lunes, 5 de noviembre de 2018

Martes semana 31 de tiempo ordinario; año par


Martes de la semana 31 de tiempo ordinario; año par

Solidaridad cristiana
“En aquel tiempo, uno de los comensales dijo a Jesús: -«¡Dichoso el que coma en el banquete del reino de Dios!» Jesús le contestó: -«Un hombre daba un gran banquete y convidó a mucha gente; a la hora del banquete mandó un criado a avisar a los convidados: "Venid, que ya está preparado." Pero ellos se excusaron uno tras otro. El primero le dijo: "He comprado un campo y tengo que ir a verlo. Dispénsame, por favor. "Otro dijo: "He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Dispénsame, por favor." Otro dijo: "Me acabo de casar y, naturalmente, no puedo ir." El criado volvió a contárselo al amo. Entonces el dueño de casa, indignado, le dijo al criado: "Sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad y tráete a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos." El criado dijo: "Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía queda sitio." Entonces el amo le dijo: "Sal por los caminos y senderos e insísteles hasta que entren y se me llene la casa." Y os digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete» (Lucas 14,15-24).
I. San Pablo nos enseña que siendo muchos formamos un solo cuerpo en Cristo, siendo todos miembros los unos de los otros (Romanos 12, 5-16). Cada cristiano, conservando su propia vida, está insertado en la Iglesia con vínculos vitales muy íntimos. El Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, es algo inmensamente más trabado y compacto que un cuerpo moral, algo más sólido que un cuerpo humano. La misma Vida, la Vida de Cristo, corre por todo el Cuerpo, y mucho dependemos unos de otros. El más pequeño dolor lo acusa el ser entero, y todo el cuerpo trabaja en la reparación de cualquier herida. Asimismo, de una manera misteriosa pero real, con nuestra santidad personal estamos contribuyendo a la vida sobrenatural de todos los miembros de la Iglesia. La meditación de esta verdad nos moverá a vivir mejor el día de hoy, con más amor, con más entrega.
II. San Pablo, después de indicar los diversos carismas, las gracias particulares que Dios otorga para servicio de los demás, señala el gran don común a todos, que es la caridad, con la que cada día podemos sembrar tanto bien a nuestro alrededor. Todos los días damos mucho y recibimos mucho. Nuestra vida es un intercambio continuo en lo humano y en lo sobrenatural. El Señor se alegra cuando nos ve reparar con amor y desagravio, una rotura en ese tejido finísimo que componemos los miembros de la Iglesia. No existe virtud ni flaqueza solitaria. Lo bueno y lo malo tienen efectos centuplicados en los demás. No dejemos de sembrar; nuestra vida es una gran siembra en la que nada se pierde. Son incontables las oportunidades para hacer el bien, ahora, sin esperar grandes momentos que quizá nunca lleguen a presentarse.
III. Al crearnos, Dios nos hizo a los hombres hermanos, necesitados unos de otros en la vida familiar y social. La Trinidad Beatísima ha querido salvar a los hombres a través de los hombres y propagar la fe por medio de ellos. Esta irradiación del Evangelio se hace a través del apostolado personal de los cristianos, que se encuentran en el mundo en las situaciones más variadas. El trato diario con el Señor incendiará nuestro corazón de misericordia y generosidad; con el ejemplo y la palabra acercaremos a otros a Él, y compartiremos con ellos nuestros talentos, nuestro tiempo, nuestros bienes materiales y nuestra alegría. Pidámosle a Nuestra Madre un corazón generoso con nuestros semejantes, como el suyo.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Mártires de España siglo XX

  
  EL MARTIRIO SUPREMO TESTIMONIO DE LA VERDAD DE LA FE
HOMILÍA DEL CARDENAL SARAIVA
Eminentísimos Señores Cardenales,
Excelentísimos Señores Obispos y hermanos en el sacerdocio,
Respetables autoridades,
Hermanas y hermanos en Cristo:
1. Por encargo y delegación del Papa Benedicto XVI, he tenido la dicha de hacer público el documento mediante el cual el Santo Padre proclama beatos a cuatrocientos noventa y ocho mártires que derramaron su sangre por la fe durante la persecución religiosa en España, en los años mil novecientos treinta y cuatro, treinta y seis y treinta y siete. Entre ellos hay obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos, mujeres y hombres; tres de ellos tenían dieciséis años y el mayor setenta y ocho.
Este grupo tan numeroso de beatos manifestaron hasta el martirio su amor a Jesucristo, su fidelidad a la Iglesia Católica y su intercesión ante Dios por todo el mundo. Antes de morir perdonaron a quienes les perseguían –es más, rezaron por ellos–, como consta en los procesos de beatificación instruidos en las archidiócesis de Barcelona, Burgos, Madrid, Mérida-Badajoz, Oviedo, Sevilla y Toledo; y en las diócesis de Albacete, Ciudad Real, Cuenca, Gerona, Jaén, Málaga y Santander.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe” (a 2473). En efecto, seguir a Jesús, significa seguirlo también en el dolor y aceptar las persecuciones por amor del Evangelio (cf. Mt 24,9-14;Mc.13,9-13; Lc 21,12-19): “Y seréis odiados de todos por causad e mi nombre” (Mc 13,13; cf. Jn 15,21). Cristo nos había anticipado que nuestras vidas estarían vinculadas a su destino.
2. El logotipo de esta beatificación, de una importancia notable por el gran número de nuevos beatos, tiene como elemento central una cruz de color rojo, símbolo del amor llevado hasta derramar la sangre por Cristo. Acompaña a la cruz una palma estilizada, que intencionalmente se asemeja a unas lenguas de fuego, en la que vemos representada la victoria alcanzada por los mártires con su fe que vence al mundo (cfr. 1 Jn 1, 4), así como también el fuego del Espíritu Santo que se posa sobre los Apóstoles el día de Pentecostés, y asimismo la zarza que arde y no se consuma con una llama, en la que Dios se presenta a Moisés en el relato del Éxodo y es expresión de su mismo ser: el Amor que se da y nunca se extingue.
Estos símbolos están enmarcados por una leyenda circular, que recuerda un mapa del mundo: “Beatificación mártires de España”. Dice «mártires de España» y no «mártires españoles», porque España es el lugar donde fueron martirizados, y es también la Patria de gran parte de ellos, pero hay también quienes provenían de otras naciones, concretamente de Francia, México y Cuba. En cualquier caso, los mártires no son patrimonio exclusivo de una diócesis o nación, sino que, por su especial participación en la Cruz de Cristo, Redentor del universo, pertenecen al mundo entero, a la Iglesia universal.
Se ha elegido como lema para esta beatificación unas palabras del Señor recogidas en el Evangelio de San Mateo: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 14). Como declara el Concilio Vaticano II al comienzo de su Constitución sobre la Iglesia, Jesucristo es la luz de las gentes; esa luz se refleja a lo largo de los siglos en el rostro de la Iglesia y hoy, de manera especial, resplandece en los mártires cuya memoria estamos celebrando. Jesucristo es la luz del mundo (Jn 1, 5-9), que alumbra nuestras inteligencias para que, conociendo la verdad, vivamos de acuerdo con nuestra dignidad de personas humanas y de hijos de Dios y seamos también nosotros luz del mundo que alumbra a todos los hombres con el testimonio de una vida vivida en plena coherencia con la fe que profesamos.
3. «He combatido bien mi batalla, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe» (2 Tim 4, 7). Así escribe San Pablo, ya al final de su vida, en el texto de la segunda lectura de este domingo. Con su muerte, estos mártires hicieron realidad las mismas convicciones de San Pablo.
Los mártires no consiguieron la gloria sólo para sí mismos. Su sangre, que empapó la tierra, fue riego que produjo fecundidad y abundancia de frutos. Así lo expresaba, invitándonos a conservar la memoria de los mártires, el Santo Padre Juan Pablo II en uno de sus discursos: «Si se perdiera la memoria de los cristianos que han entregado su vida por confesar la fe, el tiempo presente, con sus proyectos y sus ideales, perdería una de sus características más valiosas, ya que los grandes valores humanos y religiosos dejarían de estar corroborados por un testimonio concreto inscrito en la historia» .
No podemos contentarnos con celebrar la memoria de los mártires, admirar su ejemplo y seguir adelante en nuestra vida con paso cansino ¿Qué mensaje transmiten los mártires a cada uno de nosotros aquí presentes?
Vivimos en una época en la cual la verdadera identidad de los cristianos está constantemente amenazada y esto significa que ellos o son mártires, es decir adhieren a su fe bautismal en modo coherente, o tienen que adaptarse.
Ya que la vida cristiana es una confesión personal cotidiana de la fe en el Hijo de Dios hecho hombre esta coherencia puede llegar en algunos casos hasta la efusión de la sangre.
Pero como la vida de un solo cristiano donada en defensa de la fe tiene el efecto de fortalecer toda Iglesia, el hecho de proponer el ejemplo de los mártires significa recordar que la santidad no consiste solamente en la reafirmación de valores comunes para todos sino en la adhesión personal a Cristo Salvador del cosmos y de la historia. El martirio es un paradigma de esta verdad desde el acontecimiento de Pentecostés.
La confesión personal de la fe nos lleva a descubrir el fuerte vínculo entre la conciencia y el martirio.
“El sentido profundo del testimonio de los mártires- según escribía el Cardenal Ratzinger esta en que -ellos testimonian la capacidad de la verdad sobre el hombre como límite de todo poder y garantía de su semejanza con Dios. Es en este sentido que los mártires son los grandes testimonios de la conciencia, de la capacidad otorgada al hombre de percibir, más allá del poder, también el deber y por lo tanto abrir el camino hacia el verdadero progreso, hacia la verdadera elevación humana” (J.Ratzinger, Elogio della coscienza, Roma, Il Sabato 16 marzo 1991, p.89).
4. Los mártires se comportaron como buenos cristianos y, llegado el momento, no dudaron en ofrendar su vida de una vez, con el grito de «¡Viva Cristo Rey!» en los labios. A los hombres y a las mujeres de hoy nos dicen en voz muy alta que todos estamos llamados a la santidad, todos, sin excepción, como ha declarado solemnemente el Concilio Vaticano II al dedicar un capítulo de su documento más importante –la Constitución Lumen gentium, sobre la Iglesia– a la «llamada universal a la santidad». ¡Dios nos ha creado y redimido para que seamos santos! No podemos contentarnos con un cristianismo vivido tibiamente.
La vida cristiana no se reduce a unos actos de piedad individuales y aislados, sino que ha de abarcar cada instante de nuestros días sobre la tierra. Jesucristo ha de estar presente en el cumplimiento fiel de los deberes de nuestra vida ordinaria, entretejida de detalles aparentemente pequeños y sin importancia, pero que adquieren relieve y grandeza sobrenatural cuando están realizados con amor de Dios. Los mártires alcanzaron la cima de su heroísmo en la batalla en la que dieron su vida por Jesucristo. El heroísmo al que Dios nos llama se esconde en las mil escaramuzas de nuestra vida de cada día. Hemos de estar persuadidos de que nuestra santidad –esa santidad, no lo dudemos, a la que Dios nos llama– consiste en alcanzar lo que Juan Pablo II ha llamado el «nivel alto de la vida cristiana ordinaria».
El mensaje de los mártires es un mensaje de fe y de amor. Debemos examinarnos con valentía, y hacer propósitos concretos, para descubrir si esa fe y ese amor se manifiestan heroicamente en nuestra vida.
Heroísmo también de la fe y del amor en nuestra actuación como personas insertas en la historia, como levadura que provoca el fermento justo. La fe, nos dice Benedicto XVI, contribuye a purificar la razón, para que llegue a percibir la verdad. Por eso, ser cristianos coherentes nos impone no inhibirnos ante el deber de contribuir al bien común y moldear la sociedad siempre según justicia, defendiendo –en un diálogo informado por la caridad– nuestras convicciones sobre la dignidad de la persona, sobre la vida desde la concepción hasta la muerte natural, sobre la familia fundada en la unión matrimonial una e indisoluble entre un hombre y una mujer, sobre el derecho y deber primario de los padres en lo que se refiere a la educación de los hijos y sobre tantas otras cuestiones que surgen en la experiencia diaria de la sociedad en que vivimos.
Concluimos, unidos al Papa Benedicto XVI y a la Iglesia universal, que vive en los cinco Continentes, invocando la intercesión de los mártires beatificados hoy y acudiendo confiadamente a Nuestra Señora Reina de los mártires para que inflamados por un vivo deseo de santidad sigamos su ejemplo.
Roma, 28 de octubre de 2007
José Card. SARAIVA MARTINS
Prefecto de la Congregación de las Cause de los Santos
  TESTIGOS HEROICOS DE LA FE
EL PAPA A LA HORA DEL ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas:
Esta mañana, aquí, en la plaza de San Pedro, han sido proclamados beatos 498 mártires asesinados en España en los años treinta del siglo pasado. Doy las gracias al cardenal José Saraiva Martins, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, quien ha presidido la celebración, mientras saludo cordialmente a los peregrinos reunidos con motivo de esta alegre ocasión.
La inscripción en la lista de los beatos de un número tan grande de mártires demuestra que el supremo testimonio de la sangre no es una excepción reservada sólo a algunos individuos, sino una posibilidad realista para todo el pueblo cristiano. Se trata de hombres y mujeres de diferentes edades, vocaciones y condición social, que pagaron con su vida la fidelidad a Cristo y a su Iglesia.
Se les aplican adecuadamente las expresiones de san Pablo, que resuenan en la liturgia de este domingo: «Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe» (2 Timoteo 4, 6-7). Pablo, detenido en Roma, ve cómo se aproxima la muerte y traza un balance de reconocimiento y esperanza. En paz con Dios y consigo mismo, afronta serenamente la muerte, con la conciencia de haber entregado totalmente la vida, sin ahorrar nada, al servicio del Evangelio.
El mes de octubre, dedicado de manera particular al compromiso misionero, se concluye de este modo con el luminoso testimonio de los mártires españoles, que se suman a los mártires Albertina Berkenbrock, Emmanuel Gómez González y Adilio Daronch, y Franz Jägerstätter, proclamados beatos en días pasados en Brasil y en Austria.
Su ejemplo testimonia que el Bautismo compromete a los cristianos a participar con valentía en la difusión del Reino de Dios, cooperando si es necesario con el sacrificio de la misma vida. Ciertamente no todos están llamados al martirio cruento. Existe también un «martirio» incruento, que no es menos significativo, como el de Celina Chludzinska Borzecka, esposa, madre de familia, viuda y religiosa, beatificada ayer en Roma: es el testimonio silencioso y heroico de los muchos cristianos que viven el Evangelio sin compromisos, cumpliendo su deber y dedicándose generosamente al servicio de los pobres.
Este martirio de la vida ordinaria es un testimonio particularmente importante en las sociedades secularizadas de nuestro tiempo. Es la pacífica batalla del amor que todo cristiano, como Pablo, tiene que combatir incansablemente; la carrera por difundir el Evangelio que nos compromete hasta la muerte. Que nos ayude y asista en nuestro testimonio diario la Virgen María, Reina de los Mártires y Estrella de la Evangelización.
Tras rezar el Ángelus, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:
Saludo con afecto a los fieles de lengua española. En particular, saludo a mis hermanos obispos de España, a los sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y fieles que habéis tenido el gozo de participar en la beatificación de un numeroso grupo de mártires del pasado siglo en vuestra nación, así como a los que siguen esta oración mariana a través de la radio y la televisión. Damos gracias a Dios por el gran don de estos testigos heroicos de la fe que, movidos exclusivamente por su amor a Cristo, pagaron con su sangre su fidelidad a Él y a su Iglesia. Con su testimonio iluminan nuestro camino espiritual hacia la santidad, y nos alientan a entregar nuestras vidas como ofrenda de amor a Dios y a los hermanos. Al mismo tiempo, con sus palabras y gestos de perdón hacia sus perseguidores, nos impulsan a trabajar incansablemente por la misericordia, la reconciliación y la convivencia pacífica. Os invito de corazón a fortalecer cada día más la comunión eclesial, a ser testigos fieles del Evangelio en el mundo, sintiendo la dicha de ser miembros vivos de la Iglesia, verdadera esposa de Cristo. Pidamos a los nuevos Beatos, por medio de la Virgen María, Reina de los Mártires, que intercedan por la Iglesia en España y en el mundo; que la fecundidad de su martirio produzca abundantes frutos de vida cristiana en los fieles y en las familias; que su sangre derramada sea semilla de santas y numerosas vocaciones sacerdotales, religiosas y misioneras. ¡Que Dios os bendiga!
      EL MARTIRIO, TESTIMONIO DE CRISTO
Palabras del Sr. Cardenal en la Vigilia de oración y de acción de gracias
en la basílica de San Pancracio, el 28 de octubre
Queridos hermanos y hermanas en el Señor: En el día en que han sido beatificados 498 mártires de la persecución religiosa del siglo XX en España, nos reunimos en esta basílica de San Pancracio para adorar al Señor y bendecirle por las grandes obras que Él hace en favor de los hombres. San Pancracio también fue un mártir del siglo IV, un joven que selló con su sangre su fe en Jesucristo; debajo de esta basílica se encuentran, además, las catacumbas de San Pancracio, testimonio así mismo del martirio de los cristianos romanos de los primeros siglos. Por eso hemos venido aquí a esta basílica, que me encomendó el Santo Padre, Benedicto XVI al crearme cardenal. ¡Qué mejor lugar para venir rápidamente, como teniendo prisa, para dar gracias a Dios!
De lo más hondo de nuestros corazones brota una plegaria de alabanza y acción de gracias a Dios por la beatificación de estos 498 mártires, especialmente por los que han sido beatificados esta mañana de las diócesis de Albacete y Toledo. Sin duda, esta beatificación es un nuevo y grandísimo regalo que el Señor nos ofrece a la Iglesia en España, en general y a nuestras Iglesias diocesanas, en particular; es, además, una llamada gozosa a la fidelidad y al testimonio del Evangelio de Jesucristo.
El nombre de estos hermanos nuestros queda inscrito en esa gran siembra de martirio y persecución que ha sufrido y sufre la Iglesia, a lo largo de los tiempos, donde tantos y tantos creyentes, de nuestra propia carne y con nuestra misma fragilidad, han dado y darán el supremo testimonio; con su muerte nos han dicho y nos están diciendo a todos que Jesucristo es un don más precioso que la vida, porque la vida sin Jesucristo, después de haberle conocido, no podría llamarse vida.
El signo más creíble de la fe es el martirio: la entrega, el sacrificio y la cruz que entrañan son, en efecto, el signo más elocuente y creíble de la fe en Jesucristo Salvador. La memoria de los mártires por eso nunca debe desaparecer de la conciencia de los cristianos, aunque, como ocurre en nuestra sociedad actual, se tienda a hacer obsoleto y arcaico el martirio y a despojarle de su significación más propia. Esa memoria viva es nuestro mejor tesoro, acicate y aliento para confesar hoy a Cristo en la Cruz, Redentor único de todos los hombres.
El martirio es testimonio del mártir, pero sobre todo es testimonio de Cristo, que, a través de los mártires, actúa y vence a las potencias del mal. Necesitamos de este testimonio para confesar y testificar a Jesucristo en estos momentos, en los que se sofoca la fe cristiana con la indiferencia, la paganización de la vida o la agresión directa o indirecta a través de diversos conductos y no pocas veces a través de algunos medios de comunicación y opinión pública. Falta, además, con frecuencia esa fe confesante por parte nuestra que no se acompleja, ni se avergüenza, ni se echa atrás en el anuncio del Evangelio; tal vez prefiramos que no se nos note demasiado que somos cristianos y preferimos refugiarnos en el anonimato o no crearnos "problemas". Debemos aprender de nuestros mártires la necesidad de una confesión pública de la fe, aun en medio de dificultades y persecuciones; una fe más martirial, más confesante para que el mundo crea y participe del gozo de los mártires.
Los mártires beatificados esta mañana dieron su vida en testimonio del Dios vivo que es Amor. Su sangre derramada por amor a Dios es el mejor signo y el mayor grito en favor del amor entre los hombres, queridos por Dios hasta el extremo. Ellos constituyen una llamada apremiante a la unidad, a la paz, al reconocimiento y respeto de cada ser humano, al diálogo, a la mano tendida, al perdón, a la reconciliación; porque así Dios lo quiere; y ellos entregaron su vida en obediencia y cumplimiento de la voluntad de Dios que es misericordioso y nos llama a la misericordia.
Que el testimonio de nuestros Mártires nos fortalezca y nos estimule, nos anime y nos conduzca por la misma senda que ellos siguieron de Evangelio, de fe, de esperanza, de amor y entrega servicial hasta dar la vida, de caridad, manifestación de la suprema caridad que es Dios. Demos gracias a Dios por estos Mártires, cuya sangre derramada, como la de Cristo, para confesar su Nombre, manifiesta las maravillas de su poder; pues, en su martirio, el Señor, ha sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad, su propio testimonio. Elevemos a Dios nuestro Magníficat porque ha hecho obras grandes y su misericordia nos llega de generación en generación.
Que por intercesión de los nuevos Beatos, mártires, de San Pancracio, mártir, y todos los mártires, que derramaron su sangre y entregaron su vida para el perdón de todos, Dios nos conceda vivir y permanecer en la concordia social y en la paz, superados los conflictos y enfrentamientos entre los hombres; que Dios nos haga mejores servidores de la paz, recordando que el amor, la verdad y la justicia son condiciones necesarias para ella, que sin Dios no es posible la paz. Acudimos a la intercesión de los nuevos beatos mártires de España, de las diócesis de Albacete y Toledo, de San Pancracio y de todos los mártires, y seguimos con esperanza la estela que ellos nos han dejado -el testimonio y confesión de fe en Dios, que es amor, y el perdón- para alcanzar las verdaderas metas de la humanidad y de paz que necesitamos.
  LOS MÁRTIRES MANIFIESTAN LA VITALIDAD DE NUESTRAS IGLESIAS LOCALES
Palabras del Sr. Cardenal al comienzo de la Santa Misa de acción de gracias en la basílica de San Pedro
Roma, 29 de octubre de 2007
Eminencia Reverendísima,
Ayer participamos con emoción en la solemne beatificación de cuatrocientos noventa y ocho hombres y mujeres –obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas, laicos- mártires de la persecución religiosa que, en los años treinta del pasado siglo, afligió a la Iglesia en nuestra patria. La beatificación de ayer, sin duda la más numerosa acaecida hasta el presente, abarca a todo el territorio español, y, por eso, es toda la Iglesia en España la que se alegra con  este reconocimiento y hoy, junto a la tumba de San Pedro, y en comunión plena e inquebrantable con su Sucesor, el Papa Benedicto XVI, representado por su Eminencia, viene a agradecer a Dios tan inmenso don con que hemos sido enriquecidos por su gracia y su infinita misericordia.
Al tiempo que queremos expresar nuestro público y común agradecimiento al Santo Padre por este regalo de los nuevos beatos, mártires, que honran a la Iglesia en España, y a la Iglesia Universal, iniciamos, con devoción y agradecimiento, la celebración eucarística en la que unimos la memoria agradecida de estos cuatrocientos noventa y ocho mártires al Memorial del Sacrificio Redentor de Cristo, supremo martirio y testimonio máximo de la verdad de Dios, cumbre y plenitud de la entrega del amor sin límite de Dios a los hombres, sangre del Hijo de Dios derramada para el perdón de los pecados y la reconciliación de todos en una unidad inquebrantable. No en balde "el martirio se consideraba en la Iglesia antigua como una verdadera celebración eucarística, la realización extrema de la simultaneidad con Cristo, el ser uno con Él" (J. Ratzinger, El espíritu de la Liturgia: una introducción, p. 80).
¿Cómo no dar gracias, pues, por estos mártires, y por tantos y tantos otros, en muchedumbre incontable, que dieron su vida por Jesucristo como testimonio supremo de la verdad del Evangelio y de la fe? ¡Cómo vibraban los primeros cristianos ante la sangre y la memoria de los mártires! ¡En que estima tan alta ha tenido siempre la Iglesia el martirio y con que belleza ha sido cantado a lo largo de los siglos por los mejores poetas cristianos! Hoy no puede ni debería ser menos. Y por eso, esta mañana, en esta basílica de San Pedro que representa a la Iglesia Universal y es símbolo de la comunión con Pedro, nos reunimos con júbilo, llenos de esperanza, gozosos, para celebrar, en estos mártires, a esa pléyade inmensa de fieles, contemplada en el Apocalipsis, que "vienen de la gran tribulación y han lavado sus túnicas con la sangre del Cordero (Cf. Ap 7,14).
No queremos ni podemos olvidar el testimonio de los mártires de la persecución religiosa en España del siglo XX. Ellos manifiestan la vitalidad de nuestras iglesias locales y forman como un gran cuadro del Evangelio de las bienaventuranzas. Estos mártires dieron su vida en testimonio del Dios único, de Dios vivo que es Amor. Su sangre derramada por amor a Dios es el signo y el mayor grito a favor del amor entre los hombres, queridos por Dios hasta el extremo. Ellos constituyen una llamada apremiante a la unidad, a la paz, al reconocimiento y respeto de cada ser humano, al diálogo, a la mano tendida, al perdón y a la reconciliación entre todos. Porque así Dios lo quiere; y ellos entregaron su vida en obediencia y en cumplimiento de la voluntad de Dios, que es misericordioso y nos llama a la misericordia y el perdón.
Eminencia, junto al agradecimiento de todos nosotros, de España entera por presidir esta celebración de acción de gracias, le rogamos transmita al Santo Padre el testimonio de afecto filial y comunión plena de la comunión en España.
  “DENTRO DE BREVES MOMENTOS ESTAREMOS EN EL REINO DE LOS CIELOS”
Homilía que pronunció el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, en la Misa de Acción de Gracias por la beatificación de 498 mártires de la persecución religiosa que se vivió en España en los años treinta del siglo pasado. La celebración eucarística tuvo lugar el lunes 29 de octubre en la Basílica de San Pedro del Vaticano con la participación de unos 8.000 peregrinos.
Queridos Hermanos en el Episcopado,
Amados sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos:
Beatificación de cuatrocientos noventa y ocho mártires de España, que celebramos ayer, ha sido una ocasión para constatar una vez más cómo la cadena de cristianos que han sido atraídos por el ejemplo de Jesús y sostenidos por su amor no se ha interrumpido desde los comienzos de la predicación apostólica.
Ahora estamos reunidos para elevar una ferviente acción de gracias al Señor por este acontecimiento eclesial. Queremos acogernos a la intercesión de estos hermanos nuestros, cuya vida se ha convertido para nosotros, y para el pueblo de Dios que peregrina en España y en otros países, en un potente foco de luz y en una apremiante invitación a vivir el Evangelio radicalmente y con sencillez, dando testimonio público y valiente de la fe que profesamos.
Todo martirio tiene lugar ciertamente en circunstancias históricas trágicas que, asumiendo a veces la forma de persecución, llevan a una muerte violenta por causa de la fe. Pero, en medio de ese drama, el mártir sabe trascender el momento histórico concreto y contemplar a sus semejantes desde el corazón de Dios. Gracias a esa luz que le viene de lo alto, y en virtud de la sangre del Cordero (cf. Ap 12,11), el mártir antepone la confesión de la fe a su propia vida, contrarrestando así la agresión con la plegaria y con la entrega heroica de sí mismo. Amando a sus enemigos y rogando por los que lo persiguen (cf. Mt 5,44), el mártir hace visible el misterio de la fe recibida y se convierte en un gran signo de esperanza, anunciando con su testimonio la redención para todos. Al unir su sangre a la de Cristo sacrificado en la cruz, la inmolación del mártir se transforma en ofrenda ante el trono de Dios, implorando clemencia y misericordia para sus perseguidores. Como nos enseña el Papa Juan Pablo II, «ellos han sabido vivir el Evangelio en situaciones de hostilidad y persecución... hasta el testimonio supremo de la sangre... Ellos muestran la vitalidad de la Iglesia... Más radicalmente aún, demuestran que el martirio es la encarnación suprema del Evangelio de la esperanza» (Ecclesia in Europa, 13).
De esta forma, el martirio es para la Iglesia un signo elocuente de cómo su vitalidad no depende de meros proyectos o cálculos humanos, sino que brota más bien de la total adhesión a Cristo y a su mensaje salvador. Bien sabían esto los mártires, cuando buscaron su fuerza no en el afán de protagonismo, sino en el amor absoluto a Jesucristo, a costa incluso de la propia vida.
Para comprender mejor el verdadero sentido cristiano del martirio debemos, pues, dejar que hablen los propios mártires. Ellos, con su ejemplo, nos han confiado un testamento que a veces no nos atrevemos a abrir. En cambio, si les prestamos atención, sus vidas nos hablarán sin duda de fe, de fortaleza, de generosa valentía y de ardiente caridad, frente a una cultura que trata de apartar o menospreciar los valores morales y humanos que nos enseña el propio Evangelio.
De todos es conocido que el siglo XX dio a la Iglesia en España grandes frutos de vida cristiana: la fundación de congregaciones e institutos religiosos dedicados a la enseñanza, a la asistencia hospitalaria y a los más pobres y a diversas obras culturales y sociales. Destacan también grandes ejemplos de santidad, así como un elevado número de mártires obispos, sacerdotes, seminaristas, religiosos, religiosas y fieles laicos.
Estos mártires no han sido propuestos al pueblo de Dios por su implicación política, ni por luchar contra nadie, sino por ofrecer sus vidas como testimonio de amor a Cristo y con la plena conciencia de sentirse miembros de la Iglesia. Por eso, en el momento de la muerte, todos coincidían en dirigirse a quienes les mataban con palabras de perdón y de misericordia. Así, entre tantos ejemplos parecidos, resulta conmovedor escuchar las palabras que uno de los religiosos Franciscanos de la Comunidad de Consuegra dirigía a sus hermanos: «Hermanos, elevad vuestros ojos al cielo y rezad el último padrenuestro, pues dentro de breves momentos estaremos en el Reino de los cielos. Y perdonad a los que os van a dar muerte».
Por eso, estos nuevos Beatos han enriquecido a la Iglesia de España con su sacrificio, siendo hoy para nosotros testimonio de fe, de esperanza firme contra todo temor y de un amor hasta el extremo (cf. Jn 13,1). Su muerte constituye para todos un importante acicate que nos estimula a superar divisiones, a revitalizar nuestro compromiso eclesial y social, buscando siempre el bien común, la concordia y la paz.
Estos queridos hermanos y hermanas nuestros, entre los cuales se encontraban también dos franceses, dos mexicanos y un cubano, precisamente por su amor a la vida entregaron la suya a Cristo. Vivieron una vida ejemplar, dedicados plenamente a sus diferentes apostolados, convencidos de la opción religiosa que habían hecho o del cumplimiento de sus deberes familiares. Estos testigos humildes y decididos del Evangelio son luminarias que orientan nuestra peregrinación terrena. Al venerar hoy a todos ellos que, como nos enseña el libro del Apocalipsis, «vienen de la gran tribulación» (ibíd., 7,14), suplicamos al Señor que nos conceda su fe intrépida, su firme esperanza y su profunda caridad.
Queridos hermanos y hermanas, nos encontramos en Roma, donde en los comienzos de la Iglesia un sinfín de mártires confesaron su fe en Cristo hasta derramar su sangre. Tanto aquellos cristianos de la primera hora, como los que ayer han sido beatificados, no sólo han de suscitar en nosotros un mero sentimiento de admiración. Ellos no son simples héroes o personajes de una época lejana. Su palabra y sus gestos nos hablan a nosotros y nos impulsan a configurarnos cada vez más plenamente con Cristo, encontrando en Él la fuente de la que brota la auténtica comunión eclesial, para dar en la sociedad actual un testimonio coherente de nuestro amor y entrega a Dios y a nuestros hermanos.
Ellos nos ayudan con su ejemplo y su intercesión para que, en la hora presente, no nos dejemos vencer por el desaliento o la confusión, evitando la inercia o el lamento estéril. Porque éste es también, como lo fue el suyo, un tiempo de gracia, una ocasión propicia para compartir con los demás el gozo de ser discípulos de Cristo.
Con su vida y el testimonio de su muerte nos enseñan que la auténtica felicidad se halla en escuchar al Señor y en poner en práctica su Palabra (cf. Lc 11,28). Por eso el servicio más precioso que podemos prestar hoy a nuestros hermanos es ayudarles a encontrarse con Cristo, que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (cf. Jn 14,6), el único que puede saciar las más nobles aspiraciones humanas.
Dios quiera que esta Beatificación suscite en España una fuerte llamada a reavivar la fe cristiana e intensificar la comunión eclesial, pidiendo al Señor que la sangre de estos mártires sea semilla fecunda de numerosas y santas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, así como una constante invitación a las familias, fundadas en el sacramento del Matrimonio, a que sean para sus hijos ejemplo y escuela del verdadero amor y «santuario» del gran don de la vida.
Finalmente, pidamos también al Señor que el ejemplo de santidad de los nuevos mártires alcance para la Iglesia en España y en las otras Naciones de las cuales algunos de ellos eran originarios, muchos frutos de auténtica vida cristiana: un amor que venza la tibieza, una ilusión que estimule la esperanza, un respeto que dé acogida a la verdad y una generosidad que abra el corazón a las necesidades de los más pobres del mundo.
Que la Virgen María, Reina de los Mártires, nos obtenga de su divino Hijo esta gracia que ahora, con total confianza, ponemos en sus manos de Madre. Amén.

domingo, 4 de noviembre de 2018

Lunes semana 31 de tiempo ordinario año par

Lunes de la semana 31 de tiempo ordinario; año par

Sin esperar nada egoistamente
«Decía también al que le había invitado: «Cuando des una comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos, no sea que también ellos te devuelvan la invitación y te sirva de recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, llama a pobres, tullidos, a cojos, y a ciegos; y serás bienaventurado, porque no tienen para corresponderte; se te recompensará en la resurrección de los justos» (Lucas 14,12-14).
I. Nos dice el Señor en el Evangelio de San Lucas (6, 32): Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes los aman: Y si hacéis el bien a quienes os hacen el bien, ¿qué méritos tendréis?, pues también los pecadores hacen lo mismo.... La caridad del cristiano va más lejos, pues incluye y sobrepasa el plano de lo natural, de lo meramente humano: da por amor al Señor, y sin esperar nada a cambio. No debemos hacer el bien esperando en esta vida una recompensa, ni un fruto inmediato. La caridad no busca nada, la caridad no es ambiciosa (1 Corintios 13, 5). El Señor nos enseña a dar liberalmente, sin calcular retribución alguna. Ya la tendremos en abundancia.
II. Nada se pierde de lo que llevamos a cabo en beneficio de los demás. El dar ensancha el corazón y lo hace joven, y aumenta su capacidad de amar. El egoísmo empequeñece, limita el propio horizonte y lo hace pobre y corto. Por el contrario, cuanto más damos, más se enriquece el alma. A veces no veremos los frutos, no cosecharemos agradecimiento humano alguno; nos bastará saber que el mismo Cristo es el objeto de nuestra generosidad. Nada se pierde. Por otra parte, la caridad no se desanima si no ve resultados inmediatos; sabe esperar, es paciente. San Pablo también alentaba a los primeros cristianos a vivir la generosidad con gozo, pues Dios ama al que da con alegría (2 Corintios 9, 7). A nadie –mucho menos el Señor- pueden serle gratos un servicio o una limosna hechos de mala gana o con tristeza. En cambio, el Señor se entusiasma ante la entrega de quien da y se da por amor con alegría.
III. Es necesario poner al servicio de los demás los talentos que hemos recibido del Señor. El Evangelio de la Misa nos enseña que la mejor recompensa de la generosidad en la tierra es haber dado. Ahí termina todo. Nada debemos recordar luego a los demás; nada debe ser exigido. Queda todo mejor en la presencia de Dios y anotado en la historia personal de cada uno. El dar no puede causar quebranto ni fatiga, sino íntimo gozo y notar que el corazón se hace más grande y que Dios está contento con lo que hemos hecho. Nuestra Madre, que con su fiat entregó su ser y su vida al Señor, nos ayudará a no reservarnos nada, y a ser generosos en las mil pequeñas oportunidades que se nos presentan cada día.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

sábado, 3 de noviembre de 2018

Domingo 31 de tiempo ordinario; ciclo B

Domingo de la semana 31 de tiempo ordinario; ciclo B

Amar con obras
«Se acercó uno de los escribas, que había oído la discusión y al ver lo bien que les había respondido, le preguntó: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?». Jesús respondió: «El primero es: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos». Y le dijo el escriba: «¡Bien Maestro!, con verdad has dicho que Dios es uno solo y no hay otro fuera de El; y amarle con todo el corazón y con toda la inteligencia y con toda la fuerza, y amar al prójimo como a si mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Viendo Jesús que le había respondido con sensatez, le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios». Y ninguno se atrevía ya a hacerle preguntas» (Marcos 12,28-34).
I. En el Evangelio leemos cómo un doctor de la ley le hace una pregunta llena de rectitud al Señor: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Y Jesús se detiene ante este hombre que quiere conocer la verdad y le contesta: Escucha, Israel: El Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón (Marcos 12, 28-34). Éste es el primero de los mandamientos, resumen y culminación de todos los demás. ¿En que consiste este amor? El Cardenal Luciani –que más tarde sería Juan Pablo I-, comentando a San Francisco de Sales, escribía que “quien ama a Dios debe embarcarse en su nave, resuelto a seguir la ruta señalada por sus mandamientos, por las directrices de quien lo representa y por las situaciones y circunstancias de la vida que Él permite”. “Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta: sólo Dios basta” (Santa Teresa, Poesías)
II. Lo determinante de nuestra vida, lo que aparta todas las tinieblas y tristezas es el hecho de que Dios nos ama. Esta realidad llena el corazón de esperanza y de consuelo. La Encarnación es la revelación suprema del amor de Dios por cada uno de sus hijos. ¿Cómo no vamos a corresponder a un amor tan grande? El Señor nos pide que le amemos con obras y afectos de nuestro corazón. El amor pide obras: confianza de hijos, especialmente cuando nos sintamos más necesitados; agradecimiento alegre por tanto don que recibimos; fidelidad de hijos, allí donde nos encontremos. Dios nos quiere felices, pues en toda circunstancia podemos ser fieles al Señor. ¡Tantas veces necesitaremos decirle: “Señor, te amo..., pero enséñame a amarte!
III. Amamos al Señor cumpliendo los mandamientos y nuestros deberes en medio del mundo, evitando toda ocasión de pecado, ejerciendo la caridad en mil detalles..., y también en esos gestos que pueden parecer pequeños pero que van llenos de delicadeza y cariño para el Señor: una genuflexión bien hecha ante el Sagrario, la puntualidad en nuestras normas de piedad, una mirada a una imagen de Nuestra Señora. Todo lo que hacemos por el Señor es sólo una pequeñez ante la iniciativa divina. Jesús se dirige a cada uno de nosotros para preguntarnos como a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” Es la hora de responder: ¡“Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!”, añadiendo con humildad: ¡Ayúdame a amarte más, auméntame el amor!” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja)
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Carlos Borromeo, obispo

Entre los grandes hombres de la Iglesia que, en los días turbulentos del siglo XVI, lucharon por llevar a cabo la verdadera reforma que tanto necesitaba la Iglesia y trataron de suprimir, mediante la corrección de los abusos y malas costumbres, los pretextos que aprovechaban en toda Europa los promotores de la falsa reforma, ninguno fue, ciertamente, más grande ni más santo que el cardenal Carlos Borromeo. Junto con San Pío V, San Felipe Neri y San Ignacio de Loyola, es una de las cuatro figuras más grandes de la contrareforma. Era un noble de alta alcurnia. Su padre, el conde Gilberto Borromeo, se distinguió por su talento y sus virtudes. Su madre, Margarita, pertenecía a la noble rama milanesa de los Médicis. Un hermano menor de su madre llegó a ceñir la tiara pontificia con el nombre de Pío IV. Carlos era el segundo de los varones entre los seis hijos de una familia. Nació en el castillo de Arona, junto al lago Maggiore, el 2 de octubre de 1538. Desde los primeros años, dió muestras de gran seriedad y devoción. A los doce años, recibió la tonsura, y su tío, Julio Cesar Borromeo, le cedió la rica abadía benedictina de San Gracián y San Felino, en Arona, que desde tiempo atrás estaba en manos de la familia. Se dice que Carlos, aunque era tan joven, recordó a su padre que las rentas de ese beneficio pertenecían a los pobres y no podían ser aplicadas a gastos seculares, excepto lo que se emplease en educarle para llegar a ser, un día, digno ministro de la Iglesia. Despúes de estudiar el latín en Milán, el joven se trasladó a la Universidad de Pavía, donde estudió bajo la dirección de Francisco Alciati, quien más tarde sería promovido al cardenalato a petición del santo. Carlos tenía cierta dificultad de palabra y su inteligencia no era deslumbrante, de suerte que sus maestros le consideraban como un poco lento; sin embargo, el joven hizo grandes progresos en sus estudios. La dignidad y seriedad de su conducta hicieron de él un modelo de los jóvenes universitarios, que tenían la reputación de ser muy dados a los vicios. El conde Gilberto sólo daba a su hijo una parte mínima de las rentas de su abadía y, por las cartas de Carlos, vemos que atravesaba frecuentemente por periodos de verdadera penuria, pues su posición le obligaba a llevar un tren de vida de cierto lujo. A los veintidós años, cuando sus padres ya habían muerto, obtuvo el grado de doctor. En seguida retornó a Milán, donde recibió la noticia de que su tío el cardenal de Médicism había sido elegido Papa en el cónclave de 1559, a raíz de la muerte de Pablo IV.
 A principio de 1560, el nuevo Papa hizo a su sobrino cardenal diácono y, el 8 de febrero, le nombró administrador de la sede vacante de Milán, pero, en vez de dejarle partir, le retuvo en Roma y le confió numerosos cargos. En efecto, Carlos fue nombrado, en rápida sucesión, legado de Bolonia, de la Romaña y de la Marca de Ancona, así como protector de Portugal, de los países bajos, de los cantones católicos de Suiza y además, de las órdenes de San Francisco, del Carmelo, de los Caballeros de Malta y otras más. Lo extraordinario es que todos esos honores y responsabilidades recaían sobre un joven que no había cumplido aún veintitrés años y era simplemente clérigo de órdenes menores. Es increíble la cantidad de trabajo que san carlos podía despachar sin apresurarse nunca, a base de una actividad regular y metódica. Además, encontraba todavía tiempo para dedicarse a los asuntos de su familia, para oír música y para hacer ejercicio. Era muy amante del saber y lo promovió mucho entre el clero, para lo que fundó en el Vaticano, con el objeto de instruir y deleitar a la corte pontificia, una academia literaria compuesta de clérigos y laicos, algunas de cuyas conferencias y trabajos fueron publicados entre las obras de San Carlos con el título de Noctes Vaticanae. Por entonces, juzgó necesario atenerse a la costumbre renacentista que obligaba a los cardenales a tener un palacio magnífico, una servidumbre muy numerosa, a recibir constantemente a los personajes de importancia y a tener una mesa a la altura de las circunstancias. Pero en su corazón, estaba profundamente desprendido de todas esas cosas. Había logrado mortificar perfectamente sus sentidos y su actitud era humilde y paciente. Muchas almas se convierten a Dios en la adversidad; San Carlos tuvo el mérito de saber comprobar la vanidad de la abundancia al vivir en ella y, gracias a eso, su corazón se despegó cada vez más de las cosas terrenas. Había hecho todo lo posible por preveer al gobierno de la diócesis de Milán y remediar los desórdenes que había en ella; en este sentido, el mandato del Papa de que se quedase en Roma le dificultó la tarea. El Venerable Bartolomé de Martyribus, arzobispo de Braga, fue por entonces a la ciudad Eterna y San Carlos aprovechó la oportunidad para abrir su corazón a ese fiel siervo de Dios, a quien indicó: "Ya veis la posición que ocupo. Ya sabéis lo que significa ser sobrino y sobrino predilecto de un Papa y no ignorais lo que es vivir en la corte romana. Los peligros son inmenso. ¿Qué puedo hacer yo, joven inexperto? Mi mayor penitencia es el fervor que Dios me ha dado y, con frecuencia, pienso en retirarme a un monasterio a vivir como si sólo Dios y yo existiésemos". El arzobispo disipó las dudas del cardenal, asegurándole que no debía soltar el arado que Dios le había puesto en las manos para el servicio de la Iglesia, sino que debía, más bien, tratar de gobernar personalmente su diócesis en cuanto se le ofreciese oportunidad. Cuando San Carlos se enteró de que Bartolomé de Martyribus había ido a Roma precisamente con el objeto de renunciar a su arquidiócesis, le pidió explicaciones sobre el consejo que le había dado, y el arzobispo hubo de usar de todo su tacto en tal circunstancia.
Pío IV había anunciado poco después de su elección que tenía la intención de volver a reunir el Concilio de Trento, suspendido en 1552. San Carlos empleó toda su influencia y su energía para que el Pontífice llevase a cabo su proyecto, a pesar de que las circunstancias políticas y eclesásticas eran muy adversas. Los esfuerzos del cardenal tuvieron éxito, y el Concilio volvió a reunirse en enero de 1562. Durante los dos años que duró la sesión, el santo tuvo que trabajar con la misma diplomacia y vigilancia que había empleado para conseguir que se reuniese. Varias veces estuvo a punto de disolverse la asamblea, dejando la obra incompleta, pero, con su gran habilidad y con el constante apoyo que prestó a los legados del Papa, logró que la empresa siguiese adelante. Así pues, en las nueve reuniones generales y en las numerosísimas reuniones particulares se aprobaron muchísimo de los decretos dogmáticos y disciplinarios de mayor importancia. El éxito se debió a San Carlos más que a cualquier otro de los personajes que participaron en la asamblea, de suerte que puede decirse que él fue director intelectual y el espíritu rector de la tercera y última sesión del Concilio de Trento.
En el curso de las reuniones murió el conde Federico Borromeo, con lo cual, San Carlos quedó como jefe de su noble familia y su posición se hizo más dificil que nunca. Muchos supusieron que iba a abandonar el estado clerical para casarse, pero el santo ni siquiera pensó en ello. Renunció a sus derechos en favor de su tío Julio y se ordenó sacerdote en 1563. Dos meses más tarde, recibió la consagración episcopal, aunque no se le permitió trasladarse a su diócesis. Además de todos sus cargos, se le confió la supervisión de la publicación del Catecismo del Concilio de Trento y la reforma de los libros litúrgicos y de la música sagrada; él fue quien encomendó a Palestrina la composición de la Missa Papae Maecelli. Milán que había estado durante ochenta años sin obispo residente, se hallaba en un estado deplorable. El vicario de San Carlos había hecho todo lo posible por reformar la diócesis con la ayuda de algunos jesuitas, pero sin gran éxito. Finalmente, San Carlos consiguió permiso para reunir un concilio provicional y visitar su diócesis. Antes de que partiese, el Papa le nombró legado a latere para toda Italia. El pueblo de Milán le recibió con el mayor gozo y el santo predicó en la catedral sobre el texto "Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros". Diez Obispos sufragáneos asistieron al sínodo, cuyas decisiones sobre la observancia de los decretos del Concilio de Trento, sobre la diciplina y la formación del Clero, sobre la celebración de los divinos oficios, sobre la administración de los sacramentos, sobre la enseñanza dominical del catecismo y sobre muchos otros puntos, fueron tan atinados que el Papa escribió a San Carlos para felicitarle. Cuando el santo se hallaba en el cumplimiento del oficio como legado de Toscana, fue convocado a Roma para asistir a Pío IV en su lecho de muerte, donde también le asistió San Felipe Neri. El nuevo Papa Pío V, pidió a San Carlos que se quedase algún tiempo en Roma para desempeñar los oficios que su predecesor le había confiado, pero el santo aprovechó la primera oportunidad para rogar al Papa que le dejase partir y, supo hacerlo con tal tino, que Pío V le despidió con su bendición.
San Carlos llegó a Milán en abril de 1556 y, en seguida empezó a trabajar enérgicamente en la reforma de su diócesis. Su primer paso fue la organización de su propia casa. Puesto que consideraba el episcopado como un estado de perfección, se mostró sumamente severo consigo mismo. Sin embargo, supo siempre aplicar la discreción a la penitencia para no desperdiciar las fuerzas que necesitaba en el cumplimiento de su deber, de suerte que aun en las mayores fatigas conservaba toda su energía. Las rentas de que disfrutaba eran pingües, pero dedicaba la mayor parte de las obras de caridad y se oponía decididamente a la ostentación y al lujo. En cierta ocasión en que alguien ordenó que le calentasen el lecho, el santo dijo, sonriendo: "La mejor manera de no encontrar el lecho demasiado frío es ir a él más frío de lo que pueda estar". Francisco Panigarola, arzobispo de Asti, dijo en la oración fúnebre por San Carlos: "De sus rentas no empleaba para su propio uso más que lo absolutamente indispensable. En cierta ocasión en que le acompañé a una visita del valle de Mesolcina, que es un sitio muy frío, le encontré por la noche estudiando, vestido únicamente con una sotana vieja. Naturalmente le dije que, si no quería morir de frío, tenía que cubrirse mejor y él sonrió al responderme: 'No tengo otra sotana. Durante el día estoy obligado a vestir la púrpura cardenalicia, pero ésta es la única sotana realmente mía y me sirve lo mismo en el verano que en el invierno' ". Cuando San Carlos se estableció en Milán, vendió la vajilla de plata y otros objetos preciosos en 30,000 coronas, suma que consagró íntegramente a socorrer a las familias necesitadas. Su limosnero tenía orden de repartir entre los pobres 200 coronas mensuales, sin contar las limosnas extraordinarias, que eran muy numerosas. La generosidad de San Carlos dejó un recuerdo inperecedero. Por ejemplo, supo ayudar tan liberalmente al Colegio Inglés de Douai, que el cardenal Allen solía llamar a San Carlos, fundador de la institución. Por otra parte, el santo organizó retiros para su clero. El mismo hacía los Ejercicios Espirituales dos veces al año y tenía por regla confesarse todos los días antes de celebrar la misa. Su confesor ordinario era el Dr. Griffith Roberts, de la diócesis de Bangor, autor de la famosa gramática galesa. San Carlos nombró a otro galés (el Dr. Qwen, quien más tarde llegó a ser obispo de Calabria) vicario general de su diócesis, y llevaba siempre consigo una imagen de San Juan Fisher. Tenía el mayor respeto por la liturgia, de suerte que jamás decía una oración ni administraba ningun sacramento apresuradamente, por grande que fuese su prisa o por larga que resultase la función.
Su espíritu de oración y su amor de Dios dejaban en los otros un gran gozo espiritual, le ganaban los corazones, e infundían en todos el deseo de perseverar en la virtud y de sufrir por ella. Tal fue el espíritu que San Carlos aplicó a la reforma de su diócesis, empezando por la organización de su propia casa. Su casa estaba compuesta de cien personas; la mayor parte eran clérigos, a lo que el santo pagaba generosamente para evitar que recibiesen regalos de otros. En la diócesis se conocía mal la religión y se la comprendía aún menos; las prácticas religiosas estaban desfiguradas por la supertición y profanadas por los abusos. Los sacramentos habían caído en el abandono, porque muchos sacerdotes apenas sabían cómo administrarlos y eran indolentes, ignorantes y de mala vida. Los monasterios se hallaban en el mayor desorden. Por medio de concilios provinciales, sínodos diocesanos y múltiples instrucciones pastorales, San Carlos aplicó progresivamente las medidas necesarias para la reforma del clero y del pueblo. Aquellas medidas fueron tan sabias, que una gran cantidad de prelados las consideran todavía como un modelo y las estudian para aplicarlas. San Carlos fue uno de los hombres más eminentes en teología pastoral que Dios enviara a su Iglesia para remediar los desórdenes producidos por la decadencia espiritual de la Edad Media y por los exesos de los reformadores protestantes. Empleando por una parte la ternura paternal y las ardientes exhortaciones y, poniendo rigurosamente en práctica, por la otra, los decretos de los sínodos, sin distinción de personas, ni clases, ni privilegios, doblegó poco a poco a los obstinados y llegó a vencer dificultades que habrían desalentado aun a los más valientes. San Carlos tuvo que superar su propia dificultad de palabra, a base de paciencia y atención, pues tenía un defecto en la lengua. A este propósito, decía su amigo Aquiles Gagliardi: "Muchas veces me he maravillado de que, aun sin poseer elocuencia natural alguna, sin tener ningún atractivo especial en su persona, haya conseguido obrar tales cambios en el corazón de sus oyentes. Hablaba brevemente, con suma seriedad y apenas se poda oir su voz; sin embargo, sus palabras producían siempre efecto". San Carlos ordenó que se atendiese especialmente a la instrucción cristiana de los niños. No contento con imponer a los sacerdotes la obligación de enseñar públicamente el catecismo todos los domingos y días de fiesta, estableció la Cofradía de la Doctrina Cristiana, que llegó a contar, según se dice, con 740 escuelas, 3.000 catequistas y 40.000 alumnos. Así pues, San Carlos fundó las "escuelas dominicales" dos siglos antes de que Roberto Raikes las introdujese en Inglaterra para los niños protestantes. San Carlos se valió particularmente de los clérigos regulares de San Pablo ("barnabitas"), cuyas constituciones él mismo había ayudado a revisar y, en 1578, fundó una congregación de sacerdotes seculares, llamados Oblatos de San Ambrosio que, por un voto simple de obediencia a su obispo, se ponían a disposición de éste para que los emplease a su gusto en la obra de la salvación de las almas. Pío XI formó parte más tarde de esa congregación, cuyos miembros se llaman actualmente Oblatos de San Ambrosio y de San Carlos.
Pero en todas partes se acogió bien la obra reformadora del santo, quien en ciertos casos tuvo que hacer frente a una oposición violenta y sin escrúpulos. En 1567, tuvo una dificultad con el senado. Ciertos laicos que llevaban abiertamente una vida poco edificante y se negaban a prestar oídos a las exortaciones del santo, fueron aprisionados por orden suya. El senado amenazó, con ese motivo, a los funcionarios de la curia del arzobispo, y el asunto llegó hasta el Papa y Felipe II de España. Entre tanto, el alguacil episcopal fue golpeado y expulsado de la ciudad. San Carlos, después de considerar la cosa maduramente, excomulgó a los que habían participado en el ataque. Finalmente, el fallo sobre este conflicto de juridicción favoreció a San Carlos, ya que en la antigua ley un arzobispo gozaba de cierto poder ejecutivo; pero el gobernador de Milán se negó a aceptar esa decisión. San Carlos partió por entonces a visitar tres valles alpinos: el de Levantina, el de Bregno y La Riviera, que los anteriores arzobispos habían dejado completamente abandonados y donde la corrupción del clero era todavía mayor que la de los laicos, con los resultados que pueden imaginarse. El santo predicó y catequizó por todas partes, destituyó a los clérigos indignos y los reemplazó por hombres capaces de restaurar la fe y las costumbres del pueblo y de resistir a los ataques de los protestantes zwinglianos. Pero sus enemigos de Milán no le dejaron mucho tiempo en paz. Como la conducta de algunos de los canónigos de la colegiata de Santa María della Scala (que pretendían estar exentos de la jurisdicción del ordinario) no correspondiese a su dignidad, San Carlos consultó a San Pío V, quien le contestó que tenía derecho a visitar dicha iglesia y a tomar contra los canónigos las medidas que juzgase necesarias. San Carlos se presentó entonces en la iglesia a hacer la visita canónica; pero los canónigos le dieron con la puerta en las narices y alguien hizo un disparo contra la cruz que el santo había alzado con la mano durante el tumulto. El senado se puso en favor de los canónigos y presentó a Felipe II de España las más virulentas acusaciones contra el arzobispo, diciendo que se había arrogado los derechos del rey, porque la colegiata estaba bajo el patronato regio. Por otra parte, el gobernador de Milán escribió al Papa, amenazando con desterrar al cardenal Borromeo por traidor. Finalmente, el rey escribió al gobernador para que apoyase al arzobispo y los canónigos ofrecieron resistencia algún tiempo, pero acabaron por doblegarse.
Antes de que ese asunto se solucionase, la vida de San Carlos corrió un peligro todavía mayor. La orden religiosa de los humiliati, que contaba ya con muy pocos miembros pero poseía aún muchos monasterios y tierras, se había sometido a las medidas reformadoras del arzobispo, pero los humiliati estaban totalmente corrompidos y su sumisión había sido aparente. En efecto, intentaron por todos los medios conseguir que el Papa anulase las disposiciones de San Carlos y, al fracasar sus intentos, tres priores de la orden tramaron un complot para asesinar a San Carlos. Un sacerdote de la orden, llamado Jerónimo Donati Farina, aceptó hacer el intento de matar al santo por veinte monedas de oro. Se obtuvo esa suma con la venta de los ornamentos de una iglesia. El 26 de octubre de 1569, Farina se apostó a la puerta de la capilla de la casa de San Carlos, en tanto que éste rezaba las oraciones de la noche con los suyos. Los presentes cantaban un himno de Orlando di Lasso y, precisamente en el momento en que entonaban las palabras, "Ya es tiempo de que vuelva a Aquél que me envió", el asesino descargó su pistola contra el santo. Farina consiguió escapar en el tumulto que se produjo, en tanto que San Carlos, pensando que estaba herido de muerte, encomendaba su vida a Dios. En realidad la bala sólo había tocado sus ropas y su manto cardenalicio había caído al suelo, pero el santo estaba ileso. Después de una solemne procesión de acción de gracias, San Carlos se retiró unos días a un monasterio de la Cartuja para consagrar nuevamente su vida a Dios.
Al salir de su retiro, visitó otra vez los tres valles de los Alpes y aprovechó la oportunidad para recorrer también los cantones suizos católicos, donde convirtió a cierto número de zwinglianos y restauró la disciplina en los monasterios. La cosecha de aquel año se perdió y, al siguiente, Milán atravesó por un periodo de carestía. San Carlos pidió ayuda para procurar alimentos a los necesitados y, durante tres meses, dió de comer diariamente a tres mil pobres con sus propias rentas. Como había estado bastante mal de salud, los médicos le ordenaron que modificase su régimen de vida, pero el cambio no produjo ninguna mejoría. Después de asistir en Roma al cónclave que eligió a Gregorio XIII, el santo volvió a su antiguo régimen y así, pronto se recuperó. Al poco tiempo, tuvo un nuevo conflicto con el poder civil de Milán, pues el nuevo gobernador, Don Luis de Requesens, trató de reducir la juridicción local de la Iglesia y de poner en mal al arzobispo con el rey. San Carlos no vaciló en excomulgar a Requesens quien, para vengarse, envió un pelotón de soldados a patrullar las cercanías del palacio episcopal y prohibió que las cofradías se reuniesen cuando no estuviera presente un magistrado. Felipe II acabó por destituir al gobernador. Pero esos triunfos públicos no fueron, por cierto, la parte más importante del "cuidado pastoral" que ensalza el oficio de la fiesta de San Carlos. Su tarea principal consistió en formar un clero virtuoso y bien preparado. En cierta ocasión en que un sacerdote ejemplar se hallaba gravemente enfermo, las gentes comentaron que el arzobispo se preocupaba demasiado por él. El santo respondió: "¡Bien se ve que no sabéis lo que vale la vida de un buen sacerdote!" Ya mencionamos arriba la fundación de los oblatos de San Ambrosio, que tanto éxito tuvieron. Por otra parte, San Carlos reunió cinco sínodos provinciales y once diocesanos. Era infatigable en la visita a las parroquias. Cuando uno de sus sufragáneos le dijo que no tenía nada que hacer, el santo le mandó una larga lista de las obligaciones episcopales, añadiendo después de cada punto: "¿Cómo puede decir un obispo que no tiene nada que hacer?" El santo fundó tres seminarios en la arqudiócesis de Milán, para otros tantos tipos de jóvenes que se preparaban al sacerdocio y exigió en todas partes que se aplicasen las disposiciones del Concilio Tridentino acerca de la formación sacerdotal. En 1575, fue a Roma a ganar la indulgencia del jubileo y, al año siguiente, la instituyó en Milán. Acudieron entonces a la ciudad grandes multitudes de peregrinos, algunos de los cuales estaban contaminados con la peste, de suerte que la epidemia se propagó en Milán con gran virulencia.
El gobernador y muchos de los nobles abandonaron la ciudad. San Carlos se consagró enteramente al cuidado de los enfermos. Como su clero no fuese suficientemente numeroso para asistir a las víctimas, reunió a los superiores de las comunidades religiosas y les pidió ayuda. Inmediatamente se ofrecieron como voluntarios muchos religiosos, a quien San Carlos hospedó en su propia casa. Después escribió al gobernador, Don Antonio de Guzmán, echándole en cara su cobardía, y consiguió que volviese a su puesto, con otros magistrados, para esforzarse en poner coto al desastre. El hospital de San Gregorio resultaba demasiado pequeño y siempre estaba repleto de muertos, moribundos y enfermos a quienes nadie se encargaba de asistir. El espectáculo arrancó lágrimas a San Carlos, quien tuvo que pedir auxilio a los sacerdotes de los valles alpinos, pues los de Milán se negaron, al principio, a ir al hospital. La epidemia acabó con el comercio, lo cual produjo la carestía. San Carlos agotó literalmente sus recursos para ayudar a los necesitados y contrajo grandes deudas. Llegó al extremo de transformar en vestidos para los pobres, los toldos y doseles de colores que solían colgarse desde el palacio episcopal hasta la catedral, durante las precesiones. Se colocó a los enfermos en las casas vacias de las afueras de la ciudad y en refugios improvisados; los sacerdotes organizaron cuerpos de ayudantes laicos, y se erigieron altares en las en las calles para que los enfermos pudiesen asistir a misa desde las ventanas. Pero el arzobispo no se contentó con orar, hacer penitencia, organizar y distribuir, sino que asistió personalmente a los enfermos, a los moribundos y acudió en socorro de los necesitados. Los altibajos de la peste duraron desde el verano de 1576 hasta principios de 1578. Ni siquiera en ese período dejaron los magistrados de Milán de hacer intentos para poner en mal a San Carlos con el Papa. Tal vez algunas de sus quejas no eran del todo infundadas, pero todas ellas revelaban, en el fondo, la ineficacia y estupidez de quienes las presentaban. Cuando terminó la epidemia, San Carlos decidió reorganizar el capítulo de la catedral sobre la base de la vida común. Los canónigos se opusieron y el santo determinó entonces fundar sus oblatos.
En la primavera de 1580, hospedó durante una semana a una docena de jóvenes ingleses que iban de paso hacia la misión de Inglaterra y uno de ellos predicó ante él: era el Beato Rodolfo Sherwin, quien un año y medio más tarde había de morir por la fe en Londres. Poco después, San Carlos le dio la primera comunión a Luis Gonzaga, que tenía entonces doce años. Por esa época viajó mucho y las penurias y fatigas empezaron a afectar su salud. Además, había reducido las horas de sueño y el Papa hubo de recomendarle que no llevase demasiado lejos el ayuno cuaresmal. A fines de 1583, San Carlos fue enviado a Suiza como visitador apostólico y en Grisons tuvo que enfrentarse no sólo contra los protestantes, sino también contra un movimiento de brujas y hechiceros. En Roveredo, el pueblo acusó al párroco de practicar la magia y el santo se vio obligado a degradarle y entregarle al brazo secular. No se avergonzaba de discutir pacientemente sobre puntos teológicos con las campesinas protestantes de la región y, en cierta ocasión, hizo esperar a su comitiva hasta que consiguió hacer aprender el Padrenuestro y el Avemaría a un ignorante pastorcito. Habiendose enterado de que el duque Carlos de Saboya había caído enfermo en Vercelli, fue a verle inmediatamente y le encontró agonizante. Pero, en cuanto entró en la habitación del duque, éste exclamó: "¡Estoy curado!" El santo le dió la comunión al día siguiente. Carlos de Saboya pensó siempre que había recobrado la salud gracias a las oraciones de San Carlos y, después de la muerte de éste, mandó colgar en su sepulcro una lámpara de plata.
En el año de 1584, decayó más la salud del santo. Después de fundar en Milán una casa de convalecencia, San Carlos partió en octubre, a Monte Varallo para hacer su retiro annual, acompañado por el P. Adorno, S. J. Antes de partir, había predicho a varias personas que le quedaba ya poco tiempo de vida. En efecto, el 24 de octubre se sintió enfermo y, el 29 del mismo mes, partió de regreso a Milán, a donde llegó el día de los fieles difuntos. La víspera había celebrado su última misa en Arona, su ciudad natal. Una vez en el lecho, pidió los últimos sacramentos "inmediatamente" y los recibió de manos del arcipreste de su catedral.
Al principio de la noche del 3 al 4 de noviembre, murió apaciblemente, mientras pronunciaba las palabras "Ecce venio". No tenía más que cuarenta y seis años de edad. La devoción al santo cardenal se propagó rápidamente. En 1601, el cardenal Baronio, quien le llamó "un segundo Ambrosio", mandó al clero de Milán una orden de Clemente VIII para que, en el aniversario de la muerte del arzobispo, no celebrasen misa de requiem, sino una misa solemne.
San Carlos fue oficialmente canonizado por Paulo V el 1ro de noviembre de 1610.
BIBLIOGRAFIA
Butler, Vida de los Santos, Vol IV
Sálesman, Eliecer, Vidas de Santos, Vol. 4
Sgarbossa, Mario y Luigi Giovannini; Un Santo Para Cada Día

viernes, 2 de noviembre de 2018

Sábado semana 30 de tiempo ordinario; año par

Sábado de la semana 30 de tiempo ordinario; año par

El mejor puesto
«Y sucedió que al entrar él un sábado a comer en casa de uno de los principales fariseos, ellos le estaban observando. Proponía a los invitados una parábola al notar cómo iban eligiendo los primeros puestos diciéndoles: «Cuando seas invitado por alguien a una boda, no te sientes en el primer puesto, no sea que otro más distinguido que tú haya sido invitado por él, y al llegar el que os invitó a ti y al otro, te diga: "Cede el sitio a éste"; y entonces empieces a buscar lleno de vergüenza, el último lugar: Al contrario, cuando seas invitado, ve a sentarte en el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: "Amigo, sube más arriba". Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado» (Lucas14,1.7-11).
I. Hoy que es sábado, nos acercamos a Santa María, para que nos enseñe a progresar en esa virtud que es fundamento de todas las demás, que es la humildad. Es tan necesaria para la salvación, que Jesús aprovecha cualquier circunstancia para ensalzarla. Jesús observa durante un banquete, a los invitados que se dirigirían atropelladamente a los primeros lugares. Jesús se situaría probablemente en un lugar discreto o donde le indicó el que le había invitado. Él sabe estar, y a la vez se da cuenta de aquella actitud poco elegante que adoptan los comensales. Éstos, por otra parte, se equivocaron radicalmente porque no supieron darse cuenta de que el mejor puesto se encuentra siempre al lado de Jesús. Hoy también vemos en la vida de los hombres, la misma actitud: ¡cuánto esfuerzo para ser considerados y admirados, y qué poco para estar cerca de Dios!
II. La Virgen nos enseña el camino de la humildad. Esta virtud consiste esencialmente en inclinarse ante Dios y ante todo lo que hay de Dios en las criaturas (R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior),y reconocer nuestra pequeñez e indigencia ante la grandeza del Señor. Este anonadamiento no empequeñece, no acorta las verdaderas aspiraciones de la criatura, sino que las ennoblece y les da nuevas alas, les abre horizontes más amplios. Cuando Nuestra Señora es elegida para ser Madre de Dios, se proclama enseguida su esclava (Lucas 1, 38). No vivió pendiente de sí misma, sino pendiente de Dios, de Su voluntad. Nunca buscó su propia gloria, ni aparentar, ni ser considerada, ni recibir halagos por ser la Madre de Jesús. Ella sólo buscó la gloria de Dios. En Ella se cumplieron de manera eminente las palabras de Jesús al final de la parábola del Evangelio (Lucas 14, 1; 7-11): El que se humilla, el que ocupa su lugar ante Dios y ante los hombres, será ensalzado.
III. La humildad nos hará descubrir que todo lo bueno que existe en nosotros viene de Dios, tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia. Lo específicamente nuestro es la flaqueza y el error. La humildad nada tiene que ver con la timidez o la mediocridad. Lejos de apocarse, el alma humilde se pone en manos de Dios, y se llena de alegría y agradecimiento cuando Dios quiere hacer cosas grandes a través de ella. La persona humilde acude con frecuencia a la oración, es agradecida, tiene especial facilidad para la amistad, y por lo tanto para el apostolado; vive la caridad con delicadeza y es alegre. Acudamos a Nuestra Madre, esclava del Señor, causa de nuestra alegría, para que nos ayude a encontrar el camino de la humildad.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Martín de Porres, religioso

SAN MARTIN DE PORRES fue un mulato, nacido en Lima, capital del Perú, en el 9 de diciembre de 1579. En el libro de bautismo fue inscrito como "hijo de padre desconocido". Era hijo natural del caballero español Juan de Porres (o Porras según algunos) y de una india panameña libre, llamada Ana Velásquez. Martín heredó los rasgos y el color de la piel de su madre, lo cual vio don Juan de Porres como una humillación
Vivió pobremente hasta los ocho años en compañía de la madre y de una hermanita que nació dos años después.  Estuvo un breve tiempo con su padre en el Ecuador ya que este llegó a reconocerlo y también a la hermanita.  Nuevamente quedó separado del padre le mandaba lo necesario para hacerle terminar los estudios.
Martín era inteligente y tenía inclinación por la medicina. Había aprendido las primeras nociones en la droguería-ambulatorio de dos vecinos de casa. La profesión de barbero en aquella época estaba ligada con la medicina.  Así adquirió conocimientos de medicina y durante algún tiempo, ejerció esta doble carrera.
Sintiendo grandes deseos de perfección, pidió ser admitido como donado en el convento de los dominicos del Rosario en Lima. Su misma madre apoyó la petición del santo y éste consiguió lo que deseaba cuando tenía unos quince años de edad.
En el convento su vida de heroica virtud fue pronto conocida de muchos. Fue admitido sólo como "donado", es decir, como terciario y le confiaron los trabajos más humildes de la comunidad. Martín es recordado con la escoba, símbolo de su humilde servicio.  Su humildad era tan ejemplar, que se alegraba de las injurias que recibía, incluso alguna vez de parte de otros religiosos dominicos, como uno que, enfermo e irritado, lo trató de perro mulato. En una ocasión, cuando el convento estaba en situación económica muy apurada, Fray Martín, espontáneamente se ofreció al Padre Prior para ser vendido como esclavo, ya que era mulato, a fin de remediar la situación.
Advirtiendo los superiores de Fray Martín su índole mansa y su mucha caridad, le confiaron, junto con otros oficios, el de enfermero, en una comunidad que solía contar con doscientos religiosos, sin tomar en consideración a los criados del convento ni a los religiosos de otras casas que, informados de la habilidad del hermano, acudían a curarse a Lima.
Bastante trabajo tenía el joven hermano, pero no por eso limitaba su compasión a los de su orden, sino que atendía a muchos enfermos pobres de la ciudad. El día 2 de junio de 1603, después de nueve años de servir a la orden como donado, le fue concedida la profesión religiosa y pronunció los votos de pobreza, obediencia y castidad.
Juntaba a su abnegada vida una penitencia austerísima, se maltrataba con dormir debajo de una escalera unas cuantas horas y con apenas comer lo indispensable. Pasaba la mitad de la noche rezando a un crucifijo grande que había en su convento iba y le contaba sus penas y sus problemas, y ante el Santísimo Sacramento y arrodillado ante la imagen de la Virgen María pasaba largos tiempos rezando con fervor. Añadía a esto un espíritu de oración y unión con Dios que lo asemejaba a otros grandes contemplativos.
Dios quiso que su santidad se conociera fuera de las paredes del monasterio, por los extraordinarios carismas con que lo había enriquecido, entre ellos, la profecía, éxtasis y la bilocación. Sin salir de Lima, fue visto en África, en China y en Japón, animando a los misioneros que se encontraban en dificultad.  Mientras permanecía encerrado en su celda lo veían llegar junto a la cama de ciertos moribundos a consolarlos.  En ocasiones salía del convento a atender a un enfermo grave, y volvía luego a entrar sin tener llave de la puerta y sin que nadie le abriera. Preguntado cómo lo hacía, respondía: "Yo tengo mis modos de entrar y salir".
Se le vio repetidas veces en éxtasis y, algunas levantado en el aire muy cerca de un gran crucifijo que había en el convento. A el acudían teólogos, obispos y autoridades civiles en busca de consejo. Más de una vez el mismo virrey tuvo que esperar ante su celda porque Martín estaba en éxtasis.
Llegaron los enemigos a su habitación a hacerle daño y él pidió a Dios que lo volviera invisible y los otros no lo vieron.
Durante la epidemia de peste, curó a cuantos acudían a él, y curó milagrosamente a los sesenta cohermanos. Los frailes se quejaban de que Fray Martín quería hacer del convento un hospital, porque a todo enfermo que encontraba lo socorría y hasta llevaba a algunos más graves y pestilentes a recostarlos en su propia cama cuando no tenía más donde se los recibieran.
Con la ayuda de varios ricos de la ciudad fundó el Asilo de Santa Cruz para reunir a todos los vagos, huérfanos y limosneros y ayudarles a salir de su penosa situación.
Sorprendió a muchos con sus curaciones instantáneas, como la del novicio Fray Luis Gutiérrez que se había cortado un dedo casi hasta desprendérselo; a los tres días tenía hinchados la mano y el brazo, por lo que acudió al hermano Martín, quien le puso unas hierbas machacadas en la herida. Al día siguiente, el dedo estaba unido de nuevo y el brazo enteramente sano. En cierta ocasión, el arzobispo Feliciano Vega, que iba a tomar posesión de la sede de México, enfermó de algo que parece haber sido pulmonía y mandó llamar a Fray Martín. Al llegar éste a la presencia del prelado enfermo, se arrodilló, mas él le dijo: "levántese y ponga su mano aquí, donde me duele". ¿Para qué quiere un príncipe la mano de un pobre mulato?, preguntó el santo. Sin embargo, durante un buen rato puso la mano donde lo indicó el enfermo y, poco después, el arzobispo estaba curado.
Otras veces, a la curación añadía la prontitud con que acudía al enfermo, pues bastaba que éste tuviera deseo de que el santo llegara, para que éste se presentase a cualquier hora. Muchas veces, entraba por las puertas cerradas con llave, como pudo comprobarlo el maestro de novicios, quien personalmente guardaba la llave del noviciado, pues, habiendo estado Fray Martín atendiendo a un enfermo, salió del noviciado y volvió a entrar sin abrir las puertas. El asombrado maestro comprobó que estaban perfectamente cerradas. Alguien le preguntó: "¿Cómo ha podido entrar?" El santo respondió: "Yo tengo modo de entrar y salir".
El enfermero al mismo tiempo que hortelano herbolario, cultivaba las plantas medicinales de que se valía para sus obras de caridad y también desempeñaba el oficio de distribuidor de las limosnas que algunas veces recogía, en cantidades asombrosas, parte para socorrer a sus propios hermanos en religión y parte para los menesterosos de toda clase que había en la ciudad.
Su amabilidad se extendía hasta los animales; hay en su biografía escenas semejantes a las que se narran de San Francisco y de San Antonio de Padua. Por ejemplo, cuando después de disciplinarse, los mosquitos lo atormentaban con sus picaduras e iba a que Juan Vázquez lo curase, éste le decía: "Vámonos a nuestro convento, que allí no hay mosquitos". Y Fray Martín respondía: "¿Cómo hemos de merecer, si no damos de comer al hambriento?" __"¡Pero hermano, estos son mosquitos y no gente!__ "Sin embargo, se les debe dar de comer, que son criaturas de Dios", respondió el humilde fraile.
Es típico el caso de los ratones que infestaban la ropería y dañaban el vestuario. El remedio no fue ponerles trampas, sino decirles: "Hermanos, idos a la huerta, que allí hallaréis comida". Los ratones obedecieron puntualmente, y Fray Martín cuidaba de echarles los desperdicios de la comida. Y si alguno volvía a la ropería, el santo lo tomaba por la cola y lo echaba a la huerta, diciendo: "Vete adonde no hagas mal".  Loa animales le seguían en fila muy obedientes. En una misma cacerola hacía comer al mismo tiempo a un gato, un perro y varios ratones.
Sus conocimientos no eran pocos para su época y, cuando asistía a los enfermos, solía decirles: "Yo te curo y Dios te sana".  Todas las maravillas en la vida del santo hay que entenderlas asociadas con el profundo amor a Dios y al prójimo que lo caracterizaban.
Se sabe que Fray Martín y Santa Rosa de Lima, terciaria dominica, se conocieron y trataron algunas veces, aunque no se tienen detalles históricamente comprobados de sus entrevistas.
A los sesenta años, después de haber pasado 45 en religión, Fray Martín se sintió enfermo y claramente dijo que de esa enfermedad moriría. La conmoción en Lima fue general y el mismo virrey, conde de Chichón, se acercó al pobre lecho para besar la mano de aquél que se llamaba a sí mismo perro mulato. Mientras se le rezaba el Credo, Fray Martín, al oír las palabras "Et homo factus est", besando el crucifijo expiró plácidamente.
Murió el 3 de noviembre de 1639. Toda la ciudad acudió a su entierro y los milagros por su intercesión se multiplicaron.
Fue beatificado en 1837 por Gregorio XVI y canonizado el 6 de mayo de 1962 por el Papa Juan XXIII. En 1966 Pablo VI lo proclamó patrono de los peluqueros de Italia, porque en su juventud aprendió el oficio de barbero-cirujano, que luego, al ingresar en la Orden de Predicadores, ejerció ampliamente en favor de los pobres.
En la actualidad todavía se lo invoca contra la invasión de los ratones.
Notas: ……….El Beato Martín es, en los Estados Unidos y en otros países, el patrono de las obras que promueven la armonía entre las razas y la justicia interracial; por ello existen varias biografías de tipo popular,……….
BIBLIOGRAFÍA
Butler; Vida de los Santos
Sálesman, Eliecer, Vidas de Santos 4
Sgarbossa, Mario y Luigi Giovannini; Un Santo Para Cada Día

jueves, 1 de noviembre de 2018

Viernes semana 30 de tiempo ordinario año par

Viernes de la semana 30 de tiempo ordinario; año par

Sin respetos humanos
“Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando. Se encontró delante un hombre enfermo de hidropesía y, dirigiéndose a los maestros de la Ley y fariseos, preguntó: -«¿Es lícito curar los sábados, o no?» Ellos se quedaron callados. Jesús, tocando al enfermo, lo curó y lo despidió. Y a ellos les dijo: -«Si a uno de vosotros se le cae al pozo el hijo o el buey, ¿no lo saca en seguida, aunque sea sábado?» Y se quedaron sin respuesta” (Lucas 14,1-6).
I. Un sábado Jesús fue invitado a casa de uno de los principales fariseos de la ciudad (Lucas 14, 1-6). Se puso delante de Él un hombre hidrópico. El hombre no dice nada, no pide nada, simplemente está delante del Médico divino. El Señor lleno de misericordia lo cura, a pesar de que estaban en acecho para ver si sanaba en sábado. Jesús no se deja llevar por respetos humanos y hace ver a los que lo espiaban que la misericordia no quebranta el sábado. Nuestra actitud a vivir la fe cristiana en un ambiente adverso ha de ser la misma de Jesús. No dejemos de manifestarnos cristianos con sencillez y naturalidad, cuando la situación lo requiera. Nunca nos arrepentiremos de ese comportamiento consecuente con nuestro ser más íntimo. Y el Señor se llenará de gozo al mirarnos.
II. Jamás en todo su ministerio, ya sea en sus palabras o en su modo de obrar, se ve a Jesús vacilar, permanecer indeciso, y menos volverse atrás. Él pide a quienes le seguimos esa voluntad firme en cualquier situación. Los respetos humanos son consecuencia de valorar más la opinión de los demás que el juicio de Dios, sin tener en cuenta las palabras de Jesús: si alguien se avergüenza de Mí y de mis palabras..., el Hijo del Hombre también se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre acompañado de sus santos ángeles (Marcos 8, 38). Los respetos humanos pueden proceder de la comodidad, por no pasarse un mal rato; o por el miedo a perder un cargo; o por el deseo de permanecer en el anonimato. “Brille el ejemplo de nuestra vida y no hagamos ningún caso de las críticas”, aconsejaba San Juan Crisóstomo, y seremos el apoyo firme para mucho que vacilan. La “libertad de los hijos de Dios” nos lleva a movernos con soltura y sencillez en los ambientes más adversos.
III. Los cristianos de la primera hora actuaron con valentía propia de quien tiene fundamentada su vida en cimiento firme. De modo semejante se comportaron los Apóstoles ante la coacción del Sanedrín y ante las persecuciones posteriores. San Pablo afirma que nunca se avergonzó del Evangelio. Jesús nos invita a hacer lo que debemos hacer con independencia al “qué dirán”. Una sola cosa debe comportarnos ante todo: el juicio de Dios. Pidamos a Nuestra Señora la firmeza que Ella tuvo al pie de la Cruz, junto a su Hijo, cuando las circunstancias eran tan hostiles y dolorosas.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Conmemoración de todos los fieles difuntos

Después de la muerte no se rompen los lazos con quienes fueron nuestros compañeros de camino. Hoy dedicamos nuestras oraciones a todos aquellos que aún están purificándose en el Purgatorio de las huellas que dejaron en su alma los pecados. Hoy los sacerdotes pueden celebrar tres veces la Santa Misa en sufragio por quienes ya nos precedieron. Los fieles pueden ganar indulgencias y aplicarlas también por los difuntos.
“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando venga el Hijo del hombre, rodeado de su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria. Entonces serán congregadas ante él todas las naciones, y él, apartará a los unos de los otros, como aparta el pastor a las ovejas de los cabritos, y pondrá a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: “venid, benditos de mi padre; tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo; porque estuve hambriento y me disteis de comer, sediento y me disteis de beber, era forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, encarcelado y fuisteis a verme”. Los justos le contestarán entonces: “Señor ¿Cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y te fuimos a ver?”. Y el rey les dirá: “Yo os aseguro que, cuando lo hicisteis con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicisteis” Entonces dirá también a los de la izquierda: “Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles, porque estuve hambriento y no me disteis de comer, sediento y no me disteis de beber, era forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y encarcelado y no me visitasteis”. Entonces ellos le responderán: “Señor, ¿Cuándo te vimos hambriento o sediento, enfermo o encarcelado y no te asistimos?” Y él les replicará: “Yo os aseguro que, cuando no lo hicisteis con uno de aquellos más insignificantes, tampoco lo hicisteis conmigo”. Entonces, irán éstos al castigo eterno y los justos a la vida eterna” (Mateo 25,31-46).
I. En este mes de noviembre la Iglesia nos invita con más insistencia a rezar y a ofrecer sufragios por los fieles difuntos del Purgatorio. Con estos hermanos nuestros, que «también han sido partícipes de la fragilidad propia de todo ser humano, sentimos el deber que es a la vez una necesidad del corazón de ofrecerles la ayuda afectuosa de nuestra oración, a fin de que cualquier eventual residuo de debilidad humana, que todavía pudiera retrasar su encuentro feliz con Dios, sea definitivamente borrado».
En el Cielo no puede entrar nada manchado, ni quien obre abominación y mentira, sino sólo los escritos en el libro de la vida. El alma afeada por faltas y pecados veniales no puede entrar en la morada de Dios: para llegar a la eterna bienaventuranza es preciso estar limpio de toda culpa. El Cielo no tiene puertas escribe Santa Catalina de Génova, y cualquiera que desee entrar puede hacerlo, porque Dios es todo misericordia y permanece con los brazos abiertos para admitirlos en su gloria. Pero tan puro es el ser de Dios que si un alma advierte en sí el menor rastro de imperfección, y al mismo tiempo ve que el Purgatorio ha sido ordenado para borrar tales manchas, se introduce en él y considera una gran merced que se le permita limpiarlas de esta forma. El mayor sufrimiento de esas almas es el de haber pecado contra la bondad divina y el no haber purificado el alma en esta vida. El Purgatorio no es un infierno menor, sino la antesala del Cielo, donde el alma se limpia y esclarece.
Y si no se ha expiado en la tierra, es mucho lo que el alma ha de limpiar allí: pecados veniales, que tanto retrasan la unión con Dios; faltas de amor y de delicadeza con el Señor; también la inclinación al pecado, adquirida en la primera caída y aumentada por nuestros pecados personales... Además, todos los pecados y faltas ya perdonados en la Confesión dejan en el alma una deuda insatisfecha, un equilibrio roto, que exige ser reparado en esta vida o en la otra. Y es posible que las disposiciones de los pecados ya perdonados sigan enraizadas en el alma a la hora de la muerte, si no fueron eliminadas por una purificación constante y generosa en esta vida. Al morir, el alma las percibe con absoluta claridad, y tendrá, por el deseo de estar con Dios, un anhelo inmenso de librarse de estas malas disposiciones. El Purgatorio se presenta en ese instante como la oportunidad única para conseguirlo.
En este lugar de purificación, el alma experimenta un dolor y sufrimiento intensísimos: un fuego «más doloroso que cualquier cosa que un hombre pueda padecer en esta vida». Pero también existe mucha alegría, porque sabe que, en definitiva, ha ganado la batalla y le espera, más o menos pronto, el encuentro con Dios.
El alma que ha de ir al Purgatorio es semejante a un aventurero al borde del desierto. El sol quema, el calor es sofocante, dispone de poca agua; divisa a lo lejos, más allá del gran desierto que se interpone, la montaña en que se encuentra su tesoro, la montaña en la que soplan brisas frescas y en la que podrá descansar eternamente. Y se pone en marcha, dispuesto a recorrer a pie aquella larga distancia, en la que el calor asfixiante le hace caer una y otra vez.
La diferencia entre ambos está en que aquélla, a diferencia del aventurero, sabe con toda seguridad que llegará a la montaña que le espera en la lejanía: por sofocantes que sean, el sol y la arena no podrán separarla de Dios.
Nosotros aquí en la tierra podemos ayudar mucho a estas almas a pasar más deprisa ese largo desierto que las separa de Dios. Y también, mediante la expiación de nuestras faltas y pecados, haremos más corto nuestro paso por aquel lugar de purificación. Si, con la ayuda de la gracia, somos generosos en la práctica de la penitencia, en el ofrecimiento del dolor y en el amor al sacramento del perdón, podemos ir directamente al Cielo. Eso hicieron los santos. Y ellos nos invitan a imitarlos.
II. Podemos ayudar mucho y de distintas maneras a las almas que se preparan para entrar en el Cielo y permanecen aún en el Purgatorio, en medio de indecibles penas y sufrimientos. Sabemos que «la unión de los viadores con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe, antes bien..., se robustece con la comunicación de bienes espirituales». ¡Estemos ahora más unidos a los que nos han precedido!
La Segunda lectura de la Misa nos recuerda que Judas Macabeo, habiendo hecho una colecta, envió mil dracmas de plata a Jerusalén, para que se ofreciese un sacrificio por los pecados de los que habían muerto en la batalla, porque consideraba que a los que han muerto después de una vida piadosa les estaba reservada una gracia grande. Y añade el autor sagrado: es, pues, muy santo y saludable rogar por los difuntos, para que se vean libres de sus pecados. Desde siempre la Iglesia ofreció sufragios y oraciones por los fieles difuntos. San Isidoro de Sevilla afirmaba ya en su tiempo que ofrecer sacrificios y oraciones por el descanso de los difuntos era una costumbre observada en toda la Iglesia. Por eso asegura el Santo, se piensa que se trata de una costumbre enseñada por los mismos Apóstoles.
La Santa Misa, que tiene un valor infinito, es lo más importante que tenemos para ofrecer por las almas del Purgatorio. También podemos ofrecer por ellas las indulgencias que ganamos en la tierra; nuestras oraciones, de modo especial el Santo Rosario; el trabajo, el dolor, las contrariedades, etc. Estos sufragios son la mejor manera de manifestar nuestro amor a los que nos han precedido y esperan su encuentro con Dios; de modo particular hemos de orar por nuestros parientes y amigos. Nuestros padres ocuparán siempre un lugar de honor en estas oraciones. Ellos también nos ayudan mucho en ese intercambio de bienes espirituales de la Comunión de los Santos. «Las ánimas benditas del purgatorio. Por caridad, por justicia, y por un egoísmo disculpable -¡pueden tanto delante de Dios! tenlas muy en cuenta en tus sacrificios y en tu oración.
»Ojalá, cuando las nombres, puedas decir: "Mis buenas amigas las almas del purgatorio..."».
III. Esforcémonos por hacer penitencia en esta vida, nos anima Santa Teresa: «­¡Qué dulce será la muerte de quien de todos sus pecados la tiene hecha, y no ha de ir al Purgatorio!».
Las almas del Purgatorio, mientras se purifican, no adquieren mérito alguno. Su tarea es mucho más áspera, más difícil y dolorosa que cualquier otra que exista en la tierra: están sufriendo todos los horrores del hombre que muere en el desierto... y, sin embargo, esto no les hace crecer en caridad, como hubiera sucedido en la tierra aceptando el dolor por amor a Dios. Pero en el Purgatorio no hay rebeldía: aunque tuvieran que permanecer en él hasta el final de los tiempos se quedarían de buen grado, tal es su deseo de purificación.
Nosotros, además de aliviarlas y de acortarles el tiempo de su purificación, sí que podemos merecer y, por tanto, purificar con más prontitud y eficacia nuestras propias tendencias desordenadas.
El dolor, la enfermedad, el sufrimiento son una gracia extraordinaria del Señor para reparar nuestras faltas y pecados. Nuestro paso por la tierra, mientras esperamos contemplar a Dios, debería ser un tiempo de purificación. Con la penitencia el alma se rejuvenece y se dispone para la Vida. «No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra. El Señor ha dispuesto que pasemos esta breve jornada de nuestra existencia trabajando y, como su Unigénito, haciendo el bien (Hech 10, 38). Entretanto, hemos de estar alerta, a la escucha de aquellas llamadas que San Ignacio de Antioquía notaba en su alma, al acercarse la hora del martirio: ven al Padre (S. Ignacio de Antioquía, Epístola ad Romanos, 7: PG 5, 694), ven hacia tu Padre, que te espera ansioso».
¡Qué bueno y grande es el deseo de llegar al Cielo sin pasar por el Purgatorio! Pero ha de ser un deseo eficaz que nos lleve a purificar nuestra vida, con la ayuda de la gracia. Nuestra Madre, que es Refugio de los pecadores nuestro refugio, nos obtendrá las gracias necesarias si de verdad nos determinamos a convertir nuestra vida en un spatium verae paenitentiae, un tiempo de reparación por tantas cosas malas e inútiles.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.