martes, 29 de noviembre de 2011

Martes de la 1ª semana de Adviento. Profetizaba Isaías sobre Jesús: “Sobre él se posará el Espíritu del Señor. Hemos de ser luz para que muchos vean,

Martes de la 1ª semana de Adviento. Profetizaba Isaías sobre Jesús: “Sobre él se posará el Espíritu del Señor. Hemos de ser luz para que muchos vean, siguiendo lo que el Señor nos dice: “Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis…”
Libro de Isaías 11,1-10. Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de ciencia y temor del Señor. Le inspirará el temor del Señor. No juzgará por apariencias ni sentenciará sólo de oídas; juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados. Herirá al violento con la vara de su boca, y al malvado con el aliento de sus labios. La justicia será cinturón de sus lomos, y la lealtad, cinturón de sus caderas. Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey. El niño jugará en la hura del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente. No harán daño ni estrago por todo mi monte santo: porque está lleno el país de ciencia del Señor, como las aguas colman el mar. Aquel día, la raíz de Jesé se erguirá como enseña de los pueblos: la buscarán los gentiles, y será gloriosa su morada.
Salmo 71,1-2.7-8.12-13.17. R. Que en sus días florezca la justicia, y la paz abunde eternamente.
Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud.
Que en sus días florezca la justicia y la paz hasta que falte la luna; que domine de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra.
Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres.
Que su nombre sea eterno, y su fama dure como el sol: que él sea la bendición de todos los pueblos, y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra.
Evangelio según san Lucas 10,21-24. En aquel tiempo, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó Jesús: - «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar.» Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: -«¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron.»

Comentario: 1. Is 11,1-10 (ver domingo 2º Adviento A). La hermosa imagen del tronco y del renuevo le sirve a Isaias, el profeta de la esperanza, para anunciar que, a pesar de que el pueblo de Israel parece un tronco seco y sin futuro (en tiempos del rey Acaz), Dios le va a infundir vida y de él va a brotar un retoño que traerá a todos la salvación. Jesé era el padre del rey David. Por tanto el «tronco de Jesé» hace referencia a la familia y descendencia de David, que será la que va a alegrarse de este nuevo brote, empezando por las esperanzas puestas en el rey Ezequías. La «raíz de Jesé» se erguirá como enseña y bandera para todos los pueblos. Esta página del profeta fue siempre interpretada, por los mismos judíos -y mucho más por nosotros, que la escuchamos dos mil años después de la venida de Cristo Jesús- como un anuncio de los planes salvadores de Dios para los tiempos mesiánicos. El cuadro no puede ser más optimista. El Espíritu de Dios reposará sobre el Mesías y 1e llenará de sus dones. Por eso será siempre justo su juicio, y trabajará en favor de la justicia, y doblegará a los violentos. En su tiempo reinará la paz. Las comparaciones, tomadas del mundo de los animales, son poéticas y expresivas. Los que parecen más irreconciliables, estarán en paz: el lobo y el cordero. Son motivos muy válidos para mirar al futuro con ánimos y con esperanza.
La lectura del profeta Isaías que nos trae la liturgia de hoy, nos mueve a prepararnos con entusiasmo para la próxima venida de Jesús. En un mundo convulsionado como el nuestro, la gran esperanza está en la salvación que Jesús viene a traernos. En él se recuperará el orden querido por Dios en la creación, en donde ni los animales, ni los hombres se causarán daño entre sí. Esa paz será garantizada por la justicia con los pobres y por la experiencia de Dios. Necesitamos desesperadamente una justicia que proteja a los débiles y actúe con rectitud; necesitamos vivir la experiencia del Dios que hace la historia con el ser humano, del Dios que muestra su predilección por el desvalido, del Dios amor.
San Agustín comenta: «Estas siete operaciones asocian al número siete el Espíritu Santo, quien al descender a nosotros empieza, en cierto modo, por la sabiduría y termina en el temor. Nosotros, en cambio, en nuestra ascensión comenzamos por el temor y alcanzamos la perfección con la sabiduría» (Sermón 248, 4, en Hipona, en la semana de Pascua). Esta idea la repite el santo Doctor en varios Sermones. «Por eso Isaías, para ejercitarnos en ciertos grados de doctrina, descendió desde la sabiduría hasta el temor, es decir, desde el lugar de la paz eterna hasta el valle del llanto temporal, para que, doliéndonos en la confesión de la penitencia, gimiendo y llorando, no permanezcamos en el dolor, el gemido y el llanto, sino que, ascendiendo desde este valle al monte espiritual, sobre el que está fundada la ciudad santa, Jerusalén, nuestra Madre, disfrutemos de la alegría inalterable… Así, pues, vayamos a la sabiduría desde el temor, dado que el principio de la sabiduría es el temor de Dios (cf Sal 110,10), vayamos desde el valle del llanto hasta el monte de la paz» (Sermón 347).
¿Quién de nosotros no tiene ansias de una felicidad, donde haya armonía entre todos los humanos y en el universo completo? Cuántos esfuerzos se realizan para construir un paraíso que podamos disfrutar en esta tierra. Muchas veces se piensa que uno podrá realmente ser feliz por poseer la infinidad de artículos que nos vende esta sociedad de consumo. Pero cuando se posee todo, contempla uno sus manos y su corazón y se siguen viendo vacíos. Los bienes materiales podrán embotar nuestro espíritu y nuestro corazón, pero jamás llegarán a saciar nuestras ansias de felicidad. Hoy la escritura nos habla de un descendiente de David que, lleno del Espíritu de Dios, hará que en verdad llegue la felicidad al hombre. Reintegrarnos a la paz con el Creador y con el prójimo, vivir amando y siendo realmente amados, es lo que nos hará felices. Pero esto no será posible mientras haya luchas fratricidas y egoísmos que nos impidan tender la mano fraternalmente a nuestro prójimo. La felicidad brota del amor que se hace realidad en nosotros. Y el Mesías nos ha traído el perdón y la reconciliación con Dios, con el prójimo y con nosotros mismos. Quien crea en Él y acepte ese don de lo alto estará encontrando el verdadero sentido de la existencia. Y no importa que nuestra vida parezca un tronco casi seco; de Él puede hacer el Señor que brote un renuevo que, lleno de su Espíritu, colme nuestras esperanzas de felicidad por habernos renovado en el amor, en la verdad, en la justicia y en la paz. La Iglesia de Cristo debe propiciar la defensa con justicia del desamparado, y la repartición equitativa de los bienes para que los pobres lleven una vida digna. Los que pertenezcamos a ella no podemos hacer daño a nadie, pues el amor debe ser el motor que impulse el actuar del hombre de fe. A la luz de Cristo, aún los más violentos sabrán no sólo convivir con los demás como hermanos, sino que, a imagen de Cristo, pasarán haciendo el bien a todos.

2. Sal. 71. Quien ha recibido el Espíritu de Dios no puede pasar haciendo el mal a los demás. Si el Señor nos ha comunicado su juicio y su justicia es para que salgamos en defensa de los pobres y actuemos justamente a favor de todos los pueblos. La Iglesia, llena del Espíritu de Dios, ha de trabajar para que florezca la justicia y reine la paz en la tierra era tras era. Quienes somos miembros de la Iglesia del Señor debemos examinar con lealtad nuestra vida para darnos cuenta si en verdad buscamos el bien de los demás, especialmente de los más frágiles y pobres, o si en lugar de ser una bendición para ellos nos hemos convertido en motivo de dolor, sufrimiento y muerte. Por eso debemos preguntarnos: ¿De qué espíritu estamos llenos? Ojalá y del Espíritu de Dios. Pero esa respuesta no puede darse sólo con los labios, sino de un modo vital: con el corazón que, lleno de Dios, nos lleva a realizar obras buenas y toda una vida entregada para el bien y la salvación de todos los que buscan, tal vez a tientas, al Señor.
–El Salmo 71 expresa hoy en la liturgia que el Rey que esperamos hará justicia a los pobres y librará al que no tiene protector. Así, pedimos anhelantes que venga ya ese reino y que se extienda por toda la tierra: «Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente. Regirá a su pueblo con justicia y a los humildes con rectitud. En sus días florecerá la justicia y la paz, dominará de mar a mar; del gran río al confín de la tierra… Librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector, se apiadará del pobre y del indigente y salvará la vida de los pobres». La liturgia exclama: «Perdona los pecado de tu pueblo y danos la salvación». Este ardiente anhelo de la venida del Señor nos obliga a desechar de nosotros todo lo que pueda desagradarle a Él cuando llegue, todo lo que se oponga a su Espíritu, que es amor a la pequeñez, a la humillación, a la pobreza, al sacrificio, a la cruz (cf Manuel Garrido).
El Salmo 71 hace eco a este anuncio alabando el programa de justicia y de paz de un rey bueno, destacando sobre todo que en sus intenciones entra la atención y la defensa del pobre y del afligido.

3. El evangelio explica cómo Jesús, con su palabra y sus obras nos ha entregado el misterio del Reino, pero sólo los sencillos y los humildes que confían plenamente en Dios, pueden comprenderlo, ya que los sabios y prudentes no aceptan su palabra porque se consideran autosuficientes. La predilección del Padre por los pobres y los pequeños es una constante en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Para ellos es el Reino de Dios, nos dicen los evangelistas. La afirmación de Jesús que hemos leído hoy, es un reto para los poderosos que creen saberlo todo, tenerlo todo y disponer de todo, sin comprender que Dios desbarata los planes de los arrogantes y se compromete con los humildes y con los pobres, tiene piedad del desvalido y "los libra de la violencia y presión porque sus vidas valen mucho para él", como dice el salmista (servicio bíblico latinoamericano). En Cristo Jesús se cumplieron estas esperanzas. Así como en la escena de su bautismo en el Jordán apareció el Espíritu, en forma de paloma, que se posaba sobre él, proclamando su mesianidad, del mismo modo en la página que hemos escuchado el Espíritu le llena de alegría. Jesús se deja contagiar del buen humor de los suyos, que vuelven de un viaje apostólico y cuentan lo que han hecho en su nombre. Y lleno de esta alegría y de esta sabiduría del Espíritu, pronuncia una de sus frases llenas de paradoja e ironía: sólo a los sencillos de corazón les revela Dios los secretos del Reino. Los que se creen sabios, resulta que no entienden nada. En Jerusalén había doctores de la ley, pero Jesús, un buen día, alabó el gesto de aquella mujer anónima, pobre, que echaba unos céntimos en el cepillo del Templo. Los sencillos de corazón son en verdad los sabios a los ojos de Dios. Es lo que también dirá María de Nazaret en su canto del Magníficat: a ella la ha mirado Dios con predilección porque es humilde y es la sierva del Señor, del mismo modo que llenará de sus bienes a los pobres, y a los ricos los despedirá vacíos.
a) También ahora, en un mundo autosuficiente, orgulloso de los progresos de la ciencia y la técnica, sólo entran de veras en el espíritu del Adviento los sencillos de corazón. No se trata de gestos solemnes o de discursos muy preparados. Sino de abrirse al don de Dios y alegrarse de su salvación. Y esto no lo hacen los que ya están llenos de sí mismos. La alegría profunda de la Navidad la vivirán los humildes, los que saben apreciar el amor que Dios nos tiene. Ellos serán los que llegarán a conocer en profundidad al Hijo, porque se lo concederá el Padre. No se contentarán de una alegría exterior y superficial: sabrán reconocer la venida de Dios a nuestra historia. Mientras que habrá muchos «sabios» para los que pasará el Adviento y la Navidad y no habrán visto nada, saturados de su propia riqueza riqueza que no conduce a la salvación. O le seguirán buscando en los libros o en los hechos milagrosos.
b) ¿Seremos nosotros de esas personas sencillas que saben descubrir la presencia de Dios y salirle al encuentro? ¿mereceremos la bienaventuranza de Jesús: «dichosos los ojos que ven lo que véis?». Cristo Jesús quiere seguir «viniendo» este año, a nuestra vida personal y a la sociedad, para seguir cumpliendo el programa mesiánico de paz y justicia que está en marcha desde su venida primera, pero que todavía tiene mucho por recorrer, hasta el final de los tiempos. Porque la salvación «ya» está entre nosotros, pero a la vez se puede decir que «todavía no» está del todo.
c) En el mundo de hoy hay muchas personas que esperan, muchos corazones que sufren y buscan: ¿cómo notarán que el Salvador ya ha venido, y que es Cristo Jesús? ¿quién se lo dirá? ¿qué profeta Isaías les abrirá el corazón a la esperanza verdadera? También hoy, como en el panorama que dibuja el profeta, el mejor signo de la venida del Mesías será si se ve más paz, más reconciliación y más justicia, en el nivel internacional y también en el doméstico, en cada familia, en cada comunidad religiosa, en la parroquia, en nuestro trato con las demás personas, aunque sean de diferente carácter y gusto. Así podremos anunciar que el Salvador ya está en medio de nosotros, que es Adviento y Navidad. Y del tronco que parecía seco brotará un renuevo, y dará fruto, y nos invitará a la esperanza.
d) En cada Eucaristía, además de hacer memoria de la Pascua del Señor, y de dejarnos llenar de su gracia y su alimento, también lanzamos una mirada hacia el futuro: «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». El «ven, Señor Jesús» lo cantamos muchas veces después del relato de la institución eucarística. Como dijo Pablo, «cada vez que comáis y bebáis, proclamáis la muerte del Señor hasta que venga». La esperanza nos hace mirar lejos. No sólo a la Navidad cercana, sino a la venida gloriosa y definitiva del Señor, cuando su Reino haya madurado en todo su programa (J. Aldazábal).
-Jesús manifestó un extraordinario gozo al impulso del Espíritu Santo y dijo:... Esto sucedió en presencia de sus discípulos que regresaban de una misión apostólica y querían hablarle sobre el trabajo que habían hecho. Trato de imaginar a Jesús "en un gozo exultante"... a Jesús dichoso, radiante. Todo ello aparece en su rostro, en sus gestos, en el tono de su voz. Proviene del interior, es profundo... procede del Espíritu Santo que habita en El. Ese Espíritu que nos ha sido dado también a nosotros, que Jesús nos ha dado.
-Yo te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra. Hubiera sido mejor traducirlo por "yo te bendigo, Padre... De hecho Jesús ha utilizado una formula de "bendición" que es familiar a los judíos. A lo largo de la jornada se invitaba a los judíos piadosos a dar gracias a Dios por todo diciéndole: "Bendito eres Tú por... Bendito Tú eres por..." Tenemos pues ahí un tipo de plegaria que Jesús hacía a menudo. Habla a su Padre. Le da gracias. Era el sentimiento dominante de su alma. Danos, Señor, el sentido de la acción de gracias, de la alegría de decir "gracias Señor por... y gracias de nuevo por..." Recoger cada día las alegrías recibidas para agradecérselas al Señor.
-Lo que has encubierto a los sabios y prudentes, lo has revelado a los pequeñuelos. La acción de gracias, la plegaria de Jesús surge de la contemplación del trabajo que el Padre está haciendo en el corazón de los hombres. Los apóstoles habían predicado, habían trabajado con denuedo: tal era la apariencia, la cara visible de las cosas. Y Jesús, El, ve el trabajo del Padre en el interior: "Tú has encubierto... Tú has revelado..." Dios trabaja en el corazón de cada hombre, incluso en el de los paganos. He de aprender a contemplar este trabajo de Dios: a descubrir lo que está haciendo, actualmente, en los que me rodean, y en mí... para corresponder, para facilitarle, para cooperar. Cada vez que una persona se supera, hace el bien, sigue la llamada de su conciencia... debemos pensar que Dios está allí. Ayudar a esta persona a dar "este paso" adelante es trabajar con Dios, acompañarle.
-Los sabios, los prudentes... los pequeñuelos... Ahí hay una clara oposición. Jesús se pone de parte de los pequeños, de los pobres, de los ignorantes... frente al desprecio de los doctores de la ley. Conocer a Dios no es primordialmente una operación intelectual, reservada a una elite: los "pequeños" pueden descubrir cosas sobre Dios que los sabios no alcanzan a comprender.
-Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiere revelarlo. Es el misterio de la vida cristiana que está entreabierto; la vida del bautizado es la extensión, a personas humanas, de la vida de relación, de amor y de conocimiento recíproco que existe entre las Personas divinas.
-Todo me ha sido confiado por mi Padre... Esto evoca la transparencia de dos personas que no se ocultan nada la una a la otra: es el "modelo" de todas nuestras relaciones humanas, y de nuestras relaciones con Dios. ¿Qué llamada hay aquí, para mí, para mis equipos de trabajo o de apostolado? (Noel Quesson).
No es fácil tener una mirada de fe, cuando la visión es materialista, llena de preocupaciones mundanas, que enturbian nuestra visión. En la oración colecta de hoy, pedimos: “muéstrate propicio, Señor… y otorga a los atribulados el auxilio de tu misericordia para que, consolados con la llegada de tu Hijo, quedemos libres de la antigua mancha del pecado”. Hay algunos que prefieren huir del peligro y procurarse un oasis de paz. Por eso, dice Benedicto XVI en su Encíclica sobre la esperanza, “en la conciencia común, los monasterios aparecían como lugares para huir del mundo (« contemptus mundi ») y eludir así la responsabilidad con respecto al mundo buscando la salvación privada”. Pero la solución no puede ser despreciar ese mundo, el jardín que Dios nos ha regalado, es de mala educación rechazar un regalo de amor. Y mucho menos podemos dejar de prestar atención a nuestros hermanos los hombres, a la Iglesia, que es Cuerpo de Cristo. “Bernardo de Claraval, que con su Orden reformada llevó una multitud de jóvenes a los monasterios, tenía una visión muy diferente sobre esto. Para él, los monjes tienen una tarea con respecto a toda la Iglesia y, por consiguiente, también respecto al mundo”. Jesús nos muestra la alegría que surge de la vida: “se regocijó Jesús en el Espíritu Santo y dijo: ‘yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra”, y después de este éxtasis ante la creación nos indica el modo de vivir esa alegría: “porque escondiste estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeñitos”: nos muestra una sabiduría que va más allá de la materia, y en Cristo entendemos toda la creación: “bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis”…
Tenemos, ante tantos que “quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron”, una responsabilidad para con la Iglesia, con la humanidad, con toda la creación; como explica el Pseudo-Rufino: « El género humano subsiste gracias a unos pocos; si ellos desaparecieran, el mundo perecería ». y sigue el Papa: “Los contemplativos –contemplantes– han de convertirse en trabajadores agrícolas –laborantes–“, en este campo que es el mundo y que espera brazos para la siembra y para el crecimiento de la cosecha y su recolección. La nobleza del trabajo no reside en restablecer el Paraíso aquí en la tierra, “pero sostiene que, como lugar de labranza práctica y espiritual, debe preparar el nuevo Paraíso. Una parcela de bosque silvestre se hace fértil precisamente cuando se talan los árboles de la soberbia, se extirpa lo que crece en el alma de modo silvestre y así se prepara el terreno en el que puede crecer pan para el cuerpo y para el alma”. Es el apostolado, ayudar a muchos a que vean, y ese es el gran bien que podemos hacer a las almas en nuestro tiempo: “¿Acaso no hemos tenido la oportunidad de comprobar de nuevo, precisamente en el momento de la historia actual, que allí donde las almas se hacen salvajes no se puede lograr ninguna estructuración positiva del mundo?”. Así, los cristianos son “luz del mundo”, para que muchos vean.
Como un eco gozoso a la 1ª lectura, escuchamos en el evangelio de Lucas a Cristo que alaba a Dios, henchido de la alegría del Espíritu Santo. Lo alaba porque en su misericordia y su bondad ha revelado los misterios del Reino y de la salvación, no a los grandes y poderosos de la tierra, los que la han mancillado con sus violencias y codicias, sino a los sencillos, a los pobres y humildes. Desde la época del concilio Vaticano II, siguiendo por las grandes conferencias del episcopado latinoamericano en Medellín, Puebla y Santo Domingo, se habla de la opción preferencial por los pobres que la iglesia se compromete a asumir. Pero esa opción la había hecho primero el mismo Dios, como nos dice Jesús en la lectura del Evangelio que escuchamos hoy, y sin añadirle aquello de "preferencial" que nosotros en nuestro tiempo he hemos puesto púdicamente para no herir las susceptibilidad de los poderosos. Los pobres y marginados son los favoritos absolutos de Dios: los humildes, los sencillos, los débiles, aquellos que no tienen quien los proteja. Dios Padre le ha entregado todo al Hijo, el poder y el juicio. Nadie conoce al Padre sino el Hijo. Pero el Hijo obediente acoge a los favoritos del Padre, les revela su amor, y les muestra su rostro amoroso.
Es lo que nos aprestamos a celebrar en esta Navidad. Sólo que las palabras escuchadas en la liturgia pueden parecernos, con toda razón, una bella utopía, una hermosa ilusión. ¿Cómo las haremos realidad en el nuevo milenio? ¿O tendremos que resignarnos a que la historia siga siendo un caos de dolor y sufrimiento, de humillaciones y pobreza para la mayoría de los hijos de Dios? Es que la celebración del nacimiento de Jesús, aparte del ruido de la publicidad y los fuegos fatuos del mercado, nos deben comprometer a los cristianos a hacer realidad lo que leemos. A construir un mundo justo y verdaderamente humano. En donde de verdad reine Dios (Josep Rius-Camps).
En Jesús se han cumplido las esperanzas de los reyes, de los profetas y de los antiguos padres. A nosotros nos ha tocado disfrutar de toda la obra de salvación que Dios ofrece al hombre. El reino del mal ha sido derrumbado, y el demonio ha caído como un rayo sobre la tierra. Quienes son de Cristo lucharán constantemente con la fuerza del Espíritu de Dios en ellos para que, en su paso por este mundo, ningún mal les haga daño. Quien ha aceptado la revelación de Dios, manifestado a nosotros como el Amor que se hace cercanía nuestra, posee la fuerza de Dios y, por su unión con Él podrá actuar no con el poder de los hombres, sino con el poder del mismo Dios. Porque el Reino de Dios ya está dentro de nosotros; porque las fuerzas del mal han sido derrotadas; porque el hombre de fe convertido en comunidad de creyentes, asegura el paso del Señor en la historia como salvación para todos, demos gracias a nuestro Padre, Señor del cielo y de la tierra. Pero no sólo le hemos de dar gracias con los labios, sino con una vida intachable que manifieste que, desde nosotros, el Señor continúa ofreciendo a todos su amor, su salvación y su llamada a ser sus hijos por nuestra unión a Aquel que, enviado por Él y hecho uno de nosotros, se ha convertido en el único camino que nos conduce al Padre.
Ante el Señor nos presentamos a celebrar esta Eucaristía, no con un corazón altanero, sino con la sencillez de quien se siente amado por Dios. Él nos comunica su Vida y su Espíritu para que, uniéndonos como hijos de un mismo Dios y Padre, vivamos la unidad querida por Cristo, para que el mundo crea. Dios ha salido al encuentro de todo hombre de buena voluntad, para ayudar al que se encuentra sin amparo y salvar la vida al desdichado. Su Misterio Pascual, que estamos celebrando, no sólo nos recuerda el amor que Dios nos tiene, sino que también nos trae a la memoria el compromiso que tenemos de proclamar su amor a todos los pueblos. Esa proclamación que nace de sabernos amados por Dios, reconciliados y salvados por Él. Con la sencillez de los niños vengamos a Él, no para hacer alarde de lo que tenemos, sino para reconocer que sin Él nosotros nada podemos hacer. Al entrar en comunión de vida con el Señor, dejémonos transformar por Él continuamente en hijos de Dios hasta lograr la perfección que en Cristo tenemos como nuestro destino. Entonces no sólo nos llamaremos hijos de Dios, sino que los demás sabrán que el Señor continúa en medio de ellos, con toda su sencillez, con todo su amor, con toda su bondad y misericordia mediante la Iglesia, comunidad de creyentes fieles en Cristo.
Dios nos ha comunicado su Espíritu, que nos llena de sus dones para que seamos constructores de un mundo que se renueve constantemente en el amor. Dios nos ha manifestado su amor y su misericordia, no sólo para que lo contemplemos cercano a nosotros, sino para que, participando de su misma vida, vayamos con la fuerza de su Espíritu de amor en nosotros, a trabajar, especialmente con nuestro testimonio, para que la vida del hombre tome un nuevo rumbo. Desde que el Hijo de Dios tomó nuestra naturaleza, quienes lo aceptamos en nuestra vida no podemos continuar viviendo sujetos al pecado, a la destrucción, a la muerte, al egoísmo, a las injusticias. Dios vino como Salvador. Y esa es la misión que hemos de continuar cumpliendo en la vida. Así, la Iglesia, unida a Cristo, será la forma mediante la cual Dios siga revelándose como Padre amoroso y misericordioso a quienes quieran recibirlo con la sencillez de los niños y de los pobres. Que nuestra Iglesia sea un lugar de paz, de armonía, de convivencia en amor fraterno. Que no hagamos daño a nadie, sino que pasemos haciendo el bien a todos como Cristo nos ha enseñado.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de prepararnos para la venida de nuestro Señor Jesucristo, con una vida intachable, humilde, sencilla; pero también con un amor fiel traducido en buenas obras y en la proclamación del Evangelio desde nuestra propia vida. Amén (www.homiliacatolica.com).
La paz es uno de los grandes bienes constantemente implorados en el Antiguo Testamento. Sin embargo, la verdadera paz llegará a la tierra con la venida del Mesías. Por eso los ángeles anuncian cantando: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lucas 2, 14). El Adviento y la Navidad son tiempos especialmente oportunos para aumentar la paz en nuestros corazones; son tiempos también para pedir la paz de este mundo lleno de conflictos y de insatisfacciones. El Señor es el Príncipe de la paz (Isaías 9, 6), y desde el mismo momento en que nace nos trae un mensaje de paz y alegría, de la única paz verdadera y de la única alegría cierta. Nosotros perdemos la paz por el pecado, y por la soberbia y la falta de sinceridad con nosotros mismos y con Dios. También se pierde la paz por la impaciencia: cuando no se ve la mano de Dios providente en las dificultades y contrariedades. Recobramos la paz con una confesión sincera de nuestros pecados. Es una de las mejores muestras de caridad para quienes están a nuestro alrededor, y la primera tarea para preparar en nuestro corazón la llegada del Niño Jesús.
El cristiano es un hombre abierto a la paz y su presencia debe dar serenidad y alegría. Para poder realizar este cometido hemos de ser humildes y afables, pues la soberbia sólo ocasiona disensiones (Proverbios 13, 10). El hombre que tiene paz en su corazón la sabe comunicar casi sin proponérselo: es una gran ayuda para el apostolado. El apostolado de la Confesión, que nos mueve a llevar a nuestros amigos a este sacramento, tiene un especial premio en el Cielo, pues este sacramento es verdaderamente la mayor fuente de paz y alegría en el mundo. Quienes tienen la paz del Señor y la promueven a su alrededor se llamarán hijos de Dios (Mateo 5, 9)
La filiación divina es el fundamento de la paz y de la alegría del cristiano. En ella encontramos la protección que necesitamos, el calor paternal y la confianza ante el futuro. Vivimos confiados en que detrás de todos los azares de la vida hay siempre una razón de bien: todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios (Romanos 8, 28), decía San Pablo a los primeros cristianos de Roma. Santa María, Reina de la paz. Nos ayudará a tener paz en nuestros corazones, a recuperarla si la hemos perdido, y a comunicarla a quienes nos rodean (Francisco Fernández Carvajal).
Jesús, hoy me das una pista para conocerte mejor y para quererte más: hay que hacerse pequeño para entender tus cosas; hay que hacerse niño. Lo has dicho más veces: si no os convertís y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos. ¿Por qué? ¿Qué tienen los niños que no tenga yo?
Veo que tienen dos características muy propias de la infancia: fe inconmovible en sus padres, y perseverancia en la petición.
Para el niño pequeño, sus padres lo son todo: todo lo saben, todo lo pueden, todo lo arreglan. Si hay algún problema, no hay más que decírselo a papá o a mamá. Si se desea alguna cosa, hay que pedírsela a papá o a mamá. Y cómo piden los niños: una y otra vez, sin cansarse, sin analizar las dificultades que supone conseguir lo que quieren.
Padre nuestro: este nombre suscita en nosotros todo a la vez, el amor, el gusto en la oración.... y también la esperanza de obtener lo que vamos a pedir.. ¿Qué puede El, en efecto, negar a la oración de sus hijos, cuando ya previamente les ha permitido ser sus hijos?.
Hacerse niños: renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia, reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños.
Jesús, en la vida sobrenatural yo soy como un niño pequeño. No puedo nada, no valgo nada, no soy nada. Pero mi Padre es Dios. Y Él lo es todo, lo vale todo y lo puede todo. Yo sólo no puedo nada: sin Mí no podéis hacer nada, me has advertido. Necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios.
Ayúdame a darme cuenta de que te necesito. A veces pienso que yo ya puedo solo, que es cuestión de esforzarme más. Pero en la vida cristiana hay siempre dos elementos: la gracia de Dios y mi correspondencia. Para corresponder mejor, debo esforzarme más. Pero si no busco tu ayuda, tu gracia, si no voy con fe a los sacramentos a pedírtela, no podré.
Jesús, enséñame a confiar en mi Padre Dios como Tú lo hiciste. Tú no buscabas a tu Padre interesadamente: para que te sacara de los apuros, para vivir una vida más cómoda o sin sufrimiento. Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra. Tú buscabas, sobre todo, darle gloria y hacer su voluntad. ¿Cómo te alabo yo? ¿Cómo te adoro, te pido perdón y te doy gracias? ¿Cómo estoy cumpliendo tu voluntad en mi trabajo, en mi vida ordinaria? Cuando me comporte así, podré pedirte ayuda, con la sencillez, con la seguridad y con la perseverancia de un niño.
Jesús, me pides que me haga pequeño en mi vida espiritual. Y ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños. Ayúdame a tener esa fe rendida en Ti: que te pida todo lo que me preocupa, todo lo que me gustaría que ocurriera, pero sabiendo que Tú sabes más. Si no me concedes algo es porque no me conviene, aunque a mí me parezca algo necesario. Tú eres mi Padre, me quieres y me cuidas. En Ti me abandono, en Ti pongo mi esperanza [cf Mt 18, 3; San Agustín, serm. Dom. 2, 4, 16; San Josemaría Escrivá de Balaguer; Es Cristo que pasa, 143; Jn 15,5: Pablo Cardona).
–Lucas 10,21-24: Jesús se llena de alegría bajo la acción del Espíritu Santo. La misericordia del Señor le ha elegido para acercarse con él a los pequeños, a los pobres. Los caminos de los hombres no son los caminos de Dios. El único camino para encontrarnos con Dios es la humildad, el reconocimiento de la gran verdad de nuestra indigencia: «Ha escondidos estas cosas a los sabios y a los entendidos y las ha revelado a la gente sencilla». Comenta San Agustín: «A los ridículos sabios y prudentes, a los arrogantes, en apariencia grandes y en realidad hinchados, opuso no los insipientes, no los imprudentes, sino los pequeños… ¡Oh, caminos del Señor! O no existía o estaba oculto para que se nos revelase a nosotros. ¿Y por qué exultaba el Señor? Porque el camino fue revelado a los pequeños. Debemos ser pequeños; pues si pretendemos ser grandes, como sabios y prudentes, no se nos revelará el camino» (Sermón 252; cf. 229, 248-250). En el Adviento se nos repite muchas veces que preparemos el camino del Señor… Toda montaña y todo altozano serán allanados... Las sendas montañosas serán convertidas en ruta plana. Y toda carne contemplará la salvación de Dios (cf Lc 3,4ss). Nos llenamos de esperanza…

domingo, 27 de noviembre de 2011

Adviento, primera semana, lunes: el Señor llama a nuestra puerta "El Señor reúne a todas las naciones en la paz eterna del reino de Dios”, por eso: "V

Adviento, primera semana, lunes: el Señor llama a nuestra puerta "El Señor reúne a todas las naciones en la paz eterna del reino de Dios”, por eso: "Vamos alegres a la casa del Señor”. Y ante el milagro del centurión proclama gozoso la universalidad de la salvación: "Vendrán muchos de oriente y occidente al reino de los cielos".
Isaías 2,1-5. Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y de Jerusalén: Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos. Dirán: "Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén, la palabra del Señor." Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor.
Salmo: 121 ¡Qué alegría cuando me dijeron: / "Vamos a la casa del Señor"! / Ya están pisando nuestros pies / tus umbrales, Jerusalén.
Allá suben las tribus, / las tribus del Señor, / según la costumbre de Israel, / a celebrar el nombre del Señor; / en ella están los tribunales de justicia, / en el palacio de David.
Desead la paz a Jerusalén: / "Vivan seguros los que te aman, / haya paz dentro de tus muros, / seguridad en tus palacios."
Por mis hermanos y compañeros, / voy a decir: "La paz contigo." / Por la casa del Señor, nuestro Dios, / te deseo todo bien.
Mateo 8,5-11. En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole: "Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho." Jesús le contestó: "Voy yo a curarlo." Pero el centurión le replicó: "Señor, no soy quien para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: "Ve", y va; al otro: "Ven", y viene; a mi criado: "Haz esto", y lo hace." Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: "Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos.
Comentario: 1. Is 2,1-5 (ver Adviento 1A). Durante las dos primeras semanas de Adviento, la Iglesia nos propondrá la meditación de las «profecías de Isaias», uno de los grandes testigos de la espera mesiánica, s.VIII a.C. Habitaba Jerusalén, la capital del país. Ha visto derrumbarse el Reino del Norte, Samaria, bajo los golpes de los Asirios, y siente venir la misma amenaza para el Reino del Sur. Es pues en el contexto histórico de una catástrofe inminente cuando el profeta anuncia la esperanza de un Mesías que aportará la paz. Sus pasajes serán anuncios de esperanza, de salvación, de futuro más optimista para el resto de Israel, para los demás pueblos, e incluso para todo el cosmos.
Comenta San Agustín: «Este monte fue una piedra pequeña que, al caer, llenó el mundo. Así lo describe Daniel. Acercáos al monte, subid a él, y quienes hayáis subido no descendáis. Allí estaréis seguros y protegidos. El monte que os sirve de refugio es Cristo» (Sermón 62, A 3, en Cartago hacia 399). Sión es la colina que domina la ciudad de Jerusalén. En la visión profética, Isaías contempla esa colina en el momento de la intervención salvífica de Dios al final de los tiempos. Desde la Iglesia se difunde el conocimiento de Dios y su palabra, que ilumina a los hombres y les indica el camino que han de seguir para lograr su salvación.
Empezamos con una proclama misionera y universalista. El profeta, que ve la historia desde los ojos de Dios, anuncia la luz y la salvación para todos los pueblos. Jerusalén será como el faro que ilumina a todos los pueblos. Un faro situado en una montaña alta, para que todos lo vean desde lejos. Dios quiere enseñar desde aquí sus caminos, y los pueblos se sentirán contentos y estarán dispuestos a seguir los caminos de Dios, la palabra salvadora que brotará de Jerusalén. Tanto judíos como paganos «caminarán a la luz del Señor» y formarán un solo pueblo. Otro rasgo positivo: habrá paz cuando suceda esto. De las espadas se forjarán arados; de las lanzas, podaderas. Son comparaciones que entiende bien el hombre del campo. Y nadie levantará la espada contra nadie. No habrá guerra. Y esto lo entendemos todos, con cierta envidia, porque tenemos experiencia de espadas levantadas, más o menos lejos de nosotros, en guerras fratricidas. (En la lectura alternativa de Isaías 4, que se puede leer en el ciclo A, también se proclama un mensaje que abre el corazón a la confianza. El plan de Dios, a pesar de la triste historia de su pueblo, que será desterrado por su propia culpa, es rescatar un «vástago», aludiendo inmediatamente al nacimiento del rey Ezequías, pero con una clara perspectiva mesiánica, y formar un «resto» de personas creyentes: purificarlas de sus faltas, limpiar las manchas de sangre, protegerlas de día como una nube refrescante, y de noche guiarlas como una columna de fuego, como en el desierto al pueblo que huía de Egipto. Qué hermosa imagen: Dios «refugio en el aguacero y cobijo en el chubasco» para todos).
-Aquel día, el «germen» que el Señor hará crecer será el honor y la gloria de los «supervivientes» de Israel. Y el «fruto de la tierra» será su honra y su corona. El Mesías es presentado como un «germen»: una potencia de vida, el comienzo de un proceso vital que se desarrollará... Una «pequeña semilla", dirá Jesús, que ¡«llegará a ser un gran árbol»! El Mesías es pues, a la vez, Jesús y la Iglesia; Jesús y la vida que sale de Jesús; Jesús como germen de todo lo que ha nacido de El. Gracias, Señor. ¡Mi vida viene de ti! El Mesías es también presentado como «un fruto de la tierra», no es un «cuerpo extraño» caído del cielo... es más bien el fruto de una lenta y larga germinación. Todo un pueblo lo ha preparado y esperado. Una mujer, una madre sobre todo lo ha preparado y esperado. Y desde ese primer día de Adviento, contemplamos esa preparación en el corazón y el cuerpo de María. ¿Qué voy a hacer, a mi vez, para preparar la venida de Cristo?
-Entonces, a los «restantes» de Sión, a los «supervivientes» de Jerusalén, se les llamará santos. La gloria del futuro rey sólo se revelará al pequeño grupo de los que habrán escapado del desastre... al pequeño resto de los supervivientes. De modo que hay que procurar aguantar, "sobrevivir". La vida cristiana no es tampoco una cosa fácil: es más bien un tratar de sobrevivir. Hay que aferrarse a la vida, perseverar, luchar contra las fuerzas contrarias. Ese tiempo de Adviento, ¿será para mí una ocasión de preparar mis energías? ¿de tomar algunas decisiones de sobrevivencia cristiana?
-Entonces vivirán... Cuando el Señor haya lavado la inmundicia de las hijas de Sión y, con viento justiciero... haya purificado Jerusalén de la sangre por ella derramada. Las perspectivas de felicidad y de gloria mesiánicas, sólo se realizarán después de una prueba purificadora. Encontramos aquí la opción fundamental de san Pablo en la Epístola a los Romanos: el Señor es quien salva... no es el hombre quien «se» salva... Netamente nos orientamos hacia una religión de "la salvación que Dios da", la que valoriza la prioridad de Dios. En general, ¿se siente el hombre moderno llevado preferentemente a un voluntarismo, un estoicismo: a ser el autor de su propia salvación, a conquistar su valer por su empeño y su valentía? Pero bien sabemos que esa actitud es vana. Concédenos, Señor, la gracia de ser acogedores; lávanos.... purifícanos... Haznos, Señor, disponibles a esa conversión que Tú quieres obrar en nosotros.
-Entonces, sobre la montaña de Sión, sobre las asambleas festivas, el Señor creará una nube... como dosel, una techumbre de follaje... que será protección contra el calor diurno y refugio y abrigo contra el temporal y la lluvia. Es el anuncio de la restauración de Jerusalén, después de la destrucción. Gozo, paz, paraíso. El Mesías aporta una expansión total y nueva. ¿Mi religión es de alegría? Un gozo que he de ir construyendo lentamente a través de la prueba (Noel Quesson).
Con gran fuerza poética describe Isaías el juicio de Yahvé contra su pueblo. Es la primera parte de nuestro texto: Is 2,6-22. La prosperidad material y la «seguridad» que le proporcionan las alianzas con los países extranjeros han dado origen a la soberbia, a la superstición y al lujo. En lugar de hacerse fuerte en Yahvé, tal como le exigía la alianza, ha buscado la seguridad en riquezas ilusorias: "su país está lleno de plata y oro, sus tesoros no tienen número, su país está lleno de caballos y sus carros no tienen número" (v 7). Son los típicos medios con los que el hombre busca su independencia de Dios, la autosalvación. La orgullosa autonomía del hombre es para Isaías el auténtico pecado de idolatría: con el oro y con la plata, con los pertrechos bélicos, el hombre intenta no tener necesidad de Dios, se autodiviniza. La idolatría efectiva no es sino la consagración religiosa de una actitud esencialmente impía. En esta primera parte del texto ocupa un lugar importante la descripción del día de Yahvé, incluida en un conjunto de sentencias entre las cuales destacan: el abajamiento del hombre; la exaltación de Dios (2,9.11.17); la pequeñez del hombre frente a la manifestación de Dios (2,10.19.21); rechazo de los ídolos (2,18.20). El día de Yahvé es un juicio contra la soberbia humana. Con el terror que el hombre experimenta delante de Dios que se manifiesta, el profeta pone en cuestión la vida humana como existencia autónoma. Lo que Isaías había experimentado en la vivencia de su vocación, ahora lo extiende a todos los hombres. Las creaciones de la naturaleza y de la cultura no son destruidas como tales, sino en la medida en que el hombre se sirve de ellas para aumentar su arrogancia, que le incapacita para ver que el único grande es Dios. La orgullosa autonomía del hombre es para Isaías la fuente de todos los pecados particulares y, por eso, la característica fundamental de la actitud antidivina. Pero el castigo, la destrucción y la muerte no son la última palabra de Dios. Es lo que quiere hacer comprender la segunda parte del texto (4,2-6). Yahvé volverá a estar con su pueblo como cuando le acompañaba a través del desierto. Se abre una perspectiva de salvación que estimula la fidelidad religiosa del resto íntegramente restaurado después de una prueba purificadora (F. Raurell).
Necesitamos acoger y recibir al Señor que quiere instalarse entre nosotros en esta Navidad. Aunque, como el centurión, podemos exclamar que no somos dignos de que el Señor venga a nosotros por las innumerables muertes que acontecen diariamente en muchos países de nuestro mundo a manos de insurrecciones o de regímenes totalitarios, etc. de los que no hemos de sentirnos ajenos, por la corrupción que reina en tantos estamentos, pero sobre todo, por la injusticia institucionalizada que socava los derechos de las grandes mayorías, los pobres, los sin voz y los menospreciados; estamos seguros de que la salvación que trae Jesús es para todos los que lo acojan con fe. Una voz de esperanza nos trae el profeta Isaías: su visión no es, para nosotros, la de un futuro lejano, porque ya se ha realizado plenamente en Jesús de Nazaret. Marchar por las sendas del Señor, seguir sus caminos, es un reto para nosotros hoy. El armamentismo se ha convertido en uno de los grandes problemas del mundo hoy, pero el profeta anuncia que cuando se acepte la presencia de Dios en medio de nosotros, no habrá más guerras, ninguna nación se alzará contra otra, ni se prepararán para la guerra. Tampoco se necesitarán las armas, y las que ya existen serán cambiadas por instrumentos para la labranza. El ideal de la paz que el Señor, ofrece a quienes confían en él, porque como dice el salmista: "Por amor a mis hermanos diré: la paz contigo". Sólo el amor y la justicia pueden traernos la paz, y en el Niño de Belén Dios se ha hecho persona humana para traernos esa paz tan anhelada.
La desgracia es interpretada como intervención de Dios, una intervención justa desde la concepción de la Alianza: Dios había prometido su favor y el pueblo se había comprometido a la fidelidad; rota una de las partes del trato, el trato (Alianza) quedó sin efecto, por lo que la destrucción de Jerusalén era un hecho. Sin embargo, no todos son tratados de la misma manera. Quedó un resto, un pequeño grupo, el verdadero pueblo de Dios, que se mantuvo fiel a la Alianza. Estos los que sufrieron antes los atropellos de los dirigentes, los que fueron expoliados y ultrajados en sus derechos, los que no contaban para el poder, los excluidos de siempre, que sin embargo no renegaron de Dios. Este grupo es protegido, un toldo caerá sobre ellos mientras que otros recibirán la destrucción. Serán protegidos del calor del caminar bajo el sol abrasador y del temporal que destruirá a los culpables. El resto por fin ve cumplida, para ellos, la Alianza. Han sufrido y no han desesperado, han sido despojados y no renegaron de Dios. Llega el Día de Yavé, día de justicia para todos. Para los destructores, llegará la destrucción; para los excluidos, llegará la protección y el amparo. Muchos que se consideraban del pueblo de Dios, recibirán la sorpresa del castigo, y muchos más, como el mismo centurión del evangelio, serán recibidos bajo la protección amorosa de Dios. Sin duda, un texto de esperanza para el "pequeño resto" (aunque en número sean multitud) de nuestro mundo, que espera la justicia de una vez por todas (servicio bíblico latinoamericano).

2. Luz. Orientación. Paz. Buena perspectiva. Empezamos con anuncios que alimentan nuestra confianza. Podemos cantar, con más razón que los mismos judíos, amantes de Jerusalén, su capital: «qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor». Si a ellos les produce alegría dirigir su mirada a la ciudad bien construida, a nosotros esa ciudad nos recuerda la comunidad eclesial y en definitiva a la Jerusalén del cielo, que encierra ahora todos los valores que Dios ha querido dar a la humanidad por su Hijo Jesús: paz, justicia, seguridad, cobijo. –El Salmo 121 era un canto de los peregrinos que se acercaban a Jerusalén. Allí, en la ciudad, en el templo, el piadoso israelita se ponía en contacto con Dios. Jerusalén es imagen del reino escatológico, al que suben todas las gentes. Por eso, al saber que ese reino viene, nos alegramos también nosotros preparándonos a la solemnidad de Navidad, que es como una pregustación del reino futuro. ¡Qué alegría cuando nos dijeron: vamos a la casa del Señor, a la Iglesia, a la celebración litúrgica! Deseamos que todos los hombres vengan a celebrar con nosotros ese culto, para prepararnos a recibir la salvación que Cristo nos ofrece a todos con su venida.
Así lo comentaba Juan Pablo II: “La oración que acabamos de escuchar y gustar es uno de los más hermosos y apasionados cánticos de las subidas. Se trata del salmo 121, una celebración viva y comunitaria en Jerusalén, la ciudad santa hacia la que suben los peregrinos. En efecto, al inicio, se funden dos momentos vividos por el fiel: el del día en que aceptó la invitación a "ir a la casa del Señor" (v. 1) y el de la gozosa llegada a los "umbrales" de Jerusalén (cf. v. 2). Sus pies ya pisan, por fin, la tierra santa y amada. Precisamente entonces sus labios se abren para elevar un canto de fiesta en honor de Sión, considerada en su profundo significado espiritual…
A ella suben "a celebrar el nombre del Señor" (v. 4) en el lugar que la "ley de Israel" (Dt 12,13-14; 16,16) estableció como único santuario legítimo y perfecto. En Jerusalén hay otra realidad importante, que es también signo de la presencia de Dios en Israel: son "los tribunales de justicia en el palacio de David" (v 5); es decir, en ella gobierna la dinastía davídica, expresión de la acción divina en la historia, que desembocaría en el Mesías (cf 2 S 7,8-16).
Se habla de "los tribunales de justicia en el palacio de David" (v. 5) porque el rey era también el juez supremo. Así, Jerusalén, capital política, era también la sede judicial más alta, donde se resolvían en última instancia las controversias: de ese modo, al salir de Sión, los peregrinos judíos volvían a sus aldeas más justos y pacificados. El Salmo ha trazado, así, un retrato ideal de la ciudad santa en su función religiosa y social, mostrando que la religión bíblica no es abstracta ni intimista, sino que es fermento de justicia y solidaridad. Tras la comunión con Dios viene necesariamente la comunión de los hermanos entre sí.
Llegamos ahora a la invocación final (cf vv 6-9). Toda ella está marcada por la palabra hebrea shalom, "paz", tradicionalmente considerada como parte del nombre mismo de la ciudad santa: Jerushalajim, interpretada como "ciudad de la paz". Como es sabido, shalom alude a la paz mesiánica, que entraña alegría, prosperidad, bien, abundancia. Más aún, en la despedida que el peregrino dirige al templo, a la "casa del Señor, nuestro Dios", además de la paz se añade el "bien": "te deseo todo bien" (v 9). Así, anticipadamente, se tiene el saludo franciscano: "¡Paz y bien!". Todos tenemos algo de espíritu franciscano. Es un deseo de bendición sobre los fieles que aman la ciudad santa, sobre su realidad física de muros y palacios, en los que late la vida de un pueblo, y sobre todos los hermanos y los amigos. De este modo, Jerusalén se transformará en un hogar de armonía y paz.
Concluyamos nuestra meditación sobre el salmo 121 con la reflexión de uno de los Santos Padres, para los cuales la Jerusalén antigua era signo de otra Jerusalén, también "fundada como ciudad bien compacta". Esta ciudad -recuerda san Gregorio Magno en sus Homilías sobre Ezequiel- "ya tiene aquí un gran edificio en las costumbres de los santos. En un edificio una piedra soporta la otra, porque se pone una piedra sobre otra, y la que soporta a otra es a su vez soportada por otra. Del mismo modo, exactamente así, en la santa Iglesia cada uno soporta al otro y es soportado por el otro. Los más cercanos se sostienen mutuamente, para que por ellos se eleve el edificio de la caridad. Por eso san Pablo recomienda: "Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo" (Ga 6,2). Subrayando la fuerza de esta ley, dice: "La caridad es la ley en su plenitud" (Rm 13,10). En efecto, si yo no me esfuerzo por aceptaros a vosotros tal como sois, y vosotros no os esforzáis por aceptarme tal como soy, no puede construirse el edificio de la caridad entre nosotros, que también estamos unidos por amor recíproco y paciente". Y, para completar la imagen, no conviene olvidar que "hay un cimiento que soporta todo el peso del edificio, y es nuestro Redentor; él solo nos soporta a todos tal como somos. De él dice el Apóstol: "Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo" (1 Co 3,11). El cimiento soporta las piedras, y las piedras no lo soportan a él; es decir, nuestro Redentor soporta el peso de todas nuestras culpas, pero en él no hubo ninguna culpa que sea necesario soportar". Así, el gran Papa san Gregorio nos explica lo que significa el Salmo en concreto para la práctica de nuestra vida. Nos dice que debemos ser en la Iglesia de hoy una verdadera Jerusalén, es decir, un lugar de paz, "soportándonos los unos a los otros" tal como somos; "soportándonos mutuamente" con la gozosa certeza de que el Señor nos "soporta" a todos. Así crece la Iglesia como una verdadera Jerusalén, un lugar de paz. Pero también queremos orar por la ciudad de Jerusalén, para que sea cada vez más un lugar de encuentro entre las religiones y los pueblos; para que sea realmente un lugar de paz”.
Vayamos juntos a la Casa del Señor. Démonos la mano y hagamos el camino. La esperanza no defrauda, si tú vienes conmigo y yo voy contigo. Démonos la mano. En los escabrosos senderos de la vida, por más que a muchos ojos esos senderos les parezcan llanos y floridos, nadie se basta a sí mismo para recorrerlos y mostrarse digno, limpio. Somos cañas frágiles y cualquier viento nos doblega si estamos solos en cualquier empeño. Hagamos el camino. Tú y yo, cualquier tú y cualquier yo, por diferentes que seamos, podemos caminar juntos si vamos buscando un ideal de perfección en la justicia, convivencia, solidaridad. Dispongámonos a hacer camino. La esperanza no defrauda, si nos disponemos a dar la mano y a hacer camino. No nos entretengamos en el disfrute de bienes, placeres y conquistas que florecen y mueren en 24 horas. Comprometámonos en la conquista de felicidad, igualdad, justicia, salvación de la belleza del cosmos y de la humanidad, con decisión y sólida esperanza. Si tú vienes conmigo y yo voy contigo. Tú y yo: personas, no palabras al viento; almas agradecidas y abiertas, no sueños de mal dormir; proyectores de futuro esperanzado, no ilusionistas que engañan a los sentidos y a los ingenuos. Si tú estás a mi lado, yo soy más fuerte y arriesgado en hacer el bien. Si yo estoy contigo, mi corazón se dilata y mi mano se alarga cuando tu corazón y tu mano hacen el bien.
Hacia ti, morada Santa, donde habita el Señor de los Señores, se dirigen nuestros pasos. Hacía ti nos encaminamos jubilosos. En ti ya no habrá ni luto, ni llanto, sino gozo y paz en el Señor. Bienaventurados quienes, a pesar de los sufrimientos por los que tuvieron que pasar a causa de su fidelidad al Señor, ahora viven gozosamente en la presencia del Señor. Si el Señor habita en nosotros como en un templo; si nuestro corazón es esa morada santa de Dios, vivamos como portadores de la paz, de la alegría, del amor, de la misericordia, de la justicia y de la santidad. Que quienes se encuentren con nosotros no encuentren un lugar de sufrimiento sino de paz y de amor fraterno y así recibamos bendiciones, y no maldiciones por habernos convertido en unos malvados o en destructores de la alegría y de la paz de los demás.
Ciudad de paz. A eso está llamada a ser la Iglesia de Cristo. Nos alegramos porque muchos trabajan por la paz; esa paz que nace del perdón y de la reconciliación sincera; esa paz que brota de sabernos hermanos; esa paz que no nos eleva sobre los demás para pisotearles sus derechos. Hay muchos signos de amor y de perdón. Hay muchos que se comprometen a trabajar por el bien de los demás sin odios, sin fronteras, sin marginaciones. Pero nos hemos de lamentar de muchos que son generadores de violencia; incapaces de trabajar por el retorno de los malvados al camino del bien, y que, en lugar de salvarlos, los condenan y los asesinan. Los verdaderos creyentes en Cristo no podemos inventarnos un camino de salvación y santificación del mundo al margen de los criterios de Cristo. Él nos dice que nadie tiene amor más grande que aquel que da su vida por los que ama. Y no podemos amar sólo a los que nos aman, o a los que nos hacen el bien; eso hasta los paganos lo hacen. El Señor nos pide amar, incluso, a los que nos hacen el mal, a los que nos maldicen y persiguen, para que lleguemos a ser perfectos, como el Padre Dios es perfecto. Esforcémonos, guiados por el Espíritu Santo y fortalecidos con la Gracia Divina, en ser los primeros constructores de paz. A partir de ese momento la Iglesia se convertirá en un recinto en el que reine la paz en cada casa y en cada corazón, y dará alegría encaminarse a ella para encontrarse con una comunidad de hermanos, que se encaminan jubilosos hacia la Casa eterna del Padre (homiliacatolia.com).
3. Mt 8,5-11. Los evangelios de Adviento, sacados de varios evangelistas, han sido escogidos para que nos den una especie de cuadro de "la espera"... Muchos hombres, antes de Jesús, han esperado, deseado, anhelado un mesías. Jesús ha venido a colmar y purificar está espera. Nosotros esperamos siempre, hoy también, la plena realización de la salvación, de la felicidad, del Reino y millones de otros hombres están igualmente en esta misma espera, a pesar de no haber encontrado a Cristo, ni saber siquiera que existe, ignorando todo lo que El podría aportarles. Nuestra plegaria, en este tiempo de Adviento debe ser una plegaria de "deseo", y una plegaria "misionera". En los evangelios correspondientes a los textos esperanzados de Isaías se subrayará cada día que Jesús de Nazaret es el que lleva a cumplimiento esta espera, purificándola, además, y madurándola hasta los niveles más profundos de la salvación total. Jesús había entrado en Cafarnaum, un centurión del ejército romano salió a su encuentro y le suplicó... No has sido Tú, Señor, quien ha elegido este encuentro, a la entrada de la ciudad. ¡Este hombre se presenta, inesperado, imprevisto... desconocido! Y sin embargo Dios, por su gracia invisible, ya estaba presente en su corazón, para impulsarle a hacer esta gestión. ¡"Un centurión del ejército de ocupación"! Los romanos eran mal vistos en Palestina. Eran paganos y opresores. Se les volvía la cara a su paso. Ahora bien, este pagano desea y está a la espera... ¡Va hacia Jesús! Ayúdame, Señor, a contemplar en la fe ese mundo pagano que me rodea y que está a la espera. -"Señor, mi criado está postrado en mi casa, paralítico, y padece muchísimo". Los paganos, y los que aún no han descubierto la fe, son a menudo mejores que nosotros: este soldado romano tiene una gran delicadeza. Lejos de despreciar a su sirviente, le ama y hace una gestión por él. Señor, ayúdanos a saber descubrir las cualidades humanas, los valores vividos por tantas y diversas personas. Pensando en mi jornada de hoy, y en las personas que voy a encontrar, te doy gracias, Señor, por sus cualidades, fruto de tu gracia.
Los milagros de Jesús son signos de que ya está irrumpiendo el Reino de Dios. La curación del criado -o del hijo- del centurión por parte de Jesús, es un ejemplo de unas personas paganas que reciben la luz. Lo que el profeta había anunciado, lo cumple Jesús. Él es la verdadera Luz, el vástago que esperaba el pueblo de Israel, el Mesías que trae paz y serenidad, la Palabra eficaz y salvadora que Dios dirige a la humanidad. El centurión era pagano. No pertenecía al pueblo elegido. Más aún, era romano y militar: o sea, pertenecía a la nación que dominaba a Israel. Pero tenía buenas cualidades humanas. Era honrado, consecuente, razonable. Se preocupaba de la salud de su criado. En el fondo, ya tenía fe y Dios estaba actuando en él. Su formación militar y disciplinar, aunque no era exactamente la mejor clave para interpretar el estilo de Jesús, se demostró que era un buen punto de partida para la salvación: «Señor, no soy digno», buena expresión de humildad y de confianza. Jesús le alaba por su actitud y su fe: encontró en él más fe que en muchos de Israel. Jesús siempre aprovecha las disposiciones que encuentra en las personas, aunque de momento sean defectuosas. Desde ahí las ayudará a madurar y llegar a lo que él quiere transmitirles en profundidad. -"Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero mándalo con tu palabra y quedará curado mi criado... ¡Es esta una actitud de Fe! Jesús lo capta al instante. No es una plegaria orgullosa, que exige, que reclama, que quiere forzar la mano. Como empequeñeciéndose, expone su caso. Dame, Señor, esta humildad del centurión: "Señor, yo no soy digno de que Tú entres en mi casa..." -Ni aun en Israel he hallado fe tan grande... Yo os declaro que vendrán muchos gentiles del oriente y del occidente y estarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos. Jesús ha pensado en todos los que "vendrán", en todos los que están aún a la espera. Para El no hay privilegio de raza ni de cultura. Todos los hombres, de todas partes, están invitados y están en marcha. ¿Tengo un corazón "universal" como Jesús? ¿Un corazón "misionero"? (Noel Quesson).
De la oración colecta: “Concédenos, Señor, Dios nuestro, anhelar de tal manera la llegada de tu Hijo Jesucristo, que cuando llame a nuestras puertas, nos encuentre velando en oración y cantando sus alabanzas”… “¡El Señor está cerca!” Es el grito que la liturgia hace resonar en nuestros oídos de mil modos diferentes, a lo largo de estas semanas preparándonos para la venida del Señor. Pues “Adviento” es preparación para “la venida”: Jesús quiere llegarse a nuestra alma –como nació en Belén- por la gracia, el día de Navidad. Hay un famoso cuadro en la catedral de San Pablo, en Londres, que se paseó por medio mundo, muestra Jesús llamando a nuestra puerta. Cuando fue presentado por el pintor, un asistente le hizo ver que quizá se había olvidado la manecilla de la puerta, por que Jesús pudiera entrar. Pero el autor aprovechó para explicarle que esa puerta, la de nuestro corazón, no tiene picaporte por fuera, sólo se puede abrir por dentro. Por eso, mientras hacemos memoria de nuestra salvación y agradecemos la próxima venida del Hijo de Dios a la tierra, nos preparamos para abrirle la puerta de nuestro corazón, de modo que pueda entrar, aquel que así lo haga –dice la primera lectura, de Isaías- “será llamado santo, así como todo el que está escrito en la vida en Jerusalén”: esta venida está relacionada con la final, venida de Jesús al término del mundo como Juez supremo de vivos y muertos. Y esta preparación –sigue Isaías- “ocurrirá cuando limpiare el Señor las manchas de las hijas de Sión y lavare la sangre de Jerusalén con espíritu de justicia y con espíritu de ardor”. Como canta el salmo, nuestra respuesta ha de ser alegre, decidida: “iremos con alegría a la casa del Señor”, deseando ese día de la salvación, deseando que Jesús venga: “Ven para librarnos, Señor Dios nuestro; muéstranos tu rostro, y seremos salvos” (Aleluya).
Esta es la salvación que proclama el Evangelio, con la fe del Centurión que ruega por su siervo enfermo. “Y le dijo Jesús: ‘yo iré y lo sanaré’. Y respondiendo el centurión, dijo: ‘Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero mándalo con tu palabra y será sano mi siervo’…” Jesús se emociona con esas palabras: “se maravilló y dijo a los que le seguían: ‘verdaderamente os digo que no he hallado fe tan grande en Israel’”… Cuando en cada Misa recordemos esas palabras antes de comulgar, podemos renovar nuestra fe, y pedir al Señor la curación de nuestra alma, que venga y nos transforme. En ese pasaje, además, podemos responder a la pregunta que el Papa hace en su Encíclica: “¿Es individualista la esperanza cristiana?” Muchos piensan en “salvarse”, como recuerda H. de Lubac: « ¿He encontrado la alegría? No... He encontrado mi alegría. Y esto es algo terriblemente diverso... La alegría de Jesús puede ser personal. Puede pertenecer a una sola persona, y ésta se salva. Está en paz..., ahora y por siempre, pero ella sola. Esta soledad de la alegría no la perturba. Al contrario: ¡Ella es precisamente la elegida! En su bienaventuranza atraviesa felizmente las batallas con una rosa en la mano ». Pero esto no es así, sigue diciendo de Lubac, siguiendo la teología de los Padres: “la salvación ha sido considerada siempre como una realidad comunitaria”, como vemos en el Centurión, que se ocupa de su siervo, como vemos en la lectura de Isaias que habla de una « ciudad » (Sión, Jerusalén) “y, por tanto, de una salvación comunitaria”. El pecado aparece “como la destrucción de la unidad del género humano, como ruptura y división. Babel, el lugar de la confusión de las lenguas y de la separación, se muestra como expresión de lo que es el pecado en su raíz”. Hoy también aparecen esas nuevas Babeles, multitudes incomunicadas, una agresividad en el ambiente… Entonces, ¿es algo a la ver personal y comunitario, y en qué consiste?
En la Carta a Proba, san Agustín “intenta explicar un poco esta desconocida realidad conocida que vamos buscando”. Buscamos « vida bienaventurada [feliz] ». como expresa tan bien el Salmo 144 [143],15: « Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor ». Y dice Agustín: « Para que podamos formar parte de este pueblo y llegar [...] a vivir con Dios eternamente, ‘‘el precepto tiene por objeto el amor, que brota de un corazón limpio, de una buena conciencia y de una fe sincera'' (1 Tm 1,5) ». La mirada limpia del corazón nos lleva a pensar en los demás, salir de uno mismo con el don de sí, expresión de esa esperanza cierta, esa es la llave que abre la puerta a Jesús Salvador.
Este Adviento ha empezado como un tiempo de gracia para todos, los cercanos y los alejados. Adviento y Navidad son un pregón de confianza. Dios quiere salvar a todos, sea cual sea su estado anímico, su historia personal o comunitaria. En medio del desconcierto general de la sociedad, él quiere orientar a todas las personas de buena voluntad y señalarles los caminos de la verdadera salvación. El faro es -debe ser- ahora la Iglesia, la comunidad de Jesús, si en verdad sabe anunciar al mundo la Buena Noticia de su Evangelio.
Hoy también, muchas personas, aunque nos parezcan alejadas, muestran como el centurión buenos sentimientos. Tienen buen corazón. ¿Sucederá también este año que esas personas tal vez respondan mejor a la salvación de Jesús que nosotros? ¿estarán más dispuestas a pedirle la salvación, porque sienten su necesidad, mientras que nosotros no la sentimos con la misma urgencia? ¿tendrá que decir otra vez Jesús que ha encontrado más fe en esas personas de peor fama pero mejores sentimientos que entre los cristianos «buenos»? ¿Vendrán de Oriente y Occidente -o sea, de ámbitos que nosotros no esperaríamos, porque estamos un poco encerrados en nuestros círculos oficialmente buenos- personas que celebrarán mejor la Navidad que nosotros? ¿O nos creemos ya santos, merecedores de los dones de Dios?
Si en nuestra vida decidimos bajar la espada y no atacar a nadie, estamos dando testimonio de que los tiempos mesiánicos ya han llegado. Bienaventurados los que obran la paz. Los que trabajan para que haya más justicia en este mundo y se vayan corrigiendo las graves situaciones de injusticia, son los que mejor celebrarán el Adviento. No es que Jesús vaya a hacer milagros, sino que seremos nosotros, sus seguidores, los que trabajemos por llevar a cabo su programa de justicia y de paz.
Cuando seamos hoy invitados a la comunión, podemos decir con la misma humilde confianza del centurión que no somos dignos de que Cristo Jesús venga a nuestra casa, y le pediremos que él mismo nos prepare para que su Cuerpo y su Sangre sean en verdad alimento de vida eterna para nosotros, y una Navidad anticipada (J. Aldazábal).
Comienza el ADVIENTO. Un tiempo que nos invita a estar abiertos a la Palabra, para que el día de Navidad esta Palabra se haga carne en cada uno de nosotros. Esta Palabra que puede despertar en nosotros múltiples sensaciones dormidas. Hoy nos invita a la ADMIRACIÓN. "Jesús se quedó admirado", nos dice el evangelio. Es la única ocasión en que vemos a Jesús admirándose. Hasta ahora habíamos visto cómo era Él el que despertaba la admiración de sus conciudadanos. Recordemos cómo su padre y su madre estaban admirados de las cosas que se decían de Él. O cómo los discípulos se quedaron admirados al verle secar la higuera o mandar a los vientos. O cómo dejó admirados a fariseos y herodianos cuando respondió a su pregunta de si era lícito pagar el tributo al César. O cómo dejaba a todos admirados de su inteligencia y de sus respuestas, a pesar de ser hijo de José. O cómo en el colmo de su admiración decían: "todo lo ha hecho bien".
Pero en esta ocasión es el Maestro el que se admira. Y es un pagano, un militar, el que consigue despertar su admiración. No es ninguno de sus discípulos, no es ningún acontecimiento espectacular, no es ningún superdotado. ¿Qué es lo que hace que Jesús se admire? La fe. La fe es lo único capaz de despertar su más profunda admiración. Y también la nuestra. Porque la fe es un milagro. Cuántas veces hemos visto a gente sencilla sufrir en silencio acontecimientos que ni el más fuerte y dotado hubiera sido capaz de soportar sin lamentarse. Cuántas veces les hemos envidiado por esa fortaleza, por esa seguridad, por esa pacífica aceptación. Y es que son los más humildes y sencillos los únicos capaces de ver en cada acontecimiento la mano de Dios. Los únicos capaces de creer en la presencia de Dios en los acontecimientos de cada día. Los únicos capaces de creer en la omnipotencia de Dios. Como el centurión.
Algún día necesitarás de esa fe. Quizá hoy mismo ya la necesitas. Porque hace falta tener fe para creer que, a pesar de los rumores de guerra y de violencia, al final un niño conseguirá forjar arados de las espadas y podaderas de las lanzas. Si lo creemos puede que también nosotros dejemos admirado a Jesús. Vuestro hermano en la fe, Vicente.
Mateo nos presenta en el Evangelio a un centurión en Cafarnaún, la aldea de pescadores, a orilla del lago de Genesaret, que Jesús había convertido en el epicentro de su actividad. El centurión era un militar de bajo grado que comandaba una patrulla de unos 100 soldados. Debía ser un romano o un mercenario, en todo caso un pagano. El centurión ruega por un criado suyo enfermo de parálisis, y cuando Jesús propone ir a curarlo el centurión le dice algo admirable: que simplemente dé una orden de curación y su criado sanará, que él nos es digno de que Jesús entre en su casa, que como mandan los oficiales del ejército y sus órdenes se cumplen, con cuánta más razón se cumplirá la palabra de Cristo. Tan admirable es la respuesta que Jesús la alaba y anuncia la entrada en el reino de muchos paganos, gracias a su fe. Y tan admirable es que seguimos repitiéndola cada vez que celebramos la eucaristía: confesamos nuestra indignidad para que Jesús venga a nosotros en el pan consagrado, le pedimos que pronuncie sobre nosotros la palabra solemne y todopoderosa de salvación. Somos los descendientes de los paganos que nos disponemos con fe a celebrar el nacimiento del Mesías.
Es que el adviento es un tiempo de fe, de adhesión incondicional a la enseñanza de Jesús, de humilde expectativa de su venida a nosotros, sabiendo que para nada somos dignos de su visita. Un tiempo de intensa oración, tan intensa y confiada como la del centurión, pidiendo a Cristo que venga a curar nuestra parálisis, la enfermedad mortal que nos impide ponernos a servir a los hermanos, por egoísmo e indiferencia. Que se avive nuestra fe en este tiempo de preparación para la gran celebración de Navidad; ésta será la mejor luz con que adornemos el pesebre, el mejor regalo que podamos dar a los demás, el de testimoniarles nuestra fe en la omnipotente palabra de Jesús (J. Mateos-F. Camacho).
Yo iré y lo curaré. Jesús, ¡cuántas ganas tienes de hacer el bien! Hay una persona con dolores muy fuertes y ese dolor te remueve. Pero, ¿no sabías que el criado del centurión estaba enfermo antes de que te lo dijera su amo? ¿Por qué no habías ido antes? ¿No había más gente sufriendo dolores fuertes en Cafarnaúm? Jesús, empiezo a prepararme para tu nacimiento y veo que desde Belén hasta la Cruz no rehuyes el dolor ni el sufrimiento: ni el tuyo ni el de los tuyos. José no encuentra sitio en la posada; Herodes os persigue; María sufre cuando te «pierdes» en el Templo. Podías haber evitado todo, pero no lo haces. ¿Por qué? Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre, de la injusticia, de la enfermedad y de la muerte, Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo, sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado, que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas. Jesús, no evitas el sufrimiento sino el pecado. María es concebida sin pecado. Tú te hiciste igual al hombre en todo menos en el pecado. Perdonas los pecados al paralítico antes de curarle de su enfermedad: tus pecados te son perdonado . ¿No será que el sufrimiento no es un mal, y en cambio el pecado sí? Si quiero prepararme bien para tu venida, debo empezar por rechazar el pecado con todas mis fuerzas.
Lázaro resucitó porque oyó la voz de Dios: y enseguida quiso salir de aquel estado. Si no hubiera «querido» moverse, habría muerto de nuevo. Propósito sincero: tener siempre fe en Dios; tener siempre esperanza en Dios; amar siempre a Dios.... que nunca nos abandona, aunque estemos podridos como Lázaro. En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande. Y por eso, Jesús, puedes hacer el milagro. Propósito sincero: tener siempre fe en Dios. Jesús, quiero moverme, quiero salir de este estado mortecino o muerto en el que me encuentro. Quiero oír tu voz, tu llamada, y salir del mundo de mis miserias, de mis egoísmos, de mis envidias, de mis planes y proyectos personales en los que no cabe Dios ni los demás. Mi alma yace quizá un poco paralítica porque no tiene fuerza para vencer la comodidad, la vanidad, la sensualidad, el egoísmo. Yo iré y lo curaré. Jesús, vas a venir al mundo para salvarme, pero aún no soy digno de que entres en mi casa. Quiero prepararme bien. Quiero aprender a amarte. Y veo que lo primero que debo hacer es limpiarme, rechazar el pecado de verdad, empezando por acudir al sacramento de la confesión. Jesús, vas a venir al mundo para salvar a todos los hombres. No sólo a los de Israel: muchos de Oriente y Occidente vendrán y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos. No haces grupitos, buscas a todos: sabios y menos sabios, ricos y pobres, sanos y enfermos. Has venido a salvar a todos y por eso de todos esperas una respuesta. Que sepa responder con fe -con mi vida de cristiano- a esa muestra tan grande de amor que es tu Encarnación: la demostración más clara de que Tú no me abandonas.
Prepararnos para recibir a Jesús. Cada día que transcurre es un paso más hacia la celebración del nacimiento del Redentor y, por lo tanto, un motivo grande de alegría. Junto a esa alegría, es inevitable que nos sintamos cada vez más indignos de recibir al Señor. Toda preparación debe parecernos poca, y toda delicadeza insuficiente para recibir a Jesús. Si alguna vez nos sentimos fríos o físicamente desganados no por eso vamos a dejar de comulgar. Procuraremos salir de ese estado ejercitando más la fe, la esperanza y el amor. Y si se tratara de tibieza o de rutina, está en nuestras manos removerlas, pues contamos con la ayuda de la gracia. Nosotros, al pensar en el Señor que nos espera, podemos cantar llenos de gozo en lo más íntimo de nuestra alma: ¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor! (Salmo 121,1-2). El Señor también se alegra cuando ve nuestro esfuerzo para recibirlo con una gran dignidad y amor.
El Evangelio de la Misa (Mt 8,5-13) nos trae las palabras de un centurión del ejército romano que han servido para la preparación inmediata de la Comunión a los cristianos de todos los tiempos: Domine, non sum dignus –Señor, yo no soy digno. La fe, la humildad y la delicadeza se unen en el alma de este hombre: la Iglesia nos invita no sólo a repetir sus palabras como preparación para recibir a Jesús cuando viene a nosotros en la Sagrada Comunión, sino a imitar las disposiciones de su alma.
Prepararnos para recibir al Señor en la Comunión significa en primer lugar recibirle en gracia. Cometería un sacrilegio quien fuera a comulgar en pecado mortal. Hemos de preparar esmeradamente el alma y el cuerpo: deseo de purificación, luchar por vivir en presencia de Dios durante el día, cumplir lo mejor posible nuestros deberes cotidianos, llenar la jornada de actos de desagravio, de acciones de gracias y comuniones espirituales. Junto a estas disposiciones interiores, y como su necesaria manifestación, están las del cuerpo: el ayuno prescrito por la iglesia, las posturas, el modo de vestir, etc. , que son signos de respeto y reverencia. Pidámosle a Nuestra Señora que nos enseñe a comulgar “con aquella pureza, humildad y devoción” con que Ella recibió a Jesús en su seno bendito, “con el espíritu y fervor de los santos”, aunque nos sintamos indignos y poca cosa (Francisco Fernández Carvajal).
Jesús pondera hoy la fe de este hombre que no pertenece al pueblo de Israel, pero de un hombre que cree sin ver, de una hombre que está seguro que el “rabí” tiene poder para hacer lo que le está pidiendo. Este es el tiempo de fe que es capaz de mover montañas. Sería bueno que al iniciar este tiempo de Adviento nosotros nos preguntamos si VERDADERAMENTE creemos en la palabra de Jesús. Muchos cristianos dicen creer pero, esperan constantemente signos, señales manifestaciones sensibles de lo que dicen creer. Creer, es la seguridad de lo que no se ve. ¿Podríamos decir que nuestra fe es como la de este centurión? ¿Cuál es tu actitud para lo que lees en la Biblia? (Ernesto María Caro).
Ayer, en la celebración de la Eucarística estás palabras del centurión, que repetimos antes de acercarnos a comulgar, quemaban todo mi cuerpo. Sentía un fuego especial ardiendo en todo mi ser. “Señor, yo no soy digna de que entres en mi casa, pero di una palabra y yo sanaré”. Cerraba los ojos y disfrutaba de esta frase, esperando para oír la palabra que me devolviera la dignidad de hija de Dios que en cada momento, a causa de mi testarudez, pierdo, o yo creo que pierdo. El centurión pronuncia estas palabras al oír que Jesús se dispone a ir personalmente a curar a su siervo. El no se siente digno, pero está seguro de que con tan sólo Jesús decir una palabra, su siervo sanará. Él confía en que sólo una palabra basta. Él cree en quien puede decir esta palabra. Ante tanta demostración de fe, Jesús queda admirado. Todavía mi fe no es tan profunda como la del centurión. Todavía no oigo esa palabra que necesito para sanar. Todavía estoy dando vueltas y vueltas en mi interior. Mi mente no está en paz. Quiere controlar demasiado. Se encierra demasiado. Señor: abre mis oídos y mi corazón para oír tu palabra y saber que me sanarás. Dios nos bendice, Miosotis.
La salvación que Dios nos ofrece en su Hijo, hecho uno de nosotros por obra del Espíritu Santo en el seno de María virgen, no está limitada a un pueblo o grupo. Dios quiere que todos los hombres se salven. Lo único que Dios espera de nosotros es que creamos en Aquel que Él nos ha enviado. Conocemos nuestras miserias y sabemos que a veces nuestro corazón está más sucio que aquel pesebre en el que fue recostado el niño Jesús. No somos dignos de que el Señor venga a nosotros. Tal vez, como Pedro, tengamos que decir: Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador. Pero el Señor quiere hacer su morada en nosotros. No espera que nosotros hagamos algo, sino sólo que le dejemos hacer su obra en nosotros. Él se encargará de lo demás. Si depositamos nuestra fe en Él, a pesar de que pareciera imposible darle un nuevo rumbo a nuestra vida y a nuestra historia, Él, permaneciendo en medio de nosotros, podrá decirnos: Anda, que te suceda conforme has creído. Dios se ha hecho cercanía a nosotros. Más aún, ha hecho su morada en nosotros, indignos y pecadores. Dejémosle que nos sane de las heridas que el pecado ha dejado en nosotros, para que renovados, hechos criaturas nuevas en Él, podamos no sólo reconocerlo como Señor en nuestra vida, sino amarlo amando a nuestro prójimo como Dios lo ha hecho con nosotros. Entonces la presencia del Señor en el mundo continuará hasta el final del tiempo, con todo su poder salvador, por medio de su Iglesia. En esta Eucaristía el Señor sale a nuestro encuentro para ofrecernos su salvación. Él es quien ha tomado la iniciativa de buscarnos hasta encontrarnos para invitarnos a recibir su perdón y a participar de su Vida. A Él no le importan nuestras miserias y pecado pasados, pues Él, al crearnos, no nos llamó para que fuésemos condenados, sino para que vivamos con Él eternamente. A pesar de que no formábamos parte del pueblo elegido, Dios ha querido sentarnos a su mesa, y alimentarnos con el Cuerpo y la Sangre de su propio Hijo. El Señor se ha hecho siervo de todos pues, mediante la entrega de su propia vida, nos purifica para presentarnos, resplandecientes por el amor, ante su Padre Dios. El Señor no quiere que caminemos más en tinieblas, sino que, llenos de su Vida y de su Espíritu, por la participación en nosotros de Aquel que es la Luz, seamos también nosotros luz bajo la cual caminen todas las naciones y reciban la instrucción que les muestre el camino que les conduzca a su unión con Dios. El Señor, a pesar de nuestra indignidad, ha hecho su morada en nosotros. Él, desde su Iglesia continúa instruyendo en el camino del bien a todos los hombres. Por eso no podemos convertir la Comunidad de creyentes en Cristo en ocasión de escándalo o tropiezo para los demás. Entre nosotros deben estrecharse día a día nuestras relaciones fraternas, de tal forma que, como consecuencia de ello, podamos ser constructores de paz. Jamás podemos rechazar a quienes, a tientas buscan al Señor, pues es a ellos, especialmente a quienes les hemos de hacer cercano al Señor. Y ¿Cómo les anunciaríamos el Evangelio, cuando en lugar de manifestarles el amor y la misericordia de Dios, les criticáramos y persiguiéramos? Si queremos ser dignos de que el Señor habite en nosotros no sólo debemos dejarnos amar por Dios, sino que, desde ese amor hemos de amar a todos, de tal forma que, no sólo con nuestras palabras, sino con nuestras obras y nuestra vida, experimenten la bondad y la misericordia de Aquel que llega a ellos mediante quienes vivimos en unión con Él. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de una verdadera conversión, para que, llevando una vida digna, preparemos la llegada del Señor al corazón de todos los hombres, de tal forma que algún día todos nos sentemos a la mesa del Señor en su Reino eterno. Amén (www.homiliacatolica.com).
En la película “Los Otros” los niños tienen una enfermedad que les impide estar bajo la luz del sol. Bajo el cuidado de su madre están siempre en las tinieblas- las tinieblas de la muerte- sin saber que existen otros. Su mundo es triste, lúgubre, oscuro pero completo. La madre consigue que no haga falta más, no existen otros. Su mundo no es ideal pero no se quieren asomar a la realidad del mundo que sólo intuyen, pero que puede acabar con el idílico amor egoísta de esa madre por sus hijos. Un mundo en que los otros son sólo sombras que pueden acabar con lo nuestro.
“Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme” estas palabras que decimos todos los días en la Eucaristía, justo antes de recibir en nuestra vida al Rey de Reyes y después que el sacerdote nos repita el anuncio de Juan Bautista “Este es el Cordero de Dios”, se inspiran en las palabras del Centurión del Evangelio de hoy.
No es sólo una frase acertada. Un centurión mandaba sobre cien hombres. Además de ellos tenía sus criados y sirvientes. La “Oficina de defensa del soldado” era una idea que haría morir de risa al Cesar , y no hablemos de los sindicatos que eran, sencillamente, impensables. La provincia de Galilea- lejos de la madre Roma- no era el mejor destino del mundo para dedicarse a la buena vida y relajarse en las termas. A pesar de todos los problemas “objetivos” que harían que cualquier buen soldado quisiera salir de esa mala vida y centrar en esa meta todos sus esfuerzos, nos encontramos con este centurión. Un hombre exigente, sabía mandar: “Le digo a uno “Ve” y va y a otro “Ven” y viene.” Pero a la vez sabía estar pendiente de los que le habían encomendado. Un criado paralítico en aquel entonces tenía menos futuro que un bocadillo de panceta en un congreso de anoréxicos. Lo habitual en aquel tiempo hubiera sido no preocuparse por él, ni tan siquiera enterarse demasiado de su existencia, sustituirlo por otro y aquí paz y después gloria. Sin embargo, este centurión no solamente sabe de la existencia de ese criado, sabe que sufre y no duda en acercarse a aquél del que ha oído que puede hacer algo para rogarle (menuda indignidad, rebajarse así ante un judío) que le curase. Pero es que además “sigue afinando”: piensa que ese judío en casa de un romano contraería impureza y por ello le evita el tener que ir bajo su techo. No te extrañe lo que ocurre después: el Señor se queda admirado y mira más allá, al reino de los cielos. Contempla el día del Reino de Dios, pon buena cara a esos “muchos de oriente y occidente” y descubre que no son “los otros”, son los hijos e hijas de Dios y de nuestra madre la Virgen, que están ahora a tu lado- aunque a veces nos molesten- y que con ellos, por la misericordia de Dios, cantarás: “Vamos alegres a la Casa del Señor” (Archimadrid). Hay muchos hombres y mujeres que sin el rótulo de cristianos realizan mayores y mejores obras que las que nosotros realizamos y a lo mejor tienen una fe mucho más profunda y madura que la nuestra. Esas personas son las que en definitiva están haciendo posible que la realidad del reino brille todavía en un mundo marcado por odios, violencia, egoísmos... Una buena preparación para celebrar este año la Navidad podría ser revisar profundamente la calidad de nuestra fe a la luz de la convicción de que la visita de Dios es un hecho constante, y que esa visita exige de nosotros unas actitudes que vayan más de acuerdo con nuestra fe (Fray Nelson).
Una perspectiva universal. Es interesante ver que nuestros alimentos pueden separarnos, nuestros gustos pueden apartarnos, nuestras preferencias pueden levantar barreras, mientras que los dolores, las necesidades y el hambre nos reúnen. Un judío con hambre padece algo muy semejante a un pagano con hambre; un musulmán enfermo tiene un rostro muy parecido a un ateo enfermo; un budista cansado no camina muy distinto de un protestante cansado. Reconozcámoslo, de manos de la Biblia: nuestras apetencias nos pueden separar, pero las indigencias nos pueden unir. La unidad, pues, no viene por vía de consensos o negociaciones sino por vía de descubrir nuestras miserias.
Esa es precisamente la grandeza del mensaje de Cristo. Nuestro Señor ha centrado todo su mensaje y toda su vida en la atención de las miserias físicas y espirituales del ser humano. Por eso él, sin dejar de ser localizable en el tiempo y el espacio, trasciende con su amor eficaz y con su servicio maravilloso al tiempo y el espacio. Es lo que él mismo anuncia en el evangelio que oímos hoy: "vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el banquete del Reino de los cielos" (Mt 8,11). ¡Qué distancia insalvable parecía separar a este centurión romano de aquellos judíos celosos de sus observancias legales! Mas el dolor de él ante la enfermedad de su amigo es un dolor que puede darse en cualquier cultura, raza o lengua. Al abrir una puerta en su corazón para atender al dolor como tal Jesús se hace universal; Jesús inaugura un modo fantástico de amar que va más allá de las fronteras siempre estrechas de las razas, etnias e incluso de las religiones.
Hoy Cafarnaún es nuestra ciudad y nuestro pueblo, donde hay personas enfermas, conocidas unas, anónimas otras, frecuentemente olvidadas a causa del ritmo frenético que caracteriza a la vida actual: cargados de trabajo, vamos corriendo sin parar y sin pensar en aquellos que, por razón de su enfermedad o de otra circunstancia, quedan al margen y no pueden seguir este ritmo. Sin embargo, Jesús nos dirá un día: «Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). El gran pensador Blaise Pascal recoge esta idea cuando afirma que «Jesucristo, en sus fieles, se encuentra en la agonía de Getsemaní hasta el final de los tiempos». El centurión de Cafarnaún no se olvida de su criado postrado en el lecho, porque lo ama. A pesar de ser más poderoso y de tener más autoridad que su siervo, el centurión agradece todos sus años de servicio y le tiene un gran aprecio. Por esto, movido por el amor, se dirige a Jesús, y en la presencia del Salvador hace una extraordinaria confesión de fe, recogida por la liturgia Eucarística: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa: di una sola palabra y mi criado quedará curado» (Mt 8,8). Esta confesión se fundamenta en la esperanza; brota de la confianza puesta en Jesucristo, y a la vez también de su sentimiento de indignidad personal, que le ayuda a reconocer su propia pobreza. Sólo nos podemos acercar a Jesucristo con una actitud humilde, como la del centurión. Así podremos vivir la esperanza del Adviento: esperanza de salvación y de vida, de reconciliación y de paz. Solamente puede esperar aquel que reconoce su pobreza y es capaz de darse cuenta de que el sentido de su vida no está en él mismo, sino en Dios, poniéndose en las manos del Señor. Acerquémonos con confianza a Cristo y, a la vez, hagamos nuestra la oración del centurión (Joaquim Meseguer).
Contemplamos el dolor, la enfermedad, la pobreza, el sufrimiento de muchos hermanos nuestros. Hay enfermedades que marginan y confinan a quienes las padecen, como si fueran unos malditos, unos parias a los que no deba uno acercarse por temor a contaminarse. Pero no faltan signos de un servicio hecho, siempre con gran amor, a aquellos que han sido despreciados; son gentes de las que nuestro mundo no ha sido digno de recibirlas, pero que se acercaron a nosotros como signo de una Realidad de amor que está más allá de nuestros ojos humanos. Aunque no faltan aquellos que tratan de apagar la vida de los que consideran como una carga familiar y social, de la que hay que deshacerse lo más pronto posible mediante la eutanasia, o marginándolos en lugares lejos de la familia y de la sociedad. El Señor nos quiere en camino para curar las heridas de la enfermedad, del pecado, de la desesperanza, de la soledad, de la marginación, del desprecio. No hemos sido enviados a apagar la fe y la esperanza de los demás, sino a acercarnos a ellos para sentarlos a nuestra mesa, con la misma dignidad a la que todos tenemos derecho, hasta que, algún día, todos seamos dignos de entrar en la Casa eterna del Padre. Hoy el Señor nos reúne en torno a su Mesa para alimentarnos con el Pan de Vida. Nos reúne sin distinción alguna, pues para Él todos tenemos el mismo valor, ya que sus criterios son muy distintos a nuestros criterios mundanos. En Cristo encontramos la reconciliación, la paz y una auténtica vida fraterna. Nuestras reuniones sagradas han de provocar a todos a participar en ellas, no tanto por acciones externas que sean atractivas, pero huecas de fe, sino porque aquí sea posible encontrarse con una comunidad de hermanos, que acogen a todos con gran amor y se preocupan de ellos, especialmente cuando, incluso los suyos, los ha despreciado y abandonado. No somos dignos de estar en la casa del Señor, pero Él quiere sanar las heridas que en nosotros ha abierto el pecado y el egoísmo. Por eso, los que participamos de la Eucaristía, hemos de abrir nuestros corazones a la acción salvadora de Dios; y, libres de nuestras opresiones, nos hemos de poner al servicio de nuestro prójimo para hacerle siempre el bien, amándole como Cristo nos ha amado a nosotros. No cerremos los ojos ante el dolor, ante el sufrimiento, ante el abandono, ante la pobreza, ante las injusticias de que han sido víctimas muchas personas. El Señor quiere que su Iglesia sea portadora de paz. Esa paz que se gana a brazo partido; esa paz que reclama incluso nuestra propia sangre. Ante una humanidad deteriorada por la maldad, pongámonos inmediatamente en camino para dedicarnos a trabajar, con todos los medios posibles a nuestro alcance, para crear una humanidad más sana, más justa, más fraterna y más en paz. No seamos portadores de violencia. Trabajemos conforme a los criterios del Evangelio de Cristo, el cual nos dice que no ha venido a condenarnos, sino a salvarnos. La Iglesia es el vástago del Señor del que se esperan frutos de salvación y no de condenación, ni de destrucción, ni de muerte. Vivamos comprometidos en hacer siempre el bien a todos, de tal forma que en verdad pueda resplandecer, con toda claridad, el Rostro salvador de Cristo Jesús en su Iglesia. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de trabajar constantemente en la construcción entre nosotros del Reino de Dios, como un signo de unidad y de paz en el mundo entero. Amén (homiliacatolica.com).
«Mirad al Señor que viene» (entrada: Jer,31,10; Is 35,4). Pedimos al Señor permanecer alertas a la venida de su Hijo, para que, cuando llegue y llame a la puerta, nos encuentre velando y cantando sus alabanzas (colecta). Las oraciones de ofertorio y postcomunión son las mismas del Domingo anterior.
–Mateo 8,5-11: ¿Quién soy yo para que entres en mi casa? San Agustín ha comentado unas cinco veces este pasaje evangélico. Una de ellas dice: «Cuando se leyó el Evangelio, escuchamos la alabanza de nuestra fe, que se manifiesta en la humildad. Cuando Jesús prometió que iría a la casa del Centurión para curar a su criado, respondió aquel: “¡No soy digno!”... Y declarándose indigno, se hizo digno; digno de que Cristo entrase no en las paredes de su casa, sino en las de su corazón. Pero no lo hubiese dicho con tanta fe y humildad, si no llevase ya en el corazón a Aquel que temía entrase en su casa. En efecto, no sería gran dicha el que el Señor Jesús entrase en el interior de su casa, si no se hallase en su corazón» (Sermón 62, 1, en Cartago hacia el 399). Y el mismo San Agustín: «¿Qué cosa pensáis alabó [Jesús] en la fe de este hombre? La humildad: “¡No soy digno!”… Eso alabó y, porque eso alabó, ésa fue la puerta por la que entró. La humildad del Centurión era la puerta para que el Señor entrase para poseer más plenamente a quien ya poseía» (Sermón 62,A,2). La humildad es una de las virtudes más propias del Adviento, pues nada nos abre tanto como ella a la venida del Salvador. A ella nos exhorta San Bernardo: «Mirad la grandeza del Señor que entra en el mundo, el Hijo del Altísimo... y hecho carne, es colocado en un pobre pesebre... Y amad la humildad, que es el fundamento y la guarda de todas las virtudes... Viendo a Dios tan empequeñecido ¿habrá algo más indigno que la pretensión del hombre de engrandecerse a sí mismo sobre la tierra?» (Sermón en Natividad del Señor 1,1; citado por Manuel Garrido Bonaño).

sábado, 26 de noviembre de 2011

Domingo 1º de Adviento, ciclo B: Adviento es tiempo de espenanza y vela: prepararse para la venida del Señor

Domingo 1º de Adviento, ciclo B: Adviento es tiempo de espenanza y vela: prepararse para la venida del Señor

Lectura del Profeta Isaías 63,16b-17; 64,1. 3b-8. Tú, Señor, eres nuestro padre, / tu nombre de siempre es"nuestro redentor". / Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos / y endureces nuestro corazón para que no te tema? / Vuélvete por amor a tus siervos / y a las tribus de tu heredad.
¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, / derritiendo los montes con tu presencia! / Bajaste, y los montes se derritieron con tu presencia.
Jamás oído oyó ni ojo vio / un Dios, fuera de ti, / que hiciera tanto por el que espera en él. / Sales al encuentro del que practica la justicia / y se acuerda de tus caminos.
Estabas airado y nosotros fracasamos: / aparta nuestras culpas y seremos salvos. / Todos éramos impuros, / nuestra justicia era un paño manchado; / todos nos marchitábamos como follaje, / nuestras culpas nos arrebataban como el viento.
Nadie invocaba tu nombre / ni se esforzaba por aferrarse a ti; / pues nos ocultabas tu rostro / y nos entregabas al poder de nuestra culpa.
Y, sin embargo, Señor, / tú eres nuestro padre, / nosotros, la arcilla, y tú el alfarero: / somos todos obra de tu mano.
No te excedas en la ira, Señor, / no recuerdes siempre nuestra culpa: / mira que somos tu pueblo.

Salmo 79,2ac y 3b. 15-16. 18-19. R/. Señor, Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Pastor de Israel, escucha, / tú que te sientas sobre querubines, resplandece. / Despierta tu poder y ven a salvarnos.
Dios de los ejércitos, vuélvete: / mira desde el cielo, fíjate, / ven a visitar tu viña, / la cepa que tu diestra plantó / y que tú hiciste vigorosa.
Que tu mano proteja a tu escogido, / al hombre que tú fortaleciste. / No nos alejaremos de ti; / danos vida, para que invoquemos tu nombre.

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1,3-9: Hermanos: La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo sean con vosotros. En mi acción de gracias a Dios os tengo siempre presentes, por la gracia que Dios os ha dado en Cristo Jesús. Pues por él habéis sido enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo. De hecho, no carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él os mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el día de Jesucristo, Señor nuestro. Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo, Señor nuestro. ¡Y él es fiel!

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 13,33-37. En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: —Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡velad!

Comentario: «A Ti, Señor, levanto mi alma. Los que esperan en Ti no quedan defraudados» (Entrada). En la colecta (Gelasiano) pedimos al Señor que avive en sus fieles el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino eterno. En la oración del ofertorio (Veronense) suplicamos al Señor acepte los bienes que de Él hemos recibido y, por la presentación del pan y del vino, nos conceda que la acción santa que celebramos sea prenda de salvación para nosotros. En la Comunión: confiamos en que el Señor nos dará sus bienes y la tierra dará su fruto. En la Postcomunión (de nueva redacción, inspirada en los Sacramentarios Veronense y de Bérgamo): suplicamos al Señor que fructifique en nosotros la celebración de los sacramentos, con los que Él nos enseña a descubrir el valor de los bienes eternos y poner en ellos nuestro corazón.
1. –Isaías 63,16-17–64,1.3-8: ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases! La salvación se hace posible para los hombres en la medida en que éstos viven su fidelidad humilde ante Dios, que se nos ha revelado como Padre y nos ama con amor redentor. A veces nos sentimos lejos de Dios, necesitamos un nuevo retorno, y Adviento es tiempo de esperanza, y este domingo se nos recuerda el horizonte último de la historia, la venida del Hijo del Hombre: "cuando venga de nuevo podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera, confiamos alcanzar" (prefacio). Es una llamada a la seriedad. De aquí la recomendación a velar: con frecuencia nos dormimos, nada es automático, es necesaria una verdadera elección, y hay una cierta tensión, en una vida de fe (J. Totosaus). No se trata de una vigilancia “a la defensiva”, sinó de “espera y esperanza”, que nos hace vivir despiertos y otear el horizonte, es un vigilar para que suceda por fin lo que tiene que suceder, que lleva a transformar la realidad y prepara los caminos: atención a los pobres, estar hambrientos de justicia, trabajar por la paz... La vigilancia que el Señor quiere de nosotros es la práctica cotidiana de la justicia, porque "Dios sale al encuentro de los que hacen la justicia" (1a. lectura). Es el cumplimiento de la voluntad del Padre para que venga su reinado. Es, sobre todo, el ejercicio del amor, de un amor que no pasa de largo ante las necesidades del prójimo y que no se hace el despistado, que abre el corazón y los ojos ante los demás. Y cuando hace falta el bolsillo. Vigilar es tener en cuenta a los otros, percatarse de los otros, aceptarlos, amarlos. Es fraternizar, reconocer que Dios es nuestro Padre al tomar en consideración a todos los hombres como verdaderos hermanos (“Eucaristía 1978”). "Vigilar significa estar constantemente alertas, despiertos, a la espera. Significa vivir una actitud de servicio, a disposición del amo que puede volver en cualquier momento. Implica lucha, esfuerzo, renuncia. No es en modo alguno falta de compromiso o indiferencia" (B. Maggioni). Se trata de orientar nuestra atención hacia lo que es verdaderamente importante: la venida del Señor a nuestras vidas y nuestra respuesta de acogida. Se puede relacionar con el canto de entrada y el encendido de la primera vela de la corona de Adviento (J. Aldazábal).
El v. 3 es evocado por S. Pablo para hablar del cielo: “ni ojo vio, ni oído oyó”, las cosas que Diso nos ha preparado, estos dones también han sido muy comentados por S. Roberto Belarmino, Dice san Bernardo en un sermón sobre el Adviento y que se lee en el oficio de lectura del miércoles de la primera semana de Adviento: "Sabemos de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia. Aquéllas son visibles, pero ésta no. En la primera, el Señor se manifestó en la tierra y convivió con los hombres, cuando, como atestigua él mismo, lo vieron y lo odiaron. En la última, "todos verán la salvación de Dios y mirarán al que traspasaron". La intermedia, en cambio, es oculta, y en ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan. De manera que, en la primera venida, el Señor vino en carne y debilidad; en esta segunda, en espíritu y poder y, en la última, en gloria y majestad. Esta venida intermedia es como una senda por la que se pasa de la primera a la última: en la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última, aparecerá como nuestra vida; en ésta, es nuestro descanso y nuestro consuelo". El Adviento, preparación a la Navidad, es la celebración de la esperanza cristiana. Jesucristo, con su vida, muerte y resurrección ya ha traído la plenitud de la vida en Dios a los hombres y nos emplaza a nuestra fidelidad. Es, pues, una esperanza a la vez gozosa, segura y exigente; arraiga en el amor incondicional de Dios, huye de los optimismos frívolos, lleva al compromiso y tiende hacia la plenitud escatológica del momento definitivo de Dios. Es un tiempo de sobriedad: supresión de flores, vestiduras moradas, omisión del Gloria; para destacar que tendemos a la fiesta plena, el retorno del Señor, y la Navidad será su signo. Se conserva el aleluya, signo del gozo de la esperanza. Tiempo mariano: Será positivo colocar en el presbiterio una imagen de la Virgen María, quizá combinando con la corona. Debe ser de María con Jesús, y mucho mejor si María ofrece, muestra el niño; el centro es siempre Jesucristo, a quien María ama y hacia quien conduce y guía. Todos estos signos deben "significar" por sí solos. Es necesaria una mirada a nuestro mundo, a los hombres. Es como es, lleno de luces y de sombras. Según parece, un aspecto muy típico de nuestra posmodernidad es el desencanto. Estamos de vuelta de muchas grandes ilusiones y tenemos miedo al futuro, incierto, con frecuencia amenazador. Hay que iluminar todo con las razones para la esperanza que nos da la fe cristiana: Dios, Plenitud de la Vida que ama al mundo y viene. La venida salvadora de Dios es el gran mensaje de la Navidad, a la que nos preparamos (Gaspar Mora).
2. El Salmo 79 nos mueve a pedir al Señor que nos restaure, que brille su rostro y nos salve. ¡Ven a salvarnos, Señor! ¡Vuélvete hacia nosotros! ¡Ven a visitar tu viña! ¡Que tu mano nos proteja para que no nos alejemos de Ti! ¡Que con todo el fervor de nuestra alma invoquemos tu nombre!: es la Oración de Cristo por la salvación de su viña. Además de ser el Maestro y el Modelo, Cristo es siempre el Mediador y el Sujeto de nuestra oración. Como Mediador, ora por nosotros; como sujeto, es el Orante que une a Sí a la Iglesia haciéndose presente en aquellos que se reúnen en su nombre. Así pues, nuestra oración de hoy presupone a Cristo activamente presente, implicando en su alabanza e intercesión a la Iglesia, de la que es Cabeza y a la humanidad de la que es Primogénito, según la expresión de Tertuliano: "Cristo es el Sacerdote universal del Padre." Con él rezamos con los salmos, “con «gemidos inefables» para entrar en el 'ritmo de las súplicas del Espíritu mismo'. Hay que implorar para obtener el perdón, integrándose en el profundo grito de Cristo Redentor (Hb 5: 7). Y a través de todo esto hay que proclamar la gloria. 'La oración es siempre un «opus gloriae»'": Juan Pablo II, quien en su catequesis habló de este salmo del Señor que visita su viña: “El salmo que se acaba de proclamar tiene el tono de una lamentación y de una súplica de todo el pueblo de Israel. La primera parte utiliza un célebre símbolo bíblico, el del pastor y su rebaño. El Señor es invocado como "pastor de Israel", el que "guía a José como un rebaño" (Sal 79, 2). Desde lo alto del arca de la alianza, sentado sobre los querubines, el Señor guía a su rebaño, es decir, a su pueblo, y lo protege en los peligros. Así lo había hecho cuando Israel atravesó el desierto. Sin embargo, ahora parece ausente, como adormilado o indiferente… Los enemigos se burlan de este pueblo humillado y ofendido; y, a pesar de ello, Dios no parece interesado, no "despierta" (v. 3), ni muestra su poder en defensa de las víctimas de la violencia y de la opresión.
En la segunda parte de la oración, llena de preocupación y a la vez de confianza, encontramos otro símbolo muy frecuente en la Biblia, el de la viña. Es una imagen fácil de comprender, porque pertenece al panorama de la tierra prometida y es signo de fecundidad y de alegría. Como enseña el profeta Isaías en una de sus más elevadas páginas poéticas (cf. Is 5,1-7), la viña encarna a Israel. Ilustra dos dimensiones fundamentales: por una parte, dado que ha sido plantada por Dios (cf. Is 5,2; Sal 79, 9-10), la viña representa el don, la gracia, el amor de Dios; por otra, exige el trabajo diario del campesino, gracias al cual produce uvas que pueden dar vino y, por consiguiente, simboliza la respuesta humana, el compromiso personal y el fruto de obras justas. A través de la imagen de la viña, el Salmo evoca de nuevo las etapas principales de la historia judía: sus raíces, la experiencia del éxodo de Egipto y el ingreso en la tierra prometida…
Se dirige a Dios una súplica apremiante para que vuelva a defender a las víctimas, rompiendo su silencio: "Dios de los Ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña" (v. 15). Dios seguirá siendo el protector del tronco vital de esta viña sobre la que se ha abatido una tempestad tan violenta, arrojando fuera a todos los que habían intentado talarla y quemarla (cf. vv. 16-17). En este punto el Salmo se abre a una esperanza con colores mesiánicos. En efecto, en el versículo 18 reza así: "Que tu mano proteja a tu escogido, al hijo del hombre que tú fortaleciste". Tal vez el pensamiento se dirige, ante todo, al rey davídico que, con la ayuda del Señor, encabezará la revuelta para reconquistar la libertad. Sin embargo, está implícita la confianza en el futuro Mesías, el "hijo del hombre" que cantará el profeta Daniel (cf. Dn 7, 13-14) y que Jesús escogerá como título predilecto para definir su obra y su persona mesiánica. Más aún, los Padres de la Iglesia afirmarán de forma unánime que la viña evocada por el Salmo es una prefiguración profética de Cristo, "la verdadera vid" (Jn 15, 1) y de la Iglesia. Ciertamente, para que el rostro del Señor brille nuevamente, es necesario que Israel se convierta, con la fidelidad y la oración, volviendo a Dios salvador. Es lo que el salmista expresa, al afirmar: "No nos alejaremos de ti" (Sal 79, 19).
Así pues, el salmo 79 es un canto marcado fuertemente por el sufrimiento, pero también por una confianza inquebrantable. Dios siempre está dispuesto a "volver" hacia su pueblo, pero es necesario que también su pueblo "vuelva" a él con la fidelidad. Si nosotros nos convertimos del pecado, el Señor se "convertirá" de su intención de castigar: esta es la convicción del salmista, que encuentra eco también en nuestro corazón, abriéndolo a la esperanza”.
3. 1 Co 1, 3-9 (cf. Jn 14,8;Sal 79). Pablo desea a la comunidad de Corinto "la gracia y la paz". La "gracia" significa la amorosa donación del Padre al mundo por medio de Jesús, su Hijo, en quien habita "corporalmente" la plenitud divina (Col 2,9). En la primera lectura de hoy y en el salmo responsorial se alude a la "gracia" de parte de Dios cuando se le pide que "vuelva su rostro" y nos salve. Cristo es el rostro de Dios vuelto amorosamente a los hombres; en él vemos al mismo Dios, al Padre: "Felipe, el que me ve a mí ve al Padre" (Jn 14,8). La "paz de Dios" designa compendiosamente la totalidad de los bienes mesiánicos anunciados por los profetas y la experiencia de la nueva relación de los hombres con Dios, a quien le llamamos "Padre nuestro". Dios es nuestro Padre como autor de nuestras vidas, pero sobre todo porque nos da la nueva vida y nos hace hijos suyos en Cristo, quien nos trae la paz –“esa serenidad de la mente, tranquilidad del alma, sencilelz del corazón, vínculo de amor, unión de caridad”: S. Agustín- y la gracia de Dios e inaugura su Reino entre nosotros. La gracia y la paz, la salvación y la nueva vida, nos vienen de Dios por Jesucristo (es un don del Espíritu Santo; decía S. Juan Crisóstomo que con Él está la paz, y los pecadores están llenos de miedo). También por JC tenemos que dar gracias a Dios. En su acción de gracias (esto es, en su eucaristía), Pablo se acuerda de los corintios delante del Padre y da gracias por sí mismo y por ellos. Siempre que celebramos la Eucaristía debemos hacerlo por todos los creyentes y aun por todos los hombres; es el sentido que tiene el "memento".
v. 5:El "hablar y el saber", el carisma de la palabra y del entendimiento, son dones que Dios concede para construir la comunidad de los que esperan el día de la manifestación del Señor. El entendimiento anticipa la visión de lo que se ha de manifestar, la gloria de Dios en JC; la palabra anuncia la venida del Señor. Ambos dones o carismas son necesarios para dar testimonio de Cristo.
vv. 8-9:Dios responderá con su fidelidad a la nuestra, a la fidelidad de nuestro testimonio, Dios no nos fallará porque es verdadero Dios y no un dios falso, porque es poderoso para cumplir lo que promete (“Eucaristía 1987”).
Pablo juega extrañamente con el tiempo de los verbos, pasando continuamente del pretérito al futuro. Es que la existencia cristiana está llena de un "ya" (el pasado), y permanece orientada hacia un "todavía no" (el futuro). Los Corintios fueron "santificados" y "llamados a ser santos". Fueron colmados y, no obstante, siguen esperando. No podría explicarse mejor la paradoja cristiana. Atentos a vivir el presente, la Iglesia y todos los cristianos con ella, busca en la contemplación del pasado la luz que señalice el camino del porvenir (Louis Monloubou). Durante el tercer viaje misionero, Pablo desarrolló una intensa actividad literaria, probablemente en Efeso (Hch 19,1). La carta que comenzamos hoy -y que conocemos como la primera a los Corintios- es de esa época, lo mismo que otra escrita antes a la misma comunidad (1 Cor 5,9), que no poseemos.
4. Mc 13,33-37. Nos hallamos ante la versión de Mc de la parábola que hace dos domingos veíamos en Mt 25,13-30. En ambos casos se trata de una invitación a vivir con la mirada puesta en el futuro: "Velad porque no sabéis el día ni la hora" (Mt 25,13). "Vigilad, pues no sabéis cuándo es el momento" (Mc 13,33). Las diferencias de ambas versiones están en los interlocutores y en el desarrollo. Mt supone unos interlocutores amplios: los discípulos. Mc, en cambio, parte de unos interlocutores restringidos: Pedro, Santiago, Juan y Andrés (ver Mc 12. 3). Esta restricción explica la frase final: "Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos" (Mc 13. 37). El término repetido con insistencia es el verbo velar o vigilar. Es decir, la versión de Mc es inequívocamente una invitación a vivir con la mirada puesta en el futuro. El mismo tema ha sido abordado hace tres y dos domingos (32 y 33 ordinarios): Invitación a un modo de estar en la vida con la mirada puesta en el futuro de Dios y en el de nosotros con él. Invitación a no vivirnos sólo desde nosotros mismos sino también desde Dios. Un Dios no sólo presente, sino también futuro, y por futuro, inagotable; siempre viniendo, imprevisible, sin que podamos decir cuándo y cómo (Alberto Benito). El Evangelio no puede concebir una mirada al porvenir, que contemple con indiferencia las realidades presentes. La esperanza evangélica del presente se vive en "el hoy de Dios", en vela. Velar es no dejarse engañar por lo episódico y lo superficial, por esos falsos mesías que pululan en los períodos angustiosos, cuando resuenan estruendos de guerra y, más o menos justificadamente, corren voces de cataclismo, hambres, sequías u otras calamidades. En tales circunstancias hacen su aparición individuos -"falsos cristos y falsos profetas- que realizarán señales y prodigios" (v. 22), con excesivas prisas para creer y afirmar que poseen la clave de los enigmas del tiempo y que disponen del eficaz "¡ábrete sésamo!" capaz de barrer todas las dificultades. Velar es, además, no dejarse desconcertar por las dificultades que acosan a la Iglesia: persecuciones de todo orden; divisiones que el anuncio de la fe no deja de causar en las comunidades humanas, especialmente en las familiares, en las cuales, cuando unos aceptan, otros rechazan (Louis Monloubou).
El evangelista opera una clara distinción entre el acontecimiento que puede ser relativamente previsto, o sea, la destrucción del templo, y el día del que nadie sabe nada: el de la "parousía" de Cristo. Esta fecha, absolutamente secreta, no es conocida por los ángeles ni por el Hijo del hombre, sino solamente por Dios. Muchos preguntan cómo Jesús, siendo Dios y presentado como tal en este evangelio, puede no conocer la fecha del fin. A esto hay que responder, en primer lugar, que el misterio de la Encarnación no deja de ser misterio: sabemos, en efecto, que Jesús fue un hombre como todos los demás y que tuvo las naturales lagunas culturales de sus contemporáneos. Él sabría hablar el arameo, entendería algo el hebreo, y chapurrearía las frases más corrientes en griego helenista: ni más ni menos que sus contemporáneos. Sin embargo, hay aquí una observación muy fina: se trata del "hijo del hombre". La cristología del segundo evangelio es una cristología del hijo del hombre. Ello quiere decir que Jesús, en cuanto "hijo del hombre", debe comunicar un determinado mensaje con sus límites y sus fronteras. En este mensaje no entraba satisfacer la curiosidad de los hombres con respecto al final de la "película humana". El significado de la exhortación es claro y perfectamente coherente con el contexto: se pide a los creyentes la máxima vigilancia: "velad, porque no sabéis a qué hora viene el amo de la casa, si por la tarde o a medianoche o al primer canto del gallo" (comentarios de Ed. Marova).
La finalidad de la apocalíptica es, sobre todo, la de revelar la fecundidad escondida de la fe en Dios, que en este mundo parece haber fracasado. Por tanto, no pretende, en primer lugar, inculcar la fidelidad, sino más bien consolar a los que la viven. Pero Marcos siente la necesidad de inculcar ante todo la fidelidad a Cristo: "Fijaos bien que nadie os engañe. Porque vendrán muchos en mi lugar y dirán: "yo soy el que esperábais, y engañarán a muchos" (13, 5-6). Y más adelante: "Si alguien os dice entonces: "mira, el Cristo está aquí" o "está allá", no le creáis. Ya que aparecerán falsos cristos y falsos profetas que harán señales y prodigios con el fin de engañar" (13, 21-22). Parece como si Marcos viviera en una situación de fermentos engañosos y sugestivos, ante los cuales es necesario permanecer apegados a la fe tradicional. Además de la invitación a la fidelidad, hay en el discurso una llamada al coraje en la persecución. La persecución no es ni mucho menos un mentís contra el Reino, sino simplemente un lugar de testimonio y hasta una situación en que aflora un drama mucho más grande: la lucha entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás. Y finalmente la proximidad. Parece haber una "inminencia" de la parusía: la parábola de la higuera es muy clara en este sentido. Pero la inminencia no es un hecho cronológico, de hoy o de mañana. La parusía es al mismo tiempo inminente e imprevisible: sólo cabe la vigilancia, estar siempre dispuestos a acogerlo, en cualquier momento y lugar. La exhortación a la vigilancia se repite como un estribillo (versículos 5, 9, 23, 33, 35, 37). Se trata de una llamada que no es frecuente en la apocalíptica judía y en la teología rabínica; es típicamente cristiana. Y es una vigilancia doble: contra las ideas de los exaltados y contra las especulaciones de los falsos profetas por una parte, y contra la relajación de los que se acomodan a este mundo, por otra. Parece como si Marcos tuviera ante la vista un doble peligro: efectivamente; por un lado, parece dirigirse a unas personas que han descuidado la vigilancia y no viven ya en la perspectiva escatológica, adaptándose quizás demasiado bien a este mundo; por otro, se opone a los que parecían creer que el final era inminente. A los primeros les dice:"Estad atentos y vigilad. Los hechos y los comportamientos de nuestra época indican que están ya a punto de empezar las agitaciones escatológicas." Y a los otros les dice: "No ha llegado todavía el final. Ni siquiera el Hijo del Hombre conoce la fecha." Finalmente, queremos señalar los diversos aspectos que encierra la vigilancia cristiana, tal como se deducen del conjunto del discurso y especialmente de la parábola del señor que regresa de noche a su casa (Bruno Maggioni). Así decçia S. Agustín: “Voy a declararte, como hombre santo de Dios y sincerísimo hermanó, mi opinión sobre este punto. Hay que evitar dos errores en cuanto el hombre puede evitarlos: creer que el Señor vendrá más pronto o más tarde de cuando en realidad vendrá. Me parece que yerra, no el que reconoce su ignorancia, sino el que se imagina saber lo que no sabe. Dejemos a un lado aquel siervo malo que dice en su corazón: Mi señor tarda en venir y tiraniza a sus consiervos y se junta y banquetea con los borrachos (Mt 24,48-49), ya que éste odia sin duda la venida de su Señor. Dejando aparte a este siervo malo, pongamos ante nuestra consideración a tres siervos buenos, que tratan con diligencia y sobriedad a la familia del Señor, que desean con ansia su venida, que le esperan con vigilancia y le aman con fidelidad. Uno de ellos cree que el Señor vendrá más pronto, otro que vendrá más tarde y el tercero confiesa su ignorancia sobre el asunto. Aunque los tres vayan de acuerdo con el evangelio, pues aman la manifestación del Señor, y la esperan con ansia y vigilancia, veamos quien se adapta mejor al evangelio. El primero dice: «Velemos y oremos porque el Señor vendrá más pronto». El segundo: «Velemos y oremos, porque esta vida es breve e incierta, aunque el Señor ha de venir más tarde». El tercero: «Velemos y oremos porque esta vida es breve e incierta e ignoramos cuándo ha de venir el Señor». El evangelio dice: Mirad, velad y orad, porque no sabéis cuándo será el tiempo (Mc 13,33). Por favor, ¿no oímos que el tercero dice lo mismo que hemos oído decir al evangelio? Por el deseo del reino de Dios, los tres quieren que sea verdad lo que dice el primero. Pero el segundo lo niega, mientras el tercero, sin negar nada, confiesa que ignora quién de los dos dice la verdad. Si se realiza como había predicho el primero, se alegrarán con él el segundo y el tercero, pues los tres aman la manifestación del Señor. Se regocijarán porque ha llegado más pronto lo que amaban. Si no aparece el Señor y se ve que es verdad lo que decía el segundo, es de temer que la tardanza perturbe a los que habían creído al primero y empiecen a creer no que el Señor tardará, sino qué no vendrá. Ya ves cuál sería la ruina de las almas. Si tienen firme la fe, empezarán a opinar como el segundo y esperarán con fidelidad y paciencia al Señor que tarda; pero abundarán los oprobios, insultos e irrisiones de los enemigos, que apartarán de la fe cristiana a muchos débiles, anunciando que es falso que se les haya prometido el reino, como es falso que iba a venir pronto el Señor. Supongamos que algunos opinan lo mismo que el segundo, esto es, que el Señor tardará y se descubre que eso es falso; al venir pronto el Señor, no se turbarán, sino que se gozarán de una alegría inopinada. Por lo tanto, el que dice que el Señor vendrá pronto, responde mejor a los deseos, pero su error trae peores consecuencias. ¡Ojalá sea verdad, pues causará molestias si no lo es! En cambio, el que dice que el Señor tardará y, no obstante eso, cree, espera y ama su venida, aunque yerre en la tardanza, yerra felizmente, porque tendrá mayor paciencia, si tarda, y mayor alegría, si no tarda. Los que aman la manifestación del Señor oyen al primero con mayor gusto, pero creen al segundo con mayor seguridad. El tercero que confiesa su ignorancia, desea que tenga razón el primero, tolera lo que dice el segundo y en nada yerra, pues ni afirma ni niega”. Nuestro Adviento ha de ser perpetuo. Exige un alerta continua, condicionante de toda nuestra vida en el tiempo. Requiere que siempre el alma esté esperando ansiosa y responsablemente a Cristo, reformador de nuestras miserias.