martes, 16 de septiembre de 2008
Amor al mundo
A lo largo de la historia hemos visto concepciones de la vida muy pegadas a gozar de la tierra, y otras que desprecian esta realidad y buscan el cielo. Joan Maragall en su cántico espiritual se refería a un mundo al que amaba, y le costaba imaginar algo más grande: “si el mundo es ya tan hermoso, Señor, … / ¿qué más nos podéis dar en otra vida? /… querría / detener muchos momentos de cada día / para hacerlos eternos dentro de mi corazón”; su fe le llevaba no sólo a pensar en un más allá, sino ver a Dios en nuestra realidad, por eso acababa su plegaria diciendo: “¡Déjame creer, pues, que estás aquí!” Luego, quizás llevado por un escrúpulo de exceso de “vitalismo”, añadió la estrofa final sobre la maravilla del cielo. Hay quien piensa que el gozo del mundo no es bueno, hay un miedo a quedarse con lo humano: “¿puede pregustarse la felicidad eterna en esta vida temporal hasta el punto de volverse innecesaria la misma felicidad eterna?”, pero si bien hace años había este tipo de dificultades culturales, ahora podemos entender lo que quiso decir el poeta: sin miedo a la vida, pues este amor por la vida no está reñido con el deseo del más allá. “¿Es bueno sentirse feliz ya aquí, sin perder la fe en el más allá?” Y respondemos claramente: ¡sí! El placer no es pecado, y la vida no es sólo un “valle de lágrimas” donde es obligatorio llorar; decía una mujer: “es un valle de lágrimas la vida, pero, ¡qué bien se llora!”. La vida no es sólo mirar al más allá, olvidando disfrutar del regalo que Dios nos ha hecho. Si el mundo es un regalo divino (volviendo a la poesía citada), y Dios nos ha hecho un jardín delicioso como regalo, ¿no sería una blasfemia cerrar los ojos y despreciar este regalo? ¿Cómo se agradecen los regalos? Abriendo el envoltorio, y disfrutándolos. Pues por ahí va la poesía. Oímos hablar mucho de que la vida moral es hacer la voluntad de Dios en el cumplimiento de obligaciones, cuando lo que Dios quiere en ese cumplir por amor es que seamos felices: “la felicidad del cielo es para los que saben ser felices en la tierra”, decía San Josemaría Escrivá quien hablaba de “amar el mundo apasionadamente”.
He podido visitar una exposición en el Museo del Prado sobre el retrato en el Renacimiento, cuando la expresión de los rostros se vuelve arte, belleza en sí misma, sin necesidad de ser un “pretexto” para un motivo religioso. Ahí, el renacimiento es humanismo que conecta con aspectos de la antigua Roma, que reciben una nueva vitalidad en la cultura cristiana. Pero en la historia ha sido difícil encontrar un equilibrio, el maniqueísmo ha hecho que a veces no se acepte la belleza y el gozo en sí mismos. El cielo será también belleza y encanto, y no se llega a él sólo a través de obligaciones y cosas desagradables, palabras muertas que no mueven: “¿Cuando llegará el momento que despreciaréis cualquier otro ritmo y no hablaréis sino con palabras vivas? Entonces seréis escuchados con entusiasmo y vuestras palabras misteriosas darán frutos de vida verdadera y desvelaréis entusiasmo” (decía también Joan Maragall). San Ireneo nos dará una aportación importante para captar lo que es la gloria de Dios, la voluntad de Dios: "Gloria Dei vivens homo", la gloria de Dios es la vida del hombre, y la vida del hombre es la visión de Dios. Esto está bien lejos de considerar a Dios como un ser lejano de los hombres, como un rey que recibe el tributo de los hombres con una especie de autocomplacencia. La gloria de Dios es nuestra vida plena, humana y divina: hacia el más allá, viviendo “a tope” nuestra existencia actual, con una “alegría de vivir” que lejos de ser un vitalismo hueco, hedonista, es una verdadera pasión por la vida en la que ya tenemos “el más allá”, pues “Dios está aquí”, “en presente”: abrir los ojos a la vida es alegría, sentirse en casa, libres, sin atarse a nada más que al amor que procede de ese Dios que nos ama… eso es la vida. Jesús amaba la vida con asombro y entusiasmo, sabía disfrutar de todo lo humano, dentro del camino pascual.
Llucià Pou Sabaté
Libertad y destino

Libertad y destino
Irvin D. Yalom cuenta de una crisis de Breuer, médico que se reconoce vacío en su vida, siente que se le va la vida y quiere sentirse por fin él mismo, en "libertad". Decide cortar con todo lo que constituía su vida familiar y profesional de relativo éxito: se despide de su mujer Mathilde, a quien se le desgarra el corazón y le dice que si pasa aquella puerta y los deja a ella y a sus hijos, que si no respeta el matrimonio nunca más volverá a aceptarle: “¿Qué es una elección, si te niegas a respetarla?”, y él ofrece sólo como defensa: “yo tendría que haber sido ‘yo’ antes de que hubiera un ‘nosotros’. Hice una elección antes de estar formado para poder tomar decisiones y elegir”. Ella insiste: “esto es un engaño, una trampa que te tiendes a ti mismo, una manera de librarte de toda responsabilidad por tus propias elecciones. En nuestra boda, cuando dijimos sí… dijimos no a otras opciones… ¿no comprendes que no puedes contraer un compromiso conmigo y luego, de pronto, decir: ‘no, me retracto; después de todo, no estoy seguro’? eso es inmoral. Perverso… Quieres tener la posibilidad de elegir y, al mismo tiempo, mantener todas las elecciones posibles. Me pediste te entregara mi libertad, la poca que tenía, por lo menos mi libertad para elegir marido, pero tú quieres tener tu libertad a tu disposición”. Ella le dice que sin respeto a la palabra dada todo es mentira, ya que al año siguiente puede renegar de las decisiones que tome ahora, por el mismo motivo. Él está ciego y se va, le dice que después de tantos años llevando una existencia vacía, quiere beber un sorbo de vida: “cogeré una pequeña fracción de mi vida para mí… sólo tengo una vida… ¡esta es mi oportunidad de construir un nuevo ser sobre las cenizas de mi vieja vida!” Después de la despedida traumática, deja Viena y sus amigos quienes quedan apenados por su decisión, deja su trabajo y pacientes… Lo primero que hace es volver a visitar a una antigua secretaria con la que estaba muy unido, Eva, pero ante su sorpresa se había ya casado. Luego visita a Bertha, que también había dicho que él sería su único hombre; va a la clínica y la ve hablando con el médico que le relevó en el tratamiento, y asiste como espectador a la dependencia afectiva que ella tiene con su médico, con la misma familiaridad e intimidad que Breuer pensaba que sólo tenía con él. Desengañado de las personas que había mitificado, viaja ahora rumbo a Italia, hundido… pensando en Eva… “había confiado por completo en ella. Siempre había tenido la certeza de que Eva estaría a su lado cuando él la necesitara”… suenan huecas las teorías de Nietzsche: “para fortalecerse, primero debe hundirse en la nada absoluta y aprender a enfrentarse a su soledad total… aprenda a ser malvado”. Ve que la libertad absoluta es de por sí una utopía, puesto que siempre nos encontraremos encadenados a algo, sean los demás, seamos nosotros mismos, nuestras metas, nuestros sentimientos. Pasea por el norte de Italia y tampoco esto le llena, ve mucha gente joven y alegre y él se siente como un viejo, cuando en realidad sólo está en la década de los 40. Todo esto le hace comprender, finalmente, que no es esa clase de vida la que desea. “Debemos vivir como si fuéramos libres. Aunque no podemos escapar al destino, debemos darnos de cabeza contra él: debemos poner en juego nuestra voluntad. Amar nuestro destino”… pero ya es demasiado tarde...
Desesperado, Breuer despierta envuelto en sudor frío: había sufrido una experiencia hipnótica: antes de dejar todo en la vida real quiso hipnotizarse, para analizar las consecuencias. Va a ver a su mujer, Mathilde, y le dice: “he estado ausente mucho tiempo. Y que ahora he vuelto… he decidido casarme contigo…” Ella le dice que le ve raro, tan jovial, que además ya se casaron hacía muchos años, pero él insiste: “decido hacerlo hoy, Mathilde. Y todos los días.” La aprecia ahora porque ha tenido la experiencia de lo que sería perderla. Antes se sentía atado, pero con la separación virtual se ha asustado, ahora ama su destino… El pensamiento no es nunca objetivo, está influido por las emociones, la memoria también queda transformada por los sentimientos mitificando unas cosas y volviendo otras tétricas, por eso hay que aguantar las tormentas sin precipitarse, pues luego vuelve el sol, tener paciencia porque a veces no se piensa ni se ven las cosas bien, como el palo dentro del agua se ve torcido y es mejor hallar el camino para experimentar una decisión irreversible sin hacerla irreversible, ya que al sacar el palo del agua se ve recto y se acepta la vida que se eligió, como nuestro personaje: “sí, he elegido mi vida. Y he elegido bien’… durante estos dos últimos años me ha dado mucho miedo envejecer… me defendía, pero a ciegas. Atacaba a mi mujer, en lugar de atacar al verdadero enemigo y, por último, desesperado, busqué refugio en brazos de alguien que no podía ayudarme… el secreto para vivir bien consiste, en primer lugar, en desear lo que es necesario y, después, en amar lo que se desea…” pero “qué diferencia, qué diferencia maravillosa, poder elegirlo".
Llucià Pou Sabaté
martes, 5 de agosto de 2008
Aprender a equivocarse
"Anancástico"es la palabra con la que se designa la persona que tiene la tendencia tan acentuadamente perfeccionista, que llega a ser una enfermedad. “Una de las virtudes-defecto más cuestionables es el perfeccionismo. Virtud, porque evidentemente, lo es el tender a hacer todas las cosas perfectas. Y es un defecto porque no suele contar con la realidad: que lo perfecto no existe en este mundo, que los fracasos son parte de toda la vida, que todo el que se mueve se equivoca alguna vez. He conocido en mi vida muchos perfeccionistas. Son, desde luego, gente estupenda. Creen en el trabajo bien hecho, se entregan apasionadamente a hacer bien las cosas e incluso llegan a hacer magníficamente la mayor parte de las tareas que emprenden. Pero son también gente un poco neurótica. Viven tensos. Se vuelven cruelmente exigentes con quienes no son como ellos. Y sufren espectacularmente cuando llega la realidad con la rebaja y ven que muchas de sus obras -a pesar de todo su interés- se quedan a mitad de camino. Por eso me parece que una de las primeras cosas que deberían enseñarnos de niños es a equivocarnos. El error, el fallo, es parte inevitable de la condición humana. Hagamos lo que hagamos habrá siempre un coeficiente de error en nuestras obras. No se puede ser sublime a todas horas. El genio más genial pone un borrón y hasta el buen Homero dormita de vez en cuando” (José Luis Martín Descalzo).
Como decía Maxwel Brand, "todo niño debería crecer con convicción de que no es una tragedia ni una catástrofe cometer un error". Por eso lo importante no es tanto qué fallos cometemos sino cómo nos reponemos de ellos. Ya que el arte más difícil no es el de no caerse nunca, sino el de saber levantarse y seguir el camino emprendido, como sigue diciendo nuestro autor: “Temo por eso la educación perfeccionista. Los niños educados para arcángeles se pegan luego unos topetazos que les dejan hundidos por largo tiempo. Y un no pequeño porcentaje de amargados de este mundo surge del clan de los educados para la perfección. Los pedagogos dicen que por eso es preferible permitir a un niño que rompa alguna vez un plato y enseñarle luego a recoger los pedazos, porque "es mejor un plato roto que un niño roto". Es cierto. No existen hombres que nunca hayan roto un plato. No ha nacido el genio que nunca fracase en algo. Lo que sí existe es gente que sabe sacar fuerzas de sus errores y otra gente que de sus errores sólo saca amargura y pesimismo. Y sería estupendo educar a los jóvenes en la idea de que no hay una vida sin problemas, pero lo que hay en todo hombre es capacidad para superarlos. No vale, realmente, la pena llorar por un plato roto. Se compra otro y ya está. Lo grave es cuando por un afán de perfección imposible se rompe un corazón. Porque de esto no hay repuesto en los mercados”.
Lo más importante en la vida no es hacer lo correcto sino amar, no está la excelencia en la competitividad (ser más que los demás), sino en dar lo mejor de nosotros mismos. La competitividad es una señal de carencia, el lado oscuro de la vida: no es ganar sino perder, pues todos estamos interconexionados y si competimos lo hacemos al final contra nosotros. No competir, compartir: ser una mente creativa, con sueños e ilusiones, solidaridad, perdón: guardar rencor o culpabilizar a alguien por algo que ha sucedido en el pasado, sólo le perjudica a uno mismo. Y cuando no ha ido bien la cosa aprendemos a rectificar, volvemos a empezar. Así al dar lo mejor de ti, los demás en lugar de huirte se verán atraídos hacia ti: irradias buenos sentimientos, transmites amor, que es participación de un Dios que es amor y se nos da, especialmente en los sacramentos que son fuente de ese amor.