lo hacen los paganos (Dt 18,9-14). En efecto, para los hebreos el único medio de conocer la voluntad de Dios será recurriendo a los profetas (vv. 15-20). El pasaje termina enunciando los criterios que permiten reconocer al verdadero profeta (Dt 18,21-22). El Dt difiere de otros documentos del Pentateuco cuando presenta a Moisés como profeta (vv. 15.18; cf. Dt 34,10-12). La mediación profética es subrayada, en una época en que la realeza y el sacerdocio pasan por una grave crisis y en la que los profetas son los únicos que proclaman la voluntad de Dios, el regreso a las fuentes de la Ley y la constitución de un pueblo en torno a la Palabra. El profeta es más sensible a las instancias nuevas, a los casos imprevistos. Su Dios es un Dios del cambio, de la novedad, y tiene el poder de transformar sus palabras en actos: Moisés es realmente un profeta, y el autor, que escribe probablemente en el tiempo de los grandes profetas de Israel, sabe lo que dice cuando considera a Moisés como de mayor importancia que ellos (cf. Dt 34,10). Habrá que esperar la llegada de Jesús (Hch 3,33; 7,37) para encontrar un profeta más importante que Moisés, que libre la palabra del sacerdocio y del político para hacerla presencia activa de Dios en el seno de la realidad más cotidiana (Maertens-Frisque).
"Pediste al Señor tu Dios: "No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios". A la hora de la teofanía del Sinaí, ante los truenos, los relámpagos y el terrible incendio, el pueblo se asustó y dijo a Moisés: "No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios; no quiero morir" (Ex 20,18-19). "En diversas ocasiones y de muchas maneras Dios antiguamente había hablado a los padres por boca de los profetas; pero ahora, en estos días que son los últimos, nos ha hablado a nosotros en la persona del Hijo" (Hb 12,1-2) leíamos por Navidad. En él "se ha revelado el amor de Dios que quiere salvar a todos los hombres (...); la bondad de Dios, nuestro salvador, y el amor que tiene a los hombres" (Tt 2,11; 3,4). El pueblo esperaba un Profeta como Moisés (cf Jn 1,21). Pero la realidad sobrepasa la profecía. Nosotros vemos a Dios y le escuchamos en Jesús (J. Totosaus).
2. Sal 94: Jesús quiso revivir el tiempo del desierto, lugar de la prueba, lugar de la tentación y del desafío a Dios ("Meribá y Masá" Éx 17,1-7; Núm 20,1-13). Durante 40 días, evocando los 40 años de la larga peregrinación en el desierto, Jesús fue tentado. Y las tres formas concretas de esta tentación eran precisamente las mismas del pueblo de Israel: la tentación del hambre, la tentación de los ídolos, la tentación de los signos milagrosos. Un día u otro, son las tentaciones de cualquier hombre. "Durante 40 años esa generación me ha decepcionado". Esta palabra "generación", tomada en sentido peyorativo (como si se dijera "ralea"), la utilizó Jesús con el mismo sentido condenatorio de este salmo. "¿Por qué esta generación pide un signo? No se dará ningún signo a esta generación" (Mc 8,12). "Generación mala y adúltera que pide un signo" (Mt 12,39). "Generación incrédula, ¿hasta cuándo estaré con vosotros?" (Mc 9,19). "El rebaño guiado por su mano". Este tema del "pastor", Jesús lo utilizó también: "Yo soy el buen pastor"... (Jn 10). "Viendo las muchedumbres, se llenó de compasión hacia ellas porque las veía como ovejas sin pastor" (Mt 9,36). La imagen de la "roca" es la roca sólida que Jesús utilizó varias veces. "El hombre que escucha la palabra de Dios se parece a quien construye su casa sobre la roca" (Mt 7,24). Hoy renovamos con alegría la invitación: “venid, entrad, cantemos con alegría, aclamemos”. "¡Nadie es una isla!" Después de largos siglos de individualismo, el mundo actual redescubre los valores comunitarios. El gran anonimato de las ciudades causa una soledad que por contraste, hace desear "estar con" los demás. La liturgia actual se esfuerza por valorizar la participación comunitaria. Nunca deberíamos olvidar que si la Iglesia nos convoca a la misma hora, en el mismo lugar, no es para hacer una oración individual (por indispensable que ella sea, pero en horas distintas), sino para una oración "juntos": ¡venid, entrad, cantad con alegría, aclamad, cantad! Esto explica, por qué los monjes de madrugada, se invitan unos a otros a la alabanza común. Dejémonos llevar por la oración de los demás. No seamos de aquellos que rechazan esta invitación y se encierran en su aislamiento piadoso. Inclinaos, prosternaos. En oriente hay quizá más conciencia de lo sagado, necesidad de prosternarse, de adorar. ¿Hemos acaso olvidado en Occidente, este gesto casi universal de las religiones? Hay que hacerlo, para experimentar toda la carga afectiva: "Dime ante quién te inclinas"... "Dime a quién reconoces superior a ti"... Lo sabemos muy bien, un gesto es más verdadero y comprometedor que una palabra. Pero por desgracia, nuestra cultura occidental nos ha desencarnado... Pese a la célebre advertencia de Pascal: "Quien quiere hacer el ángel, hace la bestia".
La Alianza:... "El es nuestro Dios, nosotros somos su pueblo"... "¿Lo escucharemos?" "La Alianza", anillo recíproco que llevan los esposos, símbolo corporal de pertenencia mutua. Palabra clave de la Biblia. Audacia extraordinaria del hombre religioso que imagina su relación con Dios en términos de desposorio. Aventura extraordinaria de Dios, totalmente otro, que se une amorosamente a un pueblo, a pobres humanos. Esto garantiza vivir la fe como una relación de amor. Pero ilumina también el estado del matrimonio, haciendo de él un "sacramento" de fe. Los valores esenciales del amor humano son también valores fundamentales de la fe. "No me abandones, no me abandones" dice la canción, exigencia de fidelidad. "Escúchame, escúchame pues", forma concreta que toma el amor. "Tú me has defraudado, has cerrado tu corazón", el amor es también fuente de sufrimiento y decepciones . El pecado como "infidelidad", negación a escuchar". El "tú" de reproche que aparece al final del salmo: es el signo de un amor herido. Tal es, efectivamente, la verdadera dimensión del pecado. Se reduce considerablemente el mal cuando se limita a la simple transgresión de una ley, cuando se sitúa en relación a un mandamiento. Cuando se queda al nivel de lo permitido y lo prohibido. Para el hombre religioso, la moral no es solamente un sistema de normas de funcionamiento de la sociedad humana, es uno de los elementos de la relación con Dios. El mal "alcanza" a Dios,"frustra" a Dios. En lugar de acusar a Dios, de lanzarle "un desafío", por el problema del mal existente en el mundo, debemos comprender que el mal es contrario al plan de Dios, que El es el primero que sufre, como un artesano que ve desbaratarse su obra, como un esposo ridiculizado.
Hoy. La Iglesia nos propone recitar este salmo cada mañana, esto no es mera casualidad. La invitación a la alegre alabanza del comienzo, es una invitación diaria. La advertencia severa de resistir a la tentación, es también una invitación positiva: Hoy... todo es posible. El pasado es pasado... El mal de ayer se acabó. Una nueva jornada comienza (Noel Quesson). "Ojalá escuchéis hoy su voz" (Sal 94,8). El salmo, del cual se ha tomado la Palabra de vida, nos recuerda que nosotros somos el pueblo de Dios y que él nos quiere guiar, como hace un pastor con su rebaño, para introducirnos en la tierra prometida. El, que nos ha pensado desde siempre, sabe cómo tenemos que caminar para vivir en plenitud, para alcanzar nuestro verdadero ser. En su amor nos sugiere qué hacer, qué no hacer y nos señala el camino a seguir. Dios nos habla como a amigos porque quiere introducirnos en la comunión con Él. Si uno escucha su voz -dice nuestro salmo en su conclusión-, entrará en el "reposo" de Dios, es decir, en la tierra prometida, en la alegría del Paraíso. Jesús es el buen pastor al que hemos de escuchar su voy… Dios le hace sentir su voz a cada uno. Nos lo recuerda el Concilio Vaticano II: "En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo pero a la cual debe obedecer y, cuya voz, lo llama siempre que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal; cuando es necesario le dice claramente a los sentidos del alma: haz esto, evita aquello. En realidad el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón…" ¿Qué tenemos que hacer cuando Dios habla a nuestro corazón? Simplemente tenemos que ponernos a la escucha de su Palabra sabiendo que, en el lenguaje bíblico, escuchar significa adherir enteramente, obedecer, adecuarse a lo que se nos dice. Es como dejarse tomar de la mano y hacerse guiar por Dios. Podemos confiarnos a Él como un niño que se abandona en los brazos de la madre y se deja llevar por ella. El cristiano es una persona guiada por el Espíritu Santo. "Ojalá escuchéis hoy su voz"… Enseguida después de estas palabras el salmo continua: "No endurezcáis el corazón". También Jesús ha hablado muchas veces de la dureza del corazón. Se puede oponer resistencia a Dios, uno puede cerrarse a Él y negarse a escuchar su voz. El corazón duro no se deja plasmar. A veces no se trata ni siquiera de mala voluntad. Es que cuesta reconocer "esa voz" en medio de muchas otras voces que resuenan dentro. Muchas veces el corazón está contaminado de demasiados ruidos ensordecedores: son inclinaciones desordenadas que conducen al pecado, la mentalidad de este mundo que se opone al proyecto de Dios, las modas, los "slogan" publicitarios. Sabemos lo fácil que resulta confundir las propias opiniones, los propios deseos con la voz del Espíritu en nosotros y lo fácil que es, por consiguiente, caer en caprichos y en lo subjetivo. Nunca tengo que olvidar que la Realidad está dentro de mí. Tengo que hacer callar todo en mí para descubrir la voz de Dios. Y tengo que extraer esa voz como se rescata un diamante del barro: limpiarla, sacarla a relucir y dejarse guiar por ella. Entonces también podré ser guía para otros, porque esa voz sutil de Dios que empuja e ilumina, esa linfa que sube del fondo del alma, es sabiduría, es amor y el amor se debe dar.
“Ojalá escuchéis hoy su voz"… ¿Cómo afinar la sensibilidad sobrenatural y la intuición evangélica para estar en condiciones de percibir las sugerencias de esa voz? Antes que nada, es necesario reevangelizarse constantemente acudiendo a la Palabra de Dios, leyendo, meditando, viviendo el Evangelio, para ir adquiriendo, cada vez más, una mentalidad evangélica. Aprenderemos a reconocer la voz de Dios dentro de nosotros en la medida en que aprendamos a conocerla de los labios de Jesús, Palabra de Dios hecha hombre. Y esto se lo puede pedir con la oración. Luego deberemos dejar vivir al Resucitado en nosotros, renegando a nosotros mismos, haciéndole la guerra al egoísmo, al "hombre viejo" que está siempre al acecho. Esto requiere una gran inmediatez a decir que no a todo lo que va contra la voluntad de Dios y a decirle sí a todo lo que Él quiera; no a nosotros mismos en el momento de la tentación, cortando de inmediato con sus insinuaciones y sí a las tareas que Él nos ha confiado, sí al amor hacia todos los prójimos, sí a las pruebas y a las dificultades que encontramos. Podemos, finalmente, identificar más fácilmente la voz de Dios si tenemos al Resucitado en medio de nosotros, es decir, si amamos hasta la reciprocidad, creando en todas partes oasis de comunión, de fraternidad. Jesús en medio de nosotros es como el altavoz que amplifica la voz de Dios dentro de cada uno, haciéndola escuchar más claramente. También el apóstol Pablo enseña que el amor cristiano, vivido en la comunidad, se enriquece siempre más en conciencia y en todo tipo de discernimiento, ayudándonos a reconocer siempre lo mejor. Entonces nuestra vida estará como entre dos fuegos: Dios en nosotros y Dios en medio de nosotros. En este horno divino nos formamos y nos entrenamos a escuchar y seguir a Jesús. Una vida guiada en todo lo posible por el Espíritu Santo resulta hermosa: tiene sabor, tiene vigor, tiene mordiente, es auténtica y luminosa (Chiara Lubich).
Hablando con niños sobre los Evangelios de la Misa de estos días, veíamos que Dios pone pistas en nuestro corazón, como en la búsqueda de un tesoro o –salvando las distancias- las películtas tipo “Piratas del Caribe”, las pistas que ofrece Dios son para seguirlas y luchar en estos puntos, y vencer en una pelea en algún punto (sonreír ante las dificultades, evitar discusiones con sentido del humor, acabar un trabajo hasta los últimos detalles…) y así, después de una batalla se nos muestra otra pista, para seguir adelante esta aventura del amor, en la medida que hacemos oración facilitamos la labor del Señor para intuir esta pista, y al cumplirla se nos ofrece la siguiente pista, cada vez más interesante pues nos aproxima más a la meta que es participar de los sentimiento del corazón de Jesús.
También nos ayuda la oración para ver esa voz divina en las circunstancias de nuestro hoy. Por ejemplo, en un mundo en crisis económica, el que nos falten algunas cosas puede suponer un revulsivo para no caer en la esclavitud del tener. Es una oportunidad de oro para que todos nos eduquemos sin la idea de que las cosas se pueden conseguir de forma inmediata y sin esfuerzo, que cuando se rompe algo se repone enseguida comprándolo nuevo, sin ni siquiera considerar arreglarlo, que con dinero se compra todo o casi todo... a veces se comenta lo deprimida que está la gente en estos países del primer mundo y cómo cuesta renunciar a lo más superfluo de lo superfluo (ir a esquiar, estudiar fuera, blanquearse los dientes, cambiar de coche o de ordenador, la segunda residencia, la empleada doméstica fija, las extraescolares de los niños...). Mientras, en sitios más pobres de América, África o Asia se nota la providencia divina más cercana, y se valora más lo poco que se tiene, hay una alegría de vivir…, que ya sabemos que no está en el tener sino en el amar.
3. 1 Cor 7,32-35: el celibato por el Reino. A ejemplo de Jesús, san Pablo también quiso poder entregarse totalmente a Dios y anunciar su mensaje; e invita a otros a hacer lo mismo. El hombre ha sido creado en cuerpo y espíritu con vistas al matrimonio (Gén 1,27.31). Y sin embargo, hay hombres y mujeres cristianos que con pleno conocimiento y libertad, y con gran alegría, renuncian de por vida al matrimonio. Lo hacen «por amor al Reino de los Cielos» (Mt 19,12). El «celibato» es siempre por motivos divinos, la «virginidad cristiana» es por causa de una vocación apostólica y por tanto fecunda, en la que se vive la paternidad y maternidad de otro modo, no biológico sino espiritual pero no por eso menos profundo. Así habló Jesús: «Hay hombres que se quedan sin casar por causa del Reino de los Cielos. El que puede aceptar esto, que lo acepte» (Mt 19,12). El Apóstol Pablo hace entender que en su tiempo ya había algunos creyentes que vivieron como vírgenes por un tiempo para dedicarse a la oración (1Cor. 7, 5). También dice el Apóstol que el cuerpo no está sólo destinado para la unión sexual, sino también para dar testimonio de Dios: «El cuerpo es para el Señor, y el Señor para el cuerpo. Y así como Dios resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros por su poder... ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?» (1 Cor 6,13-15). Y en el texto de hoy Pablo habla de la virginidad como un estado mejor que el matrimonio, porque este estado de vida expresa más claramente la entrega total al Señor. Esto no es un mandato del Señor, dice Pablo (1 Cor 7, 25), sino una llamada personal de Dios, un carisma o un don del Espíritu Santo (1 Cor 7,7) y, como dice Jesús, esto no todos lo pueden entender. La virginidad es un signo del mundo que vendrá. Los que permanecen vírgenes en este mundo están despegando de este mundo (1 Cor 7,27) y esperan al Esposo y al Reino que ya vienen, según la parábola de las diez vírgenes (Mt 25,10). Su vida, su virginidad, es un «signo permanente» del mundo que vendrá, es signo visible del estado de resurrección, de la nueva creación, del mundo futuro donde no habrá matrimonio, y donde seremos semejantes a los ángeles y a los hijos de Dios (Lc 20,35-36).
El ejemplo de Jesús es iluminante para nuestra vida: no se casó, no tuvo hijos, no hizo una fortuna. El, que nada poseía, trajo al mundo tesoros que no destruyen ni el moho ni la polilla. El, que no tuvo mujer, ni hijos, era hermano de todos y entregó su vida por todos. Además, Jesús invitó a sus discípulos a seguirlo hasta lo último. Al joven rico, no le pidió solamente que cumpliera los mandamientos de la ley; le pidió un despojo total para seguirlo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres, y entonces tendrás riquezas en el cielo; luego ven y sígueme» (Mt 19,21). «Todos los que han dejado sus casas, o sus hermanos o hermanas, o padre, o madre, o esposa, o hijos, o bienes terrenos, por causa mía, recibirán la vida eterna» (Mt 19,29). María, la Madre de Jesús, es la única mujer del Nuevo Testamento a quien se aplica, casi como un título de honor, el nombre de «virgen» (Lc 1,27; Mt 1,23). Por su deseo de guardar su virginidad (Lc 1,34), María asumía la suerte de las mujeres sin hijos, pero lo que en otro tiempo era humillación iba a convertirse para ella en una bendición (Lc 1, 48). Desde antes de su concepción virginal, María tenía la intención de reservarse para Dios. En María apareció en plenitud la virginidad cristiana.
El Apóstol Pablo, un hombre apasionado por predicar el mensaje de la salvación, no quiso, como los predicadores de su tiempo, ir acompañado de una esposa (1 Cor 9,4-12). Además Pablo invitó a otros a seguir este estado de vida y dice: «Yo personalmente quisiera que todos fueran como yo» (1 Cor 7,7). El Apóstol vio que su vida como célibe le daba mayor disponibilidad de tiempo y una mayor libertad para la predicación. Vio que el celibato le daba más tiempo para el servicio de Dios y de sus hermanos (1 Cor 7,35). Seguramente los apóstoles y muchos discípulos siguieron esta forma de vida; recordamos las palabras de Pedro: «Señor, nosotros hemos dejado todo lo que teníamos y te hemos seguido» (Mt 19,27). ¿Cuál es el motivo fundamental para optar por una vida sin casarse? Después de todo, podemos decir que el celibato religioso brota de una experiencia muy especial de Dios. El no casarse en sentido evangélico es fruto de una profunda fe y de una experiencia de que Dios entra en la vida del hombre o de la mujer. Es el Dios vivo, que deja huellas en una persona. Es el Dios, Padre de Jesucristo, que ha seducido a algunas personas de tal manera, que ellos dejan todo atrás y van como enamorados detrás de Jesús. El hombre célibe religioso es una persona «seducida por Dios»: «Tú me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir» (Jer 20,7). Desde el momento que llega Dios a la vida del religioso todo cambia. El hombre religioso deja todo atrás, aun el amor humano, porque simplemente ha llegado el Amor. Dios vuelve a ser el «único amor», es como si de improviso aparece el sol y se apagan las estrellas... Dice la Escritura: «Tú eres mi bien, la parte de mi herencia, mi copa. Me ha tocado en suerte la mejor parte, que Dios mismo me escogió» (Salmo 16, 5-6)… Dios como «amor». Con su oración y su silencio, esas almas quieren llegar a la fuente de todo amor que Dios ha manifestado en su Hijo Jesucristo. Quieren permanecer en celibato a fin de estar más disponibles para servir a sus hermanos y para entregarse totalmente al amor de Cristo. No hay nada más bello, nada más profundo, nada más perfecto que Cristo. He aquí el último núcleo de una vida célibe por el Reino de los Cielos.
No optan por un camino de egoísmo, ni tampoco desprecian la sexualidad o el matrimonio. No hacen un compromiso de «desamor», sino radicalismo en el amor: en su experiencia de amor descubren por in-tuición una dimensión más abierta y reclama un amor absoluto en toda su vida. Sin estos «especialistas de Dios», el mundo sería más pobre. Pero esto no todos lo pueden entender. Por algo dijo Jesús: «El que pueda entender que entienda» (Mt 19,12: Miguel Jordá. Sobre la virginidad y realización persona ver mi artículo http://www.churchforum.com/virginidad-realizacion-personal.htm; he escrito también sobre el celibato sacerdotal en http://es.catholic.net/sacerdotes/222/1091/articulo.php?id=2392 y también sus bases teológicas en http://es.catholic.net/escritoresactuales/542/1263/articulo.php?id=14285).
4. Mc 1, 21-28 (par.: Lc 4, 31-37): Siempre me ha interrogado la vida y el amor de Jesús en todo. Se acercaban a Él porque transmitía vida y acogía a todos. Nadie se marchaba de su lado sin haber experimentado de una u otra manera que era amado de Dios, de una forma única e irrepetible. Pero lo que más me ha impresionado siempre ha sido que Jesús no enseñaba como los demás, enseñaba con autoridad. ¿Qué significa esta autoridad? Jesús siempre era sugerente y no imponía nada que uno no pudiese aceptar libremente. «Si quieres...», le dijo al joven rico. He llegado a la conclusión de que la autoridad de Jesús se fundamentaba en que estaba detrás de ella la coherencia de su vida. Jesús enseñaba con autoridad porque todo lo que decía lo vivía. Su autoridad era su amor incondicional, la entrega total y absoluta de su vida. Nada le desautorizaba, porque lo que decía lo vivía, y en lo que mandaba estaba detrás la explicación con su ejemplo. Era coherente y veraz en todo, ésta era la autoridad que causa asombro. Enseñar con autoridad al estilo de Jesús es no un autoritarismo que no sabe de comprensión con las personas y que tiene mucho de amor propio. Enseñar con autoridad es la coherencia de que quienes le conocían decían de Él: «He ahí un hombre que lo que enseña lo vive y, sobre todo, que, antes de nada, enseña con su ejemplo de vida». ¡Qué distinto nuestro mundo de tanta palabrería y de tan poco hacer. De acciones sin contenido. De charlatanes sin cumplir casi con nada! Me quedo con Jesús, con su autoridad, la única que sigue siendo creíble, que brota de una vida auténtica, que se moja el primero. Autoridad, porque no decía, ni enseñaba nada que no estuviera explicado con su vida. Precisamente porque en la situación que hoy vivimos hay tanta inflación de palabras, por eso, hay tanto autoritarismo y tan poca autoridad, al estilo de Jesús. Nos falta vida y nos sobran palabras. Sólo con asomarse un poquito a nuestro querido, maltrecho y pequeño mundo, nos damos cuenta de ello (Francisco Cerro Chaves).
Jesús habla como quien tiene autoridad, porque es consciente de que en él y en su mensaje la Ley y los Profetas adquieren plenitud de sentido. Él es el Hijo a quien el Padre le ha entregado todas las cosas (Mt 11, 27). Por eso su palabra es poderosa para ordenar a los demonios y someterlos a su voluntad (v. 27), para perdonar los pecados que sólo Dios puede perdonar (2, 10), para curar enfermos y resucitar a los muertos. Por eso habla con autoridad y dispone de la Ley: "Habéis oído que se dijo... pero yo os digo" (Mt 5, 21ss; cf. Mt 7, 29). Jesús no rechaza el título de "Santo de Dios"; pero impone silencio al espíritu inmundo porque no ha llegado el momento de manifestarse públicamente como Mesías y, sobre todo, porque no admite sobre él ninguna influencia. El nombre de Jesús, lo que él es, sólo deben pronunciarlo aquellos que reconocen su autoridad y la confiesan en la obediencia de la fe. Según la concepción religiosa popular, el conocimiento del nombre y su pronunciación ejercía un dominio mágico sobre la persona que lo llevaba. Esta concepción subyace en nuestro texto, en el que la autoridad de Jesús se opone abiertamente al poder de los demonios y los vence (“Eucaristía 1982”; escribí sobre la autoridad de Jesús en http://www.es.catholic.net/educadorescatolicos/693/2138/articulo.php?id=26843).
Aquello es nuevo. "Nuevo" de la novedad de Dios, algo que te regenera, te renueva y rejuvenece. Lo viejo se purifica. Novedad, "ruptura", discontinuidad con lo que precede, con lo que dicen los demás, con lo que eres. Llamada de Dios nueva, sorprendente, inesperada; pero después de haberla oído, la encuentras dentro de ti; era lo que estabas esperando, quizás sin saberlo siquiera... La enseñanza de los escribas (los teólogos, los biblistas y los juristas de la época) sacaban su propia autoridad de las Escrituras y de la tradición de los antiguos, o bien se hacía aceptar remitiendo a la autoridad de algún maestro célebre; su autoridad no residía en la enseñanza misma. Pero no era así la palabra de Jesús: era un anuncio que llevaba consigo su propia fuerza, clara y transparente; un anuncio que te pone frente a tus contradicciones, con una evidencia que te penetra y te desconcierta. No remite a otra cosa. Frente a ella no hay que pensar en pruebas o falta de pruebas. Si te pones a buscar pruebas, es que no te rindes ante la luz. Si se te ofrece alguna prueba, ¿de qué serviría? La pondrías en discusión. Más aún, la enseñanza de Jesús es autoritaria, porque no es solamente palabra, sino gesto. Es una palabra poderosa que libera y que cura (Bruno Maggioni).

jueves, 26 de enero de 2012

Jueves de la 3ª semana, año par: el Señor promete a David un linaje real, perenne: profecía de la Iglesia. Jesús es la Luz para el mundo, y nosotros s

Segundo libro de Samuel 7, 18-19. 24-29. Después que Natán habló a David, el rey fue a presentarse ante el Señor y dijo: -«¿Quién soy yo, mi Señor, y qué es mi familia, para que me hayas hecho llegar hasta aquí? ¡Y, por si fuera poco para ti, mi Señor, has hecho a la casa de tu siervo una promesa para el futuro, mientras existan hombres, mi Señor! Has establecido a tu pueblo Israel como pueblo tuyo para siempre, y tú, Señor, eres su Dios. Ahora, pues, Señor Dios, mantén siempre la promesa que has hecho a tu siervo y su familia, cumple tu palabra. Que tu nombre sea siempre famoso. Que digan: "¡El Señor de los ejércitos es Dios de Israel!" Y que la casa de tu siervo David permanezca en tu presencia. Tú, Señor de los ejércitos, Dios de Israel, has hecho a tu siervo esta revelación: "Te edificaré una casa"; por eso tu siervo se ha atrevido a dirigirte esta plegaria. Ahora, mi Señor, tú eres el Dios verdadero, tus palabras son de fiar, y has hecho esta promesa a tu siervo. Dígnate, pues, bendecir a la casa de tu siervo, para que esté siempre en tu presencia; ya que tú, mi Señor, lo has dicho, sea siempre bendita la casa de tu siervo.»

Salmo responsorial 131, 1-2. 3-5. 11. 12. 13-14. R. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre.
Señor, tenle en cuenta a David todos sus afanes: cómo juró al Señor e hizo voto al Fuerte de Jacob.
«No entraré bajo el techo de mi casa, no subiré al lecho de mi descanso, no daré sueño a mis ojos, ni reposo a mis párpados, hasta que encuentre un lugar para el Señor, una morada para el Fuerte de Jacob.»
El Señor ha jurado a David una promesa que no retractara: «A uno de tu linaje pondré sobre tu trono.»
«Si tus hijos guardan mi alianza y los mandatos que les enseño, también sus hijos, por siempre, se sentarán sobre tu trono.»
Porque el Señor ha elegido a Sión, ha deseado vivir en ella: «Ésta es mi mansión por siempre, aquí viviré, porque la deseo.»

Evangelio Marcos 4,21-25: En aquel tiempo, Jesús decía a la gente: «¿Acaso se trae la lámpara para ponerla debajo del celemín o debajo del lecho? ¿No es para ponerla sobre el candelero? Pues nada hay oculto si no es para que sea manifestado; nada ha sucedido en secreto, sino para que venga a ser descubierto. Quien tenga oídos para oír, que oiga».
Les decía también: «Atended a lo que escucháis. Con la medida con que midáis, se os medirá y aun con creces. Porque al que tiene se le dará, y al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará».

Comentario: 1. 2Sam 7,18-19.24-29. Si ayer leíamos las palabras del profeta anunciando la fidelidad de Dios para con David y su descendencia, hoy escuchamos una hermosa oración de David, llena de humildad y confianza. David muestra aquí su profundo sentido religioso, dando gracias a Dios, reconociendo su iniciativa y pidiéndole que le siga bendiciendo a él y a su familia. Lo que quiere el rey es que todos hablen bien de Dios, que reconozcan la grandeza y la fidelidad de Dios: «que tu nombre sea siempre famoso y que la casa de David permanezca en tu presencia».
Ojalá tuviéramos nosotros siempre estos sentimientos, reconociendo la actuación salvadora de Dios: «¿quién soy yo, mi Señor, para que me hayas hecho llegar hasta aquí?», «tú eres el Dios verdadero, tus palabras son de fiar», «dígnate bendecir a la casa de tu siervo, para que esté siempre en tu presencia». ¿Son nuestros los éxitos que podamos tener? ¿son mérito nuestro los talentos que hemos recibido? Como David, deberíamos dar gracias a Dios porque todo nos lo da gratis. Y sentir la preocupación de que su nombre sea conocido en todo el mundo. Que la gloria sea de Dios y no nuestra.
-Cuando David se enteró por Nathán de las promesas divinas, fue a presentarse "ante el Señor" y le dijo... De nuevo el tema "ante el Señor". David es un hombre de Fe. Se mantiene "delante de Dios". El profeta acaba de cumplir su promesa; rechazo del Templo, anuncio de un descendiente «que será un Hijo para Dios». Inmediatamente David estalla de alegría, y de su corazón, brota una oración de acción de gracias -eucaristía = dar gracias. Ayúdanos, Señor, a nosotros también, a saber interpretar los acontecimientos... ayúdanos a orar partiendo de las alegrías que nos llegan... Te alabo, Señor, por... (evocar las alegrías del día de hoy).
-¿Quién soy yo, Señor, y qué es mi "casa", para que me hayas hecho llegar hasta aquí? Humildad. David repite, en el fondo, la Palabra que Dios le había dirigido. Le ha recordado la pobreza de su origen de pastorcillo. David, a su vez, incorpora a la oración esa Palabra de Dios.
-Ahora, Señor, guarda siempre la promesa que has hecho a tu servidor y a su casa, y obra tal como has dicho. Repetir la Palabra de Dios. Pero en sumisión profunda a la voluntad divina. Ciertamente, en esto, David podía equivocarse gravemente si imaginaba que su dinastía conservaría, humanamente, siempre el poder, y que las herencias y las transmisiones de poder se llevarían a cabo sin problemas. De hecho, la promesa de Dios no se cumplió materialmente: tres hijos de David. Ammón, Absalón y Adonías, morirán por la espada. desgarrándose los unos a los otros. Y a partir de la segunda generación, con los hijos de Salomón la dinastía davídica se dividirá en dos reinos rivales antes de desaparecer. A través de las promesas humanas era pues preciso entender una promesa divina: el verdadero descendiente de David no es Salomón, sino Jesús... ¡Pero después de cuántos fracasos humanos! y de una realeza sin gloria humana.
-Luego, ¿tú eres rey? dijo Pilato.-Tú lo dices soy rey... Pero mi reino no es de este mundo... (Jn 18,36-37). Dios trastorna nuestras concepciones demasiado estrechas. Su reino no es como cabría esperarlo. Hay que contemplar en silencio, y dejarse llevar: "Hágase tu voluntad, venga a nosotros tu Reino".Creo, Señor, que tu Reino está «ya aquí», que tu reino está cerca. Confío en Ti, Señor, a pesar de todas las apariencias contrarias.
-Señor mío, Tú eres Dios, tus palabras son verdad... La oración debería terminar siempre con esa confesión. El rey David reconoce la soberanía de Dios. No busca imponer a Dios «sus» propias voluntades. Después de haber expuesto «sus» deseos, se somete a lo contrario.
-Vuestro Padre sabe de qué tenéis necesidad (Mt 6,8) Así hablaba Jesús... siguiendo a David, su antepasado. Nos es conveniente haber meditado, hoy, sobre la «oración de David» y haber admirado su alma, porque mañana meditaremos sobre el pecado de David: el justo que llegará a ser criminal (Noel Quesson).
Ciertamente Dios no procede como proceden los hombres. A pesar de las miserias de David, puesto que supo humillarse y pedir perdón, Dios no le retiró su favor; más aún lo bendijo extendiendo sus promesas a sus descendientes. Dios nos conoce hasta lo más profundo de nuestro corazón. Ante Él están patentes nuestras obras y hasta los más recónditos de nuestros pensamientos. Él sabe que somos frágiles; por eso, cuando nos ve caídos espera nuestro retorno como un Padre amoroso, siempre dispuesto a perdonarnos. Pero esto no puede llevarnos a convertirnos en unos malvados pensando que finalmente Dios nos perdonará, sino a vivir vigilantes para no alejarnos de Dios. Manifestemos continuamente nuestro amor a Dios pidiéndole que nos fortalezca para permanecer fieles a su voluntad. Cuando Dios nos contemple siempre dispuestos a escuchar su Palabra y a ponerla en práctica, derramará su bendición sobre nosotros, nos llenará de su Espíritu y nos contemplará como a sus hijos amados, a quienes bendecirá con la más grande de las gracias que pidiéramos esperar: participar de su vida eternamente unidos a su Hijo que, para conducirnos a la vida eterna, dio su vida por nosotros. ¿Cómo no vivir agradecidos con Dios cuando conociendo nuestra vida Él nos ha amado y nos ha llamado para que seamos sus hijos? ¿Quiénes somos nosotros ante Dios? ¿Qué significamos para Él? Si Él nos amó primero, sea bendito por siempre.

2. Sal 131. Si Dios bendice a Sión por amor a David su siervo, Dios nos bendice a nosotros por amor a Jesús, su Hijo, en quien Dios cumplió las promesas hechas a David. Trabajemos constantemente conforme a los bienes que de Dios hemos recibido. Que nuestra apertura a la vida de la gracia y a dejarnos guiar por el Espíritu Santo nos ayude a llegar a ser una digna morada de Dios. Esa morada que no es construida con manos humanas, ni con materiales de este mundo, pues es Dios mismo quien la construye mediante su Amor que derrama en nuestros corazones. Cuando en verdad el amor sea lo único que rija nuestra existencia, entonces Dios podrá reinar en nuestra propia vida y seremos descendencia, linaje de Dios; entonces sabremos que en verdad estamos llamados a permanecer eternamente ante Dios, pues Dios, que nos amó primero, concede la salvación a quienes le aman y le viven fieles.

3.- Mc 4,21-25. Otras dos parábolas o comparaciones de Jesús nos ayudan a entender cómo es el Reino que él quiere instaurar. La del candil, que está pensado para que ilumine, no para que quede escondido. Es él, Cristo Jesús, y su Reino, lo primero que no quedará oculto, sino aparecerá como manifestación de Dios. El que dijo «yo soy la Luz».
La de la medida: la misma medida que utilicemos será usada para nosotros y con creces. Los que acojan en si mismos la semilla de la Palabra se verán llenos, generosamente llenos, de los dones de Dios. Sobre todo al final de los tiempos experimentarán cómo Dios recompensa con el ciento por uno lo que hayan hecho.
Esto tiene también aplicación a lo que se espera de nosotros, los seguidores de Cristo. Si él es la Luz y su Reino debe aparecer en el candelero para que todos puedan verlo, también a nosotros nos dijo: «vosotros sois la luz del mundo» y quiso que ilumináramos a los demás, comunicándoles su luz. Creer en Cristo es aceptar en nosotros su luz y a la vez comunicar con nuestras palabras y nuestras obras esa misma luz a una humanidad que anda siempre a oscuras. Pero ¿somos en verdad luz? ¿iluminamos, comunicamos fe y esperanza a los que nos están cerca? ¿somos signos y sacramentos del Reino en nuestra familia o comunidad o sociedad? ¿o somos opacos, «malos conductores» de la luz y de la alegría de Cristo?
En la celebración del Bautismo, y luego en su anual renovación en la Vigilia Pascual, la vela de cada uno, encendida del Cirio Pascual, es un hermoso símbolo de la luz que es Cristo, que se nos comunica a nosotros y que se espera que luego se difunda a través nuestro a los demás. No podemos esconderla. Tenemos que dar la cara y testimoniar nuestra fe en Cristo (J. Aldazábal).
* Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para los que entren tengan luz (dice también Lucas 8, 16-18). Quien sigue a Cristo –quien enciende un candil- no sólo ha de trabajar por su propia santificación, sino también por la de los demás. Vosotros sois la luz del mundo (Mateo 5, 14) dice en otra ocasión el Señor a sus discípulos. “Jesús nos explica el secreto del Reino. Incluso utiliza una cierta ironía para mostrarnos que la “energía” interna que tiene la Palabra de Dios —la propia de Él—, la fuerza expansiva que debe extenderse por todo el mundo, es como una luz, y que esta luz no puede ponerse «debajo del celemín o debajo del lecho» (Mc 4,21). ¿Qué pretendería decir Jesús con estas palabras? ¿No es el Señor esa luz a la que hace referencia? ¿Por qué ahora nos lo dice a nosotros?
Si, esos hemos de ser los “hijos de Dios. -Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. / -El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine... De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna” (S. Josemaría Escrivá). Y “¿acaso podemos imaginarnos la estupidez humana que sería colocar la vela encendida debajo de la cama? ¡Cristianos con la luz apagada o con la luz encendida con la prohibición de iluminar! Esto sucede cuando no ponemos al servicio de la fe la plenitud de nuestros conocimientos y de nuestro amor. ¡Cuán antinatural resulta el repliegue egoísta sobre nosotros mismos, reduciendo nuestra vida al marco de nuestros intereses personales! ¡Vivir bajo la cama! Ridícula y trágicamente inmóviles: “autistas” del espíritu.
El Evangelio —todo lo contrario— es un santo arrebato de Amor apasionado que quiere comunicarse, que necesita “decirse”, que lleva en sí una exigencia de crecimiento personal, de madurez interior, y de servicio a los otros. «Si dices: ¡Basta!, estás muerto», dice san Agustín. Y san Josemaría: «Señor: que tenga peso y medida en todo..., menos en el Amor».
«‘Quien tenga oídos para oír, que oiga’. Les decía también: ‘Atended a lo que escucháis’» (Mc 4,23-24). Pero, ¿qué quiere decir escuchar?; ¿qué hemos de escuchar? Es la gran pregunta que nos hemos de hacer. Es el acto de sinceridad hacia Dios que nos exige saber realmente qué queremos hacer. Y para saberlo hay que escuchar: es necesario estar atento a las insinuaciones de Dios. Hay que introducirse en el diálogo con Él. Y la conversación pone fin a las “matemáticas de la medida”: «Con la medida con que midáis, se os medirá y aun con creces. Porque al que tiene se le dará, y al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará» (Mc 4,24-25). Los intereses acumulados de Dios nuestro Señor son imprevisibles y extraordinarios. Ésta es una manera de excitar nuestra generosidad” (Àngel Caldas).
** Celebrábamos estos días la luz que Jesús ha traído al mundo, en la fiesta de la Presentación de Jesús al Templo (2 de febrero); esta “luz para las naciones”, es decir para todos los hombres, es la de Jesús, de la que participamos nosotros. Sin esta luz de Cristo, el mundo está a oscuras, se vuelve difícil y poco habitable. Hemos de llevar esta luz, ser portadores de la luz de la filiación divina, para iluminar el ambiente en el que vivimos. "El trabajo profesional -sea el que sea- se convierte en un candelero que ilumina a vuestros colegas y amigos (…) la santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que -inmersos en las realidades temporales- estamos decididos a tratar a Dios" (San Josemaría), a ejemplo de Jesús queremos iluminar con esa labor bien hecha: desde el comienzo de su vida pública conocen al Señor como el artesano, el Hijo de María (Marcos 6, 3). Y a la hora de los milagros la multitud exclama: ¡Todo lo hizo bien! Lo grande y lo pequeño. Luz para los demás es tener prestigio profesional, y para ello es necesario cuidar la formación continua de la propia actividad u oficio, y sin apenas darse cuenta el cristiano estará mostrando cómo la doctrina de Cristo se hace realidad en medio del mundo, en una vida corriente. Todos tienen derecho a nuestro buen ejemplo.
En nuestra actuación, lo que más se valora es el buen carácter, ese cúmulo de virtudes humanas. La doctrina de Cristo se ha difundido a impulsos de la gracia y no a fuerza de medios humanos. Pero la acción apostólica edificada sobre una vida sin virtudes humanas, sin valía profesional, sería hipocresía y ocasión de desprecio por parte de los que queremos acercar al Señor. San Pablo escribe a los primeros cristianos de Filipo y les exhorta a vivir como luceros en medio del mundo.
Para llevar la luz de Cristo también hemos de practicar las normas de la convivencia, que deben ser fruto de la caridad y no solamente por costumbre o conveniencia. Todo esto es parte de la luz divina que hemos de llevar a los demás con nuestra vida (cf. "Hablar con Dios" de Francisco Fernández). Todas estas virtudes naturales constituyen en el hombre el terreno bien dispuesto para que, con la ayuda de la gracia, arraiguen y crezcan las sobrenaturales, porque el comportamiento humano recto, las disposiciones nobles y honradas, son el punto de apoyo y el cimiento del edificio sobrenatural. Aunque la gracia puede transformar por sí misma a las personas, lo normal es que requiera las virtudes humanas; la virtud cardinal de la fortaleza no puede arraigar en alguien que no se vence en pequeños hábitos de comodidad o de pereza, que siempre está preocupado del calor y del frío. Que se deja llevar por los estados de ánimo siempre cambiantes y que siempre está pendiente de sí mismo y de su comodidad. El Señor nos quiere con una personalidad bien definida, resultado del aprecio que tenemos por todo lo que Él nos ha dado y del empeño que ponemos para cultivar estos dones personales.
Si contemplamos al Señor, podemos ver en Él la plenitud de todo lo humano noble y recto: esa es la luz que irradia mediante el ejemplo. En Jesús tenemos el ideal humano y divino al que nos debemos parecer. Él quiere que practiquemos todas las virtudes naturales: el optimismo, la generosidad el orden la reciedumbre, la alegría, la cordialidad, la sinceridad, la veracidad; que seamos sencillos, leales, diligentes, comprensivos, equilibrados. Recordemos que el Señor extrañó las muestras de cortesía y de urbanidad, y echó de menos la gratitud de los leprosos a los que había curado.
El cristiano en medio del mundo es como una ciudad construida en lo alto de un monte, como la luz sobre el candelero. Y lo humano es lo primero que se ve y es lo que primero atrae. Por eso, las virtudes propias de la persona, se convierten en instrumento de la gracia para acercar a otros a Dios: el prestigio profesional, la amistad, la sencillez, la cordialidad ..., pueden disponer a las almas a oír con atención el mensaje de Cristo. Muchos apreciarán la vida sobrenatural cuando la vean hecha realidad en una conducta plenamente humana.
Pensemos también en la luz que han dado las madres cristianas, que han enseñado en la intimidad a sus hijos con palabras expresivas, pero sobre todo con la “luz” de su buen ejemplo. También han sembrado con la típica cordura popular y evangélica, comprimida en muchos refranes, llenos de sabiduría y de fe a la vez. Uno de ellos es éste: «Iluminar y no difuminar».
Este es el sentido de la moral cristiana. Nuestro examen de conciencia al final del día puede compararse al tendero que repasa la caja para ver el fruto de su trabajo. No empieza preguntando: —¿Cuánto he perdido? Sino que más bien: —¿Qué he ganado? Es decir, ¿qué luces he dado a los demás? Esto es lo que da una vida llena. —Quiero proporcionar más luz y disminuir el humo del fuego de mi amor.
“La Iglesia —y, como una parte viva de la Iglesia, la Obra— está llamada a reflejar la luz que recibe constantemente de Cristo y a difundirla sobre el mundo. Jesucristo lo enseñó a todos los cristianos: vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos (Mt 5, 14-16)” (Javier Echevarría).
«Al escuchar estas palabras de Jesús —comenta Benedicto XVI—, nosotros, los miembros de la Iglesia, no podemos por menos de notar toda la insuficiencia de nuestra condición humana, marcada por el pecado. La Iglesia es santa, pero está formada por hombres y mujeres con sus límites y sus errores. Es Cristo, sólo Él, quien donándonos el Espíritu Santo puede transformar nuestra miseria y renovarnos constantemente. Él es la luz de las naciones, lumen gentium, que quiso iluminar el mundo mediante su Iglesia (cfr. Const. dogm. Lumen gentium, n. 1). / ¿Cómo sucederá eso?, nos preguntamos también nosotros con las palabras que la Virgen dirigió al arcángel Gabriel. Precisamente Ella, la Madre de Cristo y de la Iglesia, nos da la respuesta: con su ejemplo de total disponibilidad a la voluntad de Dios —fiat mihi secundum verbum tuum (Lc 1, 38)—. Ella nos enseña a ser "epifanía" del Señor con la apertura del corazón a la fuerza de la gracia y con la adhesión fiel a la palabra de su Hijo, luz del mundo y meta final de la historia».
La unión con Cristo en la Cruz es imprescindible para ejecutar fielmente y con optimismo este programa apostólico. No se puede seguir a Jesús sin negarse a sí mismo (cfr. Lc 9, 23), sin cultivar el espíritu de mortificación, sin la componente habitual de obras concretas de penitencia. Lo señalaba el Santo Padre, meses atrás, al anunciar la celebración de un año dedicado a San Pablo en el bimilenario de su nacimiento. Puntualizaba que los frutos del Apóstol de los gentiles «no se deben atribuir a una brillante retórica o a refinadas estrategias apologéticas y misioneras. El éxito de su apostolado depende, sobre todo, de su compromiso personal al anunciar el Evangelio con total entrega a Cristo; entrega que no temía peligros, dificultades ni persecuciones: "Ni la muerte ni la vida —escribió a los Romanos—, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna, podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm 8, 38-39). / De aquí podemos sacar una lección muy importante para todos los cristianos. La acción de la Iglesia sólo es creíble y eficaz en la medida en que quienes forman parte de ella están dispuestos a pagar personalmente su fidelidad a Cristo, en cualquier circunstancia. Donde falta esta disponibilidad, falta el argumento decisivo de la verdad, del que la Iglesia misma depende». Y al contemplar la oscuridad del mundo, la necesidad de esta luz, decía también: «¡cuántos, también en nuestro tiempo, buscan a Dios, buscan a Jesús y a su Iglesia, buscan la misericordia divina, y esperan un "signo" que toque su mente y su corazón! Hoy, como entonces, el evangelista nos recuerda que el único "signo" es Jesús elevado en la cruz: Jesús muerto y resucitado es el signo absolutamente suficiente. En Él podemos comprender la verdad de la vida y obtener la salvación. Éste es el anuncio central de la Iglesia, que no cambia a lo largo de los siglos. Por tanto, la fe cristiana no es ideología, sino encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado. De esta experiencia, que es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de pensar y de actuar: como testimonian los santos, nace una existencia marcada por el amor».
*** Por último, llevar la luz de Jesús es también participar de sus sentimientos, de su comprensión y misericordia, de ese pensar primero en los demás, olvidarnos de nosotros mismos, perdonar: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida con que midáis se os medirá”. Del modo que midamos se nos medirá. El Señor nos quiere con locura pero sólo pueda albergar su amor el que ensancha su corazón para acogerlo. ¿Cómo podemos hacer esto? Con el amor a los demás. Le pedimos a nuestra Madre del Cielo ser también misericordiosos: María, Estrella de la mañana, Virgen del amanecer que precede a la Luz del Sol-Jesús, nos guía y da la mano; acudimos a tu omnipotencia suplicante para obtener esa misericordia divina, con ella tendremos esta luz para darla a los demás y con ello ensanchar nuestro corazón para participar plenamente de esta Luz divina. «¡Oh Virgen dichosa! Es imposible que se pierda aquel en quien tú has puesto tu mirada» (San Anselmo).
Después de la parábola del sembrador, y su explicación al grupito de los íntimos, escucharemos otras parábolas. Ahora sabemos muy bien que no se trata de historietas infantiles sino que por el contrario, son "palabras misteriosas" que solo se dejan penetrar por los que tienen un corazón verdaderamente disponible. Señor, abre nuestros corazones a tu misterio.
-¿Acaso se trae la lámpara para ponerla debajo de un celemín o bajo la cama? ¿No es para ponerla sobre un candelero? Jesús, observador de lo real. Ha visto, mil veces a su madre en la casa encendiendo la lámpara al anochecer, para colocarla, no bajo la cama, donde resultaría inútil, sino en el centro de la sala, sobre un candelero a fin de que ilumine lo más posible. A través de este simple gesto familiar, ya bello humanamente, Jesús ha visto un "símbolo". Cada realidad material evoca para El lo invisible. La Palabra de Dios no está hecha para ser guardada "para sí; no se la recibe verdaderamente si no se está decidido a comunicarla. Y he aquí todavía un sumergirse en la profundidad de la persona de Jesús: a través de esta rápida imagen se sugiere toda una orientación del pensamiento... Replegarse en sí mismo es impensable para Jesús. El egoísmo, incluso el por así decirlo espiritual, que consistiría en "cuidar de la propia almita", es condenado formalmente: toda vida cristiana que se repliega en sí misma en lugar de irradiar no es la querida por Jesús. ¡Señor, ten piedad de nosotros!
-Porque nada hay oculto sino para ser descubierto, y no hay nada escondido sino para que venga a la luz. Hay que dejarse captar por el Dios "escondido", descubrir su "secreto" ... y luego hacerse servidor de ese Dios, trabajando para que "se le descubra". ¡Ah no! Jesús no se ha propuesto ser de antemano oscuro. Las explicaciones de la parábola del sembrador podrían dejarlo entender cuando decía: "¡mirando, miran y no ven!" Jesús sin embargo parece decirnos: no tengo que tomarme por un hombre absurdo, como el que enciende la lámpara para ponerla bajo el celemín. ¡No! dice: vengo a comunicaros el amor que Dios siente por los hombres, y lo digo en vuestra lengua, y no en "no sé qué lengua incomprensible". Se trata ciertamente de un gran secreto, pero de un secreto para ser desvelado a plena luz. Y vosotros, no guardéis tampoco para vosotros mismos vuestros descubrimientos, ¡compartidlos! ¡Es una exigencia esencial hablar la lengua de los demás, y ser lo más claro posible para hablar de lo Indecible!
-Prestad atención a lo que oís: Con la medida con que midiereis se os medirá y se os dará por añadidura. Pues al que tiene se le dará, y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Jesús, ha observado también en eso a los comerciantes de su tiempo cuando están midiendo el trigo, o la sal, con un celemín o un recipiente: se tasa más o menos... se llena hasta el borde o se procura dejar un pequeño margen a fin de mejorar la economía. Y Jesús nos revela su temperamento: "lanzaos plenamente, tasad, colmad". Y aplica este símbolo al hecho de escuchar la Palabra de Dios. No olvidemos que estamos al principio del evangelio. Jesús desea que sus oyentes se llenen de esta Palabra, sin perder nada de ella. ¿Qué avidez siento? ¿Soy de los que enseguida dicen: "basta"... o de los que dicen: "¡más!"... La medida de amar, es amar sin medida... (Noel Quesson).
El Hijo de Dios hecho hombre es la luz que el Padre Dios encendió para que iluminara nuestras tinieblas. Y esa Luz Divina ha brillado entre nosotros mediante sus buenas obras. Por medio del anuncio del Evangelio, por medio del perdón de nuestros pecados, por medio de los milagros, de las curaciones, de la expulsión del Demonio, pero sobre todo por medio de su Misterio Pascual, Dios ha venido como una luz ante la cual no puede resistir el dominio del mal, ni la oscuridad del pecado, ni el dominio de los injustos. La luz que brilla es porque en verdad disipa las tinieblas; una luz que no alumbra, sino que se oculta debajo de las cobardías será cómplice de las maldades que han dominado muchos corazones. Dios nos quiere como luz; como luz brillante, como luz fuerte que no se apaga ante las amenazas, ni ante los vientos contrarios, ni ante la entrega de la propia vida por creer en Cristo y, desde Él, amar al prójimo. Dios nos llama para que colaboremos en la disipación de todo aquello que ha oscurecido el camino de los hombres; vivamos fieles a la vocación que de Dios hemos recibido. Si lo damos todo con tal de hacer llegar la vida, el amor, la paz y la misericordia de Dios a los demás, esa misma medida la utilizará Dios cuando, al final de nuestra existencia en este mundo, nos llame para que estemos con Él eternamente.
¿Y cuál es la medida de amor que Dios ha usado para nosotros? Contemplemos a Cristo muerto y resucitado por nosotros. En Él conocemos el amor que Dios nos ha tenido. Al reunirnos para celebrar el Memorial de su Pascua Cristo nos ilumina intensamente con su Palabra y convierte a su Iglesia en luz para todas las naciones; y para que siempre brillemos con la Luz que nos viene de Él, nos alimenta constantemente con su Cuerpo entregado por nosotros y con su Sangre derramada para el perdón de nuestros pecados para que nos seamos una luz débil ni opacada por nuestros pecados. Siendo portadores de Cristo debemos ser un signo claro de su amor para todos los hombres. Por eso, al celebrar la Eucaristía, hacemos nuestro el compromiso de dejar que el Señor nos convierta en un signo claro, nítido, brillante de su amor en el mundo.
Quienes participamos de la Eucaristía no podemos pasarnos la vida como destructores de nuestro prójimo. No podemos vivir una fe intimista, de santidad personalista. Dios nos ha llenado de su propia vida haciéndonos hijos suyos para que nos manifestemos sin cobardías, sino con la fuerza y valentía que nos vienen del mismo Dios. Por eso, quienes formamos la Iglesia debemos ser los primeros en luchar por la paz; los que estemos dispuestos a dar voz a los desvalidos y que son injustamente tratados; los primeros en trabajar por una auténtica justicia social. Si sólo profesamos nuestra fe en los templos y después vivimos como ateos no tenemos derecho a volver a Dios para escucharlo sólo por costumbre y para volver, malamente, a vivir hipócritamente un fe que, aparentemente decimos tener en los templos y en la vida privada, pero que nos da miedo hacerla patente en los diversos ambientes en que se desarrolla nuestra vida. Los cristianos somos los responsables de que el mundo sea cada vez más justo, más recto, más fraterno. ¿Seremos capaces de permitirle al Espíritu de Dios que realice su obra de salvación en el mundo por medio nuestro?
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de vivir como un signo vivo, creíble y valiente del Reino de Dios entre nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com).