martes, 1 de enero de 2019

Feria de Navidad: 2 de Enero

Feria de Navidad: 2 de enero

Invocar al Salvador
Éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron adonde estaba él desde Jerusalén sacerdotes y levitas a preguntarle: «¿Quién eres tú?». El confesó, y no negó; confesó: «Yo no soy el Cristo». Y le preguntaron: «¿Qué, pues? ¿Eres tú Elías?». El dijo: «No lo soy». «¿Eres tú el profeta?». Respondió: «No». Entonces le dijeron: «¿Quién eres, pues, para que demos respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?». Dijo él: «Yo soy voz del que clama en el desierto: Rectificad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías».Los enviados eran fariseos. Y le preguntaron: «¿Por qué, pues, bautizas, si no eres tú el Cristo ni Elías ni el profeta?». Juan les respondió: «Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis, que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de su sandalia». Esto ocurrió en Betania, al otro lado del Jordán, donde estaba Juan bautizando” (Juan 1,19-28).

I. En la vida corriente, el llamar a una persona por su nombre indica familiaridad. “Y cuando nos enamoramos, hay un nombre propio en el mundo que arroja un hechizo sobre nuestros ojos y oídos, cuando lo vemos escrito en la página de un libro o cuando lo oímos en una conversación; su simple encuentro nos estremece. Este sentido de amor personal fue el que personas como San Bernardo dieron al nombre de Jesús” (R. KNOX, Tiempos y fiestas del año litúrgico). ¿Cómo no vamos a llamar a nuestro mejor amigo por su nombre? El se llama JESÚS; así lo había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno (Lucas 2, 21). Con el nombre queda señalada su misión: Jesús significa Salvador. Con Él nos llega la salvación, la seguridad y la verdadera paz. ¡Con cuánto respeto y con cuánta confianza hemos de repetirlo! También, y de modo especial, cuando nos dirigimos a Él en nuestra oración personal, como ahora: “Jesús, necesito...”, “Jesús, yo querría...”.
II. Terminada la circuncisión de Jesús, sus padres, María y José, repetirán por vez primera el nombre de Jesús, llenos de una inmensa piedad y cariño. Así hemos de hacer nosotros con frecuencia: en verdad os digo que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo concederá (Juan 16, 23). En Jesús encuentran los hombres aquello que más necesitan y de lo que están sedientos: salvación, paz, alegría, perdón de sus pecados, libertad, comprensión, amistad. Invocando el Santísimo Nombre de Jesús desaparecerán muchos obstáculos y sanaremos de tantas enfermedades del alma, que a menudo nos aquejan. Las jaculatorias harán más vivo el fuego de nuestro amor al Señor y aumentarán nuestra presencia de Dios a lo largo del día. ¡Señor, Jesús, en ti confío!.
III. Junto al nombre de Jesús hemos de tener en nuestros labios los de María y de José: los nombres que más veces debió pronunciar el mismo Señor. En nuestro caminar hacia Dios vendrán tormentas, que el Señor permite para purificar nuestra intención y para que crezcamos en las virtudes; y es posible que, por fijarnos en los obstáculos, asome la desesperanza o el cansancio en la lucha. Es el momento de recurrir a María, invocando su nombre. Y junto a Jesús y María, José. “Si toda la Iglesia está en deuda con la Virgen María, ya que por medio de Ella recibió a Cristo, de modo semejante le debe a San José una especial gratitud y reverencia “ (SAN BERNARDINO DE SIENA, Sermón). ¡Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía! ¡Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía! No nos olvidemos diariamente de acudir a esta trinidad de la tierra.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.


San Basilio Magno y San Gregorio Nacianceno

SAN BASILIO MAGNO
BENEDICTO XVI  AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 4 de julio de 2007
Hoy queremos recordar a uno de los grandes Padres de la Iglesia, san Basilio, a quien los textos litúrgicos bizantinos definen como una «lumbrera de la Iglesia». Fue un gran obispo del siglo IV, al que mira con admiración tanto la Iglesia de Oriente como la de Occidente por su santidad de vida, por la excelencia de su doctrina y por la síntesis armoniosa de sus dotes especulativas y prácticas.
Nació alrededor del año 330 en una familia de santos, «verdadera Iglesia doméstica», que vivía en un clima de profunda fe. Estudió con los mejores maestros de Atenas y Constantinopla. Insatisfecho de sus éxitos mundanos, al darse cuenta de que había perdido mucho tiempo en vanidades, él mismo confiesa:  «Un día, como si despertase de un sueño profundo, volví mis ojos a la admirable luz de la verdad del Evangelio..., y lloré por mi miserable vida» (cf. Ep. 223:  PG 32, 824 a).

Atraído por Cristo, comenzó a mirarlo y a escucharlo sólo a él (cf. Moralia 80, 1:  PG 31, 860 b c). Con determinación se dedicó a la vida monástica en la oración, en la meditación de las sagradas Escrituras y de los escritos de los Padres de la Iglesia, y en el ejercicio de la caridad (cf. Ep. 2 y 22), siguiendo también el ejemplo de su hermana, santa Macrina, la cual ya vivía el  ascetismo monacal. Después fue ordenado sacerdote y, por último, en el año 370, consagrado obispo de Cesarea de Capadocia, en la actual Turquía.

Con su predicación y sus escritos realizó una intensa actividad pastoral, teológica y literaria. Con sabio equilibrio supo unir el servicio a las almas y la entrega a la oración y a la meditación en la soledad. Aprovechando su experiencia personal, favoreció la fundación de muchas «fraternidades» o comunidades de cristianos consagrados a Dios, a las que visitaba con frecuencia (cf. san Gregorio Nacianceno, Oratio 43, 29 in laudem Basilii:  PG 36, 536 b). Con su palabra y sus escritos, muchos de los cuales se conservan todavía hoy (cf. Regulae brevius tractatae, Proemio:  PG 31, 1080 a b), los exhortaba a vivir y a avanzar en la perfección. De esos escritos se valieron después no pocos legisladores de la vida monástica antigua, entre ellos san Benito, que consideraba a san Basilio como su maestro (cf. Regula 73, 5).

En realidad, san Basilio creó una vida monástica muy particular:  no cerrada a la comunidad de la Iglesia local, sino abierta a ella. Sus monjes formaban parte de la Iglesia particular, eran su núcleo animador que, precediendo a los demás fieles en el seguimiento de Cristo y no sólo de la fe, mostraba su firme adhesión a Cristo —el amor a él—, sobre todo con obras de caridad. Estos monjes, que tenían escuelas y hospitales, estaban al servicio de los pobres; así mostraron la integridad de la vida cristiana.

El siervo de Dios Juan Pablo II, hablando de la vida monástica, escribió:  «Muchos opinan que esa institución tan importante en toda la Iglesia como es la vida monástica quedó establecida, para todos los siglos, principalmente por san Basilio o que, al menos, la naturaleza de la misma no habría quedado tan propiamente definida sin su decisiva aportación» (carta apostólica 
Patres Ecclesiae, 2:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de enero de 1980, p. 13).

Como obispo y pastor de su vasta diócesis, san Basilio se preocupó constantemente por las difíciles condiciones materiales en las que vivían los fieles; denunció con firmeza los males; se comprometió en favor de los más pobres y marginados; intervino también ante los gobernantes para aliviar los sufrimientos de la población, sobre todo en momentos de calamidad; veló por la libertad de la Iglesia, enfrentándose a los poderosos para defender el derecho de profesar la verdadera fe (cf. san Gregorio Nacianceno, Oratio 43, 48-51 in laudem Basilii:  PG 36, 557 c-561 c). Dio testimonio de Dios, que es amor y caridad, con la construcción de varios hospicios para necesitados (cf. san Basilio, Ep. 94:  PG 32, 488 b c), una especie de ciudad de la misericordia, que por él tomó el nombre de «Basiliades» (cf. Sozomeno, Historia Eccl. 6, 34:  PG 67, 1397 a). En ella hunden sus raíces los modernos hospitales para la atención y curación de los enfermos.

Consciente de que «la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza» (
Sacrosanctum Concilium, 10), san Basilio, aunque siempre se preocupaba por vivir la caridad, que es la señal de reconocimiento de la fe, también fue un sabio «reformador litúrgico» (cf. san Gregorio Nacianceno, Oratio 43, 34 in laudem Basilii:  PG 36, 541 c). Nos dejó una gran plegaria eucarística, o anáfora, que lleva su nombre y que dio una organización fundamental a la oración y a la salmodia:  gracias a él el pueblo amó y conoció los Salmos y acudía a rezarlos incluso de noche (cf. san Basilio, In Psalmum 1, 1-2:  PG 29, 212 a-213 c). Así vemos cómo la liturgia, la adoración, la oración con la Iglesia y la caridad van unidas y se condicionan mutuamente.

Con celo y valentía, san Basilio supo oponerse a los herejes, que negaban que Jesucristo era Dios como el Padre (cf. san Basilio, Ep. 9, 3:  PG 32, 272 a; Ep. 52, 1-3:  PG 32, 392 b-396 a; Adv. Eunomium 1, 20:  PG 29, 556 c). Del mismo modo, contra quienes no aceptaban la divinidad del Espíritu Santo, defendió que también el Espíritu Santo es Dios y «debe ser considerado y glorificado juntamente con el Padre y el Hijo» (cf. De Spiritu Sancto:  SC 17 bis, 348). Por eso, san Basilio es uno de los grandes Padres que formularon la doctrina sobre la Trinidad:  el único Dios, precisamente por ser Amor, es un Dios en tres Personas, que forman la unidad más profunda que existe, la unidad divina.

En su amor a Cristo y a su Evangelio, el gran Padre capadocio trabajó también por sanar las divisiones dentro de la Iglesia (cf. Ep. 70 y 243), procurando siempre que todos se convirtieran a Cristo y a su Palabra (cf. De iudicio 4:  PG 31, 660 b-661 a), fuerza unificadora, a la que  todos los creyentes deben obedecer (cf. ib. 1-3:  PG 31, 653 a-656 c).

En conclusión, san Basilio se entregó totalmente al fiel servicio a la Iglesia y al multiforme ejercicio del ministerio episcopal. Según el programa que él mismo trazó, se convirtió en "apóstol y ministro de Cristo, dispensador de los misterios de Dios, heraldo del reino, modelo y norma de piedad, ojo del cuerpo de la Iglesia, pastor de las ovejas de Cristo, médico compasivo, padre nutricio, cooperador de Dios, agricultor de Dios, constructor del templo de Dios" (cf. Moralia 80, 11-20:  PG 31, 864 b-868 b).

Este es el programa que el santo obispo entrega a los heraldos de la Palabra —tanto ayer como hoy—, un programa que él mismo se esforzó generosamente por poner en práctica. En el año 379, san Basilio, sin cumplir aún cincuenta años, agotado por el cansancio y la ascesis, regresó a Dios, «con la esperanza de la vida eterna, por Jesucristo, nuestro Señor» (De Baptismo 1, 2, 9). Fue un hombre que vivió verdaderamente con la mirada puesta en Cristo, un hombre del amor al prójimo. Lleno de la esperanza y de la alegría de la fe, san Basilio nos muestra cómo ser realmente cristianos. 
San Gregorio Nacianceno
SAN GREGORIO NACIANCENO
BENEDICTO XVI  AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 8 y 22 de agosto de 2007
El miércoles pasado hablé de un gran maestro de la fe, el Padre de la Iglesia San Basilio. Hoy quisiera hablar de su amigo Gregorio de Nacianzo originario también, como Basilio, de Capadocia. Ilustre teólogo, orador y defensor de la fe cristiana en el siglo IV, fue famoso por su elocuencia y también tuvo, como poeta, un alma refinada y sensible.

Gregorio nació de una noble familia. Su madre lo consagró a Dios desde su nacimiento, que ocurrió sobre el 330. Después de la primera educación familiar, frecuentó las más célebres escuelas de la época: primero fue a Cesarea de Capadocia, donde trabó amistad con Basilio, futuro obispo de aquella ciudad, y vivió después en otras metrópolis del mundo antiguo, como Alejandría de Egipto y, sobre todo, Atenas, donde de nuevo encontró a Basilio (cfr. «Oratio 43»,14-24; SC 384, 146-180).
Evocando esta amistad, Gregorio escribirá más tarde: “En aquel entonces, no sólo yo sentía una auténtica veneración hacia mi gran Basilio por la seriedad de sus costumbres y por la naturaleza y sabiduría de sus discursos, sino que animaba también a otros, que aún no le conocían, a hacer potro tanto… Nos guiaba la misma ansia de saber. Y esta era nuestra competición: no quién sería el primero, sino quién ayudaría al otro a serlo. Parecía que tuviésemos una sola alma en dos cuerpos” (Oratio 43,16-20; SC 384 154-156.164). Son palabras, que de alguna manera, describen el autorretrato de esta noble alma. Pero también puede imaginarse que este hombre, que estaba proyectado fuertemente más allá de los valores terrenos, sufriera mucho por las cosas de este mundo.

Cuando volvió a casa, Gregorio recibió el bautismo y se orientó hacia la vida monástica: la soledad, la meditación filosófica y espiritual, le fascinaban. Él mismo escribirá: “Nada me parece más grande que esto: hacer callar los propios sentidos, salir de la carne del mundo, recogerse en uno mismo, dejar de ocuparse de las cosas humanas, excepto de las estrictamente necesarias, hablar consigo mismo y con Dios, llevar una vida que trasciende las cosas visibles; llevar en el alma imágenes divinas siempre puras, sin mezcla de firmas terrenas y erróneas, ser verdaderamente un espejo inmaculado de Dios y de las cosas divinas, y serlo cada vez más, tomando luz de la luz…; gozar, en la esperanza presente, el bien futuro, y conversar con los ángeles; haber abandonado ya la tierra, aun estando en la tierra, transportados a lo alto con el espíritu” («Oratio 2»,7: SC 247,96).

Como confía en su autobiografía (cfr «Carmina [histórica] 2»,1,11 «de vita sua» 340-349: PG 37,1053) recibió la ordenación presbiteral con cierta duda, porque sabía que después debería ejercer como pastor, ocuparse de los demás, de sus cosas y, por ello, no podría estar ya recogido en la meditación pura. Sin embargo, después aceptó esta vocación y asumió el ministerio pastoral en plena obediencia, aceptando, como le sucedió a menudo durante su vida, el ser llevado por la Providencia allí a donde no quisiera ir (cfr Jn 21,18). En el 371 su amigo Basilio, Obispo de Cesarea, contra el deseo del mismo Gregorio, quiso consagrarlo como Obispo de Samina, una región estratégicamente importante de Capadocia. Sin embargo, y debido a distintas dificultades, no tomo nunca posesión, y permaneció en la ciudad de Nacianzo.

Hacia el 379, Gregorio fue llamado a Constantinopla, la capital, para guiar a la pequeña comunidad católica fiel al Concilio de Nicea y a la fe trinitaria. La mayoría, por el contrario, se había adherido al arrianismo, que era “políticamente correcto” y que los emperadores consideraban políticamente útil. De esta manera, se encontró en minoría, rodeado de hostilidad.

En la pequeña iglesia de la «Anástasis» pronunció cinco «Discursos Teológicos» («Oraciones» 27- 31; SC 250, 70-343), precisamente para defender y hacer inteligible la fe trinitaria. Son discursos que se han hecho famosos por la seguridad de la doctrina, la habilidad del razonamiento, que hace realmente comprender que ésta es la lógica divina. Y también el esplendor de la forma lo hace hoy fascinante. Gregorio recibió, como consecuencia de estos discursos, el apelativo de “teólogo”: Así se le llama en la Iglesia ortodoxa: el “teólogo”, Y esto porque la teología no es para él una reflexión meramente humana, o menos todavía el fruto de complicadas especulaciones, sino que deriva de una vida de oración y de santidad, de un diálogo constante con Dios. Y precisamente así hace que aparezca ante nuestra razón la realidad de Dios, el misterio trinitario. En el silencio contemplativo, transido de estupor ante las maravillas del misterio revelado, el alma acoge la belleza y la gloria divina.
Mientras participaba en el Segundo Concilio Ecuménico de 381, Gregorio fue elegido Obispo de Constantinopla, y asumió la presidencia del Concilio. Pero de pronto se desencadenó una fuerte oposición contra él, hasta que la situación se hizo insostenible. Para un alma tan sensible, estas enemistades eran insoportables. Se repetía lo que Gregorio ya había lamentado con palabras llenas de dolor: “¡Hemos dividido a Cristo, nosotros, que tanto amábamos a Dios y a Cristo! ¡Nos hemos mentido los unos a los otros con motivo de la Verdad, hemos alimentado sentimientos de odio a causa del Amor, nos hemos separado el uno del otro!” («Oratio 6»,3: SC 405,128). Se llegó así, en un clima de tensión, a su dimisión. En la concurridísima catedral Gregorio pronunció un discurso de adiós de gran efecto y dignidad (cfr «Oratio 42»: SC 384,48-114). Concluía su dolorida intervención con estas palabras: “Adiós, gran ciudad a la que Cristo ama… Hijos míos, os lo suplico, custodiad el depósito [de la fe] que os ha sido confiado (cfr 1 Tm 6,20), acordaos de mis sufrimientos (cfr. Col 4,18). Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con todos vosotros” (Cfr. «Oratio 42»,27: SC 384, 112-114).
Volvió a Nacianzo y se dedicó al cuidado pastoral de aquella comunidad cristiana durante unos dos años. Después se retiró definitivamente a la soledad en la cercana Arianzo, su tierra natal, dedicándose al estudio ya la vida ascética. En este periodo compuso la mayor parte de su obra poética, especialmente autobiográfica: El «De vita Sua», una relectura en verso de su camino humano y espiritual, un camino ejemplar de un cristiano sufriente, de un hombre de una gran interioridad en un mundo lleno de conflictos. Es un hombre que nos hace sentir la primacía de Dios y por eso nos habla también a nosotros, a nuestro mundo: sin Dios, el hombre pierde su grandeza, sin Dios no hay humanismo auténtico.
 Por eso, escuchemos esta voz e intentemos conocer también nosotros el rostro de Dios. En una de sus poesías, había escrito dirigiéndose a Dios: “Sé benigno, Tú, más Allá de todo” («Carmina [dogmática]» 1,1,29: PG 37,508). Y en el año 390 Dios acogía entre sus brazos a este siervo fiel, que le había defendido en sus escritos con una aguda inteligencia y que le había cantado con tanto amor en sus poesías.

lunes, 31 de diciembre de 2018

Homilia de Santa Maria Madre Dios

Solemn. de Sta. María Madre de Dios


(Num 6,22-27) "Bendígate el Señor y te guarde"
(Gal 4,4-7) "Llegada la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer"
(Luc 2,16-21) "María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón"

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía en la Misa de la solemnidad de la Madre de Dios (1-I-1988)
--- La familia humana de los hijos de Dios
--- Maternidad de María
--- Filiación divina, base de la humanidad
--- La familia humana de los hijos de Dios
“Cuando se cumplió el tiempo” (Gal 4,4).
Saludamos a esta nueva fase del tiempo humano, fijando la mirada en el misterio que indica la plenitud del tiempo.
Este misterio lo anunció el Apóstol en la Carta a los Gálatas, con las palabras siguientes: “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer” (Gal 4,4).
La plenitud del tiempo.
El tiempo humano del calendario no tiene una plenitud propia. Significa sólo el hecho de pasar. Sólo Dios es plenitud, plenitud también del tiempo humano. Esta se realiza en el momento en que Dios entra en el tiempo del pasar terreno.
¡Año Nuevo: Te saludamos a la luz del misterio del nacimiento divino! Este misterio hace que tú, tiempo humano, al pasar, seas partícipe de lo que no pasa. De lo que tiene por medida la eternidad.
El Apóstol ha manifestado todo eso en su Carta de una forma quizá más sintética y penetrante.
“Envió Dios a su Hijo..., para que recibiéramos el ser hijos por adopción” (Gal 4,4-5). Ésta es la primera dimensión del misterio, que indica la plenitud del tiempo. Y después está la segunda dimensión, unida orgánicamente a la primera: “Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá (Padre)” (Gal 4,6).
Precisamente este “Abbá, Padre”, este grito del Hijo, que es consustancial al Padre, esta invocación dictada por el Espíritu Santo a los corazones de los hijos y de las hijas de esta tierra, es signo de la plenitud del tiempo.
El reino de Dios se manifiesta ya en este grito, en esta palabra “Abbá, Padre”, pronunciada desde la profundo del corazón humano en virtud del Espíritu de Cristo.
Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: “Abbá, Padre”. Los que puedan hablar así -los que tengan el mismo Padre- ¿acaso no son una sola familia?
El Creador nos ha levantado desde el “polvo de la tierra” hasta hacernos “a su imagen y semejanza”. Y permanece fiel a este “soplo” que marcó el “comienzo” del hombre en el cosmos.
Y cuando, en virtud del Espíritu de Cristo, clamamos a Dios “Abbá, Padre”, entonces, en ese grito, en el umbral del año nuevo, la Iglesia expresa por medio de nosotros también el deseo de la paz en la tierra. Ella reza así:
“El Señor se fija en ti -familia humana de todos los continentes- y te conceda la paz” (cfr. Núm 6,26).
--- Maternidad de María
“Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer”.Desde el comienzo de la historia terrena del hombre, camina la mujer por la tierra. Su primer nombre es Eva, madre de los vivientes. Su segundo nombre queda unido a la promesa del Mesías en el Protoevangelio.
El segundo nombre, el de la Mujer eterna, atraviesa los caminos de la historia espiritual del hombre y es revelado solamente en la plenitud del tiempo. El nombre es “Myriam”, María de Nazaret. Desposada con un hombre cuyo nombre era José, de la casa de David. María, ¡Esposa mística del Espíritu Santo!
En efecto, su maternidad no proviene “ni de amor carnal ni de amor humano” (cfr Jn 1,13) sino del Espíritu Santo.
La maternidad de María es la Maternidad divina, que celebramos durante toda la octava de Navidad, pero de modo particular hoy, día 1 de enero.
Vemos esta maternidad de María a través del “Niño acostado en el pesebre” (Lc 2,16), en Belén, durante la visita de los pastores: los primeros que fueron llamados a acercarse al misterio que marca la plenitud del tiempo.
El Niño de pecho que está acostado en el pesebre había de recibir el nombre de “Jesús”. Con este nombre lo llamó el Ángel en la Anunciación “antes de su concepción” (Lc 2,21). Y con este nombre es llamado hoy, el octavo día después del nacimiento, el día prescrito por la ley de Israel.
Pues el Hijo de Dios “ha nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley”. Así escribe el Apóstol (cfr Gal 4,4-5).
Esa sumisión a la ley -herencia de la Antigua Alianza- debía abrir el camino a la Redención por medio de la sangre de Cristo, abrir el camino a la herencia de la Nueva Alianza.
María está en el centro de estos acontecimientos. Permanece en el corazón del misterio divino. Unida más de cerca a esa plenitud del tiempo, que se une a su maternidad. Ella permanece al mismo tiempo como el signo de todo lo que es humano.
¿Quién es signo de lo humano más que la mujer? En ella es concebido, y por ella viene al mundo el hombre. Ella, la mujer, en todas las generaciones humanas lleva en sí la memoria de cada hombre. Porque cada uno ha pasado por su seno materno.
Sí. La mujer es la memoria del mundo humano. Del tiempo humano, que es tiempo de nacer y de morir. El tiempo del pasar.
Y María también es memoria. Escribe el Evangelista: “Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19).
Ella es la memoria originaria de esos problemas, que vive la familia humana en la plenitud de los tiempos. Ella es la memoria de la Iglesia. Y la Iglesia asume por Ella las primicias de lo que incesantemente conserva en su memoria... y hace presente.
La Iglesia aprende de la Madre de Dios la memoria “de las grandes obras de Dios” hechas en la historia del hombre. Sí. La Iglesia aprende de María a ser Madre: “Mater Ecclesiae!”.
Ahora el día de su Maternidad, nos dirigimos a Ella, a la Madre de Dios, para que “conserve y medite en su corazón” “todos los problemas” de estos pueblos.
--- Filiación divina, base de la humanidad
Dios mandó a su Hijo “nacido de mujer”. Mediante el nacimiento de Dios en la tierra participamos en la plenitud del tiempo.
Y esta plenitud la lleva a cabo en nuestros corazones el Espíritu del Hijo, que confirma en nosotros la certeza de la adopción como hijos. Y así, desde la profundidad de esta certeza desde la profundidad de la humanidad renovada con la “deificación”, como proclama y profesa la rica tradición de la Iglesia Oriental, desde esta profundidad clamamos, bajo el ejemplo de Cristo: “Abbá, Padre”. Y al clamar así, cada uno de nosotros se da cuenta de que “ya no es esclavo sino hijo”.
“Y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios” (Gal 4,7).
¿Sabes tú, familia humana, lo sabes, hombre de todos los países y continentes, de todas las lenguas naciones y razas..., sabes tú de esta herencia?
¿Sabes que está en la base de la humanidad?
¿Y de la herencia de la libertad filial?
¡Cristo Jesús! ¡Hijo del Eterno Padre, Hijo de la Mujer, Hijo de María, no nos dejes a merced de nuestra debilidad y de nuestra soberbia!
¡Plenitud encarnada! ¡Permanece en el hombre, en cada una de las fases de su tiempo terreno! ¡Sé Tú nuestro Pastor! ¡Sé nuestra paz!
DP-2 1988
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
"Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer" (2 lect). Todo hombre tiene una madre que lo ha concebido en su seno. Pero el Altísimo al dar la persona divina de su Hijo para ser envuelta en el seno de una mujer y ésta le permitiera hacerse hombre, eleva esa maternidad a una dignidad casi infinita. María alumbró al hijo más perfecto que pudiera nacer. La maternidad divina de María nos lleva al corazón del misterio cristiano. Como se declaró en el 2º C. de Constantinopla, no es que un ser humano naciera de María y, luego, descendiera el Verbo a tal hombre, sino que fue del seno de María de donde nació el Verbo hecho hombre. Desde entonces los Padres de la Iglesia declararon solemnemente lo que en la Sgda Escritura y en la Tradición se enseñaba: María es Theotókos.
El título de Madre de Dios lo encontramos en esa oración que se remonta al año 300 y que todavía hoy rezamos: "Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios, no desoigas nuestras súplicas... Es el privilegio más alto concedido a un ser humano por ser madre de una criatura prodigiosa: Cristo, creador de una humanidad nueva.
María es aquella Mujer prometida en el paraíso; la Mujer de las bodas de Caná; la Mujer del Calvario; la Mujer del Apocalipsis; la que reúne en torno suyo a sus hijos para orar, preparando así la venida del Espíritu Santo. Ella ha introducido lo humano en el Reino de los Cielos el día de la Ascensión de su Hijo. Ella misma fue llevada en cuerpo y alma a los cielos con gran alegría de los ángeles.
Hagamos nuestras estas palabras de Juan Pablo II: ¡Salve, María! Pronuncio con inmenso amor y reverencia estas palabras, tan sencillas y a la vez tan maravillosas. Nadie podrá saludarte nunca de un modo mejor que como lo hizo un día el Arcángel en el momento de la Anunciación...son las palabras con las que Dios mismo, a través de un mensajero, te ha saludado a Ti, la Mujer prometida en el Edén, y desde la eternidad elegida como Madre  del Verbo".
Es una gran cosa que el año comience con esta Solemnidad que nos habla del comienzo, gracias a María, de una vida nueva en Jesucristo. Toda una invitación a vivir con una fe y un amor nuevo, más vibrante, el año que hoy estrenamos.
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«¡Salve, Santa Madre de Dios, que diste a luz al Rey que dirige los destinos del cielo y de la tierra!»
I. LA PALABRA DE DIOS
Nm 6,22-27: «Invocarán mi nombre sobre los israelitas y yo les bendeciré»
Sal 66,2-3.5.6.8: «El Señor tenga piedad y nos bendiga»
Ga 4,4-7: «Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer»
Lc 2,16-21: «Encontraron a María y a José y al Niño. Al cumplirse los ocho días le pusieron por nombre Jesús»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
La plenitud de los tiempos no es un momento de madurez de la humanidad. La plenitud es obra de Dios. Pablo mira desde atrás, con la vista puesta en el único autor del futuro del hombre: Dios. «Sólo con ojos de redimido puede llamar plenitud de los tiempos» al momento de la Encarnación. El proyecto de Dios tiene un objetivo primordial: la liberación del hombre. Dios, fiel a sí mismo, hace al hombre libre. La primera es su Madre Santísima, primera entre los salvados y única en la obra de Dios.
Tal como lo había anunciado el ángel, al octavo día se impuso al niño el nombre de Jesús: «Dios ayuda», «Dios salva». La mentalidad bíblica destaca que el nombre lleva consigo una misión: «él salvará al pueblo de los pecados», y quién puede darla.
III. SITUACIÓN HUMANA
El hombre tiene ante sí el formidable reto de la historia. Se le da desde ella la ocasión de hacerla de manera que repercuta en beneficio propio y de los demás, de poner en juego multitud de iniciativas. Quien se desentienda de ella es en cierto modo desleal a su propia vocación humana.
Los cristianos sabemos que es precisamente en esta historia en la que Cristo irrumpe, para que nada fuera ya igual.
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– María, escogida para ser Madre del Hijo de Dios: "«Dios envió a su Hijo» (Ga 4,4), pero para «formarle un cuerpo» (cf. Hb 10,5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a «una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María»" (488).
– María, Madre de Dios: 495.
– Jesús, «Dios salva»: 430. 432.
– El nombre de Dios, presente en la Persona del Hijo: 432.
La respuesta
– El culto a la Santísima Virgen: "«Todas las generaciones me llamarán bienaventurada»(Lc 1, 48): «La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano». La Santísima Virgen es «honrada con razón por la Iglesia con un culto especial. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la Santísima Virgen con el título de «Madre de Dios», bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades..." (971; cf 1172).
El testimonio cristiano
– «Más bienaventurada es María al recibir a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo» (San Agustín, virg.,3).
– «Celebramos hoy el octavo día del nacimiento del Salvador. Y veneramos tus maravillas, Señor, pues la que ha dado a luz es Madre y Virgen, y el que ha nacido es Niño y Dios. Con razón ha hablado el cielo, y los ángeles han anunciado su gozo; los pastores se alegraron, los magos fueron conducidos al pesebre; los reyes temblaron y coronaron con glorioso martirio a los inocentes» (San Agustín, 21 Sermón de Navidad).
Si Dios ha escogido a María como camino para encontrarse con la humanidad, la humanidad salvada por Cristo encontrará en la Virgen el camino para el encuentro con Dios.
Homilía IV: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Benedicto XVI

HOMILÍA EN LA SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
XLV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Basílica Vaticana Domingo 1 de enero de 2012
Queridos hermanos y hermanas
En el primer día del año, la liturgia hace resonar en toda la Iglesia extendida por el mundo la antigua bendición sacerdotal que hemos escuchado en la primera lectura: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). Esta bendición fue confiada por Dios, a través de Moisés, a Aarón y a sus hijos, es decir, a los sacerdotes del pueblo de Israel. Es un triple deseo lleno de luz, que brota de la repetición del nombre de Dios, el Señor, y de la imagen de su rostro. En efecto, para ser bendecidos hay que estar en la presencia de Dios, recibir sobre sí su Nombre y permanecer bajo el cono de luz que parte de su rostro, en el espacio iluminado por su mirada, que difunde gracia y paz.
Esta es también la experiencia que han tenido los pastores de Belén, que aparecen de nuevo en el Evangelio de hoy. Han tenido la experiencia de encontrarse en la presencia de Dios, de su bendición, no en la sala de un palacio majestuoso, delante de un gran soberano, sino en un establo, delante de un «niño acostado en el pesebre» (Lc 2,16). Ese niño, precisamente, irradia una luz nueva, que resplandece en la oscuridad de la noche, como podemos ver en tantas pinturas que representan el Nacimiento de Cristo. La bendición, en efecto, viene de él: de su nombre, Jesús, que significa «Dios salva», y de su rostro humano, en el que Dios, el Omnipotente Señor del cielo y de la tierra, ha querido encarnarse, esconder su gloria bajo el velo de nuestra carne, para revelarnos plenamente su bondad (cf. Tt 3,4).
María, la virgen, esposa de José, que Dios ha elegido desde el primer instante de su existencia para ser la madre de su Hijo hecho hombre, ha sido la primera en ser colmada de esta bendición. Ella es, como la saluda santa Isabel, «bendita entre las mujeres» (Lc 1,42). Toda su vida está bajo la luz del Señor, en radio de acción del nombre y el rostro de Dios encarnado en Jesús, el «fruto bendito de su vientre». Así nos la presenta el Evangelio de Lucas: completamente dedicada a conservar y meditar en su corazón todo lo que se refiere a su hijo Jesús (cf. Lc 2,19.51). El misterio de su maternidad divina, que celebramos hoy, contiene de manera sobreabundante aquel don de gracia que toda maternidad humana lleva consigo, de modo que la fecundidad del vientre se ha asociado siempre a la bendición de Dios. La Madre de Dios es la primera bendecida y es ella quien lleva la bendición; es la mujer que ha acogido en ella a Jesús y lo ha dado a luz para toda la familia humana. Como reza la Liturgia: «Y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro» (Prefacio I de Santa María Virgen).
María es madre y modelo de la Iglesia, que acoge en la fe la Palabra divina y se ofrece a Dios como «tierra fecunda» en la que él puede seguir cumpliendo su misterio de salvación. También la Iglesia participa en el misterio de la maternidad divina mediante la predicación, que esparce por el mundo la semilla del Evangelio, y mediante los sacramentos, que comunican a los hombres la gracia y la vida divina. La Iglesia vive de modo particular esta maternidad en el sacramento del Bautismo, cuando engendra los hijos de Dios por el agua y el Espíritu Santo, el cual exclama en cada uno de ellos: «Abbà, Padre» (Ga 4,6). La Iglesia, al igual que María, es mediadora de la bendición de Dios para el mundo: la recibe acogiendo a Jesús y la transmite llevando a Jesús. Él es la misericordia y la paz que el mundo no se puede dar por sí mismo y que es tan necesaria siempre, o más que el pan.
Queridos amigos, la paz, en su sentido más pleno y alto, es la suma y la síntesis de todas las bendiciones. Por eso, cuando dos personas amigas se encuentran se saludan deseándose mutuamente la paz. También la Iglesia, en el primer día del año, invoca de modo especial este bien supremo, y, como la Virgen María, lo hace mostrando a todos a Jesús, ya que, como afirma el apóstol Pablo, «él es nuestra paz» (Ef 2,14), y al mismo tiempo es el «camino» por el que los hombres y los pueblos pueden alcanzar esta meta, a la que todos aspiramos. Así pues, llevando en el corazón este deseo profundo, me alegra acogeros y saludaros a todos los que habéis venido a esta Basílica de San Pedro en esta XLV Jornada Mundial de la Paz: Señores Cardenales; Embajadores de tantos países amigos que, como nunca en esta ocasión comparten conmigo y con la Santa Sede la voluntad de renovar el compromiso por la promoción de la paz en el mundo; el Presidente del Consejo Pontificio «Justicia y Paz», que junto al Secretario y los colaboradores trabajan de modo especial para esta finalidad; los demás Obispos y Autoridades presentes; los representantes de Asociaciones y Movimientos eclesiales y todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, de modo particular los que trabajáis en el campo de la educación de los jóvenes. En efecto, como ya sabéis, en mi Mensaje de este año he seguido la perspectiva educativa.
«Educar a los jóvenes en la justicia y la paz» es la tarea que atañe a cada generación y, gracias a Dios, la familia humana, después de las tragedias de las dos grandes guerras mundiales, ha mostrado tener cada vez más consciente de ello, como lo demuestra, por una parte declaraciones e iniciativas internaciones y, por otra, la consolidación en los últimos decenios entre los mismos jóvenes de muchas y diferentes formas de compromiso social en este campo. Para la Comunidad eclesial, educar para la paz forma parte de la misión que ha recibido de Cristo, forma parte integrante de la evangelización, porque el Evangelio de Cristo es también el Evangelio de la justicia y la paz. Pero la Iglesia en los últimos tiempos se ha hecho portavoz de una exigencia que implica a las conciencias más sensibles y responsables por la suerte de la humanidad: la exigencia de responder a un desafío tan decisivo como es el de la educación. ¿Por qué «desafío»? Al menos por dos motivos: en primer lugar, porque en la era actual, caracterizada fuertemente por la mentalidad tecnológica, querer no solo instruir sino educar no se puede presuponer, sino que es una opción; en segundo lugar, porque la cultura relativista plantea una cuestión radical: ¿Tiene sentido todavía educar? Y, después, ¿educar para qué?
Lógicamente no podemos abordar ahora estas preguntas de fondo, a las que ya he tratado de responder en otras ocasiones. En cambio, quisiera subrayar que, frente a las sombras que hoy oscurecen el horizonte del mundo, asumir la responsabilidad de educar a los jóvenes en el conocimiento de la verdad y en los valores fundamentales, significa mirar al futuro con esperanza. En este compromiso por una educación integral, entra también la formación para la justicia y la paz. Los muchachos y las muchachas actuales crecen en un mundo que se ha hecho, por decirlo así, más pequeño, en donde los contactos entre las diferentes culturas y tradiciones son constantes, aunque no siempre dirigidos. Para ellos es hoy más que nunca indispensable aprender el valor y el método de la convivencia pacífica, del respeto recíproco, del diálogo y la comprensión. Por naturaleza, los jóvenes están abiertos a estas actitudes, pero precisamente la realidad social en la que crecen los puede llevar a pensar y actuar de manera contraria, incluso intolerante y violenta. Solo una sólida educación de sus conciencias los puede proteger de estos riesgos y hacerlos capaces de luchar siempre y solo contando con la fuerza de la verdad y el bien. Esta educación parte de la familia y se desarrolla en la escuela y en las demás experiencias formativas. Se trata esencialmente de ayudar a los niños, los muchachos, los adolescentes, a desarrollar una personalidad que combine un profundo sentido de justicia con el respeto del otro, con la capacidad de afrontar los conflictos sin prepotencia, con la fuerza interior de dar testimonio del bien también cuando supone sacrificio, con el perdón y la reconciliación. Así podrán llegar a ser hombres y mujeres verdaderamente pacíficos y constructores de paz.

Solemnidad de Santa Maria Madre de Dios

Solemn. de Sta. María Madre de Dios

Santa María, Madre de Dios
“En aquel tiempo los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho. Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción” (Lucas 2,16-21).

I. Hoy alabamos y damos gracias a Dios Padre porque María concibió a su Único Hijo por obra y gracia del Espíritu Santo, y a Ella le cantamos en nuestro corazón: Salve, Madre santa, Virgen, Madre del Rey (Antífona de entrada de la Misa). Santa María es la Señora, llena de gracia y de virtudes, concebida sin pecado, que es Madre de Dios y Madre nuestra, y está en los cielos en cuerpo y alma. Después de Cristo, Ella ocupa el lugar más alto y el más cercano a nosotros, en razón de su maternidad divina. Jesús, en cuanto Dios, es engendrado eternamente, no hecho, por Dios Padre desde toda la eternidad. En cuanto hombre, nació, “fue hecho”, de Santa María. “Me extraña en gran manera, -dice por eso San Cirilo- que haya alguien que tenga duda de si la Santísima Virgen ha de ser llamada Madre de Dios. Si nuestro Señor Jesucristo es Dios, ¿Por qué razón la Santísima Virgen, que lo dio a luz, no ha de ser llamada Madre de Dios? Esta es la fe que nos transmitieron los discípulos del Señor. Así nos lo han enseñado los Santos Padres” (Carta 1, 27-30). Así lo definió el Concilio de Efeso (Dz-Sch, 252).
II. “Nuestra Madre Santísima” es un título que damos frecuentemente a la Virgen y que nos es especialmente querido y consolador. Ella es verdaderamente Madre nuestra, porque nos engendra continuamente a la vida sobrenatural. Jesús nos dio a María como Madre nuestra en el momento que, clavado en la Cruz, dirige a su Madre estas palabras: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu Madre (Juan 13, 1). Jesús nos mira a cada uno: He ahí a tu madre, nos dice. Juan la acogió con cariño, y cuidó de Ella con extremada delicadeza, “la introduce en su casa, en su vida (J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa). Podríamos preguntarnos hoy si nosotros la hemos sabido acoger como Juan lo hizo.
III. La Virgen cumple su misión de Madre de los hombres intercediendo continuamente por ellos cerca de su Hijo. Ella es el camino por el que somos conducidos a Cristo. Con esta solemnidad de Nuestra Señora comenzamos un nuevo año. No puede mejor comienzo del año que estando muy cerca de la Virgen. A Ella nos dirigimos con confianza filial, para que nos ayude a vivir santamente cada día del año. En sus manos ponemos los deseos de identificarnos con Cristo, de santificar la familia y la profesión, de ser fieles evangelizadores. Hoy le diremos muchas veces, ¡Madre mía!, Y sentiremos que nos acoge y nos anima a comenzar este nuevo año que Dios nos regala, con la confianza de quien se sabe bien protegido y ayudado desde el Cielo.


Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

domingo, 30 de diciembre de 2018

Feria del 31-XII

Feria del día 31-XII

Recuperar el tiempo perdido
“En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: - «Éste es de quien dije: "El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo."» Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer” (Juan 1,1-18).

I. Hoy, es un buen momento para hacer balance del año que ha pasado y propósitos para el que comienza. Buena oportunidad para pedir perdón por lo que no hicimos, por el amor que faltó; buena ocasión para dar gracias por todos los beneficios del Señor. La Iglesia nos recuerda que somos peregrinos y que durante esta vida nos dirigimos hacia la eternidad. El tiempo es una parte importante de la herencia recibida de Dios; es la distancia que nos separa de ese momento en el que nos presentaremos ante nuestro Señor con las manos llenas o vacías. Sólo ahora podemos merecer para la eternidad. Pasado este tiempo, ya no habrá otro. Esta vida, en comparación con la que nos espera, es como una sombra, nos dice San Pablo (1 Corintios 7, 31). Hoy podemos preguntarnos si nuestro tiempo ha sido aprovechado o, por el contrario, ha sido un año de ocasiones perdidas en el trabajo, en el apostolado, en la vida de familia; si hemos abandonado con frecuencia la Cruz, porque nos hemos quejado ante la contradicción o lo inesperado.
II. Al hacer examen es fácil que encontremos, en este año que termina, omisiones en la caridad, escasa laboriosidad en el trabajo profesional, mediocridad espiritual aceptada, poca limosna, egoísmo, vanidad, faltas de mortificación en las comidas, gracias del Espíritu Santo no correspondidas, intemperancias, malhumor, mal carácter, distracciones voluntarias en nuestras prácticas de piedad... Son innumerables los motivos para terminar el año pidiendo perdón al Señor, haciendo actos de contrición y desagravio. Y también terminar el año agradeciendo al Señor la gran misericordia que ha tenido con nosotros y los innumerables beneficios que nos ha dado, muchos de ellos desconocidos por nosotros mismos. Y junto a la contrición y el agradecimiento, el propósito de amar más a Dios, y de luchar más por adquirir las virtudes y desarraigar nuestros defectos, como si fuera el último año que el Señor nos concede.
III. El año que comienza nos traerá, en proporciones desconocidas, alegrías y contrariedades. Un año bueno, para un cristiano, es aquel en que unas y otras nos han servido para amar un poco más a Dios. Un año bueno es aquel en el que hemos servido mejor a Dios y a los demás, aunque en el plano humano haya sido un desastre. Pidamos a la Virgen la gracia de vivir este año que comienza luchando como si fuera el último que el Señor nos concede.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.


San Silvestre I, papa

Al finalizar la persecución de la Iglesia en el año 313 con el Edicto de Milán, esta tuvo que afrontar nuevos retos:  El emperador quería inmiscuirse en los asuntos de la Iglesia. Amenazaban también las herejías. Pero Dios proveyó un Papa santo que supo gobernar con sabiduría: San Silvestre I.
Sucedió al Papa San Melquíades. Su pontificado duró 21 años.
San Silvestre no podía viajar largas distancias pero se esmeró para pastorear a la Iglesia universal. Para enfrentar la herejía donatista San Silvestre envió delegados al Concilio de Arles y cuando el emperador ordenó el Concilio de Nicea en el 325, el Papa Silvestre I envió un obispo y dos sacerdotes en su nombre. Después aprobó el Credo de Nicea que se formuló en ese concilio.
Además del cuidado por la doctrina y la pastoral, construyó iglesias y convirtió en Palacio Laterano, donado por el emperador Constantino, en la primera catedral de Roma, llamada San Juan de Letrán. También comenzó los trabajos en San Pedro, en el Vaticano y San Lorenzo.
Es el primer Papa que no muere mártir y la primera persona canonizada sin haber sido mártir.
Sufrió los últimos períodos de persecución a los cristianos. Sucedió como pontífice a San Melquíades el 31 de enero de 314, un año después de que promulgase el Edicto de Milán, por el que los cristianos podían reunirse libremente y predicar su religión. Su pontificado se caracterizó por la intervención en el gobierno de la Iglesia del Emperador Constantino I el Grande.
Convocó el primer concilio ecuménico que se celebró en Nicea en el 325. Este concilio condenó las enseñanzas de Arrio y redactó el Credo Niceno, que recogía en lo fundamental las creencias católicas.
El Papa Silvestre I fue el primero en ceñir la Tiara, o Triple Corona Pontificia. Algunos historiadores le atribuyen la institución oficial del domingo como Día del Señor, para recordar la Resurrección.
También se le considera el inspirador de la Corona de Hierro, cuyo aro interior fue realizado con un clavo de la Vera Cruz.
El antiguo palacio de Letrán y la basílica adjunta le fueron cedidas por Constantino y, desde entonces, se la considera la Catedral de Roma.
Con la ayuda del emperador, además de la de Letrán, San Silvestre hizo edificar en Roma varias basílicas, entre ellas la de San Pablo en la vía Ostiense, y la de la Santa Cruz de Jerusalén. Dictó además reglamentos para la ordenación de los clérigos y para la administración de los santos sacramentos, y organizó la ayuda que debía darse a los sacerdotes y a los fieles necesitados. De vida ascética, pudo atender a las obras de beneficencia y en todo momento supo mantener en alto la ortodoxia de la doctrina frente a las incipientes herejías.
Su pontificado fue muy tranquilo. Es conocido por ser el primer papa que no murió mártir, pero sí santo, el 31 de diciembre de 335. Su cuerpo fue enterrado en la vía Salaria, en el cementerio de Priscila, a unos cuatro kilómetros de Roma, donde más tarde se levantó un iglesia a él consagrada.

sábado, 29 de diciembre de 2018

Homilías Sagrada Familia

Domingo de la Sagrada Familia; ciclo C

(Sir 3,3-7.14-17) "Quien honra a su padre, vivirá vida más larga"
(Col 3,12-21) "Revestios de entrañas de misericordia"
(Lc 2,41-52) "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?"
Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía en la parroquia romana de San Marcos (29-XII-1985)
--- Familia de Belén y familia cristiana
--- Santidad de la familia
--- Comunidad de vida y de amor
--- Familia de Belén y familia cristiana
"Christus natus est nobis, venite adoremus"
La Iglesia entera está aún todavía invadida por la alegría de la Navidad. La alegría de la que participan los corazones de los hombres, reanima las comunidades humanas, se manifiesta en las tradiciones, en las costumbres, en el canto y en la cultura entera.
Un día, en los campos de Belén, los pastores que guardaban sus rebaños fueron atraídos por este anuncio, que hoy repite la Iglesia entera. Todos lo transmiten, por así decir, de boca en boca, de corazón a corazón. "Christus natus est nobis, venite adoremus".
La Iglesia vive hoy la alegría de la Navidad del Señor, del Hijo de Dios, en Belén: como misterio de la Familia, de la Santa Familia.
Es una verdad profundamente humana: por el nacimiento de un niño la comunidad conyugal del hombre y de la mujer, del marido y de la esposa, se hace más perfectamente familia. Al mismo tiempo, éste es un gran misterio de Dios, que se revela a los hombres: el misterio escondido en la fe y en el corazón de aquellos Esposos, de aquellos Cónyuges: María y José, de Nazaret. Al comienzo sólo ellos fueron testigos de que el Niño que nació en Belén es "Hijo del Altísimo", venido al mundo por obra del Espíritu Santo.
A ellos dos, a María y José, les fue dado a conocer el misterio de aquella Familia que el Padre celestial, con el nacimiento de Jesús, formó con ellos y entre ellos.
--- Santidad de la familia
En la medida en que este misterio se revela a los ojos de la fe de los otros hombres, la Iglesia entera ve en la Santa Familia una particular expresión de la cercanía de Dios y al mismo tiempo un signo particular de elevación de toda familia humana, de su dignidad, según el proyecto del Creador.
Esta dignidad se confirma de nuevo con el sacramento del matrimonio, con ese sacramento que es grande -como dice San Pablo- "en Cristo y en la Iglesia" (cfr. Ef 5,32).
Orientando los ojos de nuestra fe hacia la Santa Familia, la liturgia de este domingo trata de poner de relieve lo que es decisivo para la santidad y la dignidad de la familia. Hablan de ello todas las lecturas: tanto el libro del Sirácida como la Carta de San Pablo a los Colosenses, como, finalmente, el Evangelio según Lucas.
En el Salmo responsorial se pone de relieve la singular presencia de Dios en la familia, en la comunión matrimonial del marido y de la mujer, en la comunión que lleva al amor y a la vida. Dios está presente en esta comunión como Creador y Padre, dador de la vida humana y de la vida sobrenatural, de la vida divina. De su bendición participan los cónyuges, los hijos, su trabajo, sus alegrías, sus preocupaciones.
"Dichoso el que teme al Señor...serás dichoso, te irá bien...tu mujer, como parra fecunda...tus hijos, como renuevos de olivo...que veas la prosperidad de Jerusalén, todos los días de tu vida" (Sal 127/128).
--- Comunidad de vida y de amor
San Pablo, en la Carta a los Colosenses, trata de poner de relieve el clima de la familia cristiana: el clima espiritual, el clima afectivo, el clima moral.
Escribe: "Como pueblo elegido de Dios, pueblo sacro y amado, sea vuestro uniforme: la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada" (Col 3,12-14).
Hay que leer con atención y meditar todo el pasaje de la Carta a los Colosenses, en el que el Apóstol formula los buenos deseos para los cónyuges y las familias cristianas sobre todo aquello que determina el verdadero bien de la comunidad humana, especialmente de aquella que en síntesis se puede llamar "communio personarum", "íntima comunidad de vida y de amor" (cfr. Gaudium et spes, 49).
No existe otra comunidad interhumana tan unificante, tan profunda y universal como la familia. Y al mismo tiempo, tan capaz de hacer felices, y tan exigente, porque es muy vulnerable, dado que está expuesta a diversas "heridas".
Por ello los buenos deseos del Apóstol se refieren a los problemas más esenciales de la familia cuando escribe:
- revestíos de "amor, que es el ceñidor de la unidad consumada...";
- "la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón...";
- "la palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza".
Así se forma la familia humana en toda su dignidad y nobleza, en su entera belleza espiritual (que es incomparablemente más importante que todas las riquezas "reales" y materiales), ¡por la Palabra de Dios!, ¡por la palabra de Cristo!
En esta Palabra se encierran las indicaciones y los mandamientos que determinan la solidez moral de aquella fundamental comunidad humana, de aquella "communio personarum".
Por ello se puede decir que toda la primera lectura de la liturgia de hoy es un amplio comentario al IV mandamiento del Decálogo:
¡"Honra a tu padre y a tu madre"!
Hay que leer con atención este texto y meditarlo, teniendo siempre ante los ojos aquel "amor, que es el ceñidor de la unidad consumada".
Efectivamente, el amor crea el honor, la estima recíproca, la solicitud premurosa, tanto en la relación de los hijos hacia los padres, como en la de los padres hacia los hijos, y sobre todo en la relación recíproca entre los cónyuges.
De este modo el matrimonio y la familia se convierten en aquel ambiente educativo que es absolutamente insustituible: el primero y fundamental y más consistente ambiente humano, que se convierte luego la "iglesia doméstica". Se puede decir que en la familia también la educación se hace, a menudo inadvertidamente, una autoeducación, porque una sana comunidad familiar permite de por sí el desarrollo normal de toda persona que la compone.
Una especial confirmación de esta realidad son las palabras del Evangelio de San Lucas sobre Jesús cuando tenía doce años:
"Él bajó con ellos (es decir, con María y José)... y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres" (Lc 2,51-52).
El testimonio sobre la vida de la Santa Familia de Nazaret, como oís, es muy conciso, y al mismo tiempo rico de contenido.
En esta perspectiva y en este contexto fueron pronunciadas las palabras de Jesús cuando tenía doce años, palabras que se proyectan en su futuro:
"¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?" (Lc 2,49).
Precisamente estas palabras que se proyectan en el futuro -las palabras que María y José en aquel momento todavía no comprendían- constituyen una especial comprobación de la santidad de la Familia de Nazaret.
Palabras como éstas, que miran al futuro de los hijos, son fruto de la intensa madurez espiritual de toda familia cristiana.
En efecto, junto a los padres deben madurar los jóvenes, hijos e hijas, para una específica vocación que cada uno de ellos recibe de Dios.
Hagamos siempre nuestras las palabras de esta oración: "Dios, Padre nuestro, que has propuesto la Sagrada Familia como maravilloso ejemplo a los ojos de tu pueblo: concédenos, te rogamos, que, imitando sus virtudes domésticas y su unión en el amor, lleguemos a gozar de los premios eternos en el hogar del cielo".
DP-322 1985
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Cristo vivió la mayor parte de su vida en este mundo junto a sus padres. Esta larga permanencia, tanto más llamativa por cuanto que fue enviado por el Padre con un plan de salvación, pone de relieve la importancia que tiene el hogar en los planes de Dios.
Dios ha elevado a la categoría de un precepto el amar y honrar a los padres. Se trata, por tanto de algo que está por encima de las conveniencias y de los sentimientos humanos, algo que pertenece a la naturaleza misma de las cosas tal como Dios las ha querido. Porque el hombre, enseña Sto Tomás, “se hace deudor de los demás según la excelencia y según los beneficios que de ellos ha recibido. Por ambos títulos, Dios ocupa el primer lugar, por ser sumamente excelente y se principio primero de nuestro existir y de nuestro gobierno. Pero después de Dios, los padres..., pues de ellos hemos nacido y nos hemos criado...; es a quienes más debemos”.
Todo lo que hagamos por nuestros padres, especialmente en la ancianidad, será poco: “Hijo mío -acabamos de escuchar en la 1ª Lectura-, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras viva; aunque flaquee su mente, ten indulgencia, no lo abochornes... La piedad para con tu padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados”. Pero este amor hecho de gratitud no debe impedir a los hijos seguir con libertad el camino que Dios les haya trazado. De ahí que S. Jerónimo recuerde: “Honra a tu padre, pero si no te separa del verdadero Padre”. No es verdadera piedad filial la que lleva a desoír la llamada a una vida entregada completamente a Dios por atender a los padres. Sobre todo, a esos padres absorbentes, vampiros, los llaman algunos siquiatras, que exigen, con una voracidad siempre insatisfecha, una compañía que los hijos no pueden objetivamente proporcionarles. Y no hay verdadero amor a los hijos, es más, nos convertimos en sus enemigos (“enemigos del hombre los de su casa” Mt 10, 36) cuando nos oponemos resueltamente a lo que Dios espera de ellos.
El comportamiento de María y José cuando encuentran en el Templo a su Hijo después de tres día de angustiosa búsqueda es un ejemplo a seguir, tanto más, por cuanto que “ellos no entendieron lo que quería decir”. “Jesús tenía conciencia, enseña Juan Pablo II, de que ‘nadie conoce bien al Hijo sino el Padre“ (cf Mt 11,27), tanto que aún aquella a la cual había sido revelado el misterio de su filiación divina, su Madre, vivía en la intimidad con este misterio sólo por medio de la fe. Hallándose al lado del Hijo, bajo un mismo techo..., avanzaba en la peregrinación de la fe, como subraya el Concilio (L. G. 58)”. El niño, desde su primera infancia, ha de palpar en el hogar que, junto  a las personas que ve, hay otra presencia misteriosa en su vida: Dios, de cuyo amor dependen sus padres y él. Si al llegar a la adolescencia decide -como Jesús- ocuparse de las cosas de Dios y esto implica la separación física de sus padres, éstos, como María y José, han de respetar esa decisión aunque, como ellos, no la entiendan.
“¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre”. Si hemos concebido nuestra vida como un extender el reinado de Jesucristo, la satisfacción de los padres consistirá en ver cómo sus hijos se implican en ese proyecto. ¡Cuántos buenos padres han acariciado en lo íntimo de su corazón tener un hijo sacerdote! “Que Nazaret nos enseñe lo que es la familia, decía Pablo VI, su comunión de amor, su austera y sencilla belleza, su ácter sagrado”.
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«Los padres de Jesús lo encuentran en el templo»
I. LA PALABRA DE DIOS
Si 3, 3-7. 14-17a: «El que teme al Señor, honra a sus padres»
Sal 127, 1-2.3.4-5: «Dichoso el que teme al Señor»
Col 3, 12-21: «La vida de familia vivida en el Señor»
Lc 2, 41-52: «Los padres de Jesús lo encuentran en medio de los hombres»
II. LA FE DE LA IGLESIA
«La comunidad conyugal está establecida sobre el consentimiento de los esposos. El matrimonio y la familia están ordenados al bien de los esposos y a la procreación y educación de los hijos» (2201).
«La familia cristiana constituye una revelación y una actuación específicas de la comunión eclesial; por eso puede y debe decirse Iglesia doméstica. Es una comunidad de fe, esperanza y caridad» (2204).
La familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo... (2205).
III. TESTIMONIO CRISTIANO
«Para expresar la comunión entre generaciones el Divino Legislador no encontró palabra más apropiada que esta:  «Honra..." (Ex 20,12). Estamos ante otro modo de expresar lo que es la familia. La familia es una comunidad de relaciones interpersonales particularmente intensas: entre esposos, entre padres e hijos, entre generaciones; es una comunidad que ha de ser especialmente garantizada. Y Dios no encuentra garantía mejor que ésta:  «Honra".  «Honra" quiere decir: reconoce, o sea, déjate guiar por el reconocimiento conocido de la persona, de la del padre y la de la madre ante todo y también de la de todos los demás miembros de la familia» (Juan Pablo II, Carta a las familias, 15).
IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico
A la familia se refieren las tres lecturas proclamadas. La primera de ellas a la familia en cuanto institución; las otras dos, a la familia cristiana.
El autor del Eclesiástico se fija en la relación del hijo con los padres. Se insinúa implícitamente la corriente de vida que los padres transmiten a los hijos...
El Evangelio da varios datos que configuran la familia cristiana. Comunión en el amor («Te buscábamos angustiados»). Unidos en la prueba (desandan el camino para la búsqueda del Niño). Cumplimiento del deber religioso (el hecho de subir a celebrar la Pascua y las palabras de Cristo «no sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre») y escuela de realización personal («Jesús iba creciendo en sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres»).
B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica
La fe:
Los misterios de la vida oculta de Jesús: 531-534.
La respuesta:
La familia cristiana: 2201-2206.
El cuarto mandamiento: 2251-2253.
C. Otras sugerencias
La actual cultura plantea grandes desafíos a la familia. El amor esponsal se desnaturaliza por la enorme fuerza del hedonismo y el amor libre. Se hace necesaria una eduación para un amor paciente, abnegado, comprensivo.
El cristiano está llamado a defender y actualizar la familia cristiana conforme a la Doctrina Social de la Iglesia.
Muchas familias existen hoy víctimas de pobreza y marginación que tienen que emigrar de su país y no encuentran protección en el país que las recibe. Como emigró a Egipto la familia de Nazaret.

Domingo de la Sagrada Familia: ciclo C

Domingo de la Sagrada Familia; ciclo C

Fiesta de la Sagrada Familia
“Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca. A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas; todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: - «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.» Él les contestó: - « ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron lo que quería decir. Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (Lucas 2,41-52).
I. Cuando cumplieron todas las cosas mandadas en la Ley del Señor regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él.
El Mesías quiso comenzar su tarea redentora en el seno de una familia sencilla, normal. Lo primero que santificó Jesús con su presencia fue un hogar. Nada ocurre de extraordinario en estos años de Nazaret, donde Jesús pasa la mayor parte de su vida.
José era el cabeza de familia; como padre legal, él era quien sostenía a Jesús y a María con su trabajo. Es él quien recibe el mensaje del nombre que ha de poner al Niño: Le pondrás por nombre Jesús; y los que tienen como fin la protección del Hijo: Levántate, toma al Niño y huye a Egipto. Levántate, toma al Niño y vuelve a la patria. No vayas a Belén, sino a Nazaret. De él aprendió Jesús su propio oficio, el medio de ganarse la vida. Jesús le manifestaría muchas veces su admiración y su cariño.
De María, Jesús aprendió formas de hablar, dichos populares llenos de sabiduría, que más tarde empleará en su predicación. Vio cómo Ella guardaba un poco de masa de un día para otro, para que se hiciera levadura; le echaba agua y la mezclaba con la nueva masa, dejándola fermentar bien arropada con un paño limpio. Cuando la Madre remendaba la ropa, el Niño la observaba. Si un vestido tenía una rasgadura buscaba Ella un pedazo de paño que se acomodase al remiendo. Jesús, con la curiosidad propia de los niños, le preguntaba por qué no empleaba una tela nueva; la Virgen le explicaba que los retazos nuevos cuando se mojan tiran del paño anterior y lo rasgan; por eso había que hacer el remiendo con un paño viejo... Los vestidos mejores, los de fiesta, solían guardarse en un arca. María ponía gran cuidado en meter también determinadas plantas olorosas para evitar que la polilla los destrozara. Años más tarde, esos sucesos aparecerán en la predicación de Jesús. No podemos olvidar esta enseñanza fundamental para nuestra vida corriente: « la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. - Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor a Dios!.
Entre José y María había cariño santo, espíritu de servicio, comprensión y deseos de hacerse la vida feliz mutuamente. Así es la familia de Jesús: sagrada, santa, ejemplar, modelo de virtudes humanas, dispuesta a cumplir con exactitud la voluntad de Dios. El hogar cristiano debe ser imitación del de Nazaret: un lugar donde quepa Dios y pueda estar en el centro del amor que todos se tienen.
¿Es así nuestro hogar? ¿Le dedicamos el tiempo y la atención que merece? ¿Es Jesús el centro? ¿Nos desvivimos por los demás? Son preguntas que pueden ser oportunas en nuestra oración de hoy, mientras contemplamos a Jesús, a María y a José en la fiesta que les dedica la Iglesia.
En la familia, «los padres deben ser para sus hijos los primeros educadores de la fe, mediante la Palabra y el ejemplo». Esto se cumplió de manera singularísima en el caso de la Sagrada Familia. Jesús aprendió de sus padres el significado de las cosas que le rodeaban.
La Sagrada Familia recitaría con devoción las oraciones tradicionales que se rezaban en todos los hogares israelitas, pero en aquella casa todo lo que se refería a Dios particularmente tenía un sentido y un contenido nuevo. - Con qué prontitud, fervor y recogimiento repetiría Jesús los versículos de la Sagrada Escritura que los niños hebreos tenían que aprender!. Recitaría muchas veces estas oraciones aprendidas de labios de sus padres.
Al meditar estas escenas, los padres han de considerar con frecuencia las palabras del Papa Pablo VI recordadas por Juan Pablo II: «¿Enseñáis a vuestros niños las oraciones del cristiano? ¿Preparáis, de acuerdo con los sacerdotes, a vuestros hijos para los sacramentos de la primera edad: confesión, comunión, confirmación? ¿Los acostumbráis, si están enfermos, a pensar en Cristo que sufre? ¿A invocar la ayuda de la Virgen y de los santos? ¿Rezáis el Rosario en familia? (...) ¿Sabéis rezar con vuestros hijos, con toda la comunidad doméstica, al menos alguna vez? Vuestro ejemplo en la rectitud del pensamiento y de la acción, apoyado por alguna oración común, vale una lección de vida, vale un acto de culto de mérito singular; lleváis de este modo la paz al interior de los muros domésticos: Pax huic domui. Recordad: así edificáis la Iglesia».
Los hogares cristianos, si imitan el que formó la Sagrada Familia de Nazaret, serán «hogares luminosos y alegres», porque cada miembro de la familia se esforzará en primer lugar en su trato con el Señor, y con espíritu de sacrificio procurará una convivencia cada día más amable.
La familia es escuela de virtudes y el lugar ordinario donde hemos de encontrar a Dios. «La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se perservera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria.
» Santificar el hogar día a día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia: de eso se trata. Para santificar cada jornada se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; las teologales en primer lugar y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría...».
Esta virtudes fortalecerán la unidad que la Iglesia nos enseña a pedir: Tú, que al nacer en una familia fortaleciste los vínculos familiares, haz que las familias vean crecer la unidad.
Una familia unida a Cristo es un miembro de su Cuerpo místico, y ha sido llamada «iglesia doméstica». Esa comunidad de fe y de amor se ha de manifestar en cada circunstancia, como la Iglesia misma, como testimonio vivo de Cristo. «La familia cristiana proclama en voz muy alta tanto las presentes virtudes del reino, como la esperanza de la vida bienaventurada». La fidelidad de los esposos a su vocación matrimonial les llevará incluso a pedir la vocación de sus hijos para dedicarse con abnegación al servicio del Señor.
En la Sagrada Familia cada hogar cristiano tiene su ejemplo más acabado; en ella, la familia cristiana puede descubrir lo que debe hacer y el modo de comportarse, para la santificación y la plenitud humana de cada uno de sus miembros. «Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio. Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida».
La familia es la forma básica y más sencilla de la sociedad. Es la principal «escuela de todas las virtudes sociales». Es el semillero de la vida social, pues es en la familia donde se ejercita la obediencia, la preocupación por los demás, el sentido de responsabilidad, la comprensión y ayuda, la coordinación amorosa entre las diversas maneras de ser. Esto se realiza especialmente en las familias numerosas, siempre alabadas por la Iglesia. De hecho, se ha comprobado que la salud de una sociedad se mide por la salud de las familias. De aquí que los ataques directos a la familia (como es el caso de la introducción del divorcio en la legislación) sean ataques directos a la sociedad misma, cuyos resultados no se hacen esperar.
«Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, sea también Madre de la "Iglesia doméstica", y, gracias a su ayuda materna, cada familia cristiana pueda llegar a ser verdaderamente una pequeña Iglesia de Cristo. Sea ella, Esclava del Señor, ejemplo de acogida humilde y generosa de la voluntad de Dios; sea ella, Madre Dolorosa a los pies de la Cruz, la que alivie los sufrimientos y enjugue las lágrimas de cuantos sufren por las dificultades de sus familias.
» Que Cristo Señor, Rey del universo, Rey de las familias, esté presente, como en Caná, en cada hogar cristiano para dar luz, alegría, serenidad y fortaleza».
De modo muy especial le pedimos hoy a la Sagrada Familia por cada uno de los miembros de nuestra familia, por el más necesitado.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.