Libro de Isaías 58,1-9. ¡Grita a voz en cuello, no te contengas, alza tu voz como una trompeta: denúnciale a mi pueblo su rebeldía y sus pecados a la casa de Jacob! Ellos me consultan día tras día y quieren conocer mis caminos, como lo haría una nación que practica la justicia y no abandona el derecho de su Dios; reclaman de mí sentencias justas, les gusta estar cerca de Dios: "¿Por qué ayunamos y tú no lo ves, nos afligimos y tú no lo reconoces?" Porque ustedes, el mismo día en que ayunan, se ocupan de negocios y maltratan a su servidumbre. Ayunan para entregarse a pleitos y querellas y para golpear perversamente con el puño. No ayunen como en esos días, si quieren hacer oír su voz en las alturas. ¿Es este acaso el ayuno que yo amo, el día en que el hombre se aflige a sí mismo? Doblar la cabeza como un junco, tenderse sobre el cilicio y la ceniza: ¿a eso lo llamas ayuno y día aceptable al Señor? Este es el ayuno que yo amo -oráculo del Señor-: soltar las cadenas injustas, desatar los lazos del yugo, dejar en libertad a los oprimidos y romper todos los yugos; compartir tu pan con el hambriento y albergar a los pobres sin techo; cubrir al que veas desnudo y no despreocuparte de tu propia carne. Entonces despuntará tu luz como la aurora y tu llaga no tardará en cicatrizar; delante de ti avanzará tu justicia y detrás de ti irá la gloria del Señor. Entonces llamarás, y el Señor responderá; pedirás auxilio, y él dirá: "¡Aquí estoy!". Si eliminas de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la palabra maligna.
Salmo 51,3-6.18-19. ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! Porque yo reconozco mis faltas y mi pecado está siempre ante mí. Contra ti, contra ti solo pequé e hice lo que es malo a tus ojos. Por eso, será justa tu sentencia y tu juicio será irreprochable. Los sacrificios no te satisfacen; si ofrezco un holocausto, no lo aceptas:
mi sacrificio es un espíritu contrito, tú no desprecias el corazón contrito y humillado.
Texto del Evangelio (Mt 9,14-15): En aquel tiempo, se le acercan los discípulos de Juan y le dicen: «¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos, y tus discípulos no ayunan?». Jesús les dijo: «Pueden acaso los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán».
Comentario: 1. Is. 58, 1-9. El camino del auténtico profeta no es sólo denunciar la maldad que hay en el mundo, sino proponer, además, caminos que lleven a dar solución a toda esta problemática. El profeta Isaías es enviado a clamar a voz en cuello y a alzar la voz como trompeta para denunciar los delitos y pecados del pueblo de Dios. Pero al mismo tiempo se le envía a invitar al pueblo a romper los yugos opresores, a compartir el pan con los hambrientos, a abrir la casa al pobre sin techo, a vestir al desnudo y a no dar la espalda al propio hermano. El Señor nos hace un fuerte llamado a reconocer a profundidad nuestros propios pecados. Muchos hay que, en nombre de Dios, levantan la voz para hacernos recapacitar sobre nuestra propia maldad, especialmente en este tiempo de gracia. Pero no basta con reconocernos pecadores, y tal vez arrepentidos, o sólo por costumbre, acercarnos a confesar nuestros pecados para recibir el perdón de Dios. El camino de conversión, además de unirnos con Dios, debe unirnos a nuestro prójimo para rectificar, ante él, nuestras actitudes y dejar de causarle mal. Pero no basta dejar de causarle mal, hay que hacerle el bien, hay que extender hacia él nuestras manos para socorrerle en sus necesidades. Entonces seremos realmente imagen de Jesucristo para los demás, pues el Señor no vino a compadecerse de nosotros sólo con palabras, sino a remediar nuestros males, incluso a costa de la entrega de su propia vida. Ese es el mismo camino que ha de recorrer la Iglesia de Cristo.
En el Evangelio de hoy, Jesús insiste en que la «alegría» sea primero. Antes del «ayuno», antes del sacrificio, hay la alegría de estar «con el Esposo», con Dios. "Los compañeros del Esposo ¿deben ayunar mientras el Esposo está con ellos?" -Me buscan, según parece... Les agrada mi vecindad... Dicen: nosotros ayunamos y Tú, Señor, ¿no lo ves? Emocionante confesión de Dios: reconoce nuestras pobres tentativas humanas. Efectivamente, es verdad, la humanidad busca a Dios. Se le quisiera cercano y favorable a nuestros proyectos; y para ello uno es incluso capaz de ayunar, de hacer alguna penitencia.
-Pero mientras ayunáis sabéis buscar vuestro negocio, explotáis a vuestros trabajadores, continuáis las querellas, las disputas, los puñetazos. Ayunar es bueno, dice Dios, pero no es lo esencial. Lo esencial es respetar al prójimo, no explotarle, no considerarlo como un objeto que ponemos a nuestro provecho. Ayúdanos, Señor, a no buscar con avidez nuestra ventaja y menos si hay detrimento para los demás. ¡Ayuda a cada hombre a no explotar a otro hombre! En nuestras vidas de familia, en nuestro trabajo, en nuestras relaciones, ayúdanos a no ser exigentes ni duros, ni atropelladores, ni tajantes; que renunciemos a las «disputas y a las querellas» y, como dice el Señor, que nuestro ayuno sea «desatar los lazos de maldad». Privarse de suscitar disputas y atropellos es más necesario que privarse de alimento o de golosinas. La Cuaresma que me agrada es: -Aflojar las cadenas injustas... -Liberar a los oprimidos... -Compartir el pan con el hambriento... -Dar acogida al desgraciado... -Cubrir al que veas sin vestido... -No esquivar a tu semejante... Esas frases deberían pasar sin comentario. Es preciso llevar a la oración esas palabras que nos queman como brasas. Eso es lo que Tú esperas de mí, Señor. ¡Ah, si todos los cristianos pudieran oír esas llamadas. Si tu pueblo aceptara dejarse interrogar sobre esas cuestiones, durante cuarenta días al año! ¡Cuál sería la renovación de la sociedad humana, con esa levadura! ¡Qué revolución sin violencia sería la Iglesia en medio del mundo! Pero, cuidado, no he de aplicar esas palabras a mis vecinos. Van dirigidas a mí. Concédeme, Señor, no andar soñando en sacrificios y en «ayunos» excepcionales; te pido saber aceptar francamente los que me imponen mis relaciones humanas, cotidianas. «¡Comparte!» «¡Acoge!» «¡Da!».
-Un día agradable al Señor... Lo significativo de ese día no es el «ayuno», sino el amor a los semejantes.
-Entonces brotará tu luz como la aurora. Entonces clamarás al Señor y te contestará: "Aquí estoy". Si la búsqueda de Dios, el deseo de su cercanía parece a menudo tan inoperante, es porque no ponemos los medios adecuados. El encuentro con Dios está condicionado por nuestras conductas humanas fraternas o no (Noel Quesson).
La denuncia del profeta Isaías contra un ayuno mal entendido es enérgica . El pueblo de Israel -o sus dirigentes- cree poder aplacar a Dios y reparar sus pecados con un ayuno que el profeta tacha de falso e hipócrita. El fallo está en que la abstinencia de alimentos no va acompañada de lo que Dios considera prioritario, el amor, la justicia, la misericordia con los demás: «el día del ayuno buscáis vuestro interés... ayunáis entre riñas y disputas». El ayuno se queda en unos formalismos exteriores: «os mortificáis elevando vuestras voces... movéis la cabeza como un junco... os acostáis sobre saco y ceniza: ¿a eso le llamáis ayuno?». Lo que quiere Dios, el día del ayuno -que no se desautoriza, naturalmente-, es «abrir las prisiones injustas... partir el pan con el hambriento... no cerrarte a tu propia carne (a tu familia)». Entonces sí escuchará Dios las oraciones y ofrendas.
Dice la Colecta: «Confírmanos, Señor, en el espíritu de penitencia con que hemos empezado la Cuaresma; y que la austeridad exterior que practicamos vaya siempre acompañada por la sinceridad de corazón». Y la antífona de Comunión: «Señor, enséñame tus caminos e instrúyeme en tus sendas» (Sal 24,4). Y la Postcomunión: «Te pedimos, Señor Todopoderoso, que la participación en tus sacramentos nos purifique de todos nuestros pecados y nos disponga a recibir los dones de tu bondad». Y refiriéndose a este ayuno que el Señor desea, principalmente en no cometer pecados y hacer actos de caridad, dice San León Magno: «No hay cosa más útil que unir los ayunos santos y razonables con la limosna. Ésta, bajo la única denominación de misericordia, contiene muchas y laudables acciones de piedad; de modo que, aunque las situaciones de fortuna sean desiguales, pueden ser iguales las disposiciones de ánimo de todos los fieles. Porque el amor que debemos tanto a Dios como a los hombres no se ve nunca impedido hasta tal punto que no pueda querer lo que es bueno... El que se compadece caritativamente de quienes sufren cualquier calamidad es bienaventurado no solo en virtud de su benevolencia, sino por el bien de la paz. Las realizaciones del amor pueden ser muy diversas, y así, en razón de la misma diversidad, todos los buenos cristianos pueden ejercitarse en ellas, no solo los ricos y pudientes, sino incluso los de posición media y aun los pobres. De este modo, quienes son desiguales por su capacidad de hacer la limosna, son semejantes en el amor y en el afecto con que la hacen». Y San Agustín: «Vuestros ayunos no sean como los que condena el profeta (Is 58,5). Él fustiga el ayuno de la gente pendenciera; aprueba el de los piadosos; condena a quienes aprietan y busca a quien aflojan; acusa a los cizañeros, aprecia a los pacificadores. Éste es el motivo por el que en estos días refrenáis vuestros deseos de cosas lícitas, para no sucumbir ante lo ilícito. De esta forma, nuestra oración, hecha con humildad y caridad, con ayuno y limosnas, templanza y perdón, practicando el bien y no devolviendo mal por mal..., busca la paz y la consigue».
2. Lo dice también el salmo 50, el «Miserere», que se vuelve a cantar hoy como responsorial. Cuando la conversión es interior y se muestra en obras, no sólo en ritos o palabras, es cuando agrada a Dios. No valen los ritos exteriores si no van acompañados de un amor desde dentro: «los sacrificios no te satisfacen... mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias». El tema del corazón contrito, de la conversión del corazón es el tema que debería de recorrer nuestra Cuaresma. Es el tema que debería recorrer toda nuestra preparación para la Pascua. La liturgia nos insiste que son importantes las formas externas, pero más importantes son los contenidos del corazón. La Iglesia nos pide en este tiempo de Cuaresma, que tengamos una serie de formas externas que manifiesten al mundo lo que hay en nuestro corazón, y nos pide que el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo hagamos ayuno, y que todos los viernes de Cuaresma sacrifiquemos el comer carne. Pero esta forma externa no puede ir sola, necesita para tener valor, ir acompañada con un corazón también pleno. Así explicaba Juan Pablo II en su catequesis: “La invocación inicial se eleva a Dios para obtener el don de la purificación que vuelva -como decía el profeta Isaías- "blancos como la nieve" y "como la lana" los pecados, en sí mismos "como la grana", "rojos como la púrpura" (cf. Is 1, 18). El salmista confiesa su pecado de modo neto y sin vacilar: "Reconozco mi culpa (...). Contra ti, contra ti solo pequé; cometí la maldad que aborreces" (Sal 50, 5-6). Así pues, entra en escena la conciencia personal del pecador, dispuesto a percibir claramente el mal cometido. Es una experiencia que implica libertad y responsabilidad, y lo lleva a admitir que rompió un vínculo para construir una opción de vida alternativa respecto de la palabra de Dios. De ahí se sigue una decisión radical de cambio. Todo esto se halla incluido en aquel "reconocer", un verbo que en hebreo no sólo entraña una adhesión intelectual, sino también una opción vital. Es lo que, por desgracia, muchos no realizan, como nos advierte Orígenes: "Hay algunos que, después de pecar, se quedan totalmente tranquilos, no se preocupan para nada de su pecado y no toman conciencia de haber obrado mal, sino que viven como si no hubieran hecho nada malo. Estos no pueden decir: "Tengo siempre presente mi pecado". En cambio, una persona que, después de pecar, se consume y aflige por su pecado, le remuerde la conciencia, y se entabla en su interior una lucha continua, puede decir con razón: "no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados" (Sal 37, 4)... Así, cuando ponemos ante los ojos de nuestro corazón los pecados que hemos cometido, los repasamos uno a uno, los reconocemos, nos avergonzamos y arrepentimos de ellos, entonces desconcertados y aterrados podemos decir con razón: "no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados". Por consiguiente, el reconocimiento y la conciencia del pecado son fruto de una sensibilidad adquirida gracias a la luz de la palabra de Dios.
En la confesión del Miserere se pone de relieve un aspecto muy importante: el pecado no se ve sólo en su dimensión personal y "psicológica", sino que se presenta sobre todo en su índole teológica. "Contra ti, contra ti solo pequé" (Sal 50, 6), exclama el pecador, al que la tradición ha identificado con David, consciente de su adulterio cometido con Betsabé tras la denuncia del profeta Natán contra ese crimen y el del asesinato del marido de ella, Urías (cf. v. 2; 2 Sm 11-12). Por tanto, el pecado no es una mera cuestión psicológica o social; es un acontecimiento que afecta a la relación con Dios, violando su ley, rechazando su proyecto en la historia, alterando la escala de valores y "confundiendo las tinieblas con la luz y la luz con las tinieblas", es decir, "llamando bien al mal y mal al bien" (cf. Is 5,20). El pecado, antes de ser una posible injusticia contra el hombre, es una traición a Dios. Son emblemáticas las palabras que el hijo pródigo de bienes pronuncia ante su padre pródigo de amor: "Padre, he pecado contra el cielo -es decir, contra Dios- y contra ti" (Lc 15,21).
En este punto el salmista introduce otro aspecto, vinculado más directamente con la realidad humana. Es una frase que ha suscitado muchas interpretaciones y que se ha relacionado también con la doctrina del pecado original: "Mira, en la culpa nací; pecador me concibió mi madre" (Sal 50, 7). El orante quiere indicar la presencia del mal en todo nuestro ser, como es evidente por la mención de la concepción y del nacimiento, un modo de expresar toda la existencia partiendo de su fuente. Sin embargo, el salmista no vincula formalmente esta situación al pecado de Adán y Eva, es decir, no habla de modo explícito de pecado original. En cualquier caso, queda claro que, según el texto del Salmo, el mal anida en el corazón mismo del hombre, es inherente a su realidad histórica y por esto es decisiva la petición de la intervención de la gracia divina. El poder del amor de Dios es superior al del pecado, el río impetuoso del mal tiene menos fuerza que el agua fecunda del perdón. "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm 5, 20).
Por este camino la teología del pecado original y toda la visión bíblica del hombre pecador son evocadas indirectamente con palabras que permiten vislumbrar al mismo tiempo la luz de la gracia y de la salvación… La confesión de la culpa y la conciencia de la propia miseria no desembocan en el terror o en la pesadilla del juicio, sino en la esperanza de la purificación, de la liberación y de la nueva creación. En efecto, Dios nos salva "no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador" (Tt 3, 5-6)”. Y el salmo expresa de maravilla nuestra súplica de perdón, como dice San León Magno: «Porque es propio de la festividad pascual que toda la Iglesia goce del perdón de los pecados, no sólo aquellos que renacen en el santo bautismo, sino también aquellos que, desde hace tiempo, se encuentran ya en el número de los hijos adoptivos. Pues, si bien los hombres renacen a la vida nueva principalmente por el bautismo, como a todos nos es necesario renovarnos cada día de las manchas de nuestra condición pecadora, y no hay quien no tenga que ser mejor en la escala de la perfección, debemos esforzarnos para que nadie se encuentre bajo el efecto de viejos vicios el día de la Redención».
3. Estos días de Cuaresma rezamos especialmente por la paz, que falta en tantas partes del mundo. Podemos poner esta intención sobre todo la Misa, y también con el rezo del Rosario: la paz, tanto en la vida de las naciones como también en las conciencias.
Jesús aparece como el esposo que perfecciona el alma, preparándola para esta unión esponsal. "Todos los fieles... son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (LG 40). Nos dice el Catecismo (n. 2015): "El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas: "El que asciende nunca cesa de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce (S. Gregorio de Nisa)".
El miércoles escuchamos cuáles son las condiciones para seguir a Jesús, y nos damos cuenta que no son fáciles: “Negarse a sí mismo”, es decir renunciar a nuestros gustos, deseos y aficiones para acomodarse a las de Jesús y su evangelio; y “tomar la cruz de cada día”, lo cual implica hacer con amor todo lo que se nos presente a lo largo de la jornada: Lo bueno y lo que no nos agrada. El ejercicio de la renuncia será muy difícil que logremos renunciar a nosotros mismos, si no somos capaces de renunciar a un poco de comida, a una golosina, a un rato de televisión. Pensemos bien de que manera utilizaremos nuestra Cuaresma para que la Pascua sea verdaderamente una “Pascua de Resurrección” (Ernesto María).
"Jesús se entregó a Sí mismo, hecho holocausto por amor. Y tú, discípulo de Cristo; tú, hijo predilecto de Dios; tú también debes estar dispuesto a negarte a ti mismo. Por lo tanto, sean cuales fueren las circunstancias concretas por las que atravesemos, ni tú ni yo podemos llevar una conducta egoísta, aburguesada, cómoda, disipada..., -perdóname mi sinceridad- ¡necia! (...). Es necesario que te decidas voluntariamente a cargar con la cruz. Si no, dirás con la lengua que imitas a Cristo, pero tus hechos lo desmentirán; así no lograrás tratar con intimidad al Maestro, ni lo amarás de veras. Urge que los cristianos nos convenzamos bien de esta realidad: no marchamos creca del Señor, cuando no sabemos privarnos espontáneamente de tantas cosas que reclaman el capricho, la vanidad, el regalo, el interés... No debe pasar una jornada sin que la hayas condimentado con la gracia y la sal de la mortificación. Y desecha esa idea de que estás, entonces, reducido a ser un desgraciado. Pobre felicidad será la tuya, si no aprendes a vencerte a ti mismo, si te dejas aplastar y dominar por tus pasiones y veleidades, en vez de tomar tu cruz gallardamente" (J. Escrivá, Amigos de Dios, n.129).
La Cuaresma es tiempo que la Iglesia dedica a la purificación y a la penitencia, recordando los cuarenta días de oración y ayuno con que Jesucristo se preparó para su ministerio público. Es decir, la oración y el ayuno preparan para la caridad. En un mundo que se olvida a Dios y el destino eterno, en el que una ola de hedonismo se extiende entre pobres y ricos, nuestro testimonio y sacrificios importa y mucho para influir, con el ejemplo y por la comunión de los santos, en la nueva evangelización: a través del cultivo la templanza, de la mortificación de los sentidos como por ejemplo la vista, con naturalidad; contra la tendencia a la comodidad; evitando crearme necesidades; en el comer: poniendo el “ingrediente” de la mortificación. Es además un modo de vivir el “bonus odor Christi” –el buen olor de Cristo, que atrae a gente con afán noble, con corazón sincero, con deseos de generosidad.
2. Sal. 50. Sabemos que somos pecadores; ante el Señor nos tapamos la boca, pues Él conoce lo más profundo de nuestro corazón y sabe que hemos fallado a la Alianza que pactó con nosotros, de que Él sería nuestro Padre siempre fiel en el amor, y nosotros sus hijos, también siempre fieles en el amor. Pero nuestros caminos se desviaron de esa Alianza nueva y eterna. Por eso, citados a juicio, ¿quién podrá permanecer de pie ante el Señor? Que Él tenga compasión y misericordia de nosotros; que Él lave nuestros delitos y nos purifique de nuestros pecados mediante la Sangre de su Hijo, derramada por nosotros. Entonces, libres de la maldad y perdonados de nuestros pecados, no sólo le ofreceremos al Señor un sacrificio agradable, sino que nosotros mismos nos ofreceremos como ofrenda de suave aroma al Señor. Que Él tenga compasión de nosotros, pecadores, que con humildad volvemos hacia Él.
Nuestro Señor Jesucristo para liberarnos del pecado eligió el camino del calvario que conduce a la Cruz en la que entregó su vida por nosotros. La liturgia nos invita a purificar nuestra alma y a recomenzar de nuevo. “Dice el Señor Todopoderoso: Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto con luto. Rasgad los corazones, no las vestiduras, convertíos al Señor Dios nuestro porque es compasivo y misericordioso” (Joel 2, 12). Nos dirige una invitación imperiosa, porque le apremia la salvación eterna de sus hijos: “Renovémonos y reparemos los males que por ignorancia hemos cometido; no sea que, sorprendidos por el día de la muerte, busquemos, sin poder encontrarlo, tiempo de hacer penitencia” (Bendición cenizas, cf. Bar 3, 2)”. La práctica penitencial se hace especialmente viva en los momentos fuertes como la Cuaresma. El Catecismo nos dice (n. 1438): “Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia. Estos tiempos son particularmente apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y misioneras)”. Por eso, el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo se observa el ayuno y la abstinencia de carne. Obliga el ayuno a los mayores de 18 años hasta los 59 años cumplidos; la abstinencia a los mayores de 14 años. Los demás viernes del año que no coincidan con una solemnidad, los fieles mayores de 14 años pueden cumplir el precepto de la abstinencia privándose de carne o de otro alimento habitual de especial agrado para la persona; la abstinencia puede suplirse, con excepción de los Viernes de Cuaresma, por un acto determinado de mortificación, de piedad, de caridad, de limosna o de apostolado (Ordo 1998, p. 91).
3. Mt. 9, 14. 15. El ayuno era para entristecerse, llorar, gemir. Pero cuando está Cristo el Esposo los invitados de bodas no podían estar tristes, sino alegres, era un tiempo de regocijo de alegría. Cristo el Mesías había llegado y el reino de Dios se había acercado. Pero vendrán días cuando el esposo será quitado de ellos y entonces ayunarán. ¿A qué se refiere el Señor? Hemos visto como la Iglesia concreta los ayunos en determinados tiempos, pero Jesús más bien hizo lo contrario en su tiempo: simplificar la multiplicidad de ayunos que hacían los judíos. Da el auténtico sentido al ayuno, como muestra de penitencia: “En el Antiguo Testamento se descubre el sentido religioso de la penitencia, como un acto religioso, personal, que tiene como término de amor el abandono en Dios” (Pablo VI). Acompañado de oración, sirve para manifestar la humildad delante de Dios (Levítico, 16, 29-31): el que ayuna se vuelve hacia el Señor en una actitud de dependencia y abandono totales. En la Sagrada escritura vemos ayunar y realizar otras obras de penitencia antes de emprender un quehacer difícil (Jueces 20, 26; Ester 4, 16), para implorar el perdón de una culpa (1 Reyes 21, 27), obtener el cese de una calamidad (Judit 4, 9-13), conseguir la gracia necesaria en el cumplimiento de una misión (Hechos 13, 2). La Iglesia en los primeros tiempos conservó las prácticas penitenciales, en el espíritu definido por Jesús, y siempre ha permanecido fiel a esta práctica penitencial, recomendando esta práctica piadosa.
Además de las mortificaciones llamadas pasivas, que se presentan sin buscarlas, las mortificaciones que nos proponemos y buscamos se llaman activas. Son especialmente importantes para el progreso interior y para lograr la pureza de corazón: mortificación de la imaginación, evitando el monólogo interior en el que se desborda la fantasía y procurando convertirlo en diálogo con Dios. Mortificación de la memoria, evitando recuerdos inútiles, que nos hacen perder el tiempo y quizá nos podrían acarrear otras tentaciones más importantes. Mortificación de la inteligencia, para tenerla puesta en aquello que es nuestro deber en ese momento, y rindiendo el juicio para vivir mejor la humildad y la caridad con los demás. Podemos vivir la compañía del Señor en estos días, de la mano de la Virgen, que espiritualmente estaba unida como nadie a Jesús (F. Fernández Carvajal).
Dios ha concertado con la humanidad una Alianza Nueva y definitiva, eterna. Cristo entregó su vida para poder presentar la humanidad ante su Padre Dios como a su esposa inmaculada, bella y resplandeciente con la Gloria del mismo Dios. Esto ciertamente nos llena de alegría y nos hace gozar constantemente de este magnífico don. Pero sabemos que muchas veces hemos sido infieles a esa Alianza que Dios pactó con nosotros. Por eso, habiendo perdido al Esposo, hemos de reconocernos pecadores, ayunar y pedir perdón, sabiendo que Dios siempre está dispuesto a perdonar a quienes se acerquen a Él con un corazón sincero. Por eso, este tiempo especial de gracia, debe ayudarnos a reflexionar en el gran amor que Dios nos ha tenido para que volvamos a Él y podamos, algún día, sentarnos en el banquete eterno, donde ya no habrá ni luto, ni llanto, sino alegría y gozo eternos. El Señor se ha manifestado a nosotros con todo su amor. Él no es primero un sí y luego un no. Lo que Él nos ha dado jamás nos lo quitará. Su amor por nosotros es un amor eterno. La celebración de la Eucaristía nos habla del Señor, tres veces Santo, que se ha acercado a nosotros, no para castigarnos por nuestras culpas, sino para perdonarnos y hacernos partícipes de su propia Vida, de su dignidad de Hijo de Dios y de la Gloria que, como a Hijo unigénito del Padre, le corresponde. Nuestra oración se eleva como un cántico lleno de nostalgia por Aquel que nos ha amado y que esperamos vuelva, lleno de Gloria, al final del tiempo. ¡Ven, Señor Jesús! Mientras, llenos de fe, celebramos este Memorial de su Pascua, sabiendo que Él viene a nosotros, lleno de misericordia, para renovarnos y convertirnos en un signo de su amor salvador en el mundo. Por eso, quienes hemos unido nuestra vida a Jesucristo, no podemos continuar viviendo bajo el signo del pecado. No podemos llamarnos auténticamente personas de fe en Cristo cuando oprimimos a los demás, o cuando cerramos nuestro corazón ante las necesidades de nuestro prójimo. Con humildad hemos de reconocer nuestros pecados y saber pedir perdón a Dios. Este tiempo especial de gracia, mediante el cual nos encaminamos a la celebración de la Pascua de Cristo, debe llevarnos a celebrar nuestra propia pascua, muriendo al pecado y resucitando a una vida nueva. El Señor hoy nos ha dado un auténtico programa de vida por medio del profeta Isaías. Él nos quiere fraternalmente unidos; Él quiere que no sólo busquemos nuestro propio bien y nuestros propios intereses, sino que abramos los ojos ante el dolor, el sufrimiento y la pobreza de quienes nos rodean y que no les demos la espalda. Quien se preocupa de su prójimo y vela por Él podrá experimentar el perdón de Dios. Entonces, siendo justos ya desde este mundo, al final de nuestra marcha nos encontraremos con la Gloria de Dios para disfrutar de Él eternamente. Pero esto no será posible mientras no reconozcamos que, a causa del pecado, hemos perdido de vista al Señor de nuestra vida, y que necesitamos arrepentirnos, orar, ayunar para tener el corazón dispuesto a recibirlo. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de buscar, con un corazón sincero, al Señor, para poder realizar nuestra vida a imagen del Buen Samaritano que se detuvo ante el hombre golpeado y dejado medio muerto por los salteadores, y que se ocupó de él hasta verlo libre de sus males. Que ese sea el camino de nosotros, que somos su Iglesia, de tal forma que, por medio nuestro, el Señor continúe haciendo el bien a todos. Amén (www.homiliacatolica.com; muchos de estos textos encontrados en mercaba.org).
Llucià Pou Sabaté
jueves, 24 de marzo de 2011
Jueves después de Ceniza: primer anuncio de la Pasión para Jesús y sus discípulos
Deuteronomio 30,15-20. Hoy pongo delante de ti la vida y la felicidad, la muerte y la desdicha. Si escuchas los mandamientos del Señor, tu Dios, que hoy te prescribo, si amas al Señor, tu Dios, y cumples sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos, entonces vivirás, te multiplicarás, y el Señor, tu Dios, te bendecirá en la tierra donde ahora vas a entrar para tomar posesión de ella. Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar y vas a postrarte ante otros dioses para servirlos, yo les anuncio hoy que ustedes se perderán irremediablemente, y no vivirán mucho tiempo en la tierra que vas a poseer después de cruzar el Jordán. Hoy tomo por testigos contra ustedes al cielo y a la tierra; yo he puesto delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, y vivirás, tú y tus descendientes, con tal que ames al Señor, tu Dios, escuches su voz y le seas fiel. Porque de ello depende tu vida y tu larga permanencia en la tierra que el Señor juró dar a tus padres, a Abraham, a Isaac y a Jacob.
Salmo 1,1-4.6. ¡Feliz el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni se detiene en el camino de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los impíos, sino que se complace en la ley del Señor y la medita de día y de noche! El es como un árbol plantado al borde de las aguas, que produce fruto a su debido tiempo, y cuyas hojas nunca se marchitan: todo lo que haga le saldrá bien. No sucede así con los malvados: ellos son como paja que se lleva el viento, porque el Señor cuida el camino de los justos, pero el camino de los malvados termina mal.
Texto del Evangelio (Lc 9,22-25; paralelos: Mt 16,21-27; Mc 8,31-38): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día». Decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?».
Comentario: 1. Moisés dirige a su pueblo un discurso, cuyo resumen leemos hoy. Les dice que les vendrá toda clase de bendiciones si son fieles a Dios. Pero si no lo son les esperan desgracias de las que ellos mismos tendrán la culpa. Se lo plantea como una alternativa ante una encrucijada en el camino. Si siguen la voluntad de Dios, van hacia la vida; si se dejan arrastrar por las tentaciones y adoran a dioses extraños, están eligiendo la muerte. Es lo mismo que dice el salmo responsorial, esta vez con la comparación de un árbol que florece y prospera si sabe estar cerca del agua: «dichoso el que ha puesto su confianza en el Señor, que no entra por la senda de los pecadores... será como árbol plantado al borde de la acequia», «no así los impíos, no así: serán paja que arrebata el viento; porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal».
La Cuaresma es tiempo de opciones. Nos invita a revisar cada año nuestra dirección en la vida. Desde la Pascua anterior seguro que nos ha crecido más el hombre viejo que el nuevo. Tendemos más a desviarnos que a seguir por el recto camino. En el camino de la Pascua no podemos conformarnos con lo que ya somos y cómo vivimos. Esa palabrita «hoy», que la la lectura repite varias veces, nos sitúa bien: para nosotros el «hoy» es esta Cuaresma que acabamos de iniciar. Nosotros hoy, este año concreto, somos invitados a hacer la opción: el camino del bien o el de la dejadez, la marcha contra corriente o la cuesta abajo. Si Moisés podía urgir a los israelitas ante esta alternativa, mucho más nosotros, que hemos experimentado la salvación de Cristo Jesús, tenemos que reavivar una y otra vez -cada año, en la Pascua- la opción que hemos hecho por él y decidirnos a seguir sus caminos. También a nosotros nos va en ello la vida o la muerte, nuestro crecimiento espiritual o nuestra debilidad creciente. Ahí está nuestra libertad ante la encrucijada, una libertad responsable, siempre a renovar: como los religiosos renuevan cada año sus votos, como los cristianos renuevan cada año en Pascua sus compromisos bautismales. Todos tenemos la experiencia de que el bien nos llena a la larga de felicidad, nos conduce a la vida y nos hace sentir las bendiciones de Dios. Y de que cuando hemos sido flojos y hemos cedido a las varias idolatrías que nos acechan, a la corta o a la larga nos tenemos que arrepentir, nos queda el regusto del remordimiento y padecemos muchas veces en nuestra propia piel el empobrecimiento que supone abandonar a Dios.
El tema de los dos caminos, el de la vida y el de la muerte, es muy típico de las literaturas religiosas de la antigüedad. La vida y la felicidad dependen de la obediencia a los mandamientos del Señor. El camino de la muerte y de la desgracia parte del corazón desviado, de la idolatría. La llamada de Dios es una opción que coloca al hombre ante el dilema de la bendición o la maldición divinas. El Señor exhorta amablemente a escoger la senda buena (Misa dominical 1990).
En el evangelio de hoy, Jesús propone la cruz como un camino, una vía hacia la plenitud de la "vida": es preciso que el Hijo del hombre padezca mucho para entrar en su gloria: "muerte» que conduce a "resurrección".
–“Yo te propongo HOY vida y felicidad, muerte y desgracia”. Escucho, Señor, tu palabra, pronunciada ya por Moisés. La repito en mi interior, como si la oyera directamente de Ti, HOY. Tú respetas mi libertad. Propones la vida y la felicidad... o bien me abandonas a mi muerte y a mi desgracia. No te impones. Pero queda claro que lo que Tú deseas para nosotros es la vida y la felicidad. Estoy ante mi jornada de HOY. Que no deje para mañana esa decisión, esa elección por hacer. ¿Escojo la vida y la felicidad, sí o no?
-“Si escuchas... al Señor, vivirás”. Si amas... Si tu corazón se desvía... perecerás. Si no escuchas... Escuchar a Dios, será el esfuerzo de toda mi cuaresma, será la elección de la vida y la felicidad. De ese modo, la cuaresma, a pesar de ciertas apariencias y de ciertos hábitos, no está orientada primordialmente hacia el sacrificio... sino hacia "la vida y la felicidad". Es un tiempo de vitalidad, de expansión humana y cristiana... y de ningún modo es un tiempo de morosidad y de tristeza. Pascua está ya al final del camino: ¡vivirás!
Pero, Señor, escucho también la segunda frase, la frase de amenaza. Sé que nos tomas en serio, y que tendrás en cuenta mi elección. Me pedirás cuentas de mi rechazo: «Si no me escuchas, perecerás». Más allá del castigo exterior, en el hecho mismo del rechazo de Dios está inscrito una especie de castigo. Ayúdame, ayúdanos, Señor, a nunca jamás desviarnos voluntariamente de ti. Sería perecer.
-“Te propongo la vida o la muerte, la bendición o la maldición: ¡escoge pues la vida! a fin que vivas amando al Señor, tu Dios”. Lo que Dios quiere, lo que preferiría que eligiéramos... está muy claro: ¡es la vida! Te doy gracias, Señor, por repetirme tan a menudo, y tan fuertemente esas cosas, la Salvación, la Liberación, la Redención... Tu voluntad es darnos la vida y la felicidad. Jesús ha venido sólo para esto. ¿Qué debo hacer, para que así sea? Escuchar los mandamientos de Dios, vivir unido a El, caminar según sus sendas, amar al Señor.
-“Dichoso el hombre que medita la Ley del Señor. Es como un árbol cuyo follaje no se mustia jamás y que da el fruto a su tiempo”. Son palabras del Salmo 1 que leemos hoy. Hay que leerlo entero, y llevarlo a la oración. Dios hizo al hombre para la "vida", para «no mustiarse», para «dar fruto sabroso». La cuaresma también... (Noel Quesson).
2. Sal. 1. El salterio, dedicado especialmente a exaltar la Ley del Señor y a alabar a quienes la cumplen, y a maldecir a quienes la transgreden, se abre con este Salmo en el que se nos habla del camino del justo y del camino del malvado. Para el que ama la Ley de Dios y se goza en cumplir sus mandamientos: la dicha y el éxito; para el malvado la maldición que lo hará desaparecer como la paja barrida por el viento. Por medio de Cristo Jesús se nos ha abierto el Camino que nos conduce al Padre. Vamos hacia Él no como esclavos, sino como hijos. Tratemos de corregir nuestros caminos, que muchas veces pudieron desviarse hacia la maldad. Aprovechemos este tiempo de gracia para humillarnos ante el Señor y pedirle perdón; y Él tendrá compasión de nosotros.
3. También Jesús nos pone ante la alternativa. El camino que propone es el mismo que él va a seguir. Ya desde el inicio de la Cuaresma se nos propone la Pascua completa: la muerte y la nueva vida de Jesús. Ese es el camino que lleva a la salvación. Jesús va poniendo unas antítesis dialécticas que son en verdad paradójicas: el discípulo que quiera «salvar su vida» ya sabe qué tiene que hacer, «que se niegue a si mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo». Mientras que si alguien se distrae por el camino con otras apetencias, «se pierde y se perjudica a sí mismo». «El que quiera salvar su vida, la perderá. El que pierda su vida por mi causa, la salvará».No olvidemos que la Cuaresma es camino hacia la Pascua. Este misterio de muerte y vida llega a la existencia íntima del cristiano. El discípulo de JC debe abrazarse a la cruz para encontrar la vida. De nada sirve ganar el mundo si uno se pierde. Únicamente muriendo a nosotros mismos tendremos la senda de la libertad y de la alegría verdaderas (Misa dominical 1990).
“Si alguno quiere venir en pos de mi…” Jesús no es masoquista, no le gusta el dolor, no propone la mortificación como fin en sí mismo. Juan Pablo II nos indicaba pistas para entender mejor el mensaje: “En realidad, «negarse a sí mismo» y «tomar la cruz» equivale a asumir hasta el fondo la propia responsabilidad ante Dios y el prójimo. El Hijo de Dios ha sido fiel a la misión que le confió el Padre hasta derramar su propia sangre por nuestra salvación. A sus seguidores, les pide que hagan lo mismo, entregándose sin reservas a Dios y a los hermanos. Al acoger estas palabras, descubrimos cómo la Cuaresma es un tiempo de fecunda profundización en la fe. La Cuaresma tiene un elevado valor educativo, de manera particular, para los jóvenes, llamados a orientar con claridad su vida. A cada uno, Cristo les repite: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame». Cristo es exigente: “Quienes se ponen a la escucha del divino Maestro abrazan con amor su Cruz, que conduce a la plenitud de la vida y de la felicidad”.
Claro que el camino que nos propone Jesús -el que siguió él- no es precisamente fácil. Es más bien paradójico: la vida a través de la muerte. Es un camino exigente, que incluye la subida a Jerusalén, la cruz y la negación de sí mismo: saber amar, perdonar, ofrecerse servicialmente a los demás, crucificar nuestra propia voluntad: «los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias» (Ga 5,24). Pero es el camino que vale la pena, el que siguió él. La Pascua está llena de alegría, pero también está muy arriba: es una subida hasta la cruz de Jerusalén. Lo que vale, cuesta. Todo amor supone renuncias. En el fondo, para nosotros Cristo mismo es el camino: «yo soy el camino y la verdad y la vida». Celebrar la Eucaristía es una de las mejores maneras, no sólo de expresar nuestra opción por Cristo Jesús, sino de alimentarnos para el camino que hemos elegido. La Eucaristía nos da fuerza para nuestra lucha contra el mal. Es auténtico «viático», alimento para el camino. Y nos recuerda continuamente cuál es la opción que hemos hecho y la meta a la que nos dirigimos. «Que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras» (oración)… «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renúevame por dentro» (comunión; J. Aldazábal).
La salvación del género humano culmina en la Cruz, hacia la que Cristo encamina toda su vida en la tierra. Y es en la Cruz donde el alma alcanza la plenitud de la identificación con Cristo. Ese es el sentido más profundo que tienen los actos de mortificación y penitencia. Para ser discípulo del Señor es preciso seguir su consejo. No es posible seguir al Señor sin la Cruz. Unida al Señor, la mortificación voluntaria y las mortificaciones pasivas adquieren su más hondo sentido. No son algo dirigido a la propia perfección, o una manera de sobrellevar con paciencia las contrariedades de esta vida, sino participación en el misterio de la Redención. La mortificación puede parecer a algunos locura o necedad, y también puede ser signo de contradicción o piedra de escándalo para aquellos olvidados de Dios. Pero no nos debe extrañar, pues ni los mismos Apóstoles no siguen a Cristo hasta el Calvario, pues aún, por no haber recibido al Espíritu Santo, eran débiles.
En este primer anuncio de la pasión choca con un mundo que pretende bienestar y no sacrificio, rosas y no espinas; pero el camino cristiano no es de satisfacción casi animal, como aquella a la que aspiraba el necio de la parábola que se decía: descansa, come, bebe, pásalo bien (Lc. 12,19). Jesús nos convoca en el Calvario, para que nos entreguemos con El. Este es el único camino para alcanzar la felicidad en el Cielo y en la tierra, pues el que pierda su vida por mí -promete el Señor-, la encontrará (Mt. 16, 25). La mortificación está muy relacionada con la alegría, y cuando el corazón se purifica se torna más humilde para tratar a Dios y a los demás. La Cruz del Señor, con la que hemos de cargar cada día, no es ciertamente la que producen nuestros egoísmos, envidias o pereza. Esto no es del Señor, no santifica. En alguna ocasión encontraremos la Cruz en una gran dificultad, en una enfermedad grave y dolorosa, en un desastre económico, en la muerte de un ser querido. Sin embargo, lo normal será que encontremos la cruz de cada día en pequeñas contrariedades en el trabajo, en la convivencia; en un imprevisto que no contábamos, planes que debemos cambiar, instrumentos de trabajo que se estropean, molestias por el frío o calor, o el carácter difícil de una persona con la que convivimos. Hemos de recibir estas contrariedades con ánimo grande, ofreciéndolas al Señor con espíritu de reparación, sin quejarnos: nos ayudará a mejorar en la virtud de la paciencia, en caridad, en comprensión: es decir, en santidad. Además experimentaremos una profunda paz y gozo. Además de aceptar la cruz que sale a nuestro encuentro, muchas veces sin esperarla, debemos buscar otras pequeñas mortificaciones para mantener vivo el espíritu de penitencia que nos pide el Señor. Unas nos facilitarán el trabajo, otras nos ayudarán a vivir la caridad. No es preciso que sean cosas más grandes, sino que se adquiera el hábito de hacerlas con constancia y por amor de Dios. Digámosle a Jesús que estamos dispuestos a seguirle cargando con la Cruz, hoy y todos los días.
Decía San Josemaría, después de experiencias duras, al meditarlas al cabo de los años: “Tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón -lo veo con más claridad que nunca- es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios (...). Vale la pena clavarse en la Cruz, porque es entrar en la Vida, embriagarse en la Vida de Cristo”. Y escribía en su epacta: “in laetitia, nulla dies sine cruce! –¡con alegría, ningún día sin cruz!”. Rezan unos versos: "Corazón de Jesús, que me iluminas, / hoy digo que mi Amor y mi Bien eres, / hoy me has dado tu Cruz y tus espinas / hoy digo que me quieres". Jesús bendice con su cruz, pero la ayuda a llevar: "Me has dicho: Padre, lo estoy pasando muy mal. Y te he respondido al oído: toma sobre tus hombros una partecica de esa cruz, sólo una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella... déjala toda entera sobre los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite conmigo: Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno. Y quédate tranquilo".
Antes de cargar con nuestra “cruz”, lo primero, es seguir a Cristo. No se sufre y luego se sigue a Cristo... A Cristo se le sigue desde el Amor, y es desde ahí desde donde se comprende el sacrificio, la negación personal: «Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 25). Es el amor y la misericordia lo que conduce al sacrificio. Todo amor verdadero engendra sacrificio de una u otra forma, pero no todo sacrificio engendra amor. Dios no es sacrificio; Dios es Amor, y sólo desde esta perspectiva cobra sentido el dolor, el cansancio y las cruces de nuestra existencia tras el modelo de hombre que el Padre nos revela en Cristo. San Agustín sentenció: «En aquello que se ama, o no se sufre, o el mismo sufrimiento es amado».
En el devenir de nuestra vida, no busquemos un origen divino para los sacrificios y las penurias: «¿Por qué Dios me manda esto?», sino que tratemos de encontrar un “uso divino” para ello: «¿Cómo podré hacer de esto un acto de fe y de amor?». Es desde esta posición como seguimos a Cristo y como —a buen seguro— nos hacemos merecedores de la mirada misericordiosa del Padre. La misma mirada con la que contemplaba a su Hijo en la Cruz.
“Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará”. Como a san Pedro –a quien el Señor tuvo que reprender por no entender estas palabras- también a nosotros nos cuesta entender esta paradoja de la cruz, de perder la vida: los planes de salvación muchas veces aparecen oscuros a nuestra inteligencia, son planes subversivos a nuestro podo de pensar, a la lógica del mundo y de la vida a la que tendemos en nuestra comodidad, pero es necesaria esta reacción sobrenatural, esta corrección del ángulo, de la perspectiva de todo lo creado, para alcanzar el corazón de Dios, no son anti-naturales los planes divinos sino pobres nuestros esquemas humanos, es un riesgo acogernos a la fe en Jesús, pero él vuelca la situación: ese morir es en realidad un camino a la vida auténtica, aquí en la tierra, y también camino a la a la felicidad del cielo para siempre. ¡Cuántos calvarios hay en el mundo, por no querer tomar el suave yugo de la cruz! Seguir a Cristo no es fácil, pues es encontrarse con su cruz, su propuesta pide entrega, correspondencia, sacrificios…
Como siempre, son los ejemplos los que mejor muestran el misterio, como el de Tomás Moro. En determinadas ocasiones ser coherente con la propia conciencia puede ser algo heroico. La etapa histórica que le tocó vivir en la Inglaterra del siglo XVI fue dura: someterse a las presiones del rey Enrique VIII (respecto a la aprobación del divorcio con su mujer Catalina de Aragón y aceptar un nuevo matrimonio real con Ana Bolena), o morir. Muchos eclesiásticos ingleses cedieron. La propia familia de Tomás Moro intentó persuadirle de que diera su consentimiento para salvar la vida. Moro, ex- Lord Canciller de Inglaterra, intentó primero no opinar, pero su silencio era acusación para el rey, por eso le pusieron entre la espada y la pared, hasta que dijera su pensamiento. Su palabra era más fuerte que la de todos, querían doblegarle o matarle. Es una imagen de Jesús, un mártir. En la película “Un hombre para la eternidad” se relata bien la grandeza de su conciencia, que no se doblega ante ningún poder humano, siempre abierta a Dios. Hemos podido ver también al Papa Juan Pablo II como un heraldo de la Verdad, el que Dios ha puesto en un mundo fracturado y atribulado, para hacer resplandecer el sentido de Dios, como quien da auténtico sentido al hombre.
La paradoja del seguimiento de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?» (Lc 9,25). Palabras que hicieron santo a Francisco Javier, «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame». Lo confiamos al Señor desde la antífona e entrada: «Cuando invoqué al Señor, Él escuchó mi voz, rescató mi alma de la guerra que me hacían. Encomienda a Dios tus afanes, que Él te sustentará» (cf. Sal 54,17-20.23). Colecta (del Misal anterior, antes Gregoriano): «Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en Ti como en su fuente, y tienda siempre a Ti como a su fin». Postcomunión: «Favorecidos con el don del Cielo te pedimos, Dios Todopoderoso, que esta Eucaristía se haga viva realidad en nosotros y nos alcance la salvación».
San León Magno nos dice: «Es necesario, amadísimos, para adherirnos inseparablemente a este misterio [el de la cruz de Cristo] hacer los mayores esfuerzos del alma y del cuerpo; porque, si es malo permanecer ajeno a la solemnidad pascual, es aún peor asociarse a la comunidad de los fieles sin haber participado antes en los sufrimientos de Cristo. El Señor ha dicho: “quien no toma su cruz y me sigue no es digno de Mí” (Mt 10,38). «Y añade San Pablo: “si participamos en sus sufrimientos, también participaremos en su Reino” (Rom 8,17; 1 Tim 2,12). Así, pues, el mejor modo de honrar la pasión, muerte y resurrección de Cristo es sufrir, morir y resucitar con Él... Por eso, cuando alguien se da cuenta que sobrepasa los límites de las disciplina cristiana y que sus deseos van hacia lo que le haría desviar del camino recto, que recurra a la cruz del Señor y clave en ella lo que le lleva a la perdición».
La cercanía del amor a la cruz es esencial a la vida cristiana. Jesús amor, en medio de un mundo de pecado, origina la oposición y el rechazo. Toda la razón de ser de Jesús es amar, su misión es amar y dar la vida a los hombres. Pero el pecado de los hombres unirá esta misión a la muerte. Dios quiere que su Hijo sufra; pues quiere que ame y dé la vida por todos (Is 53.) La muerte de Jesús no es la meta, es sólo el paso para la "Vida". Como Jesús, los discípulos deben amar, vivir para los demás, en medio del egoísmo del mundo. Esto es dar la vida, enterrarse cada día en el don teniendo como apoyo la esperanza. Dar la vida, morir, es vivir para el cristiano. Es realizarse en el don total, enterrarse en el surco, en la esperanza de una primavera que está más allá de nuestra muerte. Este vivir en la muerte es duro cuando se piensa en el camino de los triunfalismos. Es más fácil destruir a los otros que construirlos, cuando la condición para ello es la propia muerte. El vivir cristiano es una continua cercanía a la cruz. Morir es vivir, ganar el mundo es perderlo, amar la propia vida es odiarse. Sólo el que se abraza con la muerte por el amor a los otros pasa más allá de la muerte y entra en la vida de Aquél que venció a la muerte (“Comentarios bíblicos).
Este pasaje, íntimamente ligado al anuncio de la Pasión, contiene el enunciado de las condiciones para seguir a Jesús por el nuevo camino que se prepara a recorrer. Jesús no se ha limitado a mostrar la necesidad escatológica de sus propios sufrimientos; ha preparado también a los discípulos para aceptar de la misma forma una vida de pruebas. Para ilustrar estas enseñanzas, Lucas ha compuesto en torno a este tema una especie de antología, un tanto artificial, de sentencias de Cristo. Los verbos renunciar, cargar con la cruz, seguir a Cristo son sinónimos. Designan, cada uno a su manera, en qué consiste lo esencial de la vida cristiana. Hay que renunciar a toda seguridad personal y aceptar los consejos del Maestro (sentido rabínico de la expresión: "seguir a alguien"), no sólo en teoría sino en la práctica de la vida ("llevar su cruz"). Esa solidaridad con Jesús implicará una participación activa en su resurrección y en su reino escatológico. Así termina para todo cristiano el misterio pascual: lo que Cristo vive muriendo y resucitando se convierte en condición de todos sus discípulos, que han de portar su cruz para vivir con Él en la gloria (Maertens-Frisque).
Seguir a Jesús se identifica con perder la vida. En un lenguaje evidentemente cristiano, la iglesia representa simbólicamente esa actitud con la exigencia de cargar la cruz de cada día. El gesto de Jesús que sube con su cruz hacia el Calvario y muere aplastado por su peso se convierte en la verdad universal, el principio de interpretación en que se basa toda nuestra historia. Los modelos de las viejas religiones de la tierra ya no sirven. Por eso la grandeza del hombre no consiste en trascender la finitud de la materia, subiendo hasta la altura del ser de lo divino (mística oriental) ni consiste en identificarnos sacramentalmente con las fuerzas de la vida que laten en la hondura radical del cosmos (religión de los misterios) ni es perfecto quien cumple la ley hasta el final (fariseísmo) ni el que pretende escaparse del abismo de miseria del mundo, en la esperanza de la meta que se acerca (apocalíptica)... Frente a todos los posibles caminos de la historia de los hombres, Jesús nos ha trazado su camino: "El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo". Cargar la cruz de Jesús significa escuchar su mensaje del reino, adoptar su manera de ser y cumplir hasta el final la urgencia de su ejemplo: ofrecer siempre el perdón, amar sin limitaciones, vivir abiertos al misterio de Dios y mantenerse fieles, aunque eso signifique un riesgo que nos pone en camino de la muerte. Desde esta exigencia, la iglesia se definirá como el conjunto de los hombres que se mantienen unidos en el recuerdo de Jesús y han tomado su gesto personal como la norma de conducta. En esta perspectiva es imposible dictar unas leyes de moral objetiva a la que todos deban someterse. La verdadera ley (la norma final) es siempre el Cristo: su mensaje de evangelio y su camino de amor hasta la muerte. Sobre ese fondo, la ley de Jesús se puede traducir de la siguiente forma: se gana en realidad aquello que se pierde, es decir, lo que se ofrece a los demás, aquello que se sacrifica en bien del otro. Por el contrario, todo aquello que los hombres retienen para sí de una manera cerrada y egoísta lo han perdido. La concreción de esta manera de vida es el "Calvario": resucita lo que ha muerto en bien del otro. No olvidemos que toda esta ley de la existencia cristiana se formula y tiene sentido como expansión de la verdad de Cristo. Sin su muerte y resurrección todas estas palabras no serían más que un sueño sin sentido (Edic. Marova).
La cruz es el camino hacia la plenitud de la vida, y la condición indispensable para seguir a Jesús. -Jesús decía a sus discípulos: "Es preciso que el Hijo del Hombre padezca mucho y que sea rechazado por los ancianos, y por los príncipes de los sacerdotes, y por los escribas y sea muerto y resucite al tercer día. Desde el segundo día de cuaresma, la liturgia nos sitúa delante de lo esencial de la cuaresma: es una subida hacia la Pascua... una marcha hacia la vida en plenitud... una ascensión hacia las cumbres de la alegría, del gozo... Dios se propone que tengamos vida, felicidad... Pascua está al final del camino. Yo voy hacia la Pascua. Pero el camino es la cruz, es el sufrimiento y la renuncia. Un solo modelo, un solo principio, un solo esfuerzo cuaresmal: imitar a Jesús, seguir el camino que El siguió. De ahí la importancia primordial de la oración, de la meditación, para poner realmente a Cristo ante nuestros ojos, en nuestros corazones y en nuestras vidas.
-“Si alguno quiere venir en pos de mí...” Tú has sido el primero en pasar por ello, Señor. Quisiera vivir esos cuarenta días a tu lado, contigo "siguiéndote". Imagino que me dies: -"En verdad ¿quieres acompañarme? -Bien lo quisiera, Señor. Dame ánimo y valor para ello. -Niéguese a sí mismo... -Es verdad, paso demasiado tiempo "pensando en mí"; y sin embargo sé muy bien que esa postura es contraria al amor. Amar es olvidarse... no pensar más en sí mismo... ser y vivir para los demás. Dios es amor. Por esto renunció a sí mismo, por amor nuestro. "No hay amor mayor que el de dar la vida por aquellos que ama". "Siendo de condición divina no quiso ávidamente mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó...". Jesús es el hombre que de una manera total, definitiva e infinitamente, ha renunciado a sí mismo... para estar total, definitiva e infinitamente vuelto hacia los demás.
Jesús vuelto hacia el Padre. Jesús vuelto hacia sus hermanos. -Tome cada día su cruz... Amar es crucificante... pero es también expansionante. Paradoja de la cruz. Vivir según el evangelio no es una vida "en agua de rosas": es una vida que requiere valentía, energía, vigor, ascesis. -Y me siga..¡Tú caminas delante, Señor! Tú, el primero, has renunciado a ti mismo. -Tú me dices: "No es en broma que Yo te he amado." -Lo sé. Y yo ¿qué seré capaz de hacer, en cambio? -Quien quisiere salvar su vida la perderá; Pero quien perdiere su vida por amor a mí, la salvará. ¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si él se pierde y se condena? El sacrificio no es pues un valor en sí mismo. No se trata de renunciar por el placer de renunciarse. La renuncia es negativa. Su finalidad es positiva: se trata de "salvarse"...El hombre no se expansiona sino dándose, renunciando a sí mismo, pero la renuncia conduce a la expansión, en plenitud (Noel Quesson).
Hemos comenzado el tiempo de gracia que es la Cuaresma. La Iglesia, Madre y Maestra, nos va preparando para la Pascua. Con el Evangelio de hoy nos habla de dos temas complementarios: nuestra cruz de cada día y su fruto, es decir, la Vida en mayúscula, sobrenatural y eterna.
Nos ponemos de pie para escuchar el Santo Evangelio, como signo de querer seguir sus enseñanzas. Jesús nos dice que nos neguemos a nosotros mismos, expresión clara de no seguir «el gusto de los caprichos» —como menciona el salmo— o de apartar «las riquezas engañosas», como dice san Pablo. Tomar la propia cruz es aceptar las pequeñas mortificaciones que cada día encontramos por el camino.
Nos puede ayudar a ello la frase que Jesús dijo en el sermón sacerdotal en el Cenáculo: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta; y todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto» (Jn 15,1-2). ¡Un labrador ilusionado mimando el racimo para que alcance mucho grado! ¡Sí, queremos seguir al Señor! Sí, somos conscientes de que el Padre nos puede ayudar para dar fruto abundante en nuestra vida terrenal y después gozar en la vida eterna.
Jesús, el Mesías e Hijo de Dios, no es reconocido como tal sino cuando, después de padecer por nosotros, se levantó victorioso sobre la muerte. Sólo hasta entonces hemos conocido el amor que Dios nos tiene, pues, siendo pecadores, nos envió a su propio Hijo para que, quienes creamos en Él, en Él obtengamos la reconciliación que nos salva. Pero no basta reconocer con la mente que Jesús es nuestro Dios y Salvador. Es necesario tomar nuestra cruz de cada día e ir tras sus huellas. El Señor quiere hacernos partícipes de la Gloria que, como a Hijo unigénito, le pertenece. Pero no podemos quedarnos sentados gozando egoístamente la Salvación que de Dios hemos recibido. El Señor nos ha enviado a proclamar la Buena Nueva de salvación a todos los pueblos; y para eso es necesario hacer nuestras las angustias, tristezas, miserias, pobrezas y pecados de los demás para esforzarnos, con la Fuerza del Espíritu Santo que habita en nosotros, en trabajar para que el Reino de Dios vaya haciendo de nuestro mundo un mundo más libre de todas esas esclavitudes, y, por tanto, un verdadero inicio del Reino de Dios entre nosotros. Dios no nos llamó para la muerte, sino para la vida. Sabiendo que el salario del pecado es la muerte, Dios nos envió a su propio Hijo para rescatarnos del pecado y de la muerte. En esto se ha manifestado el gran amor que Dios nos tiene. Hoy nos reunimos para celebrar este misterio de su amor por nosotros. El Memorial de su Muerte y Resurrección nos recuerda que el Señor con su muerte nos perdonó nuestros pecados, y con su resurrección nos dio nueva vida. Participar de la Eucaristía nos debe llevar a aceptar, con gran amor, esta oferta de salvación que Dios nos hace. Quienes hemos venido a entrar en comunión de vida con el Señor no podremos volver a nuestras actividades diarias cargados de pecado, ni generando signos de muerte. Si el Espíritu de Dios está con nosotros, si su Vida es nuestra vida, seamos portadores de vida y trabajemos esforzadamente para que el amor de Dios llegue a todos y para que también en ellos se haga realidad el Plan de Salvación de Dios. En la vida nos encontramos con dos realidades bien definidas: El camino de la vida, por el que todos aspiramos; y el camino de la muerte, contra el que todos luchamos. Contemplamos nuestra realidad, tal vez con algunos, o con muchos lados oscuros a causa del egoísmo del ser humano. Contemplamos nuestro futuro realizado como un lugar de paz, de fraternidad, de luz nacida de un auténtico amor. Queremos encaminar hacia él nuestros pasos. Sin embargo, ante el deseo de paz y de felicidad, somos conscientes de que mentes guiadas por ansias de un mayor poder económico, han tratado de trastocar el auténtico anhelo de felicidad que anida en el corazón del hombre. Muchos han confundido, así, la felicidad con el poseer lo pasajero, y se han vuelto en compradores compulsivos de cosas que, finalmente les continúan dejando el corazón vacío. Jesucristo nos ha enseñado, no sólo con palabras, sino con su propio ejemplo, que el camino de la felicidad, el camino de la vida se encuentra en la capacidad de relacionarnos con los demás y de vivir fraternalmente unidos por el amor. Por eso hemos de aprender a ir tras las huellas de Cristo, cargando nuestra cruz de cada día. Quien vaya por un camino diferente al del amor que Cristo nos ha mostrado, en lugar de dar vida dará muerte; se convertirá en un destructor, a pesar de que ore al Señor, pues una oración sin compromiso con la realidad, es una oración inútil. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de vivir con amor la fe que en Él hemos depositado. Que nos fortalezca para que, guiados por su Espíritu, nuestros pasos se encaminen siempre por el camino del bien, de la verdad, del amor y de la paz (www.homiliacatolica.com). San Ignacio guiaba a san Francisco Javier con las palabras del texto de hoy: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mc 8,36). Así llegó a ser el patrón de las Misiones. Con la misma tónica, leemos el último canon del Código de Derecho Canónico (n. 1752): «(...) teniendo en cuenta la salvación de las almas, que ha de ser siempre la ley suprema de la Iglesia». San Agustín tiene la famosa lección: «Animam salvasti tuam predestinasti», que el adagio popular ha traducido así: «Quien la salvación de un alma procura, ya tiene la suya segura». La invitación es evidente. María, la Madre de la Divina Gracia, nos da la mano para avanzar en este camino (muchos textos están tomados de mercaba.org).
Salmo 1,1-4.6. ¡Feliz el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni se detiene en el camino de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los impíos, sino que se complace en la ley del Señor y la medita de día y de noche! El es como un árbol plantado al borde de las aguas, que produce fruto a su debido tiempo, y cuyas hojas nunca se marchitan: todo lo que haga le saldrá bien. No sucede así con los malvados: ellos son como paja que se lleva el viento, porque el Señor cuida el camino de los justos, pero el camino de los malvados termina mal.
Texto del Evangelio (Lc 9,22-25; paralelos: Mt 16,21-27; Mc 8,31-38): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día». Decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?».
Comentario: 1. Moisés dirige a su pueblo un discurso, cuyo resumen leemos hoy. Les dice que les vendrá toda clase de bendiciones si son fieles a Dios. Pero si no lo son les esperan desgracias de las que ellos mismos tendrán la culpa. Se lo plantea como una alternativa ante una encrucijada en el camino. Si siguen la voluntad de Dios, van hacia la vida; si se dejan arrastrar por las tentaciones y adoran a dioses extraños, están eligiendo la muerte. Es lo mismo que dice el salmo responsorial, esta vez con la comparación de un árbol que florece y prospera si sabe estar cerca del agua: «dichoso el que ha puesto su confianza en el Señor, que no entra por la senda de los pecadores... será como árbol plantado al borde de la acequia», «no así los impíos, no así: serán paja que arrebata el viento; porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal».
La Cuaresma es tiempo de opciones. Nos invita a revisar cada año nuestra dirección en la vida. Desde la Pascua anterior seguro que nos ha crecido más el hombre viejo que el nuevo. Tendemos más a desviarnos que a seguir por el recto camino. En el camino de la Pascua no podemos conformarnos con lo que ya somos y cómo vivimos. Esa palabrita «hoy», que la la lectura repite varias veces, nos sitúa bien: para nosotros el «hoy» es esta Cuaresma que acabamos de iniciar. Nosotros hoy, este año concreto, somos invitados a hacer la opción: el camino del bien o el de la dejadez, la marcha contra corriente o la cuesta abajo. Si Moisés podía urgir a los israelitas ante esta alternativa, mucho más nosotros, que hemos experimentado la salvación de Cristo Jesús, tenemos que reavivar una y otra vez -cada año, en la Pascua- la opción que hemos hecho por él y decidirnos a seguir sus caminos. También a nosotros nos va en ello la vida o la muerte, nuestro crecimiento espiritual o nuestra debilidad creciente. Ahí está nuestra libertad ante la encrucijada, una libertad responsable, siempre a renovar: como los religiosos renuevan cada año sus votos, como los cristianos renuevan cada año en Pascua sus compromisos bautismales. Todos tenemos la experiencia de que el bien nos llena a la larga de felicidad, nos conduce a la vida y nos hace sentir las bendiciones de Dios. Y de que cuando hemos sido flojos y hemos cedido a las varias idolatrías que nos acechan, a la corta o a la larga nos tenemos que arrepentir, nos queda el regusto del remordimiento y padecemos muchas veces en nuestra propia piel el empobrecimiento que supone abandonar a Dios.
El tema de los dos caminos, el de la vida y el de la muerte, es muy típico de las literaturas religiosas de la antigüedad. La vida y la felicidad dependen de la obediencia a los mandamientos del Señor. El camino de la muerte y de la desgracia parte del corazón desviado, de la idolatría. La llamada de Dios es una opción que coloca al hombre ante el dilema de la bendición o la maldición divinas. El Señor exhorta amablemente a escoger la senda buena (Misa dominical 1990).
En el evangelio de hoy, Jesús propone la cruz como un camino, una vía hacia la plenitud de la "vida": es preciso que el Hijo del hombre padezca mucho para entrar en su gloria: "muerte» que conduce a "resurrección".
–“Yo te propongo HOY vida y felicidad, muerte y desgracia”. Escucho, Señor, tu palabra, pronunciada ya por Moisés. La repito en mi interior, como si la oyera directamente de Ti, HOY. Tú respetas mi libertad. Propones la vida y la felicidad... o bien me abandonas a mi muerte y a mi desgracia. No te impones. Pero queda claro que lo que Tú deseas para nosotros es la vida y la felicidad. Estoy ante mi jornada de HOY. Que no deje para mañana esa decisión, esa elección por hacer. ¿Escojo la vida y la felicidad, sí o no?
-“Si escuchas... al Señor, vivirás”. Si amas... Si tu corazón se desvía... perecerás. Si no escuchas... Escuchar a Dios, será el esfuerzo de toda mi cuaresma, será la elección de la vida y la felicidad. De ese modo, la cuaresma, a pesar de ciertas apariencias y de ciertos hábitos, no está orientada primordialmente hacia el sacrificio... sino hacia "la vida y la felicidad". Es un tiempo de vitalidad, de expansión humana y cristiana... y de ningún modo es un tiempo de morosidad y de tristeza. Pascua está ya al final del camino: ¡vivirás!
Pero, Señor, escucho también la segunda frase, la frase de amenaza. Sé que nos tomas en serio, y que tendrás en cuenta mi elección. Me pedirás cuentas de mi rechazo: «Si no me escuchas, perecerás». Más allá del castigo exterior, en el hecho mismo del rechazo de Dios está inscrito una especie de castigo. Ayúdame, ayúdanos, Señor, a nunca jamás desviarnos voluntariamente de ti. Sería perecer.
-“Te propongo la vida o la muerte, la bendición o la maldición: ¡escoge pues la vida! a fin que vivas amando al Señor, tu Dios”. Lo que Dios quiere, lo que preferiría que eligiéramos... está muy claro: ¡es la vida! Te doy gracias, Señor, por repetirme tan a menudo, y tan fuertemente esas cosas, la Salvación, la Liberación, la Redención... Tu voluntad es darnos la vida y la felicidad. Jesús ha venido sólo para esto. ¿Qué debo hacer, para que así sea? Escuchar los mandamientos de Dios, vivir unido a El, caminar según sus sendas, amar al Señor.
-“Dichoso el hombre que medita la Ley del Señor. Es como un árbol cuyo follaje no se mustia jamás y que da el fruto a su tiempo”. Son palabras del Salmo 1 que leemos hoy. Hay que leerlo entero, y llevarlo a la oración. Dios hizo al hombre para la "vida", para «no mustiarse», para «dar fruto sabroso». La cuaresma también... (Noel Quesson).
2. Sal. 1. El salterio, dedicado especialmente a exaltar la Ley del Señor y a alabar a quienes la cumplen, y a maldecir a quienes la transgreden, se abre con este Salmo en el que se nos habla del camino del justo y del camino del malvado. Para el que ama la Ley de Dios y se goza en cumplir sus mandamientos: la dicha y el éxito; para el malvado la maldición que lo hará desaparecer como la paja barrida por el viento. Por medio de Cristo Jesús se nos ha abierto el Camino que nos conduce al Padre. Vamos hacia Él no como esclavos, sino como hijos. Tratemos de corregir nuestros caminos, que muchas veces pudieron desviarse hacia la maldad. Aprovechemos este tiempo de gracia para humillarnos ante el Señor y pedirle perdón; y Él tendrá compasión de nosotros.
3. También Jesús nos pone ante la alternativa. El camino que propone es el mismo que él va a seguir. Ya desde el inicio de la Cuaresma se nos propone la Pascua completa: la muerte y la nueva vida de Jesús. Ese es el camino que lleva a la salvación. Jesús va poniendo unas antítesis dialécticas que son en verdad paradójicas: el discípulo que quiera «salvar su vida» ya sabe qué tiene que hacer, «que se niegue a si mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo». Mientras que si alguien se distrae por el camino con otras apetencias, «se pierde y se perjudica a sí mismo». «El que quiera salvar su vida, la perderá. El que pierda su vida por mi causa, la salvará».No olvidemos que la Cuaresma es camino hacia la Pascua. Este misterio de muerte y vida llega a la existencia íntima del cristiano. El discípulo de JC debe abrazarse a la cruz para encontrar la vida. De nada sirve ganar el mundo si uno se pierde. Únicamente muriendo a nosotros mismos tendremos la senda de la libertad y de la alegría verdaderas (Misa dominical 1990).
“Si alguno quiere venir en pos de mi…” Jesús no es masoquista, no le gusta el dolor, no propone la mortificación como fin en sí mismo. Juan Pablo II nos indicaba pistas para entender mejor el mensaje: “En realidad, «negarse a sí mismo» y «tomar la cruz» equivale a asumir hasta el fondo la propia responsabilidad ante Dios y el prójimo. El Hijo de Dios ha sido fiel a la misión que le confió el Padre hasta derramar su propia sangre por nuestra salvación. A sus seguidores, les pide que hagan lo mismo, entregándose sin reservas a Dios y a los hermanos. Al acoger estas palabras, descubrimos cómo la Cuaresma es un tiempo de fecunda profundización en la fe. La Cuaresma tiene un elevado valor educativo, de manera particular, para los jóvenes, llamados a orientar con claridad su vida. A cada uno, Cristo les repite: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame». Cristo es exigente: “Quienes se ponen a la escucha del divino Maestro abrazan con amor su Cruz, que conduce a la plenitud de la vida y de la felicidad”.
Claro que el camino que nos propone Jesús -el que siguió él- no es precisamente fácil. Es más bien paradójico: la vida a través de la muerte. Es un camino exigente, que incluye la subida a Jerusalén, la cruz y la negación de sí mismo: saber amar, perdonar, ofrecerse servicialmente a los demás, crucificar nuestra propia voluntad: «los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias» (Ga 5,24). Pero es el camino que vale la pena, el que siguió él. La Pascua está llena de alegría, pero también está muy arriba: es una subida hasta la cruz de Jerusalén. Lo que vale, cuesta. Todo amor supone renuncias. En el fondo, para nosotros Cristo mismo es el camino: «yo soy el camino y la verdad y la vida». Celebrar la Eucaristía es una de las mejores maneras, no sólo de expresar nuestra opción por Cristo Jesús, sino de alimentarnos para el camino que hemos elegido. La Eucaristía nos da fuerza para nuestra lucha contra el mal. Es auténtico «viático», alimento para el camino. Y nos recuerda continuamente cuál es la opción que hemos hecho y la meta a la que nos dirigimos. «Que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras» (oración)… «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renúevame por dentro» (comunión; J. Aldazábal).
La salvación del género humano culmina en la Cruz, hacia la que Cristo encamina toda su vida en la tierra. Y es en la Cruz donde el alma alcanza la plenitud de la identificación con Cristo. Ese es el sentido más profundo que tienen los actos de mortificación y penitencia. Para ser discípulo del Señor es preciso seguir su consejo. No es posible seguir al Señor sin la Cruz. Unida al Señor, la mortificación voluntaria y las mortificaciones pasivas adquieren su más hondo sentido. No son algo dirigido a la propia perfección, o una manera de sobrellevar con paciencia las contrariedades de esta vida, sino participación en el misterio de la Redención. La mortificación puede parecer a algunos locura o necedad, y también puede ser signo de contradicción o piedra de escándalo para aquellos olvidados de Dios. Pero no nos debe extrañar, pues ni los mismos Apóstoles no siguen a Cristo hasta el Calvario, pues aún, por no haber recibido al Espíritu Santo, eran débiles.
En este primer anuncio de la pasión choca con un mundo que pretende bienestar y no sacrificio, rosas y no espinas; pero el camino cristiano no es de satisfacción casi animal, como aquella a la que aspiraba el necio de la parábola que se decía: descansa, come, bebe, pásalo bien (Lc. 12,19). Jesús nos convoca en el Calvario, para que nos entreguemos con El. Este es el único camino para alcanzar la felicidad en el Cielo y en la tierra, pues el que pierda su vida por mí -promete el Señor-, la encontrará (Mt. 16, 25). La mortificación está muy relacionada con la alegría, y cuando el corazón se purifica se torna más humilde para tratar a Dios y a los demás. La Cruz del Señor, con la que hemos de cargar cada día, no es ciertamente la que producen nuestros egoísmos, envidias o pereza. Esto no es del Señor, no santifica. En alguna ocasión encontraremos la Cruz en una gran dificultad, en una enfermedad grave y dolorosa, en un desastre económico, en la muerte de un ser querido. Sin embargo, lo normal será que encontremos la cruz de cada día en pequeñas contrariedades en el trabajo, en la convivencia; en un imprevisto que no contábamos, planes que debemos cambiar, instrumentos de trabajo que se estropean, molestias por el frío o calor, o el carácter difícil de una persona con la que convivimos. Hemos de recibir estas contrariedades con ánimo grande, ofreciéndolas al Señor con espíritu de reparación, sin quejarnos: nos ayudará a mejorar en la virtud de la paciencia, en caridad, en comprensión: es decir, en santidad. Además experimentaremos una profunda paz y gozo. Además de aceptar la cruz que sale a nuestro encuentro, muchas veces sin esperarla, debemos buscar otras pequeñas mortificaciones para mantener vivo el espíritu de penitencia que nos pide el Señor. Unas nos facilitarán el trabajo, otras nos ayudarán a vivir la caridad. No es preciso que sean cosas más grandes, sino que se adquiera el hábito de hacerlas con constancia y por amor de Dios. Digámosle a Jesús que estamos dispuestos a seguirle cargando con la Cruz, hoy y todos los días.
Decía San Josemaría, después de experiencias duras, al meditarlas al cabo de los años: “Tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón -lo veo con más claridad que nunca- es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios (...). Vale la pena clavarse en la Cruz, porque es entrar en la Vida, embriagarse en la Vida de Cristo”. Y escribía en su epacta: “in laetitia, nulla dies sine cruce! –¡con alegría, ningún día sin cruz!”. Rezan unos versos: "Corazón de Jesús, que me iluminas, / hoy digo que mi Amor y mi Bien eres, / hoy me has dado tu Cruz y tus espinas / hoy digo que me quieres". Jesús bendice con su cruz, pero la ayuda a llevar: "Me has dicho: Padre, lo estoy pasando muy mal. Y te he respondido al oído: toma sobre tus hombros una partecica de esa cruz, sólo una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella... déjala toda entera sobre los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite conmigo: Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno. Y quédate tranquilo".
Antes de cargar con nuestra “cruz”, lo primero, es seguir a Cristo. No se sufre y luego se sigue a Cristo... A Cristo se le sigue desde el Amor, y es desde ahí desde donde se comprende el sacrificio, la negación personal: «Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 25). Es el amor y la misericordia lo que conduce al sacrificio. Todo amor verdadero engendra sacrificio de una u otra forma, pero no todo sacrificio engendra amor. Dios no es sacrificio; Dios es Amor, y sólo desde esta perspectiva cobra sentido el dolor, el cansancio y las cruces de nuestra existencia tras el modelo de hombre que el Padre nos revela en Cristo. San Agustín sentenció: «En aquello que se ama, o no se sufre, o el mismo sufrimiento es amado».
En el devenir de nuestra vida, no busquemos un origen divino para los sacrificios y las penurias: «¿Por qué Dios me manda esto?», sino que tratemos de encontrar un “uso divino” para ello: «¿Cómo podré hacer de esto un acto de fe y de amor?». Es desde esta posición como seguimos a Cristo y como —a buen seguro— nos hacemos merecedores de la mirada misericordiosa del Padre. La misma mirada con la que contemplaba a su Hijo en la Cruz.
“Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará”. Como a san Pedro –a quien el Señor tuvo que reprender por no entender estas palabras- también a nosotros nos cuesta entender esta paradoja de la cruz, de perder la vida: los planes de salvación muchas veces aparecen oscuros a nuestra inteligencia, son planes subversivos a nuestro podo de pensar, a la lógica del mundo y de la vida a la que tendemos en nuestra comodidad, pero es necesaria esta reacción sobrenatural, esta corrección del ángulo, de la perspectiva de todo lo creado, para alcanzar el corazón de Dios, no son anti-naturales los planes divinos sino pobres nuestros esquemas humanos, es un riesgo acogernos a la fe en Jesús, pero él vuelca la situación: ese morir es en realidad un camino a la vida auténtica, aquí en la tierra, y también camino a la a la felicidad del cielo para siempre. ¡Cuántos calvarios hay en el mundo, por no querer tomar el suave yugo de la cruz! Seguir a Cristo no es fácil, pues es encontrarse con su cruz, su propuesta pide entrega, correspondencia, sacrificios…
Como siempre, son los ejemplos los que mejor muestran el misterio, como el de Tomás Moro. En determinadas ocasiones ser coherente con la propia conciencia puede ser algo heroico. La etapa histórica que le tocó vivir en la Inglaterra del siglo XVI fue dura: someterse a las presiones del rey Enrique VIII (respecto a la aprobación del divorcio con su mujer Catalina de Aragón y aceptar un nuevo matrimonio real con Ana Bolena), o morir. Muchos eclesiásticos ingleses cedieron. La propia familia de Tomás Moro intentó persuadirle de que diera su consentimiento para salvar la vida. Moro, ex- Lord Canciller de Inglaterra, intentó primero no opinar, pero su silencio era acusación para el rey, por eso le pusieron entre la espada y la pared, hasta que dijera su pensamiento. Su palabra era más fuerte que la de todos, querían doblegarle o matarle. Es una imagen de Jesús, un mártir. En la película “Un hombre para la eternidad” se relata bien la grandeza de su conciencia, que no se doblega ante ningún poder humano, siempre abierta a Dios. Hemos podido ver también al Papa Juan Pablo II como un heraldo de la Verdad, el que Dios ha puesto en un mundo fracturado y atribulado, para hacer resplandecer el sentido de Dios, como quien da auténtico sentido al hombre.
La paradoja del seguimiento de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?» (Lc 9,25). Palabras que hicieron santo a Francisco Javier, «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame». Lo confiamos al Señor desde la antífona e entrada: «Cuando invoqué al Señor, Él escuchó mi voz, rescató mi alma de la guerra que me hacían. Encomienda a Dios tus afanes, que Él te sustentará» (cf. Sal 54,17-20.23). Colecta (del Misal anterior, antes Gregoriano): «Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en Ti como en su fuente, y tienda siempre a Ti como a su fin». Postcomunión: «Favorecidos con el don del Cielo te pedimos, Dios Todopoderoso, que esta Eucaristía se haga viva realidad en nosotros y nos alcance la salvación».
San León Magno nos dice: «Es necesario, amadísimos, para adherirnos inseparablemente a este misterio [el de la cruz de Cristo] hacer los mayores esfuerzos del alma y del cuerpo; porque, si es malo permanecer ajeno a la solemnidad pascual, es aún peor asociarse a la comunidad de los fieles sin haber participado antes en los sufrimientos de Cristo. El Señor ha dicho: “quien no toma su cruz y me sigue no es digno de Mí” (Mt 10,38). «Y añade San Pablo: “si participamos en sus sufrimientos, también participaremos en su Reino” (Rom 8,17; 1 Tim 2,12). Así, pues, el mejor modo de honrar la pasión, muerte y resurrección de Cristo es sufrir, morir y resucitar con Él... Por eso, cuando alguien se da cuenta que sobrepasa los límites de las disciplina cristiana y que sus deseos van hacia lo que le haría desviar del camino recto, que recurra a la cruz del Señor y clave en ella lo que le lleva a la perdición».
La cercanía del amor a la cruz es esencial a la vida cristiana. Jesús amor, en medio de un mundo de pecado, origina la oposición y el rechazo. Toda la razón de ser de Jesús es amar, su misión es amar y dar la vida a los hombres. Pero el pecado de los hombres unirá esta misión a la muerte. Dios quiere que su Hijo sufra; pues quiere que ame y dé la vida por todos (Is 53.) La muerte de Jesús no es la meta, es sólo el paso para la "Vida". Como Jesús, los discípulos deben amar, vivir para los demás, en medio del egoísmo del mundo. Esto es dar la vida, enterrarse cada día en el don teniendo como apoyo la esperanza. Dar la vida, morir, es vivir para el cristiano. Es realizarse en el don total, enterrarse en el surco, en la esperanza de una primavera que está más allá de nuestra muerte. Este vivir en la muerte es duro cuando se piensa en el camino de los triunfalismos. Es más fácil destruir a los otros que construirlos, cuando la condición para ello es la propia muerte. El vivir cristiano es una continua cercanía a la cruz. Morir es vivir, ganar el mundo es perderlo, amar la propia vida es odiarse. Sólo el que se abraza con la muerte por el amor a los otros pasa más allá de la muerte y entra en la vida de Aquél que venció a la muerte (“Comentarios bíblicos).
Este pasaje, íntimamente ligado al anuncio de la Pasión, contiene el enunciado de las condiciones para seguir a Jesús por el nuevo camino que se prepara a recorrer. Jesús no se ha limitado a mostrar la necesidad escatológica de sus propios sufrimientos; ha preparado también a los discípulos para aceptar de la misma forma una vida de pruebas. Para ilustrar estas enseñanzas, Lucas ha compuesto en torno a este tema una especie de antología, un tanto artificial, de sentencias de Cristo. Los verbos renunciar, cargar con la cruz, seguir a Cristo son sinónimos. Designan, cada uno a su manera, en qué consiste lo esencial de la vida cristiana. Hay que renunciar a toda seguridad personal y aceptar los consejos del Maestro (sentido rabínico de la expresión: "seguir a alguien"), no sólo en teoría sino en la práctica de la vida ("llevar su cruz"). Esa solidaridad con Jesús implicará una participación activa en su resurrección y en su reino escatológico. Así termina para todo cristiano el misterio pascual: lo que Cristo vive muriendo y resucitando se convierte en condición de todos sus discípulos, que han de portar su cruz para vivir con Él en la gloria (Maertens-Frisque).
Seguir a Jesús se identifica con perder la vida. En un lenguaje evidentemente cristiano, la iglesia representa simbólicamente esa actitud con la exigencia de cargar la cruz de cada día. El gesto de Jesús que sube con su cruz hacia el Calvario y muere aplastado por su peso se convierte en la verdad universal, el principio de interpretación en que se basa toda nuestra historia. Los modelos de las viejas religiones de la tierra ya no sirven. Por eso la grandeza del hombre no consiste en trascender la finitud de la materia, subiendo hasta la altura del ser de lo divino (mística oriental) ni consiste en identificarnos sacramentalmente con las fuerzas de la vida que laten en la hondura radical del cosmos (religión de los misterios) ni es perfecto quien cumple la ley hasta el final (fariseísmo) ni el que pretende escaparse del abismo de miseria del mundo, en la esperanza de la meta que se acerca (apocalíptica)... Frente a todos los posibles caminos de la historia de los hombres, Jesús nos ha trazado su camino: "El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo". Cargar la cruz de Jesús significa escuchar su mensaje del reino, adoptar su manera de ser y cumplir hasta el final la urgencia de su ejemplo: ofrecer siempre el perdón, amar sin limitaciones, vivir abiertos al misterio de Dios y mantenerse fieles, aunque eso signifique un riesgo que nos pone en camino de la muerte. Desde esta exigencia, la iglesia se definirá como el conjunto de los hombres que se mantienen unidos en el recuerdo de Jesús y han tomado su gesto personal como la norma de conducta. En esta perspectiva es imposible dictar unas leyes de moral objetiva a la que todos deban someterse. La verdadera ley (la norma final) es siempre el Cristo: su mensaje de evangelio y su camino de amor hasta la muerte. Sobre ese fondo, la ley de Jesús se puede traducir de la siguiente forma: se gana en realidad aquello que se pierde, es decir, lo que se ofrece a los demás, aquello que se sacrifica en bien del otro. Por el contrario, todo aquello que los hombres retienen para sí de una manera cerrada y egoísta lo han perdido. La concreción de esta manera de vida es el "Calvario": resucita lo que ha muerto en bien del otro. No olvidemos que toda esta ley de la existencia cristiana se formula y tiene sentido como expansión de la verdad de Cristo. Sin su muerte y resurrección todas estas palabras no serían más que un sueño sin sentido (Edic. Marova).
La cruz es el camino hacia la plenitud de la vida, y la condición indispensable para seguir a Jesús. -Jesús decía a sus discípulos: "Es preciso que el Hijo del Hombre padezca mucho y que sea rechazado por los ancianos, y por los príncipes de los sacerdotes, y por los escribas y sea muerto y resucite al tercer día. Desde el segundo día de cuaresma, la liturgia nos sitúa delante de lo esencial de la cuaresma: es una subida hacia la Pascua... una marcha hacia la vida en plenitud... una ascensión hacia las cumbres de la alegría, del gozo... Dios se propone que tengamos vida, felicidad... Pascua está al final del camino. Yo voy hacia la Pascua. Pero el camino es la cruz, es el sufrimiento y la renuncia. Un solo modelo, un solo principio, un solo esfuerzo cuaresmal: imitar a Jesús, seguir el camino que El siguió. De ahí la importancia primordial de la oración, de la meditación, para poner realmente a Cristo ante nuestros ojos, en nuestros corazones y en nuestras vidas.
-“Si alguno quiere venir en pos de mí...” Tú has sido el primero en pasar por ello, Señor. Quisiera vivir esos cuarenta días a tu lado, contigo "siguiéndote". Imagino que me dies: -"En verdad ¿quieres acompañarme? -Bien lo quisiera, Señor. Dame ánimo y valor para ello. -Niéguese a sí mismo... -Es verdad, paso demasiado tiempo "pensando en mí"; y sin embargo sé muy bien que esa postura es contraria al amor. Amar es olvidarse... no pensar más en sí mismo... ser y vivir para los demás. Dios es amor. Por esto renunció a sí mismo, por amor nuestro. "No hay amor mayor que el de dar la vida por aquellos que ama". "Siendo de condición divina no quiso ávidamente mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó...". Jesús es el hombre que de una manera total, definitiva e infinitamente, ha renunciado a sí mismo... para estar total, definitiva e infinitamente vuelto hacia los demás.
Jesús vuelto hacia el Padre. Jesús vuelto hacia sus hermanos. -Tome cada día su cruz... Amar es crucificante... pero es también expansionante. Paradoja de la cruz. Vivir según el evangelio no es una vida "en agua de rosas": es una vida que requiere valentía, energía, vigor, ascesis. -Y me siga..¡Tú caminas delante, Señor! Tú, el primero, has renunciado a ti mismo. -Tú me dices: "No es en broma que Yo te he amado." -Lo sé. Y yo ¿qué seré capaz de hacer, en cambio? -Quien quisiere salvar su vida la perderá; Pero quien perdiere su vida por amor a mí, la salvará. ¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si él se pierde y se condena? El sacrificio no es pues un valor en sí mismo. No se trata de renunciar por el placer de renunciarse. La renuncia es negativa. Su finalidad es positiva: se trata de "salvarse"...El hombre no se expansiona sino dándose, renunciando a sí mismo, pero la renuncia conduce a la expansión, en plenitud (Noel Quesson).
Hemos comenzado el tiempo de gracia que es la Cuaresma. La Iglesia, Madre y Maestra, nos va preparando para la Pascua. Con el Evangelio de hoy nos habla de dos temas complementarios: nuestra cruz de cada día y su fruto, es decir, la Vida en mayúscula, sobrenatural y eterna.
Nos ponemos de pie para escuchar el Santo Evangelio, como signo de querer seguir sus enseñanzas. Jesús nos dice que nos neguemos a nosotros mismos, expresión clara de no seguir «el gusto de los caprichos» —como menciona el salmo— o de apartar «las riquezas engañosas», como dice san Pablo. Tomar la propia cruz es aceptar las pequeñas mortificaciones que cada día encontramos por el camino.
Nos puede ayudar a ello la frase que Jesús dijo en el sermón sacerdotal en el Cenáculo: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta; y todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto» (Jn 15,1-2). ¡Un labrador ilusionado mimando el racimo para que alcance mucho grado! ¡Sí, queremos seguir al Señor! Sí, somos conscientes de que el Padre nos puede ayudar para dar fruto abundante en nuestra vida terrenal y después gozar en la vida eterna.
Jesús, el Mesías e Hijo de Dios, no es reconocido como tal sino cuando, después de padecer por nosotros, se levantó victorioso sobre la muerte. Sólo hasta entonces hemos conocido el amor que Dios nos tiene, pues, siendo pecadores, nos envió a su propio Hijo para que, quienes creamos en Él, en Él obtengamos la reconciliación que nos salva. Pero no basta reconocer con la mente que Jesús es nuestro Dios y Salvador. Es necesario tomar nuestra cruz de cada día e ir tras sus huellas. El Señor quiere hacernos partícipes de la Gloria que, como a Hijo unigénito, le pertenece. Pero no podemos quedarnos sentados gozando egoístamente la Salvación que de Dios hemos recibido. El Señor nos ha enviado a proclamar la Buena Nueva de salvación a todos los pueblos; y para eso es necesario hacer nuestras las angustias, tristezas, miserias, pobrezas y pecados de los demás para esforzarnos, con la Fuerza del Espíritu Santo que habita en nosotros, en trabajar para que el Reino de Dios vaya haciendo de nuestro mundo un mundo más libre de todas esas esclavitudes, y, por tanto, un verdadero inicio del Reino de Dios entre nosotros. Dios no nos llamó para la muerte, sino para la vida. Sabiendo que el salario del pecado es la muerte, Dios nos envió a su propio Hijo para rescatarnos del pecado y de la muerte. En esto se ha manifestado el gran amor que Dios nos tiene. Hoy nos reunimos para celebrar este misterio de su amor por nosotros. El Memorial de su Muerte y Resurrección nos recuerda que el Señor con su muerte nos perdonó nuestros pecados, y con su resurrección nos dio nueva vida. Participar de la Eucaristía nos debe llevar a aceptar, con gran amor, esta oferta de salvación que Dios nos hace. Quienes hemos venido a entrar en comunión de vida con el Señor no podremos volver a nuestras actividades diarias cargados de pecado, ni generando signos de muerte. Si el Espíritu de Dios está con nosotros, si su Vida es nuestra vida, seamos portadores de vida y trabajemos esforzadamente para que el amor de Dios llegue a todos y para que también en ellos se haga realidad el Plan de Salvación de Dios. En la vida nos encontramos con dos realidades bien definidas: El camino de la vida, por el que todos aspiramos; y el camino de la muerte, contra el que todos luchamos. Contemplamos nuestra realidad, tal vez con algunos, o con muchos lados oscuros a causa del egoísmo del ser humano. Contemplamos nuestro futuro realizado como un lugar de paz, de fraternidad, de luz nacida de un auténtico amor. Queremos encaminar hacia él nuestros pasos. Sin embargo, ante el deseo de paz y de felicidad, somos conscientes de que mentes guiadas por ansias de un mayor poder económico, han tratado de trastocar el auténtico anhelo de felicidad que anida en el corazón del hombre. Muchos han confundido, así, la felicidad con el poseer lo pasajero, y se han vuelto en compradores compulsivos de cosas que, finalmente les continúan dejando el corazón vacío. Jesucristo nos ha enseñado, no sólo con palabras, sino con su propio ejemplo, que el camino de la felicidad, el camino de la vida se encuentra en la capacidad de relacionarnos con los demás y de vivir fraternalmente unidos por el amor. Por eso hemos de aprender a ir tras las huellas de Cristo, cargando nuestra cruz de cada día. Quien vaya por un camino diferente al del amor que Cristo nos ha mostrado, en lugar de dar vida dará muerte; se convertirá en un destructor, a pesar de que ore al Señor, pues una oración sin compromiso con la realidad, es una oración inútil. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de vivir con amor la fe que en Él hemos depositado. Que nos fortalezca para que, guiados por su Espíritu, nuestros pasos se encaminen siempre por el camino del bien, de la verdad, del amor y de la paz (www.homiliacatolica.com). San Ignacio guiaba a san Francisco Javier con las palabras del texto de hoy: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mc 8,36). Así llegó a ser el patrón de las Misiones. Con la misma tónica, leemos el último canon del Código de Derecho Canónico (n. 1752): «(...) teniendo en cuenta la salvación de las almas, que ha de ser siempre la ley suprema de la Iglesia». San Agustín tiene la famosa lección: «Animam salvasti tuam predestinasti», que el adagio popular ha traducido así: «Quien la salvación de un alma procura, ya tiene la suya segura». La invitación es evidente. María, la Madre de la Divina Gracia, nos da la mano para avanzar en este camino (muchos textos están tomados de mercaba.org).
sábado, 12 de marzo de 2011
Padre pio pps._musicado
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miércoles, 9 de marzo de 2011
Miércoles de Ceniza: “ahora es tiempo favorable” para reconciliarnos con Dios: hemos de convertirnos en el corazón y aprovechar las armas para vencer

Miércoles de Ceniza: “ahora es tiempo favorable” para reconciliarnos con Dios: hemos de convertirnos en el corazón y aprovechar las armas para vencer al maligno y prepararnos para la Pascua: oración, ayuno y limosna
Lectura de la profecía de Joel 2, 12-18. «Ahora - oráculo del Señor convertíos a mí de todo corazón con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones y no las vestiduras; convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad; y se arrepiente de las amenazas.» Quizá se arrepienta y nos deje todavía su bendición, la ofrenda, la libación para el Señor, vuestro Dios. Tocad la trompeta en Sión, proclamad el ayuno, convocad la reunión. Congregad al pueblo, santificad la asamblea, reunid a los ancianos. Congregad a muchachos y niños de pecho. Salga el esposo de la alcoba, la esposa del tálamo. Entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes, ministros del Señor, y digan: -«Perdona, Señor, a tu pueblo; no entregues tu heredad al oprobio, no la dominen los gentiles; no se diga entre las naciones: ¿Dónde está su Dios? El Señor tenga celos por su tierra, y perdone a su pueblo.»
Salmo 50,3-4.5-6a.12-13.14 y 17. R. Misericordia, Señor: hemos pecado.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado.
Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza.
Segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios 5,20-6,2. Hermanos. Nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por nuestro medio. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios. Secundando su obra, os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios, porque él dice: «En tiempo favorable te escuché, en día de salvación vine en tu ayuda»; pues mirad, ahora es tiempo favorable, ahora es día de salvación.
Texto del Evangelio (Mt 6,1-6.16-18): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
»Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres vean que ayunan; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará».
Comentario: Inicio de la Cuaresma, camino hacia la Pascua. Ambientación que el domingo próximo se pone de manifiesto y que está ya presentes desde hoy: el color morado, la ausencia de las flores y del aleluya, el repertorio propio de cantos... Al comienzo de la celebración se omite el acto penitencial: se reza o canta, por tanto, el Señor ten piedad, sin intenciones. Y cosas que si siempre son importantes, lo son más todavía cuando se inicia un tiempo con significado más intenso: proclamar de un modo más expresivo y cuidado las lecturas del día, cantar el salmo responsorial, al menos su antífona entre las varias estrofas, y hacer una breve homilía, ayudando a entrar en el clima de la Cuaresma. La Plegaria puede ser una de las de Reconciliación.
El gesto simbólico propio de este día es la sobriedad de la ceniza, que comunica su mensaje de humildad y de conversión. El sacerdote se impone primero él mismo la ceniza en la cabeza -o se la impone el diácono u otro concelebrante, si lo hay- porque también él, hombre débil, necesita convertirse a la Pascua del Señor. Luego la impone sobre la cabeza de los fieles, tal vez en forma de una pequeña señal de la cruz. Si parece más fácil, se podría imponer en la frente, por ejemplo a las religiosas con velo. Es bueno que vaya diciendo en voz clara las dos fórmulas alternativamente, de modo que cada fiel oiga la que se le dice a él y también la del anterior o la del siguiente. Una fórmula apunta a la conversión al Evangelio: «Convertíos y creed el Evangelio». Mientras que la otra alude a nuestra caducidad humana: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás». Las tres lecturas de hoy expresan con claridad el programa de conversión que Dios quiere de nosotros en la Cuaresma: convertíos y creed el Evangelio; convertíos a mí de todo corazón; misericordia, Señor, porque hemos pecado; dejaos reconciliar con Dios; Dios es compasivo y misericordioso... Cada uno de nosotros, y la comunidad, y la sociedad entera, necesita oír esta llamada urgente al cambio pascual, porque todos somos débiles y pecadores, y porque sin darnos cuenta vamos siendo vencidos por la dejadez y los criterios de este mundo, que no son precisamente los de Cristo (J. Aldazábal). “Señor, fortalécenos con tu auxilio al empezar la Cuaresma, para que nos mantengamos en espíritu de conversión; que la austeridad penitencial de estos días nos ayude en el combate cristiano contra las fuerzas del mal” (Colecta).
1. Jl 2,12-18. Cada año la Cuaresma debe ser como un toque de trompeta, la convocación de la comunidad cristiana, para que los que se sienten seguidores de Jesús y miembros vivos de la Iglesia emprendan un camino serio de conversión y renovación para celebrar la Pascua anual. Cada parroquia, cada comunidad ha de tener eso muy claro hoy. Decimos: ¡Adelante, emprendamos con ilusión, con pasión, el camino de los cuarenta días que son esfuerzo y lucha, milicia, para hacer, junto con Cristo y con su gracia renovadora, el paso, la Pascua, del hombre viejo al hombre nuevo!
Cuaresma es un programa, un camino, un esfuerzo y milicia para revisar y renovar nuestro ser cristianos, que consiste radicalmente en vivir la vida de Cristo ya desde ahora, mientras somos peregrinos y testimonios del Reino de Dios.
Por tradición sacramental, la Cuaresma es preparación inmediata de los catecúmenos a la iniciación cristiana en la Vigilia pascual y de los penitentes a la reconciliación, que les era concedida inmediatamente antes de la celebración de la Pascua. Esta doble línea debe ser mantenida y propuesta a los creyentes que de verdad quieren entrar en la preparación de la Pascua. Ésta nunca ha de ser considerada como un simple "aniversario" de la Pascua de Jesús, como un recuerdo, una fiesta conmemorativa. La liturgia siempre es actualización, vivencia, mediante los sacramentos que nos injertan en Cristo y nos renuevan esta inserción recibida en la iniciación: bautismo, confirmación y primera eucaristía; el sacramento de la penitencia, como segundo bautismo, nos restituye o renueva y perfecciona nuestro ser Cuerpo de Cristo, estropeado a menudo por el desgaste del pecado.
Si una parroquia o comunidad tiene catecúmenos que han de recibir la iniciación cristiana en las próximas fiestas pascuales, durante la Cuaresma debe acompañarlos, renovando ella misma los pasos del catecumenado: la profundización en la fe y en la conversión por la audición de la Palabra de Dios, por la plegaria, por la revisión de sus actitudes y comportamientos en el mundo.
Pero toda comunidad cristiana, en Cuaresma, es invitada a prepararse a renovar su iniciación (en la Vigilia pascual) y a seguir un camino de conversión para "hacer penitencia" de verdad, es decir, para convertirse de corazón a Dios y a los hermanos. Renovaremos las promesas bautismales en la Vigilia pascual, y debe ir precedido por un esfuerzo de clarificar qué es ser cristiano hoy en la doble vertiente de la renuncia (conversión) y de la fe, y también por una "programación penitencial", en la que puede ser bueno acudir al sacramento de la reconciliación (Pere Llabrés).
Impresionado el auditorio por la descripción que hiciera el profeta de la plaga y su proyección escatológica, Joel cree llegado el momento de insistir en su llamamiento a la penitencia y a la conversión. A ninguna culpabilidad concreta alude. Pero ¿quien estará limpio a los ojos de Dios? En auténtica línea tradicional y profética, el gran promulgador de la solemne liturgia penitencial descubre el verdadero sentido de la misma: la conversión del corazón a través "del ayuno, llanto y luto". Lo que hay que rasgar son "los corazones y las vestiduras", por este orden. Nada nuevo añadirá el Nuevo Testamento a esta concepción de la penitencia. Jesús se hará eco de Joel cuando diga a sus discípulos: "Cuando ayunéis..." (Mt 6, 16ss).
Dos palabras entran en juego en esta verdadera penitencia. El clásico imperativo "sub" = conversión, vuelta a Dios, ya que al pecado se le considera un alejamiento hasta el destierro y "de todo corazón", ya que esta vuelta no puede ser ocasional, interesada y menos aún ficticia. "De corazón" es lo que nosotros llamamos un firme y sincero propósito de la enmienda.
Joel es un profeta del que no se sabe prácticamente nada. Pero por lo que se deduce de su breve librito, parece que proclamó su profecía después del exilio, cuando la vida en Jerusalén y Judá está ya restaurada y el país vive tranquilo en situación de provincia autónoma del imperio persa. Pero en aquel momento tranquilo, sobreviene lo inesperado: una plaga de langostas y otros animales amenaza con destruirlo todo. Y el miedo a perderlo todo se apodera del pueblo, y nadie sabe qué hacer. Los sacerdotes son incapaces de convocar a la oración ante el Señor. Y un hombre, de nombre Joel, se siente empujado a remover al pueblo e invitarlo a ponerse ante Dios pidiendo su ayuda. Ayuda y perdón, porque es la época en que aún se ve todo mal y toda catástrofe como una consecuencia del pecado. Joel quiere que todo el pueblo se mueva, empezando por los sacerdotes. Quiere que se hagan signos públicos y rituales de petición de perdón, y quiere, sobre todo, que se rompa la pasiva tranquilidad del pueblo para renovar la fidelidad al Señor. Y quiere que se utilice ante Dios el gran argumento: si el pueblo cae en la miseria, se perderá la libertad (la gente tendrá que venderse como esclavos a los persas para poder comer) y Dios mismo quedará en ridículo ante "los gentiles" (J. Lligadas).
Invitación a la penitencia. Judá ha de sacar una lección de la plaga de langostas. Debe reconocer la necesidad de volver a Yahvé y a su templo para escapar del enemigo. Este retorno exige los actos de culto: el ayuno, el llanto y las lamentaciones formaban parte de la liturgia penitencial. Pero los actos rituales no bastan. Dios quiere que nos rasguemos el corazón más que los vestidos. Se trata de «volver» a Dios, no de quedarse en el mismo sitio cambiando sólo la postura externa.
La conversión de Judá atraerá la benevolencia divina, ya que la misericordia es uno de los atributos propios de Yahvé. Dios se ha comprometido voluntaria y perpetuamente, mediante un pacto, a procurar el bienestar del pueblo. Por eso es posible que el castigo sea, en último término, una bendición, palabra que incluye todo lo que el hombre puede desear, especialmente la vida y la abundancia de bienes. La conversión del pueblo no es simplemente la suma de las conversiones individuales, sino la de todos colectivamente: niños, jóvenes, ancianos, sacerdotes..., incluidos los recién casados, pese a que están dispensados de otras obligaciones (Dt 24,5). La respuesta divina no se hace esperar. A la vez, se amplía la perspectiva: las langostas pierden su significación propia e histórica y pasan a representar la tribulación del «día de Yahvé» escatológico. «El (pueblo) del norte» era, al parecer, una expresión técnica para designar al invasor apocaliptico. La mayoría de las invasiones de Palestina habían procedido del norte, y tal hecho histórico da origen a la frase. Pero aquí ha perdido el significado geográfico. En toda la perícopa se juega con la doble significación, histórica y simbólica, de la plaga. Cuando Judá se reconcilie con Dios no habrá obstáculo para que se manifieste su bendición. No faltará la lluvia en la siembra ni en primavera, época en que grana el trigo. La frase «porque os dará la lluvia tardía con regularidad» puede traducirse también: «os dará al maestro de justicia»; en este caso significaría que la lluvia enviada a su debido tiempo será el testimonio de la fidelidad de Dios. También puede entenderse como una alusión a una persona, futuro jefe espiritual del pueblo (J. Aragonés Llebaría).
Joel actúa probablemente después del retorno del exilio, cuando el país está ya restaurado y tranquilo. En aquella situación, no obstante, una plaga de langostas está a punto de destruirlo todo. Entonces, ante la pasividad de los sacerdotes y de los responsables del pueblo, surge este hombre del que no sabemos prácticamente nada y llama al pueblo a pedir auxilio a Dios. Una petición de ayuda que irá unida a una petición de perdón, porque aquella tragedia es interpretada como una consecuencia del pecado. Joel convoca a todo el mundo: los sacerdotes no pueden quedarse cruzados de brazos, los más débiles (ancianos y niños de pecho) también deben participar en el clamor, los esposos deben "salir de la alcoba y del tálamo". Todos se postrarán ante Dios y pedirán perdón.
El profeta quiere que se hagan signos públicos, rituales de arrepentimiento. Pero quiere sobre todo que se "rasguen los corazones" y renueven la voluntad de ser fieles al Señor. Y el gran argumento para conseguir la benevolencia divina será recordar que Dios mismo está ligado a su pueblo, de modo que si el pueblo cae en la miseria (lo que comportaría la muerte por hambre o el venderse como esclavos a los persas con el fin de poder comer) será Dios quien quedará desacreditado ante los demás pueblos. Los "celos" de Dios salvarán al pueblo.
2. El salmo 50 es el salmo penitencial por excelencia, atribuido a David como petición de perdón después de sus relaciones con Betsabé (2 S 12). Es petición de perdón, y es deseo de alabar a Dios por este perdón y por el corazón nuevo que Él es capaz de crear. Es el mismo Dios quien, a través del profeta, llama a su pueblo a la conversión. Ahora, en el pórtico de la Cuaresma, estas insistentes palabras son su invitación a no quedarnos meramente en la penitencia exterior, sino a cambiar en lo más profundo del corazón, de las actitudes, de la vida.
«Contra ti, contra ti solo pequé». Ese es mi dolor y mi vergüenza, Señor. Sé cómo ser bueno con los demás; soy una persona atenta y amable, y me precio de serlo; soy educado y servicial, me llevo bien con todos y soy fiel a mis amigos. No hago daño a nadie, no me gusta molestar o causar pena. Y, sin embargo, a ti, y a ti solo, sí que te he causado pena. He traicionado tu amistad y he herido tus sentimientos. «Contra ti, contra ti solo pequé».
Si les preguntas a mis amigos, a la gente que vive conmigo y trabaja a mis órdenes, si tienen algo contra mí, dirán que no, que soy una buena persona; y sí, tengo mis defectos (¿quién no los tiene?), pero en general soy fácil de tratar, no levanto la voz y soy incapaz de jugarle una mala pasada a nadie; soy persona seria y de fiar, y mis amigos saben que pueden confiar en mí en todo momento. Nadie tiene ninguna queja seria contra mí. Pero tú sí que la tienes, Señor. He faltado a tu ley, he desobedecido a tu voluntad, te he ofendido. He llegado a desconocer tu sangre y deshonrar tu muerte. Yo, que nunca le falto a nadie, te he faltado a ti. Esa es mi triste distinción. «Contra ti, contra ti solo pequé».
Fue pasión o fue orgullo, fue envidia o fue desprecio, fue avaricia o fue egoísmo...; en cualquier caso, era yo contra ti, porque era yo contra tu ley, tu voluntad y tu creación. He sido ingrato y he sido rebelde. He despreciado el amor de mi Padre y las órdenes de mi Creador. No tengo excusa ante ti, Señor.
«Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces. En la sentencia tendrás razón, en el tribunal me condenarás justamente». Condena justa que acepto, ya que no puedo negar la acusación ni rechazar la sentencia. «En la culpa nací; pecador me concibió mi madre: Yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado». Confieso mi pecado y, yendo más adentro, me confieso pecador. Lo soy por nacimiento, por naturaleza, por definición. Me cuesta decirlo, pero el hecho es que yo, tal y como soy en este momento, alma y cuerpo y mente y corazón, me sé y me reconozco pecador ante ti y ante mi conciencia. Hago el mal que no quiero, y dejo de hacer el bien que quiero. He sido concebido en pecado y llevo el peso de mi culpa a lo largo de la cuesta de mi existencia.
Pero, si soy pecador, tú eres Padre. Tú perdonas y olvidas y aceptas. A ti vengo con fe y confianza, sabiendo que nunca rechazas a tus hijos cuando vuelven a ti con dolor en el corazón.
«Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Rocíame con el hisopo y quedaré limpio; lávame y quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa».
Hazme sentirme limpio. Hazme sentirme perdonado, aceptado, querido. Si mi pecado ha sido contra ti, mi reconciliación ha de venir de ti. Dame tu paz, tu pureza y tu firmeza. Dame tu Espíritu.
«Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu; devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso».
Dame la alegría de tu perdón para que yo pueda hablarles a otros de ti y de tu misericordia y de tu bondad. «Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». Que mi caída sea ocasión para que me levante con más fuerza; que mi alejamiento de ti me lleve a acercarme más a ti. Me conozco ahora mejor a mí mismo, ya que conozco mi debilidad y mi miseria; y te conozco a ti mejor en la experiencia de tu perdón y de tu amor. Quiero contarles a otros la amargura de mi pecado y la bendición de tu perdón. Quiero proclamar ante todo el mundo la grandeza de tu misericordia. «Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti».
Que la dolorosa experiencia del pecado nos haga bien a todos los pecadores, Señor, a tu Iglesia entera, formada por seres sinceros que quieren acercarse a unos y a otros, y a ti en todos, y que encuentran el negro obstáculo de la presencia del pecado sobre la tierra. Bendice a tu Pueblo, Señor.
«Señor, por tu bondad, favorece a Sión; reconstruye las murallas de Jerusalén» (Carlos G. Vallés).
Pues yo reconozco mi culpa (Sal 50). / He pecado, Señor, pero el problema / es que no me avergüenzo ni lo siento; / más bien estoy tranquilo en mi aposento / y no hay ningún Natán que me estremezca.
No veo la maldad de mi pecado, / ni entiendo yo por qué ha de estar prohibido: / Es que a nadie he robado u ofendido / y todo me parece exagerado.
Necesito que me cures mi ceguera / y que pongas delante de mis ojos / un espejo penetrante y luminoso / y vea la raíz de mis miserias.
Ojos nuevos, Señor, es lo que pido / y fuego que penetre en mis entrañas, / y la roña esclerótica del alma / se funda en corazón recién nacido.
Un corazón de niño, delicado, / un espíritu firme y generoso, / que cante tu alabanza jubiloso / y diga convencido: «yo he pecado».
Corazón nuevo, puro, santo y sano, / de espíritu de amor colmado, amable, / que sepa comprender al miserable / y viva en el amor de los hermanos.
Ahí se ven también las raíces profundas del mal. La sicología moderna ha puesto en evidencia hasta qué punto el hombre está marcado por determinismos que provienen de condicionamientos corporales, de influencias sociales, de hábitos fundados en reflejos profundos. El salmista, se sentía aplastado por el peso de los determinismos: consciente del mal que había hecho, se sentía incapaz de realizar la reparación tan deseada. Por esto pide la intervención de Dios... Descubre que la raíz del pecado antes que en la culpabilidad personal, está en la misma condición humana: "soy malo desde que nací; soy pecador desde el seno de mi madre". Pero esto no es fatalismo. "Sí, reconozco mi pecado... Lo que es malo lo he hecho..." Se trata de un hombre responsable, que no quiere de ninguna forma justificarse; no hay peor enemigo de la dignidad humana que una cierta actitud de autojustificación. Esto es a menudo una dimisión. ¡Haz, Señor, que veamos claro! Ayúdanos a tomar conciencia del mal que hacemos: las agresividades inconscientes, los reflejos dominantes, los egoísmos camuflados, las cobardías ocultas.
La verdadera noción del perdón. El perdón también tiene que ver con el amor. "Por tu amor, oh Dios, ten compasión de mí; por tu gran ternura, borra mi pecado". André Frossard escribió a este propósito: "Nuestra religión, nuestro Dios, es el de las repeticiones magníficas: nos ha sido dado el poder de renacer". El salmista abunda en palabras para hablar de esta "renovación". Habla inclusive de una "nueva creación". El perdón no es solamente un olvido del pasado, una despercudida, sino el surgimiento de un "nuevo ser": misterio conmovedor, repetido mil veces en la Biblia. Nada de morboso, o de obsesivo, en el pecado según Dios. Culmina de hecho en una alegría indecible, en acción de gracias.
La solidaridad colectiva. El pecado es una realidad eminentemente personal. Sin embargo, la Biblia habla constantemente de las repercusiones que tiene más allá de quien lo comete: es lo que la sociología moderna llama la "responsabilidad colectiva". Sin llegar a afirmar, como lo sugiere el título de una célebre película que "somos todos asesinos", hay que reconocer que nos impregnamos del medio que nos rodea, y que contribuimos de una u otra forma a hacer la vida difícil a los demás. Cada uno de nuestros pecados "pesa" sobre nuestros hermanos. Cada toma de conciencia, cada esfuerzo de conversión contribuye a mejorar el clima en el cual viven los demás. El pecador que habla en este salmo 50 estaba convencido de que su pecado, y su arrepentimiento "interesaban" a los demás. Al convertirse, se compromete a ayudar a sus hermanos: "a los malvados enseñaré tus caminos, y los pecadores volverán a Ti". Es más, asocia a la reconstrucción de su ser personal, la reconstrucción de la ciudad: "favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén". La Iglesia de hoy da este sentido comunitario al sacramento de reconciliación. El adagio: "toda alma que se eleva, eleva al mundo", encierra una profunda verdad. Recitar el "Miserere", pedir perdón por nuestras faltas, no es solamente un acto individual, es también comprometerse en "la historia de la salvación" con Jesucristo salvador. Sólo tenemos "una alma que salvar", decía la canción y Peguy: "¡no hay que llegar solos al cielo!" (Noel Quesson).
3. 2 Co 5,20-6,2. Al decir Pablo que "Cristo murió por todos", imagina rápidamente una objeción: ¿no mueren ya de suyo todos los hombres? ¿Como se entiende que la muerte de Cristo tenga ese carácter vicario y supletorio? Pablo contesta diciendo que Cristo, al morir por todos ha hecho posible que la vida humana supere el narcisismo moral en el que estaba encerrada, y pueda ya proyectarse a un polo extrínseco de atracción vital: "aquel que por ellos murió y resucitó". Como siempre en Pablo, la muerte de Cristo encuentra la eficacia en su apertura real a la resurrección.
La "valoración del hombre" desde la perspectiva cristiana no puede, pues, hacerse ya a base de la mera "existencia carnal", o sea de la condición mortal y humana sin esperanza de resurrección. Al mismo Cristo no se le puede valorar únicamente como un héroe sublime que dio generosamente su vida por una causa grande, sino como el vencedor pionero de la muerte: "Si Cristo no hubiera resucitado, nuestra fe estaría vacía" (1 Cor 15,14).
Por consiguiente, la mística cristiana es una mística de lo nuevo: "Si alguno está en Cristo, nueva criatura es". Por eso, la muerte de Cristo se considera como una "reconciliación". La raíz de la palabra griega "reconciliación" corresponde en castellano a "creación de lo otro". "Reconciliarse", pues, no es simplemente poner un paréntesis sobre una época desgraciada de la vida y volver al punto cero; no es hacer borrón y cuenta nueva como si nada hubiera pasado.
Por el contrario, la reconciliación reconoce la posibilidad y la probabilidad del mal cometido, que ha sido causa de la separación, pero implica la creación de una situación totalmente nueva, donde los hombres empiecen a caminar más allá de su propia carga histórica.
Así se explica que todos los pasajes neotestamentarios referentes a la reconciliación afirmen con una fuerza insoslayable: ahora todo ha cambiado. Dios, con su soberana intervención, ha transformado la situación del mundo.
Indudablemente, la creación no ha tomado todavía su nueva forma; esto sucederá el último día; pero desde ahora, como a la salida del sol, todos los seres se iluminan con la irrupción de la luz. La cruz ha sido como una sentencia de muerte que implica la terminación del pasado e inaugura lo completamente "otro": "Para el que está en Cristo aparece una creación nueva; se destruyen las cosas viejas, todas las cosas se renuevan".
Este itinerario de la reconciliación -de búsqueda de lo otro- es ciertamente peligroso; obliga a la Iglesia a salir de su reserva espiritual y a mancharse con la "gente". Pero la Iglesia no ha de ser menos que Cristo, "que no conociendo pecado, Dios lo hizo pecado para que en él llegáramos nosotros a ser justicia de Dios". Hay, pues, que "empecatarse", que correr el riesgo de la pérdida del puritanismo, para conquistar paradójicamente la única pureza cristiana: la salida de lo viejo y el caminar hacia lo nuevo, hacia lo otro, hasta llegar hasta la situación radicalmente "otra": la resurrección (edic. Marova).
4. Los temas del Evangelio son 3: a) la apertura a los demás: con la obra clásica cuaresmal de la limosna, que es ante todo caridad, comprensión, amabilidad, perdón, aunque también limosna a los más necesitados de cerca o de lejos, b) la apertura a Dios, que es escucha de la Palabra, oración personal y familiar, participación más activa y frecuente en la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación, c) y el ayuno, que es autocontrol, búsqueda de un equilibrio en nuestra escala de valores, renuncia a cosas superfluas, sobre todo si su fruto redunda en ayuda a los más necesitados. Las tres direcciones, que son como el resumen de la vida y la enseñanza de Cristo, nos ayudan a reorientar nuestra vida en clave pascual (J. Aldazábal). La oración, ayuno y limosna constituyen los ejes de la Cuaresma, que unen a modo de cruz la tendencia hacia arriba, la verticalidad de la adoración, a la horizontalidad de la fraternidad, y ambas se necesitan mutuamente, como queda reflejado en el precepto del amor en sus dos vertientes de amor a Dios y a los demás. Veremos cómo están en relación con las tres tentaciones que el demonio presenta a Jesús y que leeremos el próximo domingo, que engloba todas las tentaciones, como estos tres medios de santidad engloba el antídoto para toda tentación, cada uno de los medios para cada una de las tentaciones (la oración para los bienes placenteros, el ayuno para la soberbia, la caridad para el afán de tener). También en otro momento veremos que la caridad, reducida a “propina”, sin Dios “deja de ser un acto fraternal y se reduce a un gesto tranquilizador que no cambia la mirada sobre el hermano ni hace sentir la caridad de prestarle la atención que se merece. El ayuno, por otra parte, queda limitado al cumplimiento formal, que ya no recuerda en ningún momento la necesidad de moderar nuestro consumismo compulsivo ni la necesidad que tenemos de ser curados de la “bulimia espiritual”. Finalmente, la oración —reducida a estéril monólogo— no llega a ser auténtica apertura espiritual, coloquio íntimo con el Padre y escucha atenta del Evangelio del Hijo.
La religión de los hipócritas es una religión triste, legalista, moralista, de una gran estrechez de espíritu. Por el contrario, la Cuaresma cristiana es la invitación que cada año nos hace la Iglesia a una profundización interior, a una conversión exigente, a una penitencia humilde, para que dando los frutos pertinentes que el Señor espera de nosotros, vivamos con la máxima plenitud de alegría y el gozo espiritual de la Pascua” (Manuel Valls).
Benedicto XVI hablaba de la caridad, oración y ayuno, como armas espirituales para combatir el mal: “Mientras que el profeta Joel hablaba del futuro día del Señor como de un día de juicio terrible, san Pablo, refiriéndose a la palabra del profeta Isaías, habla de "momento favorable", de "día de la salvación". El futuro día del Señor se ha convertido en el "hoy". El día terrible se ha transformado en la cruz y en la resurrección de Cristo, en el día de la salvación. Y hoy es ese día, como hemos escuchado en la aclamación antes del Evangelio: "Escuchad hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón". La invitación a la conversión, a la penitencia, resuena hoy con toda su fuerza, para que su eco nos acompañe en todos los momentos de nuestra vida.
De este modo, la liturgia del miércoles de Ceniza indica que la conversión del corazón a Dios es la dimensión fundamental del tiempo cuaresmal. Esta es la sugestiva enseñanza que nos brinda el tradicional rito de la imposición de la ceniza, que dentro de poco renovaremos. Este rito reviste un doble significado: el primero alude al cambio interior, a la conversión y la penitencia; el segundo, a la precariedad de la condición humana, como se puede deducir fácilmente de las dos fórmulas que acompañan el gesto”.
En la antigua liturgia romana, a través de las estaciones cuaresmales se había elaborado una “geografía” de la fe, partiendo de la idea de que, con la llegada de los apóstoles san Pedro y san Pablo y con la destrucción del templo, Jerusalén se había trasladado a Roma. La Roma cristiana se entendía como una reconstrucción de Jerusalén. Las tradiciones no han de ser un simple recuerdo del pasado, ni una anticipación vacía del futuro; al contrario, han de ayudar a vivir el presente. Concretamente, esta idea mueve a considerar cómo la Jerusalén quedó unida en cierto modo a Roma en la Tradición, y que el camino cuaresmal es hacia la gloria de la Jerusalén celestial, donde habita Dios.
“Queridos hermanos y hermanas, tenemos cuarenta días para profundizar en esta extraordinaria experiencia ascética y espiritual. En el pasaje evangélico que se ha proclamado Jesús indica cuáles son los instrumentos útiles para realizar la auténtica renovación interior y comunitaria: las obras de caridad (limosna), la oración y la penitencia (el ayuno). Son las tres prácticas fundamentales, también propias de la tradición judía, porque contribuyen a purificar al hombre ante Dios (cf. Mt 6, 1-6. 16-18). Esos gestos exteriores, que se deben realizar para agradar a Dios y no para lograr la aprobación y el consenso de los hombres, son gratos a Dios si expresan la disposición del corazón para servirle sólo a él, con sencillez y generosidad. Nos lo recuerda uno de los Prefacios cuaresmales, en el que, a propósito del ayuno, leemos esta singular afirmación: "ieiunio... mentem elevas", "con el ayuno..., elevas nuestro espíritu" (Prefacio IV de Cuaresma).
Ciertamente, el ayuno al que la Iglesia nos invita en este tiempo fuerte no brota de motivaciones de orden físico o estético, sino de la necesidad de purificación interior que tiene el hombre, para desintoxicarse de la contaminación del pecado y del mal; para formarse en las saludables renuncias que libran al creyente de la esclavitud de su propio yo; y para estar más atento y disponible a la escucha de Dios y al servicio de los hermanos. Por esta razón, la tradición cristiana considera el ayuno y las demás prácticas cuaresmales como "armas" espirituales para luchar contra el mal, contra las malas pasiones y los vicios.
Al respecto, me complace volver a escuchar, juntamente con vosotros, un breve comentario de san Juan Crisóstomo: "Del mismo modo que, al final del invierno —escribe—, cuando vuelve la primavera, el navegante arrastra hasta el mar su nave, el soldado limpia sus armas y entrena su caballo para el combate, el agricultor afila la hoz, el peregrino fortalecido se dispone al largo viaje y el atleta se despoja de sus vestiduras y se prepara para la competición; así también nosotros, al inicio de este ayuno, casi al volver una primavera espiritual, limpiamos las armas como los soldados; afilamos la hoz como los agricultores; como los marineros disponemos la nave de nuestro espíritu para afrontar las olas de las pasiones absurdas; como peregrinos reanudamos el viaje hacia el cielo; y como atletas nos preparamos para la competición despojándonos de todo"”. Llucià Pou Sabaté, con textos tomados de mercaba.org
Martes de la 9ª semana. El justo «no se abatió ni se rebeló contra Dios por la ceguera», su fe hace que «no temerá las malas noticias, su corazón está
Martes de la 9ª semana. El justo «no se abatió ni se rebeló contra Dios por la ceguera», su fe hace que «no temerá las malas noticias, su corazón está firme en el Señor», como Jesús: «Tú no te fijas en apariencias, sino que enseñas el camino de Dios sinceramente», ¡enséñanos a ser como tú!
Tobías 2,9-14 9 Aquella misma noche, después de bañarme, salí al patio y me recosté contra la tapia, con el rostro cubierto a causa del calor. 10 Ignoraba yo que arriba, en el muro, hubiera gorriones; me cayó excremento caliente sobre los ojos y me salieron manchas blancas. Fui a los médicos, para que me curasen; pero cuantos más remedios me aplicaban, menos veía a causa de las manchas, hasta que me quedé completamente ciego. Cuatro años estuve sin ver. Todos mis hermanos estaban afligidos; Ajikar, por su parte, proveyó a mi sustento durante dos años, hasta que se trasladó a Elimaida. 11 En aquellas circunstancias, mi mujer Ana, tuvo que trabajar a sueldo en labores femeninas; hilaba lana y hacía tejidos 12 que entregaba a sus señores, cobrando un sueldo; el siete del mes de Dystros acabó un tejido y se lo entregó a los dueños, que le dieron todo su jornal y le añadieron un cabrito para una comida. 13 Cuando entró ella en casa, el cabrito empezó a balar; yo, entonces, llamé a mi mujer y le dije: «¿De dónde ha salido ese cabrito? ¿Es que ha sido robado? Devuélvelo a sus dueños, porque no podemos comer cosa robada.» 14 Ella me dijo: «Es un regalo que me han añadido a mi sueldo.» Pero yo no la creí; ordené que lo devolviera a los dueños y me irrité contra ella por este asunto. Entonces ella me replicó: «¿Dónde están tus limosnas y tus buenas obras? ¡Ahora se ve todo bien claro!»
Salmo 112,1-2,7-9 1 ¡Aleluya! ¡Dichoso el hombre que teme a Yahveh, que en sus mandamientos mucho se complace! 2 Fuerte será en la tierra su estirpe, bendita la raza de los hombres rectos. 7 no tiene que temer noticias malas, firme es su corazón, en Yahveh confiado. 8 Seguro está su corazón, no teme: al fin desafiará a sus adversarios. 9 Con largueza da a los pobres; su justicia por siempre permanece, su frente se levanta con honor.
Marcos 12,13-17 13 Y envían donde él algunos fariseos y herodianos, para cazarle en alguna palabra. 14 Vienen y le dicen: «Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios: ¿Es lícito pagar tributo al César o no? ¿Pagamos o dejamos de pagar?» 15 Mas él, dándose cuenta de su hipocresía, les dijo: «¿Por qué me tentáis? Traedme un denario, que lo vea.» 16 Se lo trajeron y les dice: «¿De quién es esta imagen y la inscripción?» Ellos le dijeron: «Del César.» 17 Jesús les dijo: «Lo del César, devolvédselo al César, y lo de Dios, a Dios.» Y se maravillaban de él.
Comentario: 1.- Tb 2,10-23: -Un día Tobías, fatigado después de su trabajo, volvió a su casa, se recostó contra una tapia y se durmió. Mientras dormía, del nido de unas golondrinas cayó excremento caliente sobre sus ojos y quedó ciego. Empecemos por admirar el arte del narrador. Es una escena tan precisa y tan viva que se recuerda toda la vida aunque se haya oído contar una sola vez. Primera lección: los justos no son artificialmente preservados de la desgracia. Dios no interviene constantemente en las leyes del universo para hacer excepciones. El azar de ese grotesco accidente sugiere, sin necesidad de largos razonamientos, que no hay que hacer a Dios responsable de muchas «pruebas» que nos llegan como ésta por la conjunción de unas circunstancias ordinarias y ridículas.
Segunda lección: nuestra fidelidad a Dios se pone a prueba en los acontecimientos más banales. Más frecuente que las grandes catástrofes cósmicas anunciadas por los apocalipsis, son las adversidades corrientes, que por desgracia provienen simplemente de la condición humana. "Excremento caliente que cae en los ojos". A menudo es conveniente desdramatizar, con algo de humor, si es posible, muchas de las cosas que nos suceden y que son ¡de ese tipo! La mayor parte de las veces el Reino de Dios se hallará en hechos en apariencia minúsculos... que podían no haber sucedido. Humildad. Realismo. Aceptación profunda de nuestra contingencia de criaturas limitadas.
-Pero Dios permitió esa prueba para dar a la posteridad el ejemplo de su paciencia. Tercera lección: el mal puede a veces resultar un bien. El autor afirma que, aunque Dios no haya querido ese accidente estúpido... lo ha "permitido" para que creciera el mérito de Tobías. Cuando se cree en Dios, es evidente que se cree que Dios no puede querer el mal: el que ama, sólo quiere el bien para los que ama... Ahora bien, Dios es Amor absoluto, el Padre por excelencia. Sin embargo, el mal que existe en el mundo parece ir en contra de esa convicción. ¡El mal cuestiona a Dios! Y es natural que nuestra primera reacción sea rebelarnos. Pero se trata de hallar en nuestra fe la certeza de que Dios lo «permite» tan sólo para que resulte un mayor bien. Esto es lo que Tobías vivió. Ayúdanos, Señor, a ver el bien que Tú quieres sacar de esas pruebas que nos llegan, sea por el juego de las leyes naturales, sea por culpa de algunos hombres, sea por nuestra propia culpa. Todo el tema de la Redención está ya ahí: ¡la cruz que se transforma en resurrección, la muerte que es vencida por la vida!
-Tobías fue siempre temeroso de Dios, por lo mismo no le reprochó la ceguera de que estaba afectado, sino que perseveró inquebrantablemente en el temor de Dios, glorificándole todos los días de su vida. Sentimos que surge aquí el relato edificante. ¡Es casi demasiado hermoso! A menudo nos resulta difícil aceptar la prueba. Pero, finalmente, ¿no es la fidelidad nuestra mejor actitud, como creyentes? Ayúdanos, Señor, a conservar la esperanza en la noche, cuando ya nada vemos. Cuando la «ceguera» cae sobre nuestros ojos de carne, refuerza en nosotros, Señor, esa luz interior que iluminaba la vida de Tobías.
-Ana, su mujer, iba cada día al taller de hilados y tejidos y traía a casa el sueldo ganado por su trabajo. Un día recibió además un cabrito. Tobías oyó balar al animal y dijo a su mujer: "Cuida que no sea producto de un robo; devuélvelo a los amos". Su fidelidad no es tan sólo meritoria respecto a Dios, sino que tiene la misma delicadeza de conciencia respecto a los hombres.
-Furiosa, su mujer le injurió. No hay peor prueba que ese tipo de abandono (Noel Quesson).
2. El Salmo parece hablar también de Tobías padre, al que, a pesar de ser tan buena persona, le viene una prueba muy dura. Por un accidente tonto queda ciego. Como dice el texto, «Dios permitió esta desgracia para que como Job diera ejemplo de paciencia». Y a fe que es ejemplar la reacción del buen hombre, que sigue dando gracias a Dios, a pesar de que sus parientes se burlan de él y de que su mujer, Ana, también pierde la paciencia y tiene un pronto un poco duro con su marido (que a su vez tampoco fue muy oportuno en su pregunta sobre el cabrito). El paralelismo de Tobías con Job es subrayado claramente por el libro, por la reacción de ambos ante las desgracias que les suceden.
¿Cómo reaccionamos nosotros ante las pruebas que nos depara la vida? Hay temporadas en que parece que se acumulan las malas noticias y no tenemos suerte en nada: salud, vida familiar, trabajo. ¿Nos rebelamos ante Dios?, ¿o hacemos como Tobías y seguimos confiando en él día tras día? Un cristiano creyente no se muestra agradecido a Dios sólo cuando todo le va bien, sino también cuando le acontece alguna desgracia. No sólo cuando el ambiente le ayuda, sino también cuando los comentarios de los demás son irónicos u hostiles. Un buen cristiano no pierde el humor ni la esperanza por nada. Deja siempre abierta la puerta a la confianza en Dios. Además, podemos también reflexionar sobre cómo reaccionamos ante una persona cercana a nosotros a quien le pasan estas desgracias: ¿contribuimos con nuestra palabra amable a devolverle la esperanza, o nuestros comentarios todavía le hunden más? (J. Aldazábal).
3.- Mc 12,13-17 (ver domingo 29A). Una comisión de fariseos y partidarios de Herodes viene a Jesús, no para saber, sino para tenderle una trampa. Aunque la apariencia sea de preguntar con sinceridad: «Sabemos que enseñas el camino de Dios sinceramente». El asunto de los impuestos pagados a Roma era espinoso, porque venían a ser como el símbolo y el recordatorio de la potencia ocupante: si decía que había que pagarlos, se enemistaba con el pueblo; si decía que no, podían acusarle de revolucionario. Jesús respondió saliendo con elegancia por la tangente. A veces, ante preguntas de economía o política, o cuando veía que la pregunta no era sincera, prefería no contestar o lo hacía a su vez con otras preguntas. Aquí ni afirma ni niega lo de los tributos, sino que les da una lección sobre la relación entre lo político y lo religioso: «Dad al César lo del César y a Dios lo de Dios».
Es bueno distinguir los planos. Los judíos tenían la tendencia a confundir lo político con lo religioso. En el AT, por la estructura de la monarquía, todo parecía conducir a esta confusión. La espera mesiánica -de la que Pedro y los otros discípulos son buenos ejemplares- identificaba también la salvación espiritual con la política o la económica, cosa que una y otra vez Jesús tuvo que corregir, llevándoles a la concepción mesiánica que él tenía. El César es autónomo: Cristo a su tiempo pagará el tributo por sí y por Pedro. La efigie del emperador romano en la moneda (en su tiempo, Tiberio) lo recuerda. Pero Dios es el que nos ofrece los valores fundamentales, los absolutos. Las personas hemos sido creadas «a imagen de Dios»: la efigie de Dios es más importante que la del emperador. Jesús no niega lo humano, «dad al César», pero lo relativiza, «dad a Dios». Las cosas humanas tienen su esfera, su legitimidad. Los problemas técnicos piden soluciones técnicas. Pero las cosas de Dios tienen también su esfera y es prioritaria. No es bueno identificar los dos niveles. Aunque tampoco haya que contraponerlos. No es bueno ni servirse de lo religioso para los intereses políticos, ni de lo político para los religiosos. No se trata de sacralizarlo todo en aras de la fe. Pero tampoco de olvidar los valores éticos y cristianos en aras de un supuesto progreso ajeno al plan de Dios. También nosotros podríamos caer en la trampa de la moneda, dando insensiblemente, contagiados por el mundo, más importancia de la debida a lo referente al bienestar material, por encima del espiritual. Un cristiano es, por una parte, ciudadano pleno, comprometido en los varios niveles de la vida económica, profesional y política. Pero es también un creyente, y en su escala de valores, sobre todo en casos de conflicto, da preeminencia a «las cosas de Dios» (J. Aldazábal).
El magisterio social de la Iglesia, antes y después de la «Gaudium et Spes» del concilio Vaticano II, nos ha ayudado en gran manera a relacionar equilibradamente estos dos niveles, el del César y el de Dios, de modo que el cristiano pueda realizar en sí mismo una síntesis madura entre ambos. Con su respuesta, Jesús no pone a Dios y al César en el mismo plano y mucho menos considera como independientes ambas realidades. Afirma la primacía de Dios (y por consiguiente la libertad de conciencia), pero la primacía de Dios y la libertad de conciencia no privan al estado de sus derechos. La frase de Jesús se puede acentuar de diversas formas. En un contexto religioso, en donde la afirmación de la primacía de Dios corre el riesgo de privar a la sociedad de su autonomía, el acento recae en "dad al César lo que es del César". Pero en una sociedad en donde la intromisión del estado se convierte en idolatría pública, el acento caerá en "dad a Dios lo que es de Dios", afirmando de este modo la libertad de conciencia y la repulsa decidida de todo tipo de idolatría política (Bruno Maggioni).
Este pasaje pertenece al relato de las "tentaciones" a que los escribas, fariseos y saduceos someten a Jesús. Los partidarios de Herodes lanzan el primer ataque, muy atentos a denunciar cualquier alusión hiriente al César. Creen, efectivamente, que Cristo pronunciará pronto alguna palabra en ese sentido, puesto que su pretensión de ser el Mesías no podrá tardar mucho en enfrentarse con el emperador. La pregunta es clásica en el mundo de los sabios encargados de interpretar la ley: "¿Está permitido...?" ¿Está permitido pagar el impuesto (considerado por los judíos como una obligación religiosa) al César, príncipe extranjero que no es de la raza de David y no tiene, por tanto, ningún derecho divino a reinar sobre el pueblo? Cristo responde con un argumento ad hominem: vosotros aceptáis la autoridad y los favores del imperio romano; aceptad también sus prescripciones y someteos a sus exigencias. No se pronuncia, pues, respecto a la legitimidad del poder; se limita a hacer constancia de que es aceptado y que, como tal, exige obediencia. Al actuar así, Jesús desacraliza el concepto de impuesto, que no es ya, como lo era para los judíos, un acto religioso en beneficio del templo y un reconocimiento de la teocracia, sino un acto profano regulado por el bien común.
De esta forma quedan los inquisidores reducidos a su sitio y al mismo tiempo confirmados en su celo prorromano. Por eso añade Cristo un inciso: "y dad a Dios lo que es de Dios". Es decir: actuad de forma que vuestra obediencia cívica no esté en contradicción con vuestros deberes para con Dios.
De donde se sigue una doble lección: la autoridad civil tiene derecho a la obediencia, sobre todo la de quienes se benefician de las ventajas que representa (Rom 13, 1-8; Tit 3, 1-3; 1 Pe 2 13-3, 17), pero esa obediencia no puede contradecir una obediencia superior: la que se debe a Dios.
La distinción que el Evangelio establece entre lo que es del César y lo que es de Dios no implica una contradicción intrínseca.
Realmente es algo que cae fuera de toda duda. El Reino de Dios no margina a los reinos terrestres asumidos por Dios en Jesucristo.
Querer dar a Dios lo que le es debido supone necesariamente también que se dé al César lo que le pertenece. El Reino de Dios no es de este mundo en el sentido de que no es uno más entre los reinos terrestres; pero está en el mundo, en el sentido de que es extensible a todos los reinos de acá abajo. No se podrá, por tanto, ser auténticamente cristiano al margen de las realidades de este mundo, y todo intento de marginación desemboca al final en un estilo de vida que es también marginal al verdadero Dios.
La Iglesia no tiene, pues, por qué reclamar un lugar a ella reservado, un lugar en donde establecerse, puesto que es el signo visible del mundo reconciliado con Dios. No puede tampoco aspirar a ejercer su imperio sobre el mundo profano y secularizado; porque no es precisamente transformando el mundo en cristiandad, sino enviándole sus miembros sin orden preestablecido como representará para él su salvación final en Jesucristo (Maertens-Frisque). Llucià Pou Sabaté, con textos de mercaba.org.
Tobías 2,9-14 9 Aquella misma noche, después de bañarme, salí al patio y me recosté contra la tapia, con el rostro cubierto a causa del calor. 10 Ignoraba yo que arriba, en el muro, hubiera gorriones; me cayó excremento caliente sobre los ojos y me salieron manchas blancas. Fui a los médicos, para que me curasen; pero cuantos más remedios me aplicaban, menos veía a causa de las manchas, hasta que me quedé completamente ciego. Cuatro años estuve sin ver. Todos mis hermanos estaban afligidos; Ajikar, por su parte, proveyó a mi sustento durante dos años, hasta que se trasladó a Elimaida. 11 En aquellas circunstancias, mi mujer Ana, tuvo que trabajar a sueldo en labores femeninas; hilaba lana y hacía tejidos 12 que entregaba a sus señores, cobrando un sueldo; el siete del mes de Dystros acabó un tejido y se lo entregó a los dueños, que le dieron todo su jornal y le añadieron un cabrito para una comida. 13 Cuando entró ella en casa, el cabrito empezó a balar; yo, entonces, llamé a mi mujer y le dije: «¿De dónde ha salido ese cabrito? ¿Es que ha sido robado? Devuélvelo a sus dueños, porque no podemos comer cosa robada.» 14 Ella me dijo: «Es un regalo que me han añadido a mi sueldo.» Pero yo no la creí; ordené que lo devolviera a los dueños y me irrité contra ella por este asunto. Entonces ella me replicó: «¿Dónde están tus limosnas y tus buenas obras? ¡Ahora se ve todo bien claro!»
Salmo 112,1-2,7-9 1 ¡Aleluya! ¡Dichoso el hombre que teme a Yahveh, que en sus mandamientos mucho se complace! 2 Fuerte será en la tierra su estirpe, bendita la raza de los hombres rectos. 7 no tiene que temer noticias malas, firme es su corazón, en Yahveh confiado. 8 Seguro está su corazón, no teme: al fin desafiará a sus adversarios. 9 Con largueza da a los pobres; su justicia por siempre permanece, su frente se levanta con honor.
Marcos 12,13-17 13 Y envían donde él algunos fariseos y herodianos, para cazarle en alguna palabra. 14 Vienen y le dicen: «Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios: ¿Es lícito pagar tributo al César o no? ¿Pagamos o dejamos de pagar?» 15 Mas él, dándose cuenta de su hipocresía, les dijo: «¿Por qué me tentáis? Traedme un denario, que lo vea.» 16 Se lo trajeron y les dice: «¿De quién es esta imagen y la inscripción?» Ellos le dijeron: «Del César.» 17 Jesús les dijo: «Lo del César, devolvédselo al César, y lo de Dios, a Dios.» Y se maravillaban de él.
Comentario: 1.- Tb 2,10-23: -Un día Tobías, fatigado después de su trabajo, volvió a su casa, se recostó contra una tapia y se durmió. Mientras dormía, del nido de unas golondrinas cayó excremento caliente sobre sus ojos y quedó ciego. Empecemos por admirar el arte del narrador. Es una escena tan precisa y tan viva que se recuerda toda la vida aunque se haya oído contar una sola vez. Primera lección: los justos no son artificialmente preservados de la desgracia. Dios no interviene constantemente en las leyes del universo para hacer excepciones. El azar de ese grotesco accidente sugiere, sin necesidad de largos razonamientos, que no hay que hacer a Dios responsable de muchas «pruebas» que nos llegan como ésta por la conjunción de unas circunstancias ordinarias y ridículas.
Segunda lección: nuestra fidelidad a Dios se pone a prueba en los acontecimientos más banales. Más frecuente que las grandes catástrofes cósmicas anunciadas por los apocalipsis, son las adversidades corrientes, que por desgracia provienen simplemente de la condición humana. "Excremento caliente que cae en los ojos". A menudo es conveniente desdramatizar, con algo de humor, si es posible, muchas de las cosas que nos suceden y que son ¡de ese tipo! La mayor parte de las veces el Reino de Dios se hallará en hechos en apariencia minúsculos... que podían no haber sucedido. Humildad. Realismo. Aceptación profunda de nuestra contingencia de criaturas limitadas.
-Pero Dios permitió esa prueba para dar a la posteridad el ejemplo de su paciencia. Tercera lección: el mal puede a veces resultar un bien. El autor afirma que, aunque Dios no haya querido ese accidente estúpido... lo ha "permitido" para que creciera el mérito de Tobías. Cuando se cree en Dios, es evidente que se cree que Dios no puede querer el mal: el que ama, sólo quiere el bien para los que ama... Ahora bien, Dios es Amor absoluto, el Padre por excelencia. Sin embargo, el mal que existe en el mundo parece ir en contra de esa convicción. ¡El mal cuestiona a Dios! Y es natural que nuestra primera reacción sea rebelarnos. Pero se trata de hallar en nuestra fe la certeza de que Dios lo «permite» tan sólo para que resulte un mayor bien. Esto es lo que Tobías vivió. Ayúdanos, Señor, a ver el bien que Tú quieres sacar de esas pruebas que nos llegan, sea por el juego de las leyes naturales, sea por culpa de algunos hombres, sea por nuestra propia culpa. Todo el tema de la Redención está ya ahí: ¡la cruz que se transforma en resurrección, la muerte que es vencida por la vida!
-Tobías fue siempre temeroso de Dios, por lo mismo no le reprochó la ceguera de que estaba afectado, sino que perseveró inquebrantablemente en el temor de Dios, glorificándole todos los días de su vida. Sentimos que surge aquí el relato edificante. ¡Es casi demasiado hermoso! A menudo nos resulta difícil aceptar la prueba. Pero, finalmente, ¿no es la fidelidad nuestra mejor actitud, como creyentes? Ayúdanos, Señor, a conservar la esperanza en la noche, cuando ya nada vemos. Cuando la «ceguera» cae sobre nuestros ojos de carne, refuerza en nosotros, Señor, esa luz interior que iluminaba la vida de Tobías.
-Ana, su mujer, iba cada día al taller de hilados y tejidos y traía a casa el sueldo ganado por su trabajo. Un día recibió además un cabrito. Tobías oyó balar al animal y dijo a su mujer: "Cuida que no sea producto de un robo; devuélvelo a los amos". Su fidelidad no es tan sólo meritoria respecto a Dios, sino que tiene la misma delicadeza de conciencia respecto a los hombres.
-Furiosa, su mujer le injurió. No hay peor prueba que ese tipo de abandono (Noel Quesson).
2. El Salmo parece hablar también de Tobías padre, al que, a pesar de ser tan buena persona, le viene una prueba muy dura. Por un accidente tonto queda ciego. Como dice el texto, «Dios permitió esta desgracia para que como Job diera ejemplo de paciencia». Y a fe que es ejemplar la reacción del buen hombre, que sigue dando gracias a Dios, a pesar de que sus parientes se burlan de él y de que su mujer, Ana, también pierde la paciencia y tiene un pronto un poco duro con su marido (que a su vez tampoco fue muy oportuno en su pregunta sobre el cabrito). El paralelismo de Tobías con Job es subrayado claramente por el libro, por la reacción de ambos ante las desgracias que les suceden.
¿Cómo reaccionamos nosotros ante las pruebas que nos depara la vida? Hay temporadas en que parece que se acumulan las malas noticias y no tenemos suerte en nada: salud, vida familiar, trabajo. ¿Nos rebelamos ante Dios?, ¿o hacemos como Tobías y seguimos confiando en él día tras día? Un cristiano creyente no se muestra agradecido a Dios sólo cuando todo le va bien, sino también cuando le acontece alguna desgracia. No sólo cuando el ambiente le ayuda, sino también cuando los comentarios de los demás son irónicos u hostiles. Un buen cristiano no pierde el humor ni la esperanza por nada. Deja siempre abierta la puerta a la confianza en Dios. Además, podemos también reflexionar sobre cómo reaccionamos ante una persona cercana a nosotros a quien le pasan estas desgracias: ¿contribuimos con nuestra palabra amable a devolverle la esperanza, o nuestros comentarios todavía le hunden más? (J. Aldazábal).
3.- Mc 12,13-17 (ver domingo 29A). Una comisión de fariseos y partidarios de Herodes viene a Jesús, no para saber, sino para tenderle una trampa. Aunque la apariencia sea de preguntar con sinceridad: «Sabemos que enseñas el camino de Dios sinceramente». El asunto de los impuestos pagados a Roma era espinoso, porque venían a ser como el símbolo y el recordatorio de la potencia ocupante: si decía que había que pagarlos, se enemistaba con el pueblo; si decía que no, podían acusarle de revolucionario. Jesús respondió saliendo con elegancia por la tangente. A veces, ante preguntas de economía o política, o cuando veía que la pregunta no era sincera, prefería no contestar o lo hacía a su vez con otras preguntas. Aquí ni afirma ni niega lo de los tributos, sino que les da una lección sobre la relación entre lo político y lo religioso: «Dad al César lo del César y a Dios lo de Dios».
Es bueno distinguir los planos. Los judíos tenían la tendencia a confundir lo político con lo religioso. En el AT, por la estructura de la monarquía, todo parecía conducir a esta confusión. La espera mesiánica -de la que Pedro y los otros discípulos son buenos ejemplares- identificaba también la salvación espiritual con la política o la económica, cosa que una y otra vez Jesús tuvo que corregir, llevándoles a la concepción mesiánica que él tenía. El César es autónomo: Cristo a su tiempo pagará el tributo por sí y por Pedro. La efigie del emperador romano en la moneda (en su tiempo, Tiberio) lo recuerda. Pero Dios es el que nos ofrece los valores fundamentales, los absolutos. Las personas hemos sido creadas «a imagen de Dios»: la efigie de Dios es más importante que la del emperador. Jesús no niega lo humano, «dad al César», pero lo relativiza, «dad a Dios». Las cosas humanas tienen su esfera, su legitimidad. Los problemas técnicos piden soluciones técnicas. Pero las cosas de Dios tienen también su esfera y es prioritaria. No es bueno identificar los dos niveles. Aunque tampoco haya que contraponerlos. No es bueno ni servirse de lo religioso para los intereses políticos, ni de lo político para los religiosos. No se trata de sacralizarlo todo en aras de la fe. Pero tampoco de olvidar los valores éticos y cristianos en aras de un supuesto progreso ajeno al plan de Dios. También nosotros podríamos caer en la trampa de la moneda, dando insensiblemente, contagiados por el mundo, más importancia de la debida a lo referente al bienestar material, por encima del espiritual. Un cristiano es, por una parte, ciudadano pleno, comprometido en los varios niveles de la vida económica, profesional y política. Pero es también un creyente, y en su escala de valores, sobre todo en casos de conflicto, da preeminencia a «las cosas de Dios» (J. Aldazábal).
El magisterio social de la Iglesia, antes y después de la «Gaudium et Spes» del concilio Vaticano II, nos ha ayudado en gran manera a relacionar equilibradamente estos dos niveles, el del César y el de Dios, de modo que el cristiano pueda realizar en sí mismo una síntesis madura entre ambos. Con su respuesta, Jesús no pone a Dios y al César en el mismo plano y mucho menos considera como independientes ambas realidades. Afirma la primacía de Dios (y por consiguiente la libertad de conciencia), pero la primacía de Dios y la libertad de conciencia no privan al estado de sus derechos. La frase de Jesús se puede acentuar de diversas formas. En un contexto religioso, en donde la afirmación de la primacía de Dios corre el riesgo de privar a la sociedad de su autonomía, el acento recae en "dad al César lo que es del César". Pero en una sociedad en donde la intromisión del estado se convierte en idolatría pública, el acento caerá en "dad a Dios lo que es de Dios", afirmando de este modo la libertad de conciencia y la repulsa decidida de todo tipo de idolatría política (Bruno Maggioni).
Este pasaje pertenece al relato de las "tentaciones" a que los escribas, fariseos y saduceos someten a Jesús. Los partidarios de Herodes lanzan el primer ataque, muy atentos a denunciar cualquier alusión hiriente al César. Creen, efectivamente, que Cristo pronunciará pronto alguna palabra en ese sentido, puesto que su pretensión de ser el Mesías no podrá tardar mucho en enfrentarse con el emperador. La pregunta es clásica en el mundo de los sabios encargados de interpretar la ley: "¿Está permitido...?" ¿Está permitido pagar el impuesto (considerado por los judíos como una obligación religiosa) al César, príncipe extranjero que no es de la raza de David y no tiene, por tanto, ningún derecho divino a reinar sobre el pueblo? Cristo responde con un argumento ad hominem: vosotros aceptáis la autoridad y los favores del imperio romano; aceptad también sus prescripciones y someteos a sus exigencias. No se pronuncia, pues, respecto a la legitimidad del poder; se limita a hacer constancia de que es aceptado y que, como tal, exige obediencia. Al actuar así, Jesús desacraliza el concepto de impuesto, que no es ya, como lo era para los judíos, un acto religioso en beneficio del templo y un reconocimiento de la teocracia, sino un acto profano regulado por el bien común.
De esta forma quedan los inquisidores reducidos a su sitio y al mismo tiempo confirmados en su celo prorromano. Por eso añade Cristo un inciso: "y dad a Dios lo que es de Dios". Es decir: actuad de forma que vuestra obediencia cívica no esté en contradicción con vuestros deberes para con Dios.
De donde se sigue una doble lección: la autoridad civil tiene derecho a la obediencia, sobre todo la de quienes se benefician de las ventajas que representa (Rom 13, 1-8; Tit 3, 1-3; 1 Pe 2 13-3, 17), pero esa obediencia no puede contradecir una obediencia superior: la que se debe a Dios.
La distinción que el Evangelio establece entre lo que es del César y lo que es de Dios no implica una contradicción intrínseca.
Realmente es algo que cae fuera de toda duda. El Reino de Dios no margina a los reinos terrestres asumidos por Dios en Jesucristo.
Querer dar a Dios lo que le es debido supone necesariamente también que se dé al César lo que le pertenece. El Reino de Dios no es de este mundo en el sentido de que no es uno más entre los reinos terrestres; pero está en el mundo, en el sentido de que es extensible a todos los reinos de acá abajo. No se podrá, por tanto, ser auténticamente cristiano al margen de las realidades de este mundo, y todo intento de marginación desemboca al final en un estilo de vida que es también marginal al verdadero Dios.
La Iglesia no tiene, pues, por qué reclamar un lugar a ella reservado, un lugar en donde establecerse, puesto que es el signo visible del mundo reconciliado con Dios. No puede tampoco aspirar a ejercer su imperio sobre el mundo profano y secularizado; porque no es precisamente transformando el mundo en cristiandad, sino enviándole sus miembros sin orden preestablecido como representará para él su salvación final en Jesucristo (Maertens-Frisque). Llucià Pou Sabaté, con textos de mercaba.org.
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