Cuaresma, martes de la 2ª semana: la coherencia en relación con la pureza de corazón.
Libro de Isaías 1,10.16-20. ¡Escuchen la palabra del Señor, jefes de Sodoma! ¡Presten atención a la instrucción de nuestro Dios, pueblo de Gomorra! ¡Lávense, purifíquense, aparten de mi vista la maldad de sus acciones! ¡Cesen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda! Vengan, y discutamos -dice el Señor-: Aunque sus pecados sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la púrpura, serán como la lana. Si están dispuestos a escuchar, comerán los bienes del país; pero si rehúsan hacerlo y se rebelan, serán devorados por la espada, porque ha hablado la boca del Señor.
Salmo 50,8-9.16-17.21.23. No te acuso por tus sacrificios: ¡tus holocaustos están siempre en mi presencia! / Pero yo no necesito los novillos de tu casa ni los cabritos de tus corrales. / Dios dice al malvado: "¿Cómo te atreves a pregonar mis mandamientos y a mencionar mi alianza con tu boca, / tú, que aborreces toda enseñanza y te despreocupas de mis palabras? / Haces esto, ¿y yo me voy a callar? ¿Piensas acaso que soy como tú? Te acusaré y te argüiré cara a cara. / El que ofrece sacrificios de alabanza, me honra de verdad; y al que va por el buen camino, le haré gustar la salvación de Dios".
Texto del Evangelio (Mt 23,1-12; también el domingo 31,A): En aquel tiempo, Jesús se dirigió a la gente y a sus discípulos y les dijo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen. Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres; se hacen bien anchas las filacterias y bien largas las orlas del manto; quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame "Rabbí".
Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar "Rabbí", porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie "Padre" vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar "Doctores", porque uno solo es vuestro Doctor: Cristo. El mayor entre vosotros será vuestro servidor. Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».
Comentario: 1. Is 1,1-18. El profeta Isaías nos conmina con su oráculo a buscar la conversión del corazón, y un culto sincero. En el evangelio de hoy, Jesús condena duramente a los fariseos «que dicen y no hacen». Unos siglos antes, Isaías fustigaba también duramente a sus contemporáneos para llevarlos a convertirse. –“Oíd la palabra del Señor”. La invitación a la conversión no es sólo y simplemente una palabra de hombre. Tampoco es una predicación de orden moral. La invitación a la conversión procede de Dios. Las conductas de la humanidad interesan a Dios. –“Escuchad la orden de nuestro Dios...” No es solamente una «invitación» gratuita o indiferente. Dios se compromete en su palabra; ésta es una «orden». Es una palabra activa que lleva a la acción, es una orden. -“Lavaos, purificaos”. Apartad de mi vista vuestras fechorías. Todo el mal del mundo sucede ante los ojos de Dios. Todos los hombres, que se odian, se oprimen o se matan entre sí ante la mirada de su Padre. Toda la hez de la humanidad aparece ante su Rostro. Toda la maldad de los hombres, se desarrolla ante la bondad de su amor... –“Apartad de mi vista vuestras fechorías. Desistid de hacer el mal... Aprended a hacer el bien...” El pueblo judío -como nosotros hoy-, tenía a menudo la impresión de que procuraba la gloria de Dios, aportando ofrendas al Templo y haciendo otros ritos cultuales. Los profetas han recordado siempre, en el nombre de Dios, que "la vida de cada día", haciendo el bien y evitando el mal, es lo que agrada a Dios. –“Buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, defended a la viuda”. Escucho esas palabras. Las repito sucesivamente: el oprimido... el huérfano... la viuda... Todas ellas, personas indefensas. ¿A quiénes representan, para mí? ¡Dios mío! ¿Qué hacer, para responder real y verdaderamente a esas «órdenes» divinas? ¿Cuál será mi respuesta a esos «mandamientos» de Dios? Durante la cuaresma, más que en tiempo ordinario, soy «invitado» a darme, a comprometerme, a luchar por la justicia, por el bien de mis hermanos. Esto es lo que Tú esperas de mí para borrar mis pecados. Y puedo hacerlo a través de mi vida ordinaria, profesional y social. –“Si vuestros pecados son rojos como el carmesí pasarán a ser blancos como la nieve. Si son rojos como la púrpura, serán como la lana blanca”. Gracias, Señor, por repetirme esas cosas. Ch. Péguy dirá que Dios es capaz de «hacer aguas puras con aguas de desagüe», «almas puras con almas gastadas»... «almas blancas con almas sucias»... –“Si aceptáis obedecer, comeréis lo bueno del país”. Promesa de felicidad (Noel Quesson).
Comenta San Agustín: «Mostrad que sois un cuerpo digno de la Cabeza... Tal Cabeza no puede sino tener un cuerpo adecuado a ella». Lactancio dice que la caridad cristiana es la verdadera justicia: «Da preferentemente a ése de quien nada esperas. ¿Por qué eliges las personas? ¿Por qué examinas los miembros? Has de estimar como hombre a todo el que por esto te pide, porque te considera hombre. Expulsa aquellas sombras y apariencias de justicia y adopta la verdadera y tangible. Da copiosamente a los ciegos, enfermos, cojos, desvalidos, a quienes a no ser que se les socorra fallecerán. Son inútiles a los hombres, pero útiles a Dios, quien conserva su vida, quien les da el espíritu, quien los juzga dignos de la luz. Protégelos en cuanto esté en tu mano y sustenta con humanidad la vida de los hombres para que no mueran. Quien puede socorrer a los que están a punto de perecer, si no lo hace los mata. Uno, pues, es el oficio cierto y verdadero de la liberalidad y de la justicia: alimentar a los indigentes y a los impedidos». Así lo afirma también San Ambrosio: «La misericordia es parte de la justicia, de modo que si quieres dar a los pobres esta misericordia es justicia, según aquello: Distribuyó, dio a los pobres, su justicia permanece eternamente (Sal 111,9). Además, porque es injusto que el que es completamente igual a ti no sea ayudado por su semejante».
En una sociedad llamada “cristiana” hemos visto guerras civiles como en España en 1936 o en Rwanda en 1994/1997. Aquellos que se consideraban buenos se sintieron deprimidos y se preguntaban qué habían hecho mal, por qué tanta gente que se llamaba cristiana y cumplía con los ritos, por dentro no amaba a los demás… Recuerdo aquella España reflejada por Galdós en su Misericordia, una sociedad anclada en la Edad Media, sin sombra de progreso, sin medios para hacer frente a tantas injusticias sociales… Con unos patrones que oprimían a los trabajadores tantas veces… El oráculo de hoy arremete contra esto… En la reforma litúrgica última se ha despojado a la Misa de numerosos ritos, para centrarse en la fe y devoción del corazón que, en su sencillez, llevara a una vida de amor a Dios y a los demás. Si se ha conseguido o no, es otro tema.
Una llamada a la conversión... Esta vez con palabras del profeta a los habitantes de dos ciudades que eran todo un símbolo del pecado en el AT: Sodoma y Gomorra. Pues bien, por grandes que sean los pecados de una persona o de un pueblo, si se convierte, «quedarán blancos como la nieve, como lana blanca, y podrán comer de lo sabroso de la tierra» que Dios les prepara. Es expresivo el contraste de los colores: «rojos como la grana... blancos como la nieve». Eso sí, tienen que cambiar su conducta, abandonar el mal y comprometerse activamente en el bien: «escuchad la enseñanza de nuestro Dios... Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones, cesad de obrar mal, defended al oprimido, sed abogados del huérfano». «Señor, vela con amor continuo sobre tu Iglesia; y, pues sin tu ayuda no puede sostenerse lo que se cimienta en la debilidad humana, protege a tu Iglesia en el peligro y mantenla en el camino de la salvación» (Colecta).
Si buscamos al Señor para encontrarlo como a un Padre lleno de amor por nosotros, es porque antes nosotros supimos encontrarnos con nuestro prójimo, no como con un extraño, sino como con un hermano a quien amamos y por cuyo bien nos preocupamos. Lavarnos de nuestras culpas, quitar de nuestras manos los crímenes, significa aceptar que Dios sea quien nos renueve y nos purifique de todo pecado. ¿Cómo podemos ver a Dios como Padre nuestro, si sólo vamos a Él para que nos defienda y nos libre de nuestros enemigos aquí en la tierra, para que nos socorra en nuestras necesidades temporales, pero no para que nos ayude a caminar en el amor? Dios sabe todo lo que necesitamos aun antes de que se lo pidamos. No busquemos sólo las cosas terrenas; busquemos más bien el Reino de Dios y todo lo demás el Señor nos lo dará por añadidura. Convertirnos a Dios nos ha de llevar, incluso, a renunciar a nosotros mismos. Cuando seamos capaces de dar nuestra vida para que nuestro prójimo viva con mayor dignidad su condición de hijo de Dios, entonces Dios abrirá sus oídos ante nuestros ruegos, pues Él sabrá que no vamos sólo buscando acaparar los dones de Dios, sino que vamos para que nos convierta en portadores de su amor y de su gracia.
2. Sal. 49. Ya el Señor reclamaba a los suyos: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Dios no quiere sólo nuestras oraciones. Dios no se conforma con el culto que le tributamos, incluso ofreciéndole sacramentalmente a su Hijo. Dios nos quiere a nosotros. Dios quiere que le pertenezcamos con un corazón indiviso. No podemos presentarle al Señor nuestras ofrendas sólo para tenerlo de parte nuestra, mientras nos dedicamos a ser unos malvados. Dios no se deja comprar por nada ni por nadie, pues Él es el dueño de todo y también de nuestra vida. Busquemos al Señor, démosle culto con nuestra Acción de Gracias, ofrezcámosle el culto que le es agradable porque somos nosotros quienes, con un corazón humilde, nos ponemos en sus manos para que lleve a buen término su obra de salvación en nosotros.
El salmo de hoy da un paso más que Isaías: compara la liturgia con la caridad, y sale ganando, una vez más, la caridad: «no te reprocho tus sacrificios... ¿por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en la boca mi alianza, tú que detestas mi enseñanza y te echas a la espalda mis mandatos?». La acusación de Dios se hace dramática: «esto haces ¿y me voy a callar? Te acusaré, te lo echaré en cara». La hipocresía que ya denunciaba el salmo -rezar a Dios, pero no cumplir sus enseñanzas en la vida- la desenmascara todavía con mayor fuerza Jesús en el evangelio… Haciendo caso al salmo, está bien que recordemos que nuestra Cuaresma será un éxito, no tanto si hemos cambiado algunas cosas de la liturgia, los colores o los cantos. Ni siquiera si hemos cumplido los días prescritos de abstinencia de algunos alimentos. Sino, como la palabra de Dios insiste en proponernos todos estos días, si cambiamos nuestra conducta, nuestra relación con los demás. No puede ser buena una Eucaristía que no vaya acompañada de fraternidad, una comunión que nos une con Cristo pero no nos une más con el prójimo. –La justicia, la misericordia y las obras de caridad han de salir del interior del corazón. «No todo el que dice “Señor, señor”, entrará en el reino de los cielos» (Mt 7,21). Lo que ha de cambiar en la penitencia es el corazón, pues es de allí de donde proceden nuestros actos (Manuel Garrido). Con el Salmo 49 proclamamos esta verdad. «Te rogamos, Señor, que esta Eucaristía nos ayude a vivir más santamente, y nos obtenga tu ayuda constantemente» (Poscomunión).
3. Mt. 23, 1-12. Su punto de mira son una vez más los fariseos, que hablan pero no cumplen, que son exigentes para con los demás y permisivos para consigo mismos, que todo lo hacen para recibir las alabanzas de la gente y andan buscando los primeros puestos. Jesús les acusa de intransigentes, de vanidosos, de contentarse con las formas exteriores, para la galería, pero sin coherencia interior. Jesús quiere en los suyos la actitud contraria: «el primero entre vosotros será vuestro servidor». Como Él mismo, que no vino a ser servido sino a servir y dar la vida por los demás. La llamada la oímos este año nosotros: cesad de obrar mal, aprended a obrar bien, buscad la justicia... Con mucha confianza en el Dios que sabe y que quiere perdonar. Pero dispuestos a tomar decisiones, a hacer opciones concretas en este camino cuaresmal. No seremos tan viciosos como los de Sodoma o Gomorra. Pero sí somos débiles, flojos, y seguro que podemos acoger en nosotros con mayor coherencia la vida nueva de la Pascua. Si cambian algunas actitudes deficientes de nuestra vida, entonces sí que nos estamos preparando a la Pascua: «al que sigue el buen camino le haré ver la salvación de Dios». Algo tiene que cambiar: ¿qué defecto o mala costumbre voy a corregir? ¿Qué propósito, de los que he hecho tantas veces en mi vida, voy a cumplir este año?
Apliquémonos en concreto la dura advertencia de Jesús a los fariseos, que eran unos catedráticos a la hora de explicar cosas y no cumplirlas. La hipocresía puede ser precisamente el pecado de «los buenos». Nos resulta fácil hablar, explicar a los demás el camino del bien, y luego corremos el peligro de que nuestra conducta esté muy lejos de lo que explicamos. ¿Podría decir Jesús de nosotros -los que hablamos a los demás en la catequesis, en la comunidad parroquial o religiosa, en la escuela, en la familia-, «haced lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen»? ¿Qué hay de fariseo en nosotros? ¿Nos conformamos con la apariencia exterior? ¿Somos exigentes con los demás y comprensivos con nosotros mismos? ¿Nos gusta decir palabras bonitas -amor, democracia, comunidad- y luego resulta que no se corresponden con nuestras obras? ¿Buscamos la alabanza de los demás y los primeros puestos? La palabra de Dios nos va persiguiendo a lo largo de estas semanas de Cuaresma para que no nos quedemos en unos retoques superficiales, sino que profundicemos en nuestro camino de Pascua. «Da luz a mis ojos para que no duerma en la muerte» (entrada)… «Convertíos a mí de todo corazón porque soy compasivo y misericordioso» (aclamación) «Que esta Eucaristía nos ayude a vivir más santamente» (poscomunión; J. Aldazábal). Por todo ello, humildad, bondad, fraternidad... Sí, pero efectivas. Señor, guárdanos del fariseísmo, de toda pretensión de dominar a los demás, de todo instinto de superioridad. Es una tentación de cristianos fervientes. Ser duros en nuestros juicios porque uno está seguro de poseer la verdad. Condenar el mundo, anunciar castigos divinos contra los que no piensan como nosotros. –“Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los otros, pero ellos no quieren aplicar la punta del dedo para moverlas”. Opresión. Aplastamiento. ¿Qué forma concreta toma este defecto en mi vida propia? ¿A quién debo aliviar las cargas? ¿A qué puedo arrimar el hombro? Y más que aplicar la punta del dedo, debo preocuparme, comprometerme. –“Todas sus obras las hacen para ser vistos de los hombres”. Ensanchan sus filacterias y alargan los flecos, gustan de los primeros asientos... y de los saludos en las plazas... y de ser llamados por los hombres "Rabbí". Las "filacterias" eran unas bandas de cuero que llevaban en la frente y alrededor del brazo izquierdo, con unos cofrecitos que contenían textos de la Ley. Los "flecos"eran como los que suelen verse en algunos chales. Estos dos detalles en el vestuario eran obligatorios según la Ley de Moisés. Pero a los fariseos les gustaba llevarlos muy aparatosos para mostrar así su acatamiento a la Ley y para recibir honores por ello. Este orgullo toma, hoy, nuevas formas. No os hagáis llamar "Rabí", ni "padre", ni "maestro"... Renunciar a los títulos honoríficos. Que vuestras relaciones humanas sean siempre naturales y sencillas. Hoy la Iglesia trata también de seguir mejor este consejo evangélico. Y nosotros, ¿cómo reaccionamos? ¿Hay títulos que nos gusta recibir? –“Sois todos hermanos”. Fórmula esencial. Es Jesús quien la pronuncia. Fórmula revolucionaria.
Ante esto, puede retraernos el escándalo -desorientación de las almas- que causa el "antitestimonio", el mal ejemplo de muchos. Esto no ha de ser excusa para no hacer las cosas buenas que dicen quienes luego no las hacen, pero sí reclama más responsabilidad pues el bien también es difusivo: «Hoy más que nunca, la Iglesia es consciente de que su mensaje social se hará creíble por el testimonio de las obras, antes que por su coherencia y lógica interna» (Juan Pablo II). Es una llamada a la coherencia: «sólo la relación entre una verdad consecuente consigo misma y su cumplimiento en la vida puede hacer brillar aquella evidencia de la fe esperada por el corazón humano; solamente a través de esta puerta [de la coherencia] entrará el Espíritu en el mundo» (Benedicto XVI).
Vamos a fijarnos en uno de los múltiples aspectos: La “honorabilidad intelectual” –la coherencia-, hoy día no está de moda. Significa ser yo mismo, ser auténtico. Todos sabemos cómo la clase intelectual europea era comunista en los años 70, y luego se ha pasado a otras corrientes sin decir ni siquiera un “me equivoqué”, sin que aquellos profesores de Historia o Filosofía dijeran: “estaba vendido al sistema, no pensaba por mí sino por la moda”. Esto también pasa hoy, cuando en entrevistas se dice lo “políticamente correcto”, lo que queda bien, y el miedo a quedar mal hace que pocos intelectuales se manifiesten como católicos. Hay como un afán de éxito y gloria que hace decir a muchos lo que conviene, basta ver la entrevista de la última página de algunos periódicos. Dan ganas de decirle a la gente: “tú, ¿por cuánto te vendes?” Recuerdo a un amigo que expuso en una reunión unas ideas que me parecieron vacías. Pensé que las había dicho para quedar bien, para gustar, y le pregunté: “de todo esto, ¿tú en realidad qué piensas?” y me contestó tranquilo: “yo ya no sé lo que pienso”. Sabía lo que convenía decir, no sabía lo que era verdad.
La honorabilidad intelectual (recuerdo un antiguo artículo de R. Paniker que hablaba de esto) me dice que no puedo ser mercenario, querer agradar, por conseguir un cargo. Sería ser mezquino, no sería honrado conmigo mismo, sino que sería prostituirme, darme como mercancía para la vanidad, comodidad, ambición. Muchos se dejan seducir por los cantos de estas sirenas y pierden la cabeza...
Quizá la culpa de este aparentar erudición, hacer remiendos sin cosecha propia (“cortar” y “pegar”, siguiendo el argot del ordenador) es el amor desmesurado a la gloria propia, cosa que va contra el espíritu sencillo del sabio. La voluptuosidad de la dialéctica lleva a una pérdida de sentido de la realidad, dejarse llevar por la “borrachera” de unas ideas que crean éxito, pero que dejan un poso de amargura, de desencanto pues son ideas desencarnadas que apagan mi vida, con excusa de verdades me quitan la verdad, con esas razones me dejan sin razón. Es la insinceridad del intelecto con respecto a mi vida, la culpable dicotomía entre la mente y el corazón, la inteligencia y el amor, entre ideas e ideales.
¿Cuáles son los síntomas que me dan pistas para diagnosticar esta enfermedad funesta? En primer lugar, la ausencia de contemplación, la falta de reposo en el ser, el producir frenéticamente, es el no encontrarse y escoger lo de fuera, no buscar nada en mi interior porque ya no lo tengo. Esto no está reñido con trabajar “con prisa”, pues no hay que ser perfeccionistas, y nos conviene acomodarnos a la imperfección del tiempo para concluir algo. Lo malo es el nerviosismo y el apresuramiento fruto del desasosiego; el vicio intelectual de la “studiositas”, la curiosidad malsana y el dejarme llevar por el mariposeo. Es el diletantismo y la indiscreción, la preocupación intelectualoide más que intelectual.
Otro síntoma de ser mercenario es la envidia intelectual. No es sólo la tristeza por los que triunfan, sino sobre todo porque aquello que dicen otros podía haberlo dicho yo, o lo podía haber hecho mejor, o dicho mucho más profundamente, y nos molesta que publiquen lo que nosotros hemos pensado, no nos importa tanto que se haga el bien (que se conozca una verdad o se propague un conocimiento), sino que lo que nos importa es hacerlo nosotros, sin darnos cuenta de que entonces ya no es bueno, está viciado en sus intenciones (en la misma finalidad de la acción que está incluido en su objeto, y por tanto define su “ethos”).
Frente a estas enfermedades, que no construyen sino la cultura de lo efímero, queda la verdad, lo auténtico, lo que se vive. Eso es lo que pervive en el tiempo, los frutos que perduran, lo demás se pudre. Para un cristiano, todo queda referido al modelo, Cristo, y ofrecido al Padre Dios. Entonces, no hay polilla o polvo, no hay preocupaciones por la precariedad, siguiendo el ejemplo y los consejos de Jesús: “no os preocupéis por vuestra vida...” Entonces la honorabilidad adquiere una coherencia que es testimonio fiel, martirio, pues muchos sufren por la verdad (desde el antiguo Séneca hasta nuestros días, basta citar el caso emblemático de Tomás Moro). Mi investigación no será entonces ficticia, sino parte de mi vida; no esclaviza, tiene un motivo más alto que la gloria humana; no está desligada de mi preocupación por los demás sino que se dirige a ello; no vivo para estudiar sino que el estudio, como lo demás, es un ingrediente de mi vida, medio de hacer el bien y de hacerme bueno. El vivir no se desliga del contemplar, ni del dar la vida, la verdad me lleva a ser verdadero y en la medida que soy verdadero, soy. En todo pongo un poco de mi corazón, y un trozo de alma, un pedazo de mi vida, en una unidad que me recuerda lo que decía una hija de Tomás Alvira: “todo en mi padre era verdad: por eso era tan buen educador”.
Jesús es el ejemplo supremo de humildad y de entrega a los demás: Yo estoy en medio de vosotros como quien sirve. Sigue siendo ésa su actitud hacia cada uno de nosotros. Dispuesto a servirnos, a ayudarnos, a levantarnos de las caídas. Ejemplo os he dado para que como yo he hecho con vosotros, así hagáis vosotros (Jn 13,15). El Señor nos invita a seguirle y a imitarle, y nos deja una regla muy sencilla, pero exacta, para vivir la caridad con humildad y espíritu de servicio: Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos (Mt 7,12): que nos comprendan cuando nos equivocamos, que nadie hable mal a nuestras espaldas, que se preocupen por nosotros cuando estamos enfermos, que nos exijan y corrijan con cariño, que recen por nosotros... Estas son las cosas que, con humildad y espíritu de servicio, hemos de hacer por los demás.
La caridad cala, como el agua en la grieta de la piedra, y acaba por romper la resistencia más dura. “Amor saca amor”, decía Santa Teresa. De modo particular hemos de vivir este espíritu del Señor con los más próximos, en la propia familia. La Virgen, Esclava del Señor, nos ayudará a entender que servir a los demás es una de las formas de encontrar la alegría en esta vida y uno de los caminos más cortos para encontrar a Jesús. Para eso, hemos de pedirle que nos haga verdaderamente humildes (F. Fernández Carvajal).
domingo, 27 de marzo de 2011
Cuaresma 2ª semana, lunes: la justicia de la misericordia
Cuaresma 2ª semana, lunes: la justicia de la misericordia
1ª: Lectura del profeta Daniel 9,4b-10: “En aquellos días, -yo, Daniel- derramé mi oración al Señor mi Dios y le hice esta confesión: ¡Ah, Señor, Dios grande y temible, que guardas la alianza y el amor a los que te aman y observan tus mandamientos! Nosotros hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas. No hemos escuchado a tus siervos, los profetas, que en tu nombre hablaban a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres... A ti, Señor, la justicia; a nosotros la vergüenza en el rostro... Y al Señor Dios nuestro, la piedad y el perdón...”
Salmo 78: «Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados. No recuerdes contra nosotros las culpas de nuestros padres; que tu compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados. Socórrenos, Dios Salvador nuestro, por el honor de tu nombre. Llegue a tu presencia el gemido del cautivo, con tu brazo poderoso salva a los condenados a muerte. Mientras nosotros, pueblo tuyo, ovejas de tu rebaño, te daremos gracias siempre, cantaremos tus alabanzas de generación en generación».
Texto del Evangelio (Lc 6,36-38 = DOMINGO 07C): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque con la medida con que midáis se os medirá».
Comentario: 1. –Daniel 9,4-10: La lectura de hoy es un fragmento de la oración de Daniel, que nos muestra el aspecto dramático que, a menudo, incluyen las relaciones hombre-Dios. El Señor permanece fiel a la Alianza y está siempre dispuesto a otorgar su amor; el hombre, muchas veces, prefiere vivir por su propia cuenta (Misa dominical 1990). En esta confesión de Daniel, todos podemos vernos a nosotros mismos: por el reconocimiento de nuestra carga de pecado al traicionar a los hombres, porque no escuchamos la voz de la conciencia, porque no aceptamos el mensaje de salvación que nos viene en la voz de los profetas y los signos. Si Dios no es misericordioso, ¿tenemos nosotros futuro?
La conciencia es la luz del alma, de lo más profundo del ser del hombre, y, si se apaga, el hombre se queda a oscuras y puede cometer todos los atropellos posibles contra sí mismo y contra los demás. Jesús compara la función de la conciencia a la del ojo en nuestra vida (Lucas 11, 34-35). Cuando el ojo está sano se ven las cosas tal como son, sin deformaciones. Un ojo enfermo no ve o deforma la realidad, engaña al propio sujeto, y la persona puede llegar a pensar que los sucesos y las personas son como ella los ve con sus ojos enfermos. La conciencia se puede deformar por no haber puesto los medios para alcanzar la ciencia debida acerca de la fe, o bien por una mala voluntad dominada por la soberbia, la sensualidad o la pereza. La Cuaresma es un tiempo muy oportuno para pedirle al Señor que nos ayude a formarnos muy bien la conciencia y para que examinemos si somos sinceros con nosotros mismos y en la dirección espiritual. La luz que hay en nosotros no brota de nuestro interior, sino de Jesucristo. Yo soy –ha dicho Él- la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas (Juan 8, 12). Su luz esclarece nuestras conciencias: más aún, nos puede convertir en luz que ilumine la vida de los demás: vosotros sois la luz del mundo (Mateo 5, 14). Lo haremos con nuestra palabra y con nuestro comportamiento, para lo cual tenemos necesidad de formarnos una conciencia recta y delicada, que entienda con facilidad la voz de Dios en los asuntos de la vida cotidiana. La ciencia moral debida y el esfuerzo por vivir las virtudes cristianas (doctrina y vida) son los dos aspectos esenciales para la formación de la conciencia. Nadie nos puede sustituir ni podemos delegar esta grave responsabilidad. Para el caminante que verdaderamente desea llegar a su destino lo importante es tener claro el camino. Agradece las señales claras, aunque alguna vez indiquen un sendero un poco más estrecho y dificultoso, y huirá de los caminos que, aunque sean anchos y cómodos de andar, no conducen a ninguna parte... o llevan a un precipicio. Necesitamos luz y claridad para nosotros y para quienes están a nuestro lado. Es muy grande nuestra responsabilidad. El cristiano está puesto por Dios como antorcha que ilumina a otros en su caminar hacia Dios (F. Fernández Carvajal).
«Sálvame, Señor, ten misericordia de mí. Mi pie se mantiene en el camino llano. En la asamblea bendeciré al Señor» (Sal 25,11-12; Entrada). Empezamos la segunda semana de la Cuaresma con una oración penitencial muy hermosa, puesta en labios de Daniel. Él reconoce la culpa del pueblo elegido, tanto del Sur (Judá) como del Norte (Israel), tanto del pueblo como de sus dirigentes. No han hecho ningún caso de los profetas que Dios les envía: «hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas, hemos pecado contra ti». Mientras que por parte de Dios todo ha sido fidelidad. Daniel hace una emocionada confesión de la bondad de Dios: «Dios grande, que guardas la alianza y el amor a los que te aman... Al Señor Dios nuestro la piedad y el perdón».
Nosotros hemos pecado, nos hemos apartado de tus mandamientos. En la plegaria de Daniel se reconoce la malicia del pecado con gran sinceridad. Reflexionemos sobre nuestros pecados, en este tiempo de penitencia cuaresmal. De una parte, el amor y la misericordia de Dios; de otra, nuestras caídas e infidelidades. ¿No debiera Él abandonarnos? ¿No lo hemos merecido? ¿Y no parece a veces que Dios deja también abandonada, en su alocado camino, a nuestra generación infiel? Bien merecido lo tenemos. ¿Quién puede salvarnos? Solamente la penitencia, el recogimiento, la conversión. Todos los profetas reclaman, en nombre de Dios, la conversión: «Convertíos a Mí de todo corazón con ayunos, llanto y lágrimas de penitencia... arrepentíos y convertíos de los delitos que habéis perpetrado y estrenad un corazón nuevo y un espíritu nuevo; y así no moriréis, casa de Israel. Pues no quiero la muerte de nadie... arrepentíos y viviréis» (Ez 18,30-32). «Convertíos a Mí... y yo me convertiré a vosotros... No seáis como vuestros padres, a quienes predicaban los antiguos profetas. Así dice el Señor: Convertíos de vuestra mala conducta y de vuestras malas obras» (Za 1,3-4). «Buscad al Señor, mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus placeres; que regrese al Señor y Él tendrá piedad. Nuestro Dios es rico en perdón» (Is 55,6-7; Manuel Garrido).
En el evangelio de hoy, Jesús nos pide que seamos «misericordiosos», como Él es «misericordioso» con nosotros. La plegaria de Daniel se apoya, por entero, sobre esa misericordia de Dios. Esto nos permite no «descorazonarnos» cuando pensamos en nuestros pecados. –“¡Oh! Señor, Dios grande y temible...” Es el primer pensamiento que cruza nuestra mente. La grandeza, la perfección, la santidad de Dios. "Santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo. El cielo y la tierra están llenos de tu gloria". Ese Dios santo, hermoso y grande... espera de los hombres santidad, belleza, grandeza. Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto. Me detengo y reflexiono sobre la noción de «perfección»: un objeto perfecto, un trabajo perfecto. –“Nosotros hemos pecado, hemos cometido la iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos”. El mal. Lo contrario a la perfección. Pienso en un objeto no conseguido, un trabajo mal hecho, chapucero. Lo contrario de Dios. El egoísmo en lugar del amor. La fealdad en lugar de la belleza. Pienso en mis pecados habituales y los miro desde ese ángulo. Trato de darme cuenta mejor de que son un fallo, un mal. Trato de ver si haciendo yo lo contrario sería un bien, un resultado mejor. –“Nosotros... nosotros... nosotros... no hemos escuchado...” lo que los profetas dijeron a nuestros reyes, a nuestros jefes, a nuestros padres, a todo el pueblo. Esa oración penitencial de Daniel es muy justa. No se dirige a Dios desde una perspectiva «individual» solamente -mis pecados-, sino desde una perspectiva "comunitaria" -nuestros pecados-. Ayúdanos, Señor, a dirigirnos a ti en nombre de todos nuestros hermanos. «Nosotros» hemos pecado... Yo soy solidario de los pecados de los demás. Cuando, en esta cuaresma pronuncio unas plegarias penitenciales, estoy rogando por el mundo entero. «Ten piedad de nosotros, Padre de todos nosotros, Tú estás viendo nuestra miseria. En este mismo momento, esta oración mía, la estoy haciendo a cuenta de toda la humanidad. Te ruego, Señor, por todos los pecadores de los cuales formo parte. –“A ti, Señor, la justicia... A nosotros la vergüenza en el rostro...” He ahí donde nos encontramos, por el momento. El descubrimiento indispensable de nuestras deficiencias, de nuestros límites, de nuestro poco dominio de nosotros mismos, no es muy hermoso. No hay de qué enorgullecerse. Se siente más bien vergüenza. Esta es una primera etapa. –“Al Señor Dios nuestro, la piedad y el perdón”. En efecto, y felizmente Tú eres mejor que nosotros, Señor. Te doy gracias por esas palabras: la piedad... el perdón... Por todas las veces que has perdonado mis debilidades, bendito seas. Cuando Jesús nos diga que seamos “misericordiosos como Dios es misericordioso”, nos invitará a una misericordia infinita -hay que perdonar setenta y siete veces siete... La grandeza de Dios, su santidad, su infinitud, se aplican también a su misericordia. Su misericordia perfecta, infinita es una de las perfecciones de Dios (Noel Quesson).
Sigamos humillándonos, no te importe, tenemos motivos de sobra. “Señor, nos abruma la vergüenza” ¿Hace cuánto que no sientes vergüenza? Me imagino que la psicología me echará en cara el favorecer la vergüenza como un sentimiento positivo o el pensar que la culpabilidad- en bastantes casos- es positiva, ya que los psicólogos modernos (es decir, desde mediados del siglo pasado) favorecen la autoestima, la huida de pensamientos “negativos” y el ocultar el sentimiento de culpa. Reconozco que suspendí dos veces psicología (lo que me obligó a estudiarla tres veces), pero aun así no me convenció del todo.
La autoestima. Cuántas horas oyendo hablar de la autoestima, cuántos libros publicados, cuántas conferencias y consejos sobre aprender a quererse. Es muy útil para justificar conciencias, admitir actos y actitudes que nos incomodan “un poco”, pero cuando te encuentras con una vida que está en la basura, que objetivamente no tiene un agarradero donde cogerse, porque día tras día ha ido perdiendo a su familia, a sus amigos e incluso a sí mismo y que ha llegado a ser una sombra de su pasado, de nada me ha servido decirles que se quieran, pues no quisieran su estado ni para su peor enemigo. Esas personas no tienen que quererse, que “auto-estimarse”, lo que tienen que hacer es sentirse querida, no por lo que son sino por quienes son. A lo mejor estás pensando en drogadictos terminales, en delincuentes peligrosos, mendigos crónicos y tienes razón, ni ellos pueden quererse en esa situación pero, no nos vayamos tan lejos, piensa en ti, que yo ahora pensaré en mí.
Descubrimos vidas de personas que, a nuestra edad, ya habían descubierto claramente el amor de Dios, que habían entregado su vida sin reservas, que no buscaban fútiles compensaciones ni justificaciones baratas en “los tiempos”, “las modas” o “las situaciones”. No eran impecables pero descubrían el amor intenso y misericordioso de Dios. Por mi parte, tengo a Dios en mis manos y lo comulgo todos los días pero sigo “enganchado” a mi bienestar con repugnancia a la cruz, recibo el perdón de Dios y lo comunico en nombre de toda la Iglesia, pero sigo intentando robar de los demás prestigios o prebendas, he descubierto el tesoro de mi vocación sacerdotal pero sigo mendigando otros bienes que son males. ¿Cómo voy a estimar todo eso? ¿De qué manera me pondré de rodillas frente al crucifijo y le diré al Señor: “En el fondo me quiero”? Sólo me saldrá del corazón decirle: “Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados… pues estamos agotados”. No es falta de autoestima ni complejo de culpa, es la realidad: Dios te quiere aunque seas pecador y te quiere santo, “nuestro Dios es compasivo y perdona”, no se enorgullece del pecado de sus hijos, pero seguimos siendo sus hijos. Desde aquí pregúntate sinceramente: ¿A quién vas a condenar?, ¿a quién vas a juzgar? ¿a quién vas a medir? ¿a quién no vas a perdonar? María, madre de los dolores, ayúdame a llorar un poco más y a “quererme” un poco menos. Nuestra es la vergüenza en el rostro, pues nos hemos rebelado contra el Señor y nos hemos apartado de la fidelidad a su Palabra y a la Alianza que hemos pactado con Él. Con el corazón humillado sólo alcanzamos a golpearnos el pecho, y con el rostro en tierra le decimos al Señor: Ten misericordia de mí, porque soy un pecador. Llegamos ante el Señor con la confianza de saber que nos presentamos ante nuestro Dios y Padre, rico en misericordia y siempre dispuesto a perdonarnos. Pero no buscamos al Señor para burlarnos de Él. No venimos a pedir su perdón para después volver a nuestros pecados. Buscamos al Señor y nos humillamos ante Él porque estamos dispuestos, en adelante, a cumplir en todo su voluntad; a vivir y a caminar en el amor tanto a Él como a nuestro prójimo, de tal forma que no sólo nos llamemos hijos suyos, sino que lo seamos en verdad.
2. Sal. 78. Nos hace bien reconocer que somos pecadores, haciendo nuestra la oración de Daniel. Personalmente y como comunidad. Reconocer nuestra debilidad es el mejor punto de partida para la conversión pascual, para nuestra vuelta a los caminos de Dios. El que se cree santo, no se convierte. El que se tiene por rico, no pide. El que lo sabe todo, no pregunta. ¿Nos reconocemos pecadores? ¿Somos capaces de pedir perdón desde lo profundo de nuestro ser? ¿Preparamos ya con sinceridad nuestra confesión pascual? Cada uno sabrá cuál es su situación de pecado, cuáles sus fallos desde la Pascua del año pasado. Ahí es donde la palabra nos quiere enfrentar con nuestra propia historia y nos invita a volvernos a Dios. A mejorar en algo concreto nuestra vida en esta Cuaresma. Aunque sea un detalle pequeño, pero que se note. Seguros de que Dios, misericordioso, nos acogerá como un padre. Hagamos nuestra la súplica del salmo: «Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados... Líbranos y perdona nuestros pecados». «Señor, Padre santo, que para nuestro bien espiritual nos mandaste dominar nuestro cuerpo mediante la austeridad, ayúdanos a librarnos de la seducción del pecado, y a entregarnos al cumplimiento filial de tu santa Ley» (Colecta). ¿Quién puede salvarnos? La conversión a la ley y a los mandamientos del señor. La ley del Señor es intachable. Ella encamina y reconforta a las almas.
Roguémosle al Señor que olvide nuestras culpas; que nos perdone, porque en verdad queremos volver a Él y queremos que su Espíritu nos guíe. Dios sale a nuestro encuentro por medio de su Hijo, hecho uno de nosotros. Dios no se olvida de que somos barro, inclinados al pecado. Por eso se manifiesta como un Padre lleno de compasión y de ternura para con nosotros. No nos está siempre acusando, ni nos guarda rencor. Jesús, clavado en la cruz nos perdonó para llevarnos, junto con Él, a la gloria que como a Hijo unigénito le pertenece. Por eso, quienes hemos recibido sus dones, quienes hemos sido hechos hijos de Dios, debemos saber amarnos como Él nos ha amado; y debemos perdonar como nosotros hemos sido perdonados por Dios. Que esta cuaresma nos ayude a retirar de nosotros el gesto amenazador y los deseos de venganza para que, trabajando por la paz, construyamos una sociedad más fraterna, más unida y con una capacidad mayor para sabernos comprender y perdonar mutuamente. Cuando esto suceda sabremos que el Reino de Dios ha llegado a nuestros corazones.
3. Lc. 6, 36-38. Si la dirección de la primera lectura era en relación con Dios -reconocernos pecadores y pedirle perdón a Él- el pasaje del evangelio nos mueve a actuar en consecuencia (cosa más incómoda): Jesús nos invita a saber perdonar nosotros a los demás. El programa es concreto y progresivo: «sed compasivos... no juzguéis... no condenéis... perdonad... dad». El modelo sigue siendo, como ayer, el mismo Dios: «sed compasivos como vuestro Padre es compasivo». Esta actitud de perdón la pone Jesús como condición para que también a nosotros nos perdonen y nos den: «la medida que uséis, la usarán con vosotros». Es lo que nos enseñó a pedir en el Padrenuestro: «perdónanos... como nosotros perdonamos».
Según dijo el Señor a Santa Faustina, el domingo siguiente al de Pascua se celebra la fiesta de la Divina Misericordia: proclamamos el amor de Dios por la humanidad. Juan Pablo II, gran precursor de esta “ley” divina, había preparado para el día que su muerte impidió leer, precisamente en esta fiesta, un texto donde recordaba el pasaje del Evangelio cuando el Resucitado se apareció a los apóstoles "y les mostró las manos y el costado", es decir "los signos de la dolorosa pasión grabados de forma indeleble en su cuerpo incluso después de la resurrección. Esas llagas gloriosas que, ocho días después, hizo tocar al incrédulo Tomás, revelan la misericordia de Dios, ‘que tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito’". Hemos de beber de esta lógica divina, para poder vivir esta misericordia con los demás. Efectivamente, "a la humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado ofrece como don su amor que perdona, reconcilia y vuelve a abrir el ánimo a la esperanza. Es amor que convierte los corazones y da la paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Divina Misericordia!". No se piden en esta devoción muchas cosas, básicamente rezar aquella sencilla jaculatoria, resumen de la otra del Sagrado Corazón (“Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío”): aquí es simplemente: “Jesús, en ti confío”: "Señor, que con tu muerte y resurrección revelas el amor del Padre, nosotros creemos en ti y con confianza te repetimos hoy: Jesús, confío en Ti, ten misericordia de nosotros y del mundo entero". La mejor manera de participar de este tesoro es desde el corazón de la Virgen: “contemplar con los ojos de María, el inmenso misterio de este amor misericordioso que brota del Corazón de Cristo.”
Esta divina misericordia en el Evangelio de hoy va de la mano de la justicia, esa es la auténtica ley divina. Como reza aquel salmo, “iustitia et pax osculatae sunt”, aquí se dan de la mano la misericordia y la justicia. Jesús establece una norma que resplandece desde hace días en la liturgia: “Norma absoluta: si nuestro Padre del cielo es misericordioso, nosotros, como hijos suyos, también lo hemos de ser. Y el Padre, ¡es tan misericordioso! El versículo anterior afirma: «(...) y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los malos» (Lc 6,35)… Nos encontramos ante una especie de “ley del talión” en las antípodas de la rechazada por Jesús («Ojo por ojo, diente por diente»). Aquí, en cuatro momentos sucesivos, el divino Maestro nos alecciona, primero, con dos negaciones; después, con dos afirmaciones. Negaciones: «No juzguéis y no seréis juzgados»; «No condenéis y no seréis condenados». Afirmaciones: «Perdonad y seréis perdonados»; «Dad y se os dará». Apliquémoslo concisamente a nuestra vida de cada día… Hagamos un valiente y claro examen de conciencia: si en materia familiar, cultural, económica y política el Señor juzgara y condenara nuestro mundo como el mundo juzga y condena, ¿quién podría sostenerse ante el tribunal?... Si damos, ¿nos darán en la misma proporción? ¡No! Si damos, recibiremos —notémoslo bien— una medida buena, apretada, remecida, rebosante (Lc 6,38). Y es que es a la luz de esta bendita desproporción que somos exhortados a dar previamente. Preguntémonos: cuando doy, ¿doy bien, doy buscando lo mejor, doy con plenitud?” (Antoni Oriol Tataret).
Debemos aceptar el paso que nos propone Jesús: ser compasivos y perdonar a los demás como Dios es compasivo y nos perdona a nosotros: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo, dice el Señor» (Lc 6,36: Comunión). Ya el sábado pasado se nos proponía «ser perfectos como el Padre celestial es perfecto», porque ama y perdona a todos. Hoy se nos repite la consigna. ¿De veras tenemos un corazón compasivo? ¡Cuántas ocasiones tenemos, al cabo del día, para mostrarnos comprensivos, para saber olvidar, para no juzgar ni condenar, para no guardar rencor, para ser generosos, como Dios lo ha sido con nosotros! Esto es más difícil que hacer un poco de ayuno o abstinencia. Ahí tenemos un buen examen de conciencia para ponernos en línea con los caminos de Dios y con el estilo de Jesús. Es un examen que duele. Tendríamos que salir de esta Cuaresma con mejor corazón, con mayor capacidad de perdón y comprensión. Antes de ir a comulgar con Cristo, cada día decimos el Padrenuestro. Hoy será bueno que digamos de verdad lo de «perdónanos como nosotros perdonamos». Pero con todas las consecuencias: porque a veces somos duros de corazón y despiadados en nuestros juicios y en nuestras palabras con el prójimo, y luego muy humildes en nuestra súplica a Dios. «Sálvame, Señor, ten misericordia de mí» (entrada; J. Aldazábal). Comenta San Agustín: «Ved, hermanos, que la cosa está clara y que la amonestación es útil... Todo hombre, al mismo tiempo que es deudor ante Dios, tiene a su hermano por deudor... Por esto el Dios justo estableció que, así como te comportes con tu deudor, se comportará Él contigo... Respecto al perdón, tú no sólo quieres que se te perdone tu pecado, sino que también tienes a quién perdonar... Por tanto, si queremos que se nos perdone a nosotros, hemos de estar dispuestos a perdonar todas las culpas que se cometan contra nosotros...”. Resida en el alma amansada y humilde la misericordiosa disponibilidad para el perdón. Solicite perdón quien ofendió; concédalo quien lo recibió. Así observaremos el precepto del Señor.
A veces puede parecer difícil vivir esta “ley del talión al revés”, devolver bien por mal, “poner amor donde no hay amor para sacar amor”, pero vemos que para el hombre es la única solución, y para Dios todo es posible, y nos da su gracia para vivirlo: el Señor nos ha dicho que, a los cristianos, nos reconocerían por cómo nos queremos, por cómo vivimos la caridad. Su mandamiento nuevo es que nos amemos como Él nos quiere. Debido al pecado original -y con él, la soberbia, la envidia, el rencor…-, la convivencia humana se ha hecho más difícil; es con la gracia de Dios como el hombre puede llegar a amar al prójimo como lo ama Él. El Catecismo nos enseña que: “Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida "del fondo del corazón", en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios” (n. 2842). “La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, DM 14; Catecismo 2844; ver http://www.oracionesydevociones.info/01940001_elartedeperdonar.htm).
Ser bueno "sin medida", como Dios. –“Sed misericordiosos...” Es una palabra intraducible que hoy corre el riesgo de ser mal comprendida. Que cada uno según su modo de ser se ejercite en encontrarle sinónimos. -Compartid las penas de los demás... -Sed indulgentes... -Dejaos conmover... -Excusad... -Participad en las tribulaciones de vuestros hermanos... -Olvidad las injurias… -Sed sensibles... -No guardéis rencor... -Tened buen corazón... –“Así como también vuestro Padre es misericordioso.” La moral cristiana, a menudo tan próxima a una simple moral humana, se caracteriza por el hecho de que es, habitualmente, una imitación de Dios. San Juan dirá "Dios es amor", san Lucas dice: "Dios es misericordia." Jesús ha insistido a menudo sobre este punto. El mismo era una perfecta "imagen de Dios", que modelaba su comportamiento según el del Padre. En mi oración, evoco las escenas en las que Jesús ha mostrado especialmente su misericordia... ¿Y yo? A menudo, por desgracia, no me asemejo ni al Padre, ni a Jesús. Desfiguro la imagen de Dios en mí. Doy una mala idea de ti, Señor, cada vez que falto al amor. Cada una de mis palabras duras, de mis acritudes, de mis malas intenciones... cada una de mis indiferencias a las preocupaciones de mis hermanos... ¡es lo contrario de Dios! Perdón, oh Padre, por deformar, a veces, el espejo que yo debería ser de ti. Y me dejo captar por este pensamiento: Tú esperas, Señor, que yo me parezca a ti, que sea el representante de tu amor cerca de mis hermanos. Ser el corazón de Dios, ser la mano de Dios... ser "como si" estuviese Dios presente cerca de un tal... o un cual... Cada una de mis tareas humanas de hoy tiene un valor infinito, un peso de eternidad: es Dios mismo el que actúa en y por mí, en mis afectos. ¡Sed como Dios! –“No juzguéis, y no seréis juzgados...” No condenéis, y no seréis condenados... Perdonad, y seréis perdonados. Dad, y se os dará... Hay que dejarse interpelar e interrogar por estas frases. Hay que escucharlas de la boca misma de Jesús, como si hubiéramos estado presentes en su auditorio cuando Él las pronunciaba. ¿A propósito de qué detalles concretos de mi vida, de qué personas... Jesús me repite esto, a mí: No juzgues a un tal... un cual... No condenes a un tal... una cual... Perdona a... a... Da...? Y todo ello no es propio en primer lugar de la "Moral": es hacer como Dios. Jesús nos dice que Dios es así. –“Una buena medida, llena, apretada, colmada” (Noel Quesson): «Señor, que esta comunión nos limpie de pecado, y nos haga partícipes de las alegrías del cielo» (Postcomunión).
Contemplamos a nuestro Dios y Padre, rico en misericordia para con todas su criaturas. Él no nos abandonó a la muerte, sino que, compadecido de nosotros, tendió su mano para que pueda encontrarle todo aquel que le busque con un corazón sincero. Si Dios se ha manifestado así para con nosotros, quien se precie de ser hijo de Dios debe ser misericordioso como nuestro Padre es misericordioso. El punto de referencia del hombre de fe es Dios mismo, en quien creemos y cuya vida hemos aceptado en nosotros. Por eso no podemos juzgar, ni condenar a los demás; no podemos cerrar nuestras manos ante las necesidades de nuestro prójimo. Dios nos quiere convertidos en un signo de su amor, de su misericordia, de su entrega para todos aquellos con quienes nos relacionamos en la vida. Seamos capaces, incluso, de entregar nuestra propia vida buscando el bien de los demás. Al final, en la medida de nuestra entrega por los demás Dios se entregará a nosotros. Si queremos que Dios sea todo en nosotros, seamos nosotros todo para los demás haciéndoles el bien y procurando que disfruten de la paz y de una vida digna. En la Eucaristía celebramos la plenitud del amor y de la misericordia de Dios hacia nosotros. ¿Quién puede negar su propio pecado? Pero, al mismo tiempo, ¿quién puede negar que Dios le sigue amando? Dios nos quiere con Él. La Eucaristía adelanta, en esta vida, nuestro encuentro con el Señor y nuestra participación de su Vida. Por eso, al presentarnos ante Él, debemos saber pedirle que nos perdone y que nos fortalezca para que no volvamos a alejarnos de Él, ni a dejarnos dominar por la maldad. Dios, por medio de su Hijo, nos ha buscado por los caminos que nos desviaron y nos alejaron de su presencia. Esa actitud de Dios nos está demostrando hasta dónde llega su amor por nosotros. Cristo, clavado en la cruz por amor al Padre y por amor a nosotros, es el lenguaje más claro de que Dios está de nuestra parte y que nos quiere eternamente con Él. Que la Redención de Cristo no sea inútil en nosotros. Por eso aprovechemos este tiempo de cuaresma para dejarnos perdonar por Dios, de tal forma que, reconciliados con Él, podamos no sólo llamarnos hijos de Dios, sino serlo en verdad. Procuremos mostrar nuestra fe en Dios mediante nuestras obras. No podemos creer en Dios conforme a nuestras imaginaciones, ni crearlo conforme a nuestras aspiraciones, sino conocerlo y aceptarlo conforme al Rostro que de Él nos reveló su Hijo. Por eso hemos de vivir cercanos a nuestro Dios y Padre. Hemos de experimentar su amor y su misericordia. No podemos sólo convertirnos en quienes proclaman su Nombre con los labios. Si hemos sido amados y perdonados por Dios; si Él ha sido misericordioso para con nosotros es para que vayamos y hagamos nosotros lo mismo. Quien se acerca a Dios pero desprecia a su hermano, quien no sabe perdonarle, quien le deja abandonado en medio de sus dolores y sufrimientos, no puede decir que en verdad conoce a Dios y el amor que Él nos tiene. Seamos misericordiosos, como nuestro Padre es misericordioso. Que esta cuaresma nos ayude a abrir los ojos ante las angustias y tristezas de nuestros hermanos para que, guiados por el Espíritu de Dios que habita en nuestros corazones, podamos vivir en paz, unidos fraternalmente por el amor que Dios ha infundido en nosotros. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de recibir con amor la Vida que Dios nos ofrece. Que viviendo en comunión de Vida con Cristo, nuestro Dios y Señor, podamos ser portadores de su perdón, de su amor, de su generosidad y de su misericordia para todas las personas de todos los pueblos de la tierra. Amén (www.homiliacatolica.com; muchos textos están tomados de mercaba.org. Llucià Pou, 2009).
1ª: Lectura del profeta Daniel 9,4b-10: “En aquellos días, -yo, Daniel- derramé mi oración al Señor mi Dios y le hice esta confesión: ¡Ah, Señor, Dios grande y temible, que guardas la alianza y el amor a los que te aman y observan tus mandamientos! Nosotros hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas. No hemos escuchado a tus siervos, los profetas, que en tu nombre hablaban a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres... A ti, Señor, la justicia; a nosotros la vergüenza en el rostro... Y al Señor Dios nuestro, la piedad y el perdón...”
Salmo 78: «Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados. No recuerdes contra nosotros las culpas de nuestros padres; que tu compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados. Socórrenos, Dios Salvador nuestro, por el honor de tu nombre. Llegue a tu presencia el gemido del cautivo, con tu brazo poderoso salva a los condenados a muerte. Mientras nosotros, pueblo tuyo, ovejas de tu rebaño, te daremos gracias siempre, cantaremos tus alabanzas de generación en generación».
Texto del Evangelio (Lc 6,36-38 = DOMINGO 07C): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque con la medida con que midáis se os medirá».
Comentario: 1. –Daniel 9,4-10: La lectura de hoy es un fragmento de la oración de Daniel, que nos muestra el aspecto dramático que, a menudo, incluyen las relaciones hombre-Dios. El Señor permanece fiel a la Alianza y está siempre dispuesto a otorgar su amor; el hombre, muchas veces, prefiere vivir por su propia cuenta (Misa dominical 1990). En esta confesión de Daniel, todos podemos vernos a nosotros mismos: por el reconocimiento de nuestra carga de pecado al traicionar a los hombres, porque no escuchamos la voz de la conciencia, porque no aceptamos el mensaje de salvación que nos viene en la voz de los profetas y los signos. Si Dios no es misericordioso, ¿tenemos nosotros futuro?
La conciencia es la luz del alma, de lo más profundo del ser del hombre, y, si se apaga, el hombre se queda a oscuras y puede cometer todos los atropellos posibles contra sí mismo y contra los demás. Jesús compara la función de la conciencia a la del ojo en nuestra vida (Lucas 11, 34-35). Cuando el ojo está sano se ven las cosas tal como son, sin deformaciones. Un ojo enfermo no ve o deforma la realidad, engaña al propio sujeto, y la persona puede llegar a pensar que los sucesos y las personas son como ella los ve con sus ojos enfermos. La conciencia se puede deformar por no haber puesto los medios para alcanzar la ciencia debida acerca de la fe, o bien por una mala voluntad dominada por la soberbia, la sensualidad o la pereza. La Cuaresma es un tiempo muy oportuno para pedirle al Señor que nos ayude a formarnos muy bien la conciencia y para que examinemos si somos sinceros con nosotros mismos y en la dirección espiritual. La luz que hay en nosotros no brota de nuestro interior, sino de Jesucristo. Yo soy –ha dicho Él- la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas (Juan 8, 12). Su luz esclarece nuestras conciencias: más aún, nos puede convertir en luz que ilumine la vida de los demás: vosotros sois la luz del mundo (Mateo 5, 14). Lo haremos con nuestra palabra y con nuestro comportamiento, para lo cual tenemos necesidad de formarnos una conciencia recta y delicada, que entienda con facilidad la voz de Dios en los asuntos de la vida cotidiana. La ciencia moral debida y el esfuerzo por vivir las virtudes cristianas (doctrina y vida) son los dos aspectos esenciales para la formación de la conciencia. Nadie nos puede sustituir ni podemos delegar esta grave responsabilidad. Para el caminante que verdaderamente desea llegar a su destino lo importante es tener claro el camino. Agradece las señales claras, aunque alguna vez indiquen un sendero un poco más estrecho y dificultoso, y huirá de los caminos que, aunque sean anchos y cómodos de andar, no conducen a ninguna parte... o llevan a un precipicio. Necesitamos luz y claridad para nosotros y para quienes están a nuestro lado. Es muy grande nuestra responsabilidad. El cristiano está puesto por Dios como antorcha que ilumina a otros en su caminar hacia Dios (F. Fernández Carvajal).
«Sálvame, Señor, ten misericordia de mí. Mi pie se mantiene en el camino llano. En la asamblea bendeciré al Señor» (Sal 25,11-12; Entrada). Empezamos la segunda semana de la Cuaresma con una oración penitencial muy hermosa, puesta en labios de Daniel. Él reconoce la culpa del pueblo elegido, tanto del Sur (Judá) como del Norte (Israel), tanto del pueblo como de sus dirigentes. No han hecho ningún caso de los profetas que Dios les envía: «hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas, hemos pecado contra ti». Mientras que por parte de Dios todo ha sido fidelidad. Daniel hace una emocionada confesión de la bondad de Dios: «Dios grande, que guardas la alianza y el amor a los que te aman... Al Señor Dios nuestro la piedad y el perdón».
Nosotros hemos pecado, nos hemos apartado de tus mandamientos. En la plegaria de Daniel se reconoce la malicia del pecado con gran sinceridad. Reflexionemos sobre nuestros pecados, en este tiempo de penitencia cuaresmal. De una parte, el amor y la misericordia de Dios; de otra, nuestras caídas e infidelidades. ¿No debiera Él abandonarnos? ¿No lo hemos merecido? ¿Y no parece a veces que Dios deja también abandonada, en su alocado camino, a nuestra generación infiel? Bien merecido lo tenemos. ¿Quién puede salvarnos? Solamente la penitencia, el recogimiento, la conversión. Todos los profetas reclaman, en nombre de Dios, la conversión: «Convertíos a Mí de todo corazón con ayunos, llanto y lágrimas de penitencia... arrepentíos y convertíos de los delitos que habéis perpetrado y estrenad un corazón nuevo y un espíritu nuevo; y así no moriréis, casa de Israel. Pues no quiero la muerte de nadie... arrepentíos y viviréis» (Ez 18,30-32). «Convertíos a Mí... y yo me convertiré a vosotros... No seáis como vuestros padres, a quienes predicaban los antiguos profetas. Así dice el Señor: Convertíos de vuestra mala conducta y de vuestras malas obras» (Za 1,3-4). «Buscad al Señor, mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus placeres; que regrese al Señor y Él tendrá piedad. Nuestro Dios es rico en perdón» (Is 55,6-7; Manuel Garrido).
En el evangelio de hoy, Jesús nos pide que seamos «misericordiosos», como Él es «misericordioso» con nosotros. La plegaria de Daniel se apoya, por entero, sobre esa misericordia de Dios. Esto nos permite no «descorazonarnos» cuando pensamos en nuestros pecados. –“¡Oh! Señor, Dios grande y temible...” Es el primer pensamiento que cruza nuestra mente. La grandeza, la perfección, la santidad de Dios. "Santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo. El cielo y la tierra están llenos de tu gloria". Ese Dios santo, hermoso y grande... espera de los hombres santidad, belleza, grandeza. Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto. Me detengo y reflexiono sobre la noción de «perfección»: un objeto perfecto, un trabajo perfecto. –“Nosotros hemos pecado, hemos cometido la iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos”. El mal. Lo contrario a la perfección. Pienso en un objeto no conseguido, un trabajo mal hecho, chapucero. Lo contrario de Dios. El egoísmo en lugar del amor. La fealdad en lugar de la belleza. Pienso en mis pecados habituales y los miro desde ese ángulo. Trato de darme cuenta mejor de que son un fallo, un mal. Trato de ver si haciendo yo lo contrario sería un bien, un resultado mejor. –“Nosotros... nosotros... nosotros... no hemos escuchado...” lo que los profetas dijeron a nuestros reyes, a nuestros jefes, a nuestros padres, a todo el pueblo. Esa oración penitencial de Daniel es muy justa. No se dirige a Dios desde una perspectiva «individual» solamente -mis pecados-, sino desde una perspectiva "comunitaria" -nuestros pecados-. Ayúdanos, Señor, a dirigirnos a ti en nombre de todos nuestros hermanos. «Nosotros» hemos pecado... Yo soy solidario de los pecados de los demás. Cuando, en esta cuaresma pronuncio unas plegarias penitenciales, estoy rogando por el mundo entero. «Ten piedad de nosotros, Padre de todos nosotros, Tú estás viendo nuestra miseria. En este mismo momento, esta oración mía, la estoy haciendo a cuenta de toda la humanidad. Te ruego, Señor, por todos los pecadores de los cuales formo parte. –“A ti, Señor, la justicia... A nosotros la vergüenza en el rostro...” He ahí donde nos encontramos, por el momento. El descubrimiento indispensable de nuestras deficiencias, de nuestros límites, de nuestro poco dominio de nosotros mismos, no es muy hermoso. No hay de qué enorgullecerse. Se siente más bien vergüenza. Esta es una primera etapa. –“Al Señor Dios nuestro, la piedad y el perdón”. En efecto, y felizmente Tú eres mejor que nosotros, Señor. Te doy gracias por esas palabras: la piedad... el perdón... Por todas las veces que has perdonado mis debilidades, bendito seas. Cuando Jesús nos diga que seamos “misericordiosos como Dios es misericordioso”, nos invitará a una misericordia infinita -hay que perdonar setenta y siete veces siete... La grandeza de Dios, su santidad, su infinitud, se aplican también a su misericordia. Su misericordia perfecta, infinita es una de las perfecciones de Dios (Noel Quesson).
Sigamos humillándonos, no te importe, tenemos motivos de sobra. “Señor, nos abruma la vergüenza” ¿Hace cuánto que no sientes vergüenza? Me imagino que la psicología me echará en cara el favorecer la vergüenza como un sentimiento positivo o el pensar que la culpabilidad- en bastantes casos- es positiva, ya que los psicólogos modernos (es decir, desde mediados del siglo pasado) favorecen la autoestima, la huida de pensamientos “negativos” y el ocultar el sentimiento de culpa. Reconozco que suspendí dos veces psicología (lo que me obligó a estudiarla tres veces), pero aun así no me convenció del todo.
La autoestima. Cuántas horas oyendo hablar de la autoestima, cuántos libros publicados, cuántas conferencias y consejos sobre aprender a quererse. Es muy útil para justificar conciencias, admitir actos y actitudes que nos incomodan “un poco”, pero cuando te encuentras con una vida que está en la basura, que objetivamente no tiene un agarradero donde cogerse, porque día tras día ha ido perdiendo a su familia, a sus amigos e incluso a sí mismo y que ha llegado a ser una sombra de su pasado, de nada me ha servido decirles que se quieran, pues no quisieran su estado ni para su peor enemigo. Esas personas no tienen que quererse, que “auto-estimarse”, lo que tienen que hacer es sentirse querida, no por lo que son sino por quienes son. A lo mejor estás pensando en drogadictos terminales, en delincuentes peligrosos, mendigos crónicos y tienes razón, ni ellos pueden quererse en esa situación pero, no nos vayamos tan lejos, piensa en ti, que yo ahora pensaré en mí.
Descubrimos vidas de personas que, a nuestra edad, ya habían descubierto claramente el amor de Dios, que habían entregado su vida sin reservas, que no buscaban fútiles compensaciones ni justificaciones baratas en “los tiempos”, “las modas” o “las situaciones”. No eran impecables pero descubrían el amor intenso y misericordioso de Dios. Por mi parte, tengo a Dios en mis manos y lo comulgo todos los días pero sigo “enganchado” a mi bienestar con repugnancia a la cruz, recibo el perdón de Dios y lo comunico en nombre de toda la Iglesia, pero sigo intentando robar de los demás prestigios o prebendas, he descubierto el tesoro de mi vocación sacerdotal pero sigo mendigando otros bienes que son males. ¿Cómo voy a estimar todo eso? ¿De qué manera me pondré de rodillas frente al crucifijo y le diré al Señor: “En el fondo me quiero”? Sólo me saldrá del corazón decirle: “Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados… pues estamos agotados”. No es falta de autoestima ni complejo de culpa, es la realidad: Dios te quiere aunque seas pecador y te quiere santo, “nuestro Dios es compasivo y perdona”, no se enorgullece del pecado de sus hijos, pero seguimos siendo sus hijos. Desde aquí pregúntate sinceramente: ¿A quién vas a condenar?, ¿a quién vas a juzgar? ¿a quién vas a medir? ¿a quién no vas a perdonar? María, madre de los dolores, ayúdame a llorar un poco más y a “quererme” un poco menos. Nuestra es la vergüenza en el rostro, pues nos hemos rebelado contra el Señor y nos hemos apartado de la fidelidad a su Palabra y a la Alianza que hemos pactado con Él. Con el corazón humillado sólo alcanzamos a golpearnos el pecho, y con el rostro en tierra le decimos al Señor: Ten misericordia de mí, porque soy un pecador. Llegamos ante el Señor con la confianza de saber que nos presentamos ante nuestro Dios y Padre, rico en misericordia y siempre dispuesto a perdonarnos. Pero no buscamos al Señor para burlarnos de Él. No venimos a pedir su perdón para después volver a nuestros pecados. Buscamos al Señor y nos humillamos ante Él porque estamos dispuestos, en adelante, a cumplir en todo su voluntad; a vivir y a caminar en el amor tanto a Él como a nuestro prójimo, de tal forma que no sólo nos llamemos hijos suyos, sino que lo seamos en verdad.
2. Sal. 78. Nos hace bien reconocer que somos pecadores, haciendo nuestra la oración de Daniel. Personalmente y como comunidad. Reconocer nuestra debilidad es el mejor punto de partida para la conversión pascual, para nuestra vuelta a los caminos de Dios. El que se cree santo, no se convierte. El que se tiene por rico, no pide. El que lo sabe todo, no pregunta. ¿Nos reconocemos pecadores? ¿Somos capaces de pedir perdón desde lo profundo de nuestro ser? ¿Preparamos ya con sinceridad nuestra confesión pascual? Cada uno sabrá cuál es su situación de pecado, cuáles sus fallos desde la Pascua del año pasado. Ahí es donde la palabra nos quiere enfrentar con nuestra propia historia y nos invita a volvernos a Dios. A mejorar en algo concreto nuestra vida en esta Cuaresma. Aunque sea un detalle pequeño, pero que se note. Seguros de que Dios, misericordioso, nos acogerá como un padre. Hagamos nuestra la súplica del salmo: «Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados... Líbranos y perdona nuestros pecados». «Señor, Padre santo, que para nuestro bien espiritual nos mandaste dominar nuestro cuerpo mediante la austeridad, ayúdanos a librarnos de la seducción del pecado, y a entregarnos al cumplimiento filial de tu santa Ley» (Colecta). ¿Quién puede salvarnos? La conversión a la ley y a los mandamientos del señor. La ley del Señor es intachable. Ella encamina y reconforta a las almas.
Roguémosle al Señor que olvide nuestras culpas; que nos perdone, porque en verdad queremos volver a Él y queremos que su Espíritu nos guíe. Dios sale a nuestro encuentro por medio de su Hijo, hecho uno de nosotros. Dios no se olvida de que somos barro, inclinados al pecado. Por eso se manifiesta como un Padre lleno de compasión y de ternura para con nosotros. No nos está siempre acusando, ni nos guarda rencor. Jesús, clavado en la cruz nos perdonó para llevarnos, junto con Él, a la gloria que como a Hijo unigénito le pertenece. Por eso, quienes hemos recibido sus dones, quienes hemos sido hechos hijos de Dios, debemos saber amarnos como Él nos ha amado; y debemos perdonar como nosotros hemos sido perdonados por Dios. Que esta cuaresma nos ayude a retirar de nosotros el gesto amenazador y los deseos de venganza para que, trabajando por la paz, construyamos una sociedad más fraterna, más unida y con una capacidad mayor para sabernos comprender y perdonar mutuamente. Cuando esto suceda sabremos que el Reino de Dios ha llegado a nuestros corazones.
3. Lc. 6, 36-38. Si la dirección de la primera lectura era en relación con Dios -reconocernos pecadores y pedirle perdón a Él- el pasaje del evangelio nos mueve a actuar en consecuencia (cosa más incómoda): Jesús nos invita a saber perdonar nosotros a los demás. El programa es concreto y progresivo: «sed compasivos... no juzguéis... no condenéis... perdonad... dad». El modelo sigue siendo, como ayer, el mismo Dios: «sed compasivos como vuestro Padre es compasivo». Esta actitud de perdón la pone Jesús como condición para que también a nosotros nos perdonen y nos den: «la medida que uséis, la usarán con vosotros». Es lo que nos enseñó a pedir en el Padrenuestro: «perdónanos... como nosotros perdonamos».
Según dijo el Señor a Santa Faustina, el domingo siguiente al de Pascua se celebra la fiesta de la Divina Misericordia: proclamamos el amor de Dios por la humanidad. Juan Pablo II, gran precursor de esta “ley” divina, había preparado para el día que su muerte impidió leer, precisamente en esta fiesta, un texto donde recordaba el pasaje del Evangelio cuando el Resucitado se apareció a los apóstoles "y les mostró las manos y el costado", es decir "los signos de la dolorosa pasión grabados de forma indeleble en su cuerpo incluso después de la resurrección. Esas llagas gloriosas que, ocho días después, hizo tocar al incrédulo Tomás, revelan la misericordia de Dios, ‘que tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito’". Hemos de beber de esta lógica divina, para poder vivir esta misericordia con los demás. Efectivamente, "a la humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado ofrece como don su amor que perdona, reconcilia y vuelve a abrir el ánimo a la esperanza. Es amor que convierte los corazones y da la paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Divina Misericordia!". No se piden en esta devoción muchas cosas, básicamente rezar aquella sencilla jaculatoria, resumen de la otra del Sagrado Corazón (“Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío”): aquí es simplemente: “Jesús, en ti confío”: "Señor, que con tu muerte y resurrección revelas el amor del Padre, nosotros creemos en ti y con confianza te repetimos hoy: Jesús, confío en Ti, ten misericordia de nosotros y del mundo entero". La mejor manera de participar de este tesoro es desde el corazón de la Virgen: “contemplar con los ojos de María, el inmenso misterio de este amor misericordioso que brota del Corazón de Cristo.”
Esta divina misericordia en el Evangelio de hoy va de la mano de la justicia, esa es la auténtica ley divina. Como reza aquel salmo, “iustitia et pax osculatae sunt”, aquí se dan de la mano la misericordia y la justicia. Jesús establece una norma que resplandece desde hace días en la liturgia: “Norma absoluta: si nuestro Padre del cielo es misericordioso, nosotros, como hijos suyos, también lo hemos de ser. Y el Padre, ¡es tan misericordioso! El versículo anterior afirma: «(...) y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los malos» (Lc 6,35)… Nos encontramos ante una especie de “ley del talión” en las antípodas de la rechazada por Jesús («Ojo por ojo, diente por diente»). Aquí, en cuatro momentos sucesivos, el divino Maestro nos alecciona, primero, con dos negaciones; después, con dos afirmaciones. Negaciones: «No juzguéis y no seréis juzgados»; «No condenéis y no seréis condenados». Afirmaciones: «Perdonad y seréis perdonados»; «Dad y se os dará». Apliquémoslo concisamente a nuestra vida de cada día… Hagamos un valiente y claro examen de conciencia: si en materia familiar, cultural, económica y política el Señor juzgara y condenara nuestro mundo como el mundo juzga y condena, ¿quién podría sostenerse ante el tribunal?... Si damos, ¿nos darán en la misma proporción? ¡No! Si damos, recibiremos —notémoslo bien— una medida buena, apretada, remecida, rebosante (Lc 6,38). Y es que es a la luz de esta bendita desproporción que somos exhortados a dar previamente. Preguntémonos: cuando doy, ¿doy bien, doy buscando lo mejor, doy con plenitud?” (Antoni Oriol Tataret).
Debemos aceptar el paso que nos propone Jesús: ser compasivos y perdonar a los demás como Dios es compasivo y nos perdona a nosotros: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo, dice el Señor» (Lc 6,36: Comunión). Ya el sábado pasado se nos proponía «ser perfectos como el Padre celestial es perfecto», porque ama y perdona a todos. Hoy se nos repite la consigna. ¿De veras tenemos un corazón compasivo? ¡Cuántas ocasiones tenemos, al cabo del día, para mostrarnos comprensivos, para saber olvidar, para no juzgar ni condenar, para no guardar rencor, para ser generosos, como Dios lo ha sido con nosotros! Esto es más difícil que hacer un poco de ayuno o abstinencia. Ahí tenemos un buen examen de conciencia para ponernos en línea con los caminos de Dios y con el estilo de Jesús. Es un examen que duele. Tendríamos que salir de esta Cuaresma con mejor corazón, con mayor capacidad de perdón y comprensión. Antes de ir a comulgar con Cristo, cada día decimos el Padrenuestro. Hoy será bueno que digamos de verdad lo de «perdónanos como nosotros perdonamos». Pero con todas las consecuencias: porque a veces somos duros de corazón y despiadados en nuestros juicios y en nuestras palabras con el prójimo, y luego muy humildes en nuestra súplica a Dios. «Sálvame, Señor, ten misericordia de mí» (entrada; J. Aldazábal). Comenta San Agustín: «Ved, hermanos, que la cosa está clara y que la amonestación es útil... Todo hombre, al mismo tiempo que es deudor ante Dios, tiene a su hermano por deudor... Por esto el Dios justo estableció que, así como te comportes con tu deudor, se comportará Él contigo... Respecto al perdón, tú no sólo quieres que se te perdone tu pecado, sino que también tienes a quién perdonar... Por tanto, si queremos que se nos perdone a nosotros, hemos de estar dispuestos a perdonar todas las culpas que se cometan contra nosotros...”. Resida en el alma amansada y humilde la misericordiosa disponibilidad para el perdón. Solicite perdón quien ofendió; concédalo quien lo recibió. Así observaremos el precepto del Señor.
A veces puede parecer difícil vivir esta “ley del talión al revés”, devolver bien por mal, “poner amor donde no hay amor para sacar amor”, pero vemos que para el hombre es la única solución, y para Dios todo es posible, y nos da su gracia para vivirlo: el Señor nos ha dicho que, a los cristianos, nos reconocerían por cómo nos queremos, por cómo vivimos la caridad. Su mandamiento nuevo es que nos amemos como Él nos quiere. Debido al pecado original -y con él, la soberbia, la envidia, el rencor…-, la convivencia humana se ha hecho más difícil; es con la gracia de Dios como el hombre puede llegar a amar al prójimo como lo ama Él. El Catecismo nos enseña que: “Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida "del fondo del corazón", en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios” (n. 2842). “La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, DM 14; Catecismo 2844; ver http://www.oracionesydevociones.info/01940001_elartedeperdonar.htm).
Ser bueno "sin medida", como Dios. –“Sed misericordiosos...” Es una palabra intraducible que hoy corre el riesgo de ser mal comprendida. Que cada uno según su modo de ser se ejercite en encontrarle sinónimos. -Compartid las penas de los demás... -Sed indulgentes... -Dejaos conmover... -Excusad... -Participad en las tribulaciones de vuestros hermanos... -Olvidad las injurias… -Sed sensibles... -No guardéis rencor... -Tened buen corazón... –“Así como también vuestro Padre es misericordioso.” La moral cristiana, a menudo tan próxima a una simple moral humana, se caracteriza por el hecho de que es, habitualmente, una imitación de Dios. San Juan dirá "Dios es amor", san Lucas dice: "Dios es misericordia." Jesús ha insistido a menudo sobre este punto. El mismo era una perfecta "imagen de Dios", que modelaba su comportamiento según el del Padre. En mi oración, evoco las escenas en las que Jesús ha mostrado especialmente su misericordia... ¿Y yo? A menudo, por desgracia, no me asemejo ni al Padre, ni a Jesús. Desfiguro la imagen de Dios en mí. Doy una mala idea de ti, Señor, cada vez que falto al amor. Cada una de mis palabras duras, de mis acritudes, de mis malas intenciones... cada una de mis indiferencias a las preocupaciones de mis hermanos... ¡es lo contrario de Dios! Perdón, oh Padre, por deformar, a veces, el espejo que yo debería ser de ti. Y me dejo captar por este pensamiento: Tú esperas, Señor, que yo me parezca a ti, que sea el representante de tu amor cerca de mis hermanos. Ser el corazón de Dios, ser la mano de Dios... ser "como si" estuviese Dios presente cerca de un tal... o un cual... Cada una de mis tareas humanas de hoy tiene un valor infinito, un peso de eternidad: es Dios mismo el que actúa en y por mí, en mis afectos. ¡Sed como Dios! –“No juzguéis, y no seréis juzgados...” No condenéis, y no seréis condenados... Perdonad, y seréis perdonados. Dad, y se os dará... Hay que dejarse interpelar e interrogar por estas frases. Hay que escucharlas de la boca misma de Jesús, como si hubiéramos estado presentes en su auditorio cuando Él las pronunciaba. ¿A propósito de qué detalles concretos de mi vida, de qué personas... Jesús me repite esto, a mí: No juzgues a un tal... un cual... No condenes a un tal... una cual... Perdona a... a... Da...? Y todo ello no es propio en primer lugar de la "Moral": es hacer como Dios. Jesús nos dice que Dios es así. –“Una buena medida, llena, apretada, colmada” (Noel Quesson): «Señor, que esta comunión nos limpie de pecado, y nos haga partícipes de las alegrías del cielo» (Postcomunión).
Contemplamos a nuestro Dios y Padre, rico en misericordia para con todas su criaturas. Él no nos abandonó a la muerte, sino que, compadecido de nosotros, tendió su mano para que pueda encontrarle todo aquel que le busque con un corazón sincero. Si Dios se ha manifestado así para con nosotros, quien se precie de ser hijo de Dios debe ser misericordioso como nuestro Padre es misericordioso. El punto de referencia del hombre de fe es Dios mismo, en quien creemos y cuya vida hemos aceptado en nosotros. Por eso no podemos juzgar, ni condenar a los demás; no podemos cerrar nuestras manos ante las necesidades de nuestro prójimo. Dios nos quiere convertidos en un signo de su amor, de su misericordia, de su entrega para todos aquellos con quienes nos relacionamos en la vida. Seamos capaces, incluso, de entregar nuestra propia vida buscando el bien de los demás. Al final, en la medida de nuestra entrega por los demás Dios se entregará a nosotros. Si queremos que Dios sea todo en nosotros, seamos nosotros todo para los demás haciéndoles el bien y procurando que disfruten de la paz y de una vida digna. En la Eucaristía celebramos la plenitud del amor y de la misericordia de Dios hacia nosotros. ¿Quién puede negar su propio pecado? Pero, al mismo tiempo, ¿quién puede negar que Dios le sigue amando? Dios nos quiere con Él. La Eucaristía adelanta, en esta vida, nuestro encuentro con el Señor y nuestra participación de su Vida. Por eso, al presentarnos ante Él, debemos saber pedirle que nos perdone y que nos fortalezca para que no volvamos a alejarnos de Él, ni a dejarnos dominar por la maldad. Dios, por medio de su Hijo, nos ha buscado por los caminos que nos desviaron y nos alejaron de su presencia. Esa actitud de Dios nos está demostrando hasta dónde llega su amor por nosotros. Cristo, clavado en la cruz por amor al Padre y por amor a nosotros, es el lenguaje más claro de que Dios está de nuestra parte y que nos quiere eternamente con Él. Que la Redención de Cristo no sea inútil en nosotros. Por eso aprovechemos este tiempo de cuaresma para dejarnos perdonar por Dios, de tal forma que, reconciliados con Él, podamos no sólo llamarnos hijos de Dios, sino serlo en verdad. Procuremos mostrar nuestra fe en Dios mediante nuestras obras. No podemos creer en Dios conforme a nuestras imaginaciones, ni crearlo conforme a nuestras aspiraciones, sino conocerlo y aceptarlo conforme al Rostro que de Él nos reveló su Hijo. Por eso hemos de vivir cercanos a nuestro Dios y Padre. Hemos de experimentar su amor y su misericordia. No podemos sólo convertirnos en quienes proclaman su Nombre con los labios. Si hemos sido amados y perdonados por Dios; si Él ha sido misericordioso para con nosotros es para que vayamos y hagamos nosotros lo mismo. Quien se acerca a Dios pero desprecia a su hermano, quien no sabe perdonarle, quien le deja abandonado en medio de sus dolores y sufrimientos, no puede decir que en verdad conoce a Dios y el amor que Él nos tiene. Seamos misericordiosos, como nuestro Padre es misericordioso. Que esta cuaresma nos ayude a abrir los ojos ante las angustias y tristezas de nuestros hermanos para que, guiados por el Espíritu de Dios que habita en nuestros corazones, podamos vivir en paz, unidos fraternalmente por el amor que Dios ha infundido en nosotros. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de recibir con amor la Vida que Dios nos ofrece. Que viviendo en comunión de Vida con Cristo, nuestro Dios y Señor, podamos ser portadores de su perdón, de su amor, de su generosidad y de su misericordia para todas las personas de todos los pueblos de la tierra. Amén (www.homiliacatolica.com; muchos textos están tomados de mercaba.org. Llucià Pou, 2009).
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jueves, 24 de marzo de 2011
Cuaresma II, Domingo (A): la Transfiguración de Jesús nos prepara para la Cruz y la Gloria

Texto del Evangelio (Mt 17,1-9): En aquel tiempo, Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con Él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle». Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: «Levantaos, no tengáis miedo». Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos».
Comentario: 1. “El astronauta Jeff Hoffman, durante su misión de abril de 1985, leyó desde el espacio este pasaje del surrealista Daumel, escrito en la década de los veinte: "No se puede permanecer en la cumbre eternamente; hay que descender de nuevo. Por eso, ¿qué sentido tiene preocuparse por el primer puesto? Precisamente por eso. Lo que está arriba no sabe lo que está abajo, pero lo que está abajo no sabe lo que está arriba. Uno escala, ve, desciende. Luego, ya no ve nada más.
Pero ha visto. Hay un arte de conducirse a sí mismo en las regiones bajas por el recuerdo de lo que uno ha visto en las regiones altas. Cuando no se puede ver ya, se puede seguir sabiendo, por lo menos, que existen las cosas de arriba".
Totalmente de acuerdo. Es importante haber visto, saber que existen las cosas de arriba. Aunque ya no se vean. Creo que este texto de Daumel nos sirve para interpretar el mensaje de la Transfiguración” (María Luisa Brey), que en la liturgia romana forma parte del itinerario hacia la Pascua. Hoy vemos el camino del hombre hacia Dios y el de Dios hacia el hombre: Dios llama al hombre -Abrahán (1a lectura) y a nosotros (2a lectura)- con una vocación santa, hacia una bendición misteriosa. Él es, ahora, quien presenta a los hombres a Jesucristo, su Hijo, el amado, su predilecto, para que le escuchen y le sigan, y sean así partícipes de su gloria. “Yo no soy flor nacida para todos los vientos / ni camino perdido para todos los pasos. / Yo no soy pluma suelta de destinos y acasos / arrojada a los aires cual despojo maldito. / Yo he nacido a la sombra de un mandato infinito, / de un misterio fecundo, / donde en letras de estrellas mi sendero está escrito. / Yo he venido a la vida con un nombre bendito. / Yo no soy hospiciano de las patrias del mundo” (así hablaba José María Pemán de la vocación).
El salmo es una súplica serena que contempla ambos aspectos del itinerario: el amor de Dios que acompaña al hombre en su itinerario de búsqueda, y la acción de Dios hacia el hombre liberándole de la muerte, fundamento de nuestra esperanza. El prefacio nos muestra la transfiguración del Señor vinculada al nexo pasión-resurrección: la revelación de la gloria de Jesús es clave de comprensión de su muerte; nos muestra también el carácter pascual del misterio de la salvación. El tema está preparado con la lectura de estos días, cuando vemos a los profetas que en su fracaso se realiza su eficacia: el grano de trigo ha de morir para tener fruto, como Jesús: la "kénosis: "...actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Flp 2, 7-8). En el escarnio de la cruz, muestra su realeza. También se ve el relato de hoy anunciado en las tentaciones del desierto: "Si eres Hijo de Dios..." se decía entonces. A esta insidia da respuesta la transfiguración: Sí, "¡éste es mi Hijo!". Es el anuncio de la respuesta que será la resurrección (Pere Tena).
“En los tres sinópticos la confesión de Pedro y el relato de la transfiguración de Jesús están enlazados entre sí por una referencia temporal. Mateo y Marcos dicen: «Seis días después tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan» (Mt 17, 1; Mc 9, 2). Lucas escribe: «Unos ocho días después.» (Lc 9, 28). Esto indica ante todo que los dos acontecimientos en los que Pedro desempeña un papel destacado están relacionados uno con otro. En un primer momento podríamos decir que, en ambos casos, se trata de la divinidad de Jesús, el Hijo; pero en las dos ocasiones la aparición de su gloria está relacionada también con el tema de la pasión. La divinidad de Jesús va unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamente. Juan ha expresado con palabras esta conexión interna de cruz y gloria al decir que la cruz es la «exaltación» de Jesús y que su exaltación no tiene lugar más que en la cruz”, señala Ratzinger-Benedicto XVI, a quien seguimos a partir de ahora. Hay dos grandes fiestas judías en otoño: primero el Yom Hakkippurim, la gran fiesta de la expiación; seis días más tarde, la fiesta de las Tiendas (Sukkoí), que dura una semana. La confesión que Pedro hizo del Señor pudo tener lugar en el gran día de la expiación y que, desde el punto de vista teológico, se la debería interpretar en el trasfondo de esta fiesta, única ocasión del año en la que el sumo sacerdote pronuncia solemnemente el nombre de YHWH en el sancta sanctórum del templo. La confesión de Pedro en Jesús como Hijo del Dios vivo tendría en este contexto una dimensión más profunda. “Los seis o cerca de ocho días harían referencia entonces a la semana de la fiesta de las Tiendas; por tanto, la transfiguración de Jesús habría tenido lugar el último día de esta fiesta, que al mismo tiempo era su punto culminante y su síntesis interna”.
Las fiestas judías tienen tres dimensiones: “proceden de celebraciones de la religión natural, es decir, hablan del Creador y de la creación; luego se convierten en conmemoraciones de la acción de Dios en la historia y finalmente, basándose en esto, en fiestas de la esperanza que salen al encuentro del Señor que viene, en el cual la acción salvadora de Dios en la historia alcanza su plenitud, y se llega a la vez a la reconciliación de toda la creación”. Estas tres dimensiones de las fiestas profundizan más y adquieren un carácter nuevo mediante su realización en la vida y la pasión de Jesús.
Según Juan Evangelista, “los grandes acontecimientos de la vida de Jesús guardan una relación intrínseca con el calendario de fiestas judías; son, por así decirlo, acontecimientos litúrgicos en los que la liturgia, con su conmemoración y su esperanza, se hace realidad, se hace vida que a su vez lleva a la liturgia y que, desde ella, quisiera volver a convertirse en vida”, y así vemos la fiesta de las tiendas como trasfondo de las tiendas que quiere montar Pedro en la transfiguración.
El trasfondo es también Éxodo 24, con la subida de Moisés al monte Sinaí, clave esencial para la interpretación del acontecimiento de la transfiguración. En él se dice: «La nube lo cubría y la gloria del Señor descansaba sobre el monte Sinaí y la nube lo cubrió durante seis días. Al séptimo día llamó a Moisés desde la nube» (Ex 24, 16). Tanto Moisés como los Profetas hablan todos de Jesús.
2. En el relato de la transfiguración, “se dice que Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, a solas (cf. Mc 9,2). Volveremos a encontrar a los tres juntos en el monte de los Olivos (cf. Mc 14, 33), en la extrema angustia de Jesús, como imagen que contrasta con la de la transfiguración, aunque ambas están inseparablemente relacionadas entre sí. No podemos dejar de ver la relación con Éxodo 24, donde Moisés lleva consigo en su ascensión a Aarón, Nadab y Abihú, además de los setenta ancianos de Israel.
De nuevo nos encontramos —como en el Sermón de la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en oración— con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diversos montes de la vida de Jesús como en un todo único: el monte de la tentación, el monte de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión, en el que el Señor —en contraposición a la oferta de dominio sobre el mundo en virtud del poder del demonio— dice: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Pero resaltan en el fondo también el Sinaí, el Horeb, el Moria, los montes de la revelación del Antiguo Testamento, que son todos ellos al mismo tiempo montes de la pasión y montes de la revelación y, a su vez, señalan al monte del templo, en el que la revelación se hace liturgia”.
El monte es un símbolo: lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; es también “liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador. La historia añade a estas consideraciones la experiencia del Dios que habla y la experiencia de la pasión, que culmina con el sacrificio de Isaac, con el sacrificio del cordero, prefiguración del Cordero definitivo sacrificado en el monte Calvario. Moisés y Elías recibieron en el monte la revelación de Dios; ahora están en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona”.
«Y se transfiguró delante de ellos», dice simplemente Marcos, y añade, con un poco de torpeza y casi balbuciendo ante el misterio: «Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (9, 2s). Mateo utiliza ya palabras de mayor aplomo: «Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (17, 2). Lucas es el único que había mencionado antes el motivo de la subida: subió «a lo alto de una montaña, para orar»; y, a partir de ahí, explica el acontecimiento del que son testigos los tres discípulos: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blanco» (9, 29). “La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. En ese momento se percibe también por los sentidos lo que es Jesús en lo más íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confesión: el ser de Jesús en la luz de Dios, su propio ser luz como Hijo”.
Aquí se puede ver tanto la referencia a la figura de Moisés como su diferencia: «Cuando Moisés bajó del monte Sinaí... no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor» (Ex 34, 29). Pero su luz viene de Dios, de haber hablado con Él, y le hace resplandecer. “Por el contrario, Jesús resplandece desde el interior, no sólo recibe la luz, sino que Él mismo es Luz de Luz”.
Las vestiduras de Jesús también hablan de nosotros. “En la literatura apocalíptica, los vestidos blancos son expresión de criatura celestial, de los ángeles y de los elegidos. Así, el Apocalipsis de Juan habla de los vestidos blancos que llevarán los que serán salvados (cf. sobre todo 7, 9.13; 19, 14). Y esto nos dice algo más: las vestiduras de los elegidos son blancas porque han sido lavadas en la sangre del Cordero (cf. Ap 7, 14). Es decir, porque a través del bautismo se unieron a la pasión de Jesús y su pasión es la purificación que nos devuelve la vestidura original que habíamos perdido por el pecado (cf. Lc 15, 22). A través del bautismo nos revestimos de luz con Jesús y nos convertimos nosotros mismos en luz”.
Aparecen Moisés y Elías hablando con Jesús. “Lo que el Resucitado explicará a los discípulos en el camino hacia Emaús es aquí una aparición visible. La Ley y los Profetas hablan con Jesús, hablan de Jesús. Sólo Lucas nos cuenta —al menos en una breve indicación— de qué hablaban los dos grandes testigos de Dios con Jesús: «Aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén» (9, 31). Su tema de conversación es la cruz, pero entendida en un sentido más amplio, como el éxodo de Jesús que debía cumplirse en Jerusalén. La cruz de Jesús es éxodo, un salir de esta vida, un atravesar el «mar Rojo» de la pasión y un llegar a su gloria, en la cual, no obstante, quedan siempre impresos los estigmas”. Es lo que explicó Jesús a los de Emaús: cómo hablaban de su pasión los profetas.
“Con ello aparece claro que el tema fundamental de la Ley y los Profetas es la «esperanza de Israel», el éxodo que libera definitivamente; que, además, el contenido de esta esperanza es el Hijo del hombre que sufre y el siervo de Dios que, padeciendo, abre la puerta a la novedad y a la libertad. Moisés y Elías se convierten ellos mismos en figuras y testimonios de la pasión. Con el Transfigurado hablan de lo que han dicho en la tierra, de la pasión de Jesús; pero mientras hablan de ello con el Transfigurado aparece evidente que esta pasión trae la salvación; que está impregnada de la gloria de Dios, que la pasión se transforma en luz, en libertad y alegría.
En este punto hemos de anticipar la conversación que los tres discípulos mantienen con Jesús mientras bajan del «monte alto». Jesús habla con ellos de su futura resurrección de entre los muertos, lo que presupone obviamente pasar primero por la cruz. Los discípulos, en cambio, le preguntan por el regreso de Elías anunciado por los escribas. Jesús les dice al respecto: «Elías vendrá primero y lo restablecerá todo. Ahora, ¿por qué está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Os digo que Elías ya ha venido y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 9-13). Jesús confirma así, por una parte, la esperanza en la venida de Elías, pero al mismo tiempo corrige y completa la imagen que se habían hecho de todo ello. Identifica al Elías que esperan con Juan el Bautista, aun sin decirlo: en la actividad del Bautista ha tenido lugar la venida de Elías.
Juan había venido para reunir a Israel y prepararlo para la llegada del Mesías. Pero si el Mesías mismo es el Hijo del hombre que padece, y sólo así abre el camino hacia la salvación, entonces también la actividad preparatoria de Elías ha de estar de algún modo bajo el signo de la pasión. Y, en efecto: «Han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 13). Jesús recuerda aquí, por un lado, el destino efectivo del Bautista, pero con la referencia a la Escritura hace alusión también a las tradiciones existentes, que predecían un martirio de Elías”. La esperanza en la salvación y la pasión van de la mano, dando una novedad revolucionaria con el Cristo que padece, esto nos muestra que “la Escritura debía y debe ser releída continuamente. Siempre tenemos que dejar que el Señor nos introduzca de nuevo en su conversación con Moisés y Elías; tenemos que aprender continuamente a comprender la Escritura de nuevo a partir de Él, el Resucitado”.
3. Los tres discípulos están impresionados por la grandiosidad de la aparición. El «temor de Dios» se apodera de ellos, como en otros momentos en los que sienten la proximidad de Dios en Jesús, perciben su propia miseria y quedan casi paralizados por el miedo. «Estaban asustados», dice Marcos (9, 6). Y entonces toma Pedro la palabra, aunque en su aturdimiento «... no sabía lo que decía» (9, 6): «Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (9, 5). Palabras pronunciadas en éxtasis, en el temor, pero también en la alegría por la proximidad de Dios. Se relaciona el comentario con Éxodo 33, 7ss, donde se describe cómo Moisés montó «fuera del campamento» la tienda del encuentro, sobre la que descendió después la columna de nube. Allí el Señor y Moisés hablaron «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (33, 11). “Por tanto, Pedro querría aquí dar un carácter estable al evento de la aparición levantando también tiendas del encuentro; el detalle de la nube que cubrió a los discípulos podría confirmarlo”. Pero es mucha más directa la relación con la fiesta de las Tiendas: pueden confluir en un texto del Evangelio varias fuentes proféticas: “tanto la exégesis judía como la paleocristiana conocen una encrucijada en la que confluyen diversas referencias a la revelación, complementándose unas a otras”. Así habla “el testimonio de los Padres, en los que las tradiciones judías eran sin duda todavía conocidas y se las reinterpretaba en el contexto cristiano. La fiesta de las Tiendas presenta el mismo carácter tridimensional que caracteriza —como ya hemos visto— a las grandes fiestas judías en general: una fiesta procedente originariamente de la religión natural se convierte en una fiesta de conmemoración histórica de las intervenciones salvíficas de Dios, y el recuerdo se convierte en esperanza de la salvación definitiva. Creación, historia y esperanza se unen entre sí. Si en la fiesta de las Tiendas, con la ofrenda del agua, se imploraba la lluvia tan necesaria en una tierra árida, la fiesta se convierte muy pronto en recuerdo de la marcha de Israel por el desierto, donde los judíos vivían en tiendas”. Las Tiendas eran recuerdo de la protección divina en el desierto, y una prefiguración de donde los justos vivirían al llegar el mundo futuro (por tanto tenían un significado escatológico). «La epifanía de la gloria de Jesús —dice Daniélou— es interpretada por Pedro como el signo de que ha llegado el tiempo mesiánico. Y una de las características de los tiempos mesiánicos era que los justos morarían en las tiendas, cuya figura era la fiesta de las Tiendas»; así Pedro reconocería en su éxtasis «que las realidades prefiguradas en los ritos de la fiesta se habían hecho realidad... La escena de la transfiguración indica la llegada del tiempo mesiánico». Pero luego, “al bajar del monte Pedro debe aprender a comprender de un modo nuevo que el tiempo mesiánico es, en primer lugar, el tiempo de la cruz y que la transfiguración —ser luz en virtud del Señor y con Él— comporta nuestro ser abrasados por la luz de la pasión”.
Así adquiere un nuevo sentido el Prólogo de Juan, cuando el evangelista sintetiza el misterio de Jesús: «Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros» (Jn 1, 14): El Señor ha puesto la tienda de su cuerpo entre nosotros inaugurando el tiempo mesiánico, como dice Gregorio de Nisa a propósito de esta fiesta: «Pues la verdadera fiesta de las Tiendas, en efecto, no había llegado aún. Pero precisamente por eso, según las palabras proféticas [en alusión al Salmo 118, 27] Dios, el Señor del universo, se nos ha revelado para realizar la construcción de la tienda destruida de la naturaleza humana».
Entonces, «se formó una nube que los cubrió y una voz salió de la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). La nube sagrada, “el signo de la presencia de Dios mismo, la shekiná. La nube sobre la tienda del encuentro indicaba la presencia de Dios. Jesús es la tienda sagrada sobre la que está la nube de la presencia de Dios y desde la cual cubre ahora «con su sombra» también a los demás. Se repite la escena del bautismo de Jesús, cuando el Padre mismo proclama desde la nube a Jesús como Hijo: «Tú eres mi Hijo amado, mi preferido» (Mc 1, 11). Pero a esta proclamación solemne de la dignidad filial se añade ahora el imperativo: «Escuchadlo». Aquí se aprecia de nuevo claramente la relación con la subida de Moisés al Sinaí que hemos visto al principio como trasfondo de la historia de la transfiguración”. Moisés recibió en el monte la Torá, la palabra con la enseñanza de Dios. Ahora hay una nueva proclamación de la Ley, en Jesús: «Escuchadlo»; como dice Hartmut Gese: «Jesús se ha convertido en la misma Palabra divina de la revelación. Los Evangelios no pueden expresarlo más claro y con mayor autoridad: Jesús es la Torá misma». “Con esto concluye la aparición: su sentido más profundo queda recogido en esta única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: «Escuchadlo»”. El contenido del relato de la transfiguración es irrupción y comienzo del tiempo mesiánico, y con esta visión podemos entender también las oscuras palabras que Marcos incluye: «Y añadió: "Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán hasta que vean venir con poder el Reino de Dios"» (9, 1). Se refieren a la Transfiguración. Se les promete que vivirán una experiencia de la llegada del Reino de Dios «con poder». “En el monte, los tres ven resplandecer en Jesús la gloria del Reino de Dios. En el monte los cubre con su sombra la nube sagrada de Dios. En el monte —en la conversación de Jesús transfigurado con la Ley y los Profetas— reconocen que ha llegado la verdadera fiesta de las Tiendas. En el monte experimentan que Jesús mismo es la Torá viviente, toda la Palabra de Dios. En el monte ven el «poder» (dynamis) del reino que llega en Cristo”.
Pero esto no era todo, reclama otro tipo de poder, cuando el que es vulnerable será Rey, como Pablo dice: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo —judíos o griegos—, poder (dynamis) de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 23s). El poder de asumir toda la flaqueza y el dolor que abruma a la humanidad, para poderla divinizar y, será cuando llegue el Espíritu Santo, o quizá más tarde… cuando entiendan eso de resucitar de entre los muertos.
Lluciá Pou Sabaté
Cuaresma I, sábado: Amar es la ley de los hijos
Libro del Deuteronomio 26, 16-19: Moisés habló al pueblo diciendo: “Hoy el Señor tu Dios te manda que cumplas estas leyes y decretos. Guárdalos y cúmplelos con todo el corazón y con toda el alma.
Hoy te has comprometido con el Señor a que Él sea tu Dios; a ir por sus caminos; a observar sus leyes...; y a escuchar su voz.
Y hoy el Señor se compromete a que seas su pueblo propio, como te lo había prometido... Él te elevará por encima de todas las naciones que ha hecho, en gloria, renombre y esplendor...”
Texto del Evangelio (Mt 5, 43-48): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial».
Comentario: Las palabras de amistad entre Yahvé y su pueblo elegido tienen expresiones de intimidad y mutuo compromiso admirables y de gran ternura. La gracia y la benevolencia de Dios se realizan en la humanidad de forma histórica y concreta. Dios quiere manifestar su amor por los hombres, amando y siendo fiel a un pueblo, Israel; éste, a su vez, se compromete a ser obediente a la Ley de Dios. Se establece una especie de contrato bilateral, compromiso mutuo de dos libertades (vv. 17-18): "Yo seré tu Dios (v. 17) y tú serás mi pueblo propio" (vv. 18-19) El pueblo se había apartado de su Dios, y tenía necesidad de tener un corazón de carne y no un corazón de piedra (Jer 31) para responder a la acción de Dios. Se prepara así ya la encarnación: no se salvará al hombre sin el hombre y sin una fidelidad total a la condición humana (Maertens-Frisque). Se prepara así la Iglesia, pueblo de Dios creado en el momento en que es elegido.
Seguiremos el comentario de Ratzinger a las lecturas de este día: “Con la oración del sábado volvemos al principio de la semana. El centro de esta oración es la palabra «Converte». Aparece así de nuevo el hilo conductor, el objetivo de la Cuaresma: la conversión. Todos los textos de la Cuaresma no son más que interpretaciones y aplicaciones de esta realidad, de la que todo depende en nuestra vida”.
1. Como el lunes, le pedimos a Dios el don de la conversión, con las palabras «Pater aeterne». “La oración señala la dirección de la conversión: queremos volver a la casa del Padre; la conversión es un retorno. En la conversión buscamos al Padre, la casa del Padre, la patria”. Todos necesitamos un hogar, una patria. “Con estas palabras, la oración alude a la descripción clásica del camino de la conversión, a la parábola del hijo pródigo. El joven de la parábola no se limita a emigrar solamente; su alma, y no sólo su cuerpo, vive en una «tierra lejana». Víctima de su arrogancia, perdida la verdad de su ser, se ha exiliado, ha salido fuera de la casa paterna. Olvidado de Dios y de sí mismo, vive lejos del Padre, en la «regio disimilitudinis», como dicen los Padres; en las tinieblas de la muerte. La vida fuera de la verdad es camino que conduce a la muerte. En consecuencia, también el retorno a la patria comienza por una peregrinación interior: el hijo encuentra de nuevo la verdad”. Juan Pablo II decía: «Semejante visión en la verdad constituye la auténtica humildad» (Dives in misericordia IV, 6). Se trata de un viaje interior que llega a su término en la confesión: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti». La conversión es un «obrar la verdad», afirma San Agustín, interpretando a San Juan: «El que obra la verdad viene a la luz» (Jn 3,21). “El reconocimiento de la verdad se realiza en la confesión; en la confesión venimos a la luz; en la confesión, que ya se ha hecho realidad en tierra lejana, el hijo cubre la distancia, salva el abismo que le separa de la patria; en virtud de la confesión entra de nuevo en la verdad y, en consecuencia, en el amor del Padre, el cual ama la verdad, es la verdad: el amor del Padre abre definitivamente las puertas de la verdad”.
La figura del hermano mayor es enigmática, hay quien habla de la parábola de los dos hermanos (como también se llama la parábola del padre misericordioso, pues es una imagen de Dios). “Con la figura de los dos hermanos, el texto se sitúa en la estela de una larga historia bíblica, que se inicia con el relato de Caín y Abel, continúa con los hermanos Isaac e Ismael, Jacob y Esaú, y es interpretada de nuevo en diferentes parábolas de Jesús. En la predicación de Jesús, la figura de los dos hermanos refleja, ante todo, el problema de la relación Israel-paganos. En esta parábola, es fácil descubrir el mundo pagano en la figura del hijo más joven, que ha dilapidado su vida lejos de Dios”. La carta a los Efesios, por ejemplo, dice a los paganos: «Vosotros, que estabais lejos» (2,17). La descripción de los pecados del mundo pagano en el primer capítulo de la carta a los Romanos parece evocar los vicios del hijo pródigo. “Por otra parte, no es difícil ver en el hijo mayor al pueblo elegido, a Israel, que siempre ha permanecido fiel en la casa del Padre”. Es Israel el que expresa su amargura en el momento de la vocación de los paganos, que están exentos de las obligaciones de la Ley: «Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado tus mandatos» (Lc 15,29). Es Israel el que se indigna y se niega a participar en las bodas del hijo con la Iglesia. La misericordia de Dios invita a Israel, suplica a Israel que entre, con las palabras: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes tuyos son» (v.31).
“Pero es todavía más amplio el significado de este hermano mayor. En cierto sentido, representa al hombre fiel; es decir, representa a aquellos que se han mantenido al lado del Padre y no han transgredido sus mandamientos. Con la vuelta del pecador se enciende la envidia, aparece el veneno hasta entonces oculto en el fondo de sus almas. ¿Por qué esta envidia? La envidia revela que muchos de estos «fieles» ocultan también en su corazón el deseo de la tierra lejana y de sus promesas. La envidia muestra que semejantes personas no han llegado a comprender realmente la belleza de la patria, la felicidad que se expresa en las palabras «todos mis bienes tuyos son», la libertad del que es hijo y propietario; así se hace patente que también ellos desean secretamente la felicidad de la tierra lejana; que, con el deseo, han salido ya hacia esa tierra, y no lo saben ni lo quieren reconocer. La pérdida de la verdad es en este caso muy peligrosa: no se percibe la urgencia de la conversión. Y, a lo último, no entran a la fiesta; al final se quedan fuera”. Este es el sentido de estas palabras tremendas: «Y tú, Cafarnaúm, ¿te levantarás hasta el cielo? Hasta el infierno serás precipitada. Porque si en Sodoma se hubieran realizado los milagros obrados en ti, hasta hoy subsistiría. Así, pues, os digo que el país de Sodoma será tratado con menos rigor que tú el día del juicio» (Mt 11,23-24).
“La figura del hermano mayor nos obliga a hacer examen de conciencia; esta figura nos hace comprender la reinterpretación del Decálogo en el Sermón de la Montaña. No sólo nos aleja de Dios el adulterio exterior, sino también el interior; se puede permanecer en casa y, al mismo tiempo, salir de ella. De este modo comprendemos también la «abundancia», la estructura de la justicia cristiana, cuya piedra de toque es el «no» a la envidia, el «sí» a la misericordia de Dios, la presencia de esta misericordia en nuestra misericordia fraterna” (lo hemos destacado, pues es de suma importancia).
2. Siguiendo la colecta de hoy (también en su redacción anterior) vemos que conversión es descubrimiento de la primacía de Dios. «Operi Dei nihil praeponatur»; este axioma de San Benito no se refiere únicamente a los monjes, sino que debe constituirse en regla de vida para todo hombre. “Donde se reconoce a Dios con todo el corazón, donde se tributa a Dios el honor debido, también el hombre halla su centro. La definición, tanto del paraíso como de la ciudad nueva, es la presencia de Dios, el habitar con Dios, el vivir en la luz de la gloria de Dios, en la luz de la verdad”. Cuando ponemos a Dios primero, todo tiene su lugar, no se absolutiza ningún sentimiento nocivo: «Buscad primero el reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,33).
El ateísmo es deshumanizador: “Es ésta una regla que me parece sumamente importante en la situación que vivimos hoy. Ante la miseria ingente que sufren tantos países del Tercer Mundo, muchos, incluso buenos cristianos, piensan que hoy ya no es posible atenerse a este mandato; piensan que ha de diferirse durante un cierto tiempo el anuncio de la fe, el culto y la adoración, y tratar primero de dar solución a los problemas humanos. Pero con semejante inversión crecen los problemas, se incrementa la miseria. Dios es y será siempre la necesidad primera del hombre, de suerte que allí donde se pone entre paréntesis la presencia de Dios, se despoja al hombre de su humanidad, se cae en la tentación del diablo en el desierto y, a la postre, no se salva al hombre, sino que se le destruye”.
La primacía de Dios alude en nuestra oración de hoy al relato de Marta y María: «Porro unum est necessarium» (Lc 10,42) –una cosa sola es necesaria: del estar con el Señor, de la escucha de su palabra, del «buscad primero el reino de Dios», salen las obras de amor y el trabajo para la renovación del mundo.
3. Era tradición de la Iglesia que la primera semana de Cuaresma fuera la semana de las Cuatro Témporas de primavera. “Las Cuatro Témporas representan una tradición peculiar de la Iglesia de Roma; sus raíces se encuentran, por una parte, en el Antiguo Testamento -donde, por ejemplo, el profeta Zacarías habla de cuatro tiempos de ayuno a lo largo del año-, y por otra, en la tradición de la Roma pagana, cuyas fiestas de la siembra y de la recolección han dejado su huella en estos días. Se nos ofrece así una hermosa síntesis de creación y de historia bíblica, síntesis que es un signo de la verdadera catolicidad. Al celebrar estos días, recibimos el año de manos del Señor; recibimos nuestro tiempo del Creador y Redentor, y confiamos a su bondad siembras y cosechas, dándole gracias por el fruto de la tierra y de nuestro trabajo. La celebración de las Cuatro Témporas refleja el hecho de que «la expectación ansiosa de la creación está esperando la manifestación de los hijos de Dios» (Rom 8,19). A través de nuestra plegaria, la creación entra en la Eucaristía, contribuye a la glorificación de Dios.
Las Cuatro Témporas recibieron en el siglo V una nueva dimensión significativa; pasaron a ser fiestas de la recolección espiritual de la Iglesia, celebración de las ordenaciones sagradas. Tiene un sentido profundo el orden de las estaciones correspondientes a estos tres días: miércoles, Santa María la Mayor; viernes, Los doce Apóstoles; sábado, San Pedro. En el primer día, la Iglesia presenta los ordenandos a la Virgen, a la Iglesia en persona. Al meditar en este gesto, nos viene a la memoria la plegaria mariana del siglo III: «Sub tuum praesidium confugimus», Bajo tu amparo nos acogemos. La Iglesia confía sus ministros a la Madre: «He ahí a tu madre». Estas palabras del Crucificado nos animan a buscar refugio junto a la Madre. Bajo el manto de la Virgen estamos seguros. En todas nuestras dificultades podemos acudir siempre, con una confianza sin límites, a nuestra Madre. Este gesto del miércoles de las Cuatro Témporas se refiere a nosotros. Como ministros de la Iglesia, somos «asumidos» en virtud de este ofrecimiento que representa el verdadero principio de nuestra ordenación. Confiando en la Madre, nos atrevemos a abrazar nuestro servicio”.
La primera semana de Cuaresma es la semana de la siembra. “Confiamos a la bondad de Dios los frutos de la tierra y el trabajo de los hombres, para que todos reciban el pan cotidiano y la tierra se vea libre del azote del hambre. Confiamos también a la bondad de Dios la siembra de la palabra, para que reviva en nosotros el don de Dios, que hemos recibido por la imposición de las manos del obispo (2 Tim 1,6) en la sucesión de los Apóstoles, en la unidad con Pedro. Damos gracias a Dios porque nos ha protegido siempre en las tentaciones y dificultades, y le pedimos, con las palabras de la oración de la comunión, que nos otorgue su favor, es decir, su amor eterno, Él mismo, el don del Espíritu Santo, y que nos conceda también el consuelo temporal que nuestra frágil naturaleza necesita”. Oramos bajo el manto de la Madre. Oramos con la confianza de los hijos. Permanecen vigentes las palabras del Redentor: «Confiad; yo he vencido al mundo» (Jn 16,33; cf. Joseph Ratzinger, “El camino pascual”, pp. 59-65).
4. El evangelio de hoy nos pone delante un ejemplo muy concreto de este estilo de vida que Dios quiere de nosotros. Jesús nos presenta su programa: amar incluso a nuestros enemigos (la expresión “odiar a los enemigos no venía en la ley de Moisés, sino que era de la interpretación rabínica, que Jesús desmonta). “El pasaje recapitula las enseñanzas anteriores. El Señor llega a establecer que el cristiano no tiene enemigos personales” (Biblia de Navarra, com. ad loc.). La expresión final «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo» está citada en Lumen gentium 40 como el reclamo divino a la llamada universal a la santidad, aunque no se refiere el contexto tanto a tener el poder de Dios sino a beber de su amor y misericordia: ése es el sentido profundo de la santidad, que es exigente: incluye amar a todos, ser misericordiosos y entregados por los demás, y poner buena cara incluso a los que ni nos saludan. «La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma» (entrada), y «dichoso el que camina en la voluntad del Señor» (salmo). ¿Cuál? Participar de la misericordia divina: «Si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis?... Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (evangelio).
Amar no solo es aceptar las diferencias... La propuesta de Jesús contrasta las actitudes muy radicalmente: amar, hacer el bien y orar antes que todo en relación a los enemigos, a quienes nos aborrecen y a quienes nos persiguen.
“Dios promulgó en el Sinaí su voluntad a Israel. Allí mostró al pueblo, en razón de su camino incipiente de principiantes, el boceto de su divino querer. Como el bulbo de una azucena, que necesita desarrollo y madurez, para convertirse en una flor, así la ley del Señor estaba aún en embrión. Jesús va a actuar como un pintor que, aplicando los colores sobre un boceto hecho al carbón, (Teofilacto), no sólo no destruye el boceto, sino que lo completa, lo perfecciona, lo embellece, y le da mayor realismo. Jesús rejuvenece la Ley Antigua, (Fillion) que, aparte de ser camino de principiantes, había sido deformada por un rabinismo leguleyo, y había degenerado en un formalismo rudimentario, que con frecuencia sólo exigía actos externos. Jesús nos ha enseñado el proyecto de Dios para el hombre, que ya promulgado en el Sinaí, necesitaba desarrollo, progreso y madurez. Necesitaba amor: "No he venido a abolir la ley, sino a perfeccionarla" (Mt 5,17). Lo que era semilla, lo desarrolló y se convirtió en árbol: lo que era flor, lo transformó en fruto. Jesús dirigió su mirada, más que a los actos, al corazón en sentido bíblico, que es todo el ser interior del hombre, porque "del corazón salen las malas ideas: los homicidios, adulterios, inmoralidades, robos, testimonios falsos, calumnias". "Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo os digo: Amad a vuestros enemigos. Haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian" (Mt 5,45. Parece que Jesús nos señala un camino inalcanzable. Y es verdad si contamos con las fuerzas solas de la naturaleza humana, que sólo siente inclinación a amar a los que le aman y conceder favores a los amigos. Por eso Jesús dice que así todavía somos paganos. Aún no somos discípulos suyos. No nos hemos convertido. ¿Cómo poder hacer lo que nos propone? Él derrama su Espíritu sobre nosotros para que poco a poco vayamos amando como Él, con su fuerza y energía. En un mundo atacado por la peste de la guerra e infectado de odio, orgullo y revancha, ¡cuánta falta hacen bautizados convertidos, hombres de amor!
En la adhesión del hombre a la voluntad de Dios, consiste su felicidad. Por eso el salmista canta: "Dichoso el que con vida intachable camina en la voluntad del Señor. Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes, y lo seguiré puntualmente; enséñame a cumplir tu voluntad y a guardarla de todo corazón" (Salmo 118: J. Martí Ballester).
“El Evangelio nos exhorta al amor más perfecto. Amar es querer el bien del otro y en esto se basa nuestra realización personal. No amamos para buscar nuestro bien, sino por el bien del amado, y haciéndolo así crecemos como personas” (Juan Costa Bou). El ser humano, afirmó el Concilio Vaticano II, “no puede encontrar su plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”, y añadía Juan Pablo II, «el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente».
“¿Cómo tirar piedras contra nuestros enemigos si en el fondo nosotros nos parecemos a ellos? Ver al prójimo en su intimidad, llegar hasta el fondo de su alma es considerar que tantas veces no es tal vez verdadera maldad la suya, sino fatalidad, herencia, miseria humana. Vernos a nosotros por dentro es percibir que también lo nuestro es muchas veces maldad y miseria humana. Compartimos todos la culpa y miseria común de la humanidad. Es verdad que algunos asesinan con las manos, pero nosotros tal vez asesinamos con el corazón.
Hubo alguien que en la vida no devolvió mal por mal, injuria por injuria, insulto por insulto. Hubo alguien que de esta manera llenó el mundo de luminosidad y bondad. Volvamos los ojos a Él, fijemos nuestra mirada en Él. De seguro que algo comenzará a ser de otra manera en nuestra vida.” (P. Gª Barriuso cmf)
llucià Pou Sabaté
Hoy te has comprometido con el Señor a que Él sea tu Dios; a ir por sus caminos; a observar sus leyes...; y a escuchar su voz.
Y hoy el Señor se compromete a que seas su pueblo propio, como te lo había prometido... Él te elevará por encima de todas las naciones que ha hecho, en gloria, renombre y esplendor...”
Texto del Evangelio (Mt 5, 43-48): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial».
Comentario: Las palabras de amistad entre Yahvé y su pueblo elegido tienen expresiones de intimidad y mutuo compromiso admirables y de gran ternura. La gracia y la benevolencia de Dios se realizan en la humanidad de forma histórica y concreta. Dios quiere manifestar su amor por los hombres, amando y siendo fiel a un pueblo, Israel; éste, a su vez, se compromete a ser obediente a la Ley de Dios. Se establece una especie de contrato bilateral, compromiso mutuo de dos libertades (vv. 17-18): "Yo seré tu Dios (v. 17) y tú serás mi pueblo propio" (vv. 18-19) El pueblo se había apartado de su Dios, y tenía necesidad de tener un corazón de carne y no un corazón de piedra (Jer 31) para responder a la acción de Dios. Se prepara así ya la encarnación: no se salvará al hombre sin el hombre y sin una fidelidad total a la condición humana (Maertens-Frisque). Se prepara así la Iglesia, pueblo de Dios creado en el momento en que es elegido.
Seguiremos el comentario de Ratzinger a las lecturas de este día: “Con la oración del sábado volvemos al principio de la semana. El centro de esta oración es la palabra «Converte». Aparece así de nuevo el hilo conductor, el objetivo de la Cuaresma: la conversión. Todos los textos de la Cuaresma no son más que interpretaciones y aplicaciones de esta realidad, de la que todo depende en nuestra vida”.
1. Como el lunes, le pedimos a Dios el don de la conversión, con las palabras «Pater aeterne». “La oración señala la dirección de la conversión: queremos volver a la casa del Padre; la conversión es un retorno. En la conversión buscamos al Padre, la casa del Padre, la patria”. Todos necesitamos un hogar, una patria. “Con estas palabras, la oración alude a la descripción clásica del camino de la conversión, a la parábola del hijo pródigo. El joven de la parábola no se limita a emigrar solamente; su alma, y no sólo su cuerpo, vive en una «tierra lejana». Víctima de su arrogancia, perdida la verdad de su ser, se ha exiliado, ha salido fuera de la casa paterna. Olvidado de Dios y de sí mismo, vive lejos del Padre, en la «regio disimilitudinis», como dicen los Padres; en las tinieblas de la muerte. La vida fuera de la verdad es camino que conduce a la muerte. En consecuencia, también el retorno a la patria comienza por una peregrinación interior: el hijo encuentra de nuevo la verdad”. Juan Pablo II decía: «Semejante visión en la verdad constituye la auténtica humildad» (Dives in misericordia IV, 6). Se trata de un viaje interior que llega a su término en la confesión: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti». La conversión es un «obrar la verdad», afirma San Agustín, interpretando a San Juan: «El que obra la verdad viene a la luz» (Jn 3,21). “El reconocimiento de la verdad se realiza en la confesión; en la confesión venimos a la luz; en la confesión, que ya se ha hecho realidad en tierra lejana, el hijo cubre la distancia, salva el abismo que le separa de la patria; en virtud de la confesión entra de nuevo en la verdad y, en consecuencia, en el amor del Padre, el cual ama la verdad, es la verdad: el amor del Padre abre definitivamente las puertas de la verdad”.
La figura del hermano mayor es enigmática, hay quien habla de la parábola de los dos hermanos (como también se llama la parábola del padre misericordioso, pues es una imagen de Dios). “Con la figura de los dos hermanos, el texto se sitúa en la estela de una larga historia bíblica, que se inicia con el relato de Caín y Abel, continúa con los hermanos Isaac e Ismael, Jacob y Esaú, y es interpretada de nuevo en diferentes parábolas de Jesús. En la predicación de Jesús, la figura de los dos hermanos refleja, ante todo, el problema de la relación Israel-paganos. En esta parábola, es fácil descubrir el mundo pagano en la figura del hijo más joven, que ha dilapidado su vida lejos de Dios”. La carta a los Efesios, por ejemplo, dice a los paganos: «Vosotros, que estabais lejos» (2,17). La descripción de los pecados del mundo pagano en el primer capítulo de la carta a los Romanos parece evocar los vicios del hijo pródigo. “Por otra parte, no es difícil ver en el hijo mayor al pueblo elegido, a Israel, que siempre ha permanecido fiel en la casa del Padre”. Es Israel el que expresa su amargura en el momento de la vocación de los paganos, que están exentos de las obligaciones de la Ley: «Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado tus mandatos» (Lc 15,29). Es Israel el que se indigna y se niega a participar en las bodas del hijo con la Iglesia. La misericordia de Dios invita a Israel, suplica a Israel que entre, con las palabras: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes tuyos son» (v.31).
“Pero es todavía más amplio el significado de este hermano mayor. En cierto sentido, representa al hombre fiel; es decir, representa a aquellos que se han mantenido al lado del Padre y no han transgredido sus mandamientos. Con la vuelta del pecador se enciende la envidia, aparece el veneno hasta entonces oculto en el fondo de sus almas. ¿Por qué esta envidia? La envidia revela que muchos de estos «fieles» ocultan también en su corazón el deseo de la tierra lejana y de sus promesas. La envidia muestra que semejantes personas no han llegado a comprender realmente la belleza de la patria, la felicidad que se expresa en las palabras «todos mis bienes tuyos son», la libertad del que es hijo y propietario; así se hace patente que también ellos desean secretamente la felicidad de la tierra lejana; que, con el deseo, han salido ya hacia esa tierra, y no lo saben ni lo quieren reconocer. La pérdida de la verdad es en este caso muy peligrosa: no se percibe la urgencia de la conversión. Y, a lo último, no entran a la fiesta; al final se quedan fuera”. Este es el sentido de estas palabras tremendas: «Y tú, Cafarnaúm, ¿te levantarás hasta el cielo? Hasta el infierno serás precipitada. Porque si en Sodoma se hubieran realizado los milagros obrados en ti, hasta hoy subsistiría. Así, pues, os digo que el país de Sodoma será tratado con menos rigor que tú el día del juicio» (Mt 11,23-24).
“La figura del hermano mayor nos obliga a hacer examen de conciencia; esta figura nos hace comprender la reinterpretación del Decálogo en el Sermón de la Montaña. No sólo nos aleja de Dios el adulterio exterior, sino también el interior; se puede permanecer en casa y, al mismo tiempo, salir de ella. De este modo comprendemos también la «abundancia», la estructura de la justicia cristiana, cuya piedra de toque es el «no» a la envidia, el «sí» a la misericordia de Dios, la presencia de esta misericordia en nuestra misericordia fraterna” (lo hemos destacado, pues es de suma importancia).
2. Siguiendo la colecta de hoy (también en su redacción anterior) vemos que conversión es descubrimiento de la primacía de Dios. «Operi Dei nihil praeponatur»; este axioma de San Benito no se refiere únicamente a los monjes, sino que debe constituirse en regla de vida para todo hombre. “Donde se reconoce a Dios con todo el corazón, donde se tributa a Dios el honor debido, también el hombre halla su centro. La definición, tanto del paraíso como de la ciudad nueva, es la presencia de Dios, el habitar con Dios, el vivir en la luz de la gloria de Dios, en la luz de la verdad”. Cuando ponemos a Dios primero, todo tiene su lugar, no se absolutiza ningún sentimiento nocivo: «Buscad primero el reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,33).
El ateísmo es deshumanizador: “Es ésta una regla que me parece sumamente importante en la situación que vivimos hoy. Ante la miseria ingente que sufren tantos países del Tercer Mundo, muchos, incluso buenos cristianos, piensan que hoy ya no es posible atenerse a este mandato; piensan que ha de diferirse durante un cierto tiempo el anuncio de la fe, el culto y la adoración, y tratar primero de dar solución a los problemas humanos. Pero con semejante inversión crecen los problemas, se incrementa la miseria. Dios es y será siempre la necesidad primera del hombre, de suerte que allí donde se pone entre paréntesis la presencia de Dios, se despoja al hombre de su humanidad, se cae en la tentación del diablo en el desierto y, a la postre, no se salva al hombre, sino que se le destruye”.
La primacía de Dios alude en nuestra oración de hoy al relato de Marta y María: «Porro unum est necessarium» (Lc 10,42) –una cosa sola es necesaria: del estar con el Señor, de la escucha de su palabra, del «buscad primero el reino de Dios», salen las obras de amor y el trabajo para la renovación del mundo.
3. Era tradición de la Iglesia que la primera semana de Cuaresma fuera la semana de las Cuatro Témporas de primavera. “Las Cuatro Témporas representan una tradición peculiar de la Iglesia de Roma; sus raíces se encuentran, por una parte, en el Antiguo Testamento -donde, por ejemplo, el profeta Zacarías habla de cuatro tiempos de ayuno a lo largo del año-, y por otra, en la tradición de la Roma pagana, cuyas fiestas de la siembra y de la recolección han dejado su huella en estos días. Se nos ofrece así una hermosa síntesis de creación y de historia bíblica, síntesis que es un signo de la verdadera catolicidad. Al celebrar estos días, recibimos el año de manos del Señor; recibimos nuestro tiempo del Creador y Redentor, y confiamos a su bondad siembras y cosechas, dándole gracias por el fruto de la tierra y de nuestro trabajo. La celebración de las Cuatro Témporas refleja el hecho de que «la expectación ansiosa de la creación está esperando la manifestación de los hijos de Dios» (Rom 8,19). A través de nuestra plegaria, la creación entra en la Eucaristía, contribuye a la glorificación de Dios.
Las Cuatro Témporas recibieron en el siglo V una nueva dimensión significativa; pasaron a ser fiestas de la recolección espiritual de la Iglesia, celebración de las ordenaciones sagradas. Tiene un sentido profundo el orden de las estaciones correspondientes a estos tres días: miércoles, Santa María la Mayor; viernes, Los doce Apóstoles; sábado, San Pedro. En el primer día, la Iglesia presenta los ordenandos a la Virgen, a la Iglesia en persona. Al meditar en este gesto, nos viene a la memoria la plegaria mariana del siglo III: «Sub tuum praesidium confugimus», Bajo tu amparo nos acogemos. La Iglesia confía sus ministros a la Madre: «He ahí a tu madre». Estas palabras del Crucificado nos animan a buscar refugio junto a la Madre. Bajo el manto de la Virgen estamos seguros. En todas nuestras dificultades podemos acudir siempre, con una confianza sin límites, a nuestra Madre. Este gesto del miércoles de las Cuatro Témporas se refiere a nosotros. Como ministros de la Iglesia, somos «asumidos» en virtud de este ofrecimiento que representa el verdadero principio de nuestra ordenación. Confiando en la Madre, nos atrevemos a abrazar nuestro servicio”.
La primera semana de Cuaresma es la semana de la siembra. “Confiamos a la bondad de Dios los frutos de la tierra y el trabajo de los hombres, para que todos reciban el pan cotidiano y la tierra se vea libre del azote del hambre. Confiamos también a la bondad de Dios la siembra de la palabra, para que reviva en nosotros el don de Dios, que hemos recibido por la imposición de las manos del obispo (2 Tim 1,6) en la sucesión de los Apóstoles, en la unidad con Pedro. Damos gracias a Dios porque nos ha protegido siempre en las tentaciones y dificultades, y le pedimos, con las palabras de la oración de la comunión, que nos otorgue su favor, es decir, su amor eterno, Él mismo, el don del Espíritu Santo, y que nos conceda también el consuelo temporal que nuestra frágil naturaleza necesita”. Oramos bajo el manto de la Madre. Oramos con la confianza de los hijos. Permanecen vigentes las palabras del Redentor: «Confiad; yo he vencido al mundo» (Jn 16,33; cf. Joseph Ratzinger, “El camino pascual”, pp. 59-65).
4. El evangelio de hoy nos pone delante un ejemplo muy concreto de este estilo de vida que Dios quiere de nosotros. Jesús nos presenta su programa: amar incluso a nuestros enemigos (la expresión “odiar a los enemigos no venía en la ley de Moisés, sino que era de la interpretación rabínica, que Jesús desmonta). “El pasaje recapitula las enseñanzas anteriores. El Señor llega a establecer que el cristiano no tiene enemigos personales” (Biblia de Navarra, com. ad loc.). La expresión final «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo» está citada en Lumen gentium 40 como el reclamo divino a la llamada universal a la santidad, aunque no se refiere el contexto tanto a tener el poder de Dios sino a beber de su amor y misericordia: ése es el sentido profundo de la santidad, que es exigente: incluye amar a todos, ser misericordiosos y entregados por los demás, y poner buena cara incluso a los que ni nos saludan. «La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma» (entrada), y «dichoso el que camina en la voluntad del Señor» (salmo). ¿Cuál? Participar de la misericordia divina: «Si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis?... Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (evangelio).
Amar no solo es aceptar las diferencias... La propuesta de Jesús contrasta las actitudes muy radicalmente: amar, hacer el bien y orar antes que todo en relación a los enemigos, a quienes nos aborrecen y a quienes nos persiguen.
“Dios promulgó en el Sinaí su voluntad a Israel. Allí mostró al pueblo, en razón de su camino incipiente de principiantes, el boceto de su divino querer. Como el bulbo de una azucena, que necesita desarrollo y madurez, para convertirse en una flor, así la ley del Señor estaba aún en embrión. Jesús va a actuar como un pintor que, aplicando los colores sobre un boceto hecho al carbón, (Teofilacto), no sólo no destruye el boceto, sino que lo completa, lo perfecciona, lo embellece, y le da mayor realismo. Jesús rejuvenece la Ley Antigua, (Fillion) que, aparte de ser camino de principiantes, había sido deformada por un rabinismo leguleyo, y había degenerado en un formalismo rudimentario, que con frecuencia sólo exigía actos externos. Jesús nos ha enseñado el proyecto de Dios para el hombre, que ya promulgado en el Sinaí, necesitaba desarrollo, progreso y madurez. Necesitaba amor: "No he venido a abolir la ley, sino a perfeccionarla" (Mt 5,17). Lo que era semilla, lo desarrolló y se convirtió en árbol: lo que era flor, lo transformó en fruto. Jesús dirigió su mirada, más que a los actos, al corazón en sentido bíblico, que es todo el ser interior del hombre, porque "del corazón salen las malas ideas: los homicidios, adulterios, inmoralidades, robos, testimonios falsos, calumnias". "Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo os digo: Amad a vuestros enemigos. Haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian" (Mt 5,45. Parece que Jesús nos señala un camino inalcanzable. Y es verdad si contamos con las fuerzas solas de la naturaleza humana, que sólo siente inclinación a amar a los que le aman y conceder favores a los amigos. Por eso Jesús dice que así todavía somos paganos. Aún no somos discípulos suyos. No nos hemos convertido. ¿Cómo poder hacer lo que nos propone? Él derrama su Espíritu sobre nosotros para que poco a poco vayamos amando como Él, con su fuerza y energía. En un mundo atacado por la peste de la guerra e infectado de odio, orgullo y revancha, ¡cuánta falta hacen bautizados convertidos, hombres de amor!
En la adhesión del hombre a la voluntad de Dios, consiste su felicidad. Por eso el salmista canta: "Dichoso el que con vida intachable camina en la voluntad del Señor. Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes, y lo seguiré puntualmente; enséñame a cumplir tu voluntad y a guardarla de todo corazón" (Salmo 118: J. Martí Ballester).
“El Evangelio nos exhorta al amor más perfecto. Amar es querer el bien del otro y en esto se basa nuestra realización personal. No amamos para buscar nuestro bien, sino por el bien del amado, y haciéndolo así crecemos como personas” (Juan Costa Bou). El ser humano, afirmó el Concilio Vaticano II, “no puede encontrar su plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”, y añadía Juan Pablo II, «el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente».
“¿Cómo tirar piedras contra nuestros enemigos si en el fondo nosotros nos parecemos a ellos? Ver al prójimo en su intimidad, llegar hasta el fondo de su alma es considerar que tantas veces no es tal vez verdadera maldad la suya, sino fatalidad, herencia, miseria humana. Vernos a nosotros por dentro es percibir que también lo nuestro es muchas veces maldad y miseria humana. Compartimos todos la culpa y miseria común de la humanidad. Es verdad que algunos asesinan con las manos, pero nosotros tal vez asesinamos con el corazón.
Hubo alguien que en la vida no devolvió mal por mal, injuria por injuria, insulto por insulto. Hubo alguien que de esta manera llenó el mundo de luminosidad y bondad. Volvamos los ojos a Él, fijemos nuestra mirada en Él. De seguro que algo comenzará a ser de otra manera en nuestra vida.” (P. Gª Barriuso cmf)
llucià Pou Sabaté
Cuaresma I semana, viernes: Dios quiere nuestra conversión, que se manifieste en el amor a los demás
Libro de Ezequiel 18,21-28: Pero si el malvado se convierte de todos los pecados que ha cometido, observa todos mis preceptos y practica el derecho y la justicia, seguramente vivirá, y no morirá. Ninguna de las ofensas que haya cometido le será recordada: a causa de la justicia que ha practicado, vivirá. ¿Acaso deseo yo la muerte del pecador -oráculo del Señor- y no que se convierta de su mala conducta y viva? Pero si el justo se aparta de su justicia y comete el mal, imitando todas las abominaciones que comete el malvado, ¿acaso vivirá? Ninguna de las obras justas que haya hecho será recordada: a causa de la infidelidad y del pecado que ha cometido, morirá. Ustedes dirán: "El proceder del Señor no es correcto". Escucha, casa de Israel: ¿Acaso no es el proceder de ustedes, y no el mío, el que no es correcto? Cuando el justo se aparta de su justicia, comete el mal y muere, muere por el mal que ha cometido. Y cuando el malvado se aparta del mal que ha cometido, para practicar el derecho y la justicia, él mismo preserva su vida. El ha abierto los ojos y se ha convertido de todas las ofensas que había cometido: por eso, seguramente vivirá, y no morirá.
Salmo 130,1-8: Canto de peregrinación. Desde lo más profundo te invoco, Señor, / ¡Señor, oye mi voz! Estén tus oídos atentos al clamor de mi plegaria. / Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá subsistir? / Pero en ti se encuentra el perdón, para que seas temido. / Mi alma espera en el Señor, y yo confío en su palabra. / Mi alma espera al Señor, más que el centinela la aurora. Como el centinela espera la aurora, / espere Israel al Señor, porque en él se encuentra la misericordia y la redención en abundancia: / él redimirá a Israel de todos sus pecados.
Texto del Evangelio (Mt 5,20-26): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antepasados: ‘No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal’. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano "imbécil", será reo ante el Sanedrín; y el que le llame "renegado", será reo de la gehenna de fuego.
Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda. Ponte enseguida a buenas con tu adversario mientras vas con él por el camino; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. Yo te aseguro: no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo».
Comentario: 1. –Ezequiel 18,21-28: ¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y que no se convierta de su camino y viva? Cada uno es responsable ante Dios. Por eso se invita una vez más a la conversión y al cambio de vida, tan apropiado en este tiempo de Cuaresma, pues la eficacia de la auténtica penitencia es la conversión personal del corazón a Dios. Colecta: «Que tu pueblo, Señor, como preparación a las fiestas de Pascua, se entregue a las penitencias corporales, y que nuestra austeridad comunitaria sirva para la renovación espiritual de tus fieles». Pero podemos y debemos orar por la conversión de los demás. La penitencia debe restablecer de nuevo el orden alterado, haciendo desaparecer nuestro alejamiento de Dios y nuestro apego desordenado a las criaturas. El alma debe retornar a Dios por el arrepentimiento: «Convertíos a Mí de todo corazón». A la conversión interior deben acompañar las obras externas de penitencia, la mortificación, que tiene muchos aspectos: ayuno, abstinencia, abnegación, paciencia... realizadas con gran discreción, sin hacer alardes de personas austeras. El cristianismo es la religión de la interioridad, no de la ostentación y vana apariencia ante los hombres. La piedad cristiana tiene por único objeto a Dios y a su voluntad. Y el fundamento de esta piedad es el amor. La conversión ha de mostrarse en las buenas obras: ser más caritativos, más serviciales, más cariñosos, más amables, más desprendidos, más bondadosos. Dice San Clemente Romano: «Seamos humildes, deponiendo toda jactancia, ostentación e insensatez, y los arrebatos de la ira... Como quiera, pues, que hemos participado de tantos y tan grandes y tan ilustres hechos, emprendamos otra vez la meta de la paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los magníficos y superabundantes dones y beneficios de su paz» (Carta a los Corintios 19,2; cf. P. Manuel Garrido).
Ratzinger pone en relación los textos del profeta y del Evangelio: “La liturgia de la palabra propia de este día es una catequesis sobre la justicia cristiana, una respuesta a la pregunta: ¿Quién es justo a los ojos de Dios? ¿Cómo podemos ser justificados? De esta suerte, se nos ofrece también la respuesta a la cuestión de la ley, la definición de la ley nueva, de la ley de Cristo y de la relación que media entre ley y espíritu, todo ello comprendido en la unidad de la salvación, en la que se da ciertamente progreso, purificación y ahondamiento, pero que no se halla sujeta a ningún género de dialéctica antagónica”. Ezequiel representa un gran avance en el desarrollo de la idea bíblica de justicia. Hay dos puntos importantes:
a) “También el Dios del Antiguo Testamento es un Dios de amor, un verdadero Padre para sus criaturas. Este Dios es la vida; la muerte, pues, viene a contradecir frontalmente la realidad misma de Dios. Dios no puede querer su contrario. En consecuencia, también para su criatura es Dios un Dios de vida. La muerte de la criatura es -hablando en términos humanos- un fracaso para Dios, un alejarse de El. Por esta razón, Dios quiere la vida para su criatura, no el castigo; quiere para ella la vida en su sentido más pleno: la comunicación, el amor, la plenitud del ser la participación en el gozo de la vida, en la gracia del ser”. El texto de hoy dice: «¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor Dios, y no que se convierta de su mal camino y viva?» (Ez 18,23). Ahora podríamos establecer una relación con el texto de Oseas 11,8-9 que leemos el día del Sagrado Corazón: lo dejamos para esa ocasión. Podemos simplificar la reflexión sobre la medida de la justicia diciendo: “puesto que Dios es esencialmente vida, le correspondemos comprometiéndonos en favor de la vida, luchando contra el dominio de la muerte, contra todas sus emboscadas; en una palabra: entregándonos al servicio de la vida en su sentido más pleno, al servicio del reino de la verdad y del amor”.
b) Pasamos de momento a un comentario de Noel Quesson: En los años del destierro que siguieron a la caída de Jerusalén, la Alianza se había roto, el templo destruido, la ciudad santa arrasada por las llamas, sin culto que les permitiera reconciliarse, víctimas del pasado y sin esperanzas de futuro. Para los desterrados era un amargo presente, cundió el desánimo al pensar que era consecuencia de los pecados, y surgió la tentación de vivir como vivían los de su alrededor, ahogados por el materialismo de una nación poderosa y rica en comodidades, cultos y festejos. Entonces surge Ezequiel, que formula el principio de responsabilidad personal, ya anunciada por Jeremías: “el que peque, ese morirá". No niega el principio de solidaridad en la culpa, sencillamente lo completa. Cada uno debe situarse responsablemente ante Dios. El pasado de las generaciones anteriores no cuenta en la responsabilidad moral de cada individuo; ni siquiera el pasado personal cuenta en la relación actual del hombre con Dios, si es que ha habido un cambio: la conversión. Lo que importa es la conducta personal y actual. El profeta quiere arrancar a los israelitas de un abuso de la solidaridad en el mal o en el bien: escamotear la responsabilidad personal, creer que se cae sin remedio en malas consecuencias por los males del pasado, y creer que por pertenecer a un pueblo oficialmente religioso y "elegido" ya están salvados. No, les dice el profeta, lo importante es la conversión, la conversión incesante: Entrada: «Señor, ensancha mi corazón oprimido y sácame de mis tribulaciones. Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis pecados» (Sal 24,17-18). No podemos apalancarnos, ahorrarnos la búsqueda personal de Dios y la conversión a él. "Si no sois mejores que los letrados y fariseos no entraréis en el Reino de los cielos" (Mt 5, 20). Hemos quitado los “estados de perfección”, pues de lo que se trata es en encontrar cada “la perfección en su propio estado”. Buda decía alegóricamente: "si encuentras a Dios, mátalo". Se puede entender en el sentido de que: Si ya tienes una imagen de Dios, destrózala, porque Dios no se parece a esa imagen, está más allá y debes de seguir buscándolo. San Agustín dice: "Si lo comprendes, ya no es Dios".
Pero podemos conocerlo, de modo más limitado con la inteligencia, y de modo más perfecto con el amor, en Jesús, que hoy nos pide que nuestra bondad llegue hasta lo más profundo de nuestro ser... que no nos contentemos con evitar cualquier gesto exterior que pueda dañar, sino que, en primer lugar y ya interiormente «estemos de acuerdo» con nuestros adversarios: se nos pedirá cuenta. Ezequiel insiste también sobre la «bondad» y sobre la «responsabilidad». ¡Dios se ha comprometido en el gran combate contra la "maldad"! Está por el "derecho y la justicia."
Volvamos a Ratzinger: Ezequiel muestra el personalismo claro y decidido que acabamos de ver, superación de colectivismo arcaico, sin destino personal distinto del que tiene el clan. “Descubrimos aquí la emancipación, la liberación de la persona en virtud de su destino único y singular. Esta liberación, el descubrimiento de la unicidad de la persona, es el corazón de la libertad. Esta liberación es el fruto de la fe en Dios-persona, o mejor aún: esta liberación proviene de la revelación de Dios-persona. La liberación, y con ella la libertad misma desaparece -no al instante, por supuesto, pero sí con una lógica implacable- cuando este Dios se pierde de vista en el mundo. Este Dios no es -como dicen los marxistas- instrumento de esclavitud; la historia nos enseña exactamente lo contrario: el valor indestructible de la persona humana depende de la presencia de un Dios personal”.
2. – Sal. 129. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. La conversión es siempre posible y Dios actúa para que se realice. Por muy abrumados que nos veamos por nuestras culpa, nunca hemos de desesperar de la misericordia del Señor. Con el Salmo 129 expresamos esa confianza: «Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón y así infundes respeto. Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora; porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y Él redimirá a Israel de todos sus delitos». La auténtica reconciliación no sólo lleva a perdonar las faltas de quienes nos hayan ofendido, sino que debe llevarnos a dar al olvido todo aquello con lo que fuimos dañados por los demás. Cuando Dios nos perdona en verdad olvida nuestras culpas; no nos echa en cara que malgastamos su fortuna en maldades y vicios, sino que sólo se alegra porque hemos vuelto a Él y nos recibe como a hijos suyos, sentándonos nuevamente a su mesa y calzando nuestros pies con sandalias nuevas para convertirnos nuevamente en testigos suyos en los caminos del mundo. Confiemos siempre en el amor del Señor y en su misericordia. Pero, al mismo tiempo, aceptemos el compromiso de dar a conocer a los demás lo misericordioso que Dios ha sido para con nosotros para que también ellos vuelvan al Señor y experimenten su amor.
3. –Mateo 5,20-26: Los contenidos del evangelio de este día no son más que ejemplificación del principio de la abundancia (que veremos al tratar la multiplicación de los panes): la interpretación cristiana del decálogo, que no es abolición, sino plenitud de la Ley y de los Profetas (Mt 5,17). La estructura cristológica del Sermón de la Montaña es muy clara: “la antítesis: «... se dijo a los antiguos, pero yo os digo», nos viene a indicar el sentido de la nueva legislación predicada por Jesús en este nuevo Sinaí. Con estas palabras, Jesús se revela como el nuevo y verdadero Moisés, con el que se inicia la nueva alianza, el cumplimiento de la promesa que Dios hizo a los Padres: «El Señor, tu Dios, te suscitará de en medio de ti, de entre tus hermanos, un profeta como yo; a él le oirás» (Dt 18,15). Las palabras que hallamos al final del Deuteronomio, palabras que suenan como el lamento de un Israel afligido, como una plegaria urgente para que Dios se acuerde de su promesa: «No ha vuelto a surgir en Israel el profeta semejante a Moisés, con quien cara a cara tratase Yahveh» (Dt 34,10), estas palabras llenas de tristeza y de resignación son superadas por el gozo del Evangelio. Ha surgido el nuevo Profeta, aquel cuyo distintivo es tratar con Dios cara a cara. La antítesis respecto a Moisés implica esta sublime realidad; implica que lo esencial del nuevo Profeta es este hablar con Dios cara a cara, en calidad de amigo.
Pero, según este pasaje evangélico, Cristo es más que un Profeta, más que un nuevo Moisés. Para «ver» este anuncio del Evangelio debemos concentrar en su lectura toda nuestra atención. La antítesis no es «Moisés dijo», «yo digo»; la antítesis es «se dijo», «Yo digo». Esta pasiva «se dijo» es la forma hebraica de velar el nombre de Dios. Para evitar el santo nombre y también la palabra «Dios» se usa la voz pasiva, y todos saben que el sujeto que no se nombra es Dios. En nuestra lengua, pues, la antítesis debe traducirse así: «Dios dijo a los antiguos, pero yo os digo». Esta afirmación corresponde exactamente a la realidad histórica y teológica, porque el Decálogo no fue palabra de Moisés, sino palabra de Dios, de quien Moisés fue únicamente mediador. Si meditamos en este resultado descubrimos algo inaudito: la antítesis es «Dios dijo». «Yo digo»; en otras palabras: Jesús habla al mismo nivel de Dios; no solamente como un nuevo Moisés, sino con la misma autoridad de Dios. Este «Yo» es un Yo divino. No faltan incluso exegetas protestantes que afirman que no es posible otra interpretación y que estas palabras no pueden haber sido inventadas por la comunidad primitiva, que se inclinaba más bien a mitigar los contrastes. Dios dijo a los antiguos; el mismo Dios no nos dice algo distinto en el Yo de Cristo, sino algo nuevo: «Lo viejo pasó, se ha hecho nuevo» (2 Cor 5,17) El Señor del Sermón de la Montaña es el mismo al que se refiere San Pablo con estas palabras; el mismo del que habla el Apocalipsis de San Juan: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). La oración después de la comunión de este día está en consonancia con estos testimonios: «Señor, que esta eucaristía nos renueve para que, superando nuestra vida caduca, lleguemos a participar de los bienes de la redención»” (Joseph Ratzinger, “El camino pascual”).
Jesús nos lleva a ser "buenos" hasta el fondo del ser, amar hasta a nuestros enemigos: -“Habéis oído que se dijo a los antiguos: "No matarás"... Pero yo os digo: "No os irritéis contra vuestro hermano..."” ¡Qué diferencia, en efecto! Jesús viene a completar la Ley. Moisés había prohibido matar. Esto era ya encaminar la humanidad hacia la no violencia, hacia el amor fraterno. Pero todo quedaba muy elemental, muy negativo. Jesús va hasta el fondo del problema. Interioriza la ley: no es sólo el gesto exterior lo malo, lo es ya la "cólera" que puede inducir a ello... y las injurias verbales, las disputas que envenenan las relaciones humanas. Llamar a alguien "imbécil" o "descreído" es ya ser culpable de no-amar. A la luz de estas palabras, examino mis relaciones humanas. En este tiempo de cuaresma, es bueno proyectar esa luz exigente sobre mis relaciones cotidianas. ¿Me dejo llevar por mi temperamento? ¿Soy despreciativo? ¿Soy duro en mis palabras?
-“Si vas a presentar tu ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar...” Si hay discordia entre los hombres, la relación con Dios también se rompe. ¡Dios rehúsa la muestra de amor que pretendemos darle, cuando no amamos también a sus hermanos! Y la pobre "ofrenda" queda allí, en "pana" ante el altar... Dios se hace fiador de nuestras relaciones humanas. Nos dice: Antes de tener relaciones correctas conmigo, tenedlas primero entre vosotros. La caridad fraterna pasa delante del culto. –“Ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda”. No se trata aquí de un sentimentalismo fácil que evite las verdaderas cuestiones. Supongamos que ha habido una fisura. Se han disputado y ya no se hablan: no se trata tampoco de que el otro dé el primer paso, como suele decirse. "Estoy dispuesto... cuando él quiera, por mi parte estoy a punto". Jesús afirma, precisamente, la postura inversa: Es suficiente que yo me dé cuenta de que el otro tiene algo contra mí... debo yo ir a su encuentro, dar el primer paso. Comprometerse en la reconciliación. Es un principio esencial de supervivencia, para las personas, las familias, las profesiones, las razas, los grandes bloques, y simplemente... de una generación a otra.
“Vete primero a reconciliarte con tu hermano”. El arrepentimiento del cristiano se demuestra ante todo en el deseo de practicar la justicia. La Cuaresma es el tiempo más edecuado para el perdón de las injurias y para la reconciliación. No es posible tener odio al hermano y participar en la Eucaristía, sacramento del Amor. Esta doctrina pasó desde el Evangelio a la literatura cristiana. Ya aparece en el libro más antiguo del cristianismo, no bíblico, la Didajé, de fines del siglo primero. Y así se ha seguido enseñando en la Iglesia hasta nuestros días. San León Magno lo expone con frecuencia en sus sermones de Cuaresma. En el dice: «Vosotros, amadísimos, que os disponéis para celebrar la Pascua del Señor, ejercitaos en los santos ayunos, de modo que lleguéis a la más santa de todas las fiestas libres de toda turbación. Expulse el amor de la humildad el espíritu de la soberbia, fuente de todo pecado, y mitigue la mansedumbre a los que infla el orgullo. Los que con sus ofensas han exasperado los ánimos, reconciliados entre sí, busquen entrar en la unidad de la concordia. No volvais mal por mal, sino perdonaos mutuamente, como Cristo nos ha perdonado (Rom 12,17). Suprimid las enemistades humanas con la paz... «Nosotros, que diariamente tenemos necesidad de los remedios de la indulgencia, perdonemos sin dificultad las faltas de los otros. Si decimos al Señor, nuestro Padre: “perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6,12), es absolutamente cierto que, al conceder el perdón a las ofensas de los otros, nos disponemos nosotros mismos para alcanzar la clemencia divina».
Por tanto, se nos invita a pensar en nuestra conversión cuaresmal con el recuerdo de que cada uno es responsable de sus propias actuaciones: no vale echar la culpa a los antepasados o a la sociedad o a los otros. Lo propio de Dios no es castigar y estar espiando nuestra falta, sino que quiere que todos se conviertan de sus caminos y vivan, y está siempre dispuesto a acoger al que vuelve a él. Es lo que subraya más el salmo de hoy: «de ti procede el perdón... del Señor viene la misericordia y él redimirá a Israel de todos sus delitos». Programa exigente, que llega a actitudes interiores, además de los hechos exteriores: los juicios, las intenciones, las envidias y rencores. Sí, existe el pecado colectivo y las estructuras de pecado de las que habla Juan Pablo II en sus encíclicas sociales. Pero cada uno de nosotros es pecador y tenemos nuestra parte de culpa y debemos volvernos hacia Dios en el camino de la Pascua. En concreto, se nos pide: «Ve primero a reconciliarte con tu hermano». No esperes a que venga él: da tú el primer paso. Deberíamos tomar más en serio lo que se nos dice antes de la comunión en cada Misa: «daos fraternalmente la paz». «Señor, ensancha mi corazón oprimido y sácame de mis tribulaciones» (entrada). Se nos pide que participemos en los sentimientos divinos: «¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y no, que se convierta de su camino y que viva?» (1ª lectura). «Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa» (salmo; cf. J. Aldazábal, “Enséñame tus caminos”) y lo que está mandado no es «no matar» (porque lo contrario ciertamente sería la contradicción más flagrante contra el amor), sino «amar». No haciendo nada malo se puede cumplir con el mandamiento de no matar, pero no se cumple con el de amar. Pecado es no sólo lo malo que hacemos (pecados que cometemos, pecados de «comisión») sino lo mucho bueno que nos dejamos de hacer (pecados de «omisión», que se cometen precisamente «no haciendo»). «No haciendo» se podría cumplir tal vez la ley de los letrados y fariseos, pero no la de Jesús (Servicio Bíblico Latinoamericano). Así nos lo recuerda el salmo responsorial: “Señor, escucha mi voz, estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica”. En ese ponernos de cara a Dios, esperando confiadamente, con deseo, “más que el centinela a la aurora”, nos encontramos en tiempo de reconocer, tiempo de confiar. Por encima de todo, “mi alma espera en el Señor” (Mila). Hoy, primer viernes de Cuaresma, vamos a poner los ojos en familiares, miembros de una comunidad, socios de una empresa, ciudadanos de un pueblo, hijos de esta tierra amplia y dilatada donde se multiplican las discordias, odios, olvidos, injusticias, insolidaridad, y apliquemos lo dicho. Si una palabra nos distanció en un invierno de hielo, una palabra puede ser el comienzo de una nueva comunión, y para ello tenemos la fuerza de la Eucaristía, como pedimos en la Postcomunión: «Señor, que esta Eucaristía nos renueve, y, purificándonos de la corrupción del pecado, nos haga entrar en comunión con el misterio que nos salva».
Salmo 130,1-8: Canto de peregrinación. Desde lo más profundo te invoco, Señor, / ¡Señor, oye mi voz! Estén tus oídos atentos al clamor de mi plegaria. / Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá subsistir? / Pero en ti se encuentra el perdón, para que seas temido. / Mi alma espera en el Señor, y yo confío en su palabra. / Mi alma espera al Señor, más que el centinela la aurora. Como el centinela espera la aurora, / espere Israel al Señor, porque en él se encuentra la misericordia y la redención en abundancia: / él redimirá a Israel de todos sus pecados.
Texto del Evangelio (Mt 5,20-26): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antepasados: ‘No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal’. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano "imbécil", será reo ante el Sanedrín; y el que le llame "renegado", será reo de la gehenna de fuego.
Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda. Ponte enseguida a buenas con tu adversario mientras vas con él por el camino; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. Yo te aseguro: no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo».
Comentario: 1. –Ezequiel 18,21-28: ¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y que no se convierta de su camino y viva? Cada uno es responsable ante Dios. Por eso se invita una vez más a la conversión y al cambio de vida, tan apropiado en este tiempo de Cuaresma, pues la eficacia de la auténtica penitencia es la conversión personal del corazón a Dios. Colecta: «Que tu pueblo, Señor, como preparación a las fiestas de Pascua, se entregue a las penitencias corporales, y que nuestra austeridad comunitaria sirva para la renovación espiritual de tus fieles». Pero podemos y debemos orar por la conversión de los demás. La penitencia debe restablecer de nuevo el orden alterado, haciendo desaparecer nuestro alejamiento de Dios y nuestro apego desordenado a las criaturas. El alma debe retornar a Dios por el arrepentimiento: «Convertíos a Mí de todo corazón». A la conversión interior deben acompañar las obras externas de penitencia, la mortificación, que tiene muchos aspectos: ayuno, abstinencia, abnegación, paciencia... realizadas con gran discreción, sin hacer alardes de personas austeras. El cristianismo es la religión de la interioridad, no de la ostentación y vana apariencia ante los hombres. La piedad cristiana tiene por único objeto a Dios y a su voluntad. Y el fundamento de esta piedad es el amor. La conversión ha de mostrarse en las buenas obras: ser más caritativos, más serviciales, más cariñosos, más amables, más desprendidos, más bondadosos. Dice San Clemente Romano: «Seamos humildes, deponiendo toda jactancia, ostentación e insensatez, y los arrebatos de la ira... Como quiera, pues, que hemos participado de tantos y tan grandes y tan ilustres hechos, emprendamos otra vez la meta de la paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los magníficos y superabundantes dones y beneficios de su paz» (Carta a los Corintios 19,2; cf. P. Manuel Garrido).
Ratzinger pone en relación los textos del profeta y del Evangelio: “La liturgia de la palabra propia de este día es una catequesis sobre la justicia cristiana, una respuesta a la pregunta: ¿Quién es justo a los ojos de Dios? ¿Cómo podemos ser justificados? De esta suerte, se nos ofrece también la respuesta a la cuestión de la ley, la definición de la ley nueva, de la ley de Cristo y de la relación que media entre ley y espíritu, todo ello comprendido en la unidad de la salvación, en la que se da ciertamente progreso, purificación y ahondamiento, pero que no se halla sujeta a ningún género de dialéctica antagónica”. Ezequiel representa un gran avance en el desarrollo de la idea bíblica de justicia. Hay dos puntos importantes:
a) “También el Dios del Antiguo Testamento es un Dios de amor, un verdadero Padre para sus criaturas. Este Dios es la vida; la muerte, pues, viene a contradecir frontalmente la realidad misma de Dios. Dios no puede querer su contrario. En consecuencia, también para su criatura es Dios un Dios de vida. La muerte de la criatura es -hablando en términos humanos- un fracaso para Dios, un alejarse de El. Por esta razón, Dios quiere la vida para su criatura, no el castigo; quiere para ella la vida en su sentido más pleno: la comunicación, el amor, la plenitud del ser la participación en el gozo de la vida, en la gracia del ser”. El texto de hoy dice: «¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor Dios, y no que se convierta de su mal camino y viva?» (Ez 18,23). Ahora podríamos establecer una relación con el texto de Oseas 11,8-9 que leemos el día del Sagrado Corazón: lo dejamos para esa ocasión. Podemos simplificar la reflexión sobre la medida de la justicia diciendo: “puesto que Dios es esencialmente vida, le correspondemos comprometiéndonos en favor de la vida, luchando contra el dominio de la muerte, contra todas sus emboscadas; en una palabra: entregándonos al servicio de la vida en su sentido más pleno, al servicio del reino de la verdad y del amor”.
b) Pasamos de momento a un comentario de Noel Quesson: En los años del destierro que siguieron a la caída de Jerusalén, la Alianza se había roto, el templo destruido, la ciudad santa arrasada por las llamas, sin culto que les permitiera reconciliarse, víctimas del pasado y sin esperanzas de futuro. Para los desterrados era un amargo presente, cundió el desánimo al pensar que era consecuencia de los pecados, y surgió la tentación de vivir como vivían los de su alrededor, ahogados por el materialismo de una nación poderosa y rica en comodidades, cultos y festejos. Entonces surge Ezequiel, que formula el principio de responsabilidad personal, ya anunciada por Jeremías: “el que peque, ese morirá". No niega el principio de solidaridad en la culpa, sencillamente lo completa. Cada uno debe situarse responsablemente ante Dios. El pasado de las generaciones anteriores no cuenta en la responsabilidad moral de cada individuo; ni siquiera el pasado personal cuenta en la relación actual del hombre con Dios, si es que ha habido un cambio: la conversión. Lo que importa es la conducta personal y actual. El profeta quiere arrancar a los israelitas de un abuso de la solidaridad en el mal o en el bien: escamotear la responsabilidad personal, creer que se cae sin remedio en malas consecuencias por los males del pasado, y creer que por pertenecer a un pueblo oficialmente religioso y "elegido" ya están salvados. No, les dice el profeta, lo importante es la conversión, la conversión incesante: Entrada: «Señor, ensancha mi corazón oprimido y sácame de mis tribulaciones. Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis pecados» (Sal 24,17-18). No podemos apalancarnos, ahorrarnos la búsqueda personal de Dios y la conversión a él. "Si no sois mejores que los letrados y fariseos no entraréis en el Reino de los cielos" (Mt 5, 20). Hemos quitado los “estados de perfección”, pues de lo que se trata es en encontrar cada “la perfección en su propio estado”. Buda decía alegóricamente: "si encuentras a Dios, mátalo". Se puede entender en el sentido de que: Si ya tienes una imagen de Dios, destrózala, porque Dios no se parece a esa imagen, está más allá y debes de seguir buscándolo. San Agustín dice: "Si lo comprendes, ya no es Dios".
Pero podemos conocerlo, de modo más limitado con la inteligencia, y de modo más perfecto con el amor, en Jesús, que hoy nos pide que nuestra bondad llegue hasta lo más profundo de nuestro ser... que no nos contentemos con evitar cualquier gesto exterior que pueda dañar, sino que, en primer lugar y ya interiormente «estemos de acuerdo» con nuestros adversarios: se nos pedirá cuenta. Ezequiel insiste también sobre la «bondad» y sobre la «responsabilidad». ¡Dios se ha comprometido en el gran combate contra la "maldad"! Está por el "derecho y la justicia."
Volvamos a Ratzinger: Ezequiel muestra el personalismo claro y decidido que acabamos de ver, superación de colectivismo arcaico, sin destino personal distinto del que tiene el clan. “Descubrimos aquí la emancipación, la liberación de la persona en virtud de su destino único y singular. Esta liberación, el descubrimiento de la unicidad de la persona, es el corazón de la libertad. Esta liberación es el fruto de la fe en Dios-persona, o mejor aún: esta liberación proviene de la revelación de Dios-persona. La liberación, y con ella la libertad misma desaparece -no al instante, por supuesto, pero sí con una lógica implacable- cuando este Dios se pierde de vista en el mundo. Este Dios no es -como dicen los marxistas- instrumento de esclavitud; la historia nos enseña exactamente lo contrario: el valor indestructible de la persona humana depende de la presencia de un Dios personal”.
2. – Sal. 129. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. La conversión es siempre posible y Dios actúa para que se realice. Por muy abrumados que nos veamos por nuestras culpa, nunca hemos de desesperar de la misericordia del Señor. Con el Salmo 129 expresamos esa confianza: «Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón y así infundes respeto. Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora; porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y Él redimirá a Israel de todos sus delitos». La auténtica reconciliación no sólo lleva a perdonar las faltas de quienes nos hayan ofendido, sino que debe llevarnos a dar al olvido todo aquello con lo que fuimos dañados por los demás. Cuando Dios nos perdona en verdad olvida nuestras culpas; no nos echa en cara que malgastamos su fortuna en maldades y vicios, sino que sólo se alegra porque hemos vuelto a Él y nos recibe como a hijos suyos, sentándonos nuevamente a su mesa y calzando nuestros pies con sandalias nuevas para convertirnos nuevamente en testigos suyos en los caminos del mundo. Confiemos siempre en el amor del Señor y en su misericordia. Pero, al mismo tiempo, aceptemos el compromiso de dar a conocer a los demás lo misericordioso que Dios ha sido para con nosotros para que también ellos vuelvan al Señor y experimenten su amor.
3. –Mateo 5,20-26: Los contenidos del evangelio de este día no son más que ejemplificación del principio de la abundancia (que veremos al tratar la multiplicación de los panes): la interpretación cristiana del decálogo, que no es abolición, sino plenitud de la Ley y de los Profetas (Mt 5,17). La estructura cristológica del Sermón de la Montaña es muy clara: “la antítesis: «... se dijo a los antiguos, pero yo os digo», nos viene a indicar el sentido de la nueva legislación predicada por Jesús en este nuevo Sinaí. Con estas palabras, Jesús se revela como el nuevo y verdadero Moisés, con el que se inicia la nueva alianza, el cumplimiento de la promesa que Dios hizo a los Padres: «El Señor, tu Dios, te suscitará de en medio de ti, de entre tus hermanos, un profeta como yo; a él le oirás» (Dt 18,15). Las palabras que hallamos al final del Deuteronomio, palabras que suenan como el lamento de un Israel afligido, como una plegaria urgente para que Dios se acuerde de su promesa: «No ha vuelto a surgir en Israel el profeta semejante a Moisés, con quien cara a cara tratase Yahveh» (Dt 34,10), estas palabras llenas de tristeza y de resignación son superadas por el gozo del Evangelio. Ha surgido el nuevo Profeta, aquel cuyo distintivo es tratar con Dios cara a cara. La antítesis respecto a Moisés implica esta sublime realidad; implica que lo esencial del nuevo Profeta es este hablar con Dios cara a cara, en calidad de amigo.
Pero, según este pasaje evangélico, Cristo es más que un Profeta, más que un nuevo Moisés. Para «ver» este anuncio del Evangelio debemos concentrar en su lectura toda nuestra atención. La antítesis no es «Moisés dijo», «yo digo»; la antítesis es «se dijo», «Yo digo». Esta pasiva «se dijo» es la forma hebraica de velar el nombre de Dios. Para evitar el santo nombre y también la palabra «Dios» se usa la voz pasiva, y todos saben que el sujeto que no se nombra es Dios. En nuestra lengua, pues, la antítesis debe traducirse así: «Dios dijo a los antiguos, pero yo os digo». Esta afirmación corresponde exactamente a la realidad histórica y teológica, porque el Decálogo no fue palabra de Moisés, sino palabra de Dios, de quien Moisés fue únicamente mediador. Si meditamos en este resultado descubrimos algo inaudito: la antítesis es «Dios dijo». «Yo digo»; en otras palabras: Jesús habla al mismo nivel de Dios; no solamente como un nuevo Moisés, sino con la misma autoridad de Dios. Este «Yo» es un Yo divino. No faltan incluso exegetas protestantes que afirman que no es posible otra interpretación y que estas palabras no pueden haber sido inventadas por la comunidad primitiva, que se inclinaba más bien a mitigar los contrastes. Dios dijo a los antiguos; el mismo Dios no nos dice algo distinto en el Yo de Cristo, sino algo nuevo: «Lo viejo pasó, se ha hecho nuevo» (2 Cor 5,17) El Señor del Sermón de la Montaña es el mismo al que se refiere San Pablo con estas palabras; el mismo del que habla el Apocalipsis de San Juan: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). La oración después de la comunión de este día está en consonancia con estos testimonios: «Señor, que esta eucaristía nos renueve para que, superando nuestra vida caduca, lleguemos a participar de los bienes de la redención»” (Joseph Ratzinger, “El camino pascual”).
Jesús nos lleva a ser "buenos" hasta el fondo del ser, amar hasta a nuestros enemigos: -“Habéis oído que se dijo a los antiguos: "No matarás"... Pero yo os digo: "No os irritéis contra vuestro hermano..."” ¡Qué diferencia, en efecto! Jesús viene a completar la Ley. Moisés había prohibido matar. Esto era ya encaminar la humanidad hacia la no violencia, hacia el amor fraterno. Pero todo quedaba muy elemental, muy negativo. Jesús va hasta el fondo del problema. Interioriza la ley: no es sólo el gesto exterior lo malo, lo es ya la "cólera" que puede inducir a ello... y las injurias verbales, las disputas que envenenan las relaciones humanas. Llamar a alguien "imbécil" o "descreído" es ya ser culpable de no-amar. A la luz de estas palabras, examino mis relaciones humanas. En este tiempo de cuaresma, es bueno proyectar esa luz exigente sobre mis relaciones cotidianas. ¿Me dejo llevar por mi temperamento? ¿Soy despreciativo? ¿Soy duro en mis palabras?
-“Si vas a presentar tu ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar...” Si hay discordia entre los hombres, la relación con Dios también se rompe. ¡Dios rehúsa la muestra de amor que pretendemos darle, cuando no amamos también a sus hermanos! Y la pobre "ofrenda" queda allí, en "pana" ante el altar... Dios se hace fiador de nuestras relaciones humanas. Nos dice: Antes de tener relaciones correctas conmigo, tenedlas primero entre vosotros. La caridad fraterna pasa delante del culto. –“Ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda”. No se trata aquí de un sentimentalismo fácil que evite las verdaderas cuestiones. Supongamos que ha habido una fisura. Se han disputado y ya no se hablan: no se trata tampoco de que el otro dé el primer paso, como suele decirse. "Estoy dispuesto... cuando él quiera, por mi parte estoy a punto". Jesús afirma, precisamente, la postura inversa: Es suficiente que yo me dé cuenta de que el otro tiene algo contra mí... debo yo ir a su encuentro, dar el primer paso. Comprometerse en la reconciliación. Es un principio esencial de supervivencia, para las personas, las familias, las profesiones, las razas, los grandes bloques, y simplemente... de una generación a otra.
“Vete primero a reconciliarte con tu hermano”. El arrepentimiento del cristiano se demuestra ante todo en el deseo de practicar la justicia. La Cuaresma es el tiempo más edecuado para el perdón de las injurias y para la reconciliación. No es posible tener odio al hermano y participar en la Eucaristía, sacramento del Amor. Esta doctrina pasó desde el Evangelio a la literatura cristiana. Ya aparece en el libro más antiguo del cristianismo, no bíblico, la Didajé, de fines del siglo primero. Y así se ha seguido enseñando en la Iglesia hasta nuestros días. San León Magno lo expone con frecuencia en sus sermones de Cuaresma. En el dice: «Vosotros, amadísimos, que os disponéis para celebrar la Pascua del Señor, ejercitaos en los santos ayunos, de modo que lleguéis a la más santa de todas las fiestas libres de toda turbación. Expulse el amor de la humildad el espíritu de la soberbia, fuente de todo pecado, y mitigue la mansedumbre a los que infla el orgullo. Los que con sus ofensas han exasperado los ánimos, reconciliados entre sí, busquen entrar en la unidad de la concordia. No volvais mal por mal, sino perdonaos mutuamente, como Cristo nos ha perdonado (Rom 12,17). Suprimid las enemistades humanas con la paz... «Nosotros, que diariamente tenemos necesidad de los remedios de la indulgencia, perdonemos sin dificultad las faltas de los otros. Si decimos al Señor, nuestro Padre: “perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6,12), es absolutamente cierto que, al conceder el perdón a las ofensas de los otros, nos disponemos nosotros mismos para alcanzar la clemencia divina».
Por tanto, se nos invita a pensar en nuestra conversión cuaresmal con el recuerdo de que cada uno es responsable de sus propias actuaciones: no vale echar la culpa a los antepasados o a la sociedad o a los otros. Lo propio de Dios no es castigar y estar espiando nuestra falta, sino que quiere que todos se conviertan de sus caminos y vivan, y está siempre dispuesto a acoger al que vuelve a él. Es lo que subraya más el salmo de hoy: «de ti procede el perdón... del Señor viene la misericordia y él redimirá a Israel de todos sus delitos». Programa exigente, que llega a actitudes interiores, además de los hechos exteriores: los juicios, las intenciones, las envidias y rencores. Sí, existe el pecado colectivo y las estructuras de pecado de las que habla Juan Pablo II en sus encíclicas sociales. Pero cada uno de nosotros es pecador y tenemos nuestra parte de culpa y debemos volvernos hacia Dios en el camino de la Pascua. En concreto, se nos pide: «Ve primero a reconciliarte con tu hermano». No esperes a que venga él: da tú el primer paso. Deberíamos tomar más en serio lo que se nos dice antes de la comunión en cada Misa: «daos fraternalmente la paz». «Señor, ensancha mi corazón oprimido y sácame de mis tribulaciones» (entrada). Se nos pide que participemos en los sentimientos divinos: «¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y no, que se convierta de su camino y que viva?» (1ª lectura). «Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa» (salmo; cf. J. Aldazábal, “Enséñame tus caminos”) y lo que está mandado no es «no matar» (porque lo contrario ciertamente sería la contradicción más flagrante contra el amor), sino «amar». No haciendo nada malo se puede cumplir con el mandamiento de no matar, pero no se cumple con el de amar. Pecado es no sólo lo malo que hacemos (pecados que cometemos, pecados de «comisión») sino lo mucho bueno que nos dejamos de hacer (pecados de «omisión», que se cometen precisamente «no haciendo»). «No haciendo» se podría cumplir tal vez la ley de los letrados y fariseos, pero no la de Jesús (Servicio Bíblico Latinoamericano). Así nos lo recuerda el salmo responsorial: “Señor, escucha mi voz, estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica”. En ese ponernos de cara a Dios, esperando confiadamente, con deseo, “más que el centinela a la aurora”, nos encontramos en tiempo de reconocer, tiempo de confiar. Por encima de todo, “mi alma espera en el Señor” (Mila). Hoy, primer viernes de Cuaresma, vamos a poner los ojos en familiares, miembros de una comunidad, socios de una empresa, ciudadanos de un pueblo, hijos de esta tierra amplia y dilatada donde se multiplican las discordias, odios, olvidos, injusticias, insolidaridad, y apliquemos lo dicho. Si una palabra nos distanció en un invierno de hielo, una palabra puede ser el comienzo de una nueva comunión, y para ello tenemos la fuerza de la Eucaristía, como pedimos en la Postcomunión: «Señor, que esta Eucaristía nos renueve, y, purificándonos de la corrupción del pecado, nos haga entrar en comunión con el misterio que nos salva».
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