sábado, 17 de abril de 2010

Martes de la octava de pascua: la primera aparición de Jesús a María Magdalena, la mujer de fe y de amor


Pedro declara que Dios ha constituido «Señor y Cristo» a "este Jesús a
quien vosotros habéis crucificado..." Aborda de frente la verdad, no
teme la muerte, y habla de la responsabilidad que todos –él también-
tienen. Muchos sintieron remordimiento de corazón, y dijeron a Pedro y
a los Apóstoles: «Hermanos ¿qué hemos de hacer?». Es la metánoia, la
conversión de corazón. La Pasión sigue siendo hoy medio esencial para
convertirnos, tomar conciencia de nuestros pecados. -Pedro contestó:
«Arrepentíos, y que cada uno de vosotros se haga bautizar...» ¿Hay que
«cambiar de vida» primero? o bien ¿lo primero es «recibir los
sacramentos? Pedro, espontáneamente, dice que hay que hacer ambas
cosas. Arrepentirse: cambiar de vida, esforzarse. Recibir el bautismo:
recibir el sacramento, reconocer la gracia de Dios (Noel Quesson).
-Aquel día, fueron tres mil los que acogieron la Palabra y se hicieron
bautizar. La familia de Jesús, inicialmente compuesta por María y
José, luego los Apóstoles y santas mujeres, se amplía ahora por la fe
y el bautismo… Esta conversión ha de ser continua, como Rabano Mauro
dice: «Todo pensamiento que nos quita la esperanza de la conversión
proviene de la falta de piedad; como una pesada piedra atada a nuestro
cuello, nos obliga a estar siempre con la mirada baja, hacia la
tierra, y no nos permite alzar los ojos hacia el Señor». Y Juan Pablo
II ha escrito: «El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la
misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente
de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino
también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan
a conocer de este modo a Dios, quienes lo ven así, no pueden vivir
sino convirtiéndose sin cesar a Él. Viven, pues, en un estado de
conversión, es este estado el que traza la componente más profunda de
la peregrinación de todo el hombre por la tierra en estado de viador».
Así lo hizo S. Agustín en su última etapa, como recordaba Benedicto
XVI.
Hechos (2,36-41) sigue con el discurso de Pedro: "por eso, todo el
pueblo de Israel debe reconocer que a ese Jesús que vosotros
crucificasteis, Dios lo ha hecho Señor y Mesías". Al oír estas cosas,
todos se conmovieron profundamente, y dijeron a Pedro y a los otros
Apóstoles: "Hermanos, ¿qué debemos hacer?". Pedro les respondió:
"Convertíos y haceos bautizar en el nombre de Jesucristo para que os
sean perdonados los pecados, y así recibiáis el don del Espíritu
Santo. Porque la promesa ha sido hecha a vosotros y a vuestros hijos,
y a todos aquellos que están lejos: a cuantos el Señor, nuestro Dios,
quiera llamar". Y con muchos otros argumentos les daba testimonio y
los exhortaba a que se pusieran a salvo de esta generación perversa.
Los que recibieron su palabra se hicieron bautizar; y ese día se
unieron a ellos alrededor de tres mil".
El Salmo (33,4-5.18-20.22) nos dice que "la palabra del Señor es recta
y él obra siempre con lealtad; / él ama la justicia y el derecho, y la
tierra está llena de su amor. / Los ojos del Señor están fijos sobre
sus fieles, sobre los que esperan en su misericordia, / para librar
sus vidas de la muerte y sustentarlos en el tiempo de indigencia. /
Nuestra alma espera en el Señor; él es nuestra ayuda y nuestro escudo.
/ Señor, que tu amor descienda sobre nosotros, conforme a la esperanza
que tenemos en ti".
Dios es rico en misericordia para con todas sus creaturas. Creer en
Dios y confiar en Él es el inicio del camino hacia nuestra plena
santificación. Dejarse amar por Dios, abrirle nuestro corazón es
aceptar que Él nos salve del pecado y de la muerte y nos conduzca
hacia la posesión de los bienes eternos. Dios no nos engaña; Dios se
ha revelado como nuestro Dios y Padre; Dios, en Cristo, se ha
convertido para nosotros en el único camino de salvación para el
hombre. ¿Lo aceptamos en nuestra vida? Pongamos en Él nuestra
esperanza, pues Él no defrauda a los que en Él confían. Es un salmo de
esperanza en este Dios que derrama su amor paternal sobre nosotros.
Por la resurrección de Jesús somos hijos de Dios, podemos tener la
confianza filial, audacia (en griego "parresia") de un niño pequeño
que tiene total abandono en su padre, y precisamente Jesús inaugura
-la predicación de S. Pedro nos lo recuerda- esa familia de hijos de
Dios, que se reúne para atrevemos a decir…:
La muerte da miedo, es un tema que parece de mal gusto, y sin embargo
sólo podemos vivir en paz si podemos afrontar sin miedo esta realidad,
como hace el salmista, para vivir sin miedo: la muerte de los
pecadores es pésima (Salmo 33,22), afirma hoy el salmo; en cambio, es
preciosa, en la presencia de Dios, la muerte de los santos (Salmo
115,15). Serán premiados por su fidelidad a Cristo, y hasta en lo más
pequeño –hasta un vaso de agua dado por Cristo recibirá su recompensa
(Mateo 10,42). Sus buenas obras lo acompañan.
La muerte nos da grandes lecciones para la vida. Nos enseña a vivir
con lo necesario, desprendidos de los bienes que usamos que habremos
de dejar; a aprovechar bien cada día como si fuera el único; a decir
muchas jaculatorias, a hacer muchos actos de amor al Señor y favores y
pequeños servicios a los demás, a tratar a nuestro Ángel Custodio, a
vencernos en el cumplimiento del deber, porque el Señor convertirá
todos nuestros actos buenos en joyas preciosas para la eternidad (León
X). Y después de haber dejado aquí frutos que perdurarán hasta la vida
eterna, partiremos (Francisco Fernández Carvajal). Entonces podremos
decir con el poeta: "-Dejó mi amor la orilla y en la corriente canta.
–No volvió a la ribera que su amor era el agua" (Bartolomé Llorens).
En el Evangelio Juan (20,11-18) muestra que "María se había quedado
afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al
sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la
cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo
de Jesús. Ellos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?". María
respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han
puesto". Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí,
pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A
quién buscas?". Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le
respondió: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo
iré a buscarlo". Jesús le dijo: "¡María!" Ella lo reconoció y le dijo
en hebreo: "¡Raboní!", es decir "¡Maestro!". Jesús le dijo: "No me
retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis
hermanos: 'Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de
ustedes'". María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había
visto al Señor y que él le había dicho esas palabras".
Después de la versión de Mateo, he aquí la de Juan. Veremos que el
mensaje es el mismo, en su substancia profunda, a pesar de algunos
detalles diferentes. ¿Es el mismo relato? ¿Se trata de una segunda
visita al sepulcro?
"El amor auténtico pide eternidad. Amar a otra persona es decirle «tú
no morirás nunca» – como decía Gabriel Marcel. De ahí el temor a
perder el ser amado. María Magdalena no podía creer en la muerte del
Maestro. Invadida por una profunda pena se acerca al sepulcro. Ante la
pregunta de los dos ángeles, no es capaz de admirarse. Sí, la muerte
es dramática. Nos toca fuertemente. Sin Jesús Resucitado, carecería de
sentido. «Mujer: ¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?» Cuántas veces,
Cristo se nos pone delante y nos repite las mismas preguntas. María no
entendió. No era capaz de reconocerlo. Así son nuestros momentos de
lucha, de oscuridad y de dificultad. «¡María!» Es entonces cuando, al
oír su nombre, se le abren los ojos y descubre al maestro:
«Rabboni»... Nos hemos acostumbrado a pensar que la resurrección es
sólo una cosa que nos espera al otro lado de la muerte. Y nadie piensa
que la resurrección es también, entrar «más» en la vida. Que la
resurrección es algo que Dios da a todo el que la pide, siempre que,
después de pedirla, sigan luchando por resucitar cada día" (Xavier
Caballero). «La Iglesia ofrece a los hombres el Evangelio, documento
profético, que responde a las exigencias y aspiraciones del corazón
humano y que es siempre "Buena Nueva". La Iglesia no puede dejar de
proclamar que Jesús vino a revelar el rostro de Dios y alcanzar,
mediante la cruz y la resurrección, la salvación para todos los
hombres» (Redemptoris Missio, n. 11). En las situaciones límites se
aprende a estimar las realidades sencillas que hacen posible la vida.
Todo adquiere entonces sumo valor y adquiere sentimientos de gratitud.
«He visto al Señor» - exclamó María. Esta debe ser nuestra actitud.
Gratitud por haber visto al Señor, porque nos ha manifestado su amor
y, como a María, nos ha llamado por nuestro nombre para anunciar la
alegría de su Resurrección a todos los hombres.
a) Un día le escribió a santa Teresita una hermana suya, que había
recibido antes noticias de la santa. Le dijo que así como había
personas que estaban posesionadas por el demonio -el demonio poseyendo
su ser interior- le parecía que ella estaba posesionada por Jesús. No
hace falta decir la alegría que le dio a santa Teresita esa idea de su
hermana, y la ilusión que se le despertó por estar más y más poseída
por Jesús. Magdalena será recompensada por su idea fija: "lo que
quiero es al Señor", parece decir: "si no lo tengo, no tengo nada, si
lo tengo, lo tengo todo". El mundo se despuebla si Él no está. Es lo
que ocurre con todo verdadero enamorado. Cien gentes, pero no está la
persona amada: no hay nadie. Cuántas experiencias en la historia de la
Iglesia. Decía el Obispo Van Tuán: me encarcelaron, me privaron de mi
Catedral, de mis feligreses, de mi seminario, de mis proyectos
apostólicos, de mi familia, de mi casa, de mi capacidad de
predicación, de mis sacerdotes... pero tengo a Cristo. Nunca me siento
mal pagado con Él. Entonces Jesús le dijo: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A
quién buscas?" Ella, pensando que era el jardinero, le respondió:
"Señor, si tú lo llevaste, dime dónde lo has puesto, y yo me lo
llevaré.". Jesús le dijo: "¡María!" Ella se volvió y exclamó
"¡Rabbuní!", que en hebreo significa "maestro". Jesús se presenta "con
otra figura". Ratzinger explica que el Resucitado se aparece –en
griego óphte-: «se dejó ver». Después de la resurrección, pertenece a
una realidad fuera de nuestros sentidos (del espacio y del tiempo),
sino al mundo de Dios. "Puede verlo, por tanto, tan sólo aquel a quien
Él mismo se lo concede. Y en esta forma especial de visión participan
también el corazón, el espíritu y la limpieza interior del hombre".
Mirar es poner el corazón, por eso nadie ve lo mismo. "Alguien puede
leer en el rostro del otro preocupación, amor, pena escondida,
falsedad disimulada, o puede que no perciba absolutamente nada". Para
los judíos, que al tercer día había corrupción del cuerpo, Jesús
cumple con este salmo y quita el cuerpo. La tumba vacía se hace así
una prueba.
b) María está delante del sepulcro, llorando. Recuerda lo que Jesús
dijo: "vosotros lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará.
Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo". Y
"mientras lloraba se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de
blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies donde había
estado el cuerpo de Jesús". María es la comunidad-esposa que busca y
llora al esposo, amor de su alma. En el Cantar se describe así la
escena (3, 2) "me levanté y recorrí la ciudad... buscando el amor de
mi alma; lo busqué y no lo encontré. Me han encontrado los guardias
que rondan por la ciudad: "¿visteis al amor de mi alma?". La primera
aparición (Mc 16, 9) estuvo reservada para María Magdalena. El primer
anuncio del acontecimiento se hizo a las mujeres. Fueron ellas, fueron
unas mujeres las enviadas por Dios a predicar a los apóstoles. S.
Agustín dice que las mujeres anuncian hoy la vida lo mismo que Eva,
madre de todos los vivos, se convirtió en la primera mensajera de la
muerte; el dolor y lágrimas nos muestra que la mujer buscaba más
insistentemente a Jesús, porque ella fue la primera en perderlo en el
paraíso; como por ella había entrado la muerte, por eso buscaba más la
Vida. Y ¿cómo la buscaba? Mirando dentro vio unos ángeles. Los ángeles
no se hicieron presentes a Pedro y a Juan y sí, en cambio, a esta
mujer, dicen los antiguos, a la que había sido la primero en perder.
Los ángeles la ven y le dicen: "No está aquí, ha resucitado" (Mt
28,6). Vio también a Jesús, pero no lo toma por quien era, sino por el
hortelano; todavía reclama el cuerpo de un muerto. Le dice: «Si tú le
has llevado, dime dónde le has puesto, y yo lo llevaré (Jn 20,15).
¿Qué necesidad tienes de lo que no amas? Dámelo». La que así le
buscaba muerto, ¿cómo creyó que estaba vivo? A continuación el Señor
la llama por su nombre. María reconoció la voz y volvió su mirada al
Salvador y le respondió sabiendo ya quien era: Rabi, que quiere decir
«Maestro» (Jn 20,16). Hay como un instinto divino que mueve a María a
mirar dentro, como cuando nos dejamos llevar por una voz interior que
nos guía, Cristo en el alma con su Espíritu.
Con la confusión del hortelano Juan nos hace volver al huerto-jardín,
al lenguaje del Cantar y del paraíso. Se prepara el encuentro de la
esposa con el esposo. María no lo reconoce aún, pero ya está presente
la primera pareja del mundo nuevo, el comienzo de la nueva humanidad.
Es el nuevo Paraíso. Jesús, como los ángeles, la ha llamado "Mujer"
(esposa). Ella expresando sin saberlo la realidad de Jesús, lo llama
"Señor" (esposo-marido). María, sin embargo, sigue obsesionada con su
idea: "si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto". Sigue sin
comprender la causa de la ausencia de Jesús: piensa que se debe a la
acción de los otros.
"Jesús le dice ¡María! Ella se vuelve y le dice ¡Rabboni! (que
significa Maestro)". Jesús le llama por su nombre y ella lo reconoce
por la voz. Este tema también aparece en el Cantar: "Estaba durmiendo,
mi corazón en vela, cuando oigo la voz de mi amado que me llama:
¡ábreme, amada mía!" (5, 2; 2,8, LXX). Al oír la voz de Jesús y
reconocerlo, María se vuelve del todo, no mira más al sepulcro, que es
el pasado, se abre para ella su horizonte propio: la nueva creación
que comienza.
Ahora responde a Jesús. Juan Bautista había oído la voz del esposo y
se había llenado de alegría, viendo el cumplimiento de la salvación
anunciada. Ahora, al esposo responde la esposa; se forma la comunidad
mesiánica. Ha llegado la restauración anunciada por Jeremías (33, 11):
"se escuchará la voz alegre y la voz gozosa, la voz del novio y la voz
de la novia". Se consuma la Nueva Alianza por medio del Mesías. La
respuesta de María: Rabboni, Señor mío, tratamiento que se usaba para
los maestros, pone este momento en relación con la escena donde Marta
dice a su hermana: El Maestro está ahí y te llama". Al mismo tiempo
Rabboni podía ser usado por la mujer dirigiéndose al marido. Se
combinan así los dos aspectos de la escena: el lenguaje nupcial
expresa la relación de amor que une la comunidad a Jesús, pero este
amor se concibe en términos de discipulado, es decir, de seguimiento.
"Le dijo Jesús: suéltame que todavía no he subido al Padre". Tocar,
abrazar, es la forma humana de asegurarse la realidad. De este modo el
abrazar o tocar pertenece a las formas elementales con las que el
hombre capta la realidad externa. En tal caso, el giro «no me abraces»
o "no me toques" o -de forma positiva- "Suéltame" sólo puede
significar que la existencia del Resucitado no ha de comprobarse de
esa manera mundana. El encuentro y contacto con Jesús resucitado se
realiza en un terreno distinto, a saber: en la fe, por la palabra o
«en espíritu». Realmente al resucitado no se le puede retener en este
mundo. (...) Con el deseo de palpar el hombre conecta frecuentemente
la otra tendencia de querer convertir algo en posesión suya, de poder
disponer de ello. Ahora bien el resucitado ni puede ni quiere ser
abrazado así; mostrando con ello que escapa a cualquier forma de ser
manejado por el hombre. Juan ya nos habla de la ascensión de Cristo. Y
es que en él la pascua, la ascensión y pentecostés constituyen una
realidad única. Y por ello también tienen lugar el mismo día. Pero
para nosotros es distinto, pues son los 40 días que aún se aparece en
la tierra hasta que ya no aparece más, y diez días más entre la
ascensión y pentecostés.
María recibe del resucitado el encargo de anunciar a los discípulos,
"a mis hermanos", el regreso de Jesús al Padre. Esta expresión, «a mis
hermanos», resulta sorprendente; pero en este pasaje describe las
nuevas relaciones que Jesús establece con los suyos, por cuanto que
ahora los introduce de forma explícita en su propia relación con Dios.
«Ya no os llamaré siervos sino amigos» (Jn 15,15). El alegre mensaje
pascual, que María ha de comunicar a los hermanos de Jesús, consiste
en la fundación de una nueva comunidad, la familia de Jesús, de hijos
de Dios mediante el retorno de Jesús al Padre (cf. también 1Jn 1,1-4,
"El Nuevo Testamento y su mensaje", Herder). Todo lo ha hecho Jesús,
con su obediencia, con su trabajo, con su pasión y la muerte en cruz
por obediencia, consigue a todos la filiación divina, el Espíritu
Snato, la sabiduría; a la Iglesia se le concede por medio de los
misterios de la liturgia, del Corazón abierto de Jesús en la Cruz nace
el río de agua viva, el agua de muerte del Bautismo ha sepultado al
hombre con Cristo, podemos gustar del "agua de la sabiduría" (Emiliana
Löhr).
En la Eucaristía, tenemos cada día un encuentro pascual con el
Resucitado, que no sólo nos saluda, sino que se nos da como alimento y
nos transmite su propia vida. Es la mejor «aparición», que no nos
permite envidiar demasiado ni a los apóstoles ni a los discípulos de
Emaús ni a la Magdalena (J. Aldazábal): «Este es el día en que actuó
el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo» (aleluya). Y en la
oración Colecta pedimos: «Tu, Señor, que nos has salvado por el
misterio pascual, continúa favoreciendo con dones celestes a tu
pueblo, para que alcance la libertad verdadera y pueda gozar de la
alegría del cielo que ya ha empezado a gustar en la tierra». Y en el
Ofertorio: «Acoge, Señor, con bondad las ofrendas de tu pueblo, para
que, bajo tu protección, no pierda ninguno de tus bienes y descubra
los que permanecen para siempre». En la Comunión seguimos repitiendo,
para calar hondo en esos sentimientos, aquel himno antiguo: «Ya que
habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está
Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba.
Aleluya» (Col 3,1-2). Todo ello, con la esperanza del cielo, como
acabamos pidiendo en la Postcomunión: «Escúchanos, Dios Todopoderoso,
y concede a estos hijos tuyos, que han recibido la gracia incomparable
del bautismo, poder gozar un día de la felicidad eterna».

Lunes de la octava de Pascua: el anuncio del ángel, y la alegría de la resurrección, vivida en la primera Iglesia


Los Hechos (2,14.22-32) nos muestra a Pedro, que poniéndose de pie con
los Once, levantó la voz y dijo: "…A Jesús de Nazaret, el hombre que
Dios acreditó ante vosotros realizando por su intermedio los milagros,
prodigios y signos que todos conocen, a ese hombre que había sido
entregado conforme al plan y a la previsión de Dios, vosotros lo
hicísteis morir, clavándolo en la cruz por medio de los infieles. Pero
Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque no
era posible que ella tuviera dominio sobre Él. En efecto, refiriéndose
a Él, dijo David: Veía sin cesar al Señor delante de mí, porque Él
está a mi derecha para que yo no vacile…. También mi cuerpo descansará
en la esperanza, porque Tú no entregarás mi alma al Abismo, ni dejarás
que tu servidor sufra la corrupción. Tú me has hecho conocer los
caminos de la vida y me llenarás de gozo en tu presencia". Y les sigue
hablando a su modo, para que le entiendan, de cómo en Jesús se cumplen
las profecías de David.
Durante estos 50 días, de ahí el nombre de Pentecostés, nos
introduciremos en el ámbito de la Iglesia naciente: en Jerusalén,
luego hacia Samaría y Siria, y la actividad misionera de San Pablo por
todo el oriente Medio y Grecia. El protagonista es ¡el Espíritu! o,
más exactamente, el Señor Jesús viviente, glorificado, resucitado, que
actúa por su Iglesia en la potencia del Espíritu, Jesús presente entre
nosotros. Por esta razón se leen los Hechos de los Apóstoles como
prolongación de la Pascua (Noel Quesson)
El Salmo (16,1-2.5.7-11) pide: "protégeme, Dios mío, porque me refugio
en ti. / Yo digo al Señor: "Señor, tú eres mi bien, no hay nada
superior a ti". / El Señor es la parte de mi herencia y mi cáliz, ¡tú
decides mi suerte! / Bendeciré al Señor que me aconseja, ¡hasta de
noche me instruye mi conciencia! / Tengo siempre presente al Señor: él
está a mi lado, nunca vacilaré. / Por eso mi corazón se alegra, se
regocijan mis entrañas y todo mi ser descansa seguro: / porque no me
entregarás a la Muerte ni dejarás que tu amigo vea el sepulcro. / Me
harás conocer el camino de la vida, saciándome de gozo en tu
presencia, de felicidad eterna a tu derecha". Habla de Cristo, de cómo
no verá la corrupción, como hemos visto que Pedro cita para explicar a
un público de judíos la profecía de la resurrección. Juan Pablo II lo
explica como "un cántico luminoso, con espíritu místico", y habla de
la "heredad", para describir el don de la tierra prometida al pueblo
de Israel, que para los levitas el Señor mismo constituía su heredad.
El salmista declara precisamente: "El señor es el lote de mi heredad
(...) Me encanta mi heredad" (Sal 15,5-6). "Así pues, da la impresión
de que es un sacerdote que proclama la alegría de estar totalmente
consagrado al servicio de Dios". San Agustín comenta: "El salmista no
dice: "Oh Dios, dame una heredad. ¿Qué me darás como heredad?", sino
que dice: "Todo lo que tú puedes darme fuera de ti, carece de valor.
Sé tú mismo mi heredad. A ti es a quien amo". (...) Esperar a Dios de
Dios, ser colmado de Dios por Dios. Él te basta, fuera de él nada te
puede bastar."
Se nos habla ambién de la comunión perfecta y continua con el Señor:
la victoria sobre la muerte, y la intimidad eterna con Dios. Y el
"camino": "Me enseñarás el sendero de la vida" (v. 11). Es el camino
que lleva al "gozo pleno en la presencia" divina, a "la alegría
perpetua a la derecha" del Señor. Estas palabras se adaptan
perfectamente a una interpretación que ensancha la perspectiva a la
esperanza de la comunión con Dios, más allá de la muerte, en la vida
eterna.
El Evangelio de Mateo (28,8-15) narra que "las mujeres partieron a
toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la
noticia a sus discípulos. En esto, Jesús les salió al encuentro y les
dijo: «¡Dios os guarde!». Y ellas se acercaron a Él, y abrazándole sus
pies, le adoraron. Entonces les dice Jesús: «No temáis. Id, avisad a
mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán». Mientras ellas iban,
algunos de la guardia fueron a la ciudad a contar a los sumos
sacerdotes todo lo que había pasado. Estos, reunidos con los ancianos,
celebraron consejo y dieron una buena suma de dinero a los soldados,
advirtiéndoles: «Decid: 'Sus discípulos vinieron de noche y le robaron
mientras nosotros dormíamos'. Y si la cosa llega a oídos del
procurador, nosotros le convenceremos y os evitaremos complicaciones».
Ellos tomaron el dinero y procedieron según las instrucciones
recibidas. Y se corrió esa versión entre los judíos, hasta el día de
hoy".
Durante la primera semana después de la Pascua, leemos algunos relatos
que nos hablan de la resurrección. Contaba Ratzinger que nos han
llegado dos tipos de relatos, el primero que explica la fe y expresa
la verdad: "El Señor en verdad ha resucitado y se ha aparecido a
Simón" (Lc 24,34). Expresan el fundamento de la esperanza cristiana y
que, además, tienen la función de servir de signos que permitan a los
creyentes reconocerse entre sí. "Ha nacido la confesión cristiana. En
este proceso de tradición se desarrolló my pronto –probablemente en la
década de los treinta en el ámbito palestinense- la confesión que
Pablo nos ha conservado en la primera carta a los Corintios (15,3-8)
como una tradición que él mismo recibió de la Iglesia y que transmite
fielmente. En estos textos de confesión, que son los más antiguos,
ocupa un lugar muy secundario la transmisión de los recuerdos
concretos de los testigos. La verdadera intención, como Pablo subraya
con énfasis, es preservar el núcleo cristiano, sin el cual el mensaje
y la fe carecerían de sentido". Pero luego se interesan por lo que
pasó en concreto, por "cómo fue", y la tradición narrativa se
desarrolla entonces, impulsada por estos estímulos: "Se quiere saber
cómo sucedieron las cosas. Crece el deseo de acercarse a los hechos,
de conocer los detalles". También porque aparecen pronto falsedades,
otras explicaciones ante las que hay que defenderse con una narración
histórica. Y el Evangelio en sus 4 versiones es la respuesta a estos
estímulos. Las cartas están antes que los Evangelios y recogen incluso
la primitiva liturgia celebrativa (como los famosos Fil 2,5s, Col 3
que leíamos ayer y durante toda la pascua...). No sé por qué hay
contradicciones, si porque ha pasado tiempo y corrían ya versiones
distintas de los hechos, antes de fijarse por escrito, y ya hemos
dicho que interesabe menos el hecho que la fe en un primer momento. O
bien hay razones que se nos escapan. Pero hay contradicciones en lo
que pasó, entre los evangelistas, en el modo de narrar algún punto.
a) -Al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra
María... Son amigas de Jesús. Han vuelto a la tumba de Jesús por
amistad, como entre nosotros, después del sepelio de un ser querido
suele hacerse una visita al cementerio. Son las mismas, precisamente,
que en la tarde del viernes asistieron al amortajamiento (Mateo,
27,55-56). No hay pues error posible sobre esta tumba. ¡Danos, Señor,
tu amor! Sólo se ve bien con el corazón. Sólo el amor introduce en el
conocimiento profundo de los seres con los que vivimos.
-Después de haber visto al ángel del Señor, que les había dicho: "No
temáis. Buscáis a Jesús, no está aquí, ha resucitado como había
dicho". Se alejaron rápidamente del sepulcro... llenas de temor...
¡Dios está ahí! Hay dos signos claros para todo el que conoce el
lenguaje bíblico: -"el ángel", mensajero de Dios.
- el "temor", sentimiento constante en presencia de lo divino. Yo
también quisiera dejarme aprehender por esta Presencia.
-Y con gran gozo corrieron a comunicarlo a los discípulos. Temor y
gozo, a la vez. Primera reacción: correr... ir a llevar la noticia...
Son muchos los que "corren" la mañana de Pascua. Pedro y Juan pronto
también correrán para ir a ver. (Juan, 20, 4) ¿Tengo yo ese gozo?
¿Anuncio la "gozosa nueva" de Pascua?
-Jesús les salió al encuentro diciéndoles: Dios os salve. Ellas,
acercándose, le abrazaron los pies y se postraron ante Él. Es Jesús el
que toma la iniciativa. Es Él quien se presenta, quien les da los
"buenos días". Es siempre tan "humano" como antes. Probablemente les
sonríe. Pero ellas, manifiestamente ¡están ante la majestad divina!
Como derrumbadas, el rostro en tierra. Su gesto es de adoración.
Entonces Jesús les dice: "No temáis". Es lo que Dios dice siempre. El
temor es un sentimiento natural ante Dios. Pero Dios nos dice: "No
temáis". -"Id y decid a mis hermanos que vayan a Galilea y que allí me
verán. Jesús, netamente, envía a la misión. Si se da a conocer a
algunos, no es para que nos regocijemos de ello... sino para que nos
pongamos en camino hacia nuestros hermanos. "Id a avisar a mis
hermanos." Después de esta meditación, ¿qué voy a hacer? Estoy entre
los "amigos" de Jesús si participo en la evangelización.
-Mientras iban ellas, algunos de los guardias vinieron a la ciudad y
comunicaron a los príncipes de los sacerdotes todo lo sucedido.
Reunidos estos en consejo tomaron bastante dinero y se lo dieron a los
soldados diciéndoles: "Decid que viniendo los discípulos de noche, lo
robaron mientras nosotros dormíamos..." Esta leyenda se difundió entre
los judíos hasta ahora.
Esta es la solución que los "enemigos" han encontrado para explicar la
tumba vacía... que les estorbaba. Los jefes judíos no desmienten el
"hecho": le buscan otra explicación... inverosímil (Noel Quesson). Hay
ahí una ironía del Evangelio, pues cómo podían testificar que tales
personas robaron el cuerpo, alegando que mientras ellos dormían: si
dormían, ¿cómo reconocieron a los ladrones?
En la Entrada nos preparamos para entrar en ese paraíso perdido: «El
Señor nos ha introducido en una tierra que mana leche y miel, para que
tengáis en los labios la Ley del Señor. Aleluya" (Ex 13,5-9). O bien
«El Señor ha resucitado de entre los muertos, como lo había dicho;
alegrémonos y regocijémonos todos, porque reina para siempre.
Aleluya». Y también pedimos en la Colecta la ampliación de esta
familia que Jesús ha formado: «Señor Dios, que por medio del bautismo
haces crecer a tu Iglesia, dándole siempre nuevos hijos; concede a
cuantos han renacido en la fuente bautismal, vivir siempre de acuerdo
con la fe que profesaron», vida que nos prepara a la Vida, como
seguimos pidiendo en el Ofertorio: «Recibe, Señor, en tu bondad, las
ofrendas de tu pueblo, para que, renovados por la fe y el bautismo,
consigamos la eterna bienaventuranza». Ya que «Cristo, una vez
resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no
tiene dominio sobre Él. Aleluya» (Rom 6,9, antif. Comunión).
"Hoy, la alegría de la resurrección hace de las mujeres que habían
ido al sepulcro mensajeras valientes de Cristo. «Una gran alegría»
sienten en sus corazones por el anuncio del ángel sobre la
resurrección del Maestro. Y salen "corriendo" del sepulcro para
anunciarlo a los Apóstoles. No pueden quedar inactivas y sus corazones
explotarían si no lo comunican a todos los discípulos. Resuenan en
nuestras almas las palabras de Pablo: «La caridad de Cristo nos urge»
(2Cor 5,14). Jesús se hace el "encontradizo": lo hace con María
Magdalena y la otra María —así agradece y paga Cristo su osadía de
buscarlo de buena mañana—, y lo hace también con todos los hombres y
mujeres del mundo. Y más todavía, por su encarnación, se ha unido, en
cierto modo, a todo hombre. Las reacciones de las mujeres ante la
presencia del Señor expresan las actitudes más profundas del ser
humano ante Aquel que es nuestro Creador y Redentor: la sumisión —«se
asieron a sus pies» (Mt 28,9)— y la adoración. ¡Qué gran lección para
aprender a estar también ante Cristo Eucaristía! «No tengáis miedo»
(Mt 28,10), dice Jesús a las santas mujeres. ¿Miedo del Señor? Nunca,
¡si es el Amor de los amores! ¿Temor de perderlo? Sí, porque conocemos
la propia debilidad. Por esto nos agarramos bien fuerte a sus pies.
Como los Apóstoles en el mar embravecido y los discípulos de Emaús le
pedimos: ¡Señor, no nos dejes! Y el Maestro envía a las mujeres a
notificar la buena nueva a los discípulos. Ésta es también tarea
nuestra, y misión divina desde el día de nuestro bautizo: anunciar a
Cristo por todo el mundo, «a fin que todo el mundo pueda encontrar a
Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la
vida, con la potencia de la verdad (...) contenida en el misterio de
la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia
de ella» (Juan Pablo II)" (Joan Costa).
c) Sin Pascua no hay Pentecostés, porque Cristo dijo: "si no me voy,
el Paráclito no vendrá para estar con vosotros" (Jn 16,7). Pero sin
Pentecostés no es posible recibir ni entender el misterio de la
Pascua, pues dijo Cristo también: "Cuando venga el Espíritu de la
verdad, Él los guiará a la verdad completa... El Paráclito mostrará mi
gloria, porque recibirá de lo que es mío y os lo dará a conocer a
vosotros" (Jn 16,13.14). Así entendemos el vínculo íntimo entre el
ascenso de Cristo desde el seno de la tierra, que se celebra en Pascua
y el descenso del Espíritu desde el seno del Padre, que se celebra en
Pentecostés. Cristo envía al Espíritu, y el Espíritu trae a nosotros
el misterio, la presencia y la gracia de Cristo (Fray Nelson).
d) La alegría de la resurrección. El Señor ha resucitado de entre los
muertos, como lo había dicho, alegrémonos y regocijémonos todos,
porque reina para siempre. ¡Aleluya! Nuestra Madre la Iglesia nos
introduce en estos días en la alegría pascual a través de los textos
de la liturgia; nos pide que esta alegría sea anticipo y prenda de
nuestra felicidad eterna en el Cielo. Se suprimen en este tiempo los
ayunos y otras mortificaciones corporales, como símbolo de esta
alegría del alma y del cuerpo. La verdadera alegría no depende del
bienestar material, de no padecer necesidad, de la ausencia de
dificultades, de la salud... La alegría profunda tiene su origen en
Cristo, en el amor que Dios nos tiene y en nuestra correspondencia a
ese amor. Y yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar (Juan 16,
22). Nadie: ni el dolor, ni la calumnia, ni el desamparo..., ni las
propias flaquezas, si volvemos con prontitud al Señor, sabernos en
todo momento hijos de Dios. En la Última Cena, el Señor no había
ocultado a los Apóstoles las contradicciones que les esperaban; sin
embargo, les prometió que la tristeza se tornaría en gozo. En el amor
a Dios, que es nuestro Padre, y a los demás, y en el consiguiente
olvido de nosotros mismos, está el origen de esa alegría profunda del
cristiano. El pesimismo y la tristeza deberán ser siempre algo extraño
al cristiano. Algo, que si se diera, necesitaría de un remedio
urgente. El alejamiento de Dios, la pérdida del camino, es lo único
que podría turbarnos y quitarnos ese don tan preciado. Por lo tanto,
luchemos por buscar al Señor en medio del trabajo y de todos nuestros
quehaceres, mortificando nuestros caprichos y egoísmos. Esta lucha
interior da al alma una peculiar juventud de espíritu. No cabe mayor
juventud y alegría que la del que se sabe hijo de Dios y procura
actuar en consecuencia. Estar alegres es una forma de dar gracias a
Dios por los innumerables dones que nos hace. Con nuestra alegría
hacemos mucho bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva a los
demás a Dios. Dar alegría será con frecuencia la mejor muestra de
caridad para quienes están a nuestro lado. Muchas personas pueden
encontrar a Dios en nuestro optimismo, en la sonrisa habitual, en
nuestra actitud cordial. Pensemos en la alegría de la Santísima
Virgen, "abierta sin reservas a la alegría de la Resurrección; sus
hijos en la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de la esperanza
y madre de la gracia, la invocamos como causa de nuestra alegría"
(Paulo VI: tomado de Francisco Fernández Carvajal).

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viernes, 16 de abril de 2010

Misa del día de Pascua

La Resurrección de Jesús, fundamento de nuestra filiación divina, la
fe en ella se convierte en fuente de esperanza y causa de la alegría

Cristo con su resurrección de entre los muertos ha hecho de la vida de
los hombres una fiesta. Los ha colmado de gozo al hacerles vivir no ya
una vida terrestre sino una vida celestial. Rezan las primeras
homilías que conservamos: "Soy Yo, en efecto vuestra remisión; / soy
Yo, la Pascua de la salvación; / Yo el cordero inmolado por vosotros,
/ Yo vuestro rescate, / Yo vuestra vida, / Yo vuestra luz, / Yo
vuestra salvación, / Yo vuestra resurrección, / Yo vuestro rey... / Él
es el Alfa y el Omega / Él es el principio y el fin. / Él es el
Cristo. Él es el rey. Él es Jesús, / el caudillo, el Señor, / aquel
que ha resucitado de entre los muertos / aquel que está sentado a la
derecha del Padre...." La misa de Pascua está llena de gozo, del gozo
de la Vida que nos comunica el Resucitado. La misa de hoy la tenemos
que entender y celebrar sobre todo como un encuentro con el
Resucitado tal como lo disfrutaron los discípulos el mismo día de
Pascua. "Este es el día en que actuó el Señor, / que sea un día de
gozo y de alegría. / Este es el día en que, vencida la muerte, /
Cristo sale vivo y victorioso del sepulcro. / Este es el día que lava
las culpas y devuelve la inocencia, / el día que destierra los temores
y hace renacer la esperanza, / el día que pone fin al odio y fomenta
la concordia, / el día en que actuó el Señor, / que sea un día de gozo
y de alegría. / Hoy, Señor, cantamos tu victoria, / celebramos tu
misericordia y tu ternura, / admiramos tu poder y tu grandeza, /
proclamamos tu bondad y tu providencia. / Que sea para nosotros el
gran día, / que saltemos de gozo y de alegría, / que no se aparte
nunca de nuestra memoria / y que sea el comienzo de una vida / de
esperanza, de amor y de justicia".
"Creer en la resurrección... es el acto de participar en la creación
ilimitada... Tener fe, si es que yo alcanzo a descifrar la imagen
cristiana, es percibir en su identidad la resurrección y la
crucifixión. Sostener la paradoja de la presencia de Dios en un Jesús
crucificado, es decir, en el fondo de la desgracia y de la impotencia,
un Jesús abandonado de Dios. Tener tal fe es adquirir la libertad de
hombre sobre toda ilusión, la del poder y la del tener. Dios no es ya
el emperador de los romanos, ni aquel tipo de hombre estimado por los
griegos como ejemplar de belleza y de fuerza..., sino más bien la
certeza de que es posible creer un futuro mejor, nuevo, pero tan sólo
si se identifica con aquellos que en el mundo son los más despojados
y los más aplastados... Tal amor y la esperanza en la resurrección se
identifican. Porque no hay amor más que cuando un ser es para nosotros
irreemplazable, y nosotros estamos dispuestos a dar por él nuestra
propia vida... Cuando de verdad estamos dispuestos a tal donación y
entrega por el último de los hombres, es entonces cuando Dios está
con nosotros; he aquí el poder de transformar el mundo" (R. Garaudy).
"Señor Dios, que en este día nos has abierto las puertas de la vida
por medio de tu Hijo, vencedor de la muerte, concédenos a los que
celebramos la solemnidad de la resurrección de Jesucristo, ser
renovados por tu Espíritu para resucitar en el reino de la luz y de la
paz", pedimos en la Oración colecta.
Los judíos tenían el poema de las cuatro noches. La primera noche fue
cuando YHWH se manifestó en el mundo para crearlo. El mundo estaba
informe y vacío y las tinieblas se extendían sobre la superficie del
abismo, y la palabra de YHWH era luz y brillaba. Y la llamó primera
noche. La segunda noche, cuando YHWH se le apareció a Abraham anciano
de 100 años y a su esposa Sara, de noventa años, a fin de cumplir lo
que dice la Escritura: "Es que Abraham, a los cien años de edad, va a
engendrar y su esposa Sara, de noventa años, va a dar a luz un hijo?"
Pues bien, Isaac tenía 37 años cuando fue ofrecido en el altar. Los
cielos se inclinaron y bajaron e Isaac vio sus perfecciones. Y la
llamó la segunda noche. La tercera noche fue cuando YHWH se apareció a
los egipcios en medio de la noche; su mano mataba a los primogénitos
de Israel, para que se cumpliera lo que dice la Escritura: "Israel es
mi primogénito". Y la llamó la tercera noche. La cuarta noche será
cuando el mundo llegue a su fin para ser disuelto. Los yugos de hierro
se romperán y las generaciones perversas serán aniquiladas. Moisés
subirá de en medio del desierto y el rey Mesías vendrá desde lo alto.
Uno avanzará a la cabeza del rebaño y su palabra caminará entre los
dos y ellos marcharán juntos. Es la noche de la pascua para el nombre
de YHWH, noche reservada y fijada para la liberación de todo Israel a
lo largo de sus generaciones.
Es el día en que Jesús «manifiesta plenamente el hombre al mismo
hombre y le descubre su altísima vocación» (Gaudium et Spes 22). El
gran signo que hoy nos da el Evangelio es que el sepulcro de Jesús
está vacío. Ya no tenemos que buscar entre los muertos a Aquel que
vive, porque ha resucitado. Y los discípulos, que después le verán
Resucitado, es decir, lo experimentarán vivo en un encuentro de fe
maravilloso, captan que hay un vacío en el lugar de su sepultura.
Sepulcro vacío y apariciones serán las grandes señales para la fe del
creyente. El Evangelio dice que «entró también el otro discípulo, el
que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó» (Jn 20,8). Supo
captar por la fe que aquel vacío y, a la vez, aquella sábana de
amortajar y aquel sudario bien doblados eran pequeñas señales del paso
de Dios, de la nueva vida. El amor sabe captar aquello que otros no
captan, y tiene suficiente con pequeños signos. El «discípulo a quien
Jesús quería» (Jn 20,2) se guiaba por el amor que había recibido de
Cristo.
"Ver y creer" de los discípulos que han de ser también los nuestros.
Renovemos nuestra fe pascual. Que Cristo sea en todo nuestro Señor.
Dejemos que su Vida vivifique a la nuestra y renovemos la gracia del
bautismo que hemos recibido. Hagámonos apóstoles y discípulos suyos.
Guiémonos por el amor y anunciemos a todo el mundo la felicidad de
creer en Jesucristo. Seamos testigos esperanzados de su Resurrección.

Los Hechos de los Apóstoles (10,34a.37-43) nos muestran a Pedro que
tomó la palabra y dijo: "Hermanos: Vosotros conocéis lo que sucedió en
el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la
cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios
con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando
a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con Él. Nosotros
somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron
colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo
hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Él había
designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su
resurrección. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio
de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos. El testimonio de
los profetas es unánime: que los que creen en Él reciben, por su
nombre, el perdón de los pecados". Tenemos aquí un compendio de la
predicación de Pedro, que habla solidariamente con todos los
apóstoles: "Nosotros somos testigos..." ¿de qué? De que Jesús es el
Cristo, el Señor. Hay una identidad entre el Cristo predicado y el
Jesús histórico, y esta misma identidad constituye la sustancia de la
fe cristiana. En esta predicación vemos que Dios ha mostrado que hay
que admitir a los paganos sin imponerles la ley mosaica; una apertura
hacia todos del hecho cristiano, y el subrayar la resurrección de
Jesús el tercer día es también no sólo determinación temporal, sino
una afirmación histórico-salvífica, como ya se ha visto estas semanas.
Hoy se cumplen las escrituras, como dirá Jesús a los de Emaús: la ley
y los profetas (Pere Franquesa). Este quinto discurso de Pedro en
Hechos es, en sus detalles, estructura y estilo una composición de
Lucas, pero presenta los temas básicos de la predicación cristiana
primitiva, del "kerigma" como suele decirse. Mirar la luz de Jesús,
esta estrella, creer en este Ungido, eso es la Pascua, una fiesta de
liberación. Creer en el Cristo de Dios es nuestra alegría y nuestra
vida, es perdón y reconciliación, es paz y principio de vida eterna
("Caritas").

El Salmo (117,1-2.16ab-17.22-23) canta: "Este es el día en que actuó el Señor:
sea nuestra alegría y nuestro gozo… Dad gracias al Señor porque es
bueno, / porque es eterna su misericordia. / Diga la casa de Israel: /
eterna es su misericordia. La diestra del Señor es poderosa, / la
diestra del Señor es excelsa. / No he de morir, viviré / para contar
las hazañas del Señor. La piedra que desecharon los arquitectos, / es
ahora la piedra angular. / Es el Señor quien lo ha hecho, / ha sido un
milagro patente".
Compuesto para la liturgia hebrea, este salmo recibe un puesto
destacado en la cristiana, que encuentra reflejados en él los
misterios redentores de la vida de Cristo. El Señor cantó este salmo
al finalizar la Última Cena: así consta en las anotaciones de los
salterios más antiguos. Y así la primera Eucaristía encontró en este
salmo una admirable conclusión. Con los sentimientos que se contienen
en él, nuestro Salvador se encaminó hacia la vía dolorosa que le
introduciría en la gloria del día eterno. Pero antes, el designio de
su Padre era permanecer en la Cruz hasta el final, como dijo Juan
Pablo II: "Si no hubiera existido esa agonía en la Cruz, la verdad de
que Dios es Amor estaría por demostrar." Nos habla de alabar a Dios
"porque es bueno", y nos dice Jesús que "Nadie es bueno sino sólo
Dios". Esto nos consuela, cuando vemos que alguien nos falla… "Con
esta contestación quería decir: Si quieres llamarme bueno, comprende,
entonces, que Yo soy Dios" (S. Agustín). Dad gracias al Señor porque
es bueno, porque es eterna su misericordia: nuestro Dios está vestido
de un manto de misericordia, le precede la ternura y le acompaña la
lealtad, y, desde siempre y para siempre avanza sobre una nube en
cuyos bordes está escrita la palabra Amor. Israel está en condiciones
de confirmar esta noticia: desde pequeño fue tratado con cuerdas de
ternura; fue para él -el Señor- como la madre que se inclina para dar
de comer a su pequeño y luego lo levanta hasta su mejilla para
acariciarlo, y, en su borrascosa juventud lo acompañó con su brazo
tenso y fuerte hasta instalarlo en la tierra jurada y prometida. Esta
noticia de su eterno amor lo pueden también constatar todos los fieles
en cuyas noches brilló el Señor como una antorcha de estrellas, y fue
sombra fresca para sus horas de calor. ¡Gloria, pues, eternamente a
Aquel que vela nuestro sueño y cuida nuestros pasos!
"La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Este es el
día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo". Esta
es la liturgia de Pascua en el corazón del año. Pero para el verdadero
cristiano, cada domingo es Pascua y cada día es domingo. Por eso cada
día es Pascua, es «el día que ha hecho el Señor, el día en que actuó
el Señor». Cada día es día de victoria y alabanza, de regocijo y
acción de gracias, día de ensayo de la resurrección final conquistando
al pecado, que es la muerte, y abriéndose a la alegría, que es la
eternidad. Cada día hay revuelo de ángeles y alboroto de mujeres en
torno a la tumba vacía. ¡Cristo ha resucitado! «Este es el día en que
el Señor ha actuado». ¡Ojalá pudiera decir yo eso de cada día de mi
vida! Sé que es verdad, porque, si estoy vivo, es porque Dios está
actuando en mí con su infinito poder y su divina gracia; pero quiero
sentirlo, palparlo, verlo en fe y experiencia, reconocer la mano de
Dios en los sucesos del día y sentir su aliento a cada paso. Este es
su día, glorioso como la Pascua y potente como el amanecer de la
creación; y quiero tener fe para adivinar la figura de su gloria en la
humildad de mis idas y venidas. «La diestra del Señor es excelsa, la
diestra del Señor es poderosa. No he de morir: viviré para contar las
hazañas del Señor». Que la verdad de fe penetre en mi mente y florezca
en mis actos: cristiano es aquel que vive el espíritu de la Pascua.
Espíritu de lucha y de victoria, de fe y de perseverancia, de alegría
después del sufrimiento y vida después de la muerte. Ninguna desgracia
me abatirá y ninguna derrota me desanimará. Vivo ya en el día de los
días, y sé que la mano del Señor saldrá victoriosa al final. «El Señor
está conmigo, no temo: ¿qué podrá hacerme el hombre?» Día a día,
necesito a mi alrededor a mi gente, mis amigos, que afirmen esa misma
convicción y confirmen mi fe con el don de la suya, que canten conmigo
la gloria de Pascua para que todos nos unamos en el estrecho vínculo
de la fe y la alegría: «Diga la casa de Israel: eterna es su
misericordia. Diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia. Digan
los fieles del Señor: eterna es su misericordia. Dad gracias al Señor,
porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Carlos G. Vallés).
"La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular"
(v. 22)… Jesús cita esta frase, aplicándola a su misión de muerte y de
gloria, después de narrar la parábola de los viñadores homicidas (cf
Mt 21,42). También la recoge san Pedro en los Hechos de los Apóstoles:
"Este Jesús es la piedra que vosotros, los constructores, habéis
desechado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo
el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos
salvarnos" (Hch 4,11-12). San Cirilo de Jerusalén comenta: "piedra
angular, porque quien crea en ella no quedará defraudado".
La segunda frase que comenta también Juan Pablo II es la que cantaba
la muchedumbre en la solemne entrada mesiánica de Cristo en Jerusalén:
"¡Bendito el que viene en nombre del Señor!" (Mt 21, 9; cf Sal
117,26). La palabra "misericordia" que abre y cierra la composición
"traduce la palabra hebrea hesed, que designa la fidelidad generosa de
Dios para con su pueblo aliado y amigo. Esta fidelidad la cantan tres
clases de personas: todo Israel, la "casa de Aarón", es decir, los
sacerdotes, y "los que temen a Dios", una expresión que se refiere a
los fieles y sucesivamente también a los prosélitos, es decir, a los
miembros de las demás naciones deseosos de aceptar la ley del Señor
(cf vv 2-4)".
San Pablo a los Colosenses (3,1-4): "Ya que habéis resucitado con
Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a
la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la
tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida
en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también
vosotros apareceréis, juntamente con Él, en gloria".
Los primeros relatos que tenemos de la pascua son las cartas
apostólicas, que recogen lo que vivían los primeros cristianos en su
primitiva liturgia: el hecho de la resurrección. Pensar en las cosas
de arriba donde está Jesús, "gustar" de esas cosas… son reminiscencias
de esos himnos litúrgicos que recibe S. Pablo y que re-piensa en su
teología: es posible la nueva vida; porque todavía no se ha
manifestado, es necesario dar frutos de vida eterna. Nuestra vida se
mueve entre el "ya" y el "todavía-no".
Hay, por lo tanto, un camino que recorrer y un deber que cumplir.
Estamos en ello, en el paso o trance de la decisión. Hay que elegir, y
nuestra elección no puede ser otra que "los bienes de arriba". Lo cual
no significa que el cristiano se desentienda de los "bienes de la
tierra", si ello implica desentenderse del amor al prójimo. Pues los
"bienes de arriba", es decir, lo que esperamos, es también la
transformación por el amor del mundo en que habitamos. Cuando Cristo
aparezca, se mostrará en Él nuestra vida y entonces veremos lo que
ahora somos ya radicalmente, misteriosamente ("Eucaristía" 1982). El
paso de lo de "abajo" a lo de "arriba" no se realiza por prácticas
ascéticas, gnosis o misterios, sino por la confesión de fe en Cristo
Jesús. La contraposición entre las cosas de arriba y las de abajo ha
influido fuertemente en la teología y en la piedad cristiana, y ha
dejado a un lado con frecuencia la realidad de la vida. Basta recordar
algunos textos de oraciones, incluso litúrgicas. Buscar las cosas de
arriba no significa despreciar los bienes de la tierra para poder amar
los del cielo. La responsabilidad del progreso material no se puede
separar de la moral cristiana. La piedad ha valorado excesivamente
algunas prácticas destinadas a mortificar el cuerpo para liberar el
alma (P. Franquesa).

El Evangelio de Juan (20,1-9) dice que "el primer día de la semana va
María Magdalena de madrugada al sepulcro cuando todavía estaba oscuro,
y ve la piedra quitada del sepulcro. Echa a correr y llega donde Simón
Pedro y donde el otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: «Se
han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro.
Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más
rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las
vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro
siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el
sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en
un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que
había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó, pues hasta entonces
no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de
entre los muertos".
Después que hubieran puesto la experiencia de Jesús resucitado por
escrito, la fe de los primeros cristianos quiso conocer los hechos
anecdóticos, los acontecimientos según el orden de los sucesos, y
antes de que murieran los Apóstoles se fueron recogiendo los relatos,
que se fueron escribiendo según el orden de los Evangelistas, y con
sus variantes y tradiciones fueron componiéndose los Evangelios. Según
lo que me parece entender, las cosas serían algo así como: primero
Jesús se aparece en su interior a la Virgen y le comunica, en la
madrugada del domingo, es decir hoy, que ha resucitado. Este gozo lo
comunican los ángeles a las mujeres, que anuncian la nueva a los
Apóstoles, primero Simón y Juan que van y creen, al ver los lienzos
como "desinflados". María Magdalena se queda allí, y habla con Jesús
creyendo que es el hortelano hasta que la llama por su nombre: "María"
y ella le reconoce. Esto nos hace ver que Jesús en su cuerpo glorioso
–que no tiene materia, que puede pasar por espacios sólidos y cruzar
en el mismo tiempo varios lugares- se aparece a quien quiere, y quizá
también a quien está preparado para ver, como vemos en la siguiente
aparición, los de Emaús: por el camino les explica las Escrituras, y
se encienden al ver que desde Moisés y los profetas hablan de que
Jesús tiene que sufrir antes de resucitar (toda la cuaresma hemos
leído estos pasajes) y luego le dicen que se quede (se hace de noche,
cuando Él no está) y Él cena con ellos, y al partir el pan lo
reconocen. En esta aparición vemos las dos escenas de la Misa: la
lectura viva de la Palabra que enciende nuestros corazones, y nos
prepara para verle en la fracción del pan, segunda parte de la Misa,
en la mesa del altar. Luego, siguiendo con las apariciones, lo hace
aquella misma noche de pascua a los apóstoles ya reunidos, y luego el
domingo siguiente –es una repetición dominical- y otro más en el lago,
y luego por último el día de la Ascensión.

En las palabras de María Magdalena resuena probablemente la
controversia con la sinagoga judía, que acusaban a los discípulos de
haber robado el cuerpo de Jesús para así poder afirmar su
resurrección. Los discípulos no se han llevado el cuerpo de Jesús. Más
aún, al encontrar doblados y en su sitio la sábana y el sudario, queda
claro que no ha habido robo.
La carrera de los dos discípulos puede hacer pensar en un cierto
enfrentamiento, en un problema de competencia entre ambos. De hecho,
se nota un cierto tira y afloja: "El otro discípulo" llega antes que
Pedro al sepulcro, pero le cede la prioridad de entrar. Pedro entra y
ve la situación, pero es el otro discípulo quien "ve y cree".
Seguramente que "el otro discípulo" es "aquel que Jesús amaba", que el
evangelio de Juan presenta como modelo del verdadero creyente. De
hecho, este discípulo, contrariamente a lo que hará Tomás, cree sin
haber visto a Jesús. Sólo lo poco que ha visto en el sepulcro le
permite entender lo que anunciaban las Escrituras: que Jesús no sería
vencido por la muerte (Josep Mª Grané).
S. Agustín también comenta este pasaje: "Entró, vio y creyó (Jn 20,8).
Oísteis que creyó, pero no se alaba esta fe; en efecto, se pueden
creer tanto cosas verdaderas como falsas. Pues si se hubiese alabado
el que creyó en este caso o se hubiera recomendado la fe en el hecho
de ver y creer, no continuaría la Escritura con estas palabras: Aún no
conocía las Escrituras, según las cuales convenía que Cristo
resucitara de entre los muertos (Jn 20,9). Así, pues, vio y creyó.
¿Qué creyó? ¿Qué, sino lo que había dicho la mujer, a saber, que se
habían llevado al Señor del sepulcro? Ella había dicho: Se han llevado
al Señor del sepulcro y no sé dónde lo han puesto (Jn 20,2).
Corrieron ellos, entraron, vieron solamente las vendas, pero no el
cuerpo y creyeron que había desaparecido, no que hubiese resucitado.
Al verlo ausente del sepulcro, creyeron que lo habían sustraído y se
fueron". En este día santo "lucharon vida y muerte / en singular
batalla / y, muerto el que es Vida, / triunfante se levanta"
(Secuencia de Pascua).
c) Ratzinger escribió también una Meditación para el día de pascua:
"¡Qué conmoción sacudiría al mundo si leyéramos un día en la prensa:
«se ha descubierto una hierba medicinal contra la muerte»! Desde que
la humanidad existe, se ha estado buscando tal hierba. Ella espera una
medicina contra la muerte, pero, al mismo tiempo, teme a esa hierba.
Sólo el hecho de que en una parte del mundo la esperanza de vida se
haya elevado de 30 a 70 años ha creado ya problemas casi insolubles.
La iglesia nos anuncia hoy con triunfal alegría: esa hierba medicinal
contra la muerte se ha encontrado ya. Existe una medicina contra la
muerte y ha producido hoy su efecto: Jesús ha resucitado y no volverá
ya a morir. Lo que es posible una vez, es fundamentalmente posible y
así esta medicina vale para todos nosotros. Todos nosotros podemos
hacernos cristianos con Cristo e inmortales. ¿Pero cómo? Esto debería
ser nuestra pregunta más viva. Para encontrar la respuesta, debemos
sobre todo preguntar: ¿cómo es que resucitó? Pero, sobre eso, se nos
da una simple información que se nos confía a todos: Él resucitó
porque era no sólo un hombre, sino también hijo de Dios. Pero era
también un hombre real y lo fue por nosotros. Y así sigue, por su
propio peso, la próxima pregunta: ¿cómo aparece este «ser-hombre» que
une con Dios y que debe ser el camino para todos nosotros? Y parece
claro que Jesús vive toda su vida en contacto con Dios. La Biblia nos
informa de sus noches pasadas en oración. Siempre queda claro esto: Él
se dirige al Padre. Las palabras del Crucificado no se nos refieren en
los cuatro evangelios de un modo unitario, pero todos coinciden en
afirmar que Él murió orando. Todo su destino se halla establecido en
Dios y se traduce así en la vida humana. Y siendo así las cosas, Él
respira la atmósfera de Dios: el amor. Y por ello es inmortal y se
halla por encima de la muerte. Y ya tenemos las primeras aplicaciones
a nosotros: nuestro pensar, sentir, hablar, el unir nuestra acción con
la idea de Dios, el buscar la realidad de su amor, éste es el camino
para entrar en el espacio de la inmortalidad.
Pero queda todavía otra pregunta. Jesús no era inmortal en el sentido
en el que los hombres deseaban serlo desde tiempos inmemoriales,
cuando buscaban la hierba contra la muerte. Él murió. Su inmortalidad
tiene la forma de la resurrección de la muerte, que tuvo lugar
primero. ¿Qué es lo que debe significar esto? El amor es siempre un
hecho de muerte: en el matrimonio, en la familia, en la vida común de
cada día. A partir de ahí, se explica el poder del egoísmo: él es una
huida comprensible del misterio de la muerte, que se halla en el amor.
Pero, al mismo tiempo, advertimos que sólo esa muerte que está en el
amor hace fructificar; el egoísmo, que trata de evitar esa muerte, ese
es el que precisamente empobrece y vacía a los hombres. Solamente el
grano de trigo que muere fructifica.
El egoísmo destruye el mundo; él es la verdadera puerta de entrada de
la muerte, su poderoso estímulo. En cambio, el Crucificado es la
puerta de la vida. Él es el más fuerte que ata al fuerte. La muerte,
el poder más fuerte del mundo, es, sin embargo, el penúltimo poder,
porque en el Hijo de Dios el amor se ha mostrado como más fuerte. La
victoria radica en el Hijo y cuanto más vivamos como Él, tanto más
penetrará en este mundo la imagen de aquel poder que cura y salva y
que, a través de la muerte, desemboca en la victoria final: el amor
crucificado de Jesucristo".

Por último, un pensamiento sobre la Pascua, el día que transforma las
penas en alegrías. El enigma mayor de la condición humana es la
muerte. ¿Como es que el hombre, con deseos de ser feliz, muere? Es el
misterio del dolor, de la cruz, que no tiene explicación. Un proceso
de transformación, como una purificación del amor, que nos prepara
para la felicidad que es estar con Dios. Realidad misteriosa que no es
el final, pues cuando se acaba nuestra estancia aquí en la tierra
comienza otra, la vida continúa en el cielo. La muerte no es el final
de trayecto, la vida no se acaba, se transforma…
Jesús también muere, y ha resucitado. Y nos dice: "Yo soy el camino…".
La muerte es una realidad misteriosa, tremenda, y del más allá no
sabemos mucho, sólo lo que Jesús nos dice: "Yo soy la resurrección y
la vida…"
Dios, que es amor, nos hace entender que el amor no se acaba con la
muerte, que después de esta etapa hay otra para siempre. Que Dios no
quiere lo malo, pero lo permite en su respeto a la libertad, sabiendo
reconducirlo con Jesús hacia algo mejor… la muerte para la fe
cristiana es una participación en la muerte de Jesús, desde el
bautismo estamos unidos a Él, en la Misa vivimos toda la potencia
salvadora de la muerte hacia la resurrección.
Las fuerzas atávicas del mal, que volcaban en un inocente sus traumas
y represiones (el chivo expiatorio) que por el demonio se vierte toda
la agresividad en contra del Mesías, quedan truncadas. Pues en la
muerte de Jesús esas fuerzas quedan vencidas, el círculo del odio
queda sustituido por el círculo del amor; una nueva ola que alcanza
–con su Resurrección- todos los lugares del cosmos en todos sus
tiempos. "En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra
si mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto
es amor en su forma más radical" (Benedicto XVI). Se establece la
redención, la vuelta al paraíso original, a la auténtica comunión con
todos y todo. Y cuando estamos en contacto con Jesús, en la comunión,
también estamos con los que están con Él, de todos los lugares de
todos los tiempos, con los que queremos y ya se han ido de nuestro
mundo y tiempo.
Este es el misterio pascual de Jesús, el paso de la muerte a la Vida,
la luz que se enciende con la nueva aurora. El cuerpo que se entierra
es semilla –grano de trigo que muere y da mucho fruto- para una vida
más plena, de resurrección.
El amor humano nos hace entender ese amor eterno, pues el amor nace
para ser eterno, aunque cambiemos de casa quedamos unidos a los que
amamos. Jesús nos enseña plenamente el diccionario del amor, nos habla
del amor de un Dios que es padre y que nos quiere con locura, y
dándose en la Cruz, hace nuevas todas las cosas, en una renovación
cósmica del amor: las cosas humanas, sujetas al dolor y la muerte,
tienen una potencia salvífica, se convierten en divinas.
En este retablo de las tres cruces, vemos a la Trinidad volcar su amor
en el calvario. Y junto a Jesús, su madre. Allí ella también entrega a
su hijo por amor a nosotros. Allí también está el buen ladrón que
dice: "Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino", y Jesús le da
la fórmula de canonización: "en verdad te digo que hoy mismo estarás
conmigo en el paraíso"; es un misterio ese juicio divino en el amor.
Juntos se fueron al cielo.
Estos días queremos vivir el misterio, abrir los ojos como las mujeres
al buscar a Jesús en la mañana de pascua, y les dice el ángel, aquel
primer domingo: "¿por qué buscáis entre los muertos aquel que está
vivo? No está aquí, ha resucitado". Queremos ver más allá de lo que se
ve, beber de ese amor verdadero que es eterno, para iluminar nuestros
días con ese día de fiesta, de esperanza cierta.

El evangelista Juan nos relata dos hechos. María Magdalena, la más
madrugadora, va al sepulcro y se encuentra la losa quitada, el
sepulcro vacío. No creyó. Se limitó a contar lo que le pareció más
razonable: "se han llevado al Señor y no sabemos dónde lo han puesto".
El segundo hecho es la visita temprana de Pedro y Juan, avisados por
las palabras de María Magdalena. Salen corriendo. Naturalmente corre
más y llega antes Juan, pero espera a que Pedro llegue y entre. Pedro
ve el sepulcro vacío, pero también las vendas por el suelo y el
sudario, cuidadosamente plegado y puesto aparte. Juan vio lo mismo.
Vio y creyó. Vio la tumba vacía y las vendas y el sudario aparte, y
creyó que Jesús había resucitado. Y creyeron en las Escrituras y en
las palabras de Jesús, que había anunciado su muerte y resurrección.

-El evangelio. El evangelio es la Buena Noticia de la resurrección de
Jesús. Más que un hecho, es un acontecimiento que cambia la vida y el
mundo. Pues si Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos.
Por eso es una buena noticia, la mejor para los seres mortales. En el
evangelio se anuncia lo imposible, sí, pero también lo irrenunciable,
la resurrección, la vida después de la vida, el triunfo y
desmitificación contra la muerte. Morir ya no es morir, es sólo un
paso, el tránsito hacia la vida perdurable y feliz. Así lo entendieron
los apóstoles. No entendieron sólo que la causa de Jesús perduraba, ni
que Jesús pasaba a la historia de los inmortales. Entendieron que
Jesús estaba vivo. Y comprendieron que su promesa de vida eterna era
una promesa que se cumpliría a pesar de todo.

-La evangelización. Y así lo proclamaron a los cuatro vientos,
haciendo hincapié en su experiencia: nosotros somos testigos, lo hemos
visto todo. Hemos vivido con él, hemos asistido atónitos a su muerte
y, cuando todo parecía acabado en la frialdad de la tumba, la tumba
está vacía y el muerto ha resucitado. Y nosotros con él. Evangelizar
es siempre eso, anunciar la Buena Noticia, proclamar la resurrección
del Señor, anunciar a todos que la muerte ha sido vencida, que la
muerte no es el final, que la vida sigue más allá de la muerte. Jesús
ha derribado de una vez por todas el muro de la desesperación humana.
Ya hay camino hacia una nueva humanidad, porque lo imposible ya es
posible por la gracia y con la gracia de Dios. ¿Lo creemos?

-La fe que vence al mundo. Creer en la resurrección de Jesús no es
sólo tener por cierta su resurrección, sino resucitar, como nos dice
san Pablo. Creer es realizar en la vida la misma experiencia de la
vida de Jesús. Es ponernos en su camino y en el camino de nuestra
exaltación, resueltamente y sin echar marcha atrás. Jesús entendió su
exaltación como subida a la cruz, como servicio y entrega por todos,
dando su vida hasta la muerte. El que ama y va entregando su vida con
amor, va ganando la vida y verifica ante el mundo la fuerza de la
resurrección, porque en "ésto hemos conocido que hemos pasado de la
muerte a la vida, en que amamos a los hermanos", en que estamos
dispuestos a dar la vida y no a quitarla. Sólo esta fe viva, esta
experiencia de la nueva vida inaugurada por el Resucitado, puede
discutir a la muerte y a la violencia su dominio. Sin esa experiencia,
nada de lo que digamos sobre la resurrección podrá convencer a los
otros. Tenemos que ser testigos de la resurrección, resucitando y
ayudando a alumbrar la nueva vida.

-El testimonio. Creer es ser testigos de la resurrección. Creer es
resucitar, vencer ya en esta vida por la esperanza la desesperación de
la muerte. La fe en la resurrección de Jesús es la única fuerza capaz
de disputar a la muerte, y a los ejecutores de la muerte, sus
dominios. La muerte es el gran enemigo, el mayor enemigo del hombre.
El poder de la muerte se evidencia en el hambre, en las enfermedades y
catástrofes, en la violencia y el terrorismo, en la explotación, en la
marginación, en las injusticias, en todo cuanto mortifica a los
hombres y a los pueblos. Creer en la resurrección es sublevarse ya
contra ese dominio de muerte. Es trabajar por la vida, por la
convivencia en paz. Es trabajar y apoyar a los pobres y marginados, a
los desprotegidos, a los oprimidos. Y debe ser también plantar cara a
los partidarios de la muerte, a los asesinos, a los violentos, a los
explotadores, a los racistas y extremistas. Porque sólo trabajando
para la vida puede resultar creíble la fe en una vida eterna y feliz
("Eucaristía 1995").

En el evangelio, María Magdalena, la primera que ha visto la losa
quitada del sepulcro, corre a informar del hecho a los dos discípulos
más importantes, Pedro, el ministerio eclesial, y Juan, el amor
eclesial. Se dice que los dos discípulos corrían «juntos» camino del
sepulcro, pero no llegaron a la vez: el amor es más rápido, tiene
menos preocupaciones y está por así decirlo más liberado que el
ministerio, que debe ocuparse de múltiples cosas. Pero el amor deja
que sea el ministerio el que dictamine sobre la situación: es Pedro el
primero que entra, ve el sudario enrollado y comprende que no puede
tratarse de un robo.
Esto basta para dejar entrar también al amor, que «ve y cree» no en la
resurrección propiamente dicha, sino en la verdad de todo lo que ha
sucedido con Jesús. Hasta aquí llegan los dos representantes
simbólicos de la Iglesia: lo que sucedió era verdad y la fe está
justificada a pesar de toda la oscuridad de la situación. En los
primeros momentos esta fe se convertirá en verdadera fe en la
resurrección sólo en María Magdalena, que no «se vuelve a casa», sino
que se queda junto al sepulcro donde había estado el cuerpo de Jesús y
se asoma con la esperanza de encontrarlo. El sitio vacío se torna
ahora luminoso, delimitado por dos ángeles, uno a la cabecera y otro a
los pies. Pero el vacío luminoso no es suficiente para el amor de la
Iglesia (aquí la mujer antes pecadora y ya reconciliada, María
Magdalena, ocupa sin duda el lugar de la mujer por excelencia, María,
la Madre): debe tener a su único amado. Ella le reconoce en la llamada
de Jesús: ¡María! Con esto todo se colma, el cadáver buscado es ahora
el eterno Viviente. Pero no hay que tocarle, pues está de camino hacia
el Padre: la tierra no debe retenerle, sino decir sí; como en el
momento de su encarnación, también ahora, cuando vuelve al Padre, hay
que decir sí. Este sí se convierte en la dicha de la misión a los
hermanos: dar es más bienaventurado que conservar para sí. La Iglesia
es en lo más profundo de sí misma mujer, y como mujer abraza tanto al
ministerio eclesial como al amor eclesial, que son inseparables: «La
hembra abrazará al varón» (Jr 31,22).
El ministerio predica. Pedro predica, en la primera lectura, sobre
toda la actividad de Jesús; el apóstol puede predicar de esta manera
tan solemne, meditada y triunfante sólo a partir del acontecimiento de
la resurrección. Esta arroja la luz decisiva sobre todo lo precedente:
por el bautismo Jesús, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu
Santo, se ha convertido en el bienhechor y salvador de todos; la
pasión aparece casi como un interludio para lo más importante: el
testimonio de la resurrección; pues testimonio debe ser, ya que la
aparición del Glorificado no debía ser un espectáculo para «todo el
pueblo» sino un encargo, confiado a los testigos «que él había
designado» de antemano, de «predicar al pueblo» el acontecimiento, que
tiene un doble resultado: para los que creen en él, el Señor es «el
perdón de los pecados»; y para todos será el «juez de vivos y muertos»
nombrado por Dios. La predicación del Papa es la sustancia de la Buena
Nueva y la síntesis de la doctrina magisterial.
El apóstol explica. En la segunda lectura Pablo saca la conclusión
para la vida cristiana. La muerte y resurrección de Cristo,
acontecimientos ambos que han tenido lugar por nosotros, nos han
introducido realmente en su vida: «Habéis muerto», «habéis resucitado
con Cristo». Como todo tiene en él su consistencia (Col 1,17), todo se
mueve y vive con él. Pero al igual que el ser de Cristo estaba
determinado por su obediencia al Padre, así también nuestro ser es
inseparable de nuestro deber. Nuestro ser consiste en que nuestra vida
está escondida con Cristo en Dios, ha sido sustraída al mundo y por
tanto ahora no es visible; sólo cuando aparezca Cristo, «vida
nuestra», podrá salir también a la luz, juntamente con él, nuestra
verdad escondida. Pero como nuestro ser es también nuestro deber,
tenemos que aspirar ante todo a las cosas celestes, a las cosas de
arriba; aunque tengamos que realizar tareas terrestres, no podemos
permanecer atados a ellas, sino que hemos de tender a lo que no
solamente después de la muerte sino ya ahora constituye nuestra verdad
más profunda. En el don de Pascua se encuentra también la exigencia de
Pascua, que es asimismo un puro regalo (Hans Urs von Balthasar).

«ESTE ES EL DÍA» Este es el día que hizo el Señor. Un día que empezó
aquella madrugada del sábado al lunes de hace dos mil años y que
perdurará para siempre. De lo que ocurrió ese día arranca «todo» para
el cristiano.
Es verdad que, como dijo Pedro, «la cosa empezó en Galilea»,
concretamente en Nazaret, cuando el ángel se llegó a María y le dijo:
«Dios te salve, llena de gracia...». Pero, cuando las cosas empezaron
a «tener sentido de verdad» fue aquella mañana de resurrección. Es
decir, hoy.
Porque daos cuenta. La muerte de Jesús cortó por lo sano todas las
ilusiones de los apóstoles y de sus seguidores. ¿Quiénes eran los
apóstoles? Gentes que «lo habían dejado todo y le seguían». ¿Por qué?
Porque «una rara virtud salía de El y curaba a todos». Porque «tenía
palabras de vida eterna». O porque, como los de Emaús, «esperaban que
fuera el futuro libertador de Israel». Lo cierto es que «a aquel
profeta poderoso en obras y palabras, los sumos sacerdotes y los jefes
lo condenaron a muerte y lo crucificaron». Y entonces, a todos sus
seguidores, se les hundió el mundo. Y sobre sus vidas y sobre su
corazón, cayó una losa, tan grande y fría como la que cayó sobre el
sepulcro de Jesús. «Causa finita». Fin.
Pero no. Más bien: Principio, Aurora definitiva. Día «octavo» de la
Creación. «La primavera ha venido. Y todos sabemos cómo ha sido». Leed
despacio el evangelio de hoy, y el de ayer-noche, y el de todo este
tiempo. Y veréis cómo van «resucitando» todos: la Magdalena, los de
Emaús, y los apóstoles desconcertados. Escuchad su grito estremecido
que se les sube por los entresijos del alma: «Era verdad, ha
resucitado y se ha aparecido a Simón».
Es decir, tras el aparente fracaso de Cristo crucificado, que da al
traste con todas sus ilusiones, la resurrección trajo un cambio
radical en su mente y en su vida. Dio «sentido» a todo lo que los
discípulos antes no habían entendido: al valor de la humillación, del
dolor, de la pobreza; comprendieron aquella obsesión de Jesús por el
Padre, la fuerza del «mandamiento nuevo», distinto, imprescindible.
Todo lo entendieron.
Y así, la resurrección se convirtió para ellos en la piedra
fundamental de su fe, en el convencimiento de la divinidad de Jesús, y
en el núcleo de toda su predicación. Eso. Ya no pensaron en otra cosa.
Esa fue su chaladura: declarar oportuna e inoportunamente que «ellos
eran testigos de la muerte y de la resurrección de Jesús». Y que
«creer eso, era entrar en la salvación». Ese fue su pregón. Y ésa debe
ser la única predicación de la Iglesia.
Lo que ocurre es que, a partir de ahí, los hombre se dividen en dos:
los que no creen y piensan que todo acaba con la muerte. Y prefieren
no pensar en ella, aunque la ven cabalgando por todos lados, de un
modo inevitable. Y se agarran a la «filosofía de la dicha», ya que el
tiempo corre que vuela. Y proclamen como Camús: «No hay que
avergonzarse de ser dichosos». Y, segundo los que creemos, a pesar del
tormento de la duda y la humillante caducidad de las cosas. Los que
hemos aceptado el kerigma de Cristo resucitado. Porque algo nos dice
en nuestro interior que no pueden quedar fallidas nuestras ansias de
inmortalidad. Y, sobre todo, porque como dirá Pablo: «Si Cristo no
hubiera resucitado, seríamos los seres más desdichados». Por eso,
dejadme que os repita: «La primavera ha venido. Y todos sabemos cómo
ha sido» (Elvira).
LA PRIMAVERA HA VENIDO. No hace falta ser profeta, ni experto en
sociologías y sicologías, para reconocer que la vida del hombre es un
tejer y un destejer, una línea ascendente de ilusiones y proyectos, y
otra descendente, en la que todos terminamos cantando aquello de «las
ilusiones perdidas, hojas son, ¡ay! desprendidas, del árbol del
corazón».
Cada uno hemos escalado una vereda de primaveras diciendo que «la vida
es bella». Y cada uno también, de pronto, nos hemos encontrado en una
niebla de tristezas, quebrantos y soledades. Añadid el despojo que
hacen los años... Y entenderéis al poeta: «Todo el mundo es otoño,
corazones desiertos..., palomares vacíos de las blancas palomas que
anidaron ayer». Sí, con los años, después de combatir en mil batallas,
hacemos el recuento de las «bajas» y nos llenamos de melancolía;
acaso, de desolación.
EL SEPULCRO VACÍO.-He aquí una primera realidad reconfortante. ¡Qué
malo hubiera sido que María Magdalena hubiera descorrido la piedra y
hubiera embalsamado a Jesús! A estas horas sus seguidores, si
quedábamos, estaríamos diciendo: «Ni contigo, ni sin ti, tienen mis
males remedio». Pero, no. Encontró el sepulcro «vacío». Y tuvo que
comprender que sus ungüentos eran regalos inútiles, alivios ridículos
para un cuerpo inmortal. «¡No estaba allí! ¡Había resucitado!» Allá
sólo estaban las reliquias de la muerte: «unas vendas, un sudario».
Constataciones de un dolor superado y redentor. Agua pasada. Banderas
de la muerte, humilladas por el huracán de la Vida.
Por eso, comprendió -y nosotros con ella- muchas cosas. Por ejemplo:
1.° Las sagradas escrituras.-«Era verdad», dijeron los de Emaús. Y
«era verdad» es lo que nos vemos obligados a decir todos los que
creemos. -Y nos referimos a todo lo que anunciaron los profetas, a
todo lo que predijo Jesús. Desde entonces, el creyente sabe que la
muerte y resurrección de Jesús son el broche final de toda la obra
salvadora de Dios. La Creación, el pecado, las vicisitudes del pueblo
de Israel, la Encarnación, la Cruz..., encuentran su culmen en la
«Resurrección». ¡Aleluia!
2.° Comprendemos también «nuestra incorporación a Cristo». San Pablo
lo pregona en la segunda lectura de hoy: «Si hemos muerto con Cristo,
también viviremos con El, pues sabemos que Cristo, una vez resucitado,
ya no muere más...». Lo dice de mil maneras: «Si nuestra existencia
está unida a El en una muerte como la suya, lo estará también en una
resurrección como la suya». ¡Aleluia, Aleluia!
3.° No ha lugar al pesimismo.-Efectivamente, vistas desde esta
panorámica, todas las tristezas y quebrantos que el hombre va
acumulando, todas las enfermedades y soledades, todas las
incomprensiones y frustraciones, empiezan a «tener sentido». Si al
final de la vida el hombre tiene la sensación de que todo se le vuelve
«otoño», con la resurrección de Jesús, tiene la certeza de que todo es
primavera. Eterna primavera. Los árboles del «cielo nuevo y la tierra
nueva» que ya no acabarán. Antesala del «séptimo día». O mejor,
amanecer del Día Primero. Día sin ocaso. Ocasión propicia para
escuchar a Pablo: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los
bienes de arriba». Y volver a cantar: «¡Aleluia, aleluia, aleluia!»
(Elvira).
EL «PASO» Y LOS «PASOS». Durante esta semana que acaba de terminar,
las calles más típicas de nuestras viejas ciudades, a pesar del clima
de secularización reinante, han visto desfilar escenas bellísimas y
entrañables, memoriales de nuestra fe, escultura dolorida y
procesional de la Pasión del Señor, catequesis vivas -de hoy, de ayer
y de mañana-, para quienes se quieran dejar interpelar. Joyas del arte
y de las creencias de nuestro pueblo. Celebración popular de estos
extremos de amor, por los que quiso «pasar» el Hijo de Dios. Son «los
pasos» de la Pasión. Todos ellos -la entrada en Jerusalén, la cena, el
prendimiento, la flagelación, la crucifixión, el descendimiento, los
cristos yacentes- son «pasos hacia la muerte».
Pero he aquí que, en esta noche recién terminada, ha cambiado la
decoración. Han desaparecido los «pasos de la muerte» y sólo
contemplamos el «Paso hacia la Vida»: la PASCUA. El gran PASO con
mayúscula y definitivo. La Vigilia que ayer noche celebrábamos nos ha
introducido en ese Paso ya para siempre. Y ésa es nuestra Vida.
Repasad la liturgia de esta madrugada. Y veréis que todos los símbolos
que en ella vemos expuestos, todas las lecturas que hemos proclamado,
todas las aclamaciones que hemos cantado, dicen lo mismo: «El Señor no
es un Dios de muertos, sino de vivos». Eso eran las lecturas del A.T.
Hablan del Dios que es «creador», del Dios que «libera a Israel», del
Dios que, con el diluvio, «hace brotar una naturaleza nueva». Es
decir, un Dios que desborda vida. Y la bendición del fuego, el desfile
del cirio pascual por entre las tinieblas del templo, el canto del
pregón pascual, el gloria a toque de campanillas, lo mismo. Son
proclamaciones de que el Hijo de Dios ha vencido a la muerte, tal y
como lo anunció: «Yo soy la resurrección y la vida».
Pero… aunque todos, hoy, parecemos proclamar el derecho a la vida y
hemos avanzado asombrosamente en logros médicos increíbles, sin
embargo, paradójicamente, vamos inventando más descarados sofismas
para aparcar de la vida a muchos seres, generalmente indefensos,
absolutamente menesterosos, juzgando de esta manera que esas vidas no
eran necesarias.
Pero… aunque hemos conseguido cotas indiscutibles en cuanto a nivel de
vida y a calidad de existencia, es posible, casi seguro, que esa
«calidad» la hemos centrado únicamente en la vertiente material del
hombre, en sus posibilidades de confort y de consumismo; y no en su
dimensión espiritual.
Y frente a todas las ofertas de «vida efímera» que nos brindan por
ahí, la Fuente de «vida verdadera» sigue siendo Dios. El, «a través
del sufrimiento liberador del crucificado» y de la «resurrección con
Cristo», nos regala la oportunidad de «vivir una Vida Nueva». Por eso
decimos que «nuestra Pascua es Cristo». Porque, frente a todos los
«pasos de la muerte» nos ha traído el «PASO HACIA LA VIDA» (Elvira).
Pero en el primer momento la protagonista es la Magdalena. Cargada iba
de perfumes y llorando camino del sepulcro del Jesús que le había
cambiado la vida y se la había llenado de alegría. ¡Pero qué impresión
tan fuerte cuando vio el sepulcro abierto y las vendas depositadas y
plegadas sobre el sepulcro! (Juan 20,1). Corriendo ha ido a anunciar
lo que ha visto a los Apóstoles. Pedro y Juan escuchan y reciben el
mensaje de María Magdalena y van corriendo al sepulcro. "Entonces
entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al
sepulcro; vio y creyó". Sólo en esta ocasión dice el Evangelio que
alguien cree en la Resurrección al ver el sepulcro vacío. El
evangelista tiene en cuenta que la mayoría de lectores a quienes no se
les ha aparecido Cristo Resucitado, han de creer sin haberle visto.
Juan quiere demostrar que si él ha creído sólo por haber visto el
sepulcro vacio, y antes de sus apariciones personales, no es necesario
verle resucitado, para creer en la resurrección.
Los Apóstoles que hoy vemos radiantes de fe, han pasado de la actitud
de zozobra de los momentos de la Pasión, que comenzó en aquella
oración del Señor en el huerto, a descubrir la presencia del
resucitado y convertirse con las mujeres en testigos cualificados de
la buenanoticia. Pedro y el "otro discípulo" representan al fiel
Israel ante Jesús como una fuente de agua viva, como una semilla de
vida (Jn 12, 24).
Para él fue un hecho inesperado, insólito, nuevo: "No había aún
entendido la Escritura que dice que El había de resucitar de entre los
muertos". Los Apóstoles se fueron. Y María se quedó junto al sepulcro,
llorando... "Se volvió hacia atrás y vió a Jesús allí de pie, pero no
sabía que era Jesús. Jesús le dijo: "Mujer, por qué lloras? ¿A quién
buscas?". -"María". -"Maestro" (Jn 20,11). Cristo se aparece a una
mujer, porque como fue una mujer la causa del pecado de Adán, ha de
ser una mujer la que anuncie a los hombres la resurrección y por
tanto, la liberación del pecado.
"Jesús le dijo: 'Suéltame, que aún no he subido al Padre; ve a mis
hermanos y diles que subo al Padre mío y vuestro'" (Jn 20,17). María
deja alejarse a su Amado. San Juan de la Cruz cantará con voz sublime
el alejamiento del Amado: "¿Adónde te escondiste, Amado, - y me
dejaste con gemido? -Como el ciervo huiste - habiéndome herido, - salí
tras tí clamando - y eras ido".
Otra vez María en busca de los discípulos. El amor es activo, no puede
estar quieto. "Qui non zelat non amat", dice San Agustín. El encuentro
con Jesús engendra caminos de búsqueda de hermanos para anunciarle. La
experiencia de la belleza y del amor impone psicológicamente la
comunicación de lo que se experimenta, de lo que se goza. Por eso sólo
puede anunciar a Cristo con fruto, quien ha experimentado su amor. Los
apóstoles son testigos de la resurrección porque han visto a Jesús, el
que bien conocían, vivo entre ellos después de la resurrección. Vieron
que no estaba entre los muertos, sino vivo entre ellos, conversando
con ellos, comiendo con ellos. No anunciaron una idea de la
resurrección, sino al mismo Jesús resucitado, con una nueva vida, que
no era retorno a la mortal, como Lázaro, sino inmortal, la vida de
Dios. Ha vencido a la muerte y ya no morirá más.
Si María Magdalena se hubiera cerrado en su decaimiento, la
resurrección habría sido inútil. María Magdalena hizo, como Juan y
Pedro, lo que debieron hacer: salir, abrirse, comunicar. Es el mejor
remedio para curar la depresión. San Ignacio aconseja "el intenso
moverse" contra la desolación (EE 319). De esta manera, la sabia
colaboración de todos, ha conseguido la manifestación de Cristo
Resucitado.
Proclamemos que "este es el día grande en que actuó el Señor: sea el
día de nuestra alegría y de nuestro gozo" (Salmo 117). Exultemos de
gozo con toda la Iglesia, porque éste es el gran día de la actuación
de las maravillas de Dios. "¿De qué nos serviría haber nacido, si no
hubiéramos sido rescatados?" (Pregón Pascual).
Y así como Cristo ha resucitado, nos resucitará a nosotros. Vivamos ya
ahora como resucitados que mueren cada día al pecado. La resurrección
se va haciendo momento a momento. Es como el crecimiento de un árbol,
que no crece de golpe, sino imperceptiblemente. Tendremos tanta
resurrección cuanta muerte. Con el auxilio de la gracia siempre
actuante en nosotros. "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu
Resurrección, Señor Jesús" (J. Martí-Ballester).
En el templo de la Sagrada Familia de Barcelona, la figura de Cristo
atado a la Columna, tiene la columna rota. Como en la película Las
crónicas de Narnia se rompe la piedra del sacrificio al morir el león
bueno, por amor, y luego resucitar. Cristo rompe el mundo viejo del
pecado y crea el mundo nuevo de la gracia. Crea al hombre nuevo.
"Celebremos la Pascua, no con levadura vieja (de corrupción y de
maldad), sino con los panes ácimos de la sinceridad y la verdad (1
Corintios 5,6).
"La cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret" (Hechos
10,34). Jesús ha vivido en Nazaret la mayor parte de su vida. En
Nazaret ha crecido, se ha desarrollado. Ha pasado de niño a
adolescente, de joven a adulto. De Nazaret guarda recuerdos
imborrables. De su dulce vida familiar de trabajo, silencio, oración
en familia y personal solitaria. De sus horas de oración, donde ha ido
descubriendo la ternura del Abbá, el cariño dulce y absorbente que ha
ido llenando su corazón día a día, donde ha ido creciendo en edad y en
sabiduría y gracia. Allí ha ido descubriendo la voluntad del Padre y
ha resuelto seguirla hasta la muerte, con la fuerza del Espíritu
Santo.
Cristo hombre muere y vuelve a la tierra, como Adán. Antes de morir
había entregado su espíritu al Padre. Su espíritu, su alma, la que le
informaba hombre vivo. Porque el Verbo, no se había separado de él. El
Padre le devuelve el espíritu y su cuerpo, al recibir de nuevo el
alma, resucita y vive como hombre vivo, siguiendo unido a la persona
divina. No dejará nunca de ser hombre, como nunca dejará de ser Dios.
Pero, aunque Cristo ha hecho brotar el manantial, hemos de acercarnos
a la fuente para sacar agua: "Sacaréis aguas con gozo de las fuentes
de la salvación" (Is 12,3). Jesús no nos chapuza en el agua a la
fuerza.
Como al hombre que llevaba treinta y ocho años paralítico le pide
permiso para curarlo: "¿Quieres curarte?" (Jn 5,6), respeta nuestra
voluntad libre. ¿Quieres curarte de tus viejos pecados, de tus
defectos viejos? ¿De tu levadura vieja? Acude a la fuente. El
sacramento de la penitencia actualizará en tí la Resurrección.
Dice Juan que los Apóstoles no habían comprendido qué era la
resurrección (20,9). Es difícil de comprender, porque es un misterio,
que sólo se comprende por la fe.
Estamos celebrando la Eucaristía, el sacramento de la fe. En él Cristo
muere y resucita hoy, y cada día. Por nosotros, para quitar de
nosotros la levadura vieja.
"Nuestra víctima pascual: Cristo, ha sido inmolada" (1 Corintios 5,7).
Celebremos la Pascua resucitando con él y colaborando con su Espíritu
para permanecer resucitados siempre, inmolándonos con Cristo, para ser
también víctimas con él, "extirpando lo que hay de terreno en
nosotros: lujuria, inmoralidad, pasión, deseos rastreros y codicia"
(Col 3,5); "pues hemos muerto con él, y nuestra vida está escondida
con Cristo en Dios" (Colosenses 3,1), para gloria de Dios Padre, que
por la fuerza del Espíritu Santo, ha resucitado y exaltado a su Hijo,
constituyéndolo Señor. Y "cuando se manifieste él glorioso, que es
nuestra vida, os manifestaréis también vosotros gloriosos".
Glorifiquemos al Señor porque "este es el día en que actuó, y es la
causa de nuestra alegría y gozo. Porque su diestra es poderosa y
excelsa. Y porque resucitando a Jesús, nos promete que también nos
resucitará a nosotros y nos hará partícipes de su vida gloriosa. No he
de morir, no nos ha creado el Señor para la muerte, sino para la vida.
Viviremos para cantar las hazañas del Señor" (Salmo 117). A El
triunfante y glorioso la gloria por los siglos. Amen (J.
Martí-Ballester).
"Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde
está Cristo, sentado a la derecha de Dios; pensad en las cosas de
arriba, no en las de la tierra. Estáis muertos y vuestra vida está
escondida con Cristo. Cuando Él se manifiesta en vuestra vida,
entonces os manifestaréis gloriosos con Él" (Col. 3, 1-4). Procuraré
transmitir a los demás la alegría de mi fe tratando de hacerlos
felices. "Entonces de todas la tumbas esparcidas por los continentes
de nuestro planeta, hay una en la que el Hijo de Dios, el hombre
Jesucristo, ha vencido a la muerte. El árbol de la vida del que el
hombre fue alejado por su pecado, se ha revelado nuevamente a los
hombres en el cuerpo de Cristo. Aunque se multipliquen siempre las
tumbas en nuestro planeta, aunque crezca el cementerio en el que el
hombre surgido del polvo retorna al polvo, todos los hombres que
contemplan el sepulcro de Jesucristo viven en la esperanza de la
resurrección" (Karol Wojtyla, Signo de Contradicción).
Cristo, al caer la tarde del día de Pascua, exhaló su aliento sobre
los apóstoles y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. El Espíritu que
desde el inicio -desde siempre- reposa sobre Jesús y lo conducía, el
Espíritu de Dios, ahora Jesús lo da a los suyos. Se lo da realmente
-recibid-. El que es Sacramento del Padre, convierte la Iglesia en
sacramento suyo y le da el poder divino de la reconciliación-perdón de
Dios. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les queden retenidos. Porque es
resurrección, Pascua es perdón, vida, posesión del Espíritu, fuente de
la vida sacramental de la iglesia y de cada uno de los cristianos. Por
eso es paz -presencia saciadora de Dios- y es alegría en el ESpíritu,
por Cristo Señor nuestro. El gran regalo de Pascua que nos libra del
miedo. "No temas: Yo soy el primer y el último, yo soy el que vive.
Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo
las llaves de la muerte y del abismo. Escribe, pues, lo que veas: lo
que está sucediendo y lo que ha de suceder más tarde".
Fortalecidos y seguros por la vida sacramental avanzamos hacia el
futuro con Jesús, nuestro verdadero Pontífice. Con él la iglesia es el
puente que une el presente y el futuro, lo natural y lo sobrenatural.

-COMPROMETIDOS POR LA FE. Sólo desde la fe los signos sacramentales
tienen sentido, son realmente significativos. Y la fe -don de Dios-
debe ser aceptada y confesada. Y recibimos y profesamos la fe en el
interior de la comunidad. Pero es preciso que, tanto esta recepción
como la confesión, sean personalizadas. La fe nos compromete, comporta
una nueva manera de vivir. Cada uno debe decir el "Señor mío y Dios
mío" de Tomás, en comunión con los demás, ciertamente, pero dejándose
comprometer personalmente en ello. En los sacramentos y en la
eucaristía sobre todo -en la misa que estamos celebrando- tenemos que
saber "ver" a Jesús resucitado a través de los signos e iluminados y
guiados por la palabra apostólica, que es luz para que los que no
hemos visto ni tocado al Cristo histórico podamos adherirnos a su
persona y seguir con él su camino de amor al Padre y de servicio y
entrega a los hermanos.
Cada domingo somos invitados a hacer la experiencia de la fe que la
celebración del misterio pascual reanima y aumenta los dones de la
gracia haciéndonos conocer mejor qué bautismo nos ha purificado, qué
Espíritu nos ha regenerado y qué sangre nos ha redimido para que los
frutos del sacramento pascual perduren siempre en nosotros y nos hagan
testimonios de la salvación en medio de nuestro pueblo (J. M.
Aragonés).

¿Qué hacer con los obstáculos? La piedra en la puerta del sepulcro no
supuso un freno para las mujeres. Se ponen en camino, sin saber cómo
removerán la losa... Ellas nos pueden... Pero, al llegar, se la
encuentran quitada. Eso sucede siempre que ponemos lo que está de
nuestra parte.
Optimismo, que nos hace santamente audaces en la vida interior y en el
apostolado: a no medir las cosas con criterios humanos: "no puedo, no
sé, es que no me entenderán"... Contar con la gracia de Dios, fuerza
sobrenatural que nos asegura la victoria en nosotros y en los demás -a
través nuestro- si nos comportamos como verdaderos instrumentos.
La alegr'a por la Resurrecci-n de Cristo se ha de contagiar a otras
almas. No podemos ocultar la victoria que supone respecto a los
poderes del mundo. El Viernes Santo, es el aparente éxito de los
poderes de la tierra. El Domingo de Resurrección es el triunfo de
Dios.
Y entonces el corazón del cristiano desborda de gozo al comprender un
poco más el Amor de Dios que nos ha amado hasta el extremo de morir en
la Cruz, acompañado de tantos padecimientos, sin ningún consuelo
humano... Y, al poco tiempo, aparece Jesucristo glorioso.