Amor al mundo
A lo largo de la historia hemos visto concepciones de la vida muy pegadas a gozar de la tierra, y otras que desprecian esta realidad y buscan el cielo. Joan Maragall en su cántico espiritual se refería a un mundo al que amaba, y le costaba imaginar algo más grande: “si el mundo es ya tan hermoso, Señor, … / ¿qué más nos podéis dar en otra vida? /… querría / detener muchos momentos de cada día / para hacerlos eternos dentro de mi corazón”; su fe le llevaba no sólo a pensar en un más allá, sino ver a Dios en nuestra realidad, por eso acababa su plegaria diciendo: “¡Déjame creer, pues, que estás aquí!” Luego, quizás llevado por un escrúpulo de exceso de “vitalismo”, añadió la estrofa final sobre la maravilla del cielo. Hay quien piensa que el gozo del mundo no es bueno, hay un miedo a quedarse con lo humano: “¿puede pregustarse la felicidad eterna en esta vida temporal hasta el punto de volverse innecesaria la misma felicidad eterna?”, pero si bien hace años había este tipo de dificultades culturales, ahora podemos entender lo que quiso decir el poeta: sin miedo a la vida, pues este amor por la vida no está reñido con el deseo del más allá. “¿Es bueno sentirse feliz ya aquí, sin perder la fe en el más allá?” Y respondemos claramente: ¡sí! El placer no es pecado, y la vida no es sólo un “valle de lágrimas” donde es obligatorio llorar; decía una mujer: “es un valle de lágrimas la vida, pero, ¡qué bien se llora!”. La vida no es sólo mirar al más allá, olvidando disfrutar del regalo que Dios nos ha hecho. Si el mundo es un regalo divino (volviendo a la poesía citada), y Dios nos ha hecho un jardín delicioso como regalo, ¿no sería una blasfemia cerrar los ojos y despreciar este regalo? ¿Cómo se agradecen los regalos? Abriendo el envoltorio, y disfrutándolos. Pues por ahí va la poesía. Oímos hablar mucho de que la vida moral es hacer la voluntad de Dios en el cumplimiento de obligaciones, cuando lo que Dios quiere en ese cumplir por amor es que seamos felices: “la felicidad del cielo es para los que saben ser felices en la tierra”, decía San Josemaría Escrivá quien hablaba de “amar el mundo apasionadamente”.
He podido visitar una exposición en el Museo del Prado sobre el retrato en el Renacimiento, cuando la expresión de los rostros se vuelve arte, belleza en sí misma, sin necesidad de ser un “pretexto” para un motivo religioso. Ahí, el renacimiento es humanismo que conecta con aspectos de la antigua Roma, que reciben una nueva vitalidad en la cultura cristiana. Pero en la historia ha sido difícil encontrar un equilibrio, el maniqueísmo ha hecho que a veces no se acepte la belleza y el gozo en sí mismos. El cielo será también belleza y encanto, y no se llega a él sólo a través de obligaciones y cosas desagradables, palabras muertas que no mueven: “¿Cuando llegará el momento que despreciaréis cualquier otro ritmo y no hablaréis sino con palabras vivas? Entonces seréis escuchados con entusiasmo y vuestras palabras misteriosas darán frutos de vida verdadera y desvelaréis entusiasmo” (decía también Joan Maragall). San Ireneo nos dará una aportación importante para captar lo que es la gloria de Dios, la voluntad de Dios: "Gloria Dei vivens homo", la gloria de Dios es la vida del hombre, y la vida del hombre es la visión de Dios. Esto está bien lejos de considerar a Dios como un ser lejano de los hombres, como un rey que recibe el tributo de los hombres con una especie de autocomplacencia. La gloria de Dios es nuestra vida plena, humana y divina: hacia el más allá, viviendo “a tope” nuestra existencia actual, con una “alegría de vivir” que lejos de ser un vitalismo hueco, hedonista, es una verdadera pasión por la vida en la que ya tenemos “el más allá”, pues “Dios está aquí”, “en presente”: abrir los ojos a la vida es alegría, sentirse en casa, libres, sin atarse a nada más que al amor que procede de ese Dios que nos ama… eso es la vida. Jesús amaba la vida con asombro y entusiasmo, sabía disfrutar de todo lo humano, dentro del camino pascual.
Llucià Pou Sabaté
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