Navidad, 2 de Enero: Juan Bautista prepara con su bautismo la venida del Señor
(Santoral: Santos Basilio el Grande y Gregorio Nacianceno, obispos y doctores de la Iglesia)
Primera carta del apóstol san Juan 2,22-28. Queridos hermanos: ¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ése es el Anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo el que niega al Hijo tampoco posee al Padre. Quien confiesa al Hijo posee también al Padre. En cuanto a vosotros, lo que habéis oído desde el principio permanezca en vosotros. Si permanece en vosotros lo que habéis oído desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre; y ésta es la promesa que él mismo nos hizo: la vida eterna. Os he escrito esto respecto a los que tratan de engañaros. Y en cuanto a vosotros, la unción que de él habéis recibido permanece en vosotros, y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas y es verdadera y no rnentirosa según os enseñó, permanecéis en él. Y ahora, hijos, permaneced en él para que, cuando se manifieste, tengamos plena confianza y no quedemos avergonzados lejos de él en su venida.
Salmo 97,1.2ab.2cd.3ab.3cd.4. R. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.
El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia: se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad.
Texto del Evangelio (Jn 1,19-28): Éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron adonde estaba él desde Jerusalén sacerdotes y levitas a preguntarle: «¿Quién eres tú?». El confesó, y no negó; confesó: «Yo no soy el Cristo». Y le preguntaron: «¿Qué, pues? ¿Eres tú Elías?». El dijo: «No lo soy». «¿Eres tú el profeta?». Respondió: «No». Entonces le dijeron: «¿Quién eres, pues, para que demos respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?». Dijo él: «Yo soy voz del que clama en el desierto: Rectificad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías».
Los enviados eran fariseos. Y le preguntaron: «¿Por qué, pues, bautizas, si no eres tú el Cristo ni Elías ni el profeta?». Juan les respondió: «Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis, que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de su sandalia». Esto ocurrió en Betania, al otro lado del Jordán, donde estaba Juan bautizando.
Comentario: 1.- 1 Jn 2,22-28. Nos habla el Apóstol de no hacer un Cristo a nuestra imagen, sino de hacernos a Él, a su imagen, de reconocerlo, de confesarlo… "Todo el que niega al Hijo tampoco posee al Padre. Quien confiesa al Hijo posee también al Padre". Como cristianos somos esencialmente oyentes de la palabra de salvación, aceptadores del Hijo y escuchándole nos realizamos como hijos del Padre. No se nos va a pedir cuenta de nuestros conocimientos, sino de nuestra fidelidad. Seremos cristianos y seremos salvos en tanto sepamos aceptar al Hijo, enviado del Padre, y nos identifiquemos con El. Contemplar a Jesús para contemplar a Dios. La única y verdadera revelación de Dios es Jesús. Contemplación de Jesús. Conocimiento interno del Señor que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga.
-Hijos míos: ¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ese es precisamente el Anticristo: el que niega al Padre y al Hijo. Todo el que niega al Hijo, tampoco posee al Padre y quien confiesa al Hijo, posee también al Padre. Negar la divinidad de Jesús, es, para Juan, condenarse a no conocer nada de Dios. Todos los sentimientos religiosos del mundo... todas sus especulaciones filosóficas no son sino imperfectas aproximaciones al descubrimiento de Dios. La única y verdadera revelación de Dios es Jesús. Tenemos ahí ciertas afirmaciones típicas del evangelio de Juan:
-"Nadie va al Padre sino por el Hijo..." (Jn 14,6) -"El que conoce al Hijo, conoce también al Padre..." (8,19) -"EI Hijo es el único capaz de revelar al Padre..." (14,7). En mi búsqueda de Dios me esforzaré más en la meditación evangélica. Contemplar a Jesús para contemplar a Dios. Gracias, Jesús, por habernos dado acceso al «secreto» de Dios... Por habernos introducido en lo «incognoscible»... por habernos hecho ver al Dios «escondido»... Me coloco humildemente ante un «pesebre», y contemplo: Dios se revela de ese modo. El verdadero rostro de Dios está ahí. El semblante del Hijo nos aporta el verdadero rostro del Padre. -Por vuestra parte, guardad en vosotros lo que aprendisteis desde el principio. Fidelidad: Guardar lo que se ha oído. Esto es más necesario todavía en las horas de crisis de fe, cuando surgen nuevas preguntas en nuestros corazones, cuando viene la «noche». Es preciso entonces agarrarse a las certezas elementales, y a los puntos de referencia que han marcado nuestro anterior itinerario. No sé a donde voy, pero sé de donde vengo... y continúo caminando en el mismo sentido que ha iluminado mi camino anteriormente.
-La unción con que él os ungió sigue con vosotros... Es el símbolo del Espíritu que penetra todo el ser desde el interior, como el aceite impregna un tejido. Dios-Espíritu está ahí, impregnando mi ser, y a la vez distinto de mí, si bien inmanente en mi vida. ¡Estoy «consagrado», impregnado por Dios... en comunión contigo, Señor! -Permaneced en él. Permanecer en Dios. ¡Y esto basta! Alegría y paz.
-Para que cuando se manifieste, nos sintamos seguros y no quedemos avergonzados delante de él el día de su venida. Esa es la esperanza: verle cara a cara, en la luz eterna. Camino hacia ese descubrimiento final. Y Jesús es el «camino» que nos conduce hacia ese dulce encuentro en la luz del último día (Noel Quesson).
El verbo que más veces se repite es «permanecer». Un verbo que habla de fidelidad, de perseverancia, de mantenimiento de la verdadera fe, sin dejarse engañar. Permanecer en la doctrina es permanecer en comunión con Cristo y con Dios Padre, ungidos y movidos por su Espíritu, y ésta es la clave fundamental para que nuestra vida sea un éxito y no tengamos que avergonzarnos en su venida.
2. Sal. 97. Dios se ha levantado victorioso sobre el pecado y la muerte. Él es el Salvador y protector de su pueblo. Así se ha manifestado ante todas las naciones como el Dios que ama y es leal a los suyos. Si nosotros vivimos también de un modo fiel y leal en el amor al Señor, seremos una manifestación de nuestro Dios y Padre para todas las naciones. Efectivamente la Iglesia tiene como misión dar a conocer el poder salvador de Dios a todos como la mejor Buena Nueva que hemos recibido. No podemos, por tanto, vivir destruyéndonos como si no conociéramos a Dios.
3. A. Comentario mío de 2007: Jesús antes de curar dirá a las personas a las que atienden: "tus pecados te son perdonados”. Para preparar este camino ha venido Juan Bautista, que llama a la conversión: “San Juan Bautista es el precursor (cf. Hch 13, 24) inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino (cf. Mt 3, 3). "Profeta del Altísimo" (Lc 1, 76), sobrepasa a todos los profetas (cf. Lc 7, 26), de los que es el último (cf.Mt 11, 13), e inaugura el Evangelio (cf. Hch 1, 22;Lc 16,16); desde el seno de su madre ( cf. Lc 1,41) saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser "el amigo del esposo" (Jn 3, 29) a quien señala como "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29). Precediendo a Jesús "con el espíritu y el poder de Elías" (Lc 1, 17), da testimonio de él mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio (cf. Mc 6, 17-29)” (Catecismo, 523).
Después de la Segunda Guerra Mundial, el hallazgo de Qumrán ha sacado a la luz textos esenios, poco conocidos hasta entonces. Como dice el Card. Ratzinger, “era un grupo que se había alejado del templo herodiano y de su culto, fundando en el desierto de Judea comunidades monásticas, pero estableciendo también una convivencia de familias basada en la religión, y que había logrado un rico patrimonio de escritos y de rituales propios, particularmente con abluciones litúrgicas y rezos en común. La seria piedad reflejada en estos escritos nos conmueve: parece que Juan el Bautista, y quizás también Jesús y su familia, fueran cercanos a este ambiente. En cualquier caso, en los escritos de Qumrán hay numerosos puntos de contacto con el mensaje cristiano. No es de excluir que Juan el Bautista hubiera vivido algún tiempo en esta comunidad y recibido de ella parte de su formación religiosa.
Con todo, la aparición del Bautista llevaba consigo algo totalmente nuevo. El bautismo al que invita se distingue de las acostumbradas abluciones religiosas. No es repetible y debe ser la consumación concreta de un cambio que determina de modo nuevo y para siempre toda la vida. Está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios y al anuncio de alguien más Grande que ha de venir después de Juan. El cuarto Evangelio nos dice que el Bautista «no conocía» a ese más Grande a quien quería preparar el camino (cf. Jn 1, 30-33). Pero sabe que ha sido enviado para preparar el camino a ese misterioso Otro, sabe que toda su misión está orientada a Él”. De todas formas, ese conocimiento es relativo a la misión: no conocían a Jesús en el sentido del alcance de su ser el Hijo de Dios.
“En los cuatro Evangelios se describe esa misión con un pasaje de Isaías: «Una voz clama en el desierto: " ¡Preparad el camino al Señor! ¡Allanadle los caminos!"» (Is 40, 3). Marcos añade una frase compuesta de Malaquías 3, 1 y Éxodo 23, 20 que, en otro contexto, encontramos también en Mateo (11, 10) y en Lucas (1, 76; 7, 27): «Yo envío a mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino» (Mc 1,2). Todos estos textos del Antiguo Testamento hablan de la intervención salvadora de Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a Él hay que abrirle la puerta, prepararle el camino. Con la predicación del Bautista se hicieron realidad todas estas antiguas palabras de esperanza: se anunciaba algo realmente grande”.
El Bautista tiene una misión preciosa, e impacta, más “en la efervescente atmósfera de aquel momento de la historia de Jerusalén. Por fin había de nuevo un profeta cuya vida también le acreditaba como tal. Por fin se anunciaba de nuevo la acción de Dios en la historia. Juan bautiza con agua, pero el más Grande, Aquel que bautizará con el Espíritu Santo y con el fuego, está al llegar. Por eso, no hay que ver las palabras de san Marcos como una exageración: «Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán» (1,5)”.
“Al celebrar anualmente la liturgia de Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda Venida (cf. Ap 22, 17). Celebrando la natividad y el martirio del Precursor, la Iglesia se une al deseo de éste: "Es preciso que El crezca y que yo disminuya" (Jn 3, 30)” (Catecismo, 524).
El bautismo de Juan es preludio del de Jesús, indica Benedicto XVI que “incluye la confesión: el reconocimiento de los pecados. El judaísmo de aquellos tiempos conocía confesiones genéricas y formales, pero también el reconocimiento personal de los pecados, en el que se debían enumerar las diversas acciones pecaminosas (Gnilka I, p. 68). Se trata realmente de superar la existencia pecaminosa llevada hasta entonces, de empezar una vida nueva, diferente. Esto se simboliza en las diversas fases del bautismo. Por un lado, en la inmersión se simboliza la muerte y hace pensar en el diluvio que destruye y aniquila. En el pensamiento antiguo el océano se veía como la amenaza continua del cosmos, de la tierra; las aguas primordiales que podían sumergir toda vida. En la inmersión, también el río podía representar este simbolismo. Pero, al ser agua que fluye, es sobre todo símbolo de vida: los grandes ríos —Nilo, Eufrates, Tigris— son los grandes dispensadores de vida. También el Jordán es fuente de vida para su tierra, hasta hoy. Se trata de una purificación, de una liberación de la suciedad del pasado que pesa sobre la vida y la adultera, y de un nuevo comienzo, es decir, de muerte y resurrección, de reiniciar la vida desde el principio y de un modo nuevo. Se podría decir que se trata de un renacer. Todo esto se desarrollará expresamente sólo en la teología bautismal cristiana, pero está ya incoado en la inmersión en el Jordán y en el salir después de las aguas”.
Toda Judea y Jerusalén acudía para bautizarse, y la calidad de los enviados indica que era un impacto social muy potente: quieren ver al testimonio de la verdad. Todo cristiano ha de ser testimonio, como decía Pablo VI: «El hombre contemporáneo escucha mejor a quienes dan testimonio que a quienes enseñan (…), o, si escuchan a quienes enseñan, es porque dan testimonio». Y el Concilio insistía: “todos los cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar, con el ejemplo de su vida y el testimonio de la palabra, el hombre nuevo de que se revistieron por el Bautismo” (Ad gentes, 11).
*El Evangelio de hoy es como un pórtico, acaba donde aparece Cristo, donde será anunciado por primera vez como el Cordero de Dios. Jesús nos pone imágenes que vamos entendiendo poco a poco, más y más. Él es el Buen Pastor que se da cuenta de que una de las ovejas se ha perdido. Es preciso encontrarla porque puede sufrir algún percance. Hay lobos que la pueden matar. Puede caer por algún barranco o, como es pequeña, quizá no sabrá encontrar alimento. “Entonces Tú –rezaba J. Torras- recorres caminos, valles y montañas hasta que la encuentras. La coges y la cargas sobre tus hombros contento de haberla rescatado con vida. Cuando veas que no voy a tu lado, o me aparto, poco a poco de Ti y me meto en la oscuridad de mi egoísmo, de mis cosas, y pierdo la gracia de Dios; o voy de un lugar a otro, tonteando con el pecado, búscame, no me abandones a mi suerte. Me doy cuenta de que tarde o temprano me convertiría en un desgraciado porque sólo a tu lado, en tu redil, puedo hallar la felicidad. Necesito que cures mi corazón y lo limpies de todo lo que me aparte de Ti”.
"Otra caída_ y ¡Qué caída! ¿Desesperarte? No: humillarte y acudir, por María, tu Madre, al Amor Misericordioso de Jesús. / —Un 'miserere' y ¡arriba ese corazón!— A comenzar de nuevo." (Camino, 711). ¡Qué bien sabía expresarlo, san Agustín convertido!: "¡Tarde te amé, hermosura soberana, tarde te amé! Y Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me retenían lejos de Ti aquellas cosas que sin Ti no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera, exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de Ti, y ahora siento hambre y sed de Ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de Ti" (Confesiones).
**La imagen de buen pastor que espera el rebaño que le está preparando Juan Bautista en el pequeño núcleo inicial, es de gran belleza. Isaías ya anunció así al Mesías: "Como un pastor apacentará su rebaño, recogerá con su brazo los corderillos, los tomará en su seno, y conducirá él mismo las ovejas recién nacidas" (Is 40, 41). Al contemplar esta imagen, hemos de preparar también nosotros estas ovejas para el redil: "Cristo espera mucho de tu labor. Pero has de ir a buscar las almas, como el Buen Pastor salió tras la oveja centésima: sin aguardar a que te llamen. Luego, sírvete de tus amigos para hacer bien a otros: nadie puede sentirse tranquilo —díselo a cada uno— con una vida espiritual que después de llenarle, no rebose hacia afuera con celo apostólico." (san Josemaría Escrivá, Surco 223).
B. Textos que tomo de mercaba.org en 2010.
Comentario:
3. - Jn 1,19-28 (ver Adviento 3B). La Palabra es Jesús: Juan sólo es la voz. La luz es Cristo: Juan sólo es el reflejo de esa luz. Y anuncia a Cristo: «en medio de vosotros hay uno que no conocéis, que existía antes que yo».
En los primeros días de este nuevo año, los que estamos celebrando en cristiano la Encarnación de Dios en nuestra historia, tenemos motivos para llenarnos de alegría y empezar el año en la confianza. El Dios-con-nosotros sigue siendo la base de nuestra fiesta, y permanecerle fieles la mejor consigna para el nuevo año. Hemos aceptado a Cristo Jesús en nuestra historia, en nuestra existencia personal y comunitaria. No por eso sucederán milagros en nuestra vida, pero si Navidad continúa dentro de nosotros, y no sólo en los días del calendario, cambiará el color de todo el año. El Señor saldrá a nuestro encuentro cada día, en la vida ordinaria, en los días felices y en los de tormenta, para darnos ánimos y sentido de vivir.
También nosotros experimentamos la presencia, en nosotros mismos y en el mundo que nos rodea, del mal y de lo que podemos llamar «anticristos», 0 sea, lo que no es Cristo, lo que no es su Evangelio, sino el antievangelio. Las bienaventuranzas de Jesús no coinciden para nada con las que nos ofrece el mundo. Haremos bien en mantener abiertos los ojos y saber discernir lo que es verdad y lo que es mentira. Después de una semana de la Navidad, ¿«permanecemos» en la misma clave de fe y alegría, unidos al Padre y a Cristo, movidos por su Espíritu? ¿o ha sido una celebración fugaz y superficial? Ojalá no nos dejemos engañar y Jesús sea el criterio de vida para todo el año que empieza.
Cara a los demás, podemos preguntarnos, siguiendo el ejemplo de Juan Bautista, si somos buenos testigos de Jesús. ¿Somos su voz, su luz reflejada? ¿o nos predicamos a nosotros mismos? ¿sabemos decir, humildemente, «yo no soy»? Nuestra misión como cristianos -y más si somos religiosos o sacerdotes- es decir a este mundo: «en medio de vosotros está...». Y ayudarles a que lo conozcan. Ojalá, además, nosotros mismos no seamos anticristos: que no enseñemos lo contrario de lo que nos enseña Cristo Jesús (J. Aldazábal).
-Sacerdotes y levitas vinieron de Jerusalén para preguntar a Juan: -Tú ¿quien eres?" Estos sacerdotes y levitas, encargados del culto en el Templo de Jerusalén, estaban, como todo el mundo, a la espera... Deseaban la venida del Mesías prometido por las Escrituras. Y, habiendo oído hablar de lo que Juan Bautista hacía, se toman el trabajo de desplazarse hasta el campo, hasta el Jordán. ¿Me dejo yo cuestionar por los acontecimientos? ¿Por las movilizaciones de las gentes? ¿Por los anhelos y deseos que percibo a mi alrededor? Juan Bautista intrigaba a los demás por su comportamiento, por su palabra, por las muchedumbres que atraía a orillas del río. Mi manera de vivir, ¿plantea, quizá, alguna cuestión?
-Yo no soy el Mesías, ni Elías, ni el Gran Profeta. Humildad. Veracidad. Se ha reprochado a la Iglesia el haberse colocado en el lugar debido a Cristo. Se reprocha a menudo a los cristianos sus aires de suficiencia, la impresión que dan de estar seguros de sí mismos, como si ellos fuesen el Cristo en persona. Ayúdanos, Señor, a hacer las distinciones necesarias: Sí, Cristo es Dios... y yo, no soy mas que un pobre ser limitado. Sí, Cristo es Santo... y yo, un pobre y débil pecador. Si, Cristo es Señor... y yo, hago lo que puedo para seguirle. La Iglesia está ligada a Cristo, pero tiene también un lado humano y pecador.
-Yo no soy ni aun digno de desatar la correa de su sandalia. Ayúdanos, Señor, a reconocer tu grandeza, y nuestra pequeñez, como Juan Bautista. Lo que hacían los antiguos esclavos a su amo, cuando se arrodillaban a sus pies para desatarles las sandalias... Juan, ni de esto se encuentra digno... Juan Bautista tenía una idea muy alta del misterio de la persona de Jesús. Se insiste a menudo, en una cierta familiaridad con Dios que puede ser expresión de ternura y de intimidad con El... pero que podría también llevar a una cierta desenvoltura, a cierto descuido, a una falta de respeto. Señor, quiero respetarte, con amor, incluso y sobre todo cuando "Tú mismo te arrodillas a nuestros pies para desatar la correa de nuestro calzado", como hiciste la tarde del jueves santo, antes de lavar los pies a tus amigos.
-¿Por qué bautizas, si no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta? Estos especialistas del culto están ante todo según parece, preocupados, celosos por el exacto cumplimiento de las reglas rituales: ¿por qué introduces nuevas ceremonias, nuevas soluciones? ¡Eran ya tantas, según la religión de Moisés!
-Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis, que viene en pos de mí... En vez de meterse en estas cuestiones rituales, Juan dirige la atención de sus interlocutores hacia lo esencial: la personalidad de Jesús. Es a El a quien hay que procurar conocer mejor, mi yo no tiene importancia. Es su bautismo el que cuenta, no el mío. Es siempre cierto, y hoy también lo es que no sabemos identificar a "Aquel que está en medio de nosotros". Le creemos ausente, y El está presente. Señor, ayúdanos a reconocer tu presencia misteriosa, secreta. Pareces lejano, y estás cerca... Pareces ausente, y estás aquí. Eres el eterno desconocido. Se requiere silencio y un oído atento como a una brisa ligera para percibir tu presencia discreta (Noel Quesson).
Hoy, el Evangelio nos propone contemplar la figura de Juan Bautista. «Quién eres?» —le preguntan los sacerdotes y levitas. La respuesta de Juan manifiesta claramente la conciencia de cumplir una misión: preparar la venida del Mesías. Juan contesta a los emisarios: «Soy una voz que grita en el desierto: allanad el camino del Señor» (Jn 1,23). Ser la voz de Cristo, su altavoz, quien anuncia el Salvador del mundo y quien prepara su venida: ésta es la misión de Juan y, como él, la de todas las persones que se saben y sienten depositarias del tesoro de la fe. Toda misión divina tiene como fundamento una vocación, también divina, que garantiza su realización. Estoy seguro de una cosa —decía san Pablo a los cristianos de Filipos—: «quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús» (Flp 1,6). Todos, llamados por Cristo a la santidad, hemos de ser su voz en medio del mundo. Un mundo que vive, a menudo, de espaldas a Dios, y que no ama al Señor. Es necesario que lo hagamos presente y lo anunciemos con el testimonio de nuestra vida y de nuestra palabra. No hacerlo, sería traicionar nuestra más profunda vocación y misión. «La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado» —comenta el Concilio Vaticano II. La grandeza de nuestra vocación y de la misión que Dios nos ha encomendado no proviene de méritos propios, sino de Aquel a quién servimos. Así lo expresa Juan Bautista: «No soy digno ni de desatarle la correa del calzado» (Jn 1,27). ¡Cuánto confía Dios en las personas! Agradezcamos de corazón la llamada a participar de la vida divina y la misión de ser, para nuestro mundo, además de la voz de Cristo, también sus manos, su corazón y su mirada, y renovemos, ahora, nuestro deseo sincero de serle fieles (Joan Costa Bou).
Homilía atribuida a San Hipólito de Roma (hacia 235) presbítero y mártir (PG 10,852-861): “No soy el Mesías”: “Juan, el precursor del Maestro... llamaba a los que venían a bautizarse: “Raza de víboras ¿quién os ha enseñado a escapar del juicio inminente? “ (Mt 3,6) Yo no soy el Mesías. Soy un servidor y no el Maestro. Soy un súbdito, no soy el rey. Soy una oveja y no el pastor. Soy un hombre y no soy Dios. Al venir al mundo he curado la esterilidad de mi madre, pero no ha permanecido virgen. He surgido de la tierra no del cielo. He hecho enmudecer a mi padre, no he derramado la gracia divina. Mi madre me ha reconocido, no ha sido una estrella que me ha mostrado. Soy miserable y pequeño, pero después de mí viene el que es antes que yo.
Viene después, en el tiempo; antes, estaba en la luz inaccesible e inefable de la divinidad. “El que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de quitarle las sandalias. El os bautizará con Espíritu Santo y con fuego.” (Mt 3,11) Yo me someto a él, él es libre. Yo estoy sujeto al pecado, él destruye el pecado. Yo inculco la ley, él nos trae la luz de la gracia. Yo predico siendo esclavo, él promulga la ley como maestro. Yo vengo de la tierra, él viene de arriba. Yo predico un bautizo de conversión, él concede la gracia de la adopción filial: “Él os bautizará con Espíritu Santo y con fuego. ¿Por qué me reverenciáis? Yo no soy el Mesías.”” Llucià Pou Sabaté
sábado, 15 de enero de 2011
Dia 31 de diciembre: séptimo dentro de la octava, balance de fin de año y de la vida
Dia 31 de diciembre: séptimo dentro de la octava, balance de fin de año y de la vida
Lectura de la primera carta del apóstol san Juan 2, 18-21: Hijos míos, es el momento final. Habéis oído que iba a venir un Anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta que es el momento final. Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros. En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo conocéis. Os he escrito, no porque desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira viene de la verdad.
Salmo 96: 1 - 2, 11 – 13: ¡Cantad a Yahveh un canto nuevo, cantad a Yahveh, toda la tierra, 2 cantad a Yahveh, su nombre bendecid! Anunciad su salvación día tras día, 11 ¡Alégrense los cielos, regocíjese la tierra, retumbe el mar y cuanto encierra; 12 exulte el campo y cuanto en él existe, griten de júbilo todos los árboles del bosque, 13 ante la faz de Yahveh, pues viene él, viene, sí, a juzgar la tierra! El juzgará al orbe con justicia, a los pueblos con su lealtad.
Comienzo del santo evangelio según san Juan 1, 1-18: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: - «Éste es de quien dije: "El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo."» Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Comentario: El final del año resuena en nuestra celebración, hoy tenemos una perspectiva nueva del tiempo: desde el nacimiento de Jesús, que es "el principio y la plenitud de toda religión", dice la oración colecta; y el evangelio nos muestra a Jesús como punto de referencia único de la historia. Hoy podemos hablar de que todo nuestro tiempo, en la vida humana y en la fe, tiene un único centro y criterio: Jesús. Podemos dar gracias por el año que acaba, por la salvación que Dios nos ha continuado dando; y pedir perdón por lo que hay de "anticristo" en nosotros (1ª lectura): somos anticristos cuando tenemos criterios de "mentira", criterios que no son los de Jesús (Josep Lligadas).
1.- 1 Jn 2, 18-21. Los anticristos ya están a la puerta: hay motivos para vacilar, sin duda; pero los que se mantengan fieles pueden seguir sintiéndose seguros. Ellos son los que han recibido la Buena Noticia y los que han sido marcados con la unción. Por eso también han de ser ellos los que perseveren. Es la última hora. Los anticristos son todos los que niegan a Cristo, los que no le aceptan como Señor (2 Ts 2, 4). Dentro de la comunidad de los creyentes existe la terrible posibilidad de que sólo se pertenezca a ella de una manera puramente externa, i. e. no se vive del Espíritu de Cristo. Nos ha tocado vivir -por la misericordia de Dios- tiempos de escándalos, de dolorosas pérdidas y de sorprendentes fallos, allí donde menos se podían esperar. Hay momentos en que uno, viendo irse a éste o a aquél, tan entero, tan limpio y tan seguro, comienza a dudar de uno mismo. Uno quisiera en más de una ocasión ver claro. No queda otro camino que orar con humildad. "En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo y todos vosotros lo sabéis". Se dirige la carta a comunidades que atraviesan una crisis grave. En tiempo de crisis, las defecciones son inevitables… Jesús había anunciado esto con anterioridad, cuando dijo: «Si se os dice: "Mirad aquí está Cristo" o bien "Mirad, está allá", no lo creáis. Surgirán, en efecto, falsos-cristos y falsos-profetas, que harán signos y prodigios considerables, capaces de engañar, incluso, a los elegidos» (Mateo 24, 24). Sería peligroso que, partiendo de textos de esta clase, pretendiéramos, nosotros, hacer una separación entre los buenos y los malos, entre los fieles y los heréticos. Pero esas Palabras divinas nos colocan ante la realidad de la verdad, ante la realidad de nuestra pertenencia a la Iglesia. «De haber sido de los nuestros, se hubieran quedado con nosotros.» Roguemos por todos los que HOY, como en todo tiempo sienten la tentación de abandonar la Iglesia.
-En cuanto a vosotros estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo sabéis. Del hecho de estar en "comunión" con la Iglesia, se derivan otros dos signos. -la vida sacramental, simbolizada por la «unción»... -la rectitud doctrinal, el «conocimiento»...
a) El sacramento no es un rito mágico y mecánico de pertenencia a Dios es: el reconocimiento de que «Dios actúa en nosotros». Es un «acto de Dios en nosotros». Por él, reconocemos que no podemos salvarnos a nosotros mismos: «el que es Santo os ha consagrado por la unción». No es el hombre quien se consagra. Es Dios el que le consagra. ¿Ee ésta mi actitud profunda de cara a los sacramentos? ¿Me pongo ante Dios como un pobre, humildemente? Características del falso-doctor, del falso-cristo, son: el orgullo, la suficiencia.
b) La Fe -el «conocimiento» de Dios- es el segundo signo de pertenencia a la Iglesia. La "fe" y el «sacramento» están vinculados uno al otro. -La fe da vigor y sentido al sacramento. El Espíritu es el que actúa y no el «gesto» externo: bautizar al que no tiene fe (salvo el caso de los niños en que la Iglesia exige la fe a los padres o padrinos) está prohibido y no tiene significado alguno... recibir la eucaristía sin tener fe sería un gesto vacío. -El sacramento da vigor a la fe: el signo exterior y visible, repetido en muchos sacramentos refuerza y alimenta la fe. En este último día del año me pregunto sobre mi actitud profunda respecto a la Iglesia... a los sacramentos... a la fe... ¡Señor, aumenta en nosotros la fe! (Noel Quesson).
Al final del segundo milenio había predicciones apocalípticas, también el “efecto milenio” tan temido en el mundo informático… al final no pasó nada de esto. Juan Pablo II fue preparándonos para la fecha, para entrar con Cristo en el tercer milenio, en unas ceremonias de gran belleza litúrgica, estética y teológica. Planteó para el nuevo milenio metas de santidad, que al acabar y comenzar un año es buen tiempo para hacer balance.
La noche de fin de año en Italia se solían tirar las cosas viejas, se llamaba la noche de San Silvestre y se arrojaban por la ventana los trastos inútiles. Es una noche de alegría y optimismo, de mirar el año que pasó, y mirar el año que vendrá. Pero puesto que también es tiempo de hacer balance, hay quien se deja llevar por las angustias del pasado (hay, si no hubiera hecho esta carrera, o esta elección; si hubiera hecho esta otra cosa...) y los miedos del futuro (¿y si me quedo sin trabajo, y si se cae la casa, y si...?). Todos podemos sentir en algún momento los remordimientos y los miedos, el que quiere preocuparse siempre encuentra motivos. Ante esto, habría que convencerse de que el pasado ya no existe, sólo ha quedado en la memoria como experiencia, y el futuro tampoco existe, sólo se nos ha sido dado el presente, y éste es el que hemos de vivir sin perdernos en esos miedos. Sólo existe el “aquí y ahora”, lo demás es previsión del futuro o recuerdo del pasado, y he de aprender a disfrutar el momento presente. Los días parecen los mismos, pero cada uno es único e irrepetible. Las grandes cosas y las pequeñas suceden un día y a una hora concreta.
Se cuenta de un hombre que se hallaba en el tejado de su casa durante una inundación y el agua le llegaba hasta los pies. Pasó un individuo en una canoa y le dijo: “-¿Quiere que le lleve a un sitio más alto? –“No, gracias -replicó el hombre-. He rezado a mi Dios, y él me salvará”. Pasó el tiempo y el agua le llegaba a la cintura. Entonces pasó por allí una lancha a motor. – “¿Quiere que le lleve a un sitio más alto?” – “No gracias, volvió a decir. Tengo fe en Dios y él me salvará”. Más tarde, cuando el nivel del agua le llegaba ya al cuello, llegó un helicóptero. –“¡Agárrese a la cuerda -le gritó el piloto-. Yo le subiré!” – “No, gracias. Tengo fe en el Señor y él me salvará”. Desconcertado, el piloto dejó a aquel hombre en el tejado. Pocas horas después ese pobre hombre moría ahogado y fue a recibir su recompensa y al presentarse a la presencia de Dios dijo: –“Señor, yo tenía total fe en que Tú me salvarías y me abandonaste. ¿Por qué?” A lo cual Dios replicó: -“¿Qué más querías? ¡Fuíste tú que no quisiste, yo te mandé una canoa, una lancha a motor y un helicóptero!”
A veces estamos ahogados u obsesionados por una cosa y la solución la tenemos al alcance de la mano, no nos enteramos y buscamos la felicidad de un modo equivocado en lugar de disfrutar con los que se nos da, y acomodarse a ello.
Hoy se valora mucho tener pocos años, y esto es un error, las edades de la vida van perfeccionándola, como decía Mac Arthur en 1945: “La juventud no es un periodo de la vida; es un estado del espíritu, un efecto de la voluntad, una calidad de la imaginación, una intensidad emotiva, una victoria del valor sobre la timidez, del gusto por la aventura sobre el amor por la comodidad”. Hay gente siempre joven y otros que con pocos años son viejos. ¿Cuál es la edad de un hombre?” Los calendarios, los relojes, las arrugas, las burbujas de champán de cada Nochevieja tejen cronologías extrañas que no coinciden con las fechas del alma. Hay hombres que no maduran, quienes les sorprende la vejez embriagados todavía en el vértigo de su frivolidad: tratan entonces de apurar la vida a grandes sorbos, a la búsqueda de lo que ya no volver nunca a ser. En cambio, otros no pierden nunca la admiración e ilusión del niño, y se enriquecen también con las etapas sucesivas de la vida. Hay un tiempo que se pierde y otro que se convierte en aquel “tesoro que no envejece", que es aprovechar el tiempo para amar.
A algunos les falta tiempo para todo, y al mismo tiempo sufren un gran aburrimiento. Para algunos un fin de año es sinónimo de ponerse a llorar, atragantarse con las uvas, que todas serán malas para ellos: ¡Se nos acaba el tiempo!, un acabarse que al final sea definitivo y total.
Para otros es bonito el paso del tiempo, es señal de madurez, y nos acerca a la eternidad. Ronald Reagan decía hace unos años este mensaje: “Mis queridos compatriotas americanos: Me han comunicado recientemente que soy uno de los millones de americanos que padecen el mal de Alzheimer. Por ahora me encuentro bien”, con ilusión para “compartir el viaje de la vida con mi querida Nancy durante los años que Dios quiera darme. Americanos: permítanme darles las gracias por haberme hecho el gran honor de haber podido estar a su servicio como Presidente suyo. Inicio ahora el viaje que me lleva al ocaso de mi vida. Sé que América compartirá también este anochecer. Muchas gracias, queridos amigos y que Dios les bendiga siempre”.
Dentro del misterio del tiempo hay un “crono” que es el paso sin más y un “kairós” que es el instante precioso, el encontrarse existiendo, el momento de “aquí y ahora” en el que si no tenemos lo que nos parece que es mejor para ser feliz al menos vamos a aprender a ser felices con lo que tenemos, con la esperanza de tenerlo todo un día, fruto de nuestra lucha para amar más. Y así, el mirar el año pasado será ocasión de balance: en primer lugar de las cosas positivas, que son muchas y no las conocemos todas: y daremos gracias a Dios. Son cosas a veces sentillas, pero que descuidamos, las cosas más importantes las consideramos a veces obvias, y así nos va...: ha salido el sol todos los días, hemos dormido, comido, bebido, pero sobre todo hemos hecho amistades, compartido amor, disfrutado de la risa y también agradecemos las lágrimas... todo es bendición. También hay cosas negativas: nuestro egoísmo, errores, limitaciones, que nos dan ocasión de pedir perdón, y pedir a Dios y a los demás más ayuda para mejorar, y así por la humildad, estos fallos sirven también para la maduración personal. Pero al hacer la suma no haremos como el borracho que ve la botella “medio vacía”, sino que la veremos “medio llena” porque vamos creciendo en la esperanza de que un día estará completamente llena, según la medida de nuestro amor.
Se planteba Juan Pablo II: “"Señor, ¿es este el tiempo?": ¡cuántas veces el hombre se hace esta pregunta, especialmente en los momentos dramáticos de la historia! Siente el vivo deseo de conocer el sentido y la dinámica de los acontecimientos individuales y comunitarios en los que se encuentra implicado. Quisiera saber "antes" lo que sucederá "después", para que no lo tome por sorpresa. También los Apóstoles tuvieron este deseo. Pero Jesús nunca secundó esta curiosidad. Cuando le hicieron esa pregunta, respondió que sólo el Padre celestial conoce y establece los tiempos y los momentos (cf. Hch 1, 6-7). Pero añadió: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos (...) hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8), es decir, los invitó a tener una actitud "nueva" con respecto al tiempo. Jesús nos exhorta a no escrutar inútilmente lo que está reservado a Dios -que es, precisamente, el curso de los acontecimientos-, sino a utilizar el tiempo del que cada uno dispone -el presente-, difundiendo con amor filial el Evangelio en todos los rincones de la tierra. Esta reflexión es muy oportuna también para nosotros, al concluir un año y a pocas horas del inicio del año nuevo.
"Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4, 4). Antes del nacimiento de Jesús, el hombre estaba sometido a la tiranía del tiempo, como el esclavo que no sabe lo que piensa su amo. Pero cuando "el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros" (Jn 1, 14), esta perspectiva cambió totalmente. En la noche de Navidad, que celebramos hace una semana, el Eterno entró en la historia, el "todavía no" del tiempo, medido por el devenir inexorable de los días, se unió misteriosamente con el "ya" de la manifestación del Hijo de Dios. En el insondable misterio de la Encarnación, el tiempo alcanza su plenitud. Dios abraza la historia de los hombres en la tierra para llevarla a su cumplimiento definitivo. Por tanto, para nosotros, los creyentes, el sentido y el fin de la historia y de todas las vicisitudes humanas están en Cristo. En él, Verbo eterno hecho carne en el seno de María, la eternidad nos envuelve, porque Dios ha querido hacerse visible, revelando el fin de la historia misma y el destino de los esfuerzos de todas las personas que viven en la tierra. Precisamente por eso en esta liturgia, mientras nos despedimos del año…, sentimos la necesidad de renovar, con íntima alegría, nuestra gratitud a Dios que, en su Hijo, nos ha introducido en su misterio dando inicio al tiempo nuevo y definitivo.
‘Te Deum laudamus; te Dominum confitemur’. Con estas palabras del antiguo himno elevamos a Dios la expresión de nuestra profunda gratitud por el bien que nos ha concedido a lo largo de los doce meses pasados. Mientras desfilan ante nuestros ojos los numerosos acontecimientos del año… es particularmente necesario tomar conciencia también de nuestras debilidades y de los momentos en que no hemos sido plenamente fieles al amor de Dios. Pidamos perdón al Señor por nuestras faltas y omisiones: ‘Miserere nostri, Domine, miserere nostri’. Sigamos abandonándonos con confianza a la bondad del Señor. Él no dejará de tener misericordia con nosotros y de ayudarnos a proseguir nuestro compromiso apostólico.
‘In Te, Domine, speravi: non confundar in aeternum!’ Confiamos y nos abandonamos en tus manos, Señor del tiempo y de la eternidad. Tú eres nuestra esperanza: la esperanza de Roma y del mundo, el apoyo de los débiles y el consuelo de los extraviados, la alegría y la paz de quien te acoge y te ama. Mientras termina este año y la mirada se proyecta ya al nuevo, el corazón se abandona con confianza a tus misteriosos designios de salvación. ‘Fiat misericordia tua, Domine, super nos, quaemadmodum speravimus in te’. Que tu misericordia esté siempre con nosotros: en ti hemos esperado. Sólo esperamos en ti, oh Cristo, Hijo de la Virgen María, dulce Madre tuya y nuestra”.
El tiempo trae cambios, a veces imprevisibles: ¿quién nos hubiera dicho, incluso después de la caída del muro de Berlín en 1989, que iba a desaparecer la Unión Soviética, que las estatuas de Lenin iban a ser demolidas, que las fronteras de los países del Este iban a entrar en un vertiginoso proceso de cambio, que la bandera roja con la hoz y el martillo iba a dejar de ondear sobre el Kremlin o sobre la recién inaugurada embajada rusa -tendríamos que haber dicho soviética- en Madrid? Pero hay mucha agresividad en el mundo, prevalece el tener sobre el ser, y domina aún la apariencia de la que se visten los hombres para tener importancia. Esta noche es nochevieja, “el último día del año. Frecuentemente, una mezcla de sentimientos —incluso contradictorios— susurran en nuestros corazones en esta fecha. Es como si una muestra de los diferentes momentos vividos, y de aquellos que hubiésemos querido vivir, se hiciesen presentes en nuestra memoria. El Evangelio de hoy nos puede ayudar a decantarlos para poder comenzar el nuevo año con empuje. «La Palabra era Dios (...). Todo se hizo por ella» (Jn 1,1.3). A la hora de hacer el balance del año, hay que tener presente que cada día vivido es un don recibido. Por eso, sea cual sea el aprovechamiento realizado, hoy hemos de agradecer cada minuto del año. Pero el don de la vida no es completo. Estamos necesitados. Por eso, el Evangelio de hoy nos aporta una palabra clave: “acoger”. «Y la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). ¡Acoger a Dios mismo! Dios, haciéndose hombre, se pone a nuestro alcance. “Acoger” significa abrirle nuestras puertas, dejar que entre en nuestras vidas, en nuestros proyectos, en aquellos actos que llenan nuestras jornadas. ¿Hasta qué punto hemos acogido a Dios y le hemos permitido entrar en nosotros? «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9). Acoger a Jesús quiere decir dejarse cuestionar por Él. Dejar que sus criterios den luz tanto a nuestros pensamientos más íntimos como a nuestra actuación social y laboral. ¡Que nuestras actuaciones se avengan con las suyas! «La vida era la luz» (Jn 1,4). Pero la fe es algo más que unos criterios. Es nuestra vida injertada en la Vida. No es sólo esfuerzo —que también—. Es, sobre todo, don y gracia. Vida recibida en el seno de la Iglesia, sobre todo mediante los sacramentos. ¿Qué lugar tienen en mi vida cristiana? «A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12). ¡Todo un proyecto apasionante para el año que vamos a estrenar!” (David Compte). Las cosas que sí tienen importancia son la vida humana y sobrenatural, y nuestra actitud podría ser en estos días:
a) acción de gracias por la vida. Las lecturas de hoy nos invitan a la alegría: ¿con qué mejor noticia podemos terminar el año que con la que nos da el evangelio de hoy: que los que creemos en Cristo Jesús somos hijos de Dios, nacidos del mismo Dios? Porque el Hijo de Dios se ha hecho hermano nuestro, nosotros somos hermanos de él y entre nosotros, y a la vez hijos del mismo Padre del cielo, llenos de la gracia de Jesús, iluminados con su luz y fortalecidos con su vida. En la Eucaristía de hoy podemos dar gracias a Dios por todos los beneficios que hemos recibido de él a lo largo del año, sobre todo por habernos hecho hijos en el Hijo y hermanos los unos de los otros. Y a la vez deberemos pedirle perdón por nuestros fallos, en el acto penitencial de la misa, o con el sacramento de la reconciliación, porque seguramente en el camirio recorrido habrá luces y sombras, éxitos y fracasos, porque nunca acabamos de acoger a Cristo plenamente en nuestra vida y más de una vez nos habrá resultado más fácil seguir los caminos de este mundo que los evangélicos que él nos enseña. Hemos finalizado otro año más de nuestra vida. Y la vida es un don y un regalo de Dios, por el que debemos dar gracias: sentir la vivencia de ver nuestra propia vida como un regalo que Dios nos ha hecho. Cada uno de nosotros es una casualidad desde el punto de vista genético. Me viene a la memoria la conocida película ¡Qué bello es vivir! Hay momentos en la vida en que nos puede parecer que nuestra existencia carece de sentido y nos hace falta preguntarnos y sentir qué distinta hubiera sido la vida de los otros, si yo no hubiera existido, si yo ya no viviese. Formamos parte de un tejido de relaciones y afectos que configuran la verdadera trama de la vida. Y esta vida es don de Dios: a él le damos gracias porque hemos vivido un año más, regalo del Dios amigo de los hombres y amigo de la vida. Si queréis podemos repetir la conocida canción: «Gracias a la vida, que me ha dado tanto».
b) La segunda actitud es la de pedir perdón por nuestras limitaciones y debilidades en el año que termina. Terminar el año y empezar otro en el ambiente de la Navidad, nos invita a pensar en la marcha de nuestra vida, cómo estamos respondiendo al plan salvador de Dios. Para que no vayamos adelante meramente por el discurrir de los días, atropellados por el tiempo, sino dueños del tiempo, conscientes de la dirección de nuestro camino. Es bueno que terminemos lúcidamente el año. Navidad es luz y gracia, pero también examen sobre nuestra vida en la luz. Cada uno hará bien en reflexionar en este último día del año si de veras se ha dejado poseer por la buena noticia del amor de Dios, si está dejándose iluminar por la luz que es Cristo, si permanece fiel a su verdad, si su camino es el bueno o tendría que rectificarlo para el próximo año, si se deja embaucar por falsos maestros. En este discernimiento nos tendríamos que ayudar los unos a los otros, para distinguir entre lo que es sano pluralismo y lo que es desviación, entre lo que obedece al Espíritu de Cristo o al espíritu del mal. Cada uno de nosotros ha recibido un número de talentos y todos sabemos que no los hemos hecho rendir todo lo que hubiéramos podido. Pero no se trata de agudizar sentimientos de culpabilidad. Martín Buber escribía que «la gran culpa del hombre no es el pecado que comete -la tentación es poderosa y las fuerzas pequeñas-. La gran culpa del hombre consiste en que en todo momento puede convertirse y no lo hace». Si lo de «año nuevo, vida nueva» no es verdad entre los hombres -ya que nos parece que no existe posibilidad de cambio en las personas conocidas-, sí es verdad ante Dios: ante él siempre puedo comenzar a escribir mi vida de un modo mejor, más humano, más cristiano. Es lo que decía san Pablo a la comunidad de Filipos: «Me olvido de lo que queda detrás y me lanzo hacia lo que queda delante»; me olvido de lo sucedido en este año que ha terminado, porque lo que tengo entre manos es ya el que inicia ahora. Siempre podemos decir que «aun después de una mala cosecha, se debe sembrar de nuevo» (Reinhold Schneider). Al hacer examen es fácil que encontremos, en este año que termina, omisiones en la caridad, escasa laboriosidad en el trabajo profesional, mediocridad espiritual aceptada, poca limosna, egoísmo, vanidad, faltas de mortificación en las comidas, gracias del Espíritu Santo no correspondidas, intemperancias, malhumor, mal carácter, distracciones voluntarias en nuestras prácticas de piedad... Son innumerables los motivos para terminar el año pidiendo perdón al Señor, haciendo actos de contrición y desagravio.
c) La tercera actitud es la de saber que tengo una misión que cumplir en este año que hoy comienza. El mismo Martin Buber decía que «todos estamos llamados a llevar algo a plenitud en el mundo». Fácilmente creemos que los únicos que tienen una misión son los importantes: los que fueron protagonistas del descubrimiento de América o los que la prensa recogía en estos días de resúmenes de los acontecimientos del año, pero lo “importante”, ¿qué es? Quizá es que: «siempre espera en alguna parte un niño para que le consueles y le ames. Siempre espera en alguna parte un hombre al que puedes darle una esperanza nueva. Siempre espera en alguna parte un dolor para que muera en tu amor. Siempre espera en alguna parte tu Dios, que te pide tu amor» (Daniela Krein). Siempre espera en alguna parte alguna misión que tengo que realizar. Hoy podemos decir, al comenzar este año, cargado de promesas y expectativas, como ciudadanos de un mundo que ha dejado de ser inamovible, que «Dios se atreve a darte la vida; atrévete tú a vivir la vida con él. Dios se atreve a regalarte este día, este año; atrévete tú a tomarlo y a troquelarlo para él» (Saturnin Pauleser; ideas de Javier Gafo).
3.- Jn 1,1-18. Es un himno cristológico muy antiguo, precioso. Juan, a diferencia de Lucas y Mateo, no pone el origen de Jesucristo directamente relacionado con un "nacimiento maravilloso (Mt 1,18-25), ni se remonta al primer Adán (Lc 3,38) sino que afirma el origen de Jesucristo en Dios mismo". La presentación teológica que Juan nos hace de Cristo nos lleva al mayor nivel de profundidad en nuestra celebración de la Navidad: - estaba junto a Dios, era Dios desde toda la eternidad, - era la Palabra viviente de Dios, la luz, la vida: y por él fueron hechas todas las cosas, - un profeta, Juan Bautista, fue enviado por Dios como precursor y testigo de la luz, para preparar sus caminos, - y al llegar la plenitud del tiempo, el Verbo, la Palabra que existía antes, se hizo hombre, se encarnó, y acampó entre nosotros, para iluminar con su luz a todos los hombres, - pero los suyos no le recibieron, vino a su casa y no le reconocieron; siempre la contradicción que anunciara Simeón: el contraste entre la luz y las tinieblas, - eso sí: los que creyeron en él, los que le acogieron, han recibido gracia sobre gracia, lo más grande que pueden pensar: el ser hijos de Dios, nacidos del mismo Dios. Es la mejor teología de la Navidad, y a la vez el mejor estímulo para una vida cristiana llena de valores positivos.
La carta de Juan Pablo II convocando al Jubileo del año 2000 empieza y termina con la misma cita de la carta a los Hebreos: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13,8). Dios, por la encarnación de su Hijo, se ha introducido en la historia del hombre para redimirnos y comunicarnos su propia vida. Eso es lo que ha dado sentido a toda la historia y al correr de los años, que ha quedado impregnado de la presencia de Cristo Jesús.
«Has establecido el principio y la plenitud de toda religión en el nacimiento de tu Hijo Jesucristo» (oración)… «Cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su victoria, alégrese el cielo, goce la tierra» (salmo: J. Aldazábal).
“El Evangelio de Juan se nos presenta en una forma poética y parece ofrecernos, no solamente una introducción, sino también como una síntesis de todos los elementos presentes en este libro. Tiene un ritmo que lo hace solemne, con paralelismos, similitudes y repeticiones buscadas, y las grandes ideas trazan como diversos grandes círculos. El punto culminante de la exposición se encuentra justo en medio, con una afirmación que encaja perfectamente en este tiempo de Navidad: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14). El autor nos dice que Dios asumió la condición humana y se instaló entre nosotros. Y en estos días lo encontramos en el seno de una familia: ahora en Belén, y más adelante con ellos en el exilio de Egipto, y después en Nazaret. Dios ha querido que su Hijo comparta nuestra vida, y —por eso— que transcurra por todas las etapas de la existencia: en el seno de la Madre, en el nacimiento y en su constante crecimiento (recién nacido, niño, adolescente y, por siempre, Jesús, el Salvador). Y continúa: «Hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Ibidem). También en estos primeros momentos, lo han cantado los ángeles: «Gloria a Dios en el cielo», «y paz en la tierra» (cf. Lc 2,14). Y, ahora, en el hecho de estar arropado por sus padres: en los pañales preparados por la Madre, en el amoroso ingenio de su padre —bueno y mañoso— que le ha preparado un lugar tan acogedor como ha podido, y en las manifestaciones de afecto de los pastores que van a adorarlo, y le hacen carantoñas y le llevan regalos. He aquí cómo este fragmento del Evangelio nos ofrece la Palabra de Dios —que es toda su Sabiduría—. De la cual nos hacer participar, nos proporciona la Vida en Dios, en un crecimiento sin límite, y también la Luz que nos hace ver todas las cosas del mundo en su verdadero valor, desde el punto de vista de Dios, con “visión sobrenatural”, con afectuosa gratitud hacia quien se ha dado enteramente a los hombres y mujeres del mundo, desde que apareció en este mundo como un Niño” (Ferran Blasi).
Mañana es la Maternidad de María, con ella comenzamos el año. Es lógico que en estas fiestas de Navidad, donde recordamos el nacimiento de Jesús en Belén, hagamos, en su octava, un parón especial para contemplar a María, que es Madre de Dios, porque Jesús, que es su hijo, es Dios. Ha sido un logro de la Liturgia renovada del Concilio Vaticano II el incluir esta fiesta dentro de la Navidad. Antes se celebraba el día 11 de octubre, pero es mucho más congruente que se celebre dentro de la Navidad, porque el nacimiento de Jesús y la maternidad divina son aspectos de un mismo hecho. Todo nacimiento de un hombre supone una madre que lo engendra. Es decir, la filiación y la maternidad son las dos relaciones que constituye el acto generador. Por ello S. Pablo, en la primera lectura nos dirá: al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley. Donde hay un hijo, hay siempre una madre. Jesús no apareció de pronto en la tierra venido del cielo, sino que se hizo realmente hombre, como nosotros, tomando nuestra naturaleza humana en las entrañas purísimas de María. Jesús, en cuanto Dios, es engendrado desde toda la eternidad por Dios Padre; en cuanto hombre, es concebido y ha nacido de una mujer, excelsa, pero al fin y al cabo, una hija de Eva. S. Cirilo de Alejandría resume esta doctrina: “Me extraña en gran manera que haya alguien que tenga alguna duda de si la Santísima Virgen ha de ser llamada Madre de Dios. Si nuestro Señor Jesucristo es Dios ¿por qué razón las Santísima Virgen, que lo dio a luz, no ha de ser llamada Madre de Dios? Esta es la fe que nos ha transmitieron los discípulos del Señor, aunque no emplearon esta misma expresión. Así nos lo han enseñado también los Santos Padres”. La maternidad divina es el hecho esencial que ilumina toda la vida de María y el fundamento de todos los privilegios con que Dios ha adornado a la Virgen. Hoy recordamos y veneramos el misterio por el que María, por obra y gracia del Espíritu Santo, y sin perder la gloria de su virginidad, ha engendrado y ha dado a luz al Verbo encarnado. Hoy es un buen día sobre todo para agradecer al Señor de la mano de María el año que termina y la perseverancia en querer seguirle, y pedirle la gracia de la perseverancia en el año que empieza: pedirle fidelidad a nuestra vocación cristiana, en una lucha viva y esperanzada, como decía S. Josemaría: “Un año que termina -se ha dicho de mil modos, más o menos poéticos-, con la gracia y la misericordia de Dios, es un paso más que nos acerca al Cielo, nuestra definitiva Patria. Al pensar en esta realidad, entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est!, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno”. A las vírgenes necias "les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado. Quedaban en efecto muchas horas, pero las desaprovecharon... Acude conmigo a la Madre de Cristo. Madre nuestra, que has visto crecer a Jesús, que le has visto aprovechar su paso entre los hombres: enséñame a utilizar mis días en servicio de la Iglesia y de las almas; enséñame a oír en lo más íntimo de mi corazón, como un reproche cariñoso, Madre buena, siempre que sea menester, que mi tiempo no me pertenece, porque es del Padre nuestro que está en los cielos”. Llucià Pou Sabaté
Lectura de la primera carta del apóstol san Juan 2, 18-21: Hijos míos, es el momento final. Habéis oído que iba a venir un Anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta que es el momento final. Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros. En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo conocéis. Os he escrito, no porque desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira viene de la verdad.
Salmo 96: 1 - 2, 11 – 13: ¡Cantad a Yahveh un canto nuevo, cantad a Yahveh, toda la tierra, 2 cantad a Yahveh, su nombre bendecid! Anunciad su salvación día tras día, 11 ¡Alégrense los cielos, regocíjese la tierra, retumbe el mar y cuanto encierra; 12 exulte el campo y cuanto en él existe, griten de júbilo todos los árboles del bosque, 13 ante la faz de Yahveh, pues viene él, viene, sí, a juzgar la tierra! El juzgará al orbe con justicia, a los pueblos con su lealtad.
Comienzo del santo evangelio según san Juan 1, 1-18: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: - «Éste es de quien dije: "El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo."» Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Comentario: El final del año resuena en nuestra celebración, hoy tenemos una perspectiva nueva del tiempo: desde el nacimiento de Jesús, que es "el principio y la plenitud de toda religión", dice la oración colecta; y el evangelio nos muestra a Jesús como punto de referencia único de la historia. Hoy podemos hablar de que todo nuestro tiempo, en la vida humana y en la fe, tiene un único centro y criterio: Jesús. Podemos dar gracias por el año que acaba, por la salvación que Dios nos ha continuado dando; y pedir perdón por lo que hay de "anticristo" en nosotros (1ª lectura): somos anticristos cuando tenemos criterios de "mentira", criterios que no son los de Jesús (Josep Lligadas).
1.- 1 Jn 2, 18-21. Los anticristos ya están a la puerta: hay motivos para vacilar, sin duda; pero los que se mantengan fieles pueden seguir sintiéndose seguros. Ellos son los que han recibido la Buena Noticia y los que han sido marcados con la unción. Por eso también han de ser ellos los que perseveren. Es la última hora. Los anticristos son todos los que niegan a Cristo, los que no le aceptan como Señor (2 Ts 2, 4). Dentro de la comunidad de los creyentes existe la terrible posibilidad de que sólo se pertenezca a ella de una manera puramente externa, i. e. no se vive del Espíritu de Cristo. Nos ha tocado vivir -por la misericordia de Dios- tiempos de escándalos, de dolorosas pérdidas y de sorprendentes fallos, allí donde menos se podían esperar. Hay momentos en que uno, viendo irse a éste o a aquél, tan entero, tan limpio y tan seguro, comienza a dudar de uno mismo. Uno quisiera en más de una ocasión ver claro. No queda otro camino que orar con humildad. "En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo y todos vosotros lo sabéis". Se dirige la carta a comunidades que atraviesan una crisis grave. En tiempo de crisis, las defecciones son inevitables… Jesús había anunciado esto con anterioridad, cuando dijo: «Si se os dice: "Mirad aquí está Cristo" o bien "Mirad, está allá", no lo creáis. Surgirán, en efecto, falsos-cristos y falsos-profetas, que harán signos y prodigios considerables, capaces de engañar, incluso, a los elegidos» (Mateo 24, 24). Sería peligroso que, partiendo de textos de esta clase, pretendiéramos, nosotros, hacer una separación entre los buenos y los malos, entre los fieles y los heréticos. Pero esas Palabras divinas nos colocan ante la realidad de la verdad, ante la realidad de nuestra pertenencia a la Iglesia. «De haber sido de los nuestros, se hubieran quedado con nosotros.» Roguemos por todos los que HOY, como en todo tiempo sienten la tentación de abandonar la Iglesia.
-En cuanto a vosotros estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo sabéis. Del hecho de estar en "comunión" con la Iglesia, se derivan otros dos signos. -la vida sacramental, simbolizada por la «unción»... -la rectitud doctrinal, el «conocimiento»...
a) El sacramento no es un rito mágico y mecánico de pertenencia a Dios es: el reconocimiento de que «Dios actúa en nosotros». Es un «acto de Dios en nosotros». Por él, reconocemos que no podemos salvarnos a nosotros mismos: «el que es Santo os ha consagrado por la unción». No es el hombre quien se consagra. Es Dios el que le consagra. ¿Ee ésta mi actitud profunda de cara a los sacramentos? ¿Me pongo ante Dios como un pobre, humildemente? Características del falso-doctor, del falso-cristo, son: el orgullo, la suficiencia.
b) La Fe -el «conocimiento» de Dios- es el segundo signo de pertenencia a la Iglesia. La "fe" y el «sacramento» están vinculados uno al otro. -La fe da vigor y sentido al sacramento. El Espíritu es el que actúa y no el «gesto» externo: bautizar al que no tiene fe (salvo el caso de los niños en que la Iglesia exige la fe a los padres o padrinos) está prohibido y no tiene significado alguno... recibir la eucaristía sin tener fe sería un gesto vacío. -El sacramento da vigor a la fe: el signo exterior y visible, repetido en muchos sacramentos refuerza y alimenta la fe. En este último día del año me pregunto sobre mi actitud profunda respecto a la Iglesia... a los sacramentos... a la fe... ¡Señor, aumenta en nosotros la fe! (Noel Quesson).
Al final del segundo milenio había predicciones apocalípticas, también el “efecto milenio” tan temido en el mundo informático… al final no pasó nada de esto. Juan Pablo II fue preparándonos para la fecha, para entrar con Cristo en el tercer milenio, en unas ceremonias de gran belleza litúrgica, estética y teológica. Planteó para el nuevo milenio metas de santidad, que al acabar y comenzar un año es buen tiempo para hacer balance.
La noche de fin de año en Italia se solían tirar las cosas viejas, se llamaba la noche de San Silvestre y se arrojaban por la ventana los trastos inútiles. Es una noche de alegría y optimismo, de mirar el año que pasó, y mirar el año que vendrá. Pero puesto que también es tiempo de hacer balance, hay quien se deja llevar por las angustias del pasado (hay, si no hubiera hecho esta carrera, o esta elección; si hubiera hecho esta otra cosa...) y los miedos del futuro (¿y si me quedo sin trabajo, y si se cae la casa, y si...?). Todos podemos sentir en algún momento los remordimientos y los miedos, el que quiere preocuparse siempre encuentra motivos. Ante esto, habría que convencerse de que el pasado ya no existe, sólo ha quedado en la memoria como experiencia, y el futuro tampoco existe, sólo se nos ha sido dado el presente, y éste es el que hemos de vivir sin perdernos en esos miedos. Sólo existe el “aquí y ahora”, lo demás es previsión del futuro o recuerdo del pasado, y he de aprender a disfrutar el momento presente. Los días parecen los mismos, pero cada uno es único e irrepetible. Las grandes cosas y las pequeñas suceden un día y a una hora concreta.
Se cuenta de un hombre que se hallaba en el tejado de su casa durante una inundación y el agua le llegaba hasta los pies. Pasó un individuo en una canoa y le dijo: “-¿Quiere que le lleve a un sitio más alto? –“No, gracias -replicó el hombre-. He rezado a mi Dios, y él me salvará”. Pasó el tiempo y el agua le llegaba a la cintura. Entonces pasó por allí una lancha a motor. – “¿Quiere que le lleve a un sitio más alto?” – “No gracias, volvió a decir. Tengo fe en Dios y él me salvará”. Más tarde, cuando el nivel del agua le llegaba ya al cuello, llegó un helicóptero. –“¡Agárrese a la cuerda -le gritó el piloto-. Yo le subiré!” – “No, gracias. Tengo fe en el Señor y él me salvará”. Desconcertado, el piloto dejó a aquel hombre en el tejado. Pocas horas después ese pobre hombre moría ahogado y fue a recibir su recompensa y al presentarse a la presencia de Dios dijo: –“Señor, yo tenía total fe en que Tú me salvarías y me abandonaste. ¿Por qué?” A lo cual Dios replicó: -“¿Qué más querías? ¡Fuíste tú que no quisiste, yo te mandé una canoa, una lancha a motor y un helicóptero!”
A veces estamos ahogados u obsesionados por una cosa y la solución la tenemos al alcance de la mano, no nos enteramos y buscamos la felicidad de un modo equivocado en lugar de disfrutar con los que se nos da, y acomodarse a ello.
Hoy se valora mucho tener pocos años, y esto es un error, las edades de la vida van perfeccionándola, como decía Mac Arthur en 1945: “La juventud no es un periodo de la vida; es un estado del espíritu, un efecto de la voluntad, una calidad de la imaginación, una intensidad emotiva, una victoria del valor sobre la timidez, del gusto por la aventura sobre el amor por la comodidad”. Hay gente siempre joven y otros que con pocos años son viejos. ¿Cuál es la edad de un hombre?” Los calendarios, los relojes, las arrugas, las burbujas de champán de cada Nochevieja tejen cronologías extrañas que no coinciden con las fechas del alma. Hay hombres que no maduran, quienes les sorprende la vejez embriagados todavía en el vértigo de su frivolidad: tratan entonces de apurar la vida a grandes sorbos, a la búsqueda de lo que ya no volver nunca a ser. En cambio, otros no pierden nunca la admiración e ilusión del niño, y se enriquecen también con las etapas sucesivas de la vida. Hay un tiempo que se pierde y otro que se convierte en aquel “tesoro que no envejece", que es aprovechar el tiempo para amar.
A algunos les falta tiempo para todo, y al mismo tiempo sufren un gran aburrimiento. Para algunos un fin de año es sinónimo de ponerse a llorar, atragantarse con las uvas, que todas serán malas para ellos: ¡Se nos acaba el tiempo!, un acabarse que al final sea definitivo y total.
Para otros es bonito el paso del tiempo, es señal de madurez, y nos acerca a la eternidad. Ronald Reagan decía hace unos años este mensaje: “Mis queridos compatriotas americanos: Me han comunicado recientemente que soy uno de los millones de americanos que padecen el mal de Alzheimer. Por ahora me encuentro bien”, con ilusión para “compartir el viaje de la vida con mi querida Nancy durante los años que Dios quiera darme. Americanos: permítanme darles las gracias por haberme hecho el gran honor de haber podido estar a su servicio como Presidente suyo. Inicio ahora el viaje que me lleva al ocaso de mi vida. Sé que América compartirá también este anochecer. Muchas gracias, queridos amigos y que Dios les bendiga siempre”.
Dentro del misterio del tiempo hay un “crono” que es el paso sin más y un “kairós” que es el instante precioso, el encontrarse existiendo, el momento de “aquí y ahora” en el que si no tenemos lo que nos parece que es mejor para ser feliz al menos vamos a aprender a ser felices con lo que tenemos, con la esperanza de tenerlo todo un día, fruto de nuestra lucha para amar más. Y así, el mirar el año pasado será ocasión de balance: en primer lugar de las cosas positivas, que son muchas y no las conocemos todas: y daremos gracias a Dios. Son cosas a veces sentillas, pero que descuidamos, las cosas más importantes las consideramos a veces obvias, y así nos va...: ha salido el sol todos los días, hemos dormido, comido, bebido, pero sobre todo hemos hecho amistades, compartido amor, disfrutado de la risa y también agradecemos las lágrimas... todo es bendición. También hay cosas negativas: nuestro egoísmo, errores, limitaciones, que nos dan ocasión de pedir perdón, y pedir a Dios y a los demás más ayuda para mejorar, y así por la humildad, estos fallos sirven también para la maduración personal. Pero al hacer la suma no haremos como el borracho que ve la botella “medio vacía”, sino que la veremos “medio llena” porque vamos creciendo en la esperanza de que un día estará completamente llena, según la medida de nuestro amor.
Se planteba Juan Pablo II: “"Señor, ¿es este el tiempo?": ¡cuántas veces el hombre se hace esta pregunta, especialmente en los momentos dramáticos de la historia! Siente el vivo deseo de conocer el sentido y la dinámica de los acontecimientos individuales y comunitarios en los que se encuentra implicado. Quisiera saber "antes" lo que sucederá "después", para que no lo tome por sorpresa. También los Apóstoles tuvieron este deseo. Pero Jesús nunca secundó esta curiosidad. Cuando le hicieron esa pregunta, respondió que sólo el Padre celestial conoce y establece los tiempos y los momentos (cf. Hch 1, 6-7). Pero añadió: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos (...) hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8), es decir, los invitó a tener una actitud "nueva" con respecto al tiempo. Jesús nos exhorta a no escrutar inútilmente lo que está reservado a Dios -que es, precisamente, el curso de los acontecimientos-, sino a utilizar el tiempo del que cada uno dispone -el presente-, difundiendo con amor filial el Evangelio en todos los rincones de la tierra. Esta reflexión es muy oportuna también para nosotros, al concluir un año y a pocas horas del inicio del año nuevo.
"Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4, 4). Antes del nacimiento de Jesús, el hombre estaba sometido a la tiranía del tiempo, como el esclavo que no sabe lo que piensa su amo. Pero cuando "el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros" (Jn 1, 14), esta perspectiva cambió totalmente. En la noche de Navidad, que celebramos hace una semana, el Eterno entró en la historia, el "todavía no" del tiempo, medido por el devenir inexorable de los días, se unió misteriosamente con el "ya" de la manifestación del Hijo de Dios. En el insondable misterio de la Encarnación, el tiempo alcanza su plenitud. Dios abraza la historia de los hombres en la tierra para llevarla a su cumplimiento definitivo. Por tanto, para nosotros, los creyentes, el sentido y el fin de la historia y de todas las vicisitudes humanas están en Cristo. En él, Verbo eterno hecho carne en el seno de María, la eternidad nos envuelve, porque Dios ha querido hacerse visible, revelando el fin de la historia misma y el destino de los esfuerzos de todas las personas que viven en la tierra. Precisamente por eso en esta liturgia, mientras nos despedimos del año…, sentimos la necesidad de renovar, con íntima alegría, nuestra gratitud a Dios que, en su Hijo, nos ha introducido en su misterio dando inicio al tiempo nuevo y definitivo.
‘Te Deum laudamus; te Dominum confitemur’. Con estas palabras del antiguo himno elevamos a Dios la expresión de nuestra profunda gratitud por el bien que nos ha concedido a lo largo de los doce meses pasados. Mientras desfilan ante nuestros ojos los numerosos acontecimientos del año… es particularmente necesario tomar conciencia también de nuestras debilidades y de los momentos en que no hemos sido plenamente fieles al amor de Dios. Pidamos perdón al Señor por nuestras faltas y omisiones: ‘Miserere nostri, Domine, miserere nostri’. Sigamos abandonándonos con confianza a la bondad del Señor. Él no dejará de tener misericordia con nosotros y de ayudarnos a proseguir nuestro compromiso apostólico.
‘In Te, Domine, speravi: non confundar in aeternum!’ Confiamos y nos abandonamos en tus manos, Señor del tiempo y de la eternidad. Tú eres nuestra esperanza: la esperanza de Roma y del mundo, el apoyo de los débiles y el consuelo de los extraviados, la alegría y la paz de quien te acoge y te ama. Mientras termina este año y la mirada se proyecta ya al nuevo, el corazón se abandona con confianza a tus misteriosos designios de salvación. ‘Fiat misericordia tua, Domine, super nos, quaemadmodum speravimus in te’. Que tu misericordia esté siempre con nosotros: en ti hemos esperado. Sólo esperamos en ti, oh Cristo, Hijo de la Virgen María, dulce Madre tuya y nuestra”.
El tiempo trae cambios, a veces imprevisibles: ¿quién nos hubiera dicho, incluso después de la caída del muro de Berlín en 1989, que iba a desaparecer la Unión Soviética, que las estatuas de Lenin iban a ser demolidas, que las fronteras de los países del Este iban a entrar en un vertiginoso proceso de cambio, que la bandera roja con la hoz y el martillo iba a dejar de ondear sobre el Kremlin o sobre la recién inaugurada embajada rusa -tendríamos que haber dicho soviética- en Madrid? Pero hay mucha agresividad en el mundo, prevalece el tener sobre el ser, y domina aún la apariencia de la que se visten los hombres para tener importancia. Esta noche es nochevieja, “el último día del año. Frecuentemente, una mezcla de sentimientos —incluso contradictorios— susurran en nuestros corazones en esta fecha. Es como si una muestra de los diferentes momentos vividos, y de aquellos que hubiésemos querido vivir, se hiciesen presentes en nuestra memoria. El Evangelio de hoy nos puede ayudar a decantarlos para poder comenzar el nuevo año con empuje. «La Palabra era Dios (...). Todo se hizo por ella» (Jn 1,1.3). A la hora de hacer el balance del año, hay que tener presente que cada día vivido es un don recibido. Por eso, sea cual sea el aprovechamiento realizado, hoy hemos de agradecer cada minuto del año. Pero el don de la vida no es completo. Estamos necesitados. Por eso, el Evangelio de hoy nos aporta una palabra clave: “acoger”. «Y la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). ¡Acoger a Dios mismo! Dios, haciéndose hombre, se pone a nuestro alcance. “Acoger” significa abrirle nuestras puertas, dejar que entre en nuestras vidas, en nuestros proyectos, en aquellos actos que llenan nuestras jornadas. ¿Hasta qué punto hemos acogido a Dios y le hemos permitido entrar en nosotros? «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9). Acoger a Jesús quiere decir dejarse cuestionar por Él. Dejar que sus criterios den luz tanto a nuestros pensamientos más íntimos como a nuestra actuación social y laboral. ¡Que nuestras actuaciones se avengan con las suyas! «La vida era la luz» (Jn 1,4). Pero la fe es algo más que unos criterios. Es nuestra vida injertada en la Vida. No es sólo esfuerzo —que también—. Es, sobre todo, don y gracia. Vida recibida en el seno de la Iglesia, sobre todo mediante los sacramentos. ¿Qué lugar tienen en mi vida cristiana? «A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12). ¡Todo un proyecto apasionante para el año que vamos a estrenar!” (David Compte). Las cosas que sí tienen importancia son la vida humana y sobrenatural, y nuestra actitud podría ser en estos días:
a) acción de gracias por la vida. Las lecturas de hoy nos invitan a la alegría: ¿con qué mejor noticia podemos terminar el año que con la que nos da el evangelio de hoy: que los que creemos en Cristo Jesús somos hijos de Dios, nacidos del mismo Dios? Porque el Hijo de Dios se ha hecho hermano nuestro, nosotros somos hermanos de él y entre nosotros, y a la vez hijos del mismo Padre del cielo, llenos de la gracia de Jesús, iluminados con su luz y fortalecidos con su vida. En la Eucaristía de hoy podemos dar gracias a Dios por todos los beneficios que hemos recibido de él a lo largo del año, sobre todo por habernos hecho hijos en el Hijo y hermanos los unos de los otros. Y a la vez deberemos pedirle perdón por nuestros fallos, en el acto penitencial de la misa, o con el sacramento de la reconciliación, porque seguramente en el camirio recorrido habrá luces y sombras, éxitos y fracasos, porque nunca acabamos de acoger a Cristo plenamente en nuestra vida y más de una vez nos habrá resultado más fácil seguir los caminos de este mundo que los evangélicos que él nos enseña. Hemos finalizado otro año más de nuestra vida. Y la vida es un don y un regalo de Dios, por el que debemos dar gracias: sentir la vivencia de ver nuestra propia vida como un regalo que Dios nos ha hecho. Cada uno de nosotros es una casualidad desde el punto de vista genético. Me viene a la memoria la conocida película ¡Qué bello es vivir! Hay momentos en la vida en que nos puede parecer que nuestra existencia carece de sentido y nos hace falta preguntarnos y sentir qué distinta hubiera sido la vida de los otros, si yo no hubiera existido, si yo ya no viviese. Formamos parte de un tejido de relaciones y afectos que configuran la verdadera trama de la vida. Y esta vida es don de Dios: a él le damos gracias porque hemos vivido un año más, regalo del Dios amigo de los hombres y amigo de la vida. Si queréis podemos repetir la conocida canción: «Gracias a la vida, que me ha dado tanto».
b) La segunda actitud es la de pedir perdón por nuestras limitaciones y debilidades en el año que termina. Terminar el año y empezar otro en el ambiente de la Navidad, nos invita a pensar en la marcha de nuestra vida, cómo estamos respondiendo al plan salvador de Dios. Para que no vayamos adelante meramente por el discurrir de los días, atropellados por el tiempo, sino dueños del tiempo, conscientes de la dirección de nuestro camino. Es bueno que terminemos lúcidamente el año. Navidad es luz y gracia, pero también examen sobre nuestra vida en la luz. Cada uno hará bien en reflexionar en este último día del año si de veras se ha dejado poseer por la buena noticia del amor de Dios, si está dejándose iluminar por la luz que es Cristo, si permanece fiel a su verdad, si su camino es el bueno o tendría que rectificarlo para el próximo año, si se deja embaucar por falsos maestros. En este discernimiento nos tendríamos que ayudar los unos a los otros, para distinguir entre lo que es sano pluralismo y lo que es desviación, entre lo que obedece al Espíritu de Cristo o al espíritu del mal. Cada uno de nosotros ha recibido un número de talentos y todos sabemos que no los hemos hecho rendir todo lo que hubiéramos podido. Pero no se trata de agudizar sentimientos de culpabilidad. Martín Buber escribía que «la gran culpa del hombre no es el pecado que comete -la tentación es poderosa y las fuerzas pequeñas-. La gran culpa del hombre consiste en que en todo momento puede convertirse y no lo hace». Si lo de «año nuevo, vida nueva» no es verdad entre los hombres -ya que nos parece que no existe posibilidad de cambio en las personas conocidas-, sí es verdad ante Dios: ante él siempre puedo comenzar a escribir mi vida de un modo mejor, más humano, más cristiano. Es lo que decía san Pablo a la comunidad de Filipos: «Me olvido de lo que queda detrás y me lanzo hacia lo que queda delante»; me olvido de lo sucedido en este año que ha terminado, porque lo que tengo entre manos es ya el que inicia ahora. Siempre podemos decir que «aun después de una mala cosecha, se debe sembrar de nuevo» (Reinhold Schneider). Al hacer examen es fácil que encontremos, en este año que termina, omisiones en la caridad, escasa laboriosidad en el trabajo profesional, mediocridad espiritual aceptada, poca limosna, egoísmo, vanidad, faltas de mortificación en las comidas, gracias del Espíritu Santo no correspondidas, intemperancias, malhumor, mal carácter, distracciones voluntarias en nuestras prácticas de piedad... Son innumerables los motivos para terminar el año pidiendo perdón al Señor, haciendo actos de contrición y desagravio.
c) La tercera actitud es la de saber que tengo una misión que cumplir en este año que hoy comienza. El mismo Martin Buber decía que «todos estamos llamados a llevar algo a plenitud en el mundo». Fácilmente creemos que los únicos que tienen una misión son los importantes: los que fueron protagonistas del descubrimiento de América o los que la prensa recogía en estos días de resúmenes de los acontecimientos del año, pero lo “importante”, ¿qué es? Quizá es que: «siempre espera en alguna parte un niño para que le consueles y le ames. Siempre espera en alguna parte un hombre al que puedes darle una esperanza nueva. Siempre espera en alguna parte un dolor para que muera en tu amor. Siempre espera en alguna parte tu Dios, que te pide tu amor» (Daniela Krein). Siempre espera en alguna parte alguna misión que tengo que realizar. Hoy podemos decir, al comenzar este año, cargado de promesas y expectativas, como ciudadanos de un mundo que ha dejado de ser inamovible, que «Dios se atreve a darte la vida; atrévete tú a vivir la vida con él. Dios se atreve a regalarte este día, este año; atrévete tú a tomarlo y a troquelarlo para él» (Saturnin Pauleser; ideas de Javier Gafo).
3.- Jn 1,1-18. Es un himno cristológico muy antiguo, precioso. Juan, a diferencia de Lucas y Mateo, no pone el origen de Jesucristo directamente relacionado con un "nacimiento maravilloso (Mt 1,18-25), ni se remonta al primer Adán (Lc 3,38) sino que afirma el origen de Jesucristo en Dios mismo". La presentación teológica que Juan nos hace de Cristo nos lleva al mayor nivel de profundidad en nuestra celebración de la Navidad: - estaba junto a Dios, era Dios desde toda la eternidad, - era la Palabra viviente de Dios, la luz, la vida: y por él fueron hechas todas las cosas, - un profeta, Juan Bautista, fue enviado por Dios como precursor y testigo de la luz, para preparar sus caminos, - y al llegar la plenitud del tiempo, el Verbo, la Palabra que existía antes, se hizo hombre, se encarnó, y acampó entre nosotros, para iluminar con su luz a todos los hombres, - pero los suyos no le recibieron, vino a su casa y no le reconocieron; siempre la contradicción que anunciara Simeón: el contraste entre la luz y las tinieblas, - eso sí: los que creyeron en él, los que le acogieron, han recibido gracia sobre gracia, lo más grande que pueden pensar: el ser hijos de Dios, nacidos del mismo Dios. Es la mejor teología de la Navidad, y a la vez el mejor estímulo para una vida cristiana llena de valores positivos.
La carta de Juan Pablo II convocando al Jubileo del año 2000 empieza y termina con la misma cita de la carta a los Hebreos: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13,8). Dios, por la encarnación de su Hijo, se ha introducido en la historia del hombre para redimirnos y comunicarnos su propia vida. Eso es lo que ha dado sentido a toda la historia y al correr de los años, que ha quedado impregnado de la presencia de Cristo Jesús.
«Has establecido el principio y la plenitud de toda religión en el nacimiento de tu Hijo Jesucristo» (oración)… «Cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su victoria, alégrese el cielo, goce la tierra» (salmo: J. Aldazábal).
“El Evangelio de Juan se nos presenta en una forma poética y parece ofrecernos, no solamente una introducción, sino también como una síntesis de todos los elementos presentes en este libro. Tiene un ritmo que lo hace solemne, con paralelismos, similitudes y repeticiones buscadas, y las grandes ideas trazan como diversos grandes círculos. El punto culminante de la exposición se encuentra justo en medio, con una afirmación que encaja perfectamente en este tiempo de Navidad: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14). El autor nos dice que Dios asumió la condición humana y se instaló entre nosotros. Y en estos días lo encontramos en el seno de una familia: ahora en Belén, y más adelante con ellos en el exilio de Egipto, y después en Nazaret. Dios ha querido que su Hijo comparta nuestra vida, y —por eso— que transcurra por todas las etapas de la existencia: en el seno de la Madre, en el nacimiento y en su constante crecimiento (recién nacido, niño, adolescente y, por siempre, Jesús, el Salvador). Y continúa: «Hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Ibidem). También en estos primeros momentos, lo han cantado los ángeles: «Gloria a Dios en el cielo», «y paz en la tierra» (cf. Lc 2,14). Y, ahora, en el hecho de estar arropado por sus padres: en los pañales preparados por la Madre, en el amoroso ingenio de su padre —bueno y mañoso— que le ha preparado un lugar tan acogedor como ha podido, y en las manifestaciones de afecto de los pastores que van a adorarlo, y le hacen carantoñas y le llevan regalos. He aquí cómo este fragmento del Evangelio nos ofrece la Palabra de Dios —que es toda su Sabiduría—. De la cual nos hacer participar, nos proporciona la Vida en Dios, en un crecimiento sin límite, y también la Luz que nos hace ver todas las cosas del mundo en su verdadero valor, desde el punto de vista de Dios, con “visión sobrenatural”, con afectuosa gratitud hacia quien se ha dado enteramente a los hombres y mujeres del mundo, desde que apareció en este mundo como un Niño” (Ferran Blasi).
Mañana es la Maternidad de María, con ella comenzamos el año. Es lógico que en estas fiestas de Navidad, donde recordamos el nacimiento de Jesús en Belén, hagamos, en su octava, un parón especial para contemplar a María, que es Madre de Dios, porque Jesús, que es su hijo, es Dios. Ha sido un logro de la Liturgia renovada del Concilio Vaticano II el incluir esta fiesta dentro de la Navidad. Antes se celebraba el día 11 de octubre, pero es mucho más congruente que se celebre dentro de la Navidad, porque el nacimiento de Jesús y la maternidad divina son aspectos de un mismo hecho. Todo nacimiento de un hombre supone una madre que lo engendra. Es decir, la filiación y la maternidad son las dos relaciones que constituye el acto generador. Por ello S. Pablo, en la primera lectura nos dirá: al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley. Donde hay un hijo, hay siempre una madre. Jesús no apareció de pronto en la tierra venido del cielo, sino que se hizo realmente hombre, como nosotros, tomando nuestra naturaleza humana en las entrañas purísimas de María. Jesús, en cuanto Dios, es engendrado desde toda la eternidad por Dios Padre; en cuanto hombre, es concebido y ha nacido de una mujer, excelsa, pero al fin y al cabo, una hija de Eva. S. Cirilo de Alejandría resume esta doctrina: “Me extraña en gran manera que haya alguien que tenga alguna duda de si la Santísima Virgen ha de ser llamada Madre de Dios. Si nuestro Señor Jesucristo es Dios ¿por qué razón las Santísima Virgen, que lo dio a luz, no ha de ser llamada Madre de Dios? Esta es la fe que nos ha transmitieron los discípulos del Señor, aunque no emplearon esta misma expresión. Así nos lo han enseñado también los Santos Padres”. La maternidad divina es el hecho esencial que ilumina toda la vida de María y el fundamento de todos los privilegios con que Dios ha adornado a la Virgen. Hoy recordamos y veneramos el misterio por el que María, por obra y gracia del Espíritu Santo, y sin perder la gloria de su virginidad, ha engendrado y ha dado a luz al Verbo encarnado. Hoy es un buen día sobre todo para agradecer al Señor de la mano de María el año que termina y la perseverancia en querer seguirle, y pedirle la gracia de la perseverancia en el año que empieza: pedirle fidelidad a nuestra vocación cristiana, en una lucha viva y esperanzada, como decía S. Josemaría: “Un año que termina -se ha dicho de mil modos, más o menos poéticos-, con la gracia y la misericordia de Dios, es un paso más que nos acerca al Cielo, nuestra definitiva Patria. Al pensar en esta realidad, entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est!, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno”. A las vírgenes necias "les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado. Quedaban en efecto muchas horas, pero las desaprovecharon... Acude conmigo a la Madre de Cristo. Madre nuestra, que has visto crecer a Jesús, que le has visto aprovechar su paso entre los hombres: enséñame a utilizar mis días en servicio de la Iglesia y de las almas; enséñame a oír en lo más íntimo de mi corazón, como un reproche cariñoso, Madre buena, siempre que sea menester, que mi tiempo no me pertenece, porque es del Padre nuestro que está en los cielos”. Llucià Pou Sabaté
Navidad, 30 diciembre (6º de la octava). El que hace la voluntad de Dios permanece para siempre… Ana de Fanuel, en busca del rostro de Jesús…
Navidad, 30 diciembre (6º de la octava). El que hace la voluntad de Dios permanece para siempre… Ana de Fanuel, en busca del rostro de Jesús…
Primera carta del apóstol san Juan 2,12-17. Os escribo, hijos míos, que se os han perdonado vuestros pecados por su nombre. Os escribo, padres, que ya conocéis al que existía desde el principio. Os escribo, jóvenes, que ya habéis vencido al Maligno. Os repito, hijos, que ya conocéis al Padre. Os repito, padres, que ya conocéis al que existía desde el principio. Os repito, jóvenes, que sois fuertes y que la palabra de Dios permanece en vosotros, y que ya habéis vencido al Maligno. No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo -las pasiones de la carne, y la codicia de los ojos, y la arrogancia del dinero-, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, con sus pasiones. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.
Salmo 95,7-8a.8b-9.10. R. Alégrese el cielo, goce la tierra.
Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor.
Entrad en sus atrios trayéndole ofrendas, postraos ante el Señor en el atrio sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda.
Decid a los pueblos: «El Señor es rey, él afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente.»
Evangelio (Lc 2,36-38): Vivía entonces una profetisa, llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Esta era ya de edad muy avanzada, y había vivido con su marido siete años desde su virginidad; y habíase mantenido viuda hasta los ochenta y cuatro de su edad, no saliendo del templo, y sirviendo en él a Dios día y noche con ayunos y oraciones. Esta, pues, viniendo a la misma hora, alababa igualmente al Señor, y hablaba de El a todos los que esperaban la redención de Israel.
Comentario: 1. 1 Jn 2,12-17. Invita a revisar nuestros criterios en la vida normal: vencer al Maligno, conocer al Padre, guiarse por aquello que viene del Padre y no por lo que viene del mundo. Define las modalidades de la comunión con Dios: vivir con El en la luz, compartir su amor amando a los hermanos, en una palabra, conocerle. Pero esa comunión supone una elección deliberada. No es posible, en efecto, servir a dos amos a la vez: el Padre y el Mundo. Es la lección esencial de este pasaje.
a) El hombre y el cristiano se ven, en efecto, solicitados por dos fuentes de vida: el Padre y el Mundo. Pero no es posible beber de dos aguas: quien ama al mundo no puede tener en él el amor del Padre (v 15), quien es solicitado por la "codicia" del mundo (v 16) no puede serlo por la "voluntad" de Dios (v 17) El término "mundo" recibe, pues, en la pluma de San Juan un sentido peyorativo: no se trata del mundo por el que Cristo ha muerto (1 Jn 2,2; 4,14; Jn 3,17; 4,42; 12,47) y al que Dios ha amado tanto (Jn 3,16), sino de esa humanidad que no cuenta más que consigo misma para salvarse y se niega a admitir que su futuro depende de una iniciativa gratuita de Dios. De ese mundo cuyo príncipe es Satanás (Jn 12,31). Amar a ese mundo no puede compaginarse con el amor de Dios: ¿cómo podría ni siquiera creer en la existencia de un Padre cuando se pretende no contar más que con uno mismo?
b) El amor al Padre se reconoce a través de ciertos indicios que ya ha enumerado Juan: por ejemplo, el amor de los hermanos (1 Jn 2,8-11); la pertenencia al mundo se comprueba igualmente por ciertos indicios como someterse a las codicias de la carne, de los ojos y de la "vida" (v 16), que están en contra de la voluntad del Padre. La codicia de la carne designa sin duda esa hostilidad hacia Dios que anida en la carne; pecados de la sensualidad y de la gula. La codicia de los ojos apunta probablemente a los espectáculos del circo. La codicia de la vida hace alusión, al parecer, a las riquezas (los "medios de vida"). Por lo demás, esta lista no es exhaustiva: ofrece las principales características del comportamiento de quien hace de sí mismo lo absoluto.
c) Al hombre entregado a los impulsos de sus codicias se opone el que hace la voluntad de Dios y se deja conducir por su dinamismo. Pero nos encontramos en los últimos tiempos (v 18), los del cumplimiento haciendo al hombre entrar en la vida eterna. La codicia del mundo replegado sobre sí mismo y que "pasará".
El cristiano no huye del mundo; forma parte activa de él y sabe que puede llevar al mundo a su floración eterna desde el momento que actúa en él tratando de obedecer los impulsos de la voluntad de Dios. Pero el mundo es pecador cuando quiere encontrar por sí mismo las técnicas y los medios de su salvación y de su promoción definitiva..., esos medios que no son, al fin de cuentas, más que codicias.
La Eucaristía forma parte del mundo, por su pan y su vino, por las palabras que en ella son proclamadas, por los hombres que reúne. Pero es al mismo tiempo iniciativa de Dios, una iniciativa a la que se remiten los miembros de la asamblea (Maertens-Frisque).
Hemos visto que a los gnósticos les gustaba llamarse a sí mismos "sin pecado", porque predicaban una moral supuestamente superior: Juan ya les ha condenado cuando escribe: "Si decimos que no hemos pecado, le hacemos (a Dios) mentiroso" (1, 10). Ahora se dirige a los fieles con estas palabras: "Habéis vencido al Maligno". De nuevo, se trata de reconfortar a los verdaderos creyentes. Estos están en la verdad; los demás, en el error. Al guardar la fe de la Iglesia, los creyentes acogen la obra de Dios en ellos: al dar su confianza a Cristo, se proporcionan un "abogado" ante el Padre. Ellos son, pues, y no los herejes, los que poseen la vida. ¡Que perseveren, a pesar de las fuerzas diabólicas que socavan la comunidad! (“Dios cada día”, Sal Terrae).
S. Juan se dirige a sus lectores llamándoles "hijos". Es el denominador común aplicable a todos sus destinatarios. Después establece una distinción entre ellos: se dirige a los padres y a los jóvenes. Y, sin embargo, lo que escribe a cada grupo no es tan específico que no pueda aplicarse al otro. Lo que se dice de los padres puede aplicarse a los jóvenes y viceversa. El autor quiere comunicarles una alegre conciencia de lo que ellos son como cristianos: la alegre seguridad de la salvación. Sepan los cristianos que tienen vida eterna. ¿Qué es lo que dice el autor? Recuerda de modo general a sus "hijos", es decir, a todos los cristianos, que les han sido perdonados sus pecados, y en la segunda parte les dice que han conocido al Padre.
-"Os escribo, padres, porque conocéis al que es desde el principio". Por dos veces dice lo mismo. El que es desde el principio es JC. ¿Por qué a los lectores -a nosotros- aquí se nos llama "padres"? Porque nosotros, por nuestro "conocimiento de Cristo" -nuestra fe en Cristo y nuestra comunión con Cristo y con el Padre, producida por esa fe- hemos entrado a formar parte de la serie de los testigos. El autor sabe que aquellos a quienes él ha llamado "hijos", aquellos a quienes él pudo transmitir la comunión con Dios, son al mismo tiempo "padres" que han entrado a participar de su cualidad de testigo y podrán así transmitir a otros su fe y su comunión con Dios.
-"Os escribo a vosotros, jóvenes, porque habéis vencido al maligno. Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al Maligno". El autor se refiere también a todos los cristianos como tales. El ser fuertes y el vencer es algo que caracteriza a una determinada edad, a la edad precisamente de los jóvenes. La Palabra de Dios permanece en vosotros: esto no es privilegio de una edad determinada. El autor quiere decirnos que frente al maligno, tenemos nosotros la energía combativa y la fuerza de victoria que tienen los jóvenes; que nosotros hemos de recibir y hemos recibido ya de Dios la energía para caminar en la luz.
A continuación nos recuerda la exigencia fundamental que implica el cumplimiento de este programa: la separación del mundo. Dios y el mundo son dos realidades que mutuamente se excluyen. Permanecer en Dios significa alejarse del mundo. "Tanto amó Dios al mundo que no paró hasta entregar a su Hijo Único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3,16-17). No se trata del mundo en cuanto creación de Dios "...vio que todo era bueno". Tampoco se trata del mundo que los hombres van construyendo puesto que Dios encomendó la creación al dominio del hombre. El mundo del que se exige una lejanía al cristiano es el símbolo de todo aquello que excluye a Dios. Siempre que una realidad humana se autoafirme absolutamente excluyendo a Dios y sus exigencias, entonces la palabra "mundo" se opone a "Reino de Dios". Porque lo que hay en el mundo -las pasiones del hombre terreno y la codicia de los ojos y la arrogancia del dinero- eso no procede del Padre, sino que procede del mundo: -la apetencia de placeres para el cuerpo, -la apetencia excesiva de bienes terrenos, sobre los cuales piensa el hombre edificar su vida dándole seguridad, -y la arrogancia del dinero, es el corazón prisionero de las riquezas y cerrado para los hermanos: el desprecio práctico de Dios y de los hombres. Por consiguiente "lo que hay en el mundo es el egoísmo pecador, el egoísmo que se opone al amor derramado por Dios. La triple concupiscencia que procede "del mundo" es la antítesis misma de lo que procede "del Padre", es todo lo contrario del amor generoso que se entrega. Hoy debiéramos descubrir lo que hay en nosotros que es "del mundo" y escuchar la llamada del Padre a la conversión, a la renuncia de la voluntad caprichosa. Y caeríamos en una ilusión y engaño propio que esto lo podemos hacer sin una limitación sensible -quizá dolorosamente sensible- en la utilización de los bienes de la creación. Entonces, implícitamente, se exige también la renuncia voluntaria a los valores de la creación. Una renuncia que no se exige por sí misma, ni tampoco como condición de posibilidad para un amor de Dios concebido en forma individualista de cada persona aislada, sino que se exige como condición de posibilidad para la plena comunión con el hermano y hermana que Dios coloca a nuestro lado.
-Os digo, hijos míos: «Vuestros pecados están perdonados por obra del nombre de Jesús». Incansablemente, debemos repetirnos esas palabras a fin de que del fondo de nuestras vidas surja: -nuestro agradecimiento absoluto a Dios. -y el deseo sincero de nunca más pecar...
-Os lo digo a vosotros, padres porque: «conocéis al que es desde el principio». San Juan se dirige, particularmente aquí, a las personas de edad avanzada y les recomienda que se apoyen en el «conocimiento» de Dios, y en su «estabilidad»: «el que existe desde siempre». ¡La vejez invita a concentrarse en lo «esencial»! En esa edad, muchas cosas «desaparecen». Así el árbol se despoja de sus galas después de haber dado sus frutos. Pero también es señal de que la primavera está cerca. «Os lo digo a vosotros, padres: «conocéis al que es, desde el principio».
-Os lo digo a vosotros jóvenes: «Habéis vencido al Maligno. Sois fuertes, porque la Palabra de Dios permanece en vosotros.» Al dirigirse a los jóvenes, san Juan les recomienda ser «fuertes» para el combate que han de afrontar con el «Maligno»... apoyados en la «palabra de Dios». -El compromiso... -La oración de contemplación... -todo un programa de vida para jóvenes-. -No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. El término «mundo», en la pluma de san Juan tiene, casi siempre un sentido peyorativo. Se trata de esa «humanidad que sólo cuenta en sí misma y rehúsa confiar a Dios su porvenir». Se trata del mundo encerrado en sí mismo... del mundo que «pretende bastarse a sí mismo»... del mundo «a puerta cerrada». Un mundo tal no puede ir a la paz con Dios.
-Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Esas son unas frases severas. Hay que escucharlas tal cual son. Ya decía Jesús: «¡No se puede servir a dos amos!». Sin embargo, ese mundo pecador con el que ningún compromiso es posible, ¡Dios lo ha amado! para salvarle. El mismo san Juan puso en labios de Jesús esta otra frase: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan,3-16). Danos, Señor, saber condenar el pecado y amar a los pecadores... Ayúdanos, Señor a «no ser del mundo» y a «amar al mundo» como Tú lo amas...
-Todo lo que hay en el mundo es: -Deseos egoístas de la naturaleza humana... -Concupiscencia de los ojos. -Orgullo de las riquezas... ¡Todo ello no procede del Padre! Efectivamente, lo que está condenado en el mundo es su «suficiencia», su «egoísmo», su «orgullo». El hecho de prescindir de Dios. ¡Bastarse a si mismo! Detrás de esas palabras de Juan se perfila el paganismo de la época: la sensualidad aberrante del imperio romano decadente, los espectáculos indecentes y violentos del circo, la opresión de los ricos sobre los pobres. Evidentemente, si decimos que amamos a Dios, no tenemos derecho de amar a este mundo.
-Ahora bien, el mundo con sus deseos desaparecerá; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre. ¡Todo lo solamente humano... pasa! es frágil, transitorio, efímero. Todo lo que tiene fin es corto. Sólo Dios permanece. Uniendo mi vida a la tuya. Señor, ligo mi destino a tu vida eterna (Noel Quesson).
2. Sal. 95. Dios, nuestro Rey poderoso, no viene a nosotros como alguien que llega a aplastar nuestra dignidad. A pesar de su gran poder; y a pesar de nuestra indignidad a causa de nuestros pecado, Dios se acerca a nosotros como un Padre lleno de amor hacia quienes sabe que somos frágiles e inclinados a la maldad desde nuestra adolescencia. Quien reconozca el poder salvador de Dios, sabe que Dios nos envió a su propio Hijo para convertirse en motivo de salvación para cuantos le invoquen y le busquen con sincero corazón. Sólo el amor que Dios infunde en nuestros corazones podrá hacernos constructores de un mundo más justo y más fraterno. Esa es, finalmente, una de nuestras responsabilidades en la construcción de la ciudad terrena.
3. A. Comentario mío de 2007: San Ambrosio nos cuenta que “había profetizado Simeón, había profetizado una que era casada, y había profetizado una Virgen. Debió también profetizar una viuda para que no faltase ningún sexo ni condición”. Hoy vemos ese testimonio que faltaba: "Vivía entonces una profetisa llamada Ana", etc. No es algo banal, sino que está presentado con todo tipo de detalles, ambientando bien la escena: Teofilacto hace notar que “se detiene el evangelista describiendo la persona de Ana, diciendo quién era su padre, cuál era su tribu, y presentando como testigos a muchos que vieron a su padre y su tribu”. San Gregorio Niceno admite también que pasados unos años haya más gente con ese nombre…: “O tal vez porque en aquel tiempo había otras mujeres que tenían el mismo nombre de su padre, y dice cuál es su procedencia”. Pero lo más probable, como señala San Ambrosio, es que se quiere destacar la figura de Ana, por sus virtudes en su estado de viuda, “cuanto por sus costumbres, está representada como digna de anunciar al Redentor del mundo, por lo que continúa: "Que era ya de edad muy avanzada, y había vivido desde su virginidad, siete años con su marido y siendo viuda hasta los ochenta y cuatro años"”.
Orígenes hace notar el sentido alegórico de las dos profecías en el templo, cómo Simeón representa el eslabón entre el Antiguo y Nuevo Testamento: “como Ana la profetisa habló poco y no muy claro de Jesucristo, el Evangelio no refiere explícitamente lo que ella dijo. También se puede creer que tal vez habló Simeón antes que ella, porque éste representaba la forma de la ley (puesto que su nombre quiere decir obediencia) y ella representaba la gracia (según la significación del suyo), y como Jesucristo estaba entre ellos, dejó morir al primero con la ley, y fomentó con la gracia la vida de la última”. Beda sigue en la misma línea, según la forma curiosa que tenían, del sentido alegórico de los números, cosa que hoy nos hace cierta gracia, pero no deja de ser pedagógico: “Según el sentido místico, Ana significa la Iglesia, que en la actualidad ha quedado como viuda por la muerte de su esposo. También el número de los años de su viudez representa el tiempo de la peregrinación del cuerpo de la Iglesia lejos del Señor. Siete veces doce hacen ochenta y cuatro; siete expresa la marcha del tiempo que gira en siete días, y doce que pertenecen a la perfección de la doctrina apostólica. Por esto, tanto la Iglesia universal, como cualquier alma fiel, que procure pasar todo el tiempo de la vida según la doctrina de los apóstoles, se puede decir que ha servido al Señor por espacio de ochenta y cuatro años. También concuerda bien con esto el tiempo de siete años, que esta viuda había vivido con su marido. Porque en virtud de un privilegio de la majestad del Señor, que Él mismo en carne mortal nos ha explicado, el número de siete años es signo que expresa un número perfecto. También el nombre de Ana se conforma mucho con la Iglesia, porque su nombre significa gracia. Es hija de Fanuel que quiere decir cara de Dios, y desciende de la tribu de Aser, que quiere decir bienaventurado”.
En cualquier caso, nos presenta el Evangelio una mujer que desde joven se consagra totalmente a Dios: ésa fue su elección. Toda una vida al servicio de Dios, dejar los amores por el Amor, y el Señor le permite ver su rostro. La reciente película de “El hombre que hacía milagros” muestra en plastilina y dibujos la vida de Jesús, y al no tener un protagonista famoso se hace más “llevadera” la interpretación. Y es que nos es velado el rostro de Jesús, y la búsqueda no se satisface con las representaciones cinematográficas. Como decía la revista “Time” (6.12.2000) la figura de estos 2000 años más influyente es Jesús de Nazaret: "un hombre que vivió una vida corta, en un lugar atrasado y rural del Imperio Romano y que murió en agonía como un criminal convicto y que nunca se propuso causar ni la más mínima porción de los efectos que se han obrado en su nombre.
¿Quién fue, entonces, Jesús? ¿Cómo podemos saber más de él?” Deseamos conocer más y más su rostro, y por eso meditamos el Evangelio, también nos gusta ver las semejanzas entre el Jesús que aparece en la sábana santa y los iconos de las iglesias orientales. La “santa sindone” es uno de los mejores testimonios del rostro de Jesús, de este Jesús que nació, rezó y ayunó, que murió en el Calvario, con el sacrificio de la cruz, en una victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte. Sin embargo, la imagen que podemos encontrar sobre todo es interior.
Juan Pablo II nos invitaba a fijar la mirada en el rostro de Cristo y hacer de su Evangelio la regla cotidiana de vida. Decía una chica que es muy difícil explicar esta experiencia: “cuando crees en el Evangelio, cuando rezas, te sientes mejor, y sería estupendo que viviéramos lo que nos enseña... el mundo sería distinto”. Hay una cierta “experiencia de Dios”, un “laboratorio” en el que descubrimos, aún dentro del ambiente secularizado que nos rodea, el rostro de Jesús.
Ana es portadora de este deseo, de querer ver el rostro de Jesús. Como publica el semanario Life, "parece claro que el cristianismo no desaparece... está el reto... Él animó al hombre a hacer mejor las cosas, a ser caritativo, a perdonar. Habló de fe, esperanza y amor. Las instituciones suben, y después caen; las sectas cambian, sin propósito fijo, lo esencial; los buscadores persiguen la verdad literal o el cumplimiento espiritual. Todo en respuesta a un hombre que habló hace 2000 años.
Todo en respuesta al desafío o reto de Jesús". Pienso que la revelación cristiana atrae porque nos habla de que tenemos un Padre y que todos somos hermanos, cosa que nos conmueve porque si no hay padre no hay fraternidad, por mucho que seamos hijos de los hombres primitivos. Además, estamos todos interesados en el tema de qué será después de la muerte (últimas preguntas) y cuál es el sentido de la vida (las penúltimas preguntas).
Benedicto XVI nos hace ver que no es serio decir el Jesús de la fe no sea el histórico: “En los años cincuenta comenzó a cambiar la situación, ha grieta entre el «Jesús histórico» y el «Cristo de la fe» se hizo cada vez más profunda; a ojos vistas se alejaban uno de otro. Vero, ¿qué puede significar la fe en Jesús el Cristo, en Jesús Hijo del Dios vivo, si resulta que el hombre Jesús era tan diferente de como lo presentan los evangelistas y como, partiendo de los Evangelios, lo anuncia la Iglesia?
Los avances de la investigación histórico-crítica llevaron a distinciones cada vez más sutiles entre los diversos estratos de la tradición. Detrás de éstos la figura de Jesús, en la que se basa la fe, era cada vez más nebulosa, iba perdiendo su perfil. Al mismo tiempo, las reconstrucciones de este Jesús, que había que buscar a partir de las tradiciones de los evangelistas y sus fuentes, se hicieron cada vez más contrastantes: desde el revolucionario antirromano que luchaba por derrocar a los poderes establecidos y, naturalmente, fracasa, hasta el moralista benigno que todo lo aprueba y que, incomprensiblemente, termina por causar su propia ruina. Quien lee una tras otra algunas de estas reconstrucciones puede comprobar enseguida que son más una fotografía de sus autores y de sus propios ideales que un poner al descubierto un icono que se había desdibujado. Por eso ha ido aumentando entretanto la desconfianza ante estas imágenes de Jesús; pero también la figura misma de Jesús se ha alejado todavía más de nosotros.
Como resultado común de todas estas tentativas, ha quedado la impresión de que, en cualquier caso, sabemos pocas cosas ciertas sobre Jesús, y que ha sido sólo la fe en su divinidad la que ha plasmado posteriormente su imagen. Entretanto, esta impresión ha calado hondamente en la conciencia general de la cristiandad. Semejante situación es dramática para la fe, pues deja incierto su auténtico punto de referencia: la íntima amistad con Jesús, de la que todo depende, corre el riesgo de moverse en el vacío”.
Rudolf Schnackenburg buscó esta “persona de Jesucristo reflejada en los cuatro Evangelios”. Y llega a la conclusión «de que mediante los esfuerzos de la investigación con métodos histórico-críticos no se logra, o se logra de modo insuficiente, una visión fiable de la figura histórica de Jesús de Nazaret… el esfuerzo de la investigación exegética... por identificar estas tradiciones y llevarlas a lo históricamente digno de crédito, nos somete a una discusión continua de la historia de las tradiciones y de las redacciones que nunca se acaba» (p. 349).
¿Hasta dónde llega el «fundamento histórico»? Schnackenburg “ha dejado claro como dato verdaderamente histórico el punto decisivo: el ser de Jesús relativo a Dios y su unión con Él… Sin su enraizamiento en Dios, la persona de Jesús resulta vaga, irreal e inexplicable»”. Y a partir de aquí comienza el Papa: “Éste es también el punto de apoyo sobre el que se basa mi libro: considera a Jesús a partir de su comunión con el Padre. Éste es el verdadero centro de su personalidad. Sin esta comunión no se puede entender nada y partiendo de ella Él se nos hace presente también hoy”. Pero quiere ir más allá de aquel autor, que dice: los Evangelios «quieren, por así decirlo, revestir de carne al misterioso hijo de Dios aparecido sobre la tierra». “Quisiera decir al respecto: no necesitaban «revestirle» de carne, Él se había hecho carne realmente. Vero, ¿se puede encontrar esta carne a través de la espesura de las tradiciones?... es fundamental referirse a hechos históricos reales… ‘et incarnatus est’: con estas palabras profesamos la entrada efectiva de Dios en la historia real.
Si dejamos de lado esta historia, la fe cristiana como tal queda eliminada y transformada en otra religión. Así pues, si la historia, lo fáctico, forma parte esencial de la fe cristiana en este sentido, ésta debe afrontar el método histórico. La fe misma lo exige”. La historia intenta “conocer y entender con la mayor exactitud posible el pasado” pero no puede hacerlo actual, «de hoy». Pero “las palabras transmitidas en la Biblia se convierten en Escritura a través de un proceso de relecturas cada vez nuevas: los textos antiguos se retoman en una situación nueva, leídos y entendidos de manera nueva. En la relectura, en la lectura progresiva, mediante correcciones, profundizaciones y ampliaciones tácitas, la formación de la Escritura se configura como un proceso de la palabra que abre poco a poco sus potencialidades interiores, que de algún modo estaban ya como semillas y que sólo se abren ante el desafío de situaciones nuevas, nuevas experiencias y nuevos sufrimientos.
Quien observa este proceso —sin duda no lineal, a menudo dramático pero siempre en marcha— a partir de Jesucristo, puede reconocer que en su conjunto sigue una dirección, que el Antiguo y el Nuevo Testamento están íntimamente relacionados entre sí. Ciertamente, la hermenéutica cristológica, que ve en Cristo Jesús la clave de todo el conjunto y, a partir de Él, aprende a entender la Biblia como unidad, presupone una decisión de fe y no puede surgir del mero método histórico. Pero esta decisión de fe tiene su razón —una razón histórica— y permite ver la unidad interna de la Escritura y entender de un modo nuevo los diversos tramos de su camino sin quitarles su originalidad histórica”.
Por tanto, para conocer a Cristo la «exégesis canónica» —la lectura de los diversos textos de la Biblia en el marco de su totalidad— “es una dimensión esencial de la interpretación que no se opone al método histórico-crítico, sino que lo desarrolla de un modo orgánico y lo convierte en verdadera teología”.
Investigar las palabras de Jesús es interesante, pero mucho más ver cómo “las palabras mismas” tienen unas “aperturas intrínsecas”, como han sido leídas en la Iglesia, por eso pienso que es peligroso reformar esas palabras de la Biblia, como la Neovulgata, que cambió un 2%. Menos mal que en la liturgia se ha mantenido alguna antífona con la fórmula antigua, que es la que han meditado tantos Padres de la Iglesia. Pero da miedo pensar que se pierda contenido precioso de esta tradición, por una vuelta a los orígenes hecha desde la filología solamente. Todo forma una unidad, dentro de la Tradición, y ahí está implicada la misma inspiración: “Los cuatro sentidos de la Escritura no son significados individuales independientes que se superponen, sino precisamente dimensiones de la palabra única, que va más allá del momento”.
La clave está en que “los distintos libros de la Sagrada Escritura, como ésta en su conjunto, no son simple literatura. La Escritura ha surgido en y del sujeto vivo del pueblo de Dios en camino y vive en él. Se podría decir que los libros de la Escritura remiten a tres sujetos que interactúan entre sí. En primer lugar al autor o grupo de autores a los que debemos un libro de la Escritura. Vero estos autores no son escritores autónomos en el sentido moderno del término, sino que forman parte del sujeto común «pueblo de Dios»: hablan a partir de él y a él se dirigen, hasta el punto de que el pueblo es el verdadero y más profundo «autor» de las Escrituras”. Y “el pueblo de Dios —la Iglesia— es el sujeto vivo de la Escritura; en él, las palabras de la Biblia son siempre una presencia. Naturalmente, esto exige que este pueblo reciba de Dios su propio ser, en último término, del Cristo hecho carne, y se deje ordenar, conducir y guiar por El”.
El «Jesús histórico» más real es así el que nos presenta la Iglesia, el que nos llega por la tradición auténtica, “esta figura resulta más lógica y, desde el punto de vista histórico, también más comprensible que las reconstrucciones que hemos conocido en las últimas décadas. Pienso que precisamente este Jesús —el de los Evangelios— es una figura históricamente sensata y convincente.
Sólo si ocurrió algo realmente extraordinario, si la figura y las palabras de Jesús superaban radicalmente todas las esperanzas y expectativas de la época, se explica su crucifixión y su eficacia. Apenas veinte años después de la muerte de Jesús encontramos en el gran himno a Cristo de la Carta a los Filipenses (cf. 2, 6-11) una cristología de Jesús totalmente desarrollada, en la que se dice que Jesús era igual a Dios, pero que se despojó de su rango, se hizo hombre, se humilló hasta la muerte en la cruz, y que a El corresponde ser honrado por el cosmos, la adoración que Dios había anunciado en el profeta Isaías (cf. 45, 23) y que sólo El merece.
La investigación crítica se plantea con razón la pregunta: ¿Qué ha ocurrido en esos veinte años desde la crucifixión de Jesús? ¿Cómo se llegó a esta cristología? En realidad, el hecho de que se formaran comunidades anónimas, cuyos representantes se intenta descubrir, no explica nada. ¿Cómo colectividades desconocidas pudieron ser tan creativas, convincentes y, así, imponerse? ¿No es más lógico, también desde el punto de vista histórico, pensar que su grandeza resida en su origen, y que la figura de Jesús haya hecho saltar en la práctica todas las categorías disponibles y sólo se la haya podido entender a partir del misterio de Dios? Naturalmente, creer que precisamente como hombre El era Dios, y que dio a conocer esto veladamente en las parábolas, pero cada vez de manera más inequívoca, es algo que supera las posibilidades del método histórico. Por el contrario, si a la luz de esta convicción de fe se leen los textos con el método histórico y con su apertura a lo que lo sobrepasa, éstos se abren de par en par para manifestar un camino y una figura dignos de fe. Así queda también clara la compleja búsqueda que hay en los escritos del Nuevo Testamento en torno a la figura de Jesús y, no obstante todas las diversidades, la profunda cohesión de estos escritos”.
En el fondo, tenía razón Dostoyevsky cuando en "Los demonios" preguntaba "¿Puede un hombre culto, un europeo de nuestros días, creer aún en la divinidad de Jesucristo, Hijo de Dios? Pues en ello consiste propiamente la fe toda". Y es lo que plantea tanta literatura, ante la que el Papa quiere dar una aportación de la verdad: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado» (Lucas 24, 5-6), preguntó el ángel a las santas mujeres aquel primer domingo de pascua, y como una onda que pasa transversalmente a través de los siglos, parece que aletean en el aire estas palabras del ángel, para que el anuncio de la resurrección de Jesús llegue a toda persona de buena voluntad y todos nos sintamos protagonistas en construir un mundo mejor.
Ana de Fanuel no quería llegar a tanto, era simplemente la mujer que no moriría hasta ver el salvador, tenía 84 años y era viuda, servía Dios noche y día, era perseverante, porque era piadosa, y había madurado por los padecimientos. Hay maneras de madurar como la vitalidad juvenil, cuando podemos entregarnos a un ideal, pero junto a la decisión hay faltas de constancia, desánimos. La paciencia, perseverancia, viene con los años, cuando se acrisola con el tiempo y el sacrificio ese amor, como los viejos robles que no sufren la sequía, en cambio los brotes tiernos siempre pueden secarse y morir, de forma que la edad hace mejorar lo bueno y empeorar lo que es malo. Ana era buen vino, y fue recompensada. Puede ser porque al ser mayor iba más a lo esencial, como hacen las abuelas. Saben que en la vida lo importante es amar y sentirse amado, y ese amor es capaz de cualquier sacrificio. Ella había visto de todo y entendía que todo es vanidad, que los placeres no dan la felicidad y la misma sabiduría si nos aparta de Dios no vale nada. Por eso ella escoge con su piedad sencilla y fuerte, vivir de esperanza, y esperar el Cordero de Dios, confiar en la Palabra divina, no dejarse llevar por el sentimentalismo, que es campo de superstición, música melosa pero hueca, cursiladas vacías... como tampoco se deja llevar por el mundo intelectual y frío, sino que busca en su corazón el centro de la piedad. Sabe que no es el cumplimento de prácticas la base de la santidad, sino el amor, y eso intuye que nos trae Jesús, que somos hijos en brazos de nuestro Padre Dios.
B. Comentario que tomo de textos de mercaba.org en 2009: - La figura de Ana, que parece no tener relevancia alguna, nos puede hacer pensar en la dedicación callada a Dios, en el espíritu atento a sus llamadas y manifestaciones, en la alegría de la salvación que siempre se nos muestra. Y también en lo que todos podemos aprender de los ancianos.
- El final del evangelio nos hace mirar a Jesús que va creciendo y aprendiendo. Los largos años de Nazaret son años de camino oculto: aprendiendo de sus padres y maestros, yendo a la sinagoga, llenándose de Dios. Es una vida normal como la nuestra, que vale la pena vivir como él la vivió. Ana pertenece al grupo de los pobres de Yahvé los "anawim". No posee nada. Tampoco es muy alegre su vida. La desgracia entró en su hogar. Si permanecía en su pobre casa, ¡la de una anciana! estaría sola todo el día. Entonces encuentra una solución: pasa la mayor parte del tiempo en el templo, rezando "día y noche". Es tanta su edad, y quizá sus fuerzas físicas muy disminuidas por alguna enfermedad... que nadie le pide ni le encarga nada... por lo demás podría sentirse inútil. Pero, cerca de Dios ha hallado una solución: hace de su vida una "ofrenda", "sirve a Dios", "ayuna": toda su vida es una especie de sacrificio, de holocausto, que sube al cielo como el humo del incienso en la oración y ofrenda de la tarde.
Y entonces, su vida, su pobreza son de un valor infinito; con lo que salva al mundo. Esta mujer es más importante a los ojos de Dios que todos los doctores de la Ley y los sacerdotes que ejercen sus funciones oficiales en el Templo.
-Ella proclamaba las alabanzas de Dios, y hablaba del niño a todos aquellos que esperaban la liberación de Israel.
Esta es la esperanza de los pobres, la humilde espera de los pobres: ¡ser liberados! Ana no se repliega en sí misma y ni su "ayuno" ni su "oración" son para sí misma. Ella no ofrece su vida en vista a su salvación personal. Lo que verdaderamente aporta es la "esperanza de Israel".
¿Cargo sobre mí a toda la humanidad? ¿Aporto la esperanza y la espera al mundo? En mi plegaria ¿está presente la Iglesia, pueblo de Dios? ¿Comparto mi esperanza con la de la Iglesia misionera? Y Ana, la ancianita, no está inactiva, pasiva, resignada, sin recurso... hace lo que puede: "hablaba... del niño a todos los que esperaban la liberación..." ..."proclamaba las alabanzas de Dios". Probablemente, en los oficios del Templo cantaría los salmos con toda su alma y con su cascada voz. Y al salir, hablaría de Dios a todos los que querían escucharla.
-"Cumplidas todas las cosas ordenadas por la ley del Señor, regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios, estaba en El".
Es preciso contemplar e imaginar largamente todo esto. Jesús, a los tres años... está creciendo. A los seis años... su conciencia despierta con la educación y los buenos consejos de su madre y de José... va a la escuela, aprende a leer... va progresando... Y no obstante, es Dios. Es un misterio. Jesús sigue todas las leyes naturales del crecimiento humano, crecimiento físico, crecimiento intelectual (progresa en ciencia). Pasa por la pubertad y la adolescencia.
"Siendo como es el Hijo", acepta el no conocer su misión más que progresivamente, ha aprendido lo que es obedecer" (Hebr 5,8). Ha tomado para sí mucha condición de hombres en todo. Realiza su fidelidad al Padre en una obediencia absoluta a su condición humana frágil y limitada.
Pobreza de Ana, la vieja pobreza de Jerusalén... Pobreza de Dios "aquel que se ha despojado"... (Noel Quesson).
Lucas, en el evangelio de hoy, pone en labios de Simeón, la seguridad que han de tener las personas comprometidas con la Vida: "mis ojos han visto la luz de las naciones" (Lc 2, 29-32). Simeón es, al igual que Zacarías, uno de los muchos piadosos y justos (Lc 1, 6) que aguardaban la liberación de Israel. El viejo Simeón al final de su vida pudo experimentar la liberación de Dios, liberación que esperan todos los justos. Éstos son los que aman al Señor; lo aman porque buscan, porque están luchando desde su pobreza por un nuevo espacio geográfico y social que sea significativamente distinto de aquel en el que se vive. En la pluma de Lucas, la liberación no es sólo para Israel, es para todas las naciones, sin condiciones. Nada ni nadie puede poner como pretexto que la liberación de las condiciones de tinieblas está restringida. A todas las naciones se les retira las vendas: no tienen porque andar en tinieblas. Han de buscar hacer realidad el nacimiento de la Nueva Sociedad que recibe en sus brazos al Verbo de Dios (v 28). Esa visión universalista de la sociedad liberada de las tinieblas, es lo que Lucas quiere transmitir con urgencia. De manera que las naciones y las personas que acogen a Jesús, que lo toman en los brazos, se obligan a un nuevo discurso y nueva praxis social que lleva a la liberación (servicio bíblico latinoamericano).
Esta mujer, viuda, marginada, necesitada por tanto de sustento material, pertenece al grupo de los pobres de Yavé; es una mujer religiosa, vive una profunda comunión con Dios. Pero su religiosidad no se limita al ámbito de lo íntimo e individual. Dice Lucas que tenía el don de profecía, algo no común en Israel para las mujeres. Dios le había concedido ese don. El profeta es quien habla en nombre de Dios, y ahora eso es también para la mujer. Su condición de mujer religiosa le permitió reconocer en el niño Jesús al Mesías y su condición de profeta la llevó a compartir esta alegría (otro tema lucano fundamental).
El descubrimiento no viene de un modo repentino, mágico. La mujer había preparado su alma y su corazón desde hacía muchos años. Su religiosidad no era improvisada. Por lo tanto su predicación se apoyaba en una experiencia de vida religiosa profunda. Pero hay algo más. Lucas quiere demostrar que el descubrimiento de Jesús como Mesías no depende de haber estado en contacto con el Templo, ni con la religión, sino directamente con Dios. La mujer servía en el Templo, y también lo hacían los sacerdotes. Sin embargo, estos últimos no reconocen esta presencia de Jesús liberador. Es desde una experiencia con el Dios Vivo desde donde se puede reconocer al Mesías, y no desde la estructura religiosa o del Templo. Esta experiencia directa con Dios abre el corazón a la novedad de lo que el mismo Dios quiera manifestar en cada tiempo. Y éste es otro mensaje de esta Palabra. Quienes viven una profunda comunión, una real comunión con el Dios de la Vida, pueden descubrir lo que Dios está haciendo en la historia. Por el contrario, quienes están atados a las estructuras, a la religión como sistema cerrado... no podrán ver lo nuevo de Dios, querrán mantener aquello que le da sentido a su existir: el sistema en cuanto tal (servicio bíblico latinoamericano).
En este “belén” que la liturgia nos va presentando durante el tiempo de Navidad, hoy le toca el turno a la “figurita” de Ana. La imagino como una anciana arrugada, parecida a algunas de las ancianas que también hoy están siempre en nuestros templos, como si fueran velas encendidas que se consumen lentamente ante el Señor. Ana, además de ser vieja, era viuda; es decir, pertenecía, junto con los huérfanos, a la categoría de los más pobres del pueblo, de los que no cuentan. ¿Qué sucede cuando se “encuentra” con el Niño? El evangelio de Lucas va describiendo las respuestas de los distintos personajes. Los pastores, por ejemplo, pasaron por diversas etapas: temor, alegría, anuncio. Pues bien, la vieja Ana reacciona de dos maneras: dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel. Merece la pena que nos entretengamos en estas dos actitudes y en otra previa: la actitud de paciente espera.
Ana, en primer lugar, es una mujer que, como los pobres de Yahvé, sabe esperar activamente: No se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. ¿No os parece que a menudo deseamos encontrarnos con Jesús sin apartarnos ... de nuestros intereses, sin purificar nuestras expectativas en una oración confiada? Es muy fácil decir “Yo no veo a Jesús por ninguna parte”, cuando esas partes en las que no lo vemos son el territorio diminuto de nuestro pequeño mundo de intereses, preocupaciones. La oración paciente, día y noche, es como un colirio que limpia nuestros ojos para ver al Niño donde muchos sólo ven a un bebé como otro cualquiera.
Cuando Ana lo reconoce, da gracias a Dios. Todo regalo libera nuestra capacidad de agradecimiento. Hoy es uno de esos días en los que también nosotros podemos dar gracias a Dios por todos los signos visibles de su amor, por todos los Cristos que ha ido colocando en el camino de nuestra vida. Nuestra fe de hoy es, en buena medida, el fruto de estos regalos.
Ana, finalmente, habla del Niño. Lucas siempre acentúa este aspecto confesante de sus personajes. A mí no me gusta nada el testimonio cuando se convierte en una especie de “género literario”. Muchos “testimonios” son emocionantes, pero según los gustos, a algunos pueden parecer casi siempre hinchados y huecos. Hablar del niño significa, sobre todo, hacer visible el gozo, la esperanza, el coraje, que todo encuentro con Jesús produce en el entramado de la vida cotidiana (Gonzalo Fernández).
El día de ayer comentábamos la gran importancia que tienen los himnos litúrgicos en el evangelio de Lucas, y subrayamos dicha importancia en razón de los contenidos teológicos de los himnos. Sin embargo, tendríamos que añadir algo más, a fin de ver la importancia del texto bíblico de hoy. El evangelista Lucas no pone los grandes contenidos teológicos del evangelio de la infancia en boca de teólogos notables, ni en labios de los sumos sacerdotes, o de los levitas y sacerdotes del templo, o de los escribas y doctores de la Ley, o de los fariseos o saduceos, etc. No. Los mayores contenidos teológicos del evangelio lucano -excepto en el caso de Zacarías- están en boca de la gente más humilde y sencilla (Isabel, María, Simeón, Ana, los pastores...); tres de estas personas son mujeres -consideradas impuras y menores de edad, a quienes no se les podía enseñar la ley, ni tampoco enseñar a leer, y quienes no eran sujetos aptos para testimoniar la verdad ante ningún tribunal. Pues bien, personas de esta clase son las que rodean a Jesús en el momento de su aparición en la tierra. Las grandes verdades teológicas no salen del Templo, ni llevan la aprobación del Sumo Sacerdote, ni de los sacerdotes o levitas de turno, ni de los doctores de la ley. Ellas se viven y se pronuncian en el ámbito profano del pueblo simple y sencillo, en el ambiente de la impureza femenina, en boca de gente estéril y por lo mismo considerada maldita, en labios de ancianos y de viudas envejecidas, considerados estorbo y desecho de la sociedad.
Este es el contexto en el que hay que leer el evangelio del día de hoy. La protagonista es una anciana muy mayor. Sumémosle a los años que tenía cuando se casó, los siete que vivió casada y sus ochenta y cuatro de viuda, y nos haremos la imagen de una mujer ya más que centenaria. Sin embargo, Lucas la llama "profetisa", es decir, reveladora de la voluntad de Dios, pese a su condición de inferioridad social, por ser mujer, viuda y anciana. Su mirada espiritual era más fuerte que sus ojos apagados de mujer y anciana centenaria. Ella "les hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel". Anciana y todo, era evangelizadora, tenía viva la mirada para conocer a quienes aún esperaban algo, y estaba claramente definida por la necesidad de un cambio social: les hablaba a quienes aguardaban la "liberación" de Israel. Y cuando un judío hablaba de "liberación" tenía clavada en el alma la memoria del éxodo de Egipto. Saber envejecer con el alma joven, no sólo pensando en que es posible un cambio social en justicia, sino también anunciándolo y promoviéndolo, es la forma que el Evangelio nos propone de llegar a ser mayores sin convertirnos en viejos, de darle al cambio social la madurez de la experiencia, y de ser revolucionarios sin los espejismos y superficialidades de los años inmaduros (Josep Rius-Camps).
Padre nuestro, concédenos en estos días que al contemplar tantas veces a Jesús, tu Hijo, sobre unas pajas, claudique la dureza de nuestra insolidaridad y nos llenemos de luz. Ponderemos hoy cómo es en la vida palpitante y dura donde aprendemos los hombres a saborear el don del amor y de la libertad. Venturosa libertad la de quien cultiva ese don en el jardín de la bondad, de la justicia, del amor, de la confianza, como hijo en su hogar amado. Nadie es tan libre como el hijo amado en su hogar, y nadie tan enclaustrado como el hijo privado de amor o ciego a su luz. Nosotros, como hijos amados, celebramos en la fe y en la liturgia la inmensa libertad y amor del Hijo de Dios que se hace para nosotros camino, verdad y vida, revistiendo la condición de Niño mecido sobre unas pajas por el amor de su Madre.Viendo en la debilidad a la Omnipotencia, animémonos a servir y a vivir en libertad, con profunda alegría y fe, aunque el cuerpo nos haga flaquear no pocas veces. Quien libremente ha venido a nosotros por amor, en ese amor nos espera.
Como que resumiendo todo el período de la infancia de Jesús, se nos dice que Él estaba “sometido” a sus padres y que “progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (Lc 2,51-52). Durante la mayor parte de su vida, Jesús compartió la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios, vida en la comunidad (cf Catecismo 531). No siempre recordamos esto, pero lo que más distinguió a Jesús fue su vida familiar. En cambio, a menudo consideramos sólo su vida pública. Si Jesucristo nos ha redimido tanto con su vida oculta de Nazaret como con sus escasos tres años de predicador itinerante, entonces, los 30 años que pasaba detrás del portal de la casa sencilla de Nazaret no fueron menos fecundos. Lo manifiesta también la frase del Evangelio: “El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.” Ciertamente, el propósito común de María y José fue el de proporcionar una esmerada educación a Jesús y Él la asimiló con la actitud más confiada, diligente y sumisa que jamás ha tenido un hijo. María y José vieron cómo su inteligencia y su voluntad humanas se iban despertando, desarrollando y fortificando. Por otro lado, no sólo habrán buscado trasmitirle un gran número de conocimientos acerca de las costumbres y tradiciones del pueblo judío, sino sobre todo el mundo de valores y de ideales que los animaba, donde Dios lo era todo. Así habrán compartido muchas veces los mismos sentimientos, afectos e intereses.
Es esa la mayor riqueza que la vida en familia encierra. Sorprende, con qué eficacia se va trasmitiendo, casi irradiando hacia los demás. Quizá por eso la profetiza Ana se sintió atraída hacia esta familia. Es hermoso pensar que la Virgen María en persona le habrá contado a San Lucas todos estos detalles acerca de la niñez de Jesús. ¿Quién más lo podría haber hecho?
La alegría del nacimiento de Cristo tiene que ser una noticia de salvación para todos los que se encuentran prisioneros por el pecado, la desesperación, la angustia, el temor y el miedo. De la misma manera que Ana, la profetisa, comenzó a hablar de Jesús, nosotros también debemos compartir con los demás la alegre noticia de que Jesús es una realidad en nuestra vida y en nuestro mundo; que él es la única oportunidad que tiene el hombre para ser feliz, pues sólo en él están la Vida, la paz y la perfecta armonía interior. No podemos quedarnos con esta noticia sólo para nosotros; quien ha conocido a Jesús, debe anunciarlo a los demás. Tú y yo somos los nuevos profetas de Cristo, no tengamos miedo ni vergüenza de hablar de Jesús a nuestros amigos y compañeros (Juan Pablo Menéndez).
Como que resumiendo todo el período de la infancia de Jesús, se nos dice que Él estaba “sometido” a sus padres y que “progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (Lc 2,51-52). Durante la mayor parte de su vida, Jesús compartió la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios, vida en la comunidad (cf. Catecismo de la Iglesia Cátolica, n. 531). No siempre recordamos esto, pero lo que más distinguió a Jesús fue su vida familiar. En cambio, a menudo consideramos sólo su vida pública.
Si Jesucristo nos ha redimido tanto con su vida oculta de Nazaret como con sus escasos tres años de predicador itinerante, entonces, los 30 años que pasaba detrás del portal de la casa sencilla de Nazaret no fueron menos fecundos. Lo manifiesta también la frase del Evangelio: “El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.”
Ciertamente, el propósito común de María y José fue el de proporcionar una esmerada educación a Jesús y Él la asimiló con la actitud más confiada, diligente y sumisa que jamás ha tenido un hijo. María y José vieron cómo su inteligencia y su voluntad humanas se iban despertando, desarrollando y fortificando. Por otro lado, no sólo habrán buscado trasmitirle un gran número de conocimientos acerca de las costumbres y tradiciones del pueblo judío, sino sobre todo el mundo de valores y de ideales que los animaba, donde Dios lo era todo. Así habrán compartido muchas veces los mismos sentimientos, afectos e intereses.
Es esa la mayor riqueza que la vida en familia encierra. Sorprende, con qué eficacia se va trasmitiendo, casi irradiando hacia los demás. Quizá por eso la profetiza Ana se sintió atraída hacia esta familia. Es hermoso pensar que la Virgen María en persona le habrá contado a San Lucas todos estos detalles acerca de la niñez de Jesús. ¿Quién más lo podría haber hecho? (José Rodrigo Escorza).
La historia de la Encarnación se abre con estas palabras: No temas, María (Lucas 1,30). Y a San José le dirá también el Ángel del Señor: José, hijo de David, no temas (Mateo 1,20). A los pastores les repetirá de nuevo el Ángel: No tengáis miedo (Lucas 2,10). Más tarde, cuando atravesaba el pequeño mar de Galilea ya acompañado por sus discípulos, se levantó una tempestad tan recia en el mar, que las olas cubrían la barca (Mateo 8,24) mientras el Señor dormía rendido por el cansancio. Los discípulos lo despertaron diciendo: ¡Maestro, que perecemos! Jesús les respondió: ¿Porqué teméis, hombres de poca fe? (Mateo 8,25-26). ¡Qué poca fe también la nuestra cuando dudamos porque arrecia la tempestad! Nos dejamos impresionar demasiado por las circunstancias: enfermedad, trabajo, reveses de fortuna, contradicciones del ambiente. Olvidamos que Jesucristo es, siempre, nuestra seguridad. Debemos aumentar nuestra confianza en Él y poner los medios humanos que están a nuestro alcance. Jesús no se olvida de nosotros: “nunca falló a sus amigos” (Santa Teresa, Vida), nunca.
Dios nunca llega tarde para socorrer a sus hijos; siempre llega, aunque sea de modo misterioso y oculto, en el momento oportuno. La plena confianza en Dios, da al cristiano una singular fortaleza y una especial serenidad en todas las circunstancias. “Si no le dejas, Él no te dejará” (J. Escrivá, Camino). Y nosotros le decimos que no queremos dejarle. “Cuando imaginamos que todos se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Salmos 42, 2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio. En cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente” (J. Escrivá, Amigos de Dios) Esta es la medicina para barrer, de nuestras vidas, miedos, tensiones y ansiedades.
En toda nuestra vida, en lo humano y en lo sobrenatural, nuestro “descanso” nuestra seguridad, no tiene otro fundamento firme que nuestra filiación divina. Esta realidad es tan profunda que afecta al mismo hombre, hasta tal punto de que Santo Tomás afirma que por ella el hombre es constituido en un nuevo ser (Suma Teológica). Dios es un Padre que está pendiente de cada uno de nosotros y ha puesto un Ángel para que nos guarde en todos los caminos. En la tribulación acudamos siempre al Sagrario, y no perderemos la serenidad. Nuestra Madre nos enseñará a comportarnos como hijos de Dios; también en las circunstancias más adversas (Francisco Fernández Carvajal). Llucià Pou Sabaté
Primera carta del apóstol san Juan 2,12-17. Os escribo, hijos míos, que se os han perdonado vuestros pecados por su nombre. Os escribo, padres, que ya conocéis al que existía desde el principio. Os escribo, jóvenes, que ya habéis vencido al Maligno. Os repito, hijos, que ya conocéis al Padre. Os repito, padres, que ya conocéis al que existía desde el principio. Os repito, jóvenes, que sois fuertes y que la palabra de Dios permanece en vosotros, y que ya habéis vencido al Maligno. No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo -las pasiones de la carne, y la codicia de los ojos, y la arrogancia del dinero-, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, con sus pasiones. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.
Salmo 95,7-8a.8b-9.10. R. Alégrese el cielo, goce la tierra.
Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor.
Entrad en sus atrios trayéndole ofrendas, postraos ante el Señor en el atrio sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda.
Decid a los pueblos: «El Señor es rey, él afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente.»
Evangelio (Lc 2,36-38): Vivía entonces una profetisa, llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Esta era ya de edad muy avanzada, y había vivido con su marido siete años desde su virginidad; y habíase mantenido viuda hasta los ochenta y cuatro de su edad, no saliendo del templo, y sirviendo en él a Dios día y noche con ayunos y oraciones. Esta, pues, viniendo a la misma hora, alababa igualmente al Señor, y hablaba de El a todos los que esperaban la redención de Israel.
Comentario: 1. 1 Jn 2,12-17. Invita a revisar nuestros criterios en la vida normal: vencer al Maligno, conocer al Padre, guiarse por aquello que viene del Padre y no por lo que viene del mundo. Define las modalidades de la comunión con Dios: vivir con El en la luz, compartir su amor amando a los hermanos, en una palabra, conocerle. Pero esa comunión supone una elección deliberada. No es posible, en efecto, servir a dos amos a la vez: el Padre y el Mundo. Es la lección esencial de este pasaje.
a) El hombre y el cristiano se ven, en efecto, solicitados por dos fuentes de vida: el Padre y el Mundo. Pero no es posible beber de dos aguas: quien ama al mundo no puede tener en él el amor del Padre (v 15), quien es solicitado por la "codicia" del mundo (v 16) no puede serlo por la "voluntad" de Dios (v 17) El término "mundo" recibe, pues, en la pluma de San Juan un sentido peyorativo: no se trata del mundo por el que Cristo ha muerto (1 Jn 2,2; 4,14; Jn 3,17; 4,42; 12,47) y al que Dios ha amado tanto (Jn 3,16), sino de esa humanidad que no cuenta más que consigo misma para salvarse y se niega a admitir que su futuro depende de una iniciativa gratuita de Dios. De ese mundo cuyo príncipe es Satanás (Jn 12,31). Amar a ese mundo no puede compaginarse con el amor de Dios: ¿cómo podría ni siquiera creer en la existencia de un Padre cuando se pretende no contar más que con uno mismo?
b) El amor al Padre se reconoce a través de ciertos indicios que ya ha enumerado Juan: por ejemplo, el amor de los hermanos (1 Jn 2,8-11); la pertenencia al mundo se comprueba igualmente por ciertos indicios como someterse a las codicias de la carne, de los ojos y de la "vida" (v 16), que están en contra de la voluntad del Padre. La codicia de la carne designa sin duda esa hostilidad hacia Dios que anida en la carne; pecados de la sensualidad y de la gula. La codicia de los ojos apunta probablemente a los espectáculos del circo. La codicia de la vida hace alusión, al parecer, a las riquezas (los "medios de vida"). Por lo demás, esta lista no es exhaustiva: ofrece las principales características del comportamiento de quien hace de sí mismo lo absoluto.
c) Al hombre entregado a los impulsos de sus codicias se opone el que hace la voluntad de Dios y se deja conducir por su dinamismo. Pero nos encontramos en los últimos tiempos (v 18), los del cumplimiento haciendo al hombre entrar en la vida eterna. La codicia del mundo replegado sobre sí mismo y que "pasará".
El cristiano no huye del mundo; forma parte activa de él y sabe que puede llevar al mundo a su floración eterna desde el momento que actúa en él tratando de obedecer los impulsos de la voluntad de Dios. Pero el mundo es pecador cuando quiere encontrar por sí mismo las técnicas y los medios de su salvación y de su promoción definitiva..., esos medios que no son, al fin de cuentas, más que codicias.
La Eucaristía forma parte del mundo, por su pan y su vino, por las palabras que en ella son proclamadas, por los hombres que reúne. Pero es al mismo tiempo iniciativa de Dios, una iniciativa a la que se remiten los miembros de la asamblea (Maertens-Frisque).
Hemos visto que a los gnósticos les gustaba llamarse a sí mismos "sin pecado", porque predicaban una moral supuestamente superior: Juan ya les ha condenado cuando escribe: "Si decimos que no hemos pecado, le hacemos (a Dios) mentiroso" (1, 10). Ahora se dirige a los fieles con estas palabras: "Habéis vencido al Maligno". De nuevo, se trata de reconfortar a los verdaderos creyentes. Estos están en la verdad; los demás, en el error. Al guardar la fe de la Iglesia, los creyentes acogen la obra de Dios en ellos: al dar su confianza a Cristo, se proporcionan un "abogado" ante el Padre. Ellos son, pues, y no los herejes, los que poseen la vida. ¡Que perseveren, a pesar de las fuerzas diabólicas que socavan la comunidad! (“Dios cada día”, Sal Terrae).
S. Juan se dirige a sus lectores llamándoles "hijos". Es el denominador común aplicable a todos sus destinatarios. Después establece una distinción entre ellos: se dirige a los padres y a los jóvenes. Y, sin embargo, lo que escribe a cada grupo no es tan específico que no pueda aplicarse al otro. Lo que se dice de los padres puede aplicarse a los jóvenes y viceversa. El autor quiere comunicarles una alegre conciencia de lo que ellos son como cristianos: la alegre seguridad de la salvación. Sepan los cristianos que tienen vida eterna. ¿Qué es lo que dice el autor? Recuerda de modo general a sus "hijos", es decir, a todos los cristianos, que les han sido perdonados sus pecados, y en la segunda parte les dice que han conocido al Padre.
-"Os escribo, padres, porque conocéis al que es desde el principio". Por dos veces dice lo mismo. El que es desde el principio es JC. ¿Por qué a los lectores -a nosotros- aquí se nos llama "padres"? Porque nosotros, por nuestro "conocimiento de Cristo" -nuestra fe en Cristo y nuestra comunión con Cristo y con el Padre, producida por esa fe- hemos entrado a formar parte de la serie de los testigos. El autor sabe que aquellos a quienes él ha llamado "hijos", aquellos a quienes él pudo transmitir la comunión con Dios, son al mismo tiempo "padres" que han entrado a participar de su cualidad de testigo y podrán así transmitir a otros su fe y su comunión con Dios.
-"Os escribo a vosotros, jóvenes, porque habéis vencido al maligno. Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al Maligno". El autor se refiere también a todos los cristianos como tales. El ser fuertes y el vencer es algo que caracteriza a una determinada edad, a la edad precisamente de los jóvenes. La Palabra de Dios permanece en vosotros: esto no es privilegio de una edad determinada. El autor quiere decirnos que frente al maligno, tenemos nosotros la energía combativa y la fuerza de victoria que tienen los jóvenes; que nosotros hemos de recibir y hemos recibido ya de Dios la energía para caminar en la luz.
A continuación nos recuerda la exigencia fundamental que implica el cumplimiento de este programa: la separación del mundo. Dios y el mundo son dos realidades que mutuamente se excluyen. Permanecer en Dios significa alejarse del mundo. "Tanto amó Dios al mundo que no paró hasta entregar a su Hijo Único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3,16-17). No se trata del mundo en cuanto creación de Dios "...vio que todo era bueno". Tampoco se trata del mundo que los hombres van construyendo puesto que Dios encomendó la creación al dominio del hombre. El mundo del que se exige una lejanía al cristiano es el símbolo de todo aquello que excluye a Dios. Siempre que una realidad humana se autoafirme absolutamente excluyendo a Dios y sus exigencias, entonces la palabra "mundo" se opone a "Reino de Dios". Porque lo que hay en el mundo -las pasiones del hombre terreno y la codicia de los ojos y la arrogancia del dinero- eso no procede del Padre, sino que procede del mundo: -la apetencia de placeres para el cuerpo, -la apetencia excesiva de bienes terrenos, sobre los cuales piensa el hombre edificar su vida dándole seguridad, -y la arrogancia del dinero, es el corazón prisionero de las riquezas y cerrado para los hermanos: el desprecio práctico de Dios y de los hombres. Por consiguiente "lo que hay en el mundo es el egoísmo pecador, el egoísmo que se opone al amor derramado por Dios. La triple concupiscencia que procede "del mundo" es la antítesis misma de lo que procede "del Padre", es todo lo contrario del amor generoso que se entrega. Hoy debiéramos descubrir lo que hay en nosotros que es "del mundo" y escuchar la llamada del Padre a la conversión, a la renuncia de la voluntad caprichosa. Y caeríamos en una ilusión y engaño propio que esto lo podemos hacer sin una limitación sensible -quizá dolorosamente sensible- en la utilización de los bienes de la creación. Entonces, implícitamente, se exige también la renuncia voluntaria a los valores de la creación. Una renuncia que no se exige por sí misma, ni tampoco como condición de posibilidad para un amor de Dios concebido en forma individualista de cada persona aislada, sino que se exige como condición de posibilidad para la plena comunión con el hermano y hermana que Dios coloca a nuestro lado.
-Os digo, hijos míos: «Vuestros pecados están perdonados por obra del nombre de Jesús». Incansablemente, debemos repetirnos esas palabras a fin de que del fondo de nuestras vidas surja: -nuestro agradecimiento absoluto a Dios. -y el deseo sincero de nunca más pecar...
-Os lo digo a vosotros, padres porque: «conocéis al que es desde el principio». San Juan se dirige, particularmente aquí, a las personas de edad avanzada y les recomienda que se apoyen en el «conocimiento» de Dios, y en su «estabilidad»: «el que existe desde siempre». ¡La vejez invita a concentrarse en lo «esencial»! En esa edad, muchas cosas «desaparecen». Así el árbol se despoja de sus galas después de haber dado sus frutos. Pero también es señal de que la primavera está cerca. «Os lo digo a vosotros, padres: «conocéis al que es, desde el principio».
-Os lo digo a vosotros jóvenes: «Habéis vencido al Maligno. Sois fuertes, porque la Palabra de Dios permanece en vosotros.» Al dirigirse a los jóvenes, san Juan les recomienda ser «fuertes» para el combate que han de afrontar con el «Maligno»... apoyados en la «palabra de Dios». -El compromiso... -La oración de contemplación... -todo un programa de vida para jóvenes-. -No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. El término «mundo», en la pluma de san Juan tiene, casi siempre un sentido peyorativo. Se trata de esa «humanidad que sólo cuenta en sí misma y rehúsa confiar a Dios su porvenir». Se trata del mundo encerrado en sí mismo... del mundo que «pretende bastarse a sí mismo»... del mundo «a puerta cerrada». Un mundo tal no puede ir a la paz con Dios.
-Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Esas son unas frases severas. Hay que escucharlas tal cual son. Ya decía Jesús: «¡No se puede servir a dos amos!». Sin embargo, ese mundo pecador con el que ningún compromiso es posible, ¡Dios lo ha amado! para salvarle. El mismo san Juan puso en labios de Jesús esta otra frase: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan,3-16). Danos, Señor, saber condenar el pecado y amar a los pecadores... Ayúdanos, Señor a «no ser del mundo» y a «amar al mundo» como Tú lo amas...
-Todo lo que hay en el mundo es: -Deseos egoístas de la naturaleza humana... -Concupiscencia de los ojos. -Orgullo de las riquezas... ¡Todo ello no procede del Padre! Efectivamente, lo que está condenado en el mundo es su «suficiencia», su «egoísmo», su «orgullo». El hecho de prescindir de Dios. ¡Bastarse a si mismo! Detrás de esas palabras de Juan se perfila el paganismo de la época: la sensualidad aberrante del imperio romano decadente, los espectáculos indecentes y violentos del circo, la opresión de los ricos sobre los pobres. Evidentemente, si decimos que amamos a Dios, no tenemos derecho de amar a este mundo.
-Ahora bien, el mundo con sus deseos desaparecerá; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre. ¡Todo lo solamente humano... pasa! es frágil, transitorio, efímero. Todo lo que tiene fin es corto. Sólo Dios permanece. Uniendo mi vida a la tuya. Señor, ligo mi destino a tu vida eterna (Noel Quesson).
2. Sal. 95. Dios, nuestro Rey poderoso, no viene a nosotros como alguien que llega a aplastar nuestra dignidad. A pesar de su gran poder; y a pesar de nuestra indignidad a causa de nuestros pecado, Dios se acerca a nosotros como un Padre lleno de amor hacia quienes sabe que somos frágiles e inclinados a la maldad desde nuestra adolescencia. Quien reconozca el poder salvador de Dios, sabe que Dios nos envió a su propio Hijo para convertirse en motivo de salvación para cuantos le invoquen y le busquen con sincero corazón. Sólo el amor que Dios infunde en nuestros corazones podrá hacernos constructores de un mundo más justo y más fraterno. Esa es, finalmente, una de nuestras responsabilidades en la construcción de la ciudad terrena.
3. A. Comentario mío de 2007: San Ambrosio nos cuenta que “había profetizado Simeón, había profetizado una que era casada, y había profetizado una Virgen. Debió también profetizar una viuda para que no faltase ningún sexo ni condición”. Hoy vemos ese testimonio que faltaba: "Vivía entonces una profetisa llamada Ana", etc. No es algo banal, sino que está presentado con todo tipo de detalles, ambientando bien la escena: Teofilacto hace notar que “se detiene el evangelista describiendo la persona de Ana, diciendo quién era su padre, cuál era su tribu, y presentando como testigos a muchos que vieron a su padre y su tribu”. San Gregorio Niceno admite también que pasados unos años haya más gente con ese nombre…: “O tal vez porque en aquel tiempo había otras mujeres que tenían el mismo nombre de su padre, y dice cuál es su procedencia”. Pero lo más probable, como señala San Ambrosio, es que se quiere destacar la figura de Ana, por sus virtudes en su estado de viuda, “cuanto por sus costumbres, está representada como digna de anunciar al Redentor del mundo, por lo que continúa: "Que era ya de edad muy avanzada, y había vivido desde su virginidad, siete años con su marido y siendo viuda hasta los ochenta y cuatro años"”.
Orígenes hace notar el sentido alegórico de las dos profecías en el templo, cómo Simeón representa el eslabón entre el Antiguo y Nuevo Testamento: “como Ana la profetisa habló poco y no muy claro de Jesucristo, el Evangelio no refiere explícitamente lo que ella dijo. También se puede creer que tal vez habló Simeón antes que ella, porque éste representaba la forma de la ley (puesto que su nombre quiere decir obediencia) y ella representaba la gracia (según la significación del suyo), y como Jesucristo estaba entre ellos, dejó morir al primero con la ley, y fomentó con la gracia la vida de la última”. Beda sigue en la misma línea, según la forma curiosa que tenían, del sentido alegórico de los números, cosa que hoy nos hace cierta gracia, pero no deja de ser pedagógico: “Según el sentido místico, Ana significa la Iglesia, que en la actualidad ha quedado como viuda por la muerte de su esposo. También el número de los años de su viudez representa el tiempo de la peregrinación del cuerpo de la Iglesia lejos del Señor. Siete veces doce hacen ochenta y cuatro; siete expresa la marcha del tiempo que gira en siete días, y doce que pertenecen a la perfección de la doctrina apostólica. Por esto, tanto la Iglesia universal, como cualquier alma fiel, que procure pasar todo el tiempo de la vida según la doctrina de los apóstoles, se puede decir que ha servido al Señor por espacio de ochenta y cuatro años. También concuerda bien con esto el tiempo de siete años, que esta viuda había vivido con su marido. Porque en virtud de un privilegio de la majestad del Señor, que Él mismo en carne mortal nos ha explicado, el número de siete años es signo que expresa un número perfecto. También el nombre de Ana se conforma mucho con la Iglesia, porque su nombre significa gracia. Es hija de Fanuel que quiere decir cara de Dios, y desciende de la tribu de Aser, que quiere decir bienaventurado”.
En cualquier caso, nos presenta el Evangelio una mujer que desde joven se consagra totalmente a Dios: ésa fue su elección. Toda una vida al servicio de Dios, dejar los amores por el Amor, y el Señor le permite ver su rostro. La reciente película de “El hombre que hacía milagros” muestra en plastilina y dibujos la vida de Jesús, y al no tener un protagonista famoso se hace más “llevadera” la interpretación. Y es que nos es velado el rostro de Jesús, y la búsqueda no se satisface con las representaciones cinematográficas. Como decía la revista “Time” (6.12.2000) la figura de estos 2000 años más influyente es Jesús de Nazaret: "un hombre que vivió una vida corta, en un lugar atrasado y rural del Imperio Romano y que murió en agonía como un criminal convicto y que nunca se propuso causar ni la más mínima porción de los efectos que se han obrado en su nombre.
¿Quién fue, entonces, Jesús? ¿Cómo podemos saber más de él?” Deseamos conocer más y más su rostro, y por eso meditamos el Evangelio, también nos gusta ver las semejanzas entre el Jesús que aparece en la sábana santa y los iconos de las iglesias orientales. La “santa sindone” es uno de los mejores testimonios del rostro de Jesús, de este Jesús que nació, rezó y ayunó, que murió en el Calvario, con el sacrificio de la cruz, en una victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte. Sin embargo, la imagen que podemos encontrar sobre todo es interior.
Juan Pablo II nos invitaba a fijar la mirada en el rostro de Cristo y hacer de su Evangelio la regla cotidiana de vida. Decía una chica que es muy difícil explicar esta experiencia: “cuando crees en el Evangelio, cuando rezas, te sientes mejor, y sería estupendo que viviéramos lo que nos enseña... el mundo sería distinto”. Hay una cierta “experiencia de Dios”, un “laboratorio” en el que descubrimos, aún dentro del ambiente secularizado que nos rodea, el rostro de Jesús.
Ana es portadora de este deseo, de querer ver el rostro de Jesús. Como publica el semanario Life, "parece claro que el cristianismo no desaparece... está el reto... Él animó al hombre a hacer mejor las cosas, a ser caritativo, a perdonar. Habló de fe, esperanza y amor. Las instituciones suben, y después caen; las sectas cambian, sin propósito fijo, lo esencial; los buscadores persiguen la verdad literal o el cumplimiento espiritual. Todo en respuesta a un hombre que habló hace 2000 años.
Todo en respuesta al desafío o reto de Jesús". Pienso que la revelación cristiana atrae porque nos habla de que tenemos un Padre y que todos somos hermanos, cosa que nos conmueve porque si no hay padre no hay fraternidad, por mucho que seamos hijos de los hombres primitivos. Además, estamos todos interesados en el tema de qué será después de la muerte (últimas preguntas) y cuál es el sentido de la vida (las penúltimas preguntas).
Benedicto XVI nos hace ver que no es serio decir el Jesús de la fe no sea el histórico: “En los años cincuenta comenzó a cambiar la situación, ha grieta entre el «Jesús histórico» y el «Cristo de la fe» se hizo cada vez más profunda; a ojos vistas se alejaban uno de otro. Vero, ¿qué puede significar la fe en Jesús el Cristo, en Jesús Hijo del Dios vivo, si resulta que el hombre Jesús era tan diferente de como lo presentan los evangelistas y como, partiendo de los Evangelios, lo anuncia la Iglesia?
Los avances de la investigación histórico-crítica llevaron a distinciones cada vez más sutiles entre los diversos estratos de la tradición. Detrás de éstos la figura de Jesús, en la que se basa la fe, era cada vez más nebulosa, iba perdiendo su perfil. Al mismo tiempo, las reconstrucciones de este Jesús, que había que buscar a partir de las tradiciones de los evangelistas y sus fuentes, se hicieron cada vez más contrastantes: desde el revolucionario antirromano que luchaba por derrocar a los poderes establecidos y, naturalmente, fracasa, hasta el moralista benigno que todo lo aprueba y que, incomprensiblemente, termina por causar su propia ruina. Quien lee una tras otra algunas de estas reconstrucciones puede comprobar enseguida que son más una fotografía de sus autores y de sus propios ideales que un poner al descubierto un icono que se había desdibujado. Por eso ha ido aumentando entretanto la desconfianza ante estas imágenes de Jesús; pero también la figura misma de Jesús se ha alejado todavía más de nosotros.
Como resultado común de todas estas tentativas, ha quedado la impresión de que, en cualquier caso, sabemos pocas cosas ciertas sobre Jesús, y que ha sido sólo la fe en su divinidad la que ha plasmado posteriormente su imagen. Entretanto, esta impresión ha calado hondamente en la conciencia general de la cristiandad. Semejante situación es dramática para la fe, pues deja incierto su auténtico punto de referencia: la íntima amistad con Jesús, de la que todo depende, corre el riesgo de moverse en el vacío”.
Rudolf Schnackenburg buscó esta “persona de Jesucristo reflejada en los cuatro Evangelios”. Y llega a la conclusión «de que mediante los esfuerzos de la investigación con métodos histórico-críticos no se logra, o se logra de modo insuficiente, una visión fiable de la figura histórica de Jesús de Nazaret… el esfuerzo de la investigación exegética... por identificar estas tradiciones y llevarlas a lo históricamente digno de crédito, nos somete a una discusión continua de la historia de las tradiciones y de las redacciones que nunca se acaba» (p. 349).
¿Hasta dónde llega el «fundamento histórico»? Schnackenburg “ha dejado claro como dato verdaderamente histórico el punto decisivo: el ser de Jesús relativo a Dios y su unión con Él… Sin su enraizamiento en Dios, la persona de Jesús resulta vaga, irreal e inexplicable»”. Y a partir de aquí comienza el Papa: “Éste es también el punto de apoyo sobre el que se basa mi libro: considera a Jesús a partir de su comunión con el Padre. Éste es el verdadero centro de su personalidad. Sin esta comunión no se puede entender nada y partiendo de ella Él se nos hace presente también hoy”. Pero quiere ir más allá de aquel autor, que dice: los Evangelios «quieren, por así decirlo, revestir de carne al misterioso hijo de Dios aparecido sobre la tierra». “Quisiera decir al respecto: no necesitaban «revestirle» de carne, Él se había hecho carne realmente. Vero, ¿se puede encontrar esta carne a través de la espesura de las tradiciones?... es fundamental referirse a hechos históricos reales… ‘et incarnatus est’: con estas palabras profesamos la entrada efectiva de Dios en la historia real.
Si dejamos de lado esta historia, la fe cristiana como tal queda eliminada y transformada en otra religión. Así pues, si la historia, lo fáctico, forma parte esencial de la fe cristiana en este sentido, ésta debe afrontar el método histórico. La fe misma lo exige”. La historia intenta “conocer y entender con la mayor exactitud posible el pasado” pero no puede hacerlo actual, «de hoy». Pero “las palabras transmitidas en la Biblia se convierten en Escritura a través de un proceso de relecturas cada vez nuevas: los textos antiguos se retoman en una situación nueva, leídos y entendidos de manera nueva. En la relectura, en la lectura progresiva, mediante correcciones, profundizaciones y ampliaciones tácitas, la formación de la Escritura se configura como un proceso de la palabra que abre poco a poco sus potencialidades interiores, que de algún modo estaban ya como semillas y que sólo se abren ante el desafío de situaciones nuevas, nuevas experiencias y nuevos sufrimientos.
Quien observa este proceso —sin duda no lineal, a menudo dramático pero siempre en marcha— a partir de Jesucristo, puede reconocer que en su conjunto sigue una dirección, que el Antiguo y el Nuevo Testamento están íntimamente relacionados entre sí. Ciertamente, la hermenéutica cristológica, que ve en Cristo Jesús la clave de todo el conjunto y, a partir de Él, aprende a entender la Biblia como unidad, presupone una decisión de fe y no puede surgir del mero método histórico. Pero esta decisión de fe tiene su razón —una razón histórica— y permite ver la unidad interna de la Escritura y entender de un modo nuevo los diversos tramos de su camino sin quitarles su originalidad histórica”.
Por tanto, para conocer a Cristo la «exégesis canónica» —la lectura de los diversos textos de la Biblia en el marco de su totalidad— “es una dimensión esencial de la interpretación que no se opone al método histórico-crítico, sino que lo desarrolla de un modo orgánico y lo convierte en verdadera teología”.
Investigar las palabras de Jesús es interesante, pero mucho más ver cómo “las palabras mismas” tienen unas “aperturas intrínsecas”, como han sido leídas en la Iglesia, por eso pienso que es peligroso reformar esas palabras de la Biblia, como la Neovulgata, que cambió un 2%. Menos mal que en la liturgia se ha mantenido alguna antífona con la fórmula antigua, que es la que han meditado tantos Padres de la Iglesia. Pero da miedo pensar que se pierda contenido precioso de esta tradición, por una vuelta a los orígenes hecha desde la filología solamente. Todo forma una unidad, dentro de la Tradición, y ahí está implicada la misma inspiración: “Los cuatro sentidos de la Escritura no son significados individuales independientes que se superponen, sino precisamente dimensiones de la palabra única, que va más allá del momento”.
La clave está en que “los distintos libros de la Sagrada Escritura, como ésta en su conjunto, no son simple literatura. La Escritura ha surgido en y del sujeto vivo del pueblo de Dios en camino y vive en él. Se podría decir que los libros de la Escritura remiten a tres sujetos que interactúan entre sí. En primer lugar al autor o grupo de autores a los que debemos un libro de la Escritura. Vero estos autores no son escritores autónomos en el sentido moderno del término, sino que forman parte del sujeto común «pueblo de Dios»: hablan a partir de él y a él se dirigen, hasta el punto de que el pueblo es el verdadero y más profundo «autor» de las Escrituras”. Y “el pueblo de Dios —la Iglesia— es el sujeto vivo de la Escritura; en él, las palabras de la Biblia son siempre una presencia. Naturalmente, esto exige que este pueblo reciba de Dios su propio ser, en último término, del Cristo hecho carne, y se deje ordenar, conducir y guiar por El”.
El «Jesús histórico» más real es así el que nos presenta la Iglesia, el que nos llega por la tradición auténtica, “esta figura resulta más lógica y, desde el punto de vista histórico, también más comprensible que las reconstrucciones que hemos conocido en las últimas décadas. Pienso que precisamente este Jesús —el de los Evangelios— es una figura históricamente sensata y convincente.
Sólo si ocurrió algo realmente extraordinario, si la figura y las palabras de Jesús superaban radicalmente todas las esperanzas y expectativas de la época, se explica su crucifixión y su eficacia. Apenas veinte años después de la muerte de Jesús encontramos en el gran himno a Cristo de la Carta a los Filipenses (cf. 2, 6-11) una cristología de Jesús totalmente desarrollada, en la que se dice que Jesús era igual a Dios, pero que se despojó de su rango, se hizo hombre, se humilló hasta la muerte en la cruz, y que a El corresponde ser honrado por el cosmos, la adoración que Dios había anunciado en el profeta Isaías (cf. 45, 23) y que sólo El merece.
La investigación crítica se plantea con razón la pregunta: ¿Qué ha ocurrido en esos veinte años desde la crucifixión de Jesús? ¿Cómo se llegó a esta cristología? En realidad, el hecho de que se formaran comunidades anónimas, cuyos representantes se intenta descubrir, no explica nada. ¿Cómo colectividades desconocidas pudieron ser tan creativas, convincentes y, así, imponerse? ¿No es más lógico, también desde el punto de vista histórico, pensar que su grandeza resida en su origen, y que la figura de Jesús haya hecho saltar en la práctica todas las categorías disponibles y sólo se la haya podido entender a partir del misterio de Dios? Naturalmente, creer que precisamente como hombre El era Dios, y que dio a conocer esto veladamente en las parábolas, pero cada vez de manera más inequívoca, es algo que supera las posibilidades del método histórico. Por el contrario, si a la luz de esta convicción de fe se leen los textos con el método histórico y con su apertura a lo que lo sobrepasa, éstos se abren de par en par para manifestar un camino y una figura dignos de fe. Así queda también clara la compleja búsqueda que hay en los escritos del Nuevo Testamento en torno a la figura de Jesús y, no obstante todas las diversidades, la profunda cohesión de estos escritos”.
En el fondo, tenía razón Dostoyevsky cuando en "Los demonios" preguntaba "¿Puede un hombre culto, un europeo de nuestros días, creer aún en la divinidad de Jesucristo, Hijo de Dios? Pues en ello consiste propiamente la fe toda". Y es lo que plantea tanta literatura, ante la que el Papa quiere dar una aportación de la verdad: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado» (Lucas 24, 5-6), preguntó el ángel a las santas mujeres aquel primer domingo de pascua, y como una onda que pasa transversalmente a través de los siglos, parece que aletean en el aire estas palabras del ángel, para que el anuncio de la resurrección de Jesús llegue a toda persona de buena voluntad y todos nos sintamos protagonistas en construir un mundo mejor.
Ana de Fanuel no quería llegar a tanto, era simplemente la mujer que no moriría hasta ver el salvador, tenía 84 años y era viuda, servía Dios noche y día, era perseverante, porque era piadosa, y había madurado por los padecimientos. Hay maneras de madurar como la vitalidad juvenil, cuando podemos entregarnos a un ideal, pero junto a la decisión hay faltas de constancia, desánimos. La paciencia, perseverancia, viene con los años, cuando se acrisola con el tiempo y el sacrificio ese amor, como los viejos robles que no sufren la sequía, en cambio los brotes tiernos siempre pueden secarse y morir, de forma que la edad hace mejorar lo bueno y empeorar lo que es malo. Ana era buen vino, y fue recompensada. Puede ser porque al ser mayor iba más a lo esencial, como hacen las abuelas. Saben que en la vida lo importante es amar y sentirse amado, y ese amor es capaz de cualquier sacrificio. Ella había visto de todo y entendía que todo es vanidad, que los placeres no dan la felicidad y la misma sabiduría si nos aparta de Dios no vale nada. Por eso ella escoge con su piedad sencilla y fuerte, vivir de esperanza, y esperar el Cordero de Dios, confiar en la Palabra divina, no dejarse llevar por el sentimentalismo, que es campo de superstición, música melosa pero hueca, cursiladas vacías... como tampoco se deja llevar por el mundo intelectual y frío, sino que busca en su corazón el centro de la piedad. Sabe que no es el cumplimento de prácticas la base de la santidad, sino el amor, y eso intuye que nos trae Jesús, que somos hijos en brazos de nuestro Padre Dios.
B. Comentario que tomo de textos de mercaba.org en 2009: - La figura de Ana, que parece no tener relevancia alguna, nos puede hacer pensar en la dedicación callada a Dios, en el espíritu atento a sus llamadas y manifestaciones, en la alegría de la salvación que siempre se nos muestra. Y también en lo que todos podemos aprender de los ancianos.
- El final del evangelio nos hace mirar a Jesús que va creciendo y aprendiendo. Los largos años de Nazaret son años de camino oculto: aprendiendo de sus padres y maestros, yendo a la sinagoga, llenándose de Dios. Es una vida normal como la nuestra, que vale la pena vivir como él la vivió. Ana pertenece al grupo de los pobres de Yahvé los "anawim". No posee nada. Tampoco es muy alegre su vida. La desgracia entró en su hogar. Si permanecía en su pobre casa, ¡la de una anciana! estaría sola todo el día. Entonces encuentra una solución: pasa la mayor parte del tiempo en el templo, rezando "día y noche". Es tanta su edad, y quizá sus fuerzas físicas muy disminuidas por alguna enfermedad... que nadie le pide ni le encarga nada... por lo demás podría sentirse inútil. Pero, cerca de Dios ha hallado una solución: hace de su vida una "ofrenda", "sirve a Dios", "ayuna": toda su vida es una especie de sacrificio, de holocausto, que sube al cielo como el humo del incienso en la oración y ofrenda de la tarde.
Y entonces, su vida, su pobreza son de un valor infinito; con lo que salva al mundo. Esta mujer es más importante a los ojos de Dios que todos los doctores de la Ley y los sacerdotes que ejercen sus funciones oficiales en el Templo.
-Ella proclamaba las alabanzas de Dios, y hablaba del niño a todos aquellos que esperaban la liberación de Israel.
Esta es la esperanza de los pobres, la humilde espera de los pobres: ¡ser liberados! Ana no se repliega en sí misma y ni su "ayuno" ni su "oración" son para sí misma. Ella no ofrece su vida en vista a su salvación personal. Lo que verdaderamente aporta es la "esperanza de Israel".
¿Cargo sobre mí a toda la humanidad? ¿Aporto la esperanza y la espera al mundo? En mi plegaria ¿está presente la Iglesia, pueblo de Dios? ¿Comparto mi esperanza con la de la Iglesia misionera? Y Ana, la ancianita, no está inactiva, pasiva, resignada, sin recurso... hace lo que puede: "hablaba... del niño a todos los que esperaban la liberación..." ..."proclamaba las alabanzas de Dios". Probablemente, en los oficios del Templo cantaría los salmos con toda su alma y con su cascada voz. Y al salir, hablaría de Dios a todos los que querían escucharla.
-"Cumplidas todas las cosas ordenadas por la ley del Señor, regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios, estaba en El".
Es preciso contemplar e imaginar largamente todo esto. Jesús, a los tres años... está creciendo. A los seis años... su conciencia despierta con la educación y los buenos consejos de su madre y de José... va a la escuela, aprende a leer... va progresando... Y no obstante, es Dios. Es un misterio. Jesús sigue todas las leyes naturales del crecimiento humano, crecimiento físico, crecimiento intelectual (progresa en ciencia). Pasa por la pubertad y la adolescencia.
"Siendo como es el Hijo", acepta el no conocer su misión más que progresivamente, ha aprendido lo que es obedecer" (Hebr 5,8). Ha tomado para sí mucha condición de hombres en todo. Realiza su fidelidad al Padre en una obediencia absoluta a su condición humana frágil y limitada.
Pobreza de Ana, la vieja pobreza de Jerusalén... Pobreza de Dios "aquel que se ha despojado"... (Noel Quesson).
Lucas, en el evangelio de hoy, pone en labios de Simeón, la seguridad que han de tener las personas comprometidas con la Vida: "mis ojos han visto la luz de las naciones" (Lc 2, 29-32). Simeón es, al igual que Zacarías, uno de los muchos piadosos y justos (Lc 1, 6) que aguardaban la liberación de Israel. El viejo Simeón al final de su vida pudo experimentar la liberación de Dios, liberación que esperan todos los justos. Éstos son los que aman al Señor; lo aman porque buscan, porque están luchando desde su pobreza por un nuevo espacio geográfico y social que sea significativamente distinto de aquel en el que se vive. En la pluma de Lucas, la liberación no es sólo para Israel, es para todas las naciones, sin condiciones. Nada ni nadie puede poner como pretexto que la liberación de las condiciones de tinieblas está restringida. A todas las naciones se les retira las vendas: no tienen porque andar en tinieblas. Han de buscar hacer realidad el nacimiento de la Nueva Sociedad que recibe en sus brazos al Verbo de Dios (v 28). Esa visión universalista de la sociedad liberada de las tinieblas, es lo que Lucas quiere transmitir con urgencia. De manera que las naciones y las personas que acogen a Jesús, que lo toman en los brazos, se obligan a un nuevo discurso y nueva praxis social que lleva a la liberación (servicio bíblico latinoamericano).
Esta mujer, viuda, marginada, necesitada por tanto de sustento material, pertenece al grupo de los pobres de Yavé; es una mujer religiosa, vive una profunda comunión con Dios. Pero su religiosidad no se limita al ámbito de lo íntimo e individual. Dice Lucas que tenía el don de profecía, algo no común en Israel para las mujeres. Dios le había concedido ese don. El profeta es quien habla en nombre de Dios, y ahora eso es también para la mujer. Su condición de mujer religiosa le permitió reconocer en el niño Jesús al Mesías y su condición de profeta la llevó a compartir esta alegría (otro tema lucano fundamental).
El descubrimiento no viene de un modo repentino, mágico. La mujer había preparado su alma y su corazón desde hacía muchos años. Su religiosidad no era improvisada. Por lo tanto su predicación se apoyaba en una experiencia de vida religiosa profunda. Pero hay algo más. Lucas quiere demostrar que el descubrimiento de Jesús como Mesías no depende de haber estado en contacto con el Templo, ni con la religión, sino directamente con Dios. La mujer servía en el Templo, y también lo hacían los sacerdotes. Sin embargo, estos últimos no reconocen esta presencia de Jesús liberador. Es desde una experiencia con el Dios Vivo desde donde se puede reconocer al Mesías, y no desde la estructura religiosa o del Templo. Esta experiencia directa con Dios abre el corazón a la novedad de lo que el mismo Dios quiera manifestar en cada tiempo. Y éste es otro mensaje de esta Palabra. Quienes viven una profunda comunión, una real comunión con el Dios de la Vida, pueden descubrir lo que Dios está haciendo en la historia. Por el contrario, quienes están atados a las estructuras, a la religión como sistema cerrado... no podrán ver lo nuevo de Dios, querrán mantener aquello que le da sentido a su existir: el sistema en cuanto tal (servicio bíblico latinoamericano).
En este “belén” que la liturgia nos va presentando durante el tiempo de Navidad, hoy le toca el turno a la “figurita” de Ana. La imagino como una anciana arrugada, parecida a algunas de las ancianas que también hoy están siempre en nuestros templos, como si fueran velas encendidas que se consumen lentamente ante el Señor. Ana, además de ser vieja, era viuda; es decir, pertenecía, junto con los huérfanos, a la categoría de los más pobres del pueblo, de los que no cuentan. ¿Qué sucede cuando se “encuentra” con el Niño? El evangelio de Lucas va describiendo las respuestas de los distintos personajes. Los pastores, por ejemplo, pasaron por diversas etapas: temor, alegría, anuncio. Pues bien, la vieja Ana reacciona de dos maneras: dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel. Merece la pena que nos entretengamos en estas dos actitudes y en otra previa: la actitud de paciente espera.
Ana, en primer lugar, es una mujer que, como los pobres de Yahvé, sabe esperar activamente: No se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. ¿No os parece que a menudo deseamos encontrarnos con Jesús sin apartarnos ... de nuestros intereses, sin purificar nuestras expectativas en una oración confiada? Es muy fácil decir “Yo no veo a Jesús por ninguna parte”, cuando esas partes en las que no lo vemos son el territorio diminuto de nuestro pequeño mundo de intereses, preocupaciones. La oración paciente, día y noche, es como un colirio que limpia nuestros ojos para ver al Niño donde muchos sólo ven a un bebé como otro cualquiera.
Cuando Ana lo reconoce, da gracias a Dios. Todo regalo libera nuestra capacidad de agradecimiento. Hoy es uno de esos días en los que también nosotros podemos dar gracias a Dios por todos los signos visibles de su amor, por todos los Cristos que ha ido colocando en el camino de nuestra vida. Nuestra fe de hoy es, en buena medida, el fruto de estos regalos.
Ana, finalmente, habla del Niño. Lucas siempre acentúa este aspecto confesante de sus personajes. A mí no me gusta nada el testimonio cuando se convierte en una especie de “género literario”. Muchos “testimonios” son emocionantes, pero según los gustos, a algunos pueden parecer casi siempre hinchados y huecos. Hablar del niño significa, sobre todo, hacer visible el gozo, la esperanza, el coraje, que todo encuentro con Jesús produce en el entramado de la vida cotidiana (Gonzalo Fernández).
El día de ayer comentábamos la gran importancia que tienen los himnos litúrgicos en el evangelio de Lucas, y subrayamos dicha importancia en razón de los contenidos teológicos de los himnos. Sin embargo, tendríamos que añadir algo más, a fin de ver la importancia del texto bíblico de hoy. El evangelista Lucas no pone los grandes contenidos teológicos del evangelio de la infancia en boca de teólogos notables, ni en labios de los sumos sacerdotes, o de los levitas y sacerdotes del templo, o de los escribas y doctores de la Ley, o de los fariseos o saduceos, etc. No. Los mayores contenidos teológicos del evangelio lucano -excepto en el caso de Zacarías- están en boca de la gente más humilde y sencilla (Isabel, María, Simeón, Ana, los pastores...); tres de estas personas son mujeres -consideradas impuras y menores de edad, a quienes no se les podía enseñar la ley, ni tampoco enseñar a leer, y quienes no eran sujetos aptos para testimoniar la verdad ante ningún tribunal. Pues bien, personas de esta clase son las que rodean a Jesús en el momento de su aparición en la tierra. Las grandes verdades teológicas no salen del Templo, ni llevan la aprobación del Sumo Sacerdote, ni de los sacerdotes o levitas de turno, ni de los doctores de la ley. Ellas se viven y se pronuncian en el ámbito profano del pueblo simple y sencillo, en el ambiente de la impureza femenina, en boca de gente estéril y por lo mismo considerada maldita, en labios de ancianos y de viudas envejecidas, considerados estorbo y desecho de la sociedad.
Este es el contexto en el que hay que leer el evangelio del día de hoy. La protagonista es una anciana muy mayor. Sumémosle a los años que tenía cuando se casó, los siete que vivió casada y sus ochenta y cuatro de viuda, y nos haremos la imagen de una mujer ya más que centenaria. Sin embargo, Lucas la llama "profetisa", es decir, reveladora de la voluntad de Dios, pese a su condición de inferioridad social, por ser mujer, viuda y anciana. Su mirada espiritual era más fuerte que sus ojos apagados de mujer y anciana centenaria. Ella "les hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel". Anciana y todo, era evangelizadora, tenía viva la mirada para conocer a quienes aún esperaban algo, y estaba claramente definida por la necesidad de un cambio social: les hablaba a quienes aguardaban la "liberación" de Israel. Y cuando un judío hablaba de "liberación" tenía clavada en el alma la memoria del éxodo de Egipto. Saber envejecer con el alma joven, no sólo pensando en que es posible un cambio social en justicia, sino también anunciándolo y promoviéndolo, es la forma que el Evangelio nos propone de llegar a ser mayores sin convertirnos en viejos, de darle al cambio social la madurez de la experiencia, y de ser revolucionarios sin los espejismos y superficialidades de los años inmaduros (Josep Rius-Camps).
Padre nuestro, concédenos en estos días que al contemplar tantas veces a Jesús, tu Hijo, sobre unas pajas, claudique la dureza de nuestra insolidaridad y nos llenemos de luz. Ponderemos hoy cómo es en la vida palpitante y dura donde aprendemos los hombres a saborear el don del amor y de la libertad. Venturosa libertad la de quien cultiva ese don en el jardín de la bondad, de la justicia, del amor, de la confianza, como hijo en su hogar amado. Nadie es tan libre como el hijo amado en su hogar, y nadie tan enclaustrado como el hijo privado de amor o ciego a su luz. Nosotros, como hijos amados, celebramos en la fe y en la liturgia la inmensa libertad y amor del Hijo de Dios que se hace para nosotros camino, verdad y vida, revistiendo la condición de Niño mecido sobre unas pajas por el amor de su Madre.Viendo en la debilidad a la Omnipotencia, animémonos a servir y a vivir en libertad, con profunda alegría y fe, aunque el cuerpo nos haga flaquear no pocas veces. Quien libremente ha venido a nosotros por amor, en ese amor nos espera.
Como que resumiendo todo el período de la infancia de Jesús, se nos dice que Él estaba “sometido” a sus padres y que “progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (Lc 2,51-52). Durante la mayor parte de su vida, Jesús compartió la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios, vida en la comunidad (cf Catecismo 531). No siempre recordamos esto, pero lo que más distinguió a Jesús fue su vida familiar. En cambio, a menudo consideramos sólo su vida pública. Si Jesucristo nos ha redimido tanto con su vida oculta de Nazaret como con sus escasos tres años de predicador itinerante, entonces, los 30 años que pasaba detrás del portal de la casa sencilla de Nazaret no fueron menos fecundos. Lo manifiesta también la frase del Evangelio: “El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.” Ciertamente, el propósito común de María y José fue el de proporcionar una esmerada educación a Jesús y Él la asimiló con la actitud más confiada, diligente y sumisa que jamás ha tenido un hijo. María y José vieron cómo su inteligencia y su voluntad humanas se iban despertando, desarrollando y fortificando. Por otro lado, no sólo habrán buscado trasmitirle un gran número de conocimientos acerca de las costumbres y tradiciones del pueblo judío, sino sobre todo el mundo de valores y de ideales que los animaba, donde Dios lo era todo. Así habrán compartido muchas veces los mismos sentimientos, afectos e intereses.
Es esa la mayor riqueza que la vida en familia encierra. Sorprende, con qué eficacia se va trasmitiendo, casi irradiando hacia los demás. Quizá por eso la profetiza Ana se sintió atraída hacia esta familia. Es hermoso pensar que la Virgen María en persona le habrá contado a San Lucas todos estos detalles acerca de la niñez de Jesús. ¿Quién más lo podría haber hecho?
La alegría del nacimiento de Cristo tiene que ser una noticia de salvación para todos los que se encuentran prisioneros por el pecado, la desesperación, la angustia, el temor y el miedo. De la misma manera que Ana, la profetisa, comenzó a hablar de Jesús, nosotros también debemos compartir con los demás la alegre noticia de que Jesús es una realidad en nuestra vida y en nuestro mundo; que él es la única oportunidad que tiene el hombre para ser feliz, pues sólo en él están la Vida, la paz y la perfecta armonía interior. No podemos quedarnos con esta noticia sólo para nosotros; quien ha conocido a Jesús, debe anunciarlo a los demás. Tú y yo somos los nuevos profetas de Cristo, no tengamos miedo ni vergüenza de hablar de Jesús a nuestros amigos y compañeros (Juan Pablo Menéndez).
Como que resumiendo todo el período de la infancia de Jesús, se nos dice que Él estaba “sometido” a sus padres y que “progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (Lc 2,51-52). Durante la mayor parte de su vida, Jesús compartió la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios, vida en la comunidad (cf. Catecismo de la Iglesia Cátolica, n. 531). No siempre recordamos esto, pero lo que más distinguió a Jesús fue su vida familiar. En cambio, a menudo consideramos sólo su vida pública.
Si Jesucristo nos ha redimido tanto con su vida oculta de Nazaret como con sus escasos tres años de predicador itinerante, entonces, los 30 años que pasaba detrás del portal de la casa sencilla de Nazaret no fueron menos fecundos. Lo manifiesta también la frase del Evangelio: “El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.”
Ciertamente, el propósito común de María y José fue el de proporcionar una esmerada educación a Jesús y Él la asimiló con la actitud más confiada, diligente y sumisa que jamás ha tenido un hijo. María y José vieron cómo su inteligencia y su voluntad humanas se iban despertando, desarrollando y fortificando. Por otro lado, no sólo habrán buscado trasmitirle un gran número de conocimientos acerca de las costumbres y tradiciones del pueblo judío, sino sobre todo el mundo de valores y de ideales que los animaba, donde Dios lo era todo. Así habrán compartido muchas veces los mismos sentimientos, afectos e intereses.
Es esa la mayor riqueza que la vida en familia encierra. Sorprende, con qué eficacia se va trasmitiendo, casi irradiando hacia los demás. Quizá por eso la profetiza Ana se sintió atraída hacia esta familia. Es hermoso pensar que la Virgen María en persona le habrá contado a San Lucas todos estos detalles acerca de la niñez de Jesús. ¿Quién más lo podría haber hecho? (José Rodrigo Escorza).
La historia de la Encarnación se abre con estas palabras: No temas, María (Lucas 1,30). Y a San José le dirá también el Ángel del Señor: José, hijo de David, no temas (Mateo 1,20). A los pastores les repetirá de nuevo el Ángel: No tengáis miedo (Lucas 2,10). Más tarde, cuando atravesaba el pequeño mar de Galilea ya acompañado por sus discípulos, se levantó una tempestad tan recia en el mar, que las olas cubrían la barca (Mateo 8,24) mientras el Señor dormía rendido por el cansancio. Los discípulos lo despertaron diciendo: ¡Maestro, que perecemos! Jesús les respondió: ¿Porqué teméis, hombres de poca fe? (Mateo 8,25-26). ¡Qué poca fe también la nuestra cuando dudamos porque arrecia la tempestad! Nos dejamos impresionar demasiado por las circunstancias: enfermedad, trabajo, reveses de fortuna, contradicciones del ambiente. Olvidamos que Jesucristo es, siempre, nuestra seguridad. Debemos aumentar nuestra confianza en Él y poner los medios humanos que están a nuestro alcance. Jesús no se olvida de nosotros: “nunca falló a sus amigos” (Santa Teresa, Vida), nunca.
Dios nunca llega tarde para socorrer a sus hijos; siempre llega, aunque sea de modo misterioso y oculto, en el momento oportuno. La plena confianza en Dios, da al cristiano una singular fortaleza y una especial serenidad en todas las circunstancias. “Si no le dejas, Él no te dejará” (J. Escrivá, Camino). Y nosotros le decimos que no queremos dejarle. “Cuando imaginamos que todos se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Salmos 42, 2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio. En cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente” (J. Escrivá, Amigos de Dios) Esta es la medicina para barrer, de nuestras vidas, miedos, tensiones y ansiedades.
En toda nuestra vida, en lo humano y en lo sobrenatural, nuestro “descanso” nuestra seguridad, no tiene otro fundamento firme que nuestra filiación divina. Esta realidad es tan profunda que afecta al mismo hombre, hasta tal punto de que Santo Tomás afirma que por ella el hombre es constituido en un nuevo ser (Suma Teológica). Dios es un Padre que está pendiente de cada uno de nosotros y ha puesto un Ángel para que nos guarde en todos los caminos. En la tribulación acudamos siempre al Sagrario, y no perderemos la serenidad. Nuestra Madre nos enseñará a comportarnos como hijos de Dios; también en las circunstancias más adversas (Francisco Fernández Carvajal). Llucià Pou Sabaté
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