lunes, 4 de junio de 2018

Martes semana 9 de tiempo ordinario; año par

Martes de la semana 9 de tiempo ordinario; año par

Al César lo que es del César. Ciudadanos ejemplares
«Le enviaron algunos de los fariseos y de los herodianos para sorprenderle en alguna palabra. Acercándose, le dicen: Maestro, sabemos que eres veraz y que no te dejas llevar de nadie, pues no haces acepción de personas, sino que enseñas el camino de Dios de verdad. ¿Es lícito dar tributo al César o no? ¿Pagamos o no pagamos? Pero él, advirtiendo su hipocresía, les dijo: ¿Por qué me tentáis? Traedme un denario para que lo vea. Ellos se lo mostraron, y les dice: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Le respondieron: Del César Jesús les dijo: Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Y se admiraban de él».(Marcos 12, 13-17)
I. La Iglesia, en cuanto tal, no tiene por misión dar soluciones concretas a los asuntos temporales. Sigue así a Cristo, quien, afirmando que su reino no es de este mundo ( Juan 19, 36), se negó expresamente a ser constituido juez en cuestiones terrenas cuando algunos fariseos le preguntan maliciosamente si es lícito pagar el tributo al César. Así no caeremos nunca los cristianos en lo que Jesucristo evitaba con todo cuidado: unir el mensaje evangélico, que es universal, a un sistema, a un César. Es decir, debemos evitar que cuantos no pertenecen al sistema, al partido al César, se sientan con dificultades comprensibles para aceptar un mensaje que tiene como fin último la vida eterna. Nos toca a los cristianos, metidos en la entraña de la sociedad. Con plenitud de derechos y de deberes, dar solución a los problemas temporales, formar a nuestro alrededor un mundo cada vez más humano y más cristiano, siendo ciudadanos ejemplares que exigen sus derechos y cumplen todos sus deberes con la sociedad.
II. El hombre es uno, con un solo corazón y una sola alma, con sus virtudes y sus defectos que influyen en todo su actuar, y “tanto en la vida pública como en la privada, el cristiano debe inspirarse en la doctrina y seguimiento de Jesucristo” ( CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Los cristianos en la vida pública), que tornará siempre más humano y noble su actuar. El cristiano elige sus opciones políticas, sociales, profesionales, desde sus convicciones más íntimas. Y lo que aporta a la sociedad en la que vive es una visión recta del hombre y de la sociedad, porque sólo la doctrina cristiana le ofrece la verdad completa del hombre, sobre su dignidad y el destino eterno para el que fue creado. Nuestro testimonio en medio del mundo se ha de manifestar en una profunda unidad de vida. El amor a Dios ha de llevarnos a cumplir con fidelidad nuestras obligaciones como ciudadanos; lo contrario sería una falta contra la justicia, pues supone la dejación de unos derechos que, por sus consecuencias de cara a los demás, son también deberes.
III. De Dios es toda nuestra vida, nuestros trabajos, nuestras preocupaciones, nuestras alegrías... Todo lo nuestro es suyo. Ser buenos cristianos nos impulsará a ser buenos ciudadanos pues nuestra fe nos mueve constantemente a seguir el ejemplo de Cristo. El amor a Dios, si es verdadero, es garantía del amor a los hombres, y se manifiesta en hechos.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Bonifacio, obispo y mártir

Llamado el "apóstol de Alemania", nació en Crediton, Devonshire. Pertenecía a una buena familia y ya manifestó a muy temprana edad y en contra de la voluntad de su padre, su deseo de entrar en la vida monástica. Empezó sus estudios teológicos en los monasterios de Exeter y Nutcell, y profesó a los treinta años.
En 715 realiza una expedición misionera a Frisia, con el fin de convertir a los paganos del Norte de Europa predicando en su lengua, su propia lengua anglo-sajona, muy similar a la lengua frisona, pero sus esfuerzos resultaron vanos a causa de la guerra que enfrentaba a Carlos Martel y a Radbol, rey de los frisones.
En 718, Bonifacio visita Roma y el Papa Gregorio II le encarga la misión de organizar la Iglesia en Alemania y evangelizar a los paganos. Durante cinco años recorre Turingia, Hesse y Frisia, y regresa a Roma para informar de todo ello al Papa. En esta ocasión el Papa le nombra obispo y Bonifacio retorna a Alemania con plenos poderes. Bautiza a miles de paganos y se implica en los problemas de numerosos cristianos que habían perdido el contacto con la jerarquía de la Iglesia católica.
En 738 acude a Roma nuevamente donde, el sucesor de Gregorio II, Gregorio III le nombra arzobispo y delegado Papal. Continúa su misión por Baviera, y funda los obispados de Salzburgo, Ratisbona, Freising y Nassau. En 742, con uno de sus principales discípulos, Sturm, funda la abadía de Fulda, no muy lejos de la misión de Fritzlar, y el obispado de Büraburg, ambos creados por Bonifacio, se interesó con gran celo en el desarrollo de esta abadía que llegó a ser el centro principal para la formación de los monjes. El financiamiento inicial de la abadía fue asignado por Pipino el Breve, el hijo de Carlos Martel. El apoyo de los Mayordomos de palacio y, más tarde, de los primeros Pipinides y reyes carolingios, fue crucial para Bonifacio que logró mantener el equilibrio entre su ayuda y la del papado, así como la de los gobernadores de Agilolfing de Baviera. En 746 obispo de Maguncia.
Cuando regresa de su misión en Baviera, Bonifacio prosigue con sus misiones en Alemania, donde funda las diócesis de Würzburg, Erfurt y Buraburg. Nombra a sus discípulos obispos y consigue que éstos tengan una cierta independencia con respecto al poder carolingio. Organiza unos sínodos provinciales en la Iglesia franca y aunque sus relaciones con el rey de los francos son a veces azarosas, corona a Pipino el Breve en Soissons, en 751 consagrándole en marzo del año siguiente. Continúa ocupándose de los asuntos internos de su país de origen, y envía, en 746, una larga carta de reprimenda al rey Aethelbald de Mercie, en la que muestra su disconformidad por las costumbres sexuales que le parecen un mal ejemplo para los pueblos no cristianizados todavía.
Nunca renunció, en su interior, a convertir a los frisones. En 750, nombra a su discípulo, Gregorio, abad de la abadía de San Martín de Utrecht, enseñándole y ayudándole en la administración de la diócesis, la menos cristianizada de su vasto campo de apostolado. Pasa un largo tiempo en Frisia y, en 754, bautiza a un gran número de habitantes de esta región que, en su mayoría, es todavía, pagana.
El 5 de junio de 754, Bonifacio, por entonces cercano a los setenta años, junto con una cincuentena de sus compañeros, es asesinado en Flandes, cerca de la ribera de Borré Becque, entre Kassel y Hazebrouck, al este de Saint-Omer, a unos cuarenta kilómetros de Dunkerque. El hecho de que ciertos escritos históricos actuales sitúen el lugar de su muerte en Dokkum, en Frisia (Países Bajos) nace de la falsificación de un antiguo texto escrito por un monje de Utrecht del siglo XIII que cambió el nombre original de Dockynchirica (Dunkerque) por el de Dockinga, nombre primitivo de Dokkum. El departamento de Dokkum que no existía en 754, se menciona siempre como el lugar en el que murió Bonifacio, pese a que, hoy en día, un gran número de historiadores medievalistas refutan esta afirmación.
Se encuentran, recogidos por Serrarius, 1605 in-4, Sermones y Cartas de Bonifacio, que fueron reeditadas por Giles, en Londres, en 1844. Su discípulo, Willibal, escribió su Vida en latín.
sus ultimas palabras fueron "animo en Cristo" Sus principales atributos son: el hábito de obispo, la mitra y un libro cruzado por una espada. En ocasiones se le representa bautizando a los conversos, con un pie encima de un roble abatido que simboliza el sometimiento de la religión pagana.
A Bonifacio se le atribuye la invención del árbol de Navidad. Según la leyenda, cortó un fresno decorado, consagrado a los dioses de los germanos; y lo cambió por un pino, cambiándole su significado por completo.

domingo, 3 de junio de 2018

Lunes semana 9 de tiempo ordinario; año par

Lunes de la semana 9 de tiempo ordinario; año par

La piedra angular
“Y se puso a hablarles en parábolas: «Un hombre plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó un lagar y edificó una torre; la arrendó a unos labradores, y se ausentó. Envió un siervo a los labradores a su debido tiempo para recibir de ellos una parte de los frutos de la viña. Ellos le agarraron, le golpearon y le despacharon con las manos vacías. De nuevo les envió a otro siervo; también a éste le descalabraron y le insultaron. Y envió a otro y a éste le mataron; y también a otros muchos, hiriendo a unos, matando a otros. Todavía le quedaba un hijo querido; les envió a éste, el último, diciendo: "A mi hijo le respetarán". Pero aquellos labradores dijeron entre sí: "Este es el heredero. Vamos, matémosle, y será nuestra la herencia." Le agarraron, le mataron y le echaron fuera de la viña. ¿Qué hará el dueño de la viña? Vendrá y dará muerte a los labradores y entregará la viña a otros. ¿No habéis leído esta Escritura: La piedra que los constructores desecharon, en piedra angular se ha convertido;      fue el Señor quien hizo esto y es maravilloso a nuestros ojos?» Trataban de detenerle - pero tuvieron miedo a la gente - porque habían comprendido que la parábola la había dicho por ellos. Y dejándole, se fueron” (Marcos 12,1-12).
I. San Pedro se refiere a veces a Jesús como la piedra que, rechazada por vosotros los constructores, ha llegado a ser piedra angular (Hechos 4, 10-11). Jesucristo es la piedra esencial de la iglesia, y de cada hombre: sin ella el edificio se viene abajo. La piedra angular afecta a toda la construcción, a toda la vida: negocios, intereses, amores, tiempo...; nada queda fuera de las exigencias de la fe en la vida del cristiano. Seguir a Cristo influye en el núcleo más íntimo de la personalidad. Ser cristianos es la característica más importante de nuestra existencia, y ha de influir incomparablemente más en nuestra vida que el amor humano en la persona más enamorada. Jesucristo es el centro al que hacen referencia nuestro ser y nuestra vida. Con relación a Él queremos construir nuestra existencia.
II. Cristo determina esencialmente el pensamiento y la vida de sus discípulos. Por eso, sería una gran incoherencia dejar nuestra condición de cristianos a un lado a la hora de enjuiciar una obra de arte o un programa político, en el momento de realizar un negocio o de planear las vacaciones. Si en esos planes, en ese acontecimiento o en esa obra no se guarda la debida subordinación a Dios, su calificación no puede ser más que una, negativa, cualquiera que sean sus acertados valores parciales. El error se presenta frecuentemente vestido con nobles ropajes de arte, de ciencia, de libertad... Pero la fuerza de la fe ha de ser mayor: es la poderosa luz que nos hace ver que detrás de aquella apariencia de bien hay en realidad un mal. Cristo ha de ser la piedra angular de todo edificio. Pidamos al Señor su gracia para vivir coherentemente nuestra vocación cristiana; así la fe no será nunca limitación. Para tener un criterio formado, además de poner los medios, es preciso tener una voluntad recta que quiera llevar a cabo, ante todo, el querer de Dios.
III. El cristiano –por haber fundamentado su vida en esa piedra angular que es Cristo- tiene su propia personalidad, su modo de ver el mundo y los acontecimientos, y una escala de valores bien distinta al hombre pagano que no vive la fe y tiene una concepción puramente terrena de las cosas. Por eso, a la vez que está metido en medio de las tareas seculares, necesita estar “metido en Dios”, a través de la oración, de los sacramentos y de la santificación de sus quehaceres. Jesús sigue siendo la piedra angular en todo hombre. El edificio construido a espaldas de Cristo está levantado en falso. Hoy podemos preguntarnos: ¿La fe que profesamos influye cada vez más en nuestra propia existencia?

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

sábado, 2 de junio de 2018

Corpus Christi; ciclo B

Corpus Christi; ciclo B

El Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
“El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dicen sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para que comas el cordero de Pascua?». Entonces, envía a dos de sus discípulos y les dice: «Id a la ciudad; os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle y allí donde entre, decid al dueño de la casa: ‘El Maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?’. Él os enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y preparada; haced allí los preparativos para nosotros». Los discípulos salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron tal como les había dicho, y prepararon la Pascua.Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y dijo: «Tomad, éste es mi cuerpo». Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella. Y les dijo: «Ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos. Yo os aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo en el Reino de Dios».Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos” (Mc 14,12-16.22-26).
I. Lauda, Sion, Salvatorem... Alaba, Sión, al Salvador; alaba al guía y al pastor con himnos y cánticos. Hoy celebramos esta gran Solemnidad en honor del misterio eucarístico. En ella se unen la liturgia y la piedad popular, que no han ahorrado ingenio y belleza para cantar al Amor de los amores. Para este día, Santo Tomás compuso esos bellísimos textos de la Misa y del Oficio divino. Hoy debemos dar muchas gracias al Señor por haberse quedado entre nosotros, desagraviarle y mostrarle nuestra alegría por tenerlo tan cerca: Adoro te, devote, latens Deitas..., te adoro con devoción, Dios escondido..., le diremos hoy muchas veces en la intimidad de nuestro corazón.
En la Visita al Santísimo podremos decirle al Señor despacio, con amor: plagas, sicut Thomas, non intueor..., no veo las llagas, como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios; haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere, que te ame.
La fe en la presencia real de Cristo en la Sagrada Eucaristía llevó a la devoción a Jesús Sacramentado también fuera de la Misa. La razón de conservar las Sagradas Especies, en los primeros siglos de la Iglesia, era poder llevar la comunión a los enfermos y a quienes, por confesar su fe, se encontraban en las cárceles en trance de sufrir martirio. Con el paso del tiempo, la fe y el amor de los fieles enriquecieron la devoción pública y privada a la Sagrada Eucaristía. Esta fe llevó a tratar con la máxima reverencia el Cuerpo del Señor y a darle un culto público. De esta veneración tenemos muchos testimonios en los más antiguos documentos de la Iglesia, y dio lugar a la fiesta que hoy celebramos.
Nuestro Dios y Señor se encuentra en el Sagrario, allí está Cristo, y allí deben hacerse presentes nuestra adoración y nuestro amor. Esta veneración a Jesús Sacramentado se expresa de muchas maneras: bendición con el Santísimo, procesiones, oración ante Jesús Sacramentado, genuflexiones que son verdaderos actos de fe y de adoración... Entre estas devociones y formas de culto, «merece una mención particular la solemnidad del Corpus Christi como acto público tributado a Cristo presente en la Eucaristía (...). La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del Amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración». Especialmente el día de hoy ha de estar lleno de actos de fe y de amor a Jesús sacramentado.
Si asistimos a la procesión, acompañando a Jesús, lo haremos como aquel pueblo sencillo que, lleno de alegría, iba detrás del Maestro en los días de su vida en la tierra, manifestándole con naturalidad sus múltiples necesidades y dolencias; también la dicha y el gozo de estar con Él. Si le vemos pasar por la calle, expuesto en la Custodia, le haremos saber desde la intimidad de nuestro corazón lo mucho que representa para nosotros...«Adoradle con reverencia y con devoción; renovad en su presencia el ofrecimiento sincero de vuestro amor; decidle sin miedo que le queréis; agradecedle esta prueba diaria de misericordia tan llena de ternura, y fomentad el deseo de acercaros a comulgar con confianza. Yo me pasmo ante este misterio de Amor: el Señor busca mi pobre corazón como trono, para no abandonarme si yo no me aparto de Él». En ese trono de nuestro corazón Jesús está más alegre que en la Custodia más espléndida.
II. El Señor los alimentó con flor de harina y los sació con miel silvestre, nos recuerda la Antífona de entrada de la Misa.
Durante años el Señor alimentó con el maná al pueblo de Israel errante por el desierto. Aquello era imagen y símbolo de la Iglesia peregrina y de cada hombre que va camino de su patria definitiva, el Cielo; aquel alimento del desierto es figura del verdadero alimento, la Sagrada Eucaristía. «Éste es el sacramento de la peregrinación humana (...). Precisamente por esto, la fiesta anual de la Eucaristía que la Iglesia celebra hoy contiene en su liturgia tantas referencias a la peregrinación del pueblo de la Alianza en el desierto». Moisés recordará con frecuencia a los israelitas estos hechos prodigiosos de Dios con su Pueblo: No sea que te olvides del Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud....
Hoy es un día de acción de gracias y de alegría porque el Señor se ha querido quedar con nosotros para alimentarnos, para fortalecernos, para que nunca nos sintamos solos. La Sagrada Eucaristía es el viático, el alimento para el largo caminar de la vida hacia la verdadera Vida. Jesús nos acompaña y fortalece aquí en la tierra, que es como una sombra comparada con la realidad que nos espera; y el alimento terreno es una pálida imagen del alimento que recibimos en la Comunión. La Sagrada Eucaristía abre nuestro corazón a una realidad totalmente nueva.
Aunque celebramos una vez al año esta fiesta, en realidad la Iglesia proclama cada día esta dichosísima verdad: Él se nos da diariamente como alimento y se queda en nuestros Sagrarios para ser la fortaleza y la esperanza de una vida nueva, sin fin y sin término. Es un misterio siempre vivo y actual.
Señor, gracias por haberte quedado. ¿Qué hubiera sido de nosotros sin Ti? ¿Dónde íbamos a ir a restaurar fuerzas, a pedir alivio? ¡Qué fácil nos haces el camino desde el Sagrario!
III. Un día que Jesús dejaba ya la ciudad de Jericó para proseguir su camino hacia Jerusalén, pasó cerca de un ciego que pedía limosna junto al camino. Y éste, al oír el ruido de la pequeña comitiva que acompañaba al Maestro, preguntó qué era aquello. Y quienes le rodeaban le contestaron: Es Jesús de Nazaret que pasa.
Si hoy, en tantas ciudades y aldeas donde se tiene esa antiquísima costumbre de llevar en procesión a Jesús Sacramentado, alguien preguntara al oír también el rumor de las gentes: «¿qué es?», «¿qué ocurre?», se le podría contestar con las mismas palabras que le dijeron a Bartimeo: es Jesús de Nazaret que pasa. Es Él mismo, que recorre las calles recibiendo el homenaje de nuestra fe y de nuestro amor. ¡Es Él mismo! Y, como a Bartimeo, también se nos debería encender el corazón para gritar: ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí! Y el Señor, que pasa bendiciendo y haciendo el bien, tendrá compasión de nuestra ceguera y de tantos males como a veces pesan en el alma. Porque la fiesta que hoy celebramos, con una exuberancia de fe y de amor, «quiere romper el silencio misterioso que circunda a la Eucaristía y tributarle un triunfo que sobrepasa el muro de las iglesias para invadir las calles de las ciudades e infundir en toda comunidad humana el sentido y la alegría de la presencia de Cristo, silencioso y vivo acompañante del hombre peregrino por los senderos del tiempo y de la tierra». Y esto nos llena el corazón de alegría. Es lógico que los cantos que acompañen a Jesús Sacramentado, especialmente este día, sean cantos de adoración, de amor, de gozo profundo. Cantemos al Amor de los amores, cantemos al Señor; Dios está aquí, venid, adoremos a Cristo Redentor... Pange, lingua, gloriosi... Canta, lengua, el misterio del glorioso Cuerpo de Cristo... La procesión solemne que se celebra en tantos pueblos y ciudades de tradición cristiana es de origen muy antiguo y es expresión con la que el pueblo cristiano da testimonio público de su piedad hacia el Santísimo Sacramento. En este día el Señor toma posesión de nuestras calles y plazas, que la piedad alfombra en muchos lugares con flores y ramos; para esta fiesta se proyectaron magníficas Custodias, que se hacen más ricas cuanto más cerca de la Forma consagrada están los elementos decorativos. Muchos serán los cristianos que hoy acompañen en procesión al Señor, que sale al paso de los que quieren verle, «haciéndose el encontradizo con los que no le buscan. Jesús aparece así, una vez más, en medio de los suyos: ¿cómo reaccionamos ante esa llamada del Maestro? (...).
»La procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del mundo. Pero esa presencia (...) no debe ser cosa de un día, ruido que se escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario. Junto a esa procesión solemne de este jueves, debe estar la procesión callada y sencilla, de la vida corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de haber recibido la fe y la misión divina de conducirse de tal modo que renueve el mensaje del Señor en la tierra (...).
»Vamos, pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía, que nuestro trato personal con Él se exprese en alegría, en serenidad, en afán de justicia. Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se cumplirá la promesa de Jesús: Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí (Jn 12, 32)».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Santos Carlos Luanga y compañeros, mártires

SAN CARLOS LUANGA Y COMPAÑEROS MáRTIRES
Mártires de Uganda
(† 1886)
Memoria
Verdes colinas, frescos valles, feraces llanuras, una vegetación opulenta de variadas hierbas y árboles gigantescos, corrientes de agua bordeadas de sotos y praderas, hacen de Uganda una de las regiones más pintorescas que se extienden en el áfrica tropical. Más acá, Zanzíbar; más allá, el lago de Nyanza; arriba, un cielo claro, que nunca se olvida de dar la lluvia en el tiempo oportuno; abajo, el banano, don de Kintou, el rey fabuloso, fundador y legislador del reino de Uganda; el banano, que sirve a los hombres de la tierra, a los baganda, para construir sus chozas, para preparar su bebida y para recoger su mejor alimento.
El sucesor de Kintou en 1885 se llamaba Muanga. Su corte estaba en Mengo. Allí vive con sus pajes y sus guerreros; allí descansa después de sus partidas de caza y sus excursiones bélicas en reinos circundantes; allí da audiencia, en un salón rodeado de patios y jardines, recostado sobre un lecho deslumbrante de sedas y tapices, y sin más vestido que un manto de algodón galonado de oro y plata.
Es un joven de veinte años, que acaba de suceder a su padre, Mutesa, el que visitó Stanley en sus exploraciones africanas. Belleza negra, instintos sanguinarios y alma salvaje. Adora a los loubaté, les sacrifica sus cautivos de guerra, y consulta a los adivinos, vestidos de pieles de mono y de gato montés. Pero tanto como a los hechiceros admira a los Padres Blancos, que unos años antes llegaron de Europa. Les consulta en los problemas difíciles, acude a su ciencia para buscar remedio contra las enfermedades, escucha con curiosidad la exposición de su doctrina y hasta dice a sus gentes que no hay mejor oración que el Padrenuestro. A favor de la benevolencia real, el cristianismo se extiende en torno suyo: muchos de sus pajes acaban de abrazar el cristianismo y son ya miles los bagandas que han abandonado el culto sangriento de los espíritus invisibles.
No tarda en surgir la reacción, representada por los adivinos y un grupo numeroso de los grandes del reino. Unos y otros tienen interés en mantener las tradiciones patrias. Conjuran; resuelven suprimir al rey y poner en su lugar a un hermano suyo. Al frente de la conspiración se pone el primer ministro, Katikiro. Pero los cristianos velan por la vida de su señor. Dos de ellos, José Makasa y Andrés Kagwa, advierten a Muanga del peligro y ponen a su disposición un cuerpo de dos mil guerreros para defenderle. Al primer rumor, Katikiro corre al palacio, cae a los pies del rey, se echa a llorar como un niño y protesta de su fidelidad. Muanga le cree, le perdona y le mantiene en su puesto; y él comprende que la ruina de los cristianos es para él cuestión de vida o muerte. Sus pérfidas insinuaciones fueron transformando poco a poco el ánimo del soberano. La benevolencia da lugar al recelo, el recelo al odio. Con motivo de una indisposición, el rey toma una píldora que le receta el misionero, y poco después se siente peor. «Los extranjeros le han querido envenenar», se dice entre los grupos de la oposición pagana, y el primer ministro consigue explotar el rumor con toda la finura de un hombre civilizado. Además, aquella religión que condenaba los sacrificios humanos; la poligamia, la injusticia y la crueldad, se iba haciendo demasiado molesta. Muanga había advertido que algunos de sus pajes se negaban a satisfacer sus instintos bestiales, y eran precisamente los cristianos.
De pronto, empezó una de aquellas horribles matanzas tan frecuentes en las tierras africanas. En ella el heroísmo de aquellos pobres negros, que a veces despreciamos, rayó a tal altura, que no tienen nada que envidiar a los generosos martirios cosechados por la religión cristiana entre los pueblos civilizados. La primera víctima fue José Makasa, el que había descubierto la conspiración de los paganos. Era uno de los primeros oficiales del palacio; durante algún tiempo, Muanga había tenido tal confianza en él, que le mandó morar al lado de su misma habitación. Ahora, en cambio, aparecía como el primero de los envenenadores, y tenía, sobre todo, el crimen de impedir que los pajes se convirtiesen para el rey en instrumentos de placer. «En adelante—dijo Muanga—no habrá ya dos reyes en mi corte.» Y añadió, dirigiéndose a Mukajanga, que era el jefe de los verdugos: «Corre al tribunal, que se encuentra a la puerta de la villa, y haz reunir la leña necesaria para quemarlo.» Mkasa caminó sonriente al suplicio, limitándose a decir mientras le ataban las manos: «Advertid a Muanga que me ha condenado injustamente, pero que le perdono, y que estoy contento porque muero por la religión.»
El 25 de mayo, al anochecer, volvía Muanga de cazar junto al lago de Nyanza, cuando se le ocurrió preguntar por uno de los muchachos que vivían en la corte, Mwafu, hijo del primer ministro.
—Lo vi en la calle principal con Sebugwawo—dijo uno de los circunstantes.
—Entiendo—murmuró Muanga—; han ido a casa de mi armero Kisulé para aprender la religión.
Y habiendo visto que los dos entraban poco después en el palacio, tuvo con ellos este interrogatorio:
—¿Eres tú, Sebugwawo, el que lleva a Mwafu a aprender la religión?
—Sí.
—¿Y tu, Mwafu, aprendes la religión?
—Sí.
—¿Y te atreves—continuó el rey, dirigiéndose a Sebugwawo—, te atreves a llevar al hijo de mi primer ministro para que le enseñen la religión?
—Te he dicho que sí.
—¿Y no sabes que he prohibido enseñar la religión? ¿No entiendes mis órdenes?
Y, sin aguardar respuesta, tomó una lanza que había a su diestra, se arrojó sobre el cristiano y le dejó sangrante y palpitante a sus pies. Así murió el segundo mártir. Dionisio Sebugwawo era un adolescente de naturaleza delicada y enfermiza, que estaba emparentado con el primer ministro y contaba apenas diecisiete años.
Unas horas después, Muanga celebra Consejo con sus dignatarios. Está nervioso y congestionado; ruge, y sus grandes ojos lanzan llamas de venganza.
—Esto no se puede consentir—dice a sus magnates—; vuestros hijos son unos traidores, se han rebelado contra mí.
Humillados y confusos, aquellos hombres abyectos, acostumbrados a la servidumbre y a la adulación, responden:
—Si eso es verdad, si nuestros hijos son malvados, mátalos; ya te daremos otros que te sirvan mejor.
Alegre al oír estas palabras, seguro de que no peligra su trono, Muanga ordena entonces una matanza general de cuantos profesan la religión de los Padres Blancos. Ante todo, necesita vengar su autoridad ultrajada, castigar a sus pajes o ponerlos en razón. Un testimonio dirá más tarde: «El rey empezó a odiar a los cristianos porque algunos de ellos se opusieron a sus vergonzosas solicitaciones.» El grupo de aquellos jóvenes generosos tenía un jefe llamado Carlos Luanga. Bello y fuerte, Luanga era el maestro de ceremonias de la corte, y a pesar de sus veinte años, la guardia real obedecía a sus órdenes. Los mismos paganos le amaban por su bondad, y los fieles encontraban en él un dechado, un sostén y un consejero. Gracias a su entereza digna y respetuosa, logró salvar muchas veces la inocencia de los pajes de las agresiones del rey. Fue, sobre todo, el ángel de un niño que se llamaba Kizito y era hijo de uno de los más nobles señores de Uganda. Nunca en el jardín real se había abierto una flor tan graciosa. Kizito contaba trece años, era de una exquisita delicadeza y de costumbres purísimas. Simple catecúmeno, nada deseaba tanto en el mundo como recibir las aguas del bautismo. «Quiero ser hijo de Dios», decía con frecuencia. La vida del palacio le tenía en una inquietud continua. Cuando le invitaban a entrar en el departamento privado del monarca, se estremecía como una hoja, e iba a echarse en brazos de su protector.
Conociendo el peligro que se cernía sobre sus cabezas, los pajes cristianos fueron a consultar sobre la conducta que debían seguir al más respetado de todos los convertidos de Uganda, el armero Matías Kisulé. «Podéis huir—les dijo el anciano—y ocultaros entre vuestras familias; pero si tenéis valor para morir por nuestra santa religión cristiana, yo os aconsejo que volváis al lado del rey.» Y todos aquellos pequeños héroes, prefiriendo el sacrificio a la fuga, se reunieron en torno a su jefe y juraron morir con él. Al llegar la noche, Luanga los reunió a todos en una de las salas del palacio, los arengó y los preparó al combate con la oración. Kizito se acercó a él y le dijo que quería recibir el bautismo antes de morir; y el mismo ruego le hicieron otros tres catecúmenos. Carlos tomó un poco de agua y la derramó sobre las cabezas de sus compañeros, pronunciando las palabras rituales: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» Parecía una escena de las catacumbas, y, efectivamente, de allí iban a salir aquellos campeones para renovar las gestas gloriosas de los primeros héroes cristianos.
Al amanecer se corrió la noticia por la residencia real, y tras ella vino una orden inquietante: todos los pajes debían ser conducidos a presencia del rey. «Nosotros, los cristianos—dice uno de los que habían asistido a la ceremonia de aquella noche—, nos presentamos con Carlos Luanga a la cabeza. El rey estaba sentado sobre un trono, y a su lado estaba la princesa Nassiwa. Antes de sentarnos saludamos al monarca, diciéndole: « ¿Cómo estáis, señor?» Él se burlaba de nosotros, nos insultaba y decía: «Vaya con los cristianos. Mis perros valen más que vosotros.» Después de unos momentos, el rey preguntó: « ¿Han llegado todos?» «Todos», le respondieron. Entonces mandó que cerrasen todas las puertas, y añadió: «Bueno, que los que rezan vayan a aquel rincón, para que sepa a quiénes tengo que matar.» Al instante, Carlos Luanga se levantó y se dirigió al punto designado; los demás nos levantamos también y le seguimos con alegría. Nadie iba triste. Luego el rey dijo; «¿Han marchado ya todos los que rezan?» Y los que se habían quedado en su puesto, gritaron: «Aquí no reza nadie.» Desconfiando de esta respuesta, el rey dijo a uno de sus oficiales: «Mira a ver si queda alguno todavía.» El oficial descubrió entre ellos a Wasiva, y le dijo: «¿No eres tú también de los que rezan?» «Lo era—contestó él—, pero ya no lo soy.» «Ese engañador miente—gritó el rey desde su silla—. Matadlo; que no llegue vivo a la noche.» Inmediatamente el verdugo se arrojó sobre él y lo llevó. Nosotros nos reímos en nuestro rincón y decíamos: « ¡Desgraciado! ¿Qué cosa le habrá movido a renunciar a la fe?» Después el rey pronunció la sentencia y dijo: «Que todos los que rezan, que todos los que han abrazado la religión, sean atados y quemados.» Los verdugos nos ataron a todos. Serían las once de la mañana.»
Poco después se desarrollaba en el palacio real otra escena no menos admirable. Llamado por el rey, entró en su cámara uno de sus capitanes, Santiago Buzabaliawo, cristiano fervoroso, que en el entusiasmo de su celo propagandista había hecho esfuerzos para convertir a su señor. ¿Eres tú—le dijo Muanga—el jefe de los cristianos? «Soy cristiano—respondió él con dignidad—; pero ese título de jefe no me corresponde a mí.» «Este joven—replicó el rey—quiere hacerse el valiente; al verle, creeríamos que es el mismo Kintou.» «Muchas gracias por el honor que me haces.» «Este es el que se esforzaba por hacerme abrazar su religión.... Verdugos: llevadle de aquí y matadle.» «Adiós —dijo el soldado sin inmutarse—. Me voy al paraíso para rezar a Dios por ti.» Una carcajada inmensa acogió las últimas palabras: «Se ve—dijo el rey—que estos pobres cristianos han perdido la razón.»
Entre tanto, los valientes pajes eran conducidos desde la residencia del rey a la capital del reino, y de aquí a Namugongo. Llegaron al ponerse el sol, precedidos siempre por el prefecto de los suplicios, Mukajanga, que caminaba al son de los tambores, «íbamos uno tras otro—dice uno de los presos que luego salió con vida—. En el camino apalearon y alancearon a uno de nuestros compañeros. Atanasio Badzekuketta, cuyo cadáver abandonaron a las aves. Nosotros nos decíamos unos a otros: Nuestro amigo ha sido un héroe; no ha temido morir por la causa de Dios. Seamos nosotros fuertes como él. Después empezamos a hablar de Dios, manifestando nuestros sentimientos con estas palabras: Hacer la ofrenda de nuestra persona por cumplir una bella acción, y retirarla luego es cosa de cobardes. Para nosotros ha llegado el momento de cumplir lo que habíamos prometido; muramos por Dios.»
Antes de entrar en la cárcel se les juntaron otros dos condenados, el capitán Buzabaliawo y el soldado Bruno Serunkuma. Este último, fuerte muchacho de veinticinco años, había pasado durante el viaje por una granja de su hermano. Devorado por la sed y el calor, no pudo contenerse y gritó en dirección a la cabaña: « ¡Bosa, Bosa, tráeme un poco de vino de banano!» Y al verle venir, añadía: «Ya ves, nos llevan a la muerte; pero vamos al Cielo a coger puesto para vosotros. Una fuente que tiene muchos manantiales no puede agotarse; cuando nosotros hayamos desaparecido, otros rezarán en lugar nuestro.» Bosa, entre tanto, le alargaba el vaso, diciendo: «Toma el vino que pediste.» Entonces Bruno miró fijamente a su hermano, y volviéndose luego hacia el verdugo, le dijo: «Vamos.» Había recordado que Cristo no quiso beber en la cruz, y súbitamente le vino el deseo de imitarle. Y pasó adelante sin beber.
Durante una semana los héroes permanecieron en la cárcel, rezando desde la mañana hasta la noche y dirigiéndose unos a otros palabras de aliento: «Estemos firmes—se decían—; muramos por Jesucristo. Nuestro dolor será momentáneo. No moriremos dos veces.» Llegó, finalmente, el día 2 de junio. Por la tarde los verdugos se reunieron al son de los tambores y al canto de la melodía, que es el distintivo de su respectiva circunscripción. «Cuando vimos que se reunían—dice Dionisio Kamyuka—comprendimos que se acercaba nuestra última hora. No obstante, dormimos muy bien aquella noche. Y si alguno se despertaba, miraba al vecino y le decía: ¿Duermes? Ya sabes; el combate será mañana. Seamos fuertes. Y rezábamos el Padrenuestro y saludábamos a la Virgen.» Al amanecer del día siguiente se presentaron los verdugos, teñidos de arcilla roja y de carbón. Para inspirar más miedo, llevaban en la cabeza y en todo el cuerpo toda suerte de objetos extraños, como collares de azabache, pieles de pequeños animales, plumas de pájaros y amuletos. Los presos caminaban al lugar del suplicio con las manos sujetas a la espalda. Eran dieciséis. Sus conductores danzaban en torno de una manera vertiginosa, tocando panderetas y cantando canciones sanguinarias. Era un rito macabro. El estribillo decía: «Hoy, día de llanto para las madres que han parido a sus hijos.» No pudiendo abrazarse, los presos se miraban, sonreían y se dirigían las dulces palabras que les dictaba la comunidad en la fe y en el sacrificio. La hoguera estaba preparada en el fondo de un valle. Al llegar a ella, el prefecto de los verdugos se acercó a los reos y empezó a golpearles dulcemente la cabeza con un bastón. Este rito tenía por objeto impedir que las sombras de los ajusticiados molestasen al espíritu del rey. De los dieciséis, sólo trece fueron golpeados. Esto quería decir que a tres de ellos se les conservaba la vida. Así lo comprendieron, por lo cual se echaron a llorar, diciendo casi desesperados: « ¿Por qué no nos matáis? También nosotros somos cristianos. Ni hemos renunciado a nuestra religión, ni renunciaremos jamás.» Sordo a sus gritos, el verdugo dio las órdenes para proceder al suplicio de los demás. Entre los perdonados figuraba Dionisio Kamyuka, por quien conocemos muchos de los detalles de aquel drama sublime.
Cuando se encendía la leña, dijo el verdugo a los mártires: «Declarad simplemente que no volveréis a rezar y Muanga os perdonará.» « ¡Oh, no—respondieron ellos—, rezaremos mientras vivamos!» Y continuó el siniestro preparativo. Carlos Luanga fue quemado aparte, a fuego lento. Cuando le llevaban, se despidió de los demás con estas palabras: «Amigos, hasta más ver; nos encontraremos en el Cielo.» Empezaron a aplicarle el fuego en los pies, y poco a poco pasaban a las demás partes del cuerpo. Al mismo tiempo el verdugo le decía: «¡Que tu Dios venga a sacarte de las brasas!» « ¡Pobre insensato—respondía él—; no sabes lo que dices! Ahora no haces más que echar agua sobre mis miembros; cuida de que el Dios a quien insultas no te sumerja un día en el verdadero fuego.» Y añadía con un valor heroico: «Suéltame las manos para que yo mismo pueda atizar la llama.» Entre tanto, sus compañeros cantaban en medio de las llamas. «El fuego—decía Dionisio—se levantó como un torbellino, como cuando se quema una casa. Y cuando empezaron a alzarse las llamas yo oía salir de en medio de ellas el murmullo de las oraciones de los cristianos, que morían invocando a Dios.» El pequeño Kizito, el más joven de aquellos adolescentes, fue uno de los más valerosos. Cuando le arrojaron a la hoguera, seguía sonriendo y hablando a los ejecutores con la gracia de un apóstol y la altivez de un héroe. A sus palabras respondía el que le llevaba al suplicio: «Tú me llamas demonio; tu me dices que el fuego con que fumo el tabaco me abrasará. Ahora es a mí a quien toca quemarte a ti.» El pequeño atleta seguía sonriendo y provocando a sus asesinos.
Quedaba una víctima todavía: era el propio hijo de Mukajanga, el jefe de los verdugos. Se llamaba Mubaga Tuzindé, uno de los que habían recibido el bautismo la noche antes de la prisión. Desde aquel día se habían puesto en juego todos los medios para hacerle apostatar. Pero él respondía siempre: «No es posible; yo soy cristiano y permaneceré cristiano.» Y sus compañeros rezaban por él, para que no les abandonase en la última hora. El padre había esperado que la vista de los preparativos del suplicio quebrantaría su valor. Pero el muchacho permanecía firme. Él mismo se echó a las llamas, y cuando quedó rodeado de ellas: «Ueraba—dijo—; adiós, padre.» «Hijo mío—suplicó entonces el feroz verdugo—, ven, yo te ocultaré en mi choza; nadie pasa por allí y no te encontrarán.» «Padre—contestó él—, yo no quiero esconderme; yo quiero ser fiel a la oración. Por otra parte, tú eres esclavo del rey; si me escondes te matarán a ti; pero, padre mío, tengo miedo al fuego; mátame antes que se encienda más». Mukajanga hizo señas a uno de sus subalternos y volvió la vista. El ayudante levantó al niño y le rompió la nuca con un mazo. Entre los siniestros chisporroteos se oían aún las plegarias de los demás. ¡Ni un grito, ni una lágrima, ni un gemido! Tal fue la muerte de aquellos negros admirables. De repente, el salvaje se levantaba a la más alta gloria del hombre civilizado. No es menos noble la actitud de estos jóvenes africanos que la de los mártires civilizados del Imperio romano. Pertenecen a la misma familia de los mártires de Cristo, y en el Cielo llevan la misma corona. En pocos años el catecismo había despertado entre la barbarie el anhelo de todas las grandezas.

Sábado semana 8 de tiempo ordinario; año par

Sábado de la semana 8 de tiempo ordinario; año par

Derecho y deber de hacer apostolado
“En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos volvieron a Jerusalén y, mientras paseaba por el Templo, se le acercan los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, y le decían: «¿Con qué autoridad haces esto?, o ¿quién te ha dado tal autoridad para hacerlo?». Jesús les dijo: «Os voy a preguntar una cosa. Respondedme y os diré con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan, ¿era del cielo o de los hombres? Respondedme».Ellos discurrían entre sí: «Si decimos: ‘Del cielo’, dirá: ‘Entonces, ¿por qué no le creísteis?’. Pero, ¿vamos a decir: ‘De los hombres’?». Tenían miedo a la gente; pues todos tenían a Juan por un verdadero profeta. Responden, pues, a Jesús: «No sabemos». Jesús entonces les dice: «Tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto»” (Mc 11,27-33).
I. Se acercaron a Jesús los sumos sacerdotes y los letrados mientras paseaba por los atrios del Templo y le preguntaron: ¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante poder?. Quizá porque no iban dispuestos a escuchar, el Señor acaba dejándoles sin respuesta.
Pero nosotros sabemos que Jesucristo es el soberano Señor del universo, y en Él fueron creadas las cosas en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las invisibles... Todo ha sido creado por Él y para Él, y el mismo Cristo reconcilió a todos los seres consigo, restableciendo la paz por medio de su sangre derramada en la Cruz. Nada del universo ha quedado fuera de la soberanía y del influjo pacificador de Cristo. Se me ha dado todo poder... Tiene la plenitud de la potestad en los cielos y en la tierra: también para evangelizar y llevar a la salvación a cada pueblo y a cada hombre.
Él mismo nos ha llamado a participar de su misión, a meternos en la vida de los demás para que sean felices aquí en la tierra y alcancen el Cielo, para el que han sido creados. Hemos recibido el mandato de extender su reino, reino de verdad y de vida, reino de santidad, reino de justicia y de paz: «somos Cristo que pasa por el camino de los hombres del mundo», y de Él debemos aprender a servir y a ayudar a todos, metidos en el entramado de la sociedad. Para poner la vida al servicio de los demás, los fieles laicos no necesitan otro título que el de la vocación de cristianos, recibida en el Bautismo. Ya es suficiente motivo. «El deber y el derecho del laico al apostolado deriva de su misma unión con Cristo Cabeza. Insertos por el bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, robustecidos por la confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al apostolado». De Él viene el encargo y la misión.
Tenemos derecho a meternos en la vida de los demás, porque en todos nosotros corre la misma vida de Cristo. Y si un miembro cae enfermo, o se encuentra débil, o quizá muerto, todo el cuerpo queda afectado: padece Cristo y sufren también los miembros sanos del cuerpo, ya que «todos los hombres son uno en Cristo». Todos, tan distintos, nos unimos en Cristo, y la caridad se hace entonces condición de vida. El derecho a influir en la vida de los demás se torna deber gozoso para cada cristiano, sin que nadie quede excluido, por muy particular que sea su situación en la vida. Él, Jesús, «no nos pide permiso para "complicarnos la vida". Se mete y... ¡ya está!». Y quienes queremos ser sus discípulos debemos hacer eso mismo con los que nos acompañan en el caminar. Hemos de aprovechar las oportunidades que se presentan y también aprenderemos a suscitar otras que nos den ocasión de acercar a esas almas al Señor: sugiriéndoles la lectura de un buen libro, dándoles un consejo, hablándoles claramente de la necesidad de acudir al sacramento de la Confesión; prestándoles un pequeño servicio.
II. En algún momento quienes están a nuestro alrededor podrían decirnos también: ¿con qué derecho te metes en la vida de los demás? ¿quién te ha dado permiso para hablar de Cristo, de su doctrina, de sus amables exigencias? O quizá somos nosotros mismos quienes podemos sentir la tentación de preguntarnos: «¿quién me manda a mí meterme en esto?». Entonces, «habría que contestarte: te lo manda -te lo pide- el mismo Cristo. La mies es mucha, y los obreros son pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe operarios a su mies (Mt 9, 37-38). No concluyas cómodamente: yo para esto no sirvo, para esto ya hay otros; esas tareas me resultan extrañas. No, para esto, no hay otros; si tú pudieras decir eso, todos podrían decir lo mismo. El ruego de Cristo se dirige a todos y a cada uno de los cristianos. Nadie está dispensado: ni por razones de edad, ni de salud, ni de ocupación. No existen excusas de ningún género. O producimos frutos de apostolado, o nuestra fe será estéril». La Iglesia nos anima y nos impulsa a dar a conocer a Cristo, sin disculpas ni pretextos, con alegría, en todas las edades de la vida. «Los jóvenes deben convertirse en los primero se inmediatos apóstoles de los jóvenes, ejerciendo su apostolado entre sus propios compañeros (...). También los niños tienen su propia actividad apostólica. Según su capacidad, son testigos vivientes de Cristo entre sus compañeros». Los jóvenes, los niños, los ancianos, los enfermos, quienes se encuentran sin trabajo o con una tarea floreciente..., todos debemos ser apóstoles que dan a conocer a Cristo con el testimonio de su ejemplo y con su palabra. ¡Qué buenos altavoces tendría Dios en medio del mundo! Él nos dice a todos: Id al mundo entero y predicad el Evangelio.... ¡Nos envía el Señor! El amor a Cristo nos lleva al amor al prójimo; la vocación que hemos recibido nos impulsa a pensar en los demás, a no temer los sacrificios que lleva consigo un amor con obras, pues «no hay señal ni marca que así distinga al cristiano y al amador de Cristo, como el cuidado de nuestros hermanos y el celo por la salvación de las almas». Por eso, el afán de dar a conocer al Maestro es el indicador que señala la sinceridad de vida del discípulo y la firmeza de su seguimiento. Si alguna vez advirtiéramos que no nos preocupa la salvación de las almas, que su lejanía de Dios nos deja indiferentes, que sus necesidades espirituales no provocan una reacción en nuestra alma, sería señal de que nuestra caridad se ha enfriado, pues no da calor a quienes están a nuestro lado. No es el apostolado algo añadido o superpuesto a la actividad normal del cristiano, que tiene como manifestación natural el interés apostólico por familiares, colegas, amigos...
III. ¿Con qué autoridad haces esto?..., le preguntaban aquellos fariseos a Jesús. No es éste el momento oportuno para revelar de dónde proviene su potestad. Más tarde dará a conocer a sus discípulos su origen: Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. La autoridad de Jesús no proviene de los hombres, sino de haber sido constituido por Dios Padre «heredero universal de todas las cosas (cfr. Heb 1, 2), para ser Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del Pueblo Nuevo y universal de los hijos de Dios».
De ese poder participa la Iglesia entera y cada uno de sus miembros. A todos los cristianos compete esta tarea de proseguir en el mundo la obra de Cristo, pero de modo especial a aquellos que, además de la vocación recibida en el Bautismo, han recibido una particular llamada del Señor para seguirle más de cerca. Jesús nos apremia, pues «los hombres son llamados a la vida eterna. Son llamados a la salvación. ¿Tenéis conciencia de esto? ¿Tenéis conciencia (...) de que todos los hombres están llamados a vivir con Dios, y que, sin Él, pierden la clave del "misterio" de sí mismos?
»Esta llamada a la salvación nos la trae Cristo. Él tiene para el hombre palabras de vida eterna (Jn 6, 68); y se dirige al hombre concreto que vive en la tierra. Se dirige particularmente al hombre que sufre, en el cuerpo o en el alma».
Jesús nos envía como a aquellos discípulos a quienes hace ir a la aldea vecina en busca de un borrico que se encontraba atado y en el que todavía no había montado nadie. Les manda que lo desaten y se lo lleven, pues había de ser la cabalgadura en la que entraría triunfante en Jerusalén. Y les encargó que si alguno les preguntaba qué hacían con él, le dijeran que el Señor lo necesitaba. Actúan para el Señor y en su nombre. No lo hacen por cuenta propia, ni para obtener ellos ningún beneficio personal. Fueron aquellos dos y, efectivamente, encontraron el borrico como les había dicho el Señor. Al desatarlo, sus dueños les dijeron: ¿Por qué desatáis el borrico? Ellos contestaron: Porque el Señor lo necesita. Y aquellos discípulos, de quienes no sabemos los nombres pero que serían amigos fieles del Maestro, cumplieron el encargo y realizaron lo que se ha de hacer en todo apostolado: Se lo llevaron a Jesús. Al explicar San Ambrosio este pasaje, pone de manifiesto tres cosas: el mandato de Jesús, el poder divino con que se lleva a cabo, y el modo ejemplar de vida y de intimidad con el Maestro de quienes realizan el encargo. Y a este comentario añade el Siervo de Dios Mons. Escrivá de Balaguer: «¡Qué admirablemente se acomodan a los hijos de Dios estas palabras de San Ambrosio! Habla del borrico atado con el asna, que necesitaba Jesús, para su triunfo, y comenta: "sólo una orden del Señor podía desatarlo. Lo soltaron las manos de los Apóstoles. Para un hecho semejante, se requieren un modo de vivir y una gracia especial. Sé tú también apóstol, para poder librar a los que están cautivos".
»-Déjame que te glose de nuevo este texto: ¡cuántas veces, por mandato de Jesús, habremos de soltar las ligaduras de las almas, porque Él las necesita para su triunfo! Que sean de apóstol nuestras manos, y nuestras acciones, y nuestra vida... Entonces Dios nos dará también gracia de apóstol, para romper los hierros de los encadenados», de tantos como siguen atados mientras el Señor espera.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Marcelino y san Pedro, mártires

Marcelino y Pedro se encuentran entre los Santos romanos que se conmemoran diariamente en el canon de la Misa. Marcelino era sacerdote en Roma durante el reinado de Diocleciano, mientras que Pedro según se afirma, ejercía el exorcismo. Uno de los relatos que habla de la "pasión" de estos mártires, cuenta que fueron aprehendidos y arrojados a la prisión, donde mostraron un celo extraordinario en alentar a los fieles cautivos y catequizar a los paganos. Marcelino y Pedro, fueron condenados a muerte por el magistrado Sereno o Severo, quien ordenó que se les condujera en secreto a un bosque llamado Selva Negra para que nadie supiera el lugar de su sepultura.
Allí se les cortó la cabeza. Sin embargo, el secreto se divulgó, tal vez por el mismo verdugo que posteriormente se convirtió al Cristianismo. Dos piadosas mujeres exhumaron los cadáveres y les dieron correcta sepultura en la catacumba de San Tiburcio, sobre la Vía Lavicana. El emperador Constantino mandó edificar una Iglesia sobre la tumba de los mártires y, en el año 827, el Papa Gregorio IV donó los restos de estos Santos a Eginhard, hombre de confianza de Carlomagno, para que las reliquias fueran veneradas. Finalmente, los cuerpos de los mártires descansaron en el monasterio de Selingestadt, a unos 22 km. de Francfort. Durante esta traslación, cuentan algunos relatos, ocurrieron numerosos milagros.

viernes, 1 de junio de 2018

Viernes semana 8 de tiempo ordinario; año par

Viernes de la semana 8 de tiempo ordinario; año par

Obras son amores: Apostolado
«Al día siguiente, cuando salían de Betania, sintió hambre. Al ver de lejos una higuera que tenía hojas, se acercó por si encontraba algo en ella, y cuando llegó no encontró más que hojas, pues no era tiempo de higos. E increpándola, dijo: Nunca jamás coma nadie fruto de ti. Y sus discípulos lo estaban escuchando.Por la mañana, al pasar vieron que la higuera se había secado de raíz. Y acordándose Pedro, le dijo. “Rabbí, mira, la higuera que maldijiste se ha secado.” Jesús les contestó: “Tened fe en Dios. En verdad os digo que cualquiera que diga a este monte: Arráncate y échate al mar sin dudar en su corazón, sino creyendo que se hará lo que dice, le será concedido. Por tanto os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo recibisteis y se os concederá. Y cuando os pongáis de pie para orar perdonad si tenéis algo contra alguno, a fin de que también vuestro Padre que está en los Cielos os perdone vuestros pecados”. (Marcos 11, 12-14, 20-26)
I. Salió Jesús de Betania camino de Jerusalén, que distaba pocos kilómetros, y sintió hambre, según nos dice San Marcos en el Evangelio de la Misa. Es una de tantas ocasiones en que se manifiesta la Santísima Humanidad de Cristo, que quiso estar muy próximo a nosotros y participar de las limitaciones y necesidades de la naturaleza humana para que aprendamos nosotros a santificarlas. El Evangelista nos indica que vio Jesús una higuera alejada del camino y se acercó a ella por si encontraba algo que comer, pero no halló más que hojas, pues no era tiempo de higos. La maldijo el Señor: Nunca jamás coma nadie fruto de ti. Volvieron de nuevo aquel día, ya tarde, de Jerusalén a Betania; probablemente Jesús se hospedaba en casa de aquella familia amiga donde era siempre bien recibido: la casa de Lázaro, de Marta y de María. Y a la mañana siguiente, cuando se dirigían a la ciudad santa, todos vieron que la higuera se había secado de raíz. Jesús sabía bien que no era tiempo de higos y que la higuera no los tenía, pero quiso enseñar a sus discípulos, de una forma que jamás olvidarían, cómo Dios había venido al pueblo judío con hambre de encontrar frutos de santidad y de buenas obras, pero no halló más que prácticas exteriores sin vida, hojarasca sin valor. También aprendieron los Apóstoles en aquella ocasión que todo tiempo debe ser bueno para dar frutos. No podemos esperar circunstancias especiales para santificarnos. Dios se acerca a nosotros buscando buenas obras en la enfermedad, en el trabajo normal, igual en situaciones en que se nos acumulan muchos quehaceres como cuando todo está ordenado y tranquilo, tanto en momentos de cansancio como en días de vacaciones, en el fracaso, en la ruina económica si el Señor la permite y en la abundancia... Son precisamente esas circunstancias las que pueden y deben dar fruto; distinto quizá, pero inmejorable y espléndido. En todas las circunstancias debemos encontrar a Dios, porque Él nos da las gracias convenientes. «También tú -comenta San Beda- debes guardarte de ser árbol estéril, para poder ofrecer a Jesús, que se ha hecho pobre, el fruto del que tiene necesidad». Él quiere que le amemos siempre con realidades, en cualquier tiempo, en todo lugar, cualquiera que sea la situación que atraviese nuestra vida. ¿Procuramos dar fruto ahora, en el momento, edad y circunstancias en los que nos encontramos? ¿Esperamos situaciones más favorables para llevar a nuestros amigos a Dios?
II. Las palabras de Jesús son fuertes: Nunca jamás coma nadie fruto de ti. Jesús maldice esta higuera porque solamente encontró en ella hojas, apariencia de fecundidad, follaje. Realiza un gesto llamativo para que quede bien grabada la enseñanza en el alma de sus discípulos y en la nuestra. La vida interior del cristiano, si es verdadera, va acompañada de frutos: obras externas que aprovechan a los demás. «Se ha puesto de relieve muchas veces -recuerda Mons. Escrivá de Balaguer- el peligro de las obras sin vida interior que las anime, pero se debería también subrayar el peligro de una vida interior -si es que puede existir- sin obras.
»Obras son amores y no buenas razones: no puedo recordar sin emoción este cariñoso reproche -locuela divina- que el Señor grabó con claridad y a fuego en el alma de un pobre sacerdote, mientras distribuía la Sagrada Comunión, hace años, a unas religiosas y decía sin ruido de palabras a Jesús con el corazón: te amo más que éstas.
»¡Hay que moverse, hijos míos, hay que hacer! Con valor, con energía, y con alegría de vivir, porque el amor echa lejos de sí el temor (cfr. 1 Jn 4, 18), con audacia, sin timideces...
»No olvidéis que, si se quiere, todo sale: Deus non denegat gratiam; Dios no niega su ayuda al que hace lo que puede». Es cuestión de vivir de fe y de poner los medios que estén a nuestro alcance en cada circunstancia; no esperar con los brazos cruzados situaciones ideales, que es posible que nunca se presenten, para hacer apostolado; no aguardar a tener todos los medios humanos para ponerse a actuar cara a Dios, sino manifestar con hechos el amor que llevamos en el corazón. Veremos con agradecimiento y con admiración cómo el Señor multiplica y hace fructificar nuestras siempre escasas fuerzas en relación a lo que Él nos pide.
Si es auténtica, nuestra vida interior -el trato con Dios en la oración y en los sacramentos- se traduce necesariamente en realidades concretas: apostolado a través de la amistad y de los vínculos familiares; obras de misericordia espirituales, o materiales, según las circunstancias: enseñar al que no sabe (dar charlas de formación, colaborar en una catequesis, dar un consejo oportuno al que vacila o está desorientado...), colaborar en empresas de educación que imparten una visión cristiana de la vida, hacer compañía y dar consuelo a esos enfermos y ancianos que se encuentran prácticamente abandonados...
Siempre, en toda circunstancia, en formas muy variadas, la vida interior se debe expresar -de modo continuo- en obras de misericordia, en realidad de apostolado. La vida interior que no se manifiesta en obras concretas, se queda en mera apariencia, y necesariamente se deforma y muere. Si crece nuestra intimidad con Cristo es lógico que mejor en nuestro trabajo, el carácter, la disponibilidad para la mortificación, el modo de tratar a quienes tenemos cerca en nuestro vivir diario, las virtudes de la convivencia: la comprensión, la cordialidad, el optimismo, el orden, la afabilidad... Son frutos que el Señor espera hallar cuando se acerca cada día a nuestra vida corriente. El amor, para crecer, para sobrevivir, necesita expresarse en realidades.
III. Jesús no encontró más que hojas... No existen frutos duraderos en el cristiano cuando, por falta de vida interior, de estar metido en Dios y de considerar en su presencia la tarea apostólica, se da lugar al activismo (hacer, moverse... sin estar respaldados por una honda vida de oración), que a la postre resulta estéril, ineficaz, y es síntoma frecuentemente de falta de rectitud de intención. Allí no existe más que una obra puramente humana, sin relieve sobrenatural, quizá consecuencia de la ambición, del afán de figurar, que se puede meter en todo lo que el hombre realiza, hasta en lo de apariencia más elevada. Con razón se ha puesto de relieve el peligro del activismo: obras en sí buenas, pero sin vida interior que las apoye. San Bernardo, y después de él muchos autores, llamaba a esas obras ocupaciones malditas.
Pero también la falta de frutos verdaderos en el apostolado se puede dar por pasividad, por falta de un amor con obras. Y si el activismo es malo y estéril, la pasividad es funesta, pues el cristiano puede engañarse a sí mismo, creyendo que ama a Dios porque realiza actos de piedad: es verdad que los hace, pero no acabadamente, porque no mueven a hacer el bien. Estas prácticas piadosas sin frutos serían la hojarasca vacía y estéril, porque la verdadera vida interior lleva a un apostolado intenso, en cualquier situación y ambiente, a actuar con valentía, con audacia, con iniciativas, echando fuera los respetos humanos, «con alegría de vivir», con la fuerza que imprime un amor siempre joven. Hoy, mientras hablamos con el Señor en este rato de oración, podemos examinar si hay frutos en nuestra vida, ahora, en el presente. ¿Tengo iniciativas como sobreabundancia de mi vida interior, de mi oración, o pienso, por el contrario, que en mi ambiente -en la facultad, en la fábrica, en la oficina...- nada puedo hacer, que no es posible obtener más frutos para Dios? ¿Me comprometo y ayudo eficazmente en empresas apostólicas..., o «sólo rezo»? ¿Me justifico diciéndome que entre el trabajo, la familia, la dedicación a las prácticas de piedad, «no tengo tiempo»? Entonces lo normal será que el trabajo, la vida de familia.... tampoco sean ocasión de apostolado.
Obras son amores... El verdadero amor a Dios se manifiesta en un apostolado comprometido, realizado con tenacidad. Y si el Señor nos encontrara pasivos, contentándonos con unas prácticas de piedad sin manifestación apostólica llena de alegría y de constancia, quizá podría decirnos en la intimidad de nuestro corazón: más obras... y menos «buenas razones». Son muchas las ocasiones a lo largo de un día para -de mil formas diferentes- dar a conocer a Cristo, si nuestro amor es verdadero. La vida interior sin un profundo afán apostólico se va empequeñeciendo y muere; se queda en mera apariencia. A la mañana siguiente, al pasar -anota el Evangelista-, los Apóstoles vieron que la higuera se había secado de raíz, completamente. Es la imagen expresiva de aquellos que por comodidad, por pereza, por falta de espíritu de sacrificio, no dan esos frutos que el Señor espera. Una vida apostólica, como ha de ser la de todo cristiano, es lo opuesto a esta higuera seca: es vida, iniciativa, entusiasmo por la tarea apostólica, amor hecho obras, alegría, actividad quizá callada pero constante....
Examinemos nuestra vida y veamos si podemos presentar al Señor ‑que se acerca a nosotros con hambre y sed de almas- frutos maduros, realidades hechas con un sacrificio alegre. En la dirección espiritual nos pueden ayudar a distinguir lo que haya en cada uno de nosotros de activismo (dónde tenemos que rezar más) y lo que haya de falta de iniciativa (dónde tenemos que «movernos» más). La Virgen, Nuestra Señora, nos enseñará a reaccionar para que jamás la vida interior, nuestro deseo de amor a Dios, se convierta en hojarasca vacía y sin valor.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Justino, mártir

Benedicto XVI presenta a san Justino, filósofo y mártir
20 marzo 2007, audiencia general del miércoles. ZENIT.org
Queridos hermanos y hermanas:
En estas catequesis estamos reflexionando sobre las grandes figuras de la Iglesia naciente. Hoy hablamos de san Justino, filósofo y mártir, el más importante de los padres apologistas del siglo II. La palabra «apologista» hace referencia a esos antiguos escritores cristianos que se proponían defender la nueva religión de las graves acusaciones de los paganos y de los judíos, y difundir la doctrina cristiana de una manera adaptada a la cultura de su tiempo. De este modo, entre los apologistas se da una doble inquietud: la propiamente apologética, defender el cristianismo naciente («apologhía» en griego significa precisamente «defensa»); y la de proposición, «misionera», que busca exponer los contenidos de la fe en un lenguaje y con categorías de pensamiento comprensibles a los contemporáneos.
Justino había nacido en torno al año 100, en la antigua Siquem, en Samaría, en Tierra Santa; buscó durante mucho tiempo la verdad, peregrinando por las diferentes escuelas de la tradición filosófica griega. Por último, como él mismo cuenta en los primeros capítulos de su «Diálogo con Trifón», misterio personaje, un anciano con el que se había encontrado en la playa del mar, primero entró en crisis, al demostrarle la incapacidad del hombre para satisfacer únicamente con sus fuerzas la aspiración a lo divino. Después, le indicó en los antiguos profetas las personas a las que tenía que dirigirse para encontrar el camino de Dios y la «verdadera filosofía». Al despedirse, el anciano le exhortó a la oración para que se le abrieran las puertas de la luz.
La narración simboliza el episodio crucial de la vida de Justino: al final de un largo camino filosófico de búsqueda de la verdad, llegó a la fe cristiana. Fundó una escuela en Roma, donde iniciaba gratuitamente a los alumnos en la nueva religión, considerada como la verdadera filosofía. En ella, de hecho, había encontrado la verdad y por tanto el arte de vivir de manera recta. Por este motivo fue denunciado y fue decapitado en torno al año 165, bajo el reino de Marco Aurelio, el emperador filósofo a quien Justino había dirigido su «Apología».
Las dos «Apologías» y el «Diálogo con el judío Trifón» son las únicas obras que nos quedan de él. En ellas, Justino pretende ilustrar ante todo el proyecto divino de la creación y de la salvación que se realiza en Jesucristo, el «Logos», es decir, el Verbo eterno, la Razón eterna, la Razón creadora. Cada hombre, como criatura racional, participa del «Logos», lleva en sí una «semilla» y puede vislumbrar la verdad. De esta manera, el mismo «Logos», que se reveló como figura profética a los judíos en la Ley antigua, también se manifestó parcialmente, como con «semillas de verdad», en la filosofía griega. Ahora, concluye Justino, dado que el cristianismo es la manifestación histórica y personal del «Logos» en su totalidad, «todo lo bello que ha sido expresado por cualquier persona, nos pertenece a nosotros, los cristianos» (Segunda Apología 13,4). De este modo, Justino, si bien reprochaba a la filosofía griega sus contradicciones, orienta con decisión hacia el «Logos» cualquier verdad filosófica, motivando desde el punto de vista racional la singular «pretensión» de vedad y de universalidad de la religión cristiana.
Si el Antiguo Testamento tiende hacia Cristo al igual que una figura se orienta hacia la realidad que significa, la filosofía griega tiende a su vez a Cristo y al Evangelio, como la parte tiende a unirse con el todo. Y dice que estas dos realidades, el Antiguo Testamento y la filosofía griega son como dos caminos que guían a Cristo, al «Logos». Por este motivo la filosofía griega no puede oponerse a la verdad evangélica, y los cristianos pueden recurrir a ella con confianza, como si se tratara de un propio bien. Por este motivo, mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, definió a Justino como «un pionero del encuentro positivo con el pensamiento filosófico, aunque bajo el signo de un cauto discernimiento»: pues Justino, «conservando después de la conversión una gran estima por la filosofía griega, afirmaba con fuerza y claridad que en el cristianismo había encontrado “la única filosofía segura y provechosa” («Diálogo con Trifón» 8,1)» («Fides et ratio», 38).
En su conjunto, la figura y la obra de Justino marcan la decidida opción de la Iglesia antigua por la filosofía, por la razón, en lugar de la religión de los paganos. Con la religión pagana, de hecho, los primeros cristianos rechazaron acérrimamente todo compromiso. La consideraban como una idolatría, hasta el punto de correr el riesgo de ser acusados de «impiedad» y de «ateísmo». En particular, Justino, especialmente en su «Primera Apología», hizo una crítica implacable de la religión pagana y de sus mitos, por considerarlos como «desorientaciones» diabólicas en el camino de la verdad.
La filosofía representó, sin embargo, el área privilegiada del encuentro entre paganismo, judaísmo y cristianismo, precisamente a nivel de la crítica a la religión pagana y a sus falsos mitos. «Nuestra filosofía…»: con estas palabras explícitas llegó a definir la nueva religión otro apologista contemporáneo a Justino, el obispo Melitón de Sardes («Historia Eclesiástica», 4, 26, 7).
De hecho, la religión pagana no seguía los caminos del «Logos», sino que se empeñaba en seguir los del mito, a pesar de que éste era reconocido por la filosofía griega como carente de consistencia en la verdad. Por este motivo, el ocaso de la religión pagana era inevitable: era la lógica consecuencia del alejamiento de la religión de la verdad del ser, reducida a un conjunto artificial de ceremonias, convenciones y costumbres.
Justino, y con él otros apologistas, firmaron la toma de posición clara de la fe cristiana por el Dios de los filósofos contra los falsos dioses de la religión pagana. Era la opción por la verdad del ser contra el mito de la costumbre. Algunas décadas después de Justino, Tertuliano definió la misma opción de los cristianos con una sentencia lapidaria que siempre es válida: «Dominus noster Christus veritatem se, non consuetudinem, cognominavit – Cristo afirmó que era la verdad, no la costumbre» («De virgin. vel». 1,1).
En este sentido, hay que tener en cuenta que el término «consuetudo», que utiliza Tertuliano para hacer referencia a la religión pagana, puede ser traducido en los idiomas modernos con las expresiones «moda cultural», «moda del momento».
En una edad como la nuestra, caracterizada por el relativismo en el debate sobre los valores y sobre la religión --así como en el diálogo interreligioso--, esta es una lección que no hay que olvidar. Con este objetivo, y así concluyo, os vuelvo a presentar las últimas palabras del misterioso anciano, que se encontró con el filósofo Justino a orilla del mar: «Tú reza ante todo para que se te abran las puertas de la luz, pues nadie puede ver ni comprender, si Dios y su Cristo no le conceden la comprensión» («Diálogo con Trifón» 7,3).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

miércoles, 30 de mayo de 2018

Jueves semana 8 de tiempo ordinario; año par

Jueves de la semana 8 de tiempo ordinario; año par

La fe de Bartimeo
“Llegan a Jericó. Y cuando salía de Jericó,  acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al  enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David,  Jesús, ten compasión de mí!» Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle.» Llaman al ciego, diciéndole: «¡Animo,  levántate! Te llama.» Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino  donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te  haga?» El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!» Jesús le dijo: «Vete, tu fe  te ha salvado.» Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino” (Marcos  10,46–52. 46).
I. Relata San Marcos en el Evangelio de la Misa de hoy que Jesús, al salir de Jericó en su camino hacia Jerusalén, pasó cerca de un ciego, Bartimeo, el hijo de Timeo, que estaba sentado junto al camino pidiendo limosna. Bartimeo «es un hombre que vive a oscuras, un hombre que vive en la noche. Él no puede, como otros enfermos, llegar hasta Jesús para ser curado. Y ha oído noticias de que hay un profeta de Nazaret que devuelve la vista a los ciegos». También nosotros, comenta San Agustín, «tenemos cerrados los ojos del corazón y pasa Jesús para que clamemos».
El ciego, al sentir el tropel de gente, preguntó qué era aquello»; «seguramente, tiene costumbre de distinguir los ruidos: los ruidos de las gentes que van a las faenas del campo, los ruidos de las caravanas que viajan hasta tierra lejanas. Pero un día (...) se enteró de que era Jesús de Nazaret el que pasaba. Bartimeo oyó ruidos a una hora quizá desacostumbrada y preguntó -porque no eran los ruidos con los que tenía una cierta familiaridad, eran los ruidos de una muchedumbre diferente-: "¿Qué pasa?"». Y le dicen: Es Jesús de Nazaret. Al oír este nombre se llenó de fe su corazón. Jesús era la gran oportunidad de su vida. Y comenzó a gritar con todas sus fuerzas: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! En su alma, la fe se hace oración. «Como a ti, cuando has sospechado que Jesús pasaba a tu vera. Se aceleró el latir de tu pecho y comenzaste también a clamar, removido por una íntima inquietud».
Las dificultades comienzan muy pronto para aquel hombre que busca en la oscuridad a Cristo, que pasa cerca de su vida. Quienes le rodeaban le reprendían para que callase. San Agustín comenta esta frase del Evangelio haciendo notar que cuando un alma se decide a clamar al Señor, o a seguirle, con frecuencia encuentra obstáculos en las personas que le rodean. Le reprendían para que callase: «Cuando haya comenzado a realizar estas cosas, mis parientes, vecinos y amigos comenzarán a bullir. Los que aman el sigilo se me ponen enfrente. ¿Te has vuelto loco? ¡Qué extremoso eres! ¿Por ventura los demás no son cristianos? Esto es una tontería, es una locura. Y cosas tales clama la turba para que no clamemos los ciegos». «Y amigos, costumbres, comodidad, ambiente, todos te aconsejaron: ¡cállate, no des voces! ¿Por qué has de llamar a Jesús? ¡No le molestes!».
Bartimeo no les hace el menor caso. Jesús es su gran esperanza, y no sabe si volverá a pasar de nuevo cerca de su vida. Y, en vez de callar, clama más fuerte: Hijo de David, ten compasión de mí. «¿Por qué has de obedecer los reproches de la turba y no caminar sobre las huellas de Jesús que pasa? Os insultarán, os morderán, os echarán atrás, pero tú clama hasta que lleguen tus clamores a los oídos de Jesús, pues quien fuere constante en lo que el Señor mandó, sin atender los pareceres de las turbas y sin hacer gran caso de los que siguen aparentemente a Cristo, antes prefiere la vista que Cristo ha de darle al estrépito de los que vocean, no habrá poder que le retenga, y Jesús se detendrá y le sanará».
Y, efectivamente, «cuando insistimos fervorosamente en nuestra oración, detenemos a Jesús que va de paso». La oración del ciego es escuchada. Ha logrado su propósito, a pesar de las dificultades externas, de la presión del ambiente que le rodea y de su propia ceguera, que le impedía saber con exactitud dónde se encontraba Jesús, que permanecía en silencio, sin atender, aparentemente, su petición.
«¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti, que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí? ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas con frecuencia!».
II. «El Señor, que le oyó desde el principio, le dejó perseverar en su oración. Lo mismo que a ti. Jesús percibe la primera invocación de nuestra alma, pero espera. Quiere que nos convenzamos de que le necesitamos; quiere que le roguemos, que seamos tozudos, como aquel ciego que estaba junto al camino que salía de Jericó».
La comitiva se detiene y Jesús manda llamar a Bartimeo: ¡Animo!, levántate, te llama. Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. «¡Tirando su capa! No sé si tú habrás estado en la guerra. Hace ya muchos años, yo pude pisar alguna vez el campo de batalla, después de algunas horas de haber acabado la pelea; y allí había, abandonados por el suelo, mantas, cantimploras y macutos llenos de recuerdos de familia: cartas, fotografías de personas amadas... ¡Y no eran de los derrotados; eran de los victoriosos! Aquello, todo aquello les sobraba, para correr más deprisa y saltar el parapeto enemigo. Como a Bartimeo, para correr detrás de Cristo.
»No olvides que, para llegar hasta Cristo, se precisa el sacrificio; tirar todo lo que estorbe: manta, macuto, cantimplora».
Está ahora Bartimeo delante de Jesús. La multitud los rodea y contempla la escena. El Señor le pregunta: ¿Qué quieres que te haga? Él, que podía restituir la vista, ¿ignoraba acaso lo que quería el ciego? Jesús desea que le pidamos. Conoce de antemano nuestras necesidades y quiere remediarlas.
«El ciego contestó enseguida: Señor, que vea. No pide al Señor oro, sino vista. Poco le importa todo, fuera de ver, porque aunque un ciego puede tener otras muchas cosas, sin la vista no puede ver lo que tiene.
»Imitemos, pues, al que acabamos de oír. Imitémosle en su fe grande, en su oración perseverante, en su fortaleza para no rendirse ante el ambiente adverso en el que se inician sus primeros pasos hacia Cristo. «Ojalá que, dándonos cuenta de nuestra ceguera, sentados junto al camino de las Escrituras y oyendo que Jesús pasa, le hagamos detenerse junto a nosotros con la fuerza de nuestra oración», que debe ser como la de Bartimeo: personal, directa, sin anonimato. A Jesús le llamamos por su nombre y le tratamos de modo directo y concreto.
III. La historia de Bartimeo es nuestra propia historia, pues también nosotros estamos ciegos para muchas cosas, y Jesús está pasando junto a nuestra vida. Quizá ha llegado ya el momento de dejar la cuneta del camino y acompañar a Jesús.
Las palabras de Bartimeo: Señor, que vea, nos pueden servir como una jaculatoria sencilla para repetirla muchas veces, y de modo particular cuando nos falten luces en el apostolado, en cuestiones que no sabemos resolver; pero sobre todo en materias relacionadas con la fe y la vocación. «Cuando se está a oscuras, cegada e inquieta el alma, hemos de acudir, como Bartimeo, a la Luz. Repite. Grita, insiste con más fuerza. "Domine, ut videam!" -¡Señor, que vea!... Y se hará el día para tus ojos, y podrás gozar con la luminaria que Él te concederá». En esos momentos de oscuridad, cuando quizá ya no nos acompaña el entusiasmo sensible de los primeros tiempos en que seguimos al Señor; cuando la oración se hace costosa y la fe parece debilitarse; cuando no vemos con tanta claridad el sentido de una pequeña mortificación y se ocultan los frutos del esfuerzo en el apostolado, precisamente entonces es cuando más necesitamos de la oración. En vez de recortar o abandonar el trato con Dios, por el mayor esfuerzo que nos supone, es el momento de mostrar nuestra lealtad, nuestra fidelidad, redoblando el empeño por agradarle.
Jesús le dijo: Anda, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista. Lo primero que ve Bartimeo en este mundo es el rostro de Cristo. No lo olvidará jamás. Y le seguía en el camino. Es lo único que conocemos de Bartimeo: que le seguía por el camino. A través de San Lucas sabemos que le seguía glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al presenciarlo, alabó a Dios. Durante toda su vida recordaría Bartimeo la misericordia de Jesús. Muchos se convertirían a la fe por su testimonio.
Muchas gracias hemos recibido también nosotros. Tan grandes o mayores que la del ciego de Jericó. Y también espera el Señor que nuestra vida y nuestra conducta sirvan a muchos para que encuentren a Jesús presente en nuestro tiempo.
Y le seguía por el camino, glorificando a Dios. Es también un resumen de lo que puede llegar a ser nuestra propia vida si tenemos esa fe viva y operativa, como Bartimeo.
Con palabras del himno Adoro te devote acabamos nuestra oración: Iesu, quem velatum nunc aspicio, // oro, fiat illud quod tam sitio; // ut te revelata cernens facie, // visu sim beatus tuae gloriae. Amen.
Jesús, a quien ahora veo escondido // te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: // que al mirar tu rostro ya no oculto, // sea yo feliz viendo tu gloria. Amén.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
La Visitación de la Virgen María

La Visitación de nuestra Señora
“Por aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó en su seno. Entonces Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó a grandes voces: "¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! Pero ¿cómo es posible que la madre de mi Señor venga a visitarme? Porque en cuanto oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. ¡Dichosa tú que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá". Entonces María dijo: "Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso. Su nombre es santo, y su misericordia es eterna con aquellos que le honran. Actuó con la fuerza de su brazo y dispersó a los de corazón soberbio.Derribó de sus tronos a los poderosos y engrandeció a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos despidió sin nada. Tomó de la mano a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros antepasados, en favor de Abrahán y de sus descendientes para siempre".María estuvo con Isabel unos tres meses; después regresó a su casa” (Lucas 1, 39-56).
I. Venid, oíd los que teméis a Dios y os contaré las maravillas del Señor en mi alma, leemos en la Antífona de entrada de la Misa.
Poco después de la Anunciación, se dirigió Nuestra Señora a visitar a su pariente Isabel, que vivía en la región montañosa de Judea, a cuatro o cinco jornadas de camino. Por aquellos días -señala San Lucas-, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá. La Virgen, al conocer por medio del ángel el estado de Isabel, movida por la caridad, se apresura a ir para ayudarle en las necesidades normales de la casa. Nadie la obliga; Dios, a través del ángel, no le ha exigido nada en este sentido, e Isabel no ha solicitado su ayuda. María hubiera podido permanecer en su propia casa, para dedicarse a preparar la llegada de su Hijo, el Mesías. Pero se pone en camino cum festinatione, con alegre prontitud, con gozo inefable, para prestar sus servicios sencillos a su prima.
Nosotros la acompañamos por aquellos caminos en nuestra oración, y le decimos, con las palabras que leemos en la Primera lectura de la Misa: Exulta, hija de Sión, alégrate y gózate de todo corazón, hija de Jerusalén (...). El Señor Dios tuyo, el fuerte, está en medio de ti. Él te salvará, se gozará sobre ti con alegría (...), se regocijará sobre ti con júbilo eterno.
Es fácil imaginar el inmenso gozo que llevaba Nuestra Madre en su corazón y el deseo grande de comunicarlo. Mira, también Isabel, tu prima, ha concebido un hijo..., le había indicado el ángel. Según este testimonio expreso, se trataba de una concepción prodigiosa, y estaba relacionada de algún modo con el Mesías que iba a venir. Después de este largo viaje, Nuestra Señora entró en casa de Zacarías y saludó a su pariente. Y en cuanto oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó de gozo en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo. Aquella casa quedó transformada por la presencia de Jesús y de María. Su saludo «fue eficaz en cuanto llenó a Isabel del Espíritu Santo. Con su lengua, mediante la profecía, hizo brotar en su prima, como de una fuente, un río de dones divinos (...). En efecto, allí donde llega la llena de gracia, todo queda colmado de alegría». Es éste un prodigio que hace Jesús a través de María, asociada desde los comienzos a la Redención y a la alegría que Cristo trae al mundo.
La fiesta de hoy, la Visitación, nos presenta una faceta de la vida interior de María: su actitud de servicio humilde y de amor desinteresado para quien se encuentra en necesidad. Este suceso, que contemplamos en el segundo misterio de gozo del Santo Rosario, nos invita a la entrega pronta, alegre y sencilla a quienes nos rodean. Muchas veces el mayor servicio que prestaremos será consecuencia del gozo interior que se desborda y llega a los demás. Pero esto sólo será posible si nos mantenemos muy cerca del Señor, mediante el fiel cumplimiento de los momentos de oración que tenemos previstos a lo largo del día: «la unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas: María lleva la alegría al hogar de su prima, porque "lleva" a Cristo». ¿"Llevamos" con nosotros a Cristo, y con Él la alegría, allí a donde vamos... al trabajo, en la visita a unos vecinos, a un enfermo...? ¿Somos habitualmente causa de alegría para los demás?
II. A la llegada de Nuestra Señora, Isabel, llena del Espíritu Santo, proclama en voz alta: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno.
Isabel no se limita a llamarla bendita, sino que relaciona su alabanza con el fruto de su vientre, que es bendito por los siglos. ¡Cuántas veces hemos repetido también nosotros estas mismas palabras, al recitar el Avemaría!: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿Las pronunciamos con el mismo gozo con que lo hizo Isabel? ¡Cuántas veces pueden servirnos como una jaculatoria que nos una a Nuestra Madre del Cielo, mientras trabajamos, al caminar por la calle, al contemplar una imagen suya!
María y Jesús siempre estarán juntos. Los mayores prodigios de Jesús serán realizados -como en este caso- en íntima unión con su Madre, Medianera de todas las gracias. «Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación -afirma el Concilio Vaticano II- se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte».
Aprendamos hoy, una vez más, que cada encuentro con María representa un nuevo hallazgo de Jesús. «Si buscáis a María, encontraréis a Jesús. Y aprenderéis a entender un poco lo que hay en este corazón de Dios que se anonada (...)», que se hace asequible en medio de la sencillez de los días corrientes. Este don inmenso -poder conocer, tratar y amar a Cristo- tuvo su comienzo en la fe de Santa María, cuyo perfecto cumplimiento Isabel pone ahora de manifiesto: «la plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios mismo; la fe de María, proclamada por Isabel en la Visitación, indica cómo la Virgen de Nazaret ha respondido a este don». La Virgen, que ya había pronunciado su fiat pleno y entregado, se presenta en el umbral de la casa de Isabel y Zacarías como Madre del Hijo de Dios. Es el descubrimiento gozoso de Isabel y también el nuestro, al que nunca terminaremos de acostumbrarnos.
III. El clima que rodea este misterio que contemplamos en el Santo Rosario, la atmósfera que empapa el episodio de la Visitación es la alegría; el misterio de la Visitación es un misterio de gozo. Juan el Bautista exulta de alegría en el seno de Santa Isabel; ésta, llena de alegría por el don de la maternidad, prorrumpe en bendiciones al Señor; María eleva el Magnificat, un himno todo desbordante de la alegría mesiánica. A las alabanzas de Isabel, Nuestra Señora responde con este canto de júbilo. El hogar de Zacarías y de Isabel rezuma el espíritu más puro del Antiguo Testamento. Y María encierra en su seno el Misterio que dará paso al Nuevo. El Magnificat es «el cántico de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen la alegría del antiguo y del nuevo Israel (...). El cántico de la Virgen, dilatándose, se ha convertido en plegaria de la Iglesia de todos los tiempos».
En este ambiente es donde tiene pleno sentido la expresión de lo que María lleva guardado en su corazón. El Magnificat es la manifestación más pura de su íntimo secreto, revelado por el ángel. No hay en él rebuscamiento ni artificio: estas palabras son el espejo del alma de Nuestra Señora; un alma llena de grandeza y tan cercana a su Creador: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.
Y junto a este canto de alegría y de humildad, la Virgen nos ha dejado una profecía: desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. «Desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo acuden los fieles, en todos sus peligros y necesidades, con sus oraciones. Y sobre todo a partir del Concilio de Éfeso, el culto del pueblo de Dios hacia María creció maravillosamente en veneración y amor, en invocaciones y deseo de imitación, en conformidad de sus mismas palabras proféticas: Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso».
Nuestra Madre Santa María no se distinguió por hechos prodigiosos; no conocemos por el Evangelio que haya obrado milagros mientras estuvo en la tierra; pocas, muy pocas, son las palabras que de Ella nos ha conservado el texto inspirado. Su vida de cara a los demás fue la de una mujer corriente, que ha de sacar adelante su familia. Sin embargo, se ha cumplido puntualmente esta maravillosa profecía. ¿Quién podría contar las alabanzas, las invocaciones, los santuarios en su honor, las ofrendas, las devociones marianas...? A lo largo de veinte siglos la han llamado bienaventurada personas de todo género y condición: intelectuales y gente que no sabe leer, reyes, guerreros, artesanos, hombres y mujeres, personas de edad avanzada y niños que comienzan a balbucear... Nosotros estamos cumpliendo ahora aquella profecía. Dios te salve, María, llena eres de gracia..., bendita tú eres entre todas las mujeres..., le decimos en la intimidad de nuestro corazón.
De modo particular la hemos invocado a lo largo de este mes de mayo, «pero el mes de mayo no puede terminar; debe continuar en nuestra vida, porque la veneración, el amor, la devoción a la Virgen no pueden desaparecer de nuestro corazón, más aún, deben crecer y manifestarse en un testimonio de vida cristiana, modelada según el ejemplo de María, el nombre de la hermosa flor que siempre invoco // mañana y tarde, como canta Dante Alighieri (Paradiso 23, 88)». Tratando a María, descubrimos a Jesús. «¡Cómo sería la mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre, que no puede contener su alegría -"Magnificat anima mea Dominum!" -y su alma glorifica al Señor, desde que lo lleva dentro de sí y a su lado.
»¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con Él y de tenerlo».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.