sábado, 6 de octubre de 2018

Domingo 27 de tiempo ordinario:ciclo B

Domingo de la semana 27 de tiempo ordinario; ciclo B

La santidad del Matrimonio
 “En aquel tiempo, se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús para ponerlo a prueba: -¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?Él les replicó: -¿Qué os ha mandado Moisés?Contestaron: -Moisés permitió divorciarse dándole a la mujer un acta de repudio.Jesús les dijo: -‘Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre’.En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo: -‘Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido. y se casa con otro, comete adulterio’.[Le presentaron unos niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: -Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.]”(Marcos 10,2-16).
I. Cuando unos fariseos se acercan a Jesús para tentarle, le preguntan para enfrentarlo a la ley de Moisés si es lícito al marido repudiar a la mujer. Jesús declara en esta ocasión la unidad y indisolubilidad originales del matrimonio, según los instituyera Dios en el principio de la creación (Marcos 10, 2-16). Sus discípulos volvieron a preguntarle lo mismo, y Él les confirma lo que ya había enseñado: Cualquiera que repudie a su mujer y se una con otra, comete adulterio contra aquella; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro comete adulterio (Génesis 2, 18-24). Difícilmente se puede hablar con más nitidez. Sus palabras están llenas de una claridad deslumbradora. ¿Cómo es posible que un cristiano pueda cuestionar estas propiedades naturales del matrimonio y siga proclamando que imita y acompaña a Cristo? La salud moral de los pueblos está ligada al buen estado del matrimonio. De aquí la urgencia que todos tenemos de rezar y velar por las familias. Los mismos escándalos que desgraciadamente se producen y se divulgan, pueden ser ocasión para dar buena doctrina y ahogar el mal en abundancia de bien.
II. Jesús eleva el matrimonio a la dignidad de sacramento, que hasta entonces había sido una institución de orden meramente natural, y lo introduce en el orden de las cosas divinas. El matrimonio natural entre dos cristianos también está lleno de grandeza y dignidad, pero “el ideal propuesto por Cristo a los casados está infinitamente por encima de una meta de perfección humana: a través del matrimonio comunica a los esposos la misma vida divina...” (J. Mª. MARTÍNEZ DORAL). Quienes se casan inician juntos una vida nueva que han de andar en compañía de Dios. ¡Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo! (Efesios 5, 32). No olvidemos que lo primero que quiso santificar el Mesías fue el hogar. puesto que quiso nacer y crecer en su seno.
III. Quiso el Señor reflejar en su propia familia el modo en que habrían nacer y crecer sus hijos: en el seno de una familia establemente constituida y rodeados de su protección y cariño. La familia tal y como Dios la ha querido es una verdadera “escuela de virtudes” (JUAN PABLO II, Discurso) donde los hijos se forman para ser ciudadanos y buenos hijos de Dios. Es en medio de la familia que vive de cara a Dios, donde cada uno encontrará su propia vocación, a la que el Señor le llama. Acudamos a Nuestra Señora y a su castísimo esposo, San José, para que cuiden a nuestra familia y a todas las familias del mundo entero.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Nuestra Señora, la Virgen del Rosario

Nuestra Señora del Rosario o Virgen del Rosario es una advocación mariana venerada en la Iglesia católica, quien celebra el 7 de octubre la fiesta de la Bienaventurada Virgen María del Santísimo Rosario.
Cuenta la leyenda que la Virgen se apareció en 1208 a Santo Domingo de Guzmán en una capilla del monasterio de Prouilhe (Francia) con un rosario en las manos, le enseñó a rezarlo y le dijo que lo predicara entre los hombres; además, le ofreció diferentes promesas referentes al rosario. El santo se lo enseñó a los soldados liderados por su amigo Simón IV de Montfort antes de la Batalla de Muret, cuya victoria se atribuyó a la Virgen. Por ello, Montfort erigió la primera capilla dedicada a esta advocación.
En el siglo XV su devoción había decaído, por lo que nuevamente la imagen se apareció al beato Alano de la Rupe, le pidió que la reviviera, que recogiera en un libro todos los milagros llevados a cabo por el rosario y le recordó las promesas que siglos atrás dio a Santo Domingo.
En el siglo XVI, San Pío V instauró su fecha el 7 de octubre, aniversario de la victoria en la Batalla de Lepanto (atribuida a la Virgen), denominándola Nuestra Señora de las Victorias; además, agregó a la letanía de la Virgen el título de Auxilio de los Cristianos.
Su sucesor, Gregorio XIII, cambió el nombre de su festividad al de Nuestra Señora del Rosario.
A causa de la victoria en la batalla de Temesvár en 1716, atribuida por Clemente XI a la imagen, el papa ordenó que su fiesta se celebrase por la Iglesia universal.
León XIII, cuya devoción por esta advocación hizo que fuera apodado el Papa del Rosario, escribió unas encíclicas referentes al rosario, consagró el mes de octubre al rosario e incluyó el título de Reina de Santísimo Rosario en la letanía de la Virgen.
Como anécdotas, tanto la Virgen de Lourdes en su aparición de 1858 como la de Fátima en 1917 pidieron a sus aparecidos que rezasen el rosario. Gran parte de los papas del siglo XX fueron muy devotos de esta advocación, y Juan Pablo II manifestó en 1978 que el rosario era su oración preferida.
Es la patrona de las batallas, así como de muchas localidades repartidas por todo el mundo.
15 FRASES DE BENEDICTO XVI SOBRE EL SANTO ROSARIO
1.- "El santo Rosario no es una práctica piadosa del pasado, como oración de otros tiempos en los que se podría pensar con nostalgia. Al contrario, el Rosario está experimentado una nueva primavera".
2.- "El Rosario es uno de los signos más elocuentes del amor que las generaciones jóvenes sienten por Jesús y por su Madre, María".
3.- "En el mundo actual tan dispersivo, esta oración -el Rosario- ayuda a poner a Cristo en el centro como hacía la Virgen, que meditaba en su corazón todo lo que se decía de su Hijo, y también lo que El hacía y decía".
4.- “Desearía invitaros, queridos hermanos y hermanas, a rezar el Rosario durante este mes (octubre) en familia, en las comunidades y en las parroquias por las intenciones del Papa, por la misión de la Iglesia y por la paz del mundo”.
5.- "Cuando se reza el Rosario, se reviven los momentos más importantes y significativos de la historia de la salvación; se recorren las diversas etapas de la misión de Cristo".
6.- “Con María, el corazón se orienta hacia el misterio de Jesús. Se pone a Cristo en el centro de nuestra vida, de nuestro tiempo, de nuestras ciudades, mediante la contemplación y la meditación de sus santos misterios de gozo, de luz, de dolor y de gloria".
7.- "Que María nos ayude a acoger en nosotros la gracia que procede de los misterios del Rosario para que, a través de nosotros, pueda difundirse en la sociedad, a partir de las relaciones diarias, y purificarla de las numerosas fuerzas negativas, abriéndola a la novedad de Dios".
8.- "Cuando se reza el Rosario de modo auténtico, no mecánico o superficial sino profundo, trae paz y reconciliación. Encierra en sí la fuerza sanadora del Nombre Santísimo de Jesús, invocado con fe y con amor en el centro de cada Avemaría".
9.- "El Rosario, cuando no es mecánica repetición de formas tradicionales, es una meditación bíblica que nos hace recorrer los acontecimientos de la vida de la Señor en compañía de la Santísima Virgen María, conservándolos, como Ella, en nuestro corazón".
10.- "Ahora (tras el mes de mayo) no debe cesar esta buena costumbre, es más debe proseguir todavía más con mayor compromiso de manera que, en la escuela de María, la lámpara de la fe brille cada vez más en el corazón de los cristianos y en sus casas".
11.- "(En el rezo del Rosario) os encomiendo las intenciones más urgentes de mi ministerio, las necesidades de la Iglesia, los grandes problemas de la humanidad: la paz en el mundo, la unidad de los cristianos, el diálogo entre las culturas".
12.- “Para ser apóstoles del Rosario es necesario tener experiencia en primera persona de la belleza y profundidad de esta oración, sencilla y accesible a todos. Es necesario ante todo dejarse conducir de la mano de la Virgen María a contemplar el rostro de Cristo: rostro alegre, luminoso, doloroso y glorioso.”
13.- “El Rosario es oración contemplativa y cristocéntrica, inseparable de la meditación de la Sagrada Escritura. Es la oración del cristiano que avanza en la peregrinación de la fe, en el seguimiento de Jesús

viernes, 5 de octubre de 2018

Sábado semana 26 de tiempo ordinario; año par


Sábado de la semana 26 de tiempo ordinario; año par

La razón de la alegría
“En aquel tiempo, regresaron alegres los setenta y dos, diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Él les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño; pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos».En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron» (Lucas 10,17-24).
I. El Evangelio de la Misa (Lucas 10, 17-24) nos relata la alegría de los discípulos, cuando vuelven de predicar por todas partes, con muchos frutos, la llegada del reino de Dios. Jesús, también lleno de gozo radiante, les dice: alegraos porque vuestros nombres están escritos en el Cielo. La esperanza de la bienaventuranza, el permanecer siempre junto a Dios, es la fuente inagotable de la alegría: Al entrar en la gloria eterna, si somos fieles, escucharemos de boca de Jesús estas inefables palabras: entra en el gozo de tu Señor (Mateo 25, 21). El gozo del cristiano, aquí en la tierra, es imposible fuera de Dios. El Señor pone en nuestro camino alegrías naturales, sencillas; cristiano debe poner un esfuerzo paciente para reconocerlas: La alegría de la existencia y la vida, del amor honesto y santificado, de la naturaleza y del silencio, del trabajo esmerado y del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir, del sacrificio escondido.
II. La alegría es el amor disfrutado; es su primer fruto. Cuanto más grande es el amor, mayor es la alegría (SANTO TOMÁS, Suma Teológica). Dios es amor (1, 4,8) enseña San Juan; un Amor sin medida, un Amor eterno que se nos entrega. Y la santidad es amar, corresponder a esa entrega de Dios al alma. Por eso, el discípulo de Cristo es un hombre, una mujer, alegre, aun en medio de las mayores contrariedades: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar (Juan 16, 22). “Un santo triste es un triste santo” se ha escrito con verdad. Porque la tristeza tiene una íntima relación con la tibieza, con el egoísmo y la soledad. El Señor nos pide el esfuerzo para desechar un gesto adusto o una palabra destemplada para atraer muchas almas hacia Él, con nuestra sonrisa y paz interior, con garbo y buen humor. Si hemos perdido la alegría, la recuperamos con la oración, con la Confesión y el servicio a los demás sin esperar recompensa aquí en la tierra.
III. La Virgen es la llena de gracia, y por consecuencia es la que posee la plenitud de la alegría. Estar cerca de la Virgen es vivir dichoso. En el Santo Rosario la llamamos Causa de nuestra alegría, es la portadora de la ternura infinita del Padre, del Amor hasta la muerte de Dios Hijo, y del fuego y del gozo del Espíritu Santo (A. OROZCO, Mirar a María) Procuremos hoy sábado, rezar con más esmero el Santo Rosario, y le pedimos a Nuestra Señora, que con nuestra alegría sepamos llevar a Dios a nuestros parientes y amigos, porque vivimos en un mundo que frecuentemente está triste porque busca la felicidad donde no está
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Bruno, presbítero

Bruno de Hartenfaust, el «Maestro Bruno», como le llaman los antiguos documentos, había nacido en Colonia. Joven aún, deja su patria atraído por la curiosidad de la ciencia y la fama de las escuelas francesas. De ciudad en ciudad, llega a la de Tours, donde entonces enseñaba Berengario, el heresiarca, famoso algo más tarde por sus polémicas sobre la Eucaristía. También Bruno se dejó cautivar algún tiempo por su continente majestuoso, por su gesto teatral, por su afectada brillantez y por las modulaciones presuntuosas de su palabra. Aún en la flor de la vida, abre también él una cátedra en Reims, donde medio siglo antes había resonado la maravillosa elocuencia de Gelberto. Pronto adquiere fama de profesor erudito y brillante. Se alaba, sobre todo, la seguridad de su doctrina. La fortuna le sonríe, la iglesia de Reims le nombra su preboste, las juventudes le rodean admirándole y aplaudiéndole, como poco antes al monje de Aurillac, como algo más tarde a Pedro Abelardo. Entre sus discípulos están un futuro santo y un futuro Papa: San Hugo, obispo de Grenoble, y Urbano II.
Pero Maestro Bruno es un hombre austero y grave. No sonríe ante los aplausos, ni parece tener en gran estima su renombre de sabio. En su ademán y en su palabra hay un dejo de desengaño, que no puede encubrir con el brillo de todos sus éxitos. La corrupción de la época le entristece, la simonía le asquea, la herejía le irrita. La Iglesia arde con el incendio suscitado por su antiguo maestro. Se conservan versos de su juventud, impregnados de aquella preocupación superior que acabará por alejarle del mundo. Entre otras cosas, decía: «Feliz el hombre que tiene su mente fija en el Cielo y evita el mal con vigilancia continua; feliz también aquel que, habiendo pecado, llora su crimen con arrepentimiento. Pero, ¡ay!, viven los hombres como si la muerte no existiese y como si el infierno fuese una pura fábula.» Los críticos no dan mucha fe a la leyenda, inmortalizada por el pincel de Lesueur, de aquel doctor que en el momento de cantarse, con motivo de sus funerales, las palabras de Job: Responde mihi, quantas habeo iniquitates, se había levantado del féretro, declarando haber sido condenado en el juicio divino. De todas suertes, el relato refleja crudamente las preocupaciones de Bruno en aquellos días de sus triunfos escolares. «Vivamos de tal modo—decía—que no tengamos que temer las lagunas del infierno.» Estas eran las ideas que solía revolver en sus meditaciones y discutir en las charlas con sus amigos. Más tarde, ya en el puerto de la soledad, escribía a uno de ellos: «¿Te acuerdas de la conversación que tuvimos un día con Fulcio en el jardín contiguo a la casa que él habitaba? Hablábamos, si mal no recuerdo, de las seducciones del mundo, de sus bienes perecederos y de los goces de la vida eterna; impulsados por el divino Amor, prometimos abandonar este mundo de sombras fugaces y consagrarnos únicamente a las cosas que duran.»
Tenía Bruno cuarenta años cuando acabó de resolver la crisis de su vocación. Sin embargo, le vemos vacilar algún tiempo sobre el camino que debía tomar. Primero se refugia en Molesmes, tomando el hábito benedictino bajo la dirección de San Roberto, el futuro fundador de los cistercienses. Aquella soledad no le parece aún bastante profunda; dirígese a Grenoble, acompañado de seis discípulos españoles y aquitanos, y con ayuda de San Hugo, obispo de la diócesis, fija su residencia en un lugar que llaman la Cartuja. Es un desierto bravío y casi inaccesible. Para entrar en él había que descolgarse por unas rocas escarpadas, cuyas cimas se tocaban en la altura. En el interior, las montañas formaban un estrecho valle, casi una prisión, donde resonaba el fragor de las aguas, que se despeñaban de precipicio en precipicio. Allí se alzó el primer monasterio de la Orden de San Bruno, el que debía dar nombre a todos los demás. El aislamiento y la aridez del sitio favorecían el ideal contemplativo que guiaba al jefe de aquellos fugitivos. Si los otros fundadores o reformadores habían adoptado una aptitud más o menos militante, haciendo salir a sus religiosos de las celdas para emplearlos en la predicación, en la polémica y hasta en las negociaciones diplomáticas con los potentados, él se desentendía de la vida activa para consagrarse, en cuanto lo permite la naturaleza humana, a la pura contemplación. Su anhelo era aproximarse a la existencia de los eremitas, primera forma de la vida religiosa en Oriente. Mas para evitar los inconvenientes que no permitieron a la obra de San Antonio permanecer largo tiempo en su primera forma, quiso moderar la vida solitaria de la celda mediante cierta participación en la vida de comunidad; de suerte que, como dirá más tarde el piadoso Lanspergio, el cartujo reúne la vida cenobítica y la eremítica, despojando una y otra de cuanto pudiera tener de peligroso.

Así, engendrada por el doble pensamiento de la muerte y del infierno, nació una de las Órdenes más austeras de la Iglesia, la única que ha conservado a través de los siglos todo el fervor primitivo, sin eclipse ni desfallecimiento. Los discípulos de San Bruno fueron la admiración de sus contemporáneos. Uno de ellos, Pedro el Venerable, describía con entusiasmo sus austeridades: ásperos cilicios, largas vigilias, ayunos continuos, silencio perpetuo con los hombres y conversación incesante con Dios. Nunca comen carne, su pan es un pan negro de cebada; admiten peces, si se los ofrecen, pero no los compran jamás. El queso y los huevos, únicamente los jueves y domingos llegan a su mesa. Los martes y los sábados se alimentan de legumbres cocidas; los lunes, miércoles y viernes ayunan a pan y agua. No tienen más que una comida diaria. En la puerta de su celda mueren los rumores del mundo externo. Rezan, transcriben códices o trabajan el jardincito circundante. San Bruno ha querido que sus hijos tengan cada uno un huerto, tal vez en memoria de aquel huerto donde un riego abundante de gracia le impulsó a tomar la resolución definitiva. Sólo se reúnen en la iglesia para rezar maitines a medianoche, y, durante el día, para misa y vísperas. Fuera de esto, viven solos, «levantando a Dios sus oraciones, con los ojos fijos en la tierra y los corazones clavados en el Cielo; con el hombre así interior como exterior, en el hábito, en la voz, en el semblante, sublimado por encima de las cosas visibles.» Tal es la forma de vida que Bruno dio a sus discípulos. No tuvo necesidad de escribir regla alguna, porque todos la veían viva en el maestro; pero uno de sus sucesores recogió por escrito las costumbres primitivas, formando así unas constituciones que, en su conjunto, no se pueden relacionar ni con la regla de San Basilio, ni con la de San Agustín, ni con la de San Benito, aunque sea cierto que el fundador se aprovechó de todas ellas.
Entre aquellas rocas, coronadas de sabinas raquíticas, Bruno había encontrado el paraíso que soñara confusamente en las aulas. El profesor elocuente se había convertido en maestro silencioso. Fue el legislador y el más ilustre de los cartujos. Resumiendo el objeto de su nueva existencia, exclamaba: «¡Quiera Dios curar las enfermedades de mi alma y saciar esta sed devoradora de los bienes del Cielo!» La soledad era su delicia, y al hacer su elogio volvía a acordarse de su antigua elocuencia. Escribiendo a un amigo, le decía: «Sólo los que lo han experimentado pueden comprender las íntimas alegrías que hay en el silencio del desierto. Allí es donde uno puede penetrar a su sabor en el interior del alma; allí es donde es posible vivir con libertad enfrente de sí mismo, desarrollar en el corazón los gérmenes más sutiles de la virtud, recoger los frutos que aseguran los goces del paraíso. Allí es también donde se obtiene aquella mirada pura y casta que permite contemplar al esposo divino, cuyo amor sólo a los corazones puros se revela, y levantarse hasta la adorable Trinidad. Allí igualmente se gusta ese reposo tan activo y esa acción tan reposada de la contemplación. Es la vida representada por la Sulamitis, la más bella de todas las hijas de Israel; es la parte que escogió la Magdalena, y que nadie le puede arrebatar.»
Bruno, sin embargo, estuvo a punto de perder aquella felicidad. Un día llegó hasta él un correo del Papa Urbano II. Era seis años después de haberse escondido en la cárcel de aquellos montes, a fines de 1089. Su antiguo discípulo le mandaba ir a Roma. Fue, efectivamente, y tuvo que presenciar las intrigas, las ambiciones y las codicias de aquella corte, que Pedro Damiano acababa de anatematizar con toda la violencia de su genio intemperante. Designáronle para ocupar el arzobispado de Reggio. Era ya demasiado: Bruno cayó suplicante a los pies del Papa, descubriendo todo el horror que le causaba el monstruo engañador de los hombres. Hubo que dejarle ir; mas para que no le buscasen en su antiguo refugio, buscó otro en un valle de la Calabria, que fue el asiento de la segunda Cartuja. Allí pasó los últimos años de su vida orando, haciendo penitencia e hilvanando sus comentarios de los salmos y de las epístolas de San Pablo. El recuerdo de sus discípulos de Francia venía a turbar algunas veces la serenidad de su alma. Escribíales para animarles en la vía emprendida, y, una vez, recordando acaso su dolorosa aventura cortesana, les decía: «¡Oh hermanos míos muy amados!, regocijaos de haber entrado en el solitario retiro de un puerto tranquilo y seguro. Muchas almas ambicionan esta felicidad y se esfuerzan por conseguirla, pero no pueden; otras la pierden después de haberla conseguido. Es que no habían sido llamados por la voluntad de Dios. Y no dudéis, hermanos míos, de que quien llegue a perder este tesoro después de haber gozado de él, deplorará esa pérdida hasta la muerte.»
Pero he aquí que este hombre austero, que parece haber pasado por la tierra indiferente a todas sus alegrías, cercano ya a la muerte, nos abre su alma apasionada por las bellezas de la naturaleza. «¿Cómo ponderar—decía, hablando de su nueva residencia—los encantos, de este amable retiro, la blandura del aire que en él se goza, la espaciosa y deliciosa llanura que se extiende en medio de las montañas circundantes? ¿Qué decir de estas verdes campiñas y de estos prados floridos? ¿Cómo describir la belleza con que se elevan en suaves pendientes, allá en la lejanía, los recodos apacibles que forman los repliegues de los valles, el encanto que esparce el dulce murmullo de las fuentes y el claro correr de los arroyuelos, la abundante vegetación de los jardines y la variedad de los árboles que les dan grata sombra?» Por un momento, el grave asceta, el padre de los monjes más penitentes que tiene la Iglesia, llega a sospechar que la pluma le está haciendo traición. ¿Acaso un fiel servidor puede gozarse en otras alegrías que las que vienen de sus relaciones con Dios? No tarda en reaccionar: «Cuando el espíritu, aplicado tenazmente a los ejercicios religiosos, llega a fatigarse, estas distracciones le recrean y fortifican. El arco siempre tendido se afloja y no sirve para nada.»
Es el proceso, siempre humano, de la santidad. En el primer momento de su reacción espiritual, Bruno busca el lugar más sombrío de la tierra; cuando ha llegado a las alturas de la visión mística, aspira con fruición el deleite de las bellezas naturales. Un místico alemán ha dicho: «Nadie alcanza un verdadero amor a la Creación sin haber renunciado antes a ella, por el amor de Dios, de tal modo, que las cosas todas hayan estado como muertas para él y para ellas.»

jueves, 4 de octubre de 2018

Viernes semana 26 de tiempo ordinario; año par


Viernes de la semana 26 de tiempo ordinario; año par

Preparar el alma
En aquel tiempo, Jesús dijo: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que, sentados con sayal y ceniza, se habrían convertido. Por eso, en el Juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás! Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lucas 10,13-16).
I. Jesús pasó muchas veces por diversas ciudades derramando innumerables bendiciones sobre sus habitantes, pero éstos no se convirtieron; no hicieron penitencia, y sin esa conversión del corazón, acompañada de la mortificación, la fe se obscurece y no se sabe descubrir a Cristo que nos visita. Cristo sigue pasando por nuestras ciudades y continúa derramando sus bendiciones sobre nosotros. Saber escucharle y cumplir su voluntad hoy y ahora es de capital importancia para nuestra vida. La Sagrada Escritura llama dureza de corazón cuando existen malas disposiciones y resistencia a la gracia (Éxodo 4, 21; Romanos 9, 18). A veces alegamos dificultades de algún tipo, pero en realidad se trata de resistencia a abandonar un mal hábito o a luchar decididamente contra algún defecto que impide una mayor correspondencia a lo que el Señor pide. Hemos de quemar con la mortificación, las malas hierbas que tienden a crecer en nuestra alma, para convertir nuestro corazón en tierra buena que espera la semilla para dar fruto.
II. La mortificación no es algo negativo; por el contrario, rejuvenece el alma, la dispone para entender y recibir los bienes divinos, y nos sirve para reparar por nuestros pecados pasados. Por eso pedimos frecuentemente al Señor enmendationem vitae, spatium verae paenitentiae: Un tiempo para hacer penitencia y enmendar la vida (MISAL ROMANO, Formula intentionis misae). Encontramos tres campos para la mortificación: la aceptación amorosa y serena de los contratiempos que cada día nos llegan: cosas que nos son contrarias, aquellas que no son como nosotros quisiéramos, o que llegan de modo inesperado y que nos exigen cambiar de planes. El Señor que permite el mal, sabe sacar bienes en beneficio de nuestra alma (J. URTEAGA, Los defectos de los santos). No dejemos nosotros de convertirlo en motivo de amor, de crecimiento interior.
III. El segundo campo de nuestras diarias mortificaciones es el cumplimiento del deber, con el que nos hemos de santificar. Ahí encontraremos cada día la voluntad de Dios para nosotros; y hacerlo con perfección, con puntualidad y con amor, requiere sacrificio. El tercer campo de mortificaciones está en aquellas que buscamos voluntariamente con deseo de agradar al Señor, y de disponernos mejor para la oración, para vencer las tentaciones, y para ayudar a nuestros amigos a acercarse al Señor: “Una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja) Nuestro Ángel Custodio nos ayudará a vencer los estados de ánimo y el cansancio... será muy grato al Señor y una gran ayuda a quienes están con nosotros.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Nuestra Señora del Pozo

El origen de la devoción a la Advocación Mariana de La Madonna del Pozzo se remonta al siglo XIII, en la Roma de la edad media. La tradición indica que alguien arrojó, voluntariamente, una imagen de Maria realizada sobre una pieza de piedra dentro de un pozo cisterna o pozo de agua. El profundo hoyo se encontraba ubicado en el establo de la residencia de un Cardenal en las inmediaciones de Roma.
En la noche entre el 26 y el 27 de septiembre del año 1256 se produce el prodigioso hecho de que el agua empieza a brotar con tal fuerza desde el pozo, que eleva a la superficie la imagen de la Virgen retratada en piedra. Los testigos advirtieron no sólo el fluir violento del agua sino de modo mucho mas resaltable, que se elevaba a la superficie la piedra con la imagen de la Virgen. El hecho fue inmediatamente reconocido como un milagro, al punto que el propio Pontífice realizó una procesión hasta el lugar de los hechos. Desde entonces esta advocacion de María es conocida como la Señora del Pozo, o la Madonna del Pozzo.

En la actual Iglesia-Santuario esta imagen es venerada en una Capilla, donde muchos fieles se acercan cotidianamente para beber el agua del antiguo pozo, que luego de tantos siglos sigue brotando.
El contiguo convento de los Siervos de Maria fué abierto en el año de 1513, que era anteriormente convento de la Observancia y después de Mantua. Desde el año 1803 forma parte de la Provincia de Romaña, hoy Provincia de Piemonte-Romaña de los Siervos de María. Los sacerdotes servitas custodian este santo lugar, señalado por la Gracia de Dios.
Oracion:
Señora del Pozo, luz de luz, alegría de alegría
esperanza de los tristes, amor de los afligidos
consuelo de los pobres de espíritu
linterna que alumbra las noches de oscuridad.
Danos tu luz, omnipotencia suplicante
elévanos en la oración, sujetos a tu calcañal
humildes en la espera, firmes en la confianza
entregados a tu Maternidad Divina.
Tu, Señora de la Alta Gracia
llévanos a tu Hijo, Jesús
ábrenos al Divino Espíritu de Amor
enséñanos a conocer el Amor del Padre.
Que tu luz sea nuestra luz
Que tu amor sea nuestro amor
Que tu esperanza sea nuestra esperanza
Que tu fe sea nuestra fe
Señora del Pozo, serena nuestros corazones
para que unidos a tu Inmaculado Corazón
y con la alegría de ser tu fiel reflejo
seamos capaces de unirnos a tu santa corredención
En un mundo donde más y más gente cae en el pozo de la depresión, esta advocación Mariana viene a oficiar como bastón y ayuda de quienes desean encontrar en el amor a Dios el camino de salida de la tristeza extrema. Un mal moderno por definición, la depresión nos invade poniendo un vacío que nos distancia de la esperanza y la alegría de ser hijos de Dios. Puede ser clasificada claramente como un desierto espiritual, que el hombre debe aprender a sobrellevar como una cruz que Jesús nos invita a compartir con Él. Vista de este modo, la tristeza o depresión adquieren un valor espiritual inmenso, porque nos unen con la angustia que el Señor sufrió en el Getsemaní, la noche en que iba a ser traicionado y entregado. Jesús verá con agrado nuestra ofrenda, y nos sacará a la luz de la esperanza cuando nuestra alma esté lista para recibir Su Gracia.

miércoles, 3 de octubre de 2018

Jueves semana 26 de tiempo ordinario; año par


Jueves de la semana 26 de tiempo ordinario; año par

La mies es mucha
En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: "La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: "Paz a esta casa". Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: "Está cerca de vosotros el reino de Dios". Cuando entréis en un pueblo y no os reciban, salid a la plaza y decid: "Hasta el polvo de vuestro pueblo, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que está cerca el reino de Dios." Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para ese pueblo” (Lucas 10,1-12).
I. Jesús designó de entre los discípulos que lo seguían con plena disponibilidad, setenta y dos de ellos para que fueran delante de Él, preparando las almas para Su llegada. Y les dijo: La mies es mucha y los obreros pocos (Lucas 10, 1-12). Hoy también el campo apostólico es inmenso: países de tradición cristiana que es necesario evangelizar de nuevo, naciones que han sufrido durante tantos años la persecución a causa de la fe, nuevos pueblos sedientos de doctrina, en nuestro alrededor, en el trabajo, en la Universidad, en los medios de comunicación. Algunos países padecen el indiferentismo, el secularismo o el ateísmo, en donde el bienestar económico y el consumismo entremezclados de pobreza y miseria lacerantes, viven “como si no hubiera Dios”. La fe tiende a ser arrancada de cuajo inclusive en los momentos más significativos de la existencia, como nacer, sufrir y morir. Ahora es tiempo de esparcir la semilla divina y también de cosechar. La mies es mucha, los obreros pocos. Tú, ¿al menos rezas diariamente por esta intención?
II. El Señor quiere servirse ahora de nosotros como hizo con sus discípulos. Antes de enviarlos al mundo entero, les hizo vivir como amigos en su intimidad, les dio a conocer al Padre, les reveló su amor y sobre todo, se los comunicó. Con esta caridad hemos de ir a todos los lugares, pues el apostolado consiste sobre todo en “manifestar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y pueblos” (CONCILIO VATICANO II, Ad gentes), esa caridad con la que nos ama el Señor y con la que quiere que amemos a todos. Los demás deberán vernos dispuestos siempre a servir, sin rencores, sin hablar nunca mal de nadie, piadosos, alegres y laboriosos. Cuando nadie quede excluido de nuestro trato y de nuestra ayuda, estaremos dando testimonio de Cristo.
III. Junto a la caridad, nuestra alegría es aquella que el Señor nos prometió en la Última Cena (Juan 16, 22), la que nace del olvido de nuestros problemas y de la intimidad con Dios. La alegría es esencial en el apóstol porque es el portador de la Buena Nueva, el mensajero gozoso de Aquel que trajo la salvación al mundo. La alegría del cristiano tiene su fundamento en su filiación divina, en saberse hijo de Dios en cualquier circunstancia. Junto a la caridad y la alegría, hemos de saber expresar la posesión de la única verdad que puede salvar a los hombres y hacerlos felices. Pidamos a la Reina de los Apóstoles que nos ayude a ser un obrero eficaz en la mies del Señor.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Francisco de Asís

Nació en Asís (Italia), en el año 1182. Después de una juventud disipada en diversiones, se convirtió, renunció a los bienes paternos y se entregó de lleno a Dios. Abrazó la pobreza y vivió una vida evangélica, predicando a todos el amor de Dios. Dio a sus seguidores unas sabias normas, que luego fueron aprobadas por la Santa Sede. Fundó una Orden de frailes y su primera seguidora mujer, Santa Clara que funda las Clarisas, inspirada por El.
Un santo para todos
Ciertamente no existe ningún santo que sea tan popular como él, tanto entre católicos como entre los protestantes y aun entre los no cristianos. San Francisco de Asís cautivó la imaginación de sus contemporáneos presentándoles la pobreza, la castidad y la obediencia con la pureza y fuerza de un testimonio radical.
Llegó a ser conocido como el Pobre de Asís por su matrimonio con la pobreza, su amor por los pajarillos y toda la naturaleza. Todo ello refleja un alma en la que Dios lo era todo sin división, un alma que se nutría de las verdades de la fe católica y que se había entregado enteramente, no sólo a Cristo, sino a Cristo crucificado.
Nacimiento y vida familiar de un caballero
Francisco nació en Asís, ciudad de Umbría, en el año 1182. Su padre, Pedro Bernardone, era comerciante. El nombre de su madre era Pica y algunos autores afirman que pertenecía a una noble familia de la Provenza. Tanto el padre como la madre de Francisco eran personas acomodadas.
Pedro Bernardone comerciaba especialmente en Francia. Como se hallase en dicho país cuando nació su hijo, la gente le apodó "Francesco" (el francés), por más que en el bautismo recibió el nombre de Juan.
En su juventud, Francisco era muy dado a las románticas tradiciones caballerescas que propagaban los trovadores. Disponía de dinero en abundancia y lo gastaba pródigamente, con ostentación. Ni los negocios de su padre, ni los estudios le interesaban mucho, sino el divertirse en cosas vanas que comúnmente se les llama "gozar de la vida". Sin embargo, no era de costumbres licenciosas y era muy generoso con los pobres que le pedían por amor de Dios.
Hallazgo de un tesoro
Cuando Francisco tenía unos 20, estalló la discordia entre las ciudades de Perugia y Asís, y en la guerra, el joven cayó prisionero de los peruginos. La prisión duró un año, y Francisco la soportó alegremente. Sin embargo, cuando recobró la libertad, cayó gravemente enfermo. La enfermedad, en la que el joven probó una vez más su paciencia, fortaleció y maduró su espíritu. Cuando se sintió con fuerzas suficientes, determinó ir a combatir en el ejército de Galterío y Briena, en el sur de Italia. Con ese fin, se compró una costosa armadura y un hermoso manto. Pero un día en que paseaba ataviado con su nuevo atuendo, se topó con un caballero mal vestido que había caído en la pobreza; movido a compasión ante aquel infortunio, Francisco cambió sus ricos vestidos por los del caballero pobre. Esa noche vio en sueños un espléndido palacio con salas colmadas de armas, sobre las cuales se hallaba grabado el signo de la cruz y le pareció oír una voz que le decía que esas armas le pertenecían a él y a sus soldados.
Francisco partió a Apulia con el alma ligera y la seguridad de triunfar, pero nunca llegó al frente de batalla. En Espoleto, ciudad del camino de Asís a Roma, cayó nuevamente enfermo y, durante la enfermedad, oyó una voz celestial que le exhortaba a "servir al amo y no al siervo". El joven obedeció. Al principio volvió a su antigua vida, aunque tomándola menos a la ligera. La gente, al verle ensimismado, le decían que estaba enamorado. "Sí", replicaba Francisco, "voy a casarme con una joven más bella y más noble que todas las que conocéis". Poco a poco, con mucha oración, fue concibiendo el deseo de vender todos sus bienes y comprar la perla preciosa de la que habla el Evangelio.
Aunque ignoraba lo que tenía que hacer para ello, una serie de claras inspiraciones sobrenaturales le hizo comprender que la batalla espiritual empieza por la mortificación y la victoria sobre los instintos. Paseándose en cierta ocasión a caballo por la llanura de Asís, encontró a un leproso. Las llagas del mendigo aterrorizaron a Francisco; pero, en vez de huir, se acercó al leproso, que le tendía la mano para recibir una limosna. Francisco comprendió que había llegado el momento de dar el paso al amor radical de Dios. A pesar de su repulsa natural a los leprosos, venció su voluntad, se le acercó y le dio un beso. Aquello cambió su vida. Fue un gesto movido por el Espíritu Santo, pidiéndole a Francisco una calidad de entrega, un "sí" que distingue a los santos de los mediocres.
San Buenaventura nos dice que después de este evento, Francisco frecuentaba lugares apartados donde se lamentaba y lloraba por sus pecados. Desahogando su alma fue escuchado por el Señor. Un día, mientras oraba, se le apareció Jesús crucificado. La memoria de la pasión del Señor se grabó en su corazón de tal forma, que cada vez que pensaba en ello, no podía contener sus lágrimas y sollozos.
"Francisco, repara mi Iglesia, pues ya ves que está en ruinas"
A partir de entonces, comenzó a visitar y servir a los enfermos en los hospitales. Algunas veces regalaba a los pobres sus vestidos, otras, el dinero que llevaba. Les servía devotamente, porque el profeta Isaías nos dice que Cristo crucificado fue despreciado y tratado como un leproso. De este modo desarrollaba su espíritu de pobreza, su profundo sentido de humildad y su gran compasión. En cierta ocasión, mientras oraba en la iglesia de San Damián en las afueras de Asís, le pareció que el crucifijo le repetía tres veces: "Francisco, repara mi casa, pues ya ves que está en ruinas".
El santo, viendo que la iglesia se hallaba en muy mal estado, creyó que el Señor quería que la reparase; así pues, partió inmediatamente, tomó una buena cantidad de vestidos de la tienda de su padre y los vendió junto con su caballo. Enseguida llevó el dinero al pobre sacerdote que se encargaba de la iglesia de San Damián, y le pidió permiso de quedarse a vivir con él. El buen sacerdote consintió en que Francisco se quedase con él, pero se negó a aceptar el dinero. El joven lo depositó en el alféizar de la ventana. Pedro Bernardone, al enterarse de lo que había hecho su hijo, se dirigió indignado a San Damián. Pero Francisco había tenido buen cuidado de ocultarse.
Renuncia a la herencia de su padre
Al cabo de algunos días pasados en oración y ayuno, Francisco volvió a entrar en la población, pero estaba tan desfigurado y mal vestido, que la gente se burlaba de él como si fuese un loco. Pedro Bernardone, muy desconcertado por la conducta de su hijo, le condujo a su casa, le golpeó furiosamente (Francisco tenía entonces 25 años), le puso grillos en los pies y le encerró en una habitación.
La madre de Francisco se encargó de ponerle en libertad cuando su marido se hallaba ausente y el joven retornó a San Damián. Su padre fue de nuevo a buscarle ahí, le golpeó en la cabeza y le conminó a volver inmediatamente a su casa o a renunciar a su herencia y pagarle el precio de los vestidos que le había tomado. Francisco no tuvo dificultad alguna en renunciar a la herencia, pero dijo a su padre que el dinero de los vestidos pertenecía a Dios y a los pobres.

Su padre le obligó a comparecer ante el obispo Guido de Asís, quien exhortó al joven a devolver el dinero y a tener confianza en Dios: "Dios no desea que su Iglesia goce de bienes injustamente adquiridos". Francisco obedeció a la letra la orden del obispo y añadió: "Los vestidos que llevo puestos pertenecen también a mi padre, de suerte que tengo que devolvérselos". Acto seguido se desnudó y entregó sus vestidos a su padre, diciéndole alegremente: "Hasta ahora tú has sido mi padre en la tierra. Pero en adelante podré decir: “Padre nuestro, que estás en los cielos”.' Pedro Bernardone abandonó el palacio episcopal "temblando de indignación y profundamente lastimado".
El Obispo regaló a Francisco un viejo vestido de labrador, que pertenecía a uno de sus siervos. Francisco recibió la primera limosna de su vida con gran agradecimiento, trazó la señal de la cruz sobre el vestido con un trozo de tiza y se lo puso.
Llamado a la renuncia y a la negación
Enseguida, partió en busca de un sitio conveniente para establecerse. Iba cantando alegremente las alabanzas divinas por el camino real, cuando se topó con unos bandoleros que le preguntaron quién era. El respondió: "Soy el heraldo del Gran Rey". Los bandoleros le golpearon y le arrojaron en un foso cubierto de nieve. Francisco prosiguió su camino cantando las divinas alabanzas. En un monasterio obtuvo limosna y trabajo como si fuese un mendigo. Cuando llegó a Gubbio, una persona que le conocía le llevó a su casa y le regaló una túnica, un cinturón y unas sandalias de peregrino. Francisco los usó dos años, al cabo de los cuales volvió a San Damián.
Para reparar la iglesia, fue a pedir limosna en Asís, donde todos le habían conocido rico y, naturalmente, hubo de soportar las burlas y el desprecio de más de un mal intencionado. El mismo se encargó de transportar las piedras que hacían falta para reparar la iglesia y ayudó en el trabajo a los albañiles. Una vez terminadas las reparaciones en la iglesia de San Damián, Francisco emprendió un trabajo semejante en la antigua iglesia de San Pedro. Después, se trasladó a una capillita llamada Porciúncula, que pertenecía a la abadía benedictina de Monte Subasio. Probablemente el nombre de la capillita aludía al hecho de que estaba construida en una reducida parcela de tierra.
La Porciúncula se hallaba en una llanura, a unos cuatro kilómetros de Asís y, en aquella época, estaba abandonada y casi en ruinas. La tranquilidad del sitio agradó a Francisco tanto como el título de Nuestra Señora de los Ángeles, en cuyo honor había sido erigida la capilla.
Francisco la reparó y fijó en ella su residencia. Ahí le mostró finalmente el cielo lo que esperaba de él, el día de la fiesta de San Matías del año 1209.
En aquella época, el evangelio de la misa de la fiesta decía: "Id a predicar, diciendo: El Reino de Dios ha llegado... Dad gratuitamente lo que habéis recibido gratuitamente... No poseáis oro ... ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo ...He aquí que os envío como corderos en medio de los lobos..." (Mat.10 , 7-19). Estas palabras penetraron hasta lo más profundo en el corazón de Francisco y éste, aplicándolas literalmente, regaló sus sandalias, su báculo y su cinturón y se quedó solamente con la pobre túnica ceñida con un cordón. Tal fue el hábito que dio a sus hermanos un año más tarde: la túnica de lana burda de los pastores y campesinos de la región. Vestido en esa forma, empezó a exhortar a la penitencia con tal energía, que sus palabras hendían los corazones de sus oyentes. Cuando se topaba con alguien en el camino, le saludaba con estas palabras: "La paz del Señor sea contigo".
Dones extraordinarios
Dios le había concedido ya el don de profecía y el don de milagros. Cuando pedía limosna para reparar la iglesia de San Damián, acostumbraba decir: "Ayudadme a terminar esta iglesia. Un día habrá ahí un convento de religiosas en cuyo buen nombre se glorificarán el Señor y la universal Iglesia". La profecía se verificó cinco años más tarde en Santa Clara y sus religiosas. Un habitante de Espoleto sufría de un cáncer que le había desfigurado horriblemente el rostro. En cierta ocasión, al cruzarse con San Francisco, el hombre intentó arrojarse a sus pies, pero el santo se lo impidió y le besó en el rostro. El enfermo quedó instantáneamente curado. San Buenaventura comentaba a este propósito: "No sé si hay que admirar más el beso o el milagro".
Nueva orden religiosa y visita al Papa
Francisco tuvo pronto numerosos seguidores y algunos querían hacerse discípulos suyos. El primer discípulo fue Bernardo de Quintavalle, un rico comerciante de Asís. Al principio Bernardo veía con curiosidad la evolución de Francisco y con frecuencia le invitaba a su casa, donde le tenía siempre preparado un lecho próximo al suyo. Bernardo se fingía dormido para observar cómo el siervo de Dios se levantaba calladamente y pasaba largo tiempo en oración, repitiendo estas palabras: "Deus meus et omnia" (Mi Dios y mi todo). Al fin, comprendió que Francisco era "verdaderamente un hombre de Dios" y enseguida le suplicó que le admitiese corno discípulo.

Desde entonces, juntos asistían a misa y estudiaban la Sagrada Escritura para conocer la voluntad de Dios. Como las indicaciones de la Biblia concordaban con sus propósitos, Bernardo vendió cuanto tenía y repartió el producto entre los pobres.
Pedro de Cattaneo, canónigo de la catedral de Asís, pidió también a Francisco que le admitiese como discípulo y el santo les "concedió el hábito" a los dos juntos, el 16 de abril de 1209. El tercer compañero de San Francisco fue el hermano Gil, famoso por su gran sencillez y sabiduría espiritual.
En 1210, cuando el grupo contaba ya con 12 miembros, Francisco redactó una regla breve e informal que consistía principalmente en los consejos evangélicos para alcanzar la perfección. Con ella se fueron a Roma a presentarla para aprobación del Sumo Pontífice. Viajaron a pie, cantando y rezando, llenos de felicidad, y viviendo de las limosnas que la gente les daba.
En Roma no querían aprobar esta comunidad porque les parecía demasiado rígida en cuanto a pobreza, pero al fin un Cardenal dijo: "No les podemos prohibir que vivan como lo mandó Cristo en el Evangelio". Recibieron la aprobación, y se volvieron a Asís a vivir en pobreza, en oración, en santa alegría y gran fraternidad, junto a la iglesia de la Porciúncula. Inocencio III se mostró adverso al principio. Por otra parte, muchos cardenales opinaban que las órdenes religiosas ya existentes necesitaban de reforma, no de multiplicación y que la nueva manera de concebir la pobreza era impracticable.
El cardenal Juan Colonna alegó en favor de Francisco que su regla expresaba los mismos consejos con que el Evangelio exhortaba a la perfección. Más tarde, el Papa relató a su sobrino, quien a su vez lo comunicó a San Buenaventura, que había visto en sueños una palmera que crecía rápidamente y después, había visto a Francisco sosteniendo con su cuerpo la basílica de Letrán que estaba a punto de derrumbarse. Cinco años después, el mismo Pontífice tendría un sueño semejante a propósito de Santo Domingo. Inocencio III mandó, pues, llamar a Francisco y aprobó verbalmente su regla; enseguida le impuso la tonsura, así como a sus compañeros y les dio por misión predicar la penitencia.
La Porciúncula
San Francisco y sus compañeros se trasladaron provisionalmente a una cabaña de Rivo Torto, en las afueras de Asís, de donde salían a predicar por toda la región. Poco después, tuvieron dificultades con un campesino que reclamaba la cabaña para emplearla como establo de su asno. Francisco respondió: "Dios no nos ha llamado a preparar establos para los asnos", y acto seguido abandonó el lugar y partió a ver al abad de Monte Subasio. En 1212, el abad regaló a Francisco la capilla de la Porciúncula, a condición de que la conservase siempre como la iglesia principal de la nueva orden. El santo se negó a aceptar la propiedad de la capillita y sólo la admitió prestada. En prueba de que la Porciúncula continuaba como propiedad de los benedictinos, Francisco les enviaba cada año, a manera de recompensa por el préstamo, una cesta de pescados cogidos en el riachuelo vecino.
Por su parte, los benedictinos correspondían enviándole un tonel de aceite. Tal costumbre existe todavía entre los franciscanos de Santa María de los Ángeles y los benedictinos de San Pedro de Asís.
Alrededor de la Porciúncula, los frailes construyeron varias cabañas primitivas, porque San Francisco no permitía que la orden en general y los conventos en particular, poseyesen bienes temporales. Había hecho de la pobreza el fundamento de su orden y su amor a la pobreza se manifestaba en su manera de vestirse, en los utensilios que empleaba y en cada uno de sus actos. Acostumbraba llamar a su cuerpo "el hermano asno", porque lo consideraba como hecho para transportar carga, para recibir golpes y para comer poco y mal. Cuando veía ocioso a algún fraile, le llamaba "hermano mosca", porque en vez de cooperar con los demás echaba a perder el trabajo de los otros y les resultaba molesto.
Poco antes de morir, considerando que el hombre está obligado a tratar con caridad a su cuerpo, Francisco pidió perdón al suyo por haberlo tratado tal vez con demasiado rigor. El santo se había opuesto siempre a las austeridades indiscretas y exageradas. En cierta ocasión, viendo que un fraile había perdido el sueño a causa del excesivo ayuno, Francisco le llevó alimento y comió con él para que se sintiese menos mortificado.
Somete la carne a las espinas; Dios le otorga sabiduría
Al principio de su conversión, viéndose atacado por violentas tentaciones de impureza, solía revolcarse desnudo sobre la nieve. Cierta vez en que la tentación fue todavía más violenta que de ordinario, el santo se disciplinó furiosamente; como ello no bastase para alejarla, acabó por revolcarse sobre las zarzas y los abrojos.
Su humildad no consistía simplemente en un desprecio sentimental de sí mismo, sino en la convicción de que "ante los ojos de Dios el hombre vale por lo que es y no más". Considerándose indigno del sacerdocio, Francisco sólo llegó a recibir el diaconado. Detestaba de todo corazón las singularidades. Así cuando le contaron que uno de los frailes era tan amante del silencio que sólo se confesaba por señas, respondió disgustado: "Eso no procede del espíritu de Dios sino del demonio; es una tentación y no un acto de virtud." Dios iluminaba la inteligencia de su siervo con una luz de sabiduría que no se encuentra en los libros. Cuando cierto fraile le pidió permiso para estudiar, Francisco le contestó que si repetía con devoción el "Gloria Patri", llegaría a ser sabio a los ojos de Dios y él mismo era el mejor ejemplo de la sabiduría adquirida en esa forma.
Sobre la pobreza de espíritu, Francisco decía: "Hay muchos que tienen por costumbre multiplicar plegarias y prácticas devotas, afligiendo sus cuerpos con numerosos ayunos y abstinencias; pero con una sola palabrita que les suena injuriosa a su persona o por cualquier cosa que se les quita, enseguida se ofenden e irritan. Estos no son pobres de espíritu, porque el que es verdaderamente pobre de espíritu, se aborrece a sí mismo y ama a los que le golpean en la mejilla".
La Naturaleza
Sus contemporáneos hablan con frecuencia del cariño de Francisco por los animales y del poder que tenía sobre ellos. Por ejemplo, es famosa la reprensión que dirigió a las golondrinas cuando iba a predicar en Alviano: "Hermanas golondrinas: ahora me toca hablar a mí; vosotras ya habéis parloteado bastante". Famosas también son las anécdotas de los pajarillos que venían a escucharle cuando cantaba las grandezas del Creador, del conejillo que no quería separarse de él en el Lago Trasimeno y del lobo de Gubbio amansado por el santo. Algunos autores consideran tales anécdotas como simples alegorías, en tanto que otros les atribuyen valor histórico.
Aventura de amor con Dios
Los primeros años de la orden en Santa María de los Ángeles fueron un período de entrenamiento en la pobreza y la caridad fraternas. Los frailes trabajaban en sus oficios y en los campos vecinos para ganarse el pan de cada día. Cuando no había trabajo suficiente, solían pedir limosna de puerta en puerta; pero el fundador les había prohibido que aceptasen dinero. Estaban siempre prontos a servir a todo el mundo, particularmente a los leprosos y menesterosos.
San Francisco insistía en que llamasen a los leprosos "mis hermanos cristianos" y los enfermos no dejaban de apreciar esta profunda delicadeza. Les decía a los frailes: ¨Todos los hermanos procuren ejercitarse en buenas obras, porque está escrito: 'Haz siempre algo bueno para que el diablo te encuentre ocupado'. Y también, 'La ociosidad es enemiga del alma'. Por eso los siervos de Dios deben dedicarse continuamente a la oración o a alguna buena actividad.¨
El número de los compañeros del santo continuaba en aumento, entre ellos se contaba el famoso "juglar de Dios", fray Junípero; a causa de la sencillez del hermanito Francisco solía repetir: "Quisiera tener todo un bosque de tales juníperos". En cierta ocasión en que el pueblo de Roma se había reunido para recibir a fray Junípero, sus compañeros le hallaron jugando apaciblemente con los niños fuera de las murallas de la ciudad. Santa Clara acostumbraba llamarle "el juguete de Dios".
Santa Clara
Clara había partido de Asís para seguir a Francisco, en la primavera de 1212, después de oírle predicar. El santo consiguió establecer a Clara y sus compañeras en San Damián, y la comunidad de religiosas llegó pronto a ser, para los franciscanos, lo que las monjas de Prouille habían de ser para los dominicos: una muralla de fuerza femenina, un vergel escondido de oración que hacía fecundo el trabajo de los frailes.
Evangeliza a los mahometanos
En el otoño de ese año, Francisco, no contento con todo lo que había sufrido y trabajado por las almas en Italia, resolvió ir a evangelizar a los mahometanos. Así pues, se embarcó en Ancona con un compañero rumbo a Siria; pero una tempestad hizo naufragar la nave en la costa de Dalmacia. Como los frailes no tenían dinero para proseguir el viaje, se vieron obligados a esconderse furtivamente en un navío para volver a Ancona. Después de predicar un año en el centro de Italia (el señor de Chiusi puso entonces a la disposición de los frailes un sitio de retiro en Monte Alvernia, en los Apeninos de Toscana), San Francisco decidió partir nuevamente a predicar a los mahometanos en Marruecos. Pero Dios tenía dispuesto que no llegase nunca a su destino: el santo cayó enfermo en España y, después, tuvo que retornar a Italia. Ahí se consagró apasionadamente a predicar el Evangelio a los cristianos.
La humildad y obediencia
San Francisco dio a su orden el nombre de "Frailes Menores" por humildad, pues quería que sus hermanos fuesen los siervos de todos y buscasen siempre los sitios más humildes. Con frecuencia exhortaba a sus compañeros al trabajo manual y, si bien les permitía pedir limosna, les tenía prohibido que aceptasen dinero. Pedir limosna no constituía para él una vergüenza, ya que era una manera de imitar la pobreza de Cristo. Sobre la excelsa virtud de la humildad, decía: "Bienaventurado el siervo a quien lo encuentran en medio de sus inferiores con la misma humildad que si estuviera en medio de sus superiores. Bienaventurado el siervo que siempre permanece bajo la vara de la corrección. Es siervo fiel y prudente el que, por cada culpa que comete, se apresura a expiarlas: interiormente, por la contrición y exteriormente por la confesión y la satisfacción de obra". El santo no permitía que sus hermanos predicasen en una diócesis sin permiso expreso del Obispo. Entre otras cosas, dispuso que "si alguno de los frailes se apartaba de la fe católica en obras o palabras y no se corregía, debería ser expulsado de la hermandad". Todas las ciudades querían tener el privilegio de albergar a los nuevos frailes, y las comunidades se multiplicaron en Umbría, Toscana, Lombardia y Ancona.
Crece la orden
Se cuenta que en 1216, Francisco solicitó del Papa Honorio III la indulgencia de la Porciúncula o "perdón de Asís". El año siguiente, conoció en Roma a Santo Domingo, quien había predicado la fe y la penitencia en el sur de Francia en la época en que Francisco era "un gentilhombre de Asís". San Francisco tenía también la intención de ir a predicar en Francia. Pero, como el cardenal Ugolino (quien fue más tarde Papa con el nombre de Gregorio IX) le disuadiese de ello, envió en su lugar a los hermanos Pacífico y Agnelo. Este último había de introducir más tarde la Orden de los frailes menores en Inglaterra. El sabio y bondadoso cardenal Ugolino ejerció una gran influencia en el desarrollo de la Orden. Los compañeros de San Francisco eran ya tan numerosos, que se imponía forzosamente cierta forma de organización sistemática y de disciplina común. Así pues, se procedió a dividir a la Orden en provincias, al frente de cada una de las cuales se puso a un ministro, "encargado del bien espiritual de los hermanos; si alguno de ellos llegaba a perderse por el mal ejemplo del ministro, éste tendría que responder de él ante Jesucristo". Los frailes habían cruzado ya los Alpes y tenían misiones en España, Alemania y Hungría.
El primer capítulo general se reunió, en la Porciúncula, en Pentecostés del año de 1217. En 1219, tuvo lugar el capítulo "de las esteras", así llamado por las cabañas que debieron construirse precipitadamente con esteras para albergar a los delegados. Se cuenta que se reunieron entonces cinco mil frailes. Nada tiene de extraño que en una comunidad tan numerosa, el espíritu del fundador se hubiese diluido un tanto. Los delegados encontraban que San Francisco se entregaba excesivamente a la aventura y exigían un espíritu más práctico. Es que así les parecía lo que en realidad era una gran confianza en Dios.

El santo se indignó profundamente y replicó: "Hermanos míos, el Señor me llamó por el camino de la sencillez y la humildad y por ese camino persiste en conducirme, no sólo a mí sino a todos los que estén dispuestos a seguirme... El Señor me dijo que deberíamos ser pobres y locos en este mundo y que ése y no otro sería el camino por el que nos llevaría. Quiera Dios confundir vuestra sabiduría y vuestra ciencia y haceros volver a vuestra primitiva vocación, aunque sea contra vuestra voluntad y aunque la encontréis tan defectuosa".
Francisco les insistía en que amaran muchísimo a Jesucristo y a la Santa Iglesia Católica, y que vivieran con el mayor desprendimiento posible hacia los bienes materiales, y no se cansaba de recomendarles que cumplieran lo más exactamente posible todo lo que manda el Santo Evangelio.
El mayor privilegio: no gozar de privilegio alguno
Recorría campos y pueblos invitando a la gente a amar más a Jesucristo, y repetía siempre: 'El Amor no es amado". La gente le escuchaba con especial cariño y se admiraba de lo mucho que sus palabras influían en los corazones para entusiasmarlos por Cristo y su Verdad. Sus palabras eran reflejo de su vida en imitación a Jesús, decía:
"El que ama verdaderamente a su enemigo no se apena de las injurias que éste le provoca, sino que sufre por amor de Dios a causa del pecado que arrastra el alma que lo ofendió. Y le manifiesta su amor con obras".
A quienes le propusieron que pidiese al Papa permiso para que los frailes pudiesen predicar en todas partes sin autorización del obispo, Francisco repuso: "Cuando los obispos vean que vivís santamente y que no tenéis intenciones de atentar contra su autoridad, serán los primeros en rogaros que trabajéis por el bien de las almas que les han sido confiadas. Considerad como el mayor de los privilegios el no gozar de privilegio alguno..." Al terminar el capítulo, San Francisco envió a algunos frailes a la primera misión entre los infieles de Túnez y Marruecos, y se reservó para sí la misión entre los sarracenos de Egipto y Siria. En 1215, durante el Concilio de Letrán, el Papa Inocencio III había predicado una nueva cruzada, pero tal cruzada se había reducido simplemente a reforzar el Reino Latino de oriente. Francisco quería blandir la espada de Dios.
San Francisco se fue a Tierra Santa a visitar en devota peregrinación los Santos Lugares donde Jesús nació, vivió y murió: Belén, Nazaret, Jerusalén, etc. En recuerdo de esta piadosa visita suya, los franciscanos están encargados desde hace siglos de custodiar los Santos Lugares de Tierra Santa.
Misionero ante el Sultán
En junio de 1219, se embarcó en Ancona con 12 frailes. La nave los condujo a Damieta, en la desembocadura del Nilo. Los cruzados habían puesto sitio a la ciudad, y Francisco sufrió mucho al ver el egoísmo y las costumbres disolutas de los soldados de la cruz. Consumido por el celo de la salvación de los sarracenos, decidió pasar al campo del enemigo, por más que los cruzados le dijeron que la cabeza de los cristianos estaba puesta a precio. Habiendo conseguido la autorización del delegado pontificio, Francisco y el hermano Iluminado se aproximaron al campo enemigo, gritando: "¡Sultán, Sultán!". Cuando los condujeron a la presencia de Malek-al-Kamil, Francisco declaró osadamente: "No son los hombres quienes me han enviado, sino Dios todopoderoso.
Vengo a mostrarles, a ti y a tu pueblo, el camino de la salvación; vengo a anunciarles las verdades del Evangelio". El Sultán quedó impresionado y rogó a Francisco que permaneciese con él. El santo replicó: "Si tú y tu pueblo estáis dispuestos a oír la palabra de Dios, con gusto me quedaré con vosotros. Y si todavía vaciláis entre Cristo y Mahoma, manda encender una hoguera; yo entraré en ella con vuestros sacerdotes y así veréis cuál es la verdadera fe". El Sultán contestó que probablemente ninguno de los sacerdotes querría meterse en la hoguera y que no podía someterlos a esa prueba para no soliviantar al pueblo.
Cuentan que el Sultán llegó a decir: "Si todos los cristianos fueran como él, entonces valdría la pena ser cristiano". Pero el Sultán, Malek-al-Kamil, mandó a Francisco que volviese al campo de los cristianos. Desalentado al ver el reducido éxito de su predicación entre los sarracenos y entre los cristianos, el Santo pasó a visitar los Santos Lugares. Ahí recibió una carta en la que sus hermanos le pedían urgentemente que retornase a Italia.
La crisis del acomodamiento lleva a clarificar la regla
Durante la ausencia de Francisco, sus dos vicarios, Mateo de Narni y Gregorio de Nápoles, habían introducido ciertas innovaciones que tendían a uniformar a los frailes menores con las otras órdenes religiosas y a encuadrar el espíritu franciscano en el rígido esquema de la observancia monástica y de las reglas ascéticas. Las religiosas de San Damián tenían ya una constitución propia, redactada por el cardenal Ugolino sobre la base de la regla de San Benito. Al llegar a Bolonia, Francisco tuvo la desagradable sorpresa de encontrar a sus hermanos hospedados en un espléndido convento. El Santo se negó a poner los pies en él y vivió con los frailes predicadores. Enseguida mandó llamar al guardián del convento franciscano, le reprendió severamente y le ordenó que los frailes abandonasen la casa.
Tales acontecimientos tenían a los ojos del Santo las proporciones de una verdadera traición: se trataba de una crisis de la que tendría que salir la Orden sublimada o destruida. San Francisco se trasladó a Roma donde consiguió que Honorio III nombrase al cardenal Ugolino protector y consejero de los franciscanos, ya que el purpurado había depositado una fe ciega en el fundador y poseía una gran experiencia en los asuntos de la Iglesia. Al mismo tiempo, Francisco se entregó ardientemente a la tarea de revisar la regla, para lo que convocó a un nuevo capítulo general que se reunió en la Porciúncula en 1221. El Santo presentó a los delegados la regla revisada. Lo que se refería a la pobreza, la humildad y la libertad evangélica, características de la Orden, quedaba intacto. Ello constituía una especie de reto del fundador a los disidentes y legalistas que, por debajo del agua, tramaban una verdadera revolución del espíritu franciscano. El jefe de la oposición era el hermano Elías de Cortona. El fundador había renunciado a la dirección de la Orden, de suerte que su vicario, fray Elías, era prácticamente el ministro general. Sin embargo, no se atrevió a oponerse al fundador, a quien respetaba sinceramente. En realidad, la Orden era ya demasiado grande, como lo dijo el propio San Francisco: "Si hubiese menos frailes menores, el mundo los vería menos y desearía que fuesen más."
Al cabo de dos años, durante los cuales hubo de luchar contra la corriente cada vez más fuerte que tendía a desarrollar la orden en una dirección que él no había previsto y que le parecía comprometer el espíritu franciscano, el Santo emprendió una nueva revisión de la regla. Después la comunicó al hermano Elías para que éste la pasase a los ministros, pero el documento se extravió y el Santo hubo de dictar nuevamente la revisión al hermano León, en medio del clamor de los frailes que afirmaban que la prohibición de poseer bienes en común era impracticable.
La regla, tal como fue aprobada por Honorio III en 1223, representaba sustancialmente el espíritu y el modo de vida por el que había luchado San Francisco desde el momento en que se despojó de sus ricos vestidos ante el obispo de Asís.
La Tercera Orden
Unos dos años antes, San Francisco y el cardenal Ugolino habían redactado una regla para la cofradía de laicos que se habían asociado a los frailes menores y que correspondía a lo que actualmente llamamos Tercera Orden, fincada en el espíritu de la "Carta a todos los cristianos", que Francisco había escrito en los primeros años de su conversión. La cofradía, formada por laicos entregados a la penitencia, que llevaban una vida muy diferente de la que se acostumbraba entonces, llegó a ser una gran fuerza religiosa en la Edad Media. En el derecho canónico actual, los terciarios de las diversas órdenes gozan todavía de un estatuto específicamente diferente del de los miembros de las cofradías y congregaciones marianas.
La representación del Nacimiento de Jesús
San Francisco pasó la Navidad de 1223 en Grecehio, en el valle de Rieti. Con tal ocasión, había dicho a su amigo, Juan da Vellita: "Quisiera hacer una especie de representación viviente del nacimiento de Jesús en Belén, para presenciar, por decirlo así, con los ojos del cuerpo la humildad de la Encarnación y verle recostado en el pesebre entre el buey y el asno". En efecto, el Santo construyó entonces en la ermita una especie de cueva y los campesinos de los alrededores asistieron a la misa de medianoche, en la que Francisco actuó como diácono y predicó sobre el misterio de la Natividad.
Se le atribuye haber comenzado en aquella ocasión la tradición del "belén" o "nacimiento". Nos dice Tomás Celano en su biografía del Santo: "La Encarnación era un componente clave en la espiritualidad de Francisco. Quería celebrar la Encarnación en forma especial. Quería hacer algo que ayudase a la gente a recordar al Cristo Niño y cómo nació en Belén".
San Francisco permaneció varios meses en el retiro de Grecehio, consagrado a la oración, pero ocultó celosamente a los ojos de los hombres las gracias especialísimas que Dios le comunicó en la contemplación. El hermano León, que era su secretario y confesor, afirmó que le había visto varias veces durante la oración elevarse tan alto sobre el suelo, que apenas podía alcanzarle los pies y, en ciertas ocasiones, ni siquiera eso.
Los Estigmas
Alrededor de la fiesta de la Asunción de 1224, el Santo se retiró a Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda. Llevó consigo al hermano León, pero prohibió que fuese alguien a visitarle hasta después de la fiesta de San Miguel. Ahí fue donde tuvo lugar, alrededor del día de la Santa Cruz de 1224, el milagro de los estigmas, del que hablamos el 17 de septiembre. Francisco trató de ocultar a los ojos de los hombres las señales de la Pasión del Señor que tenía impresas en el cuerpo; por ello, a partir de entonces llevaba siempre las manos dentro de las mangas del hábito y usaba medias y zapatos.
Sin embargo, deseando el consejo de sus hermanos, comunicó lo sucedido al hermano Iluminado y a algunos otros, pero añadió que le habían sido reveladas ciertas cosas que jamás descubriría a hombre alguno sobre la tierra.
En cierta ocasión en que se hallaba enfermo, alguien propuso que se le leyese un libro para distraerle. El Santo respondió: "Nada me consuela tanto como la contemplación de la vida y Pasión del Señor. Aunque hubiese de vivir hasta el fin del mundo, con ese solo libro me bastaría". Francisco se había enamorado de la santa pobreza, mientras contemplaba a Cristo crucificado y meditaba en la nueva crucifixión que sufría en la persona de los pobres.
El santo no despreciaba la ciencia, pero no la deseaba para sus discípulos. Los estudios sólo tenían razón de ser como medios para un fin y sólo podían aprovechar a los frailes menores, si no les impedían consagrar a la oración un tiempo todavía más largo y si les enseñaban más bien, a predicarse a sí mismos que a hablar a otros. Francisco aborrecía los estudios que alimentaban más la vanidad que la piedad, porque entibiaban la caridad y secaban el corazón. Sobre todo, temía que la señora Ciencia se convirtiese en rival de la dama Pobreza. Viendo con cuánta ansiedad acudían a las escuelas y buscaban los libros sus hermanos, Francisco exclamó en cierta ocasión: "Impulsados por el mal espíritu, mis pobres hermanos acabarán por abandonar el camino de la sencillez y de la pobreza".
En sus escritos, esto es lo que el Santo nos dejó dicho sobre la vigilancia del corazón: “Cuidémonos mucho de la malicia y astucia de Satanás, el cual quiere que el hombre no tenga su mente y su corazón dirigidos a Dios. Y anda dando vueltas buscando adueñarse del corazón del hombre y, bajo la apariencia de alguna recompensa o ayuda, ahogar en su memoria la palabra y los preceptos del Señor, e intenta cegar el corazón del hombre mediante las actividades y preocupaciones mundanas, y fijar allí su morada”.
Antes de salir de Monte Alvernia, el Santo compuso el "Himno de alabanza al Altísimo". Poco después de la fiesta de San Miguel bajó finalmente al valle, marcado por los estigmas de la Pasión y curó a los enfermos que le salieron al paso.
La hermana Muerte
Las calientísimas arenas del desierto de Egipto afectaron la vista de Francisco hasta el punto de estar casi completamente ciego. Los dos últimos años de la vida de Francisco fueron de grandes sufrimientos que parecía que la copa se había llenado y rebalsado. Fuertes dolores debido al deterioro de muchos de sus órganos (estómago, hígado y el bazo), consecuencias de la malaria contraida en Egipto. En los más terribles dolores, Francisco ofrecía a Dios todo como penitencia, pues se consideraba gran pecador y para la salvación de las almas. Era durante su enfermedad y dolor donde sentía la mayor necesidad de cantar.
Su salud iba empeorando, los estigmas le hacían sufrir y le debilitaban, y casi había perdido la vista. En el verano de 1225 estuvo tan enfermo, que el cardenal Ugolino y el hermano Elías le obligaron a ponerse en manos del médico del Papa en Rieti. El Santo obedeció con sencillez. De camino a Rieti fue a visitar a Santa Clara en el convento de San Damián. Ahí, en medio de los más agudos sufrimientos físicos, escribió el "Cántico del hermano Sol" y lo adaptó a una tonada popular para que sus hermanos pudiesen cantarlo.
Después se trasladó a Monte Rainerio, donde se sometió al tratamiento brutal que el médico le había prescrito, pero la mejoría que ello le produjo fue sólo momentánea. Sus hermanos le llevaron entonces a Siena a consultar a otros médicos, pero para entonces el Santo estaba moribundo. En el testamento que dictó para sus frailes, les recomendaba la caridad fraterna, los exhortaba a amar y observar la santa pobreza, y a amar y honrar a la Iglesia. Poco antes de su muerte, dictó un nuevo testamento para recomendar a sus hermanos que observasen fielmente la regla y trabajasen manualmente, no por el deseo de lucro, sino para evitar la ociosidad y dar buen ejemplo. "Si no nos pagan nuestro trabajo, acudamos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta".
Cuando Francisco volvió a Asís, el Obispo le hospedó en su propia casa. Francisco rogó a los médicos que le dijesen la verdad, y éstos confesaron que sólo le quedaban unas cuantas semanas de vida. "¡Bienvenida, hermana Muerte!", exclamó el Santo y acto seguido, pidió que le trasportasen a la Porciúncula. Por el camino, cuando la comitiva se hallaba en la cumbre de una colina, desde la que se dominaba el panorama de Asís, pidió a los que portaban la camilla que se detuviesen un momento y entonces volvió sus ojos ciegos en dirección a la ciudad e imploró las bendiciones de Dios para ella y sus habitantes.
Después mandó a los camilleros que se apresurasen a llevarle a la Porciúncula. Cuando sintió que la muerte se aproximaba, Francisco envió a un mensajero a Roma para llamar a la noble dama Giacoma di Settesoli, que había sido su protectora, para rogarle que trajese consigo algunos cirios y un sayal para amortajarle, así como una porción de un pastel que le gustaba mucho.

Felizmente, la dama llegó a la Porciúncula antes de que el mensajero partiese. Francisco exclamó: "¡Bendito sea Dios que nos ha enviado a nuestra hermana Giacoma! La regla que prohibe la entrada a las mujeres no afecta a nuestra hermana Giacoma. Decidle que entre".
El Santo envió un último mensaje a Santa Clara y a sus religiosas, y pidió a sus hermanos que entonasen los versos del "Cántico del Sol" en los que alaba a la muerte. Enseguida rogó que le trajesen un pan y lo repartió entre los presentes en señal de paz y de amor fraternal diciendo: "Yo he hecho cuanto estaba de mi parte, que Cristo os enseñe a hacer lo que está de la vuestra”. Sus hermanos le tendieron por tierra y le cubrieron con un viejo hábito. Francisco exhortó a sus hermanos al amor de Dios, de la pobreza y del Evangelio, "por encima de todas las reglas", y bendijo a todos sus discípulos, tanto a los presentes como a los ausentes.
Murió el 3 de octubre de 1226, después de escuchar la lectura de la Pasión del Señor según San Juan. Francisco había pedido que le sepultasen en el cementerio de los criminales de Colle d'lnferno. En vez de hacerlo así, sus hermanos llevaron al día siguiente el cadáver en solemne procesión a la iglesia de San Jorge, en Asís. Ahí estuvo depositado hasta dos años después de la canonización. En 1230, fue secretamente trasladado a la gran basílica construida por el hermano Elías.
El cadáver desapareció de la vista de los hombres durante seis siglos, hasta que en 1818, tras 52 días de búsqueda, fue descubierto bajo el altar mayor, a varios metros de profundidad. El Santo no tenía más que 44 o 45 años al morir. No podemos relatar aquí ni siquiera en resumen, la azarosa y brillante historia de la Orden que fundó. Digamos simplemente que sus tres ramas: la de los frailes menores, la de los frailes menores capuchinos y la de los frailes menores conventuales forman el instituto religioso más numeroso que existe actualmente en la Iglesia. Y, según la opinión del historiador David Knowles, al fundar ese instituto, San Francisco "contribuyó más que nadie a salvar a la Iglesia de la decadencia y el desorden en que había caído durante la Edad Media".
¡San Francisco de Asís: pídele a Jesús que lo amemos tan intensamente como lo lograste amar tú!

La Porciúncula, en la Basílica de Nuestra Señora de los Ángeles
La Porciúncula es un pueblo y a la misma vez una iglesia localizada aproximadamente a tres-cuartos de milla de la ciudad de Asís en Italia. El pueblo ha progresado alrededor de la Basílica de Nuestra Señora de los Ángeles. Fue precisamente en esta Basílica que San Francisco de Asís recibió su vocación en el año 1208. San Francisco vivió la mayor parte de su vida en este lugar. En el año 1211, San Francisco logró una estadía permanente en este pueblo cerca de Asís, gracias a la generosidad de los Benedictinos, los cuales le donaron la pequeña capilla de Santa María de los Ángeles o la Porciúncula, considerada como “una pequeña parte” de esas tierras.
Un día mientras San Francisco estaba arrodillado en la capilla de San Damián, sintió que Cristo le habló desde el crucifijo y le dijo: “Reconstruye mi Iglesia que esta en ruinas.” El se tomó estas palabras literalmente y empezó a reconstruir varias Iglesias. No fue hasta un tiempo después que San Francisco comprendió que el mensaje principal de Cristo era que construyera y fortaleciera espiritualmente la Iglesia de Cristo. Así fue que el Santo comenzó a trabajar en la restauración de las iglesias de San Damián, San Pedro Della Spina y Santa Maria de los Ángeles o de la Porciúncula.
Al lado del humilde santuario de la Porciúncula, fue edificado el primer convento Franciscano, con la construcción de unas cuantas pequeñas chozas o celdas de paja y barro, cercadas con un seto. Este acuerdo fue el comienzo de la Orden Franciscana. La Porciúncula fue también el lugar donde San Francisco recibió los votos de Santa Clara. El 3 de Octubre de 1226, muere San Francisco, y en su lecho de muerte, le confía el cuidado y protección de la capilla a sus hermanos.
Un poco después del año 1290, la capilla, la cual media aproximadamente 22 pies por 13 ½ pies fue ampliamente engrandecida para poder acomodar a la cantidad de peregrinos que venían a visitarla. Más tarde, los edificios alrededor del santuario fueron destruidos por orden de Pio V (1566-72), excepto la celda en la cual murió San Francisco. Luego, estos fueron reemplazados por una gran Basílica, estilo contemporáneo. El nuevo edificio fue erigido sobre su celda y sobre la capilla de la Porciúncula. La Basílica ahora tiene tres naves y un circulo de capillas que se extienden a lo largo de la longitud de los costados.
La Basílica forma una cruz latina de 416 pies de largo por 210 pies de ancho. Un pedazo del altar de la capilla es de la Anunciación, la cual fue pintada por un sacerdote en el año 1393. Uno todavía puede visitar la celda donde murió San Francisco. Detrás de la sacristía se encuentra el sitio donde el santo, durante una tentación se dice, que se revolcó en un arbusto de brezo, el cual después se convirtió en un rosal sin espinas. Fue precisamente durante esa misma noche del 2 de Agosto, que el Santo recibió la “Indulgencia de la Porciúncula.” Hay una representación del recibimiento de esta indulgencia en la fachada de la capilla de la Porciúncula.
Se cuenta que una vez, en el año 1216, mientras Francisco estaba en la Porciúncula, en oración y en contemplación, se le apareció Cristo y le ofreció que le pidiera el favor que el quisiera. En el centro del corazón de San Francisco siempre estaba la salvación de las almas. El soñaba en que su amada Porciúncula fuese un santuario donde muchos se pudieran salvar, entonces le pidió al Señor que le concediera una indulgencia plenaria ( o sea, una completa remisión de todas las culpas), para que todos aquellos que vinieran a visitar la pequeña capilla, una vez que se hubieran arrepentido de sus pecados y confesado, pudieran obtenerla. Nuestro Señor accedió a su petición con la condición de que el Papa ratificará la indulgencia.
San Francisco se fue de inmediato hacia Perugia con uno de sus hermanos en busca del Papa Honorio III. Este, a pesar de alguna oposición de la Curia, ante este favor nunca antes escuchado dio su aprobación a la Indulgencia, limitándola a poder recibirla solamente una vez al año. Posteriormente, el Papa la confirmó y fijo la fecha del 2 de Agosto como el día para alcanzar esta indulgencia. En Italia, es comúnmente conocida como “el perdón de Asís” o la “indulgencia de la Porciúncula”. Este es el recuento tradicional de la historia.
Todos los fieles católicos pueden alcanzar la indulgencia plenaria el 2 de Agosto (o en otro día que haya sido declarado o asignado por el ordinario local para el beneficio de los fieles), bajo las debidas disposiciones (confesión sacramental, santa comunión, y rezar por las intenciones del Santo Padre). Estas condiciones pueden cumplirse unos días antes o después del día en que se gana la indulgencia. También tienen que visitar la iglesia devotamente y rezar el Padrenuestro y el Credo. La Indulgencia se aplica a la Catedral de la Diócesis, y a la co-catedral (si es que existe alguna), aunque no sean parroquiales, y también las iglesias quasi-parroquiales. Para alcanzar esta indulgencia, como cualquier indulgencia plenaria, los fieles tienen que estar libres de cualquier apego al pecado, aún al pecado venial. Donde se desea este apego, la indulgencia es parcial.